Sirbones contemplaba las nubes que se acumulaban en el horizonte por el noroeste. Por encima eran todavía blancas y esponjosas, pero más abajo estaban teñidas de gris y algunas se habían vuelto negras cerca de la base.
¿Y eran imaginaciones suyas, o veía realmente destellos de relámpagos en la negrura inferior? No tardaría mucho en comprobarlo, ya que las nubes parecían haber crecido y agolpado, o ambas cosas, pese al corto tiempo transcurrido desde su aparición. ¿O también eso eran imaginaciones suyas?
Sirbones se volvió hacia su acompañante, un sacerdote de Majere istariano.
—¿Alguien ha sondeado esas nubes para ver si hay alguna tormenta mágica conjurada para descargar sobre nosotros? —preguntó.
El sacerdote miró a Sirbones como miraría un desgarrón en una túnica nueva. Sudaba mucho y su rostro era tan rotundo que Sirbones dudaba de que viviera con la sencillez que se esperaba de los servidores de Majere.
—¿Por qué no lo haces tú si tienes motivos para temerlo? —respondió el sacerdote.
—Mishakal pocas veces concede a sus sirvientes grandes poderes mágicos para modificar el tiempo, ni siquiera conjuros para detectar la magia —dijo Sirbones, esbozando una sonrisa—. Curar exige demasiada energía. Majere permite cultivar la mente de una manera más amplia, o al menos eso habla oído.
—No tan amplia como para distinguir unos nubarrones del caos —dijo el istariano—. Por lo menos no en esta tierra. He oído que llueve día sí, día no, excepto en las estaciones en que llueve cada día. Si no podías afrontarlo, ¿por qué has venido?
Evidentemente, el istariano no temía que el dios al que había prestado juramento lo condenara por insultar a otro clérigo. De más joven, Sirbones habría envidiado al otro al ver cómo eso le soltaba la lengua. La edad, sin embargo, había dado discreción a su lengua, además de dolores a sus huesos.
—Bien, mientras la lluvia no se lleve a nadie, poco importa de dónde venga —dijo Sirbones, esbozando una nueva sonrisa—. Soy demasiado viejo para zambullirme en torrentes y arrebatar a la gente de sus mandíbulas.
El istariano se encogió de hombros, masculló algo menos parecido a una palabra que a un gruñido y se alejó.
Una vez a solas, Sirbones tuvo un momento para mirar al frente, a la ladera por la que pronto avanzarían los humanos. Cincuenta pasos más adelante marchaba la vanguardia, dos grupos de hombres bien armados.
Los de la izquierda parecían una docena de camorristas secuestrados de los muelles de istar, pero tenían buenas espadas y cuchillos, cascos macizos y un hacha de doble filo para uno de cada tres hombres. Además, dos de ellos llevaban arcos y Sirbones dudaba de que él fuera el único que se preguntaba si los habían aceptado por esos arcos, si sabían cómo utilizarlos y dónde irían a parar las flechas si llegaban a dispararlas.
Una docena de hombres y mujeres del Elfo Rojo ocupaba el puesto de honor a la derecha, como bien merecido tenían.
El propio Torvik iba a la cabeza. Sirbones se habría alegrado más si Torvik se hubiera quedado en el barco. El joven capitán no se había recuperado por completo de su aventura. Pero Torvik era obstinado y se resistió no sólo a la persuasión de Sirbones, sino también a las lisonjas de Tarothin y a una orden directa de sir Pirvan.
«¡Ah! —pensó Sirbones—. ¡Ser lo bastante joven para disponer de tanta fuerza que sacrificar en nombre del honor!». Dos años de descanso en su templo original le habían ayudado a recuperarse todo lo que la edad permitía. Temía que no fuera suficiente para ver el final de esta… ¿Batalla? ¿Búsqueda? ¿Exploración?
Antes de que pudiera decidirse por una de las tres posibilidades, advirtió que otra sombra, más alargada, se había unido a la suya. Enseguida, un inconfundible olor hizo fruncir su nariz como si tuviera voluntad propia.
—¿No soportas el olor del trabajo honrado? —dijo Fulvura. Seguro que intentaba hablar en susurros, pero el susurro de un minotauro podía oírse en la fragua de una herrería.
—Pensando en lo que nos espera —dijo Sirbones educadamente.
—Descubrir quién quiere muertos a hombres y minotauros sin distinción —dijo Fulvura, en voz más alta. Hablaba bien la lengua común, aunque con un acusado acento.
En la vanguardia se volvieron algunas cabezas. A una mirada de Fulvura, volvieron a dirigirse al frente, hacia el terreno que empezaba a ascender y las marañas de arbustos, enredaderas y árboles enanos que lo cubrían en su mayor parte. Incluso sin magia, Sirbones sospechaba que perderían hombres por las serpientes que indudablemente se ocultaban en aquella maleza.
—Entonces será mejor que vaya delante —dijo Sirbones.
—Te guardaré las espaldas si me lo permites —dijo Fulvura. Sirbones la miró, decidió que la oferta iba en serio y supo que no podía rechazarla.
—Te lo agradezco —dijo Sirbones—. Pero no le dés la espalda a esos valientes istarianos.
Fulvura profirió un bufido. Sonaba como el de un toro a punto de embestir.
—Será mejor que se preocupen por la suya —dijo en voz lo bastante alta para que Sirbones viera acobardarse a varios istarianos. Observó el armamento de la guerrera y decidió que quizá tuviera toda la razón.
Llevaba un haz de tres shatangs, lanzas arrojadizas cruzadas a la espalda y un hacha de guerra de doble filo en la mano derecha. En un cinturón con remaches de metal llevaba varios katars, dagas, con hojas de distintas longitudes y empuñaduras ricamente decoradas. También llevaba muñequeras protectoras con púas y una túnica de sarga con discos de acero cosidos. Sirbones sospechaba que la túnica sola ya pesaba más que él.
En definitiva, apostaría a que los humanos se alegrarían de que Fulvura los acompañara y sus enemigos lo lamentarían. Cualquier humano que planeara una tracción contra los minotauros también lo lamentaría, si vivía el tiempo suficiente.
Sonaron tambores, al principio sólo unos pocos, luego una docena y después demasiados para contarlos. Resonó una trompeta, pero el bramido de doscientos minotauros ahogó el sonido casi en el acto.
El suelo pareció temblar cuando los minotauros avanzaron en tropel hacia el pie del sendero del monte Verde. El sol arrancaba fuego de sus armas, desde los yelmos que se encasquetaban unos cuantos y los grandes estandartes agrupados a la cabeza de la columna.
Sir Darin Waydolson esperaba que los portaestandartes no tuvieran tanto celo en competir por la cabeza que empezaran a pelearse entre sí. Esto no era un duelo en la arena del circo; hoy ningún minotauro debía granjearse la enemistad de ningún otro. También sabía que para pedir esto a los minotauros había que ser un dios, no un simple Caballero de Solamnia.
Los portaestandartes no llegaron a las manos. Las hachas y las clabardas, los espadones de filo dentado de los minotauros, habían ensanchado el camino lo suficiente para permitir que todo el grupo llegara a la cuesta al mismo tiempo. Allí se detuvieron, mientras los guerreros avanzaban por ambos flancos para tomar la delantera.
Más hachas y clabardas bailaron en las manos de los guerreros, y como mínimo un testo. La gran porra con púas y una correa en la empuñadura era una de las armas de los minotauros que ni el propio Darin tenía la fuerza suficiente para aprender a usar bien y, en cualquier caso, parecía más adecuada para la arena del circo que para el campo de batalla. Pero, de nuevo, sólo los dioses podían dar consejos no solicitados a un minotauro sobre cómo luchar.
Darin advirtió que su esposa pasaba el brazo alrededor del suyo y se ponía de puntillas para susurrarle algo al oído.
—Los minotauros parecen una turba en lugar de una unidad militar. ¿Es así como luchan? —le dijo.
Darin hizo un gesto de asentimiento.
—Se entrenan principalmente para luchar en la arena —le explicó—, donde incluso el cuerpo a cuerpo tiene lugar en terreno llano, o en la cubierta de un barco. Además, un minotauro no se siente cómodo sometiéndose a una disciplina que conceda a otro autoridad sobre él. Aunque yo rinda honor a la memoria de Waydol, siempre pensé que era una razón tan importante como cualquier otra para emigrar hacia el sur. Pero no los juzgues demasiado pronto, ni por los minotauros que hayas visto como esclavos en Istar. Los minotauros no se llaman a sí mismos la Raza Predestinada o los Elegidos por su pericia recogiendo moras o tocando el laúd.
La presión del brazo de Rynthala aumentó brusca, casi dolorosamente y Darin recordó que ella nunca había estado en la Ciudad Poderosa ni había visto mucho de sus tierras colonizadas, excepto la hacienda Tirabot. Los minotauros esclavos eran raros en Solamnia y sir Pirvan no habría tenido uno más del que habría ofrecido como sacrificio humano a su esposa o su hija.
—Podrás ver Istar con tus propios ojos cuando esto acabe —le prometió—. Me espera una época de honores.
—Siempre que podamos esperar que los istarianos serán unos buenos anfitriones —murmuró Rynthala—. Pero iremos juntos. Nos guardaremos las espaldas una vez más.
—No siempre era a tu espalda donde querías que estuviera cerca —dijo Darin, esbozando una sonrisa. Después miró al cielo. La mitad había desaparecido detrás de las nubes que se aproximaban. El no había viajado tanto como para ver una tormenta de mares cálidos con sus propios ojos, pero Waydol se las había descrito de una forma memorable.
La cuestión aquella noche quizá no fuera guardarse las espaldas de los minotauros mientras dormían. El problema probablemente sería dormir algo.
Las nubes habían empezado a empujar al viento contra la columna en marcha. Darin y Rynthala casi habían dado alcance a la vanguardia cuando se produjo el primer ataque. Los humanos estaban lo bastante cerca para ver cómo el minotauro que llevaba el testo lo blandía y, acto seguido algo volaba por los aires, atrapado en el lazo de la empuñadura.
Era una serpiente, fácilmente el doble de larga que un hombre. Darin apenas tuvo tiempo de verla antes de que un relámpago iluminara las nubes justo sobre sus cabezas. El rayo se dividió en una docena de lanzas de fuego amarillo puro y media docena azotaron el suelo. La arena se puso de repente al rojo vivo y voló en todas direcciones; muchos minotauros bramaron de dolor cuando perforó incluso su duro pellejo.
La mayoría de los demás rayos cayeron donde Darin no podía ver las consecuencias. Todos excepto uno.
Este alcanzó a la serpiente voladora en pleno vuelo, y el fogonazo cegó brevemente al caballero. Cuando recuperó la visión, había cincuenta, cien, tal vez más serpientes volando por el aire donde antes sólo había una.
No eran tan grandes como la primera. No lo necesitaban. Lo que les faltaba en tamaño, lo compensaban con saña. También con la longitud de los colmillos que relampagueaban en la repentina penumbra cuando abrían la boca para morder.
Darin sintió que algo le golpeaba el hombro y luego una racha de aire arremolinándose cuando una hoja de acero brilló a una distancia del grueso de un cabello de su garganta. Se volvió y vio a Rynthala, con el rostro blanco como la nieve, pisoteando las dos mitades culebreantes de la serpiente que le había quitado del hombro.
¿Antes de que lo mordiera? Se palpó el cuello y se miró el brazo.
—No te ha picado —dijo Rynthala—. Vamos a ayudar a nuestros amigos.
Darin quiso reírse de que su esposa lo hubiera sacado de un momento de aturdimiento en medio del combate. Pero tenía razón. Los minotauros tenían una piel gruesa y ropas aún más gruesas, pero eso no significaba que no tuvieran puntos vulnerables donde hincar sus colmillos una serpiente.
Un ramal de la tormenta había avanzado más deprisa que los demás, derramando lluvia sobre la columna humana en el momento en que empezó el ataque mágico.
Allí las serpientes salieron de debajo de los matorrales en lugar de volar por el aire. Las sombras, en particular bajo los árboles, dificultaban la labor de detectar a unas criaturas de escamas oscuras, largas como el brazo de un hombre, que atacaban con furor.
Los humanos se defendieron con idéntica furia, pero tenían la piel más fina que los minotauros y no todos llevaban botas o ropas gruesas. Los colmillos se clavaban profundamente y los guerreros gritaban y se apretaban la carne que se amorataba y ennegrecía o enrojecía alrededor de las dos marcas de colmillos.
Algunos resbalaron sobre el terreno mojado y cayeron en el camino de las serpientes, para ser mordidos en la cara. No gritaron tanto rato como los otros, pero nadie fue capaz de mirar en lo que se había convertido su rostro cuando dejaron de moverse.
Pirvan luchaba ataviado con lo más parecido a una armadura completa que jamás había llevado. Pasados los cincuenta, seguía siendo más rápido que la mayoría de los guerreros y prefería aprovechar esa agilidad. Vestía calzones de cuero hervido y una túnica del mismo material, casi tan rígida como el acero pero mucho más ligera y casi tan a prueba de colmillos y espinas. De lo demás que tuviera que afrontar, se preocuparía cuando llegara el momento.
Además llevaba un casco de cuero que le protegía casi toda la cabeza, pero le permitía ver a ambos lados. Esta amplitud de visión había significado la diferencia entre la vida y la muerte para un ladrón en las calles de Istar, y lo mismo significaba para un Caballero de Solamnia en una batalla contra quién sabía qué clase de maldad en una isla extraña en los cálidos mares septentrionales.
Sus manos sostenían un escudo con el canto afilado para atacar y una espada corta de pesada hoja. Le habían ofrecido un hacha, pero sabía que manejaba mejor todo tipo de espadas. En cualquier caso, nunca había sido lo bastante musculoso para empuñar armas capaces de atravesar una armadura.
Uno de los hombres que marchaban delante aferró un arbusto que Pirvan casi había esperado que lo atacara con sus ramas sinuosas erizadas de espinas. El nombre cayó sobre la mata y consiguió enredarse tan a fondo como habría deseado cualquier enemigo. Una serpiente que acechaba bajo el matorral lo atacó. Mordió primero la bota del hombre y después la pierna, cubierta con pantalones holgados de marinero. Los colmillos no alcanzaron la carne ninguna de las dos veces.
Frustrados sus ataques anteriores, la serpiente empezó a trepar a una rama. Pirvan vio que el hombre no lograría desenredarse de la zarza antes de que la serpiente estuviera a distancia de ataque.
—¡No te muevas! —gritó Pirvan. El hombre forcejeó aún más. Las ramas se agitaron. La serpiente se cayó, casi a los pies de Pirvan. La pisoteó y sintió que le partía el espinazo.
Bien. Las serpientes podían tener un veneno potenciado mágicamente, pero seguían siendo de la misma carne y los mismos huesos que les había dado la naturaleza. Pirvan saltó hacia atrás, arrastrando consigo al hombre. El hombre aulló cuando las ramas rotas le desgarraron la piel.
Dejó de aullar cuando vio la serpiente retorciéndose. En su lugar, desenvainó su propia espada curva y la utilizó. La serpiente dejó de retorcerse cuando su cabeza salió volando, separada de su cuerpo.
—Gracias, sir Pirvan —dijo el hombre. Se apresuró a proseguir la marcha y desapareció en la penumbra antes de que Pirvan pudiera responder.
Los escorpiones siguieron a las serpientes, pero la lluvia parecía frenarlos hasta convertirlos en una presa casi fácil. Aun así, varios hombres sufrieron picaduras de escorpiones que acechaban en las ramas situadas a la altura de la cara. No murieron —los escorpiones eran menos venenosos que las serpientes—, pero deseaban haber muerto. Varios suplicaron a sus amigos que los mataran, y uno o dos encontraron amigos dispuestos a ello.
Pero incluso los sanadores istarianos eran iguales para los aguijones de escorpión… cuando llegaron y empezaron a trabajar. Pirvan se preguntó si se negarían a curar a los bárbaros del mar, vuinlodanos u otros individuos carentes de virtud. Creía que la mejor cura para esa reticencia sería una patada o dos administradas al suficiente número de istarianos para mejorar los modales del resto.
Pero eso requería la aprobación de sir Niebar y Gildas Aurinius, por lo menos, por no hablar de su propia conciencia.
Los dos jefes superiores estaban muy atrás en la columna a aquellas horas, ya que la rapidez había acabado convirtiéndose en supervivencia y la juventud a menudo se convertía en rapidez.
Pirvan decidió dar alcance a la vanguardia antes de que sus superiores le dieran alcance a él. En realidad, no se suponía que debiera avanzar tanto, pero ya que se metía, que no fuera por poco.
Dio dos pasos y una rama dejó caer un nido de pájaro sobre su cara. Se limpió los ojos de hojas secas y excrementos de ave con el dorso de la mano y luego mantuvo el rostro en alto para que la lluvia lo lavara por completo.
Una mano asió su brazo.
—¿Dónde crees que vas sin mí? —dijo Haimya.
—Ahí delante.
—¿A la vanguardia?
—No volveré a ver a Eskaia para decirle que no intenté estar al lado de su hijo —dijo Pirvan.
—Pues mi derecho a ir allí es más antiguo que el tuyo.
Pirvan escupió las impurezas que aún tenía en la boca y esbozó una sonrisa forzada.
—No creo que tengamos tiempo de discutir —dijo, mirándola. Las arrugas y las patas de gallo, el cabello canoso y la cintura más rotunda se desvanecieron en la lluvia y volvió a ver a la doncella guerrera, Haimya.
—Lástima que no tengas escudo —dijo—. Nunca hemos entrado en combate con los escudos entrelazados.
Haimya lo besó.
—No es una manera tan útil de combatir, contra la mayoría de adversarios como supones —replicó ella—. Pero no perdamos más tiempo discutiendo.
No entrelazaron sus escudos, pero dieron los primeros pasos por la ladera de la colina cogidos de la mano.
Sirbones utilizaba sólo su bastón para curar a los que habían sido picados por los escorpiones. Tenía pociones distintas para llenar varias copas, además de muchas bolsas de hierbas, pero no quería exponerlas al viento y la lluvia a no ser que se tratara de alguien que ya estuviera deslizándose hacia el Abismo.
El bastón no curaba por completo a las víctimas de picadura de escorpión; caminaban con paso vacilante y el dolor escrito con gruesas letras en su rostro. Pero podían caminar, alejarse de la batalla si tenían el buen juicio que los dioses conceden incluso a los piojos, y volver adonde pudieran recibir una curación más completa.
Los sanadores istarianos hacían honor a sus votos con quienes no eran de Istar. Sirbones había oído demasiadas historias del Príncipe de los Sacerdotes exigiendo que los sanadores y otros rompieran sus votos para confiar plenamente en quienes vivían donde el Príncipe de los Sacerdotes empuñaba las riendas. Además, tenía demasiado trabajo por delante cumpliendo sus propios votos para preocuparse de los que rompían los suyos. De hecho, Sirbones tenía tanto trabajo que no vio el siguiente ataque antes de convertirse en su primera víctima.
Veinte pasos por delante de la vanguardia, compuesta por dos de los guerreros de Torvik y un istariano, todos aparentemente en armonía mientras combatían al enemigo común, una gruesa rama de árbol se curvó hacia arriba. Siguió curvándose hasta que se quebró y se quedó colgada por tiras de corteza y unas cuantas fibras de madera que parecía relucir en la penumbra de la tormenta.
Después, la parte inferior de la rama más próxima al tronco retrocedió. Proyectó la parte rota hacia adelante con la fuerza y habilidad con que un jinete de las llanuras arrojaría una lanza. En pleno aire, la parte rota giró sobre sí misma, y el extremo irregular pasó a la cabeza.
Fue ese extremo irregular el que se clavó como una lanza en el pecho de Sirbones. Llevaba la fuerza suficiente para derribarlo de espaldas, pero como le había atravesado el corazón además de romperle varias costillas, que se clavaron en sus pulmones, no sintió dolor por la caída.
En realidad, sólo tuvo tiempo de sentir sorpresa, antes de perder la capacidad de sentir nada.
Fulvura no seguía el paso de la vanguardia de la columna humana. No confiaba en dar la espalda a tantos humanos en una batalla tan confusa, mortífera y a oscuras. Sería demasiado fácil para alguien acercarse furtivamente con la lluvia, el viento y el resto del tumulto de la batalla, y mutilarla e incluso matarla.
Deseaba evitarlo, aunque no por miedo, siendo de un linaje que jamás se había acobardado ante el combate, la expedición o la arena del circo y había engendrado como mínimo a un emperador que estuvieran dispuestos a reconocer. En cambio, ella era leal a los planes de su hermano, que dependían hasta cierto punto de la paz con los humanos, al menos hasta que todos pudieran abandonar la isla de Suivinari con el trabajo cumplido.
Esos planes irían muy mal si Zeskuk tenía que vengar la muerte o la baja de su hermana. Por supuesto, también se quedaría sin su ayuda si la mataban o herían en una escaramuza cualquiera, o simplemente se caía por la borda y se ahogaba. Pero así no habría ninguna obligación moral de vengarla.
Mientras Fulvura reflexionaba sobre estas cuestiones murió Sirbones. De hecho, el cadáver del clérigo aterrizó junto a los pies de la guerrera minotauro. Dos largas raíces de árbol serpentearon por el tupido mantillo, atravesando el musgo foliáceo en busca del cuerpo del sanador humano y del hombre vivo al que intentaba curar.
Fulvura pasó por encima del cadáver de Sirbones y descargó su hacha de guerra. El hombre herido gritó, convencido de que el hachazo estaba destinado a él. Seguía gritando cuando la hoja descendente seccionó la primera raíz.
La guerrera minotauro levantó al hombre del suelo con la mano izquierda y lo echó dando tumbos hacia atrás. Después pisoteó con fuerza la otra raíz, que tanteaba el camino hacia Sirbones o su bastón. Fulvura no estaba segura de cuál era el objetivo.
La raíz laceró el pie expuesto como si su savia fuera ácido. A pesar de la tormenta, Fulvura captó el hedor de la pezuña abrasándose. Se agachaba para coger a Sirbones y apartarlo del peligro inmediato cuando la raíz rozó el bastón del sanador muerto.
Había leyendas sobre cómo los sacerdotes de Mishakal protegían sus bastones curativos con conjuros secretos para impedir que nadie más pudiera utilizar su magia. Tanto si la leyenda era cierta como si la colisión de las magias curativa y destructiva era más violenta de lo que la materia podía soportar, Fulvura tuvo la sensación de encontrarse al borde de un géiser en erupción.
Madera de todas clases y formas, desde árboles enteros hasta astillas mezcladas con arena, barro, agua caliente, vapor, animales muertos y trozos de criaturas que los minotauros no podían ni querían identificar… una inmensa columna de todo eso y más brotó a la distancia de un brazo de Fulvura. Se elevó entre las copas de los árboles y luego se desplomó.
Antes de que un tronco de árbol largo como un barco y grueso como un minotauro se estrellara justo en el lugar donde se encontraba, Fulvura había saltado hacia atrás, con una agilidad más propia de un leopardo que de un minotauro. Mantenía el cuerpo de Sirbones firmemente sujeto bajo un brazo y conservaba el hacha de guerra en la otra mano.
—Espero no tener que hacer esto de nuevo, ni siquiera para demostrar algo a alguien —murmuró. No se atrevió a mirar a su alrededor buscando humanos que pudieran aligerar su carga, pero esperaba que no tardarían en llegar.
No dejaría que el cadáver del sanador fuera presa de la magia perversa, pero esta batalla no era de las que una guerrera minotauro podía librar cargada y con una sola mano.
Pirvan vio a la hermana de Zeskuk con el cuerpo de Sirbones bajo el brazo casi al mismo tiempo en que advirtió otras tres cosas.
Una fue a Hermano Halcón y Eskaia la Joven apresurándose a llegar a su altura y la de Haimya; otra, un estremecimiento del suelo, no lejos de Fulvura; y la tercera, una figura deforme que salía bruscamente del subsuelo, dispuesta a dejar el amparo de los árboles. Lo que hubiera sido antes de que la magia lo transformara, Pirvan lo ignoraba. Sólo supo con certeza que no era amiga de nadie de la columna.
Otro relámpago iluminó la escena. Esta vez no arrojó serpientes ni ninguna otra cosa. Cegó momentáneamente a Pirvan, pero supo lo que se le venía encima.
En un tiempo fue un jabalí, o por lo menos un cerdo salvaje. Ahora su hocico era una protuberancia ósea afilada como una cuchilla de afeitar, sus colmillos tenían púas, sus dientes eran puntiagudos como los de un tiburón y sus pezuñas dejaban volutas de humo rojo en el suelo que pisaban. Pirvan casi esperó que su pelaje no se hubiera convertido en una armadura.
—¡Cuidado! —gritó. Fulvura se volvió, al igual que Hermano Halcón, que llevaba un venablo en una mano, lo que lo convertía en el arma más a mano. La lanza salió volando. Acertó en el ojo izquierdo del otrora jabalí y se enterró en su cuenca. El jabalí profirió un berrido superior al de cualquier minotauro y embistió contra el enemigo más próximo, que era Fulvura.
El suelo estremecido reventó en una lluvia de tierra y cosas que llevaban demasiado tiempo muertas para mirarlas, y menos aún olerías sin sufrir arcadas. Fulvura retrocedió precipitadamente, estando a punto de perder el equilibrio. El monstruoso jabalí volvió la cabeza y vio a Pirvan.
Cuando los llameantes ojos amarillos se fijaron en él, Pirvan se preguntó si las creaciones mágicas de Wilthur el Pardo se estaban peleando unas con otras. Sin embargo, esto no lo salvaría del jabalí sin algo más de esfuerzo por su parte, por lo que saltó, asestó un tajo, cayó, rodó sobre si mismo y se puso en pie de nuevo como un resorte en un único movimiento fluido, siendo consciente mientras lo hacía de que había sido tan rápido como la vez que más en toda su vida. También había seccionado un tendón de la pata del jabalí, pero el animal parecía tan capaz de embestir con tres patas como antes con cuatro. Pirvan, por otra parte, dudaba de que pudiera bailar con la muerte ante el jabalí durante otro minuto más.
No tuvo que hacerlo. Antes de que Fulvura cayera de espaldas, Eskaia y su madre sujetaron a la guerrera minotauro y la apuntalaron. Ella rugió algo que no parecía expresar gratitud, pero ser grosero con las razas inferiores a veces también era una cuestión de honor para los minotauros.
Acto seguido, Fulvura se deshizo de su hacha, prácticamente arrojó el cadáver de Sirbones a Hermano Halcón, se descolgó los shatangs de la espalda y rompió como si fueran cordel de embalar las correas de cuero gruesas como un dedo que los ataban en un haz. Después clavó uno de los shatangs entre las costillas del jabalí. Mientras el animal giraba en redondo torpemente para encararse con ella, la clavó el segundo en la garganta. El jabalí se desplomó demasiado pronto para necesitar el tercero.
Fulvura y Pirvan se plantaron cara a cara frente al jabalí muerto. Se quedaron a medio camino entre estrecharse la mano y fulminarse con la mirada, hasta que por fin Fulvura sacudió la cabeza. Pirvan vio, y se preguntó, cómo le había pasado inadvertido hasta ahora, que uno de los cuernos estaba pintado con espirales rojas y doradas y el otro, moradas y verdes.
—Buen golpe —dijo ella, y se volvió hacia el trío reunido junto al cadáver de Sirbones—. No os quedéis ahí como pasmarotes y abandonad el campo o buscad a alguien más a quien embalsamar. Yo estoy harta de ser el carroñero de este campo de batalla tres veces maldito.
Lo siguiente que hizo fue quedarse paralizada, incapaz de comprender por qué sir Pirvan se desternillaba de risa y bastantes más de tres humanos gritaban su nombre, Fulvura, como si fuera un grito de guerra.
Tarothin deseó poder gritar más fuerte que la tormenta y la batalla juntas. ¡Así quizá lo oyera aquel estúpido istariano!
En su lugar, dio media vuelta, para casi tropezarse con una mujer de mediana estatura y rostro afilado vestida con una túnica que el sol y el aire salobre habían desteñido, pasando de negro a un gris dudoso. El mago Túnica Roja reprimió un gesto de aversión. Revella Laschaar, la más anciana y poderosa mujer de las que vestían la Túnica Negra en la flota, se había presentado en el campo de batalla.
Karthayana de nacimiento, ahora vivía en Istar. Se decía que gozaba del favor del Príncipe de los Sacerdotes desde hacía veinte años, y Tarothin sospechaba que era verdad. De lo contrario, nunca habría llegado tan arriba.
—¡Tarothin, amigo del Guardián del Camino y de los desvirtuados! —lo llamó.
—No respondo a esos títulos, oh, sirviente de Nuitari —replicó él.
—Así sea —concedió Revella—. Si perdemos el tiempo tú o yo, perdemos la vida de los que necesitan nuestra ayuda.
Tarothin se mordió la lengua para contener otra agudeza, con tanta fuerza que por un momento creyó que se la había partido. Bien, estaba Sirbones para arreglárselas, si ése era el caso. Entretanto, nadie desairaba a Revella Laschaar sin pagar un precio.
—Reverenda lady Revella —dijo con voz meliflua—, ¿deseáis hablar o puedo hablar yo?
—Responde primero a una pregunta y después escucharé.
—Os diré todo cuanto sé.
—¿Todo? —la hechicera Túnica Negra se echó a reír, echando la cabeza hacia atrás, hasta tal punto que Tarothin esperó que le cayera algo en la boca y se atragantara. Después, la mujer lo traspasó con una mirada veloz como una flecha—. No tenemos tiempo para tanto. Dime sólo una cosa: cuando tú y Rubina decidisteis separaros, ¿era fingido o de verdad?
Tarothin rebuscó desesperadamente los restos de su mente, intentando proyectarlos hacia el pasado, hasta la hechicera Túnica Negra que fuera su amante durante la guerra de Waydol. Mientras hurgaba en el pasado, estudió más atentamente a lady Revella. Ahora tuvo la sensación de que algo en sus rasgos reproducía los de Rubina, o tal vez fuera a la inversa. Casi seguro que tenían algún lazo de sangre, en algún sitio.
Pero la solución de ese misterio podía esperar. La respuesta a lady Revella, no.
—Todo fue una representación —dijo Tarothin—. Bueno, quizá no del todo por su parte. Buscó otro amante hasta que volvimos a reunimos. Después de eso…
Por un momento, Tarothin se alegró de que estuviera lloviendo. De lo contrario alguien habría advertido que tenía los ojos húmedos.
—¡Ja! —espetó Revella—. Ésa es la respuesta que esperaba. Ahora puedo ayudarte.
—¿Ayudarme?
—No has cambiado de opinión sobre la necesidad de utilizar la magia para algo más que curar, ¿verdad? ¡Y deja de bizquear como si fueras incapaz de tener una opinión! —-La lengua de la dama estaba sin duda a la altura de los rumores.
—-Sin duda, necesitamos toda la ayuda que podamos encontrar para combatir a Wilthur —dijo—. ¿Cuál es vuestro precio?
—Ya está pagado. Hiciste feliz a Rubina. Darin confiaba en ella. Pirvan la honró poniéndole su nombre a la última de sus hijas. Gildas Aurinius la habría salvado. Vuestra resistencia en Belkuthas la vengó.
Los recuerdos de Tarothin habían iluminado al fin el galimatías de la hechicera Túnica Negra. Fue el nada llorado capitán Zefros quien mató a Rubina al final de la guerra de Waydol, y él encontró su fin en el asedio a Belkuthas.
—No nos deseaba ningún mal y nos ayudó cuando pudo. Más de lo que le habríamos pedido —dijo Tarothin—. ¿Por qué no íbamos a rendirle honores?
—¡Últimamente, demasiada gente da razones o excusas de por qué no! —estalló Revella. Después, sin esperar autorización como requería la costumbre entre magos, tocó con su bastón el de Tarothin.
Al clérigo no le salieron alas, ni perdió el sentido, ni empezó a hablar en las lenguas de los dioses. Pero el antiguo conjuro de Rubina para enlazar su magia con la de otros retumbó en su memoria como una horda de minotauros rabiosos. Se tapó los oídos con las manos, en un vano esfuerzo por repeler un ruido que estaba confinado dentro de su cráneo.
—Conserva el conjuro de Rubina y permíteme darte uno propio, que podemos proyectar enlazados —dijo Revella—. Bueno, ¿a qué esperas? ¿Eres tan blando de mollera que la obra maestra de Rubina se ha hundido hasta el fondo?
Tarothin hizo un gesto de negación con tal fuerza que se sorprendió de que no se le hubiera caído la cabeza de los hombros.
—No —dijo—. Pero… no te pregunto por qué lo haces. Lo que te pregunto es: si no nos bastamos nosotros solos, ¿os seguirán el resto de los magos istarianos?
—¡Más les vale, condenación! —exclamó Revella—. O que tengan una buena explicación. Ahora, cruza tu bastón con el mío justo por aquí…
Sir Darin no fue el primero en advertir la pausa de la tormenta. Los minotauros habían enviado explotadores a los flancos además del frente, y entre abrirse paso a hachazos por la vigorosa vegetación y las monstruosidades ponzoñosas que habían sido animales, advirtieron que el viento y la lluvia amainaban.
Después vieron aberturas en las nubes y empezaron a divulgar la noticia, con la suficiente fuerza como para ser oídos por encima del final de la batalla y la tormenta. Tuvieron que imponerse al fragor de la batalla durante bastante rato.
Darin nunca había luchado codo a codo con Rynthala en un combate a muerte como aquel. Descubrió que era una experiencia curiosamente íntima, en la que podía sentirse tan cerca de ella como cuando estaban rodeados por los brazos del otro.
Por fortuna, eso no alteró la férrea objetividad que Waydol le había enseñado a aplicar a la guerra y que lo convertía en un guerrero casi tan formidable como un minotauro. Los minotauros serían más fuertes, pero con demasiada frecuencia luchaban impulsados por el acaloramiento de la ira.
Fue con ese acaloramiento como la columna de minotauros se dedicó a despejar una senda para sus camaradas a medida que ascendían la montaña. Varios de ellos cayeron, más allá de todo remedio; otros cayeron y fueron transportados a un lugar momentáneamente seguro. Las creaciones mágicas del enemigo cedían el paso a la estampida de pezuñas y la lluvia de acero. Darin vio a los minotauros empleando incluso los cuernos para apartar ramas animadas de sus camaradas o ensartar bestias embrujadas que intentaban saltarles por encima.
Darin y Rynthala llevaban armadura, mientras que los minotauros confiaban a menudo en su tupido pelaje, por lo que los humanos mantuvieron una posición bien adelantada en la columna. De hecho, estaban justo en segunda línea de vanguardia cuando vieron una obscenidad con alas y dientes lanzándose en picado sobre un minotauro.
Rynthala había disparado todas sus flechas ya hacía rato, no había recuperado ninguna y no encontró armas de largo alcance abandonadas en el campo de batalla. Los minotauros, naturalmente, no estaban muy a favor de los arcos, excepto a veces en alta mar…, lo cual a Darin le pareció una suerte. No quería pensar en la potencia de una flecha disparada por un arco que un minotauro quisiera tensar por motivos de honor; atravesaría una armadura como si fuera de queso.
Pero había un shatang cerca con la punta doblada, pero por lo demás en buen estado. Darin recogió el arma del suelo, la sopesó para calcular el punto de equilibrio y la lanzó.
La punta doblada desvió ligeramente el shatang y la criatura alada tuvo tiempo de clavar sus garras en los ojos del minotauro antes de que el shatang le cercenara un ala. Darin se acercó corriendo y seccionó la otra ala con su espada, para luego arrancar el shatang y empalar a la criatura contra el suelo.
Mientras tanto, Rynthala intentaba detener la hemorragia de los ojos ciegos del minotauro con un vendaje de hierbas escaldadas. Era el último, pero Darin calculó que el riesgo era justo. El desenlace de la batalla, cuando no su fin, debía estar próximo, con independencia de quién alcanzara la victoria.
Se suponía que las hierbas calmaban el dolor y detenían la hemorragia. La fórmula la había heredado Rynthala de sus padres y Darin la había visto salvar vidas antes.
Estuvo a punto de costarle la suya.
No se le había ocurrido que la criatura alada pudiera tener una pareja, o al menos una compañera. Sólo pensó en ello en el momento en que unas garras destrozaron la carne de su mano y su mejilla expuesta, dejando en ambas la sensación de haber sido marcadas con un hierro candente.
Rynthala abatió a la criatura alada con su espada un instante después. Murió chillando y Darin deseó que el chillido durara lo suficiente para que él mismo pudiera desahogarse gritando sin ser oído. Por el contrario, se mordió el labio hasta hacerse sangre y luego intentó articular palabras sensatas que impidieran a Rynthala lamentar su inoportuna generosidad.
—Mientras no sean… venenosas… —logró decir, sintiéndose como un niño que se delabata con su propia mentira.
—Lo son —retumbó una voz a su espalda, en lengua minotauro. Darin quiso volverse, pero supo que se desmayaría si lo intentaba, por lo que se limitó a mantenerse en pie, tambaleándose ligeramente, hasta que el minotauro que había hablado lo rodeara para verlo de frente.
Llevaba sandalias, un mandil con muchos bolsillos y una toga sin mangas con bolsas colgadas. En sus buenos tiempos debió de haber igualado a Waydol en estatura, pero ahora que su hocico era gris y su pelaje bermejo estaba moteado de blanco, Darin casi podía mirarlo a los ojos.
A un solo ojo: el sanador se cubría el otro con un parche, por culpa de alguna herida que ni sus poderes habían conseguido curar.
—Hola, Alatorva —dijo Darin—. Siempre supe que eras demasiado grande para ser humano.
El sanador minotauro pasó su mirada de Darin a Rynthala, y el primero fue vagamente consciente de haber dicho una tontería. Rynthala hizo un gesto imperioso; Darin quiso recordarle que no fuera por ahí dando órdenes a minotauros.
Por un momento creyó que su advertencia había llegado demasiado tarde, ya que el minotauro extrajo un katar de un bolsillo del mandil. Después vació una bolsa de su chaleco y el contenido —una especie de jalea rosada— se derramó sobre el katar. Cuando el minotauro hurgó con el arma en la herida de la mejilla de Darin, el caballero estuvo seguro de que su esposa los había condenado a ambos con su ofensa mortal al sanador.
Acto seguido, Rynthala lo abrazó, manteniéndolo inmovilizado, y por un momento la rabia y el dolor estuvieron a punto de impulsarlo a propinar un puñetazo en el mentón a su esposa con la mano sana. Al cabo de un instante no le quedó sitio para la rabia, sólo para el dolor. Se convenció de que el minotauro había atravesado limpiamente su cara con el katar y se preguntó si la punta le saldría por la otra mejilla.
Poco después, el dolor de la mejilla de Darin había desaparecido. Rynthala seguía abrazándolo y el minotauro le pasaba el katar por la herida de la mano, por lo que al caballero le resultaba imposible sentir la mejilla. Ni siquiera cuando el minotauro se retiró y Rynthala lo soltó, se atrevió a usar la mano herida para tocarse la mejilla.
Estaba seguro de que se le desprendería cuando la usara.
Pero la mano izquierda no produjo dolor en la mejilla herida, sólo el roce de los dedos por una cicatriz prominente. Tendría el aspecto de un bárbaro si la cicatriz no se cerraba, pero por ahora se conformaba con que no le doliera.
Y la mano de empuñar la espada sólo estaba rígida por la cicatriz, pero no le dolía nada. Flexionó los dedos; todos se movían. No había músculos desgarrados, o al menos ninguno sin suturar.
Buscó con la mirada al sanador minotauro. Sólo vio las espaldas de dos minotauros, uno con los ojos vendados, descendiendo por la ladera. También advirtió que la tormenta se había extinguido por completo, y oyó cómo caían las últimas gotas de lluvia de los árboles. No oyó unos gemidos distantes, demasiado roncos para ser humanos. Los minotauros se esforzaban al máximo para morir en silencio, pero había dolores que la carne y la sangre no podían soportar.
Ahora lo sabía mejor que nadie. Confió en que, en algún lugar fuera de este mundo, Waydol también supiera que los que había dejado atrás se preocupaban del niño humano que había criado.
Enseguida, Rynthala estaba abrazándolo con tanta fuerza que sus costillas crujieron y se habrían quebrado si no llevara armadura. Cuando se inclinó para besarla, lo último que vio fue una bandada de aves marinas que llegaban en formación procedentes del océano.