13

Zeskuk celebraba la reunión en su camarote personal, a bordo del Surcador, por lo que hacía más calor de lo normal y estaba todo lo abarrotado que se podía, con tres minotauros: el propio Zeskuk, Thenvor, cabecilla de los que le disputaban el liderazgo (más exactamente: los que querían verlo convertido en pasto de los tiburones o monstruos mágicos) y Lujimar, el mago de mayor rango de los que viajaban con la flota de la Raza Predestinada.

Zeskuk habría admitido de buen grado a un cuarto ocupante, su hermana, pero su puesto de guardia estaba con los humanos. Se había permitido alegrarse de que después de sus hazañas en la batalla tendría menos necesidad de guardarse las espaldas. No porque careciera de enemigos dispuestos a clavarle un puñal, sino porque ahora tenía amigos humanos que se enfrentarían a los de su propia raza incluso por un minotauro.

El comandante en jefe intuyó que sus invitados esperaban algo. Dudaba de que se tratara de que el sirviente trajera una segunda ronda de comida, aunque Lujimar dejaba claro que no tenía ningún problema de alimentación. Si estaba enfermo, como propagaban los rumores, no era del estómago.

—Lo hemos hecho…

—No demasiado bien —interrumpió Thenvor.

Zeskuk alzó un puño lo más educadamente que se podía ejecutar tal gesto.

—Os ruego a todos que guardéis silencio hasta que haya terminado —dijo—, y luego llamad tonterías a lo que digo. Si accedáis, tendréis permiso para hablar con libertad.

Esperaba que Thenvor no lo interpretara como libertad para poner en duda el honor de Zeskuk. Incluso allí, en la intimidad que el barco permitía, eso significaba un desafío; y un desafío significaba, a su vez, tiempo perdido. Eso le importaba más a Zeskuk que la posibilidad de perder ante Thenvor, que era un luchador formidable y podía llevar la disputa hasta la muerte. Fuera cual fuese el rumbo que tomara la flota, sería mejor que no esperara para tomarlo hasta después de un duelo de honor.

A Zeskuk se le habían presentado vividas imágenes de la flota pereciendo en los arrecifes varias veces a lo largo de la noche. En una ocasión estuvo seguro de que estaba dormido y tenía una pesadilla. En otra estaba seguro de estar despierto, pero quizás mentalmente inquieto. De las otras tres veces no estaba seguro, pero las imágenes habían sido igualmente vividas, incluyendo los gritos de los que se ahogaban.

Zeskuk era un minotauro sensato, lo que equivalía a decir que creía en los sueños proféticos. Tumbado pero despierto hasta el alba, se había planteado seriamente si había recibido o no una advertencia. Un aviso, tal vez, de que arriesgaba miles de vidas por simple curiosidad por los misterios de la isla de Suivinari.

Si hubiera estado seguro de que había recibido un aviso, y de una fuente en la que podía confiar, su rumbo habría quedado claro. En las actuales circunstancias creyó poder esperar unos días, sin mandar más guerreros a tierra a morir, sino permaneciendo cerca de la isla para observar lo que ocurría en el mundo real y en el de sus sueños.

Thenvor hizo un gesto que podía interpretarse como de afirmación. Los ojos de Lujimar dijeron que lo tomaría como tal.

—Lo hemos hecho peor de lo que esperábamos —prosiguió Zeskuk—. Hemos enviado provisiones y refuerzos a nuestros camaradas del monte Verde, pero no hemos abierto un sendero que podamos utilizar de forma permanente.

—Los humanos no han conseguido tanto —observó Thenvor, con la misma educación de siempre.

—No, pero su magia nos permitió que pudiéramos hacerlo nosotros, disolviendo la tormenta y frenando el ataque de los monstruos mágicos —dijo Lujimar—. Quizá lo hicieran más para salvarse ellos que para ayudamos a nosotros, pero el honor exige agradecer un regalo, aunque sea involuntario.

—Conozco los escritos tan bien como tú —dijo Thenvor, regresando a su habitual susceptibilidad—. Tal vez conozco mejor que tú los escritos de guerra. Admito que les debemos algo. No matarlos en el acto me parecería suficiente.

—¿Piensas, como he pensado yo, que la isla de Suivinari es demasiado inservible para nadie excepto para el mago que la llama hogar como para que luchemos con nadie por ella? —preguntó Zeskuk—. ¿Que deberíamos retirarnos, por esta razón?

—Sí —dijo Thenvor.

—No —replicó Lujimar.

Una negativa tan tajante era rara en Lujimar. No sólo nunca había puesto en duda el honor de nadie, sino que rara vez había cuestionado públicamente el juicio de nadie.

Tal vez no consideraba que ahora estuviera en público.

—¿Crees que deberíamos quedamos? —preguntó Zeskuk a Lujimar.

—Sé que sí —fue la respuesta.

—¿Te lo han dicho los dioses? —se mofó Thenvor.

—Puede que hayan sido los dioses, hablándome a mí o a otros de entre nosotros —dijo Lujimar, con la imperturbable confianza de un vendedor de pociones para fortalecer los cuernos en las gradas del circo—. Pero el mensaje era claro.

Zeskuk se preguntó si Lujimar había recibido uno de sus sueños o envíos, o profecías. Sin embargo, éste no era el momento ni el lugar adecuado para preguntarlo, no cuando ello supondría que Lujimar y él compararan sus sueños en presencia de Thenvor.

—El peligro para la flota también está claro, si seguimos aquí cuando llegue la próxima tormenta y la magia no pueda hacerle frente —dijo Thenvor—. Ya tuvimos bastantes problemas en tierra firme cuando íbamos armados y con un propósito. Si nos quedamos aislados, estaremos condenados.

—Deja de graznar —dijo Lujimar, con la expresión más fuerte que Zeskuk recordaba haberle visto dedicar a alguien.

Por un momento pareció que Thenvor pediría a Lujimar que designara un campeón para un duelo de honor.

—Nos quedaremos tres días más —dijo Zeskuk. Ofrecería a Thenvor un vaso de agua si se estuviera muriendo de sed, aunque sólo fuera para evitar desafíos de sus parientes. No daría a su rival la satisfacción de contemplar una disputa pública entre el comandante en jefe y el jefe de los magos.

—No es suficiente —dijo Lujimar.

—Yo digo que lo será —insistió Zeskuk, con la misma firmeza que el sacerdote—. No nos iremos más tarde, a menos que encontremos un modo de sortear a los monstruos mágicos para expulsar a su creador de la isla. No nos quedaremos tanto tiempo si averiguamos que los humanos tienen información que nos han ocultado.

—Ah, ese necio capitán Torvik —exclamó Thenvor.

—En absoluto —concluyó Zeskuk—. Capitán, sí. Necio, lo dudo. A menos que no sea de verdad hijo de su padre o su madre.

Dos de los tres Caballeros Wayward se reunieron con sir Niebar en su camarote. Pirvan hubiera preferido ir en un bote sólo con ellos, y él y Hermano Halcón habrían remado de buen grado. Pero incluso con los conjuros de curación de Tarothin combatiéndola, el tifus había dejado a sir Niebar demasiado débil para abandonar el Surcador de Olas y apenas con fuerzas para subir a cubierta. Aunque no los oyera nadie, en cubierta podían verlos. Por eso se quedaron abajo.

—Si no les va mejor que a nosotros, se irán —insistió Hermano Halcón.

—¿Os referís a los minotauros? —preguntó sir Niebar.

—Por supuesto.

—Lo aceptaría mejor viniendo de sir Darin —dijo Niebar—. Aunque debo reconocer que tenéis tanta razón como el que más, sir Darin incluido.

—El secreto puede tenerlo Torvik —dijo sir Pirvan. Cruzó una pierna por encima de la otra y entrelazó los dedos sobre la rodilla más alta. Los demás ocupantes del camarote sabían que eso significaba que estaba incómodo, pero no le importó.

Estaba a punto de utilizar información privada y personal sobre alguien con quien sus únicos vínculos eran una antigua amistad, no el Código y la Medida, por servir a la causa de los caballeros. También la de los aliados de los caballeros y muchos otros, incluyendo probablemente a los minotauros. Pero su honor estaría igualmente comprometido aunque sólo hubiera una persona que salvar, en medio de una multitud. El Código de los Caballeros de la Rosa distinguía entre obligaciones públicas y privadas; Pirvan no se había acostumbrado a hacerlo.

—Bien, mi esposa tiene antiguos camaradas mercenarios a bordo de casi todos los barcos de la flota —dijo Pirvan—. Todos hablarán con ella, menos los que veneran al Príncipe de los Sacerdotes en lugar de a los dioses. También hablarán con los viejos guerreros y marineros del padre de Torvik, Jemar el Blanco. Haimya se enteró de que la hermana de Torvik, Chuina, había sido ascendida a sargento de arqueros del Don del Amo del Viento. Ha enviado a Chuina una generosa bolsa, de nuestros propios fondos, para celebrar el ascenso. También ha enviado una carta, diciendo lo preocupada que está por Torvik, como amiga de su madre, su padre y su padrastro. A menos que Chuina sea idiota…

—O enemiga de Torvik —dijo Hermano Halcón—. Siendo el menor de cuatro hermanos, puedo aseguraros que los parientes no siempre son amigos.

—Chuina nunca tuvo las razones de Tres Manos para discutir contigo —reprendió Pirvan al joven caballero—. Pero agradezco que me lo recuerden. En otro momento deberíamos pensar en ello.

Hermano Halcón pareció agradecido a su suegro, por ahorrarle la vergüenza de interrumpir con algo que los caballeros de más edad sabían perfectamente. La respuesta de Pirvan fue una sonrisa. Eskaia la Joven había elegido bien, aunque se hubiera casado apresuradamente; él no habría impedido su elección aunque hubiera podido.

—¿Hermana espiando a hermano? —dijo sir Niebar, frunciendo el ceño.

—Hermana celebrando consejo con hermano —replicó Pirvan—. Conociendo a Torvik, que no es más idiota que su hermana, no permanecería callado a menos que guardara un secreto que no podía revelar por no ser suyo.

—Pero todo el que posee un secreto de esa índole necesita desahogarse con alguien en quien confíe, para ver si debe soportar realmente esa carga. Yo lo hago con Haimya. Torvik no tiene esposa, pero lo creo deseoso de hablar con Chuina y de escucharla.

—Pero es aún más joven que… —empezó a protestar Hermano Halcón.

—¿Que tú? —terminó Pirvan por él—. Sí. Y no mayor que tu esposa, mi hija Eskaia. Espero que eso no signifique que dudas del buen juicio de Eskaia.

Hermano Halcón adoptó de pronto el aire de alguien contemplando una ballesta cargada y amartillada a punto de disparar un dardo contra su pecho. Se quedó con la boca abierta.

Sir Niebar se echó a reír y luego habló con rapidez para no prolongar la vergüenza del joven caballero.

—Las hermanas pueden ser oráculos positivos, si el secreto implica a una mujer. Lo sé. Yo era el menor de cinco hijos, y los cuatro mayores eran chicas.

—No me extraña que os unierais a los caballeros —comentó Pirvan.

El sol empezaba convertirse en la enorme bola anaranjada que flotaría durante un rato sobre el horizonte antes de hundirse en el mar cuando Zeskuk oyó dos pares de pisadas de minotauros en la cubierta, a su espalda.

Se volvió para ver, en cambio, a un minotauro y un humano. Aunque el error no era sorprendente; el humano era sir Darin, que podía mirar a los ojos como mínimo a una tercera parte de la tripulación del Surcador sin levantar la cabeza. Zeskuk era mucho más alto que Darin, por lo que el caballero sí tenía que levantar la vista para mirarlo a la cara. Cuando el minotauro bajó la suya, vio algo que no le gustó.

Darin no llevaba armadura, pero sí espada y daga. También lucía todas las insignias de su rango de Caballero de la Espada en un chaleco sin mangas al estilo minotauro. Esto dejaba sus musculosos brazos al descubierto, excepto por unos brazaletes de artesanía minotauro. Regalos de Waydol.

El minotauro era Lujimar. A pesar del calor, llevaba sus vestiduras completas de sacerdote, rojas y con las orlas dentadas amarillas, cinturón de cuero ancho con remaches, brazaletes con alas de dragón y pintura blanca en los cuernos.

Todo esto provocó a Zeskuk una sensación ominosa que era casi igualmente dolorosa. Los sueños de la flota pereciendo en el arrecife no lo habían inquietado ni la mitad que en ese preciso instante.

Siendo de una raza guerrera enseñada a vencer al dolor, no dejó que nada de eso se reflejara en su rostro. En cambio, adoptó la postura más formal, con los brazos cruzados sobre el pecho. Recurrir a cualquier otra, sospechaba, se tomaría como que temía una traición, y eso sería poner en tela de juicio el honor de Darin, en lugar de a la inversa.

Darin levantó ambos brazos, con las manos abiertas y los dedos bien separados para mostrar que estaban vacías.

—Por el Código y la Medida —proclamó el caballero—, que me declaran Caballero de la Espada entre los Caballeros de Solamnia. Por mi pericia como guerrero. Por mi educación a cargo de Waydol, un guerrero minotauro de inigualable honor. —Hizo una pausa antes de continuar—. Zeskuk, comandante de la flota minotauro anclada frente a las costas de la isla de Suivinari, desea partir y dejar el mal que posee la isla a salvo, excepto de lo que los humanos decidan hacer. Que se trata de un deseo de que triunfe el mal. Que desearlo, si uno mismo no es malo, es una traición a los dioses verdaderos, tanto de los hombres como de los minotauros, de los marineros, tanto humanos como minotauros, que puedan llegar a la isla en el futuro y a todos aquellos a quienes la magia maligna pueda poner en peligro, sean hombres, minotauros o de cualquier otra raza que more sobre la faz de Krynn. Deseándolo, Zeskuk ha traicionado su propio honor. Lo desafío a un duelo, en el cual podrá demostrar con su propio brazo y su propia sangre que su honor no se ha empañado.

Zeskuk dudó de que lograra enterarse de algo estudiando más a Darin o a Lujimar. Habría dado gustoso diez años de su vida por poder hablar con ellos, pero las leyes lo ligaban demasiado estrechamente para eso.

No podía preguntar lo que Lujimar había contado a Darin sin aceptar antes el desafío del joven caballero. De lo contrario, su honor sería cuestionado por rechazar un duelo legítimo, y eso equivalía a entregar la flota a Thenvor.

También tendría que derrotar a Darin. De lo contrario, la acusación contra él se mantendría y Lujimar tendría derecho a negarse a responder a ninguna de sus preguntas, o a designar un campeón si Zeskuk era tan insensato como para dudar del honor del mago minotauro. Zeskuk tuvo la sensación de haber sido superado en estrategia y rodeado con sublime habilidad en la cubierta de su propio buque insignia. Miró en derredor, preguntándose cómo se tomaba el público este pequeño drama.

Nunca había visto a tantos minotauros tan silenciosos o inmóviles a bordo de un barco, desde que subió a uno por primera vez cuando tenía siete años. Intentó calmarse respirando acompasadamente, sabiendo que su respuesta no sólo llegaría a oídos de Thenvor (lo cual podía soportar), sino que también la leerían los minotauros de las cinco próximas generaciones.

¡Minotauros, ja! Hombres, minotauros o cualquiera otra raza viviente sobre la faz de Krynn, o como mínimo las que supieran leer y lo que son la guerra y el honor. Pensar en el escrutinio de tanta posteridad estuvo a punto de atragantársele a Zeskuk. Espero hasta que fue capaz de hablar con claridad.

—Acepto el desafío de sir Darin, Caballero de la Espada e hijo adoptivo de Waydol —respondió Zeskuk—, para demostrar que mi honor está impoluto, con mi propio brazo y mi propia sangre. Nuestros padrinos acordarán un lugar y una hora, no más lejos de aquí que a una hora de navegación de las costas de la isla de Suivinari y no más tarde de cuatro ocasos a partir de este momento. Juro además que, si el resultado de este duelo es que mi honor queda empañado, me quedaré en la isla de Suivinari hasta mi muerte o hasta la derrota del enemigo. También invitaré a todos aquellos que me han prestado juramento a que se queden conmigo y combatan a mi lado.

Había pensado en prometer más, pero incluso el más honorable y caballeroso humano criado por minotauros sólo se merecía eso. Además, difícilmente podía prometer más de buena fe. Intentar comprometer a Thenvor, por ejemplo, haría estallar duelos y motines a su alrededor como hierbas en un camposanto desatendido, y habría neutralizado cualquier bien que hubiera podido resultar del encuentro.

Cuando vio la tensión del rostro y la postura de Darin, Zeskuk estuvo a punto de echarse a reír. El caballero se sentía tan incómodo con este duelo como él.

—Un signo de que este combate es honorable, creo que todos lo vemos —dijo Zeskuk. Alzó la voz para ser oído o al menos interrumpir el silencio de la cubierta antes de que devastara más aún su tranquilidad mental—. Sir Darin tiene la estatura de un minotauro y además le enseñó a luchar un minotauro que no era el peor de los guerreros de su época. Por eso disculpo a sir Darin de cualquier intención de hacerme parecer ridículo, como suele ocurrirle a un minotauro cuando lucha con un humano.

Darin esbozó una sonrisa, y eso hizo fruncir el ceño a Lujimar.

—Con el tiempo, tal vez deberías oír la historia completa del combate entre Waydol y yo, por un lado, y sir Pirvan y su dama Haimya, por el otro —dijo el caballero—. Te aseguro que nadie ni nada de la lucha fue ridículo, y sólo por la gracia de los dioses todos sobrevivimos para volver a luchar.

—Entonces esperemos esa gracia también en esta ocasión, para el primero que se mantenga en pie —dijo Zeskuk. Sabía que estaba muy cerca de comprometerse a no llevar la lucha hasta la muerte, pero ésa era su firme intención. Cuanta más gente lo supiera, mejor.

Sin embargo, cuanta menos gente supiera por qué, mejor también. Y los accidentes podían acabar con los duelistas más consumados. Zeskuk esperaba que Fulvura lo entendiera todo y no lo llorara si por una improbable casualidad se le agotaba la suerte. También esperaba que los humanos no intentaran traicionarla si los minotauros se marchaban, pero no esperaba que fuera necesario vengarla.

Cuando Fulvura cayera, habría tal montaña de humanos muertos sobre ella que los de esa enclenque raza necesitarían cavar para extraer su cadáver antes de poder reclamar sus cuernos como trofeo.

La flauta y los tambores del Elfo Rojo flotaban por encima de las aguas, alejándose más allá de un tiro de flecha del bote donde Torvik se sentaba frente a su hermana Chuina.

Ella era un año menor que él y no había pasado tanto tiempo embarcada, pero por alguna razón parecía mayor. Tal vez fuera sólo su nueva graduación de sargento, que las flautas y los tambores (y el vino y la cerveza, el pescado, los encurtidos y las pastas, todo subido a bordo con la recompensa de lady Haimya) estaban celebrando a bordo del Elfo Rojo y el Don del Amo del Viento.

Sin duda, había crecido desde la última vez que él la viera. Si aún tenía que crecer más, sería más alta que él, con largos brazos bien formados para ser arquera. También era más oscura de piel y el cabello le crecía en apretados rizos, que ahora se ataba con cordones rojos y plateados que no combinaban muy bien con sus pesados pendientes de oro de orfebrería enana.

—Son nuevos, ¿verdad? —dijo Torvik, a falta de algo mejor.

—Un regalo de despedida de un amigo muy especial —dijo Chuina, con una fugaz sonrisa.

Torvik frunció el ceño. Ella captó el cambio de expresión.

—¿Qué pasa, hermano? Seguro que no esperabas que siguiera siendo doncella después de tanto tiempo.

—Bueno, no ha pasado el suficiente para olvidar a la hermanita que quería que la llevara conmigo en mi primera barca —dijo—. Esto me recuerda ese día. Me cuesta un poco pensar en ti como una mujer adulta.

Chuina le dio unas palmaditas en la mejilla.

—Corren rumores de que, últimamente, lo que te cuesta es pensar —lo mortificó—. Depende de quién lo cuente, no me creería nada de nada, pero lo que he oído ha llegado a oídos de lady Haimya. Y cuando ella se preocupa, sólo un tonto cierra los oídos a lo que se cuenta.

En realidad, Torvik no había dejado de pensar desde el amanecer, pero sólo en una cosa, y no se trataba del ascenso de su hermana. El mensaje estaba grabado con una piedra en una gran caracola estriada que había encontrado en el suelo de su camarote bajo la pálida luz gris del alba. Lo había memorizado antes del cambio de guardia, pero no se había atrevido a dejarlo allí, y ahora lo llevaba en una bolsa colgada de su cinturón. Lo sacó en silencio y en silencio se lo tendió a Chuina. Ella le dio vueltas en sus manos varias veces y luego pasó un rato leyendo el mensaje. Torvik se preguntó si su hermana no creía lo que veían sus ojos, si necesitaba saber el resto de la historia o si no era capaz de descifrar la caligrafía de Mirraleen. El talento de las dimernestis no incluía un pulso fino y armonioso.

Sin esperar a la pregunta, Torvik contó a su hermana la historia completa. Ella escuchó en silencio, sosteniendo la caracola, y al final sólo preguntó:

—¿Crees que es una trampa?

Era una pregunta sobre la que Torvik había reflexionado mucho sin encontrar respuesta.

—Puede que haya una trampa a lo largo del rumbo que tome para llegar a ella, pero no creo que sea ella quien la haya tendido.

—¿Te has acostado con ella?

Esta vez, Torvik estaba preparado para la franqueza de su hermana.

—No, y no porque no haya pensado en ello —le confesó—. Con forma de elfo está muy bien, aunque es bastante más alta que yo.

—No era simple curiosidad —insistió Chuina—. Si corre el rumor de que te has…

—Sé lo que dirán los rumores —la cortó en seco— y lo que pueden hacer quienes los escuchen. Que soy impuro, que he perdido la virtud con un miembro de una raza inferior, y así sucesivamente, sólo hablando por hablar. ¿Quieres que me asuste de los chismosos estrechos de miras y los idiotas consumados?

—No, pero no puedes impedir que tema por ti. —Se lamió los labios y continuó—: ¿Puedo acompañarte, para guardarte las espaldas y buscar ayuda si es una trampa?

Torvik lo pensó y acabó haciendo un gesto de negación.

—Mirraleen sospecharía una traición. También lo sospecharía si yo no acudiera, y piensa en lo que ofrece.

—Una entrada a la fortaleza del mago, sorteando todos sus monstruos y su magia —dijo Chuina—. Sí. Es fenomenal, aunque sólo sea para evitar que la insensatez habitual enfrente en vano a los hombres y los minotauros.

—Entonces estamos de acuerdo y puedes ayudarme. Quédate en tu fiesta, que te vea todo el mundo, y oculta lo mejor que puedas el hecho de que me he ido. No dudo de que lady Haimya creía que nos hacía un favor con esa bolsa…

—Te he visto comer cinco platos de almejas en sal con salsa de cebolla —bromeó Chuina—. ¡Mira quién fue a hablar!

—Pero se ha asegurado de que ambos estuviéramos muy solicitados después. Por eso tienes que hacer el trabajo de los dos —concluyó.

—Me parece muy bien. Siempre he querido bailar en el cabrestante.

—Baila en el cabrestante o en el bauprés. Baila con armadura o a la luz de las estrellas. Baila donde y como te plazca, pero procura que nadie sepa que tu hermano Torvik se ha…

Se interrumpió en seco. Desde el mar, la brisa había conducido a sus oídos el ladrido de las nutrias marinas.

Zeskuk se apresuró a llegar al castillo de popa del Surcador y la tripulación le hizo sitio sin apartar la vista del mar.

Miró en la dirección en la que señalaban y vio como mínimo treinta nutrias marinas, quizás el doble, nadando velozmente hacia el este. Se mantenían justo fuera del alcance de los arpones de las naves y Zeskuk ordenó que avisaran a los escasos botes que estaban en el agua para que recordaran que no debían cazar nutrias.

Se lo había advertido a la flota después de que le llegara el relato de Torvik, pero siempre había idiotas que olvidaban el sabor del primer trago cuando iban por el cuarto. No quería tener que cargar de grilletes a demasiados minotauros para el resto del viaje, sobre todo a ninguno que estuviera a las órdenes de Thenvor.

Además, estaba seguro de una cosa: si Torvik tenía secretos que los minotauros necesitaban conocer, que mataran nutrias marinas cerraría la boca del joven capitán con la misma firmeza como si hubiera muerto.

Las nutrias marinas se alejaron de la vista a mar abierto mientras la brusca oscuridad de la noche tropical descendía sobre la isla de Suivinari.