9

Mirraleen ya se había tropezado antes con la Creación de Wilthur y la manada que la acompañaba, pero no la había visto matando, por lo menos tan de cerca.

La Caminante Roja sabía que debía acercarse aún más para intentar liberar a algunos marineros humanos de las pinzas, los tentáculos y el pico del monstruo. No lo había conseguido con los minotauros ni más tarde con los tripulantes de una nave humana tan pequeña que no habían quedado supervivientes. Aquellos fracasos la avergonzaban, incluso teniendo en cuenta lo poco que le gustaban los minotauros. Eran demasiado rápidos con sus arpones, tanto como los peores de los humanos.

Pero si fracasaba aquella noche, podía tener peores consecuencias que la vergüenza. Si un solo tripulante de la nave conseguía sobrevivir y declaraba que había visto nutrias marinas presentes cuando murieron sus camaradas, sin duda culparían a las nutrias. A partir de entonces, las nutrias marinas de Suivinari se enfrentarían a una cacería masiva, capaz de aniquilarlas, tal vez de barrer a cualquier morador de los bajíos que respondiera a las llamadas de Mirraleen, y con toda seguridad distraería la atención de los humanos en el peor de los momentos.

No sabía quién sacaría más provecho de que la flota istariana se hubiera desviado tanto de su rumbo previsto, si Wilthur o los minotauros. Esperaba que frieran estos últimos, porque tenían limitaciones y eran conscientes de ello.

Wilthur también estaba limitado por la naturaleza y por los dioses, pero no se lo creía. Al pretender traspasar esos límites, podía provocar una devastación mucho peor que un centenar de naves cargadas de los que se denominaban a sí mismos la Raza Predestinada.

Mirraleen desplegó las aletas para sumergirse en las aguas poco profundas, seguida del resto de la manada. Desde el mar, los que se estaban alimentando respondieron con los rápidos ladridos que indicaban que volvían obedeciendo diligentemente. Un instante después, Mirraleen supo que no era capaz de dominarse como hubiera deseado.

Respondió a las nutrias marinas con los chasquidos y silbidos que su magia le permitía utilizar, la lengua de los delfines. La había aprendido hacía siglos para tratar con los cetáceos que pretendían acabar con una nutria marina, algo que no era tan infrecuente. También tenía su utilidad para hablar con los dargonestis, sus raros hermanos marinos que llevaban tanto tiempo viviendo con forma de delfín que su espíritu era más delfiniano que elfo, y era más fácil llamar su atención en la lengua de los delfines.

Mirraleen se incorporó, inspiró el aire de la noche y gritó unas rápidas órdenes en la lengua adecuada a las nutrias marinas. Sus respuestas la tranquilizaron. Se acercarían a la Creación de Wilthur desde dos direcciones, primero para rescatar a los humanos y sólo lucharían si no les quedaba más remedio, hasta completar el rescate.

Mirraleen se arqueó para sumergirse a mayor profundidad, una vez dejados atrás los escollos. Sólo bajaba tanto para alimentarse o para eludir a la Creación, que no sólo rara vez se alejaba de los escollos, sino que sus sentidos tampoco llegaban más allá cuando perseguía a alguien hasta las aguas profundas.

La Caminante Roja había reflexionado bastante sobre este misterio. Si hubiera tenido más conocimientos de magia, podría haberse impuesto la tarea de resolverlo. Pero sus poderes sólo le permitían conjeturas inteligentes. Además, tenía el temperamento de los seres con los que nadaba. Las nutrias marinas eran astutas y prácticas. No solían permitirse el lujo de dejarse absorber por misterios que no amenazaban su supervivencia.

Una zona de aguas más calientes ante ella le indicó que salía a la superficie en la gruta del Manantial. Un poco más adelante se abría un túnel subacuático que atravesaba los escollos. Siguiéndolo, ella y sus compañeras podían regresar a los bajíos, después de atacar sin previo aviso.

De mente a mente, Mirraleen lanzó su grito de guerra. De mente a mente, le fue devuelto como un eco y, simultáneamente, un centenar de esbeltas siluetas hendían velozmente las oscuras aguas.

Torvik era un marinero experto y un superviviente de combates mucho más serios que peleas de taberna. Además era hijo de un padre y una madre que no habían sobrevivido y prosperado perdiendo la cabeza ante una sorpresa.

Después del primer momento de rabia y vergüenza, sus pensamientos se ordenaron en formación de combate. Se dejó arrastrar hacia las oscuras profundidades sin ofrecer más resistencia. Su captor quizá sólo comiera presas vivas y, si pensaba que era carroña, tal vez lo soltaría.

Si eso no funcionaba, quizá soltara alguno de los tentáculos para buscar otras presas. Menos sujeto, Torvik tenía una posibilidad de zafarse. Si se liberaba a aquella profundidad, tal vez estaría por debajo de su atacante. Pocos eran los seres vivos, creados por los dioses verdaderos o por la magia pervertida, cuyo vientre no fuera un punto vulnerable.

No tenía espada (una pérdida que sólo avivó su furia), pero sí dos brazos y dos dagas. Cualquiera que lo creyera indefenso, lamentaría su error.

Un tentáculo se soltó y se alejó a toda velocidad hacia la superficie, por lo que pudo ver Torvik. Pero los otros dos seguían inmovilizándolo y en aquel momento estaban a mayor profundidad de la que había calculado. Sintió la presión del agua, además de la férrea presa de los tentáculos.

¿A qué profundidad se hallaba el cubil de aquel monstruo? La presión siguió aumentando y Torvik sintió franjas invisibles de algo más fuerte que la carne dirigida por la magia tensándose sobre su pecho. Había inspirado profundamente antes de hundirse y era capaz de contener la respiración más tiempo que la mayoría, pero incluso esa resistencia llegaría a su fin dentro de poco. Lo mismo le ocurriría a su vida, extinguida en un breve hervor de burbujas plateadas que ni siquiera alcanzarían nunca la superficie, hallándose a tanta profundidad.

Algo golpeó su pierna. Enseguida, el tentáculo que le inmovilizaba la mano se soltó con un latigazo. Capaz de usar un arma, Torvik no perdió el tiempo desenvainando la daga que tenía más a mano. La clavó con fuerza en la dura piel del tentáculo que sujetaba su brazo izquierdo.

El segundo tentáculo se soltó con tanta violencia que estuvo a punto de llevarse consigo la daga de Torvik, que había infligido un profundo corte. Mientras la agarraba, el joven sintió el característico ardor en el pecho como señal inequívoca de que le faltaba el aliento. No tenía tiempo de perseguir a su atacante o rescatar a alguno de sus hombres.

No cuando su vida dependía del aire de sus pulmones, que quizá no durase lo suficiente para alcanzar la superficie.

Esta vez fue más un suave empujón que un fuerte golpe. Torvik sintió que lo subían dos… cosas peludas, una por debajo de cada brazo. Luego una tercera, seguida de una cuarta, que se situaron entre sus piernas, ayudando a subirlo.

Ahora ascendía a mayor velocidad de la que habría desarrollado nadando sin ayuda. Todavía empuñaba la daga y en su cerebro ávido de aire giraron ideas alocadas de apuñalar a los seres que lo subían.

¿Delfines? Había oído informes de nadadores en apuros que habían sido rescatados por delfines salvajes que no tenían forma elfa ni vínculos con los dargonestis, o que atacaban a los tiburones y pulpos para salvar a un humano. Pero los delfines tenían la piel lisa y suave. Torvik ya había palpado antes el pelo de aquel animal con sus manos y ahora volvía a palparlo.

Focas. No, nutrias marinas.

La distinción le costó el resto de la conciencia que le quedaba. La mente de Torvik era incapaz de dar un paso más y de comprender por qué cómo habían acudido en su ayuda unas nutrias marinas, o esperar que los ágiles animales rescataran también a su tripulación.

Las burbujas de su última exhalación centellearon en el agua. Antes de que pudiera realizar la inspiración que llenaría sus pulmones de agua, su cabeza salió bruscamente a la superficie.

Torvik no se dio cuenta. No advirtió que tenía una nutria marina debajo de cada brazo y que lo sostenían en posición vertical. Tampoco reparó en la que se acercó y se situó debajo de su mentón para levantarle la cabeza por encima del agua.

Sus pulmones inspiraron aire, no agua, con el ruido de una ballena enferma. Hubiera oído sonidos similares en el agua a su alrededor, si sus sentidos hubiesen estado despiertos. No oyó ninguno de los signos de que otros tripulantes del bote habían sobrevivido. Tampoco fue consciente de que sus porteadores acuáticos lo alejaban del resto de sus hombres y lo llevaban a la punta de una minúscula rada, rodeada casi por completo de tierra firme.

Realizó como muerto el corto viaje hasta la playa, muerto para los hocicos bigotudos que lo empujaban y el batir de las fuertes aletas. Siguió muerto para los rasguños y cortes de las afiladas rocas y los chapoteos de sus salvadores cuando regresaban al agua, pues su trabajo nocturno apenas había acabado de empezar.

Ni siquiera reparó en un hocico de nutria marina que salía bruscamente del agua y cambiaba de forma; nariz, boca y ojos a la vez. El pelo se retrajo de la cara para crecer por arriba, en forma de larga melena castaño rojiza.

Pero la propietaria de aquella melena supo que la vida de Torvik estaba a salvo y que él había pasado de la inconsciencia al sueño, y que ya podía dejarlo solo sin peligro. Dejó a los dioses la cuestión de cuándo regresaría, aunque sabía lo que quería, tanto en su mente como en su corazón.

Se había dispuesto que las embarcaciones pequeñas con faros de señales formaran una cadena desde el alcance de la vista del Elfo Rojo hasta el resto de la flota. La desaparición del bote de Torvik se conoció a bordo del Devorador de Olas y otras naves importantes de la flota antes de una hora. Gildas Aurinius comunicó personalmente la noticia.

—Esto matará a mi dama —dijo el istariano. Eran sus primeras palabras sobre la cruda realidad que las señales habían transmitido.

Haimya se irguió en su camastro, cubriéndose con una sábana.

—Insultáis a vuestra esposa y a nuestra antigua amiga con esas palabras —dijo—. Retiradlas.

Pirvan desvió la mirada de su esposa a Aurinius. Haimya parecía hablar muy en serio y Aurinius, bastante aturrullado por esa seriedad.

—Ahora sé por qué la llaman la guardia de las malas noticias —dijo Pirvan—. Aunque la noticia no sea peor que su llegada a la luz del día, uno tiene menos fuerza para soportarla.

Aurinius se sentó en el baúl de viaje de Pirvan y ocultó el rostro entre las manos.

—Imploraré perdón a mi dama cuando vuelva a verla —dijo— y suplico ahora el de lady Haimya. Yo… he perdido a alguien que no era un hijo de mi sangre, pero podía haber sido un hijo en espíritu. ¿Cómo habríais soportado perder a sir Darin el primer año después de que fuera nombrado caballero?

Pirvan y Haimya intercambiaron una mirada.

—Eskaia no sabrá nada por mí de vuestras primeras palabras —dijo ella, y su marido hizo un gesto de asentimiento—. Como ha dicho Pirvan, las malas noticias pesan más en lo más profundo de la noche.

Tanto si insinuaba con aquellas palabras que Aurinius se retirara, eso fue lo que hizo el istariano. Les dedicó una profunda reverencia al despedirse y Pirvan avivó la mecha de la lámpara y ocupó el lugar de Aurinius sobre el baúl. Sin embargo, no ocultó el rostro entre las manos.

—¿Piensas en Gerik? —preguntó Haimya.

—¿Cómo no? —respondió él—. Para nosotros es mejor que para Eskaia. La tierra no suele engullir a los muertos de sus guerras, como el mar se traga a los que combaten sobre las olas.

—Eso es de La balada de Vinas Solamnus —dijo Haimya. Su sonrisa se desplomaba en la comisura en sus labios, pero sin duda era una sonrisa—. Necesitas más inspiración que tales noticias para ser tan elocuente a estas horas de la noche.

—Pues inspírame.

—Tal vez pueda.

Haimya dejó caer la sábana, que se replegó alrededor de su cintura. Pirvan estaba admirando los brillos y sombras provocados por la luz de la lámpara sobre el cuerpo de su esposa, cuando alguien llamó a la puerta.

La sábana ascendió hasta su posición anterior y Pirvan abrió la puerta a Aurinius.

—Más noticias funestas —dijo el istariano—. Los minotauros han mandado un filibote a nuestra línea más avanzada. Quieren parlamentar. Accedí a ser uno de los que acudan y sugerí que los otros fuerais vos, lady Haimya, Sirbones y Darin. Necesito vuestra respuesta. O mejor dicho, el consejo la necesita.

Pirvan quiso sugerir lo que los minotauros podían hacer con su intención de parlamentar y el consejo con su repentina necesidad de delegados para eso. Pero no era una respuesta digna de un caballero, aunque en realidad no fuera ilegítima.

Además, que los minotauros fueran los primeros en pedir parlamentar era inusual. Sugería un comandante astuto en su flota, aunque todo lo que sus delegados pretendieran hacer fuera aporrear la mesa y berrear exigencias y amenazas.

Por otra parte, estaba claro que el consejo de la flota humana no desfilaba al ritmo del tambor del Príncipe de los Sacerdotes si aceptaban a cualquiera de los mencionados en la delegación. Sin duda, habría otros más afines al Príncipe de los Sacerdotes… y más aún si Pirvan y alguno de los otros se negaban a acudir.

—Acepto —dijo Pirvan—, al igual que Haimya, siempre y cuando lo apruebe sir Niebar. Debo hacerlo así por ley. También deberíamos pedirle que se una a nosotros, en calidad de comandante de los caballeros embarcados.

—Sir Niebar puede mandar todas las tropas de Ansalon, pero sabe menos de los minotauros que vos —dijo Aurinius.

—Yo formé una alianza con un solo minotauro —dijo Pirvan. Sabía que sonaba cansado y de mal humor. Lo estaba—. Un minotauro, además, muy distinto del resto de su especie.

—Sigue siendo un minotauro más de lo que la mayoría de nosotros ha tratado nunca —insistió Aurinius—. Pero, ciertamente, puedo preguntar a Niebar.

—Sir Niebar —puntualizó Pirvan, pero hablaba a una puerta cerrada y Haimya no sólo había vuelto a soltar la sábana, sino que había bajado de su camastro para abrazarlo.

El abrazo empezaba a ser mutuo cuando volvieron a llamar a la puerta.

Pirvan abrió la puerta una rendija, lo justo para ver de nuevo el rostro de Aurinius.

—¿Sí? —Sonaba tan hospitalario como un carcelero al oír noticias de un motín entre sus reclusos.

—Los hombres de Torvik forman una tripulación buena y leal —dijo Aurinius—. Una nueva señal del Elfo Rojo: dicen que están rastreando la zona y ya han encontrado a un superviviente.

—Como dices, forman una buena tripulación —dijo Pirvan—. O quizá sólo tienen el buen juicio suficiente para distinguir la cerveza del vino. No me gustaría que se me conociera en los muelles de todo Ansalon como el hombre que abandonó al hijo de Jemar el Blanco.

Pirvan sujetó con fuerza el tirador de la puerta y dominó su genio.

—Ahora, amigo mío, una advertencia. La siguiente persona que llame a esta puerta antes del amanecer por algo que no sea el fin del mundo o el naufragio del Devorador de Olas, será atado, amordazado y colgado por los talones del palo mayor. Por favor, haced correr la voz. No se puede esperar que negocie con minotauros sin dormir.

—-Ah, ¿pero dormiréis más si no os interrumpen, o menos? —dijo Aurinius. Con sorprendente celeridad para un hombre de su edad y volumen, se retiró antes de que Pirvan pudiera dar un portazo y pillarle la mano o clavarle una daga a través de la rendija.

Haimya, mientras tanto, se esforzaba tanto por no llorar de risa que finalmente tuvo que apoyarse en su marido para no caerse.

—Yo… supongo que he dicho una palabra de más —masculló Pirvan, con la boca enterrada en el cabello de Haimya.

—Más de una.

Pirvan sonrió y estrechó su abrazo.

—Tal vez me ha faltado inspiración.

—Entonces te ruego que me dejes inspirarte.

El primero de los sentidos de Torvik en recobrarse fue el olfato. Olió el aroma de una playa barrida por la marea, cubierta como la seda por el perfume de flores tropicales, y también por algas marinas en descomposición y otros desechos.

Su oído se apresuró a respaldar su olfato. O bien se hallaba en una playa de una cala rodeada casi por completo de tierra, o el mar estaba calmado como una balsa de aceite. Apenas oía el más débil gorgoteo y el rumor del agua sobre la arena… a unos cincuenta pasos de distancia, por lo que pudo calcular.

Pero no se hallaba en el lugar donde había desembarcado. Tenía un nebuloso recuerdo de grava con tantas aristas como dientes una cría de tiburón, clavándose en su cuerpo casi sin sentido. Ahora estaba sobre arena fina como el polvo, con algo que tenía el tacto de carrizos amontonados bajo sus pies, para que estuvieran más altos que su cabeza.

Torvik intentaba distinguir el aroma de los carrizos de otros olores de la brisa cuando percibió uno nuevo. Era salado y contenía otros olores marinos y también el de carne viva, aliento cálido… Casi podría decir que era el perfume de una mujer.

Lo cual era tan improbable allí que Torvik decidió abrir los ojos para ver qué era lo que le creaba la ilusión de la presencia de una mujer.

Los abrió y se encontró mirando fijamente otros ojos, dos, grandes y verdes, coronados por gruesas cejas demasiado castañas para llamarlas pelirrojas y demasiado rojas para llamarlas castañas. Sobre los ojos ondulaba un cabello del mismo color que las cejas. Debajo había un rostro que no era la viva imagen de la belleza perfecta: los pómulos eran demasiado altos, los labios un poco ajados y la mandíbula claramente puntiaguda. Pero a los labios no les faltaba nada, ni siquiera una suave curva que los hacía sonreír.

Torvik permaneció tendido, preguntándose si era el prisionero de una hechicera y, en tal caso, si era ésta la verdadera forma de su captora. Si el resto de la persona se correspondía con la cara, el suyo podía ser un cautiverio dichoso.

Intentó moverse para ver el resto. Su cabeza se movió, pero sus miembros se negaron a obedecer a su cerebro.

—No te muevas —dijo la mujer—. Necesitas recuperar fuerzas. Te daré agua si puedes levantar un poco más la cabeza.

Su voz era grave, para ser de mujer, y aunque hablaba la lengua común con fluidez, tenía un acento que él no reconoció. Sin embargo, no tuvo problemas para levantar la cabeza. A una orden de aquella mujer, habría intentado bailar haciendo el pino.

Bebió un sorbo de agua dulce con un leve sabor a hierbas, que fue todo cuanto ella le permitió tomar. De buen grado habría apurado la jarra hasta el fondo, tanto más cuanto que podía sentir cómo sus miembros recuperaban lentamente las fuerzas.

Pero aquella sensación fue una ilusión. Se alegró de tumbarse otra vez, con la cabeza apoyada en el manojo de algas de olor dulce. Sólo entonces reparó en que la piel de la mujer tenía un débil pero inconfundible tono azulado. Era un color que sólo había visto antes en la piel de los moribundos o ahogados, pero esta mujer estaba a todas luces viva y en perfecto estado de salud. Tenía tiras de algas tejidas en aquel fascinante cabello rojizo, casi como la redecilla para el pelo de una dama istariana de alto copete.

Los labios de Torvik hablaron sin esperar a que su mente los orientara.

—Mi madre me dijo que es difícil ir de azul y de verde al mismo tiempo —dijo.

—Tu madre sabe mucho —respondió la mujer, esbozando una sonrisa—. Pero también estoy segura de que era humana. Lo que vale para tu gente no siempre vale para la mía.

—¿Quién es tu gente?

—Nos han llamado dimernestis —respondió ella—, moradores de los bajíos y otros nombres, algunos no muy amables. El que nos dan los minotauros significa «despojo con aletas», y no es el peor.

—Supongo que no —dijo él—. Los minotauros raras veces son educados, pero casi nunca estúpidos. —Los minotauros eran la última raza de la que quería hablar ahora, pero no deseaba quedarse allí tumbado con la boca abierta como un pez moribundo.

Ahora su mente empezaba a funcionar de nuevo, como los remos de una galera acelerando el ritmo.

—¿Me has salvado tú? —preguntó.

—Ayudé un poco. Mis amigas hicieron más que yo.

—¿Tus amigas? ¿Otras dimernestis?

Ella profirió un suspiro y, por un momento, Torvik la vio mirar a lo lejos, a algo que no estaba en el mundo. También vio patas de gallo en las comisuras de ambos ojos. Esta elfa marina no era una tierna adolescente… y con esa última idea, estuvo a punto de atragantarse de risa.

La mujer dimernesti esperó hasta que el joven recobrara el aliento y se incorpora para sentarse, antes de proseguir. Cuando lo consiguió, se perdió las primeras palabras de la elfa. Por primera vez cayó en la cuenta de que era media cabeza más alta que él y estaba tan espléndidamente formada como se imaginaba y más bien poco vestida, excepto por la redecilla del pelo y un ancho cinturón de piel de pez del que colgaban varias botellas y bolsas.

—Soy la única dimernesti de esta isla —le dijo—. Pero las nutrias marinas y yo somos amigas y enemigas de lo que Wilthur el Pardo ha desatado en estas aguas. Quizá no seamos los únicos enemigos de Wilthur, pero sin duda somos los únicos amigos de los humanos.

Torvik recordó a las nutrias marinas, que debían haber colaborado como si estuvieran domesticadas para llevarlo a él a la superficie y el aire vital.

—¿Han… habéis salvado a alguno de mis hombres? —preguntó.

—A todos menos a tres —fue la respuesta—. Vimos que izaban a uno hasta un bote de tu barco incluso antes de que la Creación se retirara a su cubil. Dos han muerto, uno despedazado y el otro ahogado antes de que pudiéramos sacarlo al aire. Hemos envuelto sus cadáveres en algas y, si lo deseas os guiaré a ti y a tus hombres hasta ellos.

—Lo deseo. —Torvik deseaba también pasar el resto del día, y quizá toda la noche y el día siguiente, simplemente contemplando a la mujer dimernesti, hablando con ella si quería, pero satisfecho con mirar si ella prefería el silencio. En cuanto a tocarla… no le parecía prudente ni siquiera dejar que esa idea le pasara por la mente.

—Ahora déjame ver a cuántas de tus de preguntas puedo responder —dijo la mujer—. Me llamo Mirraleen entre los humanos y elfos, Caminante Roja para las nutrias marinas de la isla de Suivinari y probablemente nombres más ordinarios para Wilthur…

Mientras ella proseguía su relato, Torvik deseó haber escuchado más a su madre cuando hablaba de Wilthur el Pardo, aunque Eskaia sólo sabía lo que sir Pirvan había escrito después del asedio de Belkuthas. Aun así, comprendió que se estaba enterando de cosas que ni sir Pirvan ni nadie sabía, daría sus colmillos por saber y le arrancaría los dientes a él si lo olvidaba.

Cuando la imagen de Wilthur esclavizando a la mayoría de los seres vivientes de Suivinari y creando más para que obedecieran su voluntad se fijó en su mente, Torvik descubrió que sentía una curiosidad cada vez mayor. La pregunta, tal como cobró forma en su mente, era indudablemente brusca; pero necesitaba una respuesta igualmente inequívoca.

—Discúlpame, Mirraleen —dijo—. Pero si crees que Wilthur no goza del favor de la propia Zeboim, ¿cómo es que los elfos marinos no lo habéis derrocado hace tiempo? Haremos el trabajo nosotros, si es necesario, pero ¿por qué no se ha hecho todavía?

Mirraleen suspiró.

—Recuerda, la obra del mago también incomodaría a Habbakuk, el rival de Zeboim por el dominio del mar. Dudo de que ella atacara abiertamente a alguien que es enemigo de su enemigo. Además, los dimernestis, aunque no son tanto una leyenda entre los elfos marinos como entre los pies secos, nunca han sido tan numerosos como los dargonestis. En Ansalon, nosotros perdemos cada vez más costas seguras a medida que los pies secos se multiplican. Hace varios siglos, la mayoría de los dimernestis viajaron al norte, a costas situadas más allá de las tierras de los minotauros, y les fue muy bien. Yo perdí a mi familia cuando era joven y me peleé con quienes me criaron. Por eso no me costó mucho regresar al sur, encontrar un hogar entre las nutrias marinas de esta isla y observar las idas y venidas de los pies secos.

—Suena terriblemente solitario —dijo Torvik—. Como ser una proscrita.

—Ah, pero lo decidí yo misma…, Torvik. ¿Es así como se pronuncia el nombre que oí mencionar a tus hombres?

—Sí.

—Lo decían de una manera que demuestra que te respetan, por mucho que sean de dos… tribus… y tú seas joven.

Torvik no supo si sentirse halagado por el piropo o ruborizarse por la franqueza. Mirraleen sonrió y le obligó a callar sellándose los labios con un dedo.

—Pero contente un rato más —dijo—, porque debo concluir mi relato.

Mirraleen no había visto a nadie de su raza desde hacía más años de los que Torvik pudiera imaginar, aunque sabía que los elfos vivían más de mil años. A ella le iba bastante bien, mandando a las nutrias marinas de Suivinari, hablando con los ocasionales hermanos dargonestis que pasaban nadando con los delfines, curando enfermedades de otros seres y de sí misma cuando era necesario y, en conjunto, viviendo como una ermitaña satisfecha.

Hasta que Wilthur el Pardo buscó refugio en la isla de Suivinari, sometió a su voluntad a todo ser viviente que se hallara a unos cientos de pasos del agua y empezó a crear monstruos. La Creación que acechaba en los bajíos, bajo el aspecto de pulpo, langosta y abadejo venenoso del arrecife, sólo era el más reciente, y no sería el último.

—Sobrevivimos en las costas porque algún poder, llámalo Zeboim, no permite a Wilthur llegar demasiado lejos de la orilla. De lo contrario, yo estaría muerta y mis amigas también, o lo que es peor, seríamos esclavas de ese mago. Vuelve con los tuyos —finalizó— y adviérteles que no se limiten a desembarcar y adentrarse en la isla. Eso sería ponerse en manos de Wilthur y lejos de la protección que puedan ofrecer los dioses del mar.

—Sea la que fuere —masculló Torvik. Entre los marineros humanos, Zeboim era la Gran Tortuga, madre de todo lo maligno de los mares y protectora de nadie. Habbakuk era más benévolo, pero no siempre libre de intervenir en los asuntos de los humanos.

Mirraleen se puso en pie y los rayos del sol reflejados en ella la hicieron parecer tan espléndida que a Torvik le hormiguearon los brazos y los labios de deseos de tocarla. Si ella lo advirtió, hizo caso omiso, sólo se quedó plantada con la cabeza ladeada, como si escuchara algo.

—Oigo acercase una embarcación humana, Torvik. Si te apresuras a llegar al pie del acantilado de la izquierda de la entrada de la rada, encontrarás unas escaleras muy antiguas. Sube por ellas y haz señas a la nave —dijo.

—¿Así? —preguntó Torvik, bajando la vista hasta los escasos jirones que le quedaban de ropa.

Mirraleen se echó a reír, con un sonido tan dulce como él lo había imaginado.

—Me temo que no tengo nada que pueda prestarte, y tu ropa está en el fondo del mar, o en el vientre de la mascota de Wilthur.

Corrió hacia el agua, con más gracilidad de la que Torvik hubiera podido imaginar en cualquier ser mortal. Saltó sobre una roca y se zambulló en las aguas. En plena caída, sus brazos se convirtieron en aletas, sus piernas en una cola y su cuerpo en una esbelta silueta peluda. Una mujer había saltado de la roca, y una nutria entró en el mar.

Torvik no perdió más tiempo. Incluso antes de que Mirraleen desapareciera en mar abierto, oyó las cornetas y los tambores del bote. Haría bien en ascender hasta donde pudieran verlo con claridad, ya que no podía encender fuego, ni tenía un espejo para mandar señales con destellos, ni siquiera una prenda de ropa que agitar.

Mirraleen no se acerco mucho al bote hasta que estuvo segura de que transportaba humanos, no minotauros. La Raza Predestinada solía arrojar arpones primero y satisfacer después su curiosidad, si es que la tenían. Incluso después de ver que eran humanos, Mirraleen se aproximó con precaución. Estaba sola, y aunque si bien una docena de nutrias marinas podían no despertar sospechas, tras los sucesos de la noche anterior, una sola podía tomarse como un portento, una señal o algo más que desataría las lenguas.

Si hubiera alguna manera de ayudar a los humanos a acabar con la esclavitud de su isla a manos de Wilthur sin revelar su propia existencia, Mirraleen la hubiese adoptado. Como no era el caso, prefería seguir siendo un secreto hasta que Torvik contara lo ocurrido.

Pero al final parecía probable que el bote pasara de largo sin ver a la minúscula figura de lo alto del acantilado ni oír sus frenéticos gritos. Mirraleen salió a la superficie justo delante de la proa del bote, asomó medio cuerpo fuera del agua, ladró tres veces y se alejó de nuevo, en la dirección en la que quería que siguiese la embarcación.

Menos mal que los sucesos de la noche anterior habían fijado en la mente de todos los marineros la cuestión de las nutrias marinas. Mirraleen oyó gritos y palabras atropelladas en el bote.

—¡Eh! ¡Nutrias marinas!

—Sólo veo una. Quizá se ha perdido.

—¡Quizás intenta ayudarnos!

—Oh, tú y tus patrañas.

—No son patrañas. ¿Recordáis lo que le pasó anoche a Ligvur? Cuando el bote volcó, las nutrias lo empujaron desde abajo y lo ayudaron a subir a una roca. Sin su ayuda se habría ahogado.

—Sí, y Jomo dice que las vio sumergiéndose y atacando a esa cosa como tiburones lanzándose sobre una ballena muerta. Me pregunto si alguien las convenció de que lo hicieran.

—Pudiera ser. Pero quizá no. Las nutrias marinas son muy listas.

En su forma de nutria, Mirraleen no podía reírse. Bajo el agua, no podía reír ni con forma de elfo. Volvió a asomarse a la superficie, sintiéndose segura y contenta, y ladró otras tres veces.

—¡Eh! ¡Mirad ahí! —gritó alguien, mientras Mirraleen ladraba—. Un tripulante del otro bote. Traed una soga para que pueda bajar.

Mirraleen tuvo pensamientos amables hacia el hombre que había hecho el último comentario. Si Torvik tenía que retroceder sobre sus pasos por el interior de la isla, alguno de los animales esclavizados por Wilthur podía cruzarse en su camino. Bajando por el acantilado, de cara al mar, probablemente estaría seguro de todo menos de una caída… y ella confiaba en que la juventud, la fuerza y la experiencia de Torvik lo impedirían.

Ya había hecho su trabajo. Mirraleen se zambulló y empezó a bucear hacia el fondo. Podía pasarse el resto del día reuniendo a sus amigas, contando sus bajas y curando sus heridas. Tampoco le iría mal buscar algo de comer antes de empezar.