12

La noche siguiente a la batalla de la isla de Suivinari, Wilthur el Pardo contemplaba el futuro con disgusto, pero no con malos presagios.

Ciertamente, había liberado poderes de resistencia física a la invasión. Con la misma certeza, la resistencia física no sería suficiente. La voluntad de los dioses era manifiesta en ese aspecto. Sus propias aspiraciones estaban demasiado cerca de alterar el equilibrio que las deidades atesoraban para ellas solas como para tolerarle que ampliara sus ataques lejos de la costa, en las profundidades de la tierra o el mar, o hacia el cielo. Wilthur creía secretamente que los dioses tenían miedo de sus aspiraciones de hacerse un lugar en sus filas más que una junta de nobles teme la solicitud de ingreso de un plebeyo acaudalado.

Él no pediría nada. Conservaría su fortaleza y, a su debido tiempo, se impondría.

Pero si los medios físicos no le proporcionaban esa defensa, sabía que tendría que atacar al enemigo en un terreno que a él no le estaba vetado: sus propias mentes. Tenía métodos que exigían conjuros tan agotadores que sólo podía utilizarlos contra un ser vivo cada vez, que tomaría decisiones erróneas e incluso peligrosas, sin que nadie supiera de dónde le venían esas ideas.

Poseía información sobre los distintos comandantes. Tras estudiar esa información, decidió que el blanco más vulnerable era el jefe de los minotauros, Zeskuk.

Gerik estaba calentito en la cama y soñaba que cabalgaba por un campo de trigo tan maduro que casi reverberaba con el sol, cuando oyó que llamaban a la puerta.

Tardó un momento en separar el ruido del sueño, y tardó mucho más en recobrar plenamente la conciencia, pero no esperó tanto para buscar sus ropas. En cambio, sus manos encontraron una cálida piel y oyó una risita, casi tan fuerte y mucho más agradable que la llamada a la puerta.

Sintió el breve y casi irresistible impulso de olvidarse de la puerta en favor de la propietaria de la piel y origen de la risita. Después sintió un pie descalzo en el sacro y de pronto salió despedido de la cama, despertándose sobresaltado como si se hubiera zambullido en agua helada. Sus ropas lo siguieron y tuvo que reprimir el breve impulso de soltar un taco.

—El deber os llama, mi señor —dijo una voz desde la cama. Como si necesitara que se lo volvieran a recordar, la llamada se hizo más insistente. Gerik se permitió proferir una grosería sobre el deber, se vistió rápidamente y abrió la puerta.

Se encontró ante Berna Wylum. Con una mirada a su rostro, supo que la cosa no iba en broma. De qué podía tratarse…

—Vos habéis venido, capitana Wylum. Hablad —dijo.

Wylum arrugó la nariz y parodió la acción de presentar armas.

—Los vigías han dado el aviso —dijo—. Cuarenta jinetes en los bosques de Botsenril.

Eso estaba al sur, en una dirección de la que no solían llegar ni los saqueadores en los últimos años ni los jinetes fantasmas en la actualidad. Además, estaba a media hora a caballo de varias granjas arrendadas por la hacienda. Y cuarenta jinetes… Demasiados para que nadie bromeara si la noticia era cierta.

—Uno de mis efectivos más fiables —dijo Wylum. No describió más al vigía, lo cual sugería a Gerik que sería uno de los aliados secretos de Wylum. Sabía que los tenía, ella sabía que él y su padre tenían los suyos y todos confiaban en el buen juicio del otro en lo que respectaba a asuntos secretos. Los nombres que uno no conocía, no podía revelarlos, ni por culpa del exceso de vino ni por influencias menos agradables.

—Traigo el mensaje personalmente —prosiguió Wylum—. Menos ruido hasta que tenga vuestro permiso.

—¿Permiso para qué? —Gerik creía que estaba demasiado despierto para hacer esta clase de pregunta. Wylum frunció el ceño, pero se contuvo hasta que Gerik recobró el dominio de su mente y de su lengua—. Sí —dijo finalmente—. Por supuesto, llévate a los seis jinetes del turno de guardia. Y un par más como mensajeros, si eso no te retrasa.

—Gracias, buen señor —dijo Wylum—. El bosque de Botsenril es una selva y los caminos parecen más bien senderos. Te puedes acercar a rastras sin ser visto, pero eso no sirve de mucho si no puedes mandar a nadie a informar de lo que has visto.

—No, y recuerda que dos pueden jugar al mismo juego de arrastrarse por la maleza —advirtió Gerik—. Si estos visitantes tienen a alguien que conozca Botsenril, podrían rodearos. Necesitamos tu brazo y tu juicio, y no quiero oír lo que me dirían mi padre o Floria Desbarres si permitiera que te mataran.

—Si me llega la hora, los padres y las Florias no tienen nada que decir —replicó Wylum—. Pero tendré cuidado sólo para que podáis dormir mejor.

—¿Quién ha dicho nada de dormir? —dijo Gerik—. Cuando salgas, que den la alarma. Yo formaré al resto de los jinetes y mandaré una patrulla al cruce de Alsenor. La mayoría de los caminos que salen del bosque pasan por allí, tarde o temprano.

—Las haciendas que se dejan sin defensas caen ante los atacantes que el señor no había visto llegar…, tarde o temprano —advirtió Wylum.

—De acuerdo, la mitad de los restantes jinetes —concedió Gerik, ruborizándose—. Pero tú alerta al pueblo cuando salgas. Esta noche no es de las que se pueden pasar en la cama.

La expresión de Wylum fue elocuente en su aprobación. Giró sobre sus talones, sacó su silbato de plata y sopló con fuerza.

Los que no se despertaron con el pitido debieron despertarlos los mensajeros que montaban guardia para transmitir la alarma. La hacienda entera era un hervidero antes de que Wylum lograra llegar de la puerta al final de las escaleras y desaparecer por ellas. Tambores y trompetas se habían unido a los relinchos equinos, el entrechocar de metales y los gritos humanos antes de que Gerik hubiera empezado a cubrirse de una manera decente con su armadura.

Sólo cuando hubo terminado reparó en que Ellysta estaba sentada en la cama, en lugar de tumbada, y completamente vestida, en lugar de como la encontró cuando sus manos se tropezaron con su piel. Se había vestido como un hombre, con varias bolsas al cinturón que Gerik no le había visto antes. A su lado había una recia mochila, de cuero engrasado, que parecía obra de kenders. Abultaba mucho y, cruzada en su parte superior, sujeta con correas, había una daga que Gerik no había visto desde el día en que Ellysta llegara a la hacienda Tirabot.

Para no tener que hablar y posiblemente decir algo inconveniente, Gerik empezó a anudarse los cordones de su yelmo.

—Déjame ser tu escudero —dijo Ellysta. Sus ágiles dedos completaron los nudos en menos de la mitad del tiempo que habría tardado Gerik. Todas las heridas externas de la joven parecían curadas, excepto unas cuantas que requerían una magia poderosa para no dejar cicatrices.

En cuanto a las heridas internas…

—Tengo que ocupar mi puesto en las murallas —dijo Ellysta—. Por el bien que pueda hacer, aunque sólo sea estar allí y en peligro como el resto.

—Más en peligro que el resto, diría yo —replicó Gerik.

—Los mercenarios y los guardias de haciendas no escalarán murallas para secuestrarme.

—Algunos quizá sí, si les prometen suficiente oro, ¿y nunca has oído hablar de los arqueros?

—Eso me recuerda algo. ¿Tienes algún arco de sobra?

Gerik contuvo su lengua. Si no lo hacía, la ofendería y ella parecía dispuesta a decir la verdad sin importarle si él hablaba o no. O tanto si quería escucharla como si no, pero tenía que quererlo. Era capitán y el heredero de la hacienda, y que le dijeran algo distinto de la verdad ponía en peligro a todos los presentes en Tirabot o bajo su protección.

—Gerik, no lo tomes a mal, pero si no regresas… Si nuestros enemigos están dispuestos a derramar la sangre de caballeros…, deberé seguir mi camino —le dijo Ellysta con calma.

Gerik creyó que su propio rostro preguntaba por qué con bastante fuerza, y quizá tenía razón. Ellysta se pasó los dedos por los labios antes de continuar.

—Contigo muerto y yo lejos, no hay manera de demostrar de que mi presencia aquí se debiera a algo mis que a tu capricho. Sin esa prueba, las leyes contra el armamento privado pesarán mucho ante cualquier ataque a la hacienda. Contra cualquier daño a los tuyos.

Se echó a reír.

—Además, los kenders y yo y algunos amigos podemos conducir a cualquiera que quiera mi sangre a una cacería sin esperanza. Pueden seguir tropezando con troncos caídos y setas putrefactas hasta que lleguen las nevadas, demasiado ocupados para pensar en la hacienda Tirabot, aunque no esté defendida por los solámnicos.

Gerik levantó la vista hacia el techo.

—¿Por qué tengo la sensación de que las gallinas de este corral saben más de la guerra que el gallo? —reflexionó en voz alta.

—Porque es verdad, por ahora —dijo Ellysta con una insolente carcajada—. Pero eso cambiará si el joven gallito vive el tiempo suficiente. Así que no dejes que te maten, Gerik.

Lo besó con fuerza.

—He ido a parar donde algunas mujeres verían, o incluso esperarían ver, a un muchacho. Pero yo miraba con los ojos y la mente abiertos. —Volvió a besarlo—. Y he encontrado a un hombre.

Gerik caminaba con paso firme cuando abandonaron la habitación, por mucho que su mente giraba como un remolino.

Los jinetes despertaron a Horimpsot Patomaduro de un profundo sueño en los bosques de Botsenril, un sueño que había pensado alargar hasta el alba. Por eso estaba de peor humor que de costumbre para un kender cuando empezó a contarlos. Antes de llegar a la cuenta de cuatro decenas, había oído a un explorador humano deslizarse por otro sendero. El aviso estaba en camino a Tirabot, por lo que podía hacer lo que le diera la gana. Y le dio la real gana de hacer pagar a esos humanos cortos de entendederas por crear problemas a la hacienda Tirabot. Era ir más lejos de lo que él o cualquier otro kender le debía a sir Pirvan y a toda su gente. Era llegar al punto donde había que dar a los humanos una lección sobre lo que significaba convertirse en una molestia.

En realidad, se estaban matando por cosas que ningún kender consideraría que merecía la pena discutir, y mucho menos luchar. Oh, sí, hubo un tiempo en que su tía cerró bajo llave la alacena de las galletas y la mitad del pueblo juró no cenar con ella y ni siquiera hablarle durante un año. Nadie mantuvo el juramento tanto tiempo, porque alguien (Patomaduro sospechaba quién, pero se negaba a revelarlo) había forzado la cerradura antes de un mes.

Pero matar por la libertad de infringir las propias leyes de uno, aunque algunas de esas leyes fueran tan estúpidas que ningún kender las habría obedecido durante más de cinco minutos, ¿eso era virtud?

Patomaduro usó el término coloquial kender que normalmente se traducía por «idiotas» en lengua común.

El kender se descolgó la mochila y sacó un tarro de cerámica cocida envuelto en paja. Deshizo el envoltorio y se acercó el tarro a la oreja. Bien. Sonaban bien.

Uno de los invitados de los Recogevertidos era alguien de quien Shumeen no le había hablado al principio. Como muchos kenders sacerdotes de Branchala, éste había elegido una broma pesada como obra maestra. Se le había ido la mano y sus amigos le habían sugerido que se ocultara hasta que todo se olvidase y luego volviera a repetir la prueba. De eso hacía ya diez años y el sacerdote vivía con los Recogevertidos desde entonces.

No le habían pedido que estuviera exiliado diez años, pero como a Insafor Pitaltrote (¿y cómo le iría a su viejo amigo?, se preguntó Patomaduro) y a Sirbones (que en realidad era demasiado viejo para subir a bordo de barcos y zarpar en ellos para luchar contra magos en el fin del mundo), a este sacerdote le gustaba viajar. Así podía sacar más partido a su obra maestra, cada vez que alguien se lo pedía, sin que le pagaran…, aunque nadie se lo pedía muy a menudo, por razones evidentes.

Ahora era hora de soltar la broma sobre los intrusos en Tirabot. Eso evitaría que le estropearan la fiesta a Gerik.

Y después, ¿qué? Patomaduro estudió a los jinetes. Tenían buenos caballos y armas mucho mejores de lo que merecían aquellos mercenarios greñudos y de aspecto famélico, o más caros de lo que probablemente podían permitirse pagar. Alguien se los estaba proporcionando, pero no había nadie al sur a muchos kilómetros. De modo que estos hombres tenían que ser como los jinetes fantasmas. Necesitaban acumular sus suministros en algún lugar que estuviera en tierra de nadie.

Eso significaba que no los protegerían los guardias de ninguna propiedad. Tal vez se encargara de eso aquel mago gordo y canijo que acompañaba a los jinetes fantasmas, pero Patomaduro se preocuparía de él cuando se le presentara.

Los jinetes hablaban como si no hubiera nadie en una legua a la redonda. En los intervalos entre las bravatas en voz bien alta, Patomaduro creyó oír gorgoteos. Tuvo la esperanza de que fuera vino o cerveza lo que estaban bebiendo, no agua.

El aguardiente enano contribuía aún más que el vino o la cerveza a aumentar el poder de la obra maestra del sacerdote, pero era demasiado esperar que esta banda de muertos de hambre hubiera recibido aguardiente enano… o que se mantuvieran en sus sillas de montar si se lo bebían.

Gerik iba a la cabeza de doce guerreros por el camino que llevaba al cruce de Alsenor bajo un cielo encapotado que le hacía alegrarse de haber llevado a los cinco aldeanos que se habían presentado voluntarios como exploradores o mensajeros. Los había aceptado con la condición de que se alejaran como si les fuera la vida en ello en caso de verse envueltos en un combate serio y velar primero por sus familias y hogares.

Esperaba que cumplieran su palabra. La batalla se entablaría entre sus doce, los seis de Bertsa Wylum y el ocasional espía errante contra cuarenta o más. Quizá fueran menos si la suerte abandonaba a Wylum y los suyos caían antes de que empezara el combate.

Si empezaba. Gerik juró mantener la mano alejada de la espada y utilizar primero la lengua, recordando muchos sermones sobre que la mejor manera de ganar una pelea era evitarla por todos los medios.

Uno le vino a la memoria con la voz de su madre:

«Sólo las sanguijuelas, los mosquitos y los vampiros están obligados a derramar sangre. Todos los demás preferimos ver primero cómo nos sentará un poco de sudor o de vino».

No obstante, sospechaba que los cuarenta jinetes estarían de humor para hablar sólo en el caso de que hubieran ido por un asunto completamente legítimo, sin relación alguna con el hecho de que Ellysta fuera una huésped de la hacienda Tirabot. Gerik no habría apostado una sandalia usada a que éste fuera el caso.

Decidiéndose por la rapidez y el paso seguro antes que por el sigilo, Gerik tomó la carretera principal. Llegó a la encrucijada antes de que demasiados curiosos, animados a salir de sus casas por tantas idas y venidas nocturnas, hicieran preguntas tontas. Eso le permitió desplegar a sus hombres para la batalla, con él y otros tres montados en el camino, cuatro más a sus espaldas y otros cuatro más adelante, desmontados y emboscados. Los aldeanos se situaron en la retaguardia ¡y Kiri-Jolith hiciera que se quedaran allí!

Luchar por Ellysta era algo a lo que el honor obligaba a Gerik, tanto por derecho propio como por ser hijo de su padre. Hacer que mataran a aldeanos leales y desarmados, no. De hecho, el honor exigía que los protegiera de su propio entusiasmo, si podía, de modo que no cayeran prisioneros o fueran esclavizados, ni sus hijos enviados a trabajar como «hijos de la virtud» en ciertos templos secretos y otras cosas similares.

No se creía las historias sobre niños secuestrados hasta que Rubina le contó que dos de sus amigas habían perdido familiares por esa razón, uno de ellos un hermanastro. Más tarde había escrito lo que ella le dictó y guardó el documento en un lugar seguro, donde su padre pudiera encontrarlo si regresaba.

El viento nocturno silbaba débilmente en los oídos de Gerik. A la derecha y remontando la colina, un grupo de pilares de templo retorcidos y empequeñecidos por alguna carencia del suelo eran meras sombras. No costaba nada imaginarlos como manos engarfiadas de gigantes enterrados que surgían del suelo, buscando desesperadamente el aire y la luz.

Tampoco costaba mucho sufrir un ataque de pánico imaginándose esas cosas, como un niño en un cuarto oscuro.

Gerik acababa de echar el freno a sus desvaríos cuando un repentino rugido estalló hacia el sur, en la dirección de los bosques. Oyó los relinchos y bufidos de los caballos, los gritos y maldiciones de los hombres y luego muchísimas pezuñas veloces e incluso el choque del acero contra las armaduras. Sonaba como si alguien hubiera sufrido un ataque de ardor guerrero.

Los hombres de Gerik se habían preparado sin esperar su orden; también tenían oídos. Los del joven estaban ahora concentrados en escuchar la voz de Bertsa Wylum, Un grito de guerra, incluso un juramento, ayudaría a distinguir a los amigos de los enemigos.

Gerik comprendió que debía ordenar a todos los combatientes de Tirabot que se identificaran de algún modo, con cintas en los brazos o trapos en la espalda. Algo visible en la oscuridad que los distinguiera del enemigo.

El enemigo cayó sobre Gerik antes de que tuviera tiempo de pensar en nada más. Su espada voló hasta su mano. Había derribado a dos hombres de sus monturas con sendas estocadas y estaba enfrentándose a un tercero cuando observó que los camaradas del hombre no luchaban, sino que habían emprendido la huida a galope tendido.

Pero no todos los caballos obedecían a las riendas. Gerik vio a un jinete, con el mentón peludo y la cabeza calva, salir despedido por las orejas de su montura cuando ésta se paró bruscamente. El caballo cayó a continuación cuando otro, suelto y sin jinete, chocó contra él. Ambos se rodaron por encima del hombre. Los frenéticos relinchos y los pavorosos alaridos humanos produjeron un alboroto que habría amilanado a la Reina de la Oscuridad.

Antes de que Gerik viera otro horror semejante, el último jinete pasó junto a él como una exhalación. Varios caballos sin jinete se alejaban desbocados en varias direcciones, pisoteando a los hombres y monturas caídos. Gerik estaba ahora más aterrado de lo que hubiera estado en una batalla en inferioridad numérica de diez a uno. En la oscuridad, en medio de los gritos cada vez más débiles de los hombres lisiados y los relinchos de los caballos presa del pánico, parecía que el Abismo estaba a punto de abrirse bajo sus pies.

Desmontó para no exponer su montura. El caballo sacudía la cabeza nerviosamente y resollaba. Gerik se acercó a la cabeza del animal y le susurró algo al oído. Nada que tuviera sentido, en lengua común, sino en algún idioma equino que parecía decir lo que el caballo necesitaba oír. Gerik acababa de decidir montar de nuevo cuando, por segunda vez, la oscuridad escupió nuevos movimientos.

Esta vez no murió nadie. Una antorcha se encendió detrás de los movimientos, revelando que eran ocho o diez hombres con armadura pero desarmados, todos a pie y la mayoría con el aspecto de haber sido utilizados como pelotas por trolls gigantescos.

Detrás de ellos cabalgaba Bertsa Wylum. La capitana sostenía la antorcha en una mano y la espada en la otra, al tiempo que guiaba su montura con las rodillas al frente del grupo.

—Atadlos a todos —dijo Gerik a sus hombres, señalando a los que iban a pie. Sus hombres parecieron alegrarse de tener algo que hacer. Los nuevos prisioneros parecieron casi aliviados de ser apresados, como si sus captores pudieran protegerlos de lo que se avecinaba aquella noche. Fuera lo que fuese, Gerik confió en que Bertsa Wylum lo supiera.

—Sus caballos se enfadaron con ellos —dijo la mujer, cuando azuzó su montura hacia ella—. Creo que cierto kender al que perseguíamos tuvo algo que ver con ello.

—Creía que el kender se había vuelto contra vosotros —gimió uno de los hombres.

Wylum sonrió. Sólo Gerik vio la burla en sus dientes expuestos.

—Claro que sí —dijo Bertsa—. Pero ya conoces a los kenders. No distinguen a los amigos de los enemigos cuando pretenden gastar una broma. ¿Cuánto te apuestas a que nos apuntaba a nosotros y os dio a vosotros?

Las maldiciones del hombre indicaban que no era una apuesta, sino una certeza, por experiencia.

—Sugiero, buen señor, que varios de nuestros hombres nos escolten hasta el pueblo —añadió Wylum.

—¿Por qué? —preguntó Gerik, sin importarle revelar que si no sabia lo que estaba ocurriendo. No era el único, ni de lejos.

—Bueno, el resto de estos bobos se dirige en línea recta a Tirabot —explicó Wylum—. Apostaría a que todos se caerán del caballo antes de que lleguen.

Gerik hizo un gesto de asentimiento y obligó a su montura a dar media vuelta.

Alatorva el Tuerto se encontró siendo el segundo de los capitanes de la hacienda, después de que Gerik desapareciera de la vista montado en su caballo. Por eso, al cabo de un rato prudencial, se dirigió al pueblo para pedir a Serafina que lo acompañara a la hacienda.

Ella pasaba la noche en su propia casa y probablemente se negaría a ir a la hacienda aunque allí estuviera más segura. Sus obligaciones en el pueblo eran lo primero, pero él tenía que intentarlo. Además, si la ayudaba a empaquetar más sustancias curativas, tal vez la convenciera de que su trabajo sería muy útil en la mansión. Después de todo, nadie sabía dónde sería el ataque.

Alatorva expuso el caso al primer capitán, un mercenario retirado que se hacía llamar Orgilius, un nombre que difícilmente podía ser el auténtico. Parecía más un avezado guerrero que Bertsa Wylum, pero sus modales se explicaban suficientemente por qué tenía una graduación inferior.

—Creía que eras demasiado viejo para necesitar una mujer todas las noches —dijo Orgilius.

Alatorva hizo un gesto de resignación. En realidad le hubiera gustado responder de una forma más elocuente, como derribar a Orgilius de un puñetazo.

—Si la mujer cree que soy lo bastante joven —se limitó a decir Alatorva—, ¿qué posibilidades tengo? Tú espera a tener mi edad y entonces quéjate si una mujer te desea a ti.

—No podemos abrir las puertas ni prestarte un caballo.

—También soy lo bastante joven para descolgarme por una cuerda —lo previno Alatorva—. Eso nunca se olvida. Y no olvides que puedo ir andando al pueblo más deprisa de lo que ningún caballo de los alrededores podría correr cargando conmigo.

—Que la responsabilidad caiga sobre tu cabeza —dijo Orgilius. Su tono de voz sugería que esperaba que la cabeza de Alatorva fuera vista la próxima vez cuando la arrojara por encima de las murallas una máquina de asedio enemiga.

Alatorva se alejó, jurando que se aseguraría de que Orgilius nunca estuviera detrás de él en plena batalla.

Sinceramente, el antiguo compañero de Pirvan no se había sentido tan joven y enérgico en muchos años. Tal vez se quedara en el pueblo un rato más de lo que planeaba, aunque Serafina accediera a volver con él. La hacienda estaba un poco abarrotada, a menos que fueras Gerik y Ellysta, y los dioses sabían que se merecían su buena suerte.

Le resultó fácil superar la muralla y descender por el otro lado, y estaba a medio camino del pueblo cuando se dio cuenta de que tenía compañía. Al principio pensó que lo seguía uno de los kenders, para mantener la imagen de que eran enemigos, hasta que la silueta sólo tenía de kender las dimensiones.

Cuando supo quién era, el viaje al pueblo ya no le pareció tan buena idea.

—¿Rubina?

—Chst. Si gritas así, te oirán hasta en el castillo.

—No abrirán las puertas ni enviarán jinetes.

—No por ti —susurró Rubina—. Pero quizá sí por mí. Y está el pueblo. Tiene caballos y gente que no me dejará ir contigo.

—¿Qué te hace pensar que yo sí te dejaré venir conmigo? —respondió Alatorva, también en susurros.

—¿Qué te hace pensar que puedes impedírmelo?

Alatorva reconoció la sordera total a la palabra «no», con la que se había tropezado demasiado a menudo a lo largo de su vida. Sin duda, Rubina la había heredado de su madre.

Llegaron al pueblo por el sur y lo primero que vieron fue el carromato de Pel Orvot, aún en casa del carpintero a pesar de que llevaba dos días arreglado. O eso dijo Rubina, pero reconoció que quizá no estaba siendo demasiado justa con el granjero. Alatorva estaba a punto de elogiarla por ese sentido de la justicia cuando oyó ruido de jinetes procedente del sur, tan veloces que amenazaban con dejar atrás incluso al estruendo que armaban.

Alguien les dio el alto en el camino. La respuesta no fue ninguna de las que hubiera dado un guardia de Tirabot. Alatorva empujó con fuerza a Rubina.

—Aléjate corriendo del camino, ahora mismo —le ordenó—. Escóndete detrás de una casa. ¡Vienen enemigos!

—¡Soy hija de dos guerreros y no obedezco la orden de salir corriendo ante el peligro! —respondió Rubina.

Pero hablaba con la ancha espalda de Alatorva, porque el hombre había agarrado la vara del carromato. Se movió al primer tirón. El segundo hizo brotar sudor de la frente del hombre y el carromato empezó a rodar. Un tercero lo sacó del patio del carpintero al camino.

Alatorva tuvo el tiempo justo de dar un cuarto tirón para centrar el carromato en el camino cuando los jinetes llegaron en tromba. No eran de Tirabot, tenían más el aspecto de mercenarios baratos y ni uno era capaz de dominar su caballo. Los quince o más chocaron irremediablemente con el carromato.

La carne y los huesos en veloz movimiento tropezaron con la madera maciza inmóvil. El carromato se ladeó, una rueda se partió con el peso, de un modo irreparable por mucho oficio que tuviera el carpintero, y se volcó de costado.

La mayoría de los jinetes y caballos cayeron encima o a su alrededor. Se amontonaron en una pila de carne humana y equina, retorciéndose y bramando. Alatorva estuvo a punto de devolver la cena por las expresiones de varios de los rostros, tanto de los hombres como de los caballos.

De pronto, un hombre se plantó ante él, mirándolo de un modo que Alatorva conocía demasiado bien. Era la dura y furiosa mirada de un asesino veterano, muy común entre los antiguos Siervos del Silencio. Aquella execrable orden se creía extinguida, pero no podía decirse lo mismo de los hombres que la habían formado.

Alatorva intentó empuñar su daga, pero el hombre atacó antes. El fuego ardió en el brazo derecho de Alatorva y el hombre desenfundó otra daga de su bota y se lanzó a fondo, dispuesto a destripar al ex marinero como si fuera un lenguado para hacerlo a la plancha…

… Cuando una silueta más pequeña saltó sobre la espalda del hombre. El impacto desequilibró al asesino y, bajo el repentino peso adicional, cayó de bruces en el camino.

Alatorva, a su vez, le pisó las muñecas. Quería un prisionero, pero sería una ayuda que nadie tuviera que preocuparse por sus dagas durante un tiempo.

Nadie lo haría. Alatorva no sólo había roto las dos muñecas al hombre, sino que Rubina había dado la vuelta a su daga y lo había dejado inconsciente con el mango.

—Te dije que no saldría corriendo —dijo, jadeando—. Y ha sido una suerte para ti que no lo hiciera. Nadie pensaba salir de su casa… ¡y estás sangrando!

Después de aquello, Rubina habló tan animadamente mientras vendaba la herida de Alatorva que el hombre no habría podido intercalar una palabra aunque hubiera intentado incrustarla con un mazo de astillero. La joven sólo se interrumpió cuando aparecieron otros jinetes. Los hombres del montón fueron atados por los aldeanos y los caballos que estaban heridos fueron rápidamente aliviados de su sufrimiento.

—¡Que Kiri-Jolith nos proteja! —exclamó Bertsa Wylum.

—Alatorva, en nombre de los cien espectros, ¿cómo se te ocurre llevar a mi hermana a una batalla? —dijo otra voz más familiar, pero menos afable.

—Cincuenta monedas de bronce a que dice que Rubina ha ido por su cuenta —susurró Bertsa Wylum al oído de Gerik.

—No me sobran tantas y, en cualquier caso, conozco bien a mi hermana —repuso él.

No le parecía una gran ocasión para bromas. Los de Tirabot no habían perdido ningún hombre y sólo dos caballos aquella noche, pero sus enemigos habían dejado atrás una docena de cadáveres, otros tantos heridos y todos sus caballos y armas. Alguien exigiría un precio por eso —la Casa Dirivan, al menos por puro orgullo y ese precio aún se podía acabar pagando con sangre de amigos.

Pero Rubina dio un paso al frente.

—Hermano, pide disculpas a Alatorva —exigió—. Él ha empujado el carromato hasta el camino y ha derribado a todos los jinetes. Está herido, y yo no le pedí permiso para acompañarlo.

—No, simplemente fuiste —dijo Gerik.

Rubina hizo un solemne gesto de asentimiento, pero enseguida lo estropeó haciéndole burla, extendiendo la mano con el pulgar apoyado en su nariz. Las carcajadas resonaron en la noche e incluso Gerik tuvo que sonreír. Miró al cielo.

Las nubes se estaban dispersando, aunque como Nuitari era la única luna lo bastante alta para servir de algo, tenían poca luz de arriba.

—Muy bien —dijo Gerik—. Alatorva el Tuerto, te damos las gracias.

|—¿Damos, oh, exaltado jefe? —intervino burlón Alatorva, con una reverencia al principio y encogiéndose después de dolor en las costillas.

—Mi dama y yo…

—¿Ella es tu dama? —exclamó Rubina—. No sabía que se lo hubieras pedido. ¿Y no tienen que saberlo nuestros padres?

Gerik sabía que debía haberse puesto como la grana. Bertsa Wylum estaba a punto de caerse de la silla de montar por los esfuerzos que debía hacer para no reírse. Pero otros espectadores no eran tan educados.

Gerik ordenó finalmente sus pensamientos y consiguió empezar a hablar:

—Lo haré —dijo Gerik sin que le temblara la voz, tras ordenar sus pensamientos—. En cuanto regrese a la hacienda, le pediré que me conceda el gran honor de ser mi dama. Soy mayor de edad y puedo pedírselo sin permiso. Si acepta, escribiré a sir Pirvan y lady Haimya, y espero que estén aquí para bendecir mi unión con Ellysta. Espero que todos vosotros estéis aquí también cuando hagamos nuestros votos y juramentos, cantemos nuestros cánticos…

—¡Y bailemos! —rugió Alatorva.

Serafina se abrió paso a empujones entre la multitud.

—Si intentas bailar, queridísimo mío, te caerás y te romperás algo importante —dijo—. Esta noche, te tumbarás y dormirás, así que ya puedes ir borrando esa expresión de tu rostro. —Y con más suavidad añadió—: Por tu cuerpo corre sangre suficiente para cinco hombres, de modo que no estarás inútil mucho tiempo por esta poca.

Ahora la risa fue picara. Gerik se preguntó si Rubina entendía algo y decidió que probablemente sí, y que no le haría ningún daño.

Aquella noche había empezado una pequeña y sangrienta guerra. Hasta qué punto sangrienta, lo sabría cuando hablara con los prisioneros.

Pero otras cosas, además de la guerra, habían empezado aquella noche.