Cuando estaban en casa, Pirvan y Haimya celebraban reuniones domésticas formales una vez al mes. También una vez al mes se sentaban en alguna finca para escuchar las quejas y peticiones de los habitantes de la hacienda. Las leyes istarianas, los juramentos pronunciados cuando entraron al servicio de la casa y el sentido común, todos lo reclamaban.
Gerik se alegraba de que sus padres hubieran celebrado ambas reuniones mensuales antes de partir hacia Vuinlod. Con un poco de suerte, durante un tiempo los habitantes de la hacienda no sentirían la necesidad de repetirlas. Con un poco más de suerte, los padres de Gerik estarían en casa antes de la fecha acordada para la siguiente reunión.
Sabía que esa última esperanza dependía mucho del clima, los istarianos y los dioses, por no hablar de los enemigos que él parecía haberse creado por acoger a Ellysta. Todo tendría que funcionar como un banquete bien organizado para que los padres de Gerik estuvieran de regreso antes de dos meses.
En realidad, no sabía muy bien si quería que regresaran. Había empezado a darse cuenta de que si no pensaba ingresar en las filas de los Caballeros de Solamnia, necesitaba encontrar algún otro modo de demostrarse que era un digno hijo de su padre. Su propio honor lo exigía, aunque su padre no lo exigiera ni con una sola palabra o una expresión fugaz en su curtido rostro.
Poner en orden los asuntos de la hacienda Tirabot para que su disputa con la Casa Dirivan no acabara en un sangriento enfrentamiento armado sería una prueba de valor y de sabiduría al mismo tiempo. Eran dos dones que cualquiera esperaría del hijo de un Caballero de la Rosa.
No obstante, si las cosas estaban tan mal que la Casa Dirivan continuaba librando en secreto una guerra privada contra la hacienda, entonces Gerik desearía fervientemente que sus padres regresaran a casa y obedecería fielmente sus órdenes. Para ciertas personas, atacar al hijo de un Caballero de la Rosa pudiera parecer algo distinto que atacar al propio caballero. Para cuando descubrieran lo equivocado de su conducta, quizás el daño ya fuera irreparable.
De modo que Gerik mantuvo reuniones casi diarias con el capataz de los albañiles, el mayoral y el jefe de la guardia. Cinco días después de que calculara que su mensaje ya debía haber llegado a Vuinlod, estaba sentado en su habitación ante una mesa baja con Bertsa Wylum, capitana de la guardia. Los ojos oscuros de la mujer escrutaban su rostro mientras él volvía a llenar los vasos de cerveza.
—¿Crees que bebo demasiado? —preguntó, intentando que su tono de voz no sonara desafiante.
—No —respondió ella—. Pero recordad que nuestros enemigos pueden intentar utilizar la magia contra nuestra agua. Lo hicieron cuando vuestros padres defendían Belkuthas, y aquí no tenemos enanos que nos salven.
—No, y los albañiles no se quedarían a trabajar ante el peligro. —Gerik añadió titubeando—. Tampoco podría pedírselo. Tienen familias por cuyo bien han de mantener la paz con nuestros enemigos.
Wylum le dio una palmada tan fuerte en el hombro que el joven estuvo a punto de atragantarse con la cerveza.
—Bien dicho, y lo que es más, bien pensado antes de hablar —dijo la mujer—. No necesitáis decirles nada de eso a los albañiles… por el momento, naturalmente.
Gerik no supo de dónde salía el «naturalmente», pero Wylum proseguía con el informe que él había interrumpido para servir la cerveza.
—Ya no hay jinetes fantasmas, por lo que dicen mis hombres. —Su tono de voz dejaba claro que cualquiera de sus hombres que viera jinetes con la cara pintada de blanco grisáceo y no la informara lo lamentaría, y tal vez algo más—. Alguien persiguió a la manada de gansos de Pel Orvot por toda la orilla y mató a varios —añadió—. Pero no sabemos si eran enemigos, ladrones vulgares o niños haciendo gamberradas.
De pronto guardó silencio, y escuchó con la cabeza ladeada. Su boca siguió hablando con Gerik mientras se quitaba las botas. Tres zancadas de sus largas piernas la llevaron hasta la puerta. La abrió de golpe con una mano y con la otra tiró de la persona que escuchaba arrastrándola hasta el centro de la habitación.
Era Rubina, la hermana de Gerik.
Estaba muy crecida para ser una niña de menos de nueve años y probablemente sería más alta que su hermana Eskaia cuando alcanzara la pubertad. En aquel momento, sin embargo, estaba tan indefensa como un gatito bajo el férreo abrazo de Bertsa Wylum. La mujer podía pasar de los cuarenta, pero había llegado a la hacienda siendo sargento a las órdenes de Floria Desbarres y luchado en más campañas que años tenía Gerik.
—¿Cuánto tiempo hace que estás escuchando? —preguntó Gerik a su hermana, para evitar que Wylum entrara en erupción como un géiser.
—No mucho —dijo Rubina. Sostuvo la mirada de su hermano sin pestañear—. Habré hecho ruido cuando he oído lo de los gansos. Fueron otros niños, amigos de los hijos de Milnoran. Pel Orvot lo pilló pescando furtivamente en la charca de los peces y le tiró una piedra. Le dio y le hizo una brecha en la frente. Me refiero a la de Milnoran.
—Dudo de que Pel Orvot consiguiera acertar con una piedra en un círculo como los jinetes de las llanuras —objetó Wylum, conteniendo la risa—. También dudo de que debieras espiar las reuniones de tu hermano.
—Si no se acuesta contigo y sólo hablabais de la guerra, ¿por qué no debería enterarme? —preguntó Rubina.
Esta vez Gerik gozó del raro placer de ver a Bertsa Wylum perder por completo el dominio de sí misma. La mujer se rió hasta que tuvo que esconder la cara entre las manos para que las lágrimas no le resbalaran por las mejillas.
Para entonces Rubina se había encarado con su hermano.
—No sé nada de espiar, pero si sé lo de los gansos de Pel Orvot porque escucho a otros niño. Ellos escuchan a sus amigos. Todo lo que se dice a un niño se sabe en toda la hacienda al cabo de un par de días.
Gerik frunció el ceño.
—¿Así que usas a tus amigos como espías sin que lo sepan? —le preguntó con severidad.
—Es la mejor manera. Un espía que no sabe que es un espía no puede decirle nada a nadie si lo capturan.
—¿Sabes que así podrías perder a algún amigo? —advirtió Gerik. Rubina era tan espabilada que a veces era fácil olvidar que aún no era una mujer hecha y derecha. Los tres herederos de la hacienda Tirabot habían crecido entre niños que iban desde la hija del porquero hasta los cinco sobrinos del mayoral. Rubina estaba dispuesta a renunciar a todo ello.
—¿Nos lo dices para ayudar a defender la hacienda? —preguntó Wylum.
—Pues claro. No me he peleado con nadie. Todavía —dijo Rubina—. Nunca es algo verdaderamente honorable. Por eso no lo haría, a menos que fuera cuestión de vida o muerte para nosotros. Pensé que vosotros conoceríais la situación y lo que se debe hacer cuando empeora—. Esta última frase sorprendió a Gerik y a la capitana de la guardia.
—Que los dioses nos guarden de tener que sacrifiques la amistad en el altar de la necesidad —exclamó Wylum. Gerik intentaba expresar en palabras un pensamiento similar, pero comprendió que había sido superado en elocuencia. Se limitó a hacer un gesto de asentimiento y luego se levantó y abrazó fraternalmente a Rubina.
—Gracias por contárnoslo —dijo—, pero no vuelvas a escuchar detrás de mi puerta. Alguien podría verte y creer que conoces nuestros secretos. Nuestros enemigos…
—¿Intentarían raptarme y torturarme para que revele los secretos? —preguntó Rubina—. Si me dieras esa daga que mamá no quiere que tenga, estaría segura de que no sabrían nada por mí.
Gerik vio que Rubina hablaba muy en serio y juró estrangular a Bertsa Wylum si se le ocurría sonreír. En su lugar, la capitana de la guardia hundió una mano en la caña de su bota y sacó una daga de hoja forjada por enanos, con ribetes de cuero en la empuñadura, que tenia un aire kalanesti.
—Comprueba si ésta se ajusta a tu mano —dijo Wylum, tendiéndole la daga a Rubina con la empuñadura por delante—. Una amiga mía que tenia más o menos tu tamaño me la dejó en herencia al morir.
—¿En combate? —preguntó Rubina.
—Sí. Y si tanta curiosidad tienes por la guerra, te contaré algunas anécdotas, pero sólo si practicas con esta daga durante diez días. ¿Lo juras?
Rubina juró por varios dioses, incluyendo algunos que Gerik no aprobaba que ella conociera. Después se marchó, con más ceremonia pero no menos deprisa que al entrar.
—Por sus venas corre sangre de guerrero —masculló Wylum. Gerik fingió no haberla oído.
—¿Queda algo más para hoy, buen señor? —preguntó la mujer. Era un título que habían adoptado para Gerik porque ella se negaba a utilizar su nombre propio y él a que lo llamaran «señor».
—No. —Gerik miró la clepsidra de la esquina de su habitación. Eso y las sombras del suelo le indicaron que el crepúsculo estaba cerca—. Esta noche cenaré con lady… con nuestra invitada Ellysta, en sus habitaciones —dijo el joven.
A Wylum se le escapó algo sospechosamente parecido a una tos.
—¿Por invitación suya?
—Por invitación suya. Transmitida por Serafina y Shumeen —añadió Gerik, recordando las palabras de su padre sobre ser sincero con sus capitanes.
Esta vez Wylum se echó a reír.
—¿Serafina alguna vez…? No, no preguntaré. El honor os impediría contestarme.
Si la pregunta era la que Gerik pensaba, la respuesta habría sido negativa. La esposa del antiguo camarada de su padre aún no había cumplido los treinta y era una mujer muy atractiva. Pero nunca lo había mirado a él con ojos concupiscentes y el honor habría impedido a Gerik darse por aludido aunque ella lo hubiera hecho, y aún más hablar de ello.
Por otra parte, no era tan inocente en cuestiones de mujeres como Bertsa Wylum parecía creer. Pero si intentaba convencerla de ello, estarían discutiendo entre cervezas hasta mucho después de la hora a la que Ellysta lo esperaba en sus habitaciones.
Debía estar anocheciendo, calculó Horimpsot Patomaduro. Llevaba acurrucado junto a las vigas de la chimenea más tiempo del que se necesitaba para eso.
Aunque no el tiempo suficiente para oír lo que quería saber.
Ninguno de estos ineptos y estúpidos borrachos estúpidos diría una palabra de que fueran jinetes fantasmas o de contratarlos, o de saber quiénes eran o quién los había contratado. ¡Ninguno!
Oh, hablaban sin parar de fantasmas a caballo, y uno de ellos dijo algo sobre asustar a los niños para hacerles contar cuentos acosando las granjas de sus padres. Eso hizo pensar cosas a Patomaduro que habrían abrasado la barba del hombre hasta la mandíbula si el kender hubiera sido un mago. Intentó fijar el rostro del hombre en su mente, pero seguía confundiéndose con otros seis o siete de rala barba castaña, cara enrojecida y calvas en la cabeza.
Empezaba a tener la sensación de que a los kenders les costaba tanto distinguir a los humanos como a los humanos distinguirlos a ellos.
También empezaba a sentir un poco más de calor del necesario en la espalda y el fondillo de sus calzones. Un calor que no sentía poco antes, y no habían alimentado el fuego lo suficiente para que la diferencia fuera tan fuerte.
—¡Auuuuuuuu!
Patomaduro profirió un alarido de sorpresa y dolor. Las ascuas que salían volando por las grietas de la vieja chimenea habían prendido en el techo, la paja del altillo y ¡en su abrigo y sus calzones!
Se balanceó en las vigas y saltó, cayendo de culo con violencia sobre la parte inferior del tejado. Eso apagó el fuego de las ropas de Patomaduro.
También sirvió para propagarlo a la madera seca del tejado que aún seguía ilesa y para atraer las miradas de todos los hombres de abajo que ya habían levantado los ojos cuando el alarido del kender les perforó los tímpanos.
Por suerte para ambos bandos, nadie tenía un arco al alcance de la mano. Los arqueros de la vieja granja probablemente habrían puesto fin a la vida de Patomaduro y de varios de los hombres. En su lugar, todos desenfundaron los cuchillos o se dispersaron en busca de armas más largas enfundadas en las vainas que colgaban muy lejos de unos hombres con una gran cantidad de bebida en el estómago.
Mientras los hombres se dispersaban, Horimpsot Patomaduro corría.
Salió a la carrera por la puerta abierta, giró bruscamente a la izquierda por si lo habían seguido a través de la puerta flechas, lanzas o puñales arrojadizos, hasta que recordó algo que había olvidado. A la izquierda empezaba una fuerte pendiente que descendía hasta el lindero del bosque.
Intentó frenar y mantener el equilibrio al mismo tiempo, pero fracasó estrepitosamente. Convertido en una pelota humeante, cayó rodando cuesta abajo, rebotando en los plantones y aplastando los matorrales de tal manera que cualquiera que no fuera un kender o un enano habría acabado con todos los huesos rotos. Menos mal que había apagado sus ropas en la casa, porque podría haber prendido un fuego incluso en los húmedos bosques a finales del invierno.
Una forma oscura y achaparrada se materializó más adelante: una cabaña de piedra que recordó haber visto de camino a la mansión. Ahora vio que tenía un techo de ramas y tiras de lienzo, y que iba a estrellarse contra él.
Cayó como una granizada, atravesando el tejado. Ramas y tierra, tiras de lienzo y hojas secas llovieron sobre él como si el bosque entero se hubiera vuelto del revés, y aterrizó como el contenido de un orinal arrojado desde una ventana alta.
Patomaduro rodó al tocar el suelo, lo cual evitó que se fracturara algún hueso. Siguió rodando por el barro y un charco de agua de lluvia, hasta que se estrelló contra algo duro que le cortó la respiración en seco.
Había chocado contra un pequeño barril, que se volcó y empezó a rodar a su vez, golpeando la pared con la fuerza, suficiente para romperse. Algo blanco grisáceo espolvoreó todo lo que había en la cabaña, incluido el propio Patomaduro.
Permaneció tumbado un momento, sabiendo que debería levantarse y seguir corriendo, pero también que sus piernas no lo llevarían a más de unos pasos de distancia si no recobraba el aliento.
La persecución que Patomaduro temía no se produjo. Probablemente los hombres estaban demasiado ocupados evitando que su casa ardiera para preocuparse de capturar a un kender. Al cabo de un rato, fue capaz de incorporarse y quedarse sentado.
Al hacerlo, vio que el agua del charco se había calmado hasta permitirle ver reflejada una cara en él. Tardó un momento en reconocer su propio rostro en el reflejo —las orejas de kender fueron la pista— y entonces quiso gritar como antes. Esta vez el grito hubiera sido de alegría.
Tenía el rostro cubierto de manchas y churretes del mismo repulsivo color blanco grisáceo que los jinetes fantasmas se ponían en la cara y las manos. Parecía que un hongo repugnante estuviera devorándole la piel y olía como una mezcla de grasa de comadreja rancia y resina de pino vieja.
Buscó a en derredor algo con que coger una muestra de la espectral pintura para llevarla a la hacienda Tirabot. Al cabo de un momento decidió conformarse con lo que cubría su piel —que empezaba a picarle— y una espita de barril de la que goteaba la pringosa sustancia. No podía pensar en ella sin que se le revolviera el estómago.
Pero si conseguía llevar una muestra a la hacienda, Serafina podría estudiarla. Entendía más de hierbas que la mayoría y, por tanto podría averiguar qué le habían echado a aquella medicina, además de preparar las suyas. Si ella prepara alguna vez algo tan sucio como esto, Patomaduro nunca lo tocaría, aunque le asegurara que se trataba del elixir de la inmortalidad.
Unos gritos colina arriba le recordaron que harta bien en reanudar la marcha, aunque el bosque estuviera cerca. Se encaramó a la pared, se lanzó a través del agujero del tejado y se dejó caer al suelo.
—¡Está allí! —gritó alguien.
Algunos más habían encontrado los arcos. Patomaduro oyó el zumbido de las cuerdas y el silbido de las flechas. Después oyó una serie de maldiciones capaces de levantar ampollas, que detuvieron a los arqueros con la misma brusquedad que si todos hubieran sido estrangulados con la cuerda de su propio arco.
La proverbial curiosidad de los kenders obligó a Patomaduro a detenerse y volver la vista atrás, sin esperar a encontrar un árbol adecuado. Vio una pequeña figura redonda a lomos de un caballo pequeño, o quizás un poni grande. Sostenía un bastón con el brazo extendido, con una punta apoyada en el suelo, y la otra dirigida hacia Patomaduro.
El kender echó a correr. Por muy rápido que fuera, el fuego que brotó de la empuñadura del bastón lo habría alcanzado si hubiera ido bien dirigido. Sin embargo, calcinó el pie de un abeto, de segunda generación pero aun así alto y recio. El árbol osciló, se inclinó y se desplomó.
Cayó directamente sobre la cabaña. Las energías que contenía el conjuro, fueran las que fuesen, multiplicaron por diez el impacto del árbol. La cabaña se desintegró y estalló en llamas.
No, entró en erupción. El conjuro había multiplicado por diez el calor en la pintura espectral y todo lo que contenía la cabaña. Una bola de fuego alta como un árbol se elevó sobre el lugar que ocupaba la cabaña, como una pavorosa seta de un brillo cegador.
¡Y el ruido!
En una ocasión, en su primer viaje, Patomaduro se encontró oculto en un tambor ceremonial durante una larga ceremonia. No le apetecía recordar los detalles ni siquiera ahora, y sólo se los había contado a su viejo amigo Insafor Pitaltrote. Pero estuvo sordo durante toda una semana tras las horas pasadas en el tambor.
Esta erupción de llamas produjo el ruido más fuerte que él había oído desde que estuvo en aquel tambor. También propagó una ola de aire, violenta como un rebaño de bueyes a la carga, que le hizo dar una nueva voltereta. Aterrizó rodando, pero no consiguió chocar contra ningún árbol antes de que lo detuviera una zarza.
Esta vez, Horimpsot Patomaduro pasó por alto el hecho de que se hubiera quedado sin resuello, que sus ropas estuvieran en las últimas y que le dolieran las pierdas, la cabeza, el estómago y otras partes que los kenders decentes se resistirían a mencionar. Se levantó con mucha dificultad, pero consiguió poner el pie izquierdo delante del derecho y siguió haciéndolo, cada vez más deprisa, hasta que se encontró corriendo.
A su espalda, creyó oír gritos débiles, o quizá fueran alaridos, por encima del chisporroteo de las llamas.
Gildas Aurinius iba del brazo de lady Eskaia por el muelle de los Pañeros de Vuinlod. La brisa marina hacía titilar las antorchas que ardían en toda su extensión, pero la luz amarillenta permitía, incluso a la debilitada vista de Aurinius, ver lo que había delante.
El pesado buque mercante Sulla la Larga estaba amarrado al muelle y de su puente salía una ancha pasarela inclinada. En el otro extremo de la pasarela, los marineros izaban redes llenas de provisiones y equipo naval.
De cuatro en fondo, los soldados de infantería de Vuinlod embarcaban a buen ritmo. O al menos avanzaban en esa dirección; a Aurinius le costaba describir su marcha como tal. Incluso disculpando su pesada carga, creyó que podían haber hecho algo más para mantener el paso, aunque sólo fuera por la reputación de su ciudad.
Sin embargo, esos pesados cargamentos eran excelentes armas y sólidas armaduras, y él había visto que los vuinlodanos sabían usarlas. Además, la lucha que tal vez afrontaba esta campaña no era probable que requiriese mantener formaciones impecables o pasar de una a otra a la carrera. Lo más probable era que tuvieran que actuar a bordo de barcos o botes, y él confiaba más en los vuinlodanos para esa clase de lucha que lo hubiera confiado en la mayoría de los istarianos a los que había mandado en su última campaña como comandante en jefe de las tropas de la Ciudad Poderosa.
—Quizá parezcan una turba, pero para mí será un orgullo conducirlos a la batalla —declaró.
Advirtió que su esposa se encogía.
«Ya está —pensó—. No he tenido que pensármelo dos veces antes de llamarla mi esposa. Dentro de un año, no pensaré en ella de otro modo. Los perros viejos pueden aprender nuevos trucos si tienen un buen maestro, y Eskaia es la mejor. Mira a sus hijos».
—No quería decir que vaya a ponerme al frente de todos ellos cada día, ni siquiera en cada combate —prosiguió Aurinius—. Soy demasiado viejo y estoy demasiado gordo para ser un héroe cuando no se necesita ninguno. Naturalmente —añadió—, ser viejo y estar gordo significa también que no puedo salir corriendo. Por eso tendré que cubrir la retaguardia en una retirada desesperada y dejar que los jóvenes vivan para luchar otro día.
Esta vez Eskaia no se encogió. Se limitó a hacer un gesto asentimiento.
—Muy bien —dijo—. Pero yo conduciré a los jóvenes de vuelta para encontrar tu cadáver cuando la batalla haya concluido.
Aurinius ni siquiera suspiró. Su esposa parecía decidida a embarcarse en esta misión.
—Esperaba que no pensaras en acercarte para nada al campo de batalla —dijo.
—Yo esperaba que este asunto se resolviera —replicó ella—. Debo llegar hasta Istar, por lo menos.
—No vamos a Istar. Algunos de los que nos acompañan no estarían seguros, tan cerca de la ciudad. Y los istarianos tampoco se sentirían seguros con algunos de nosotros en sus aguas, y menos aún en su puerto.
—Me refiero —lo interrumpió ella— a lo más cerca de Istar que llegue la flota, y eso es Karthay.
—Te creo cuando dices que tu padre y sus sucesores tienen amigos en Karthay, por quienes tal vez nos enteremos de muchas cosas, pero ¿y si no puedes desembarcar? —preguntó él.
—Entonces enviaré… no, se lo pediré a Haimya. Ella tiene parientes en Karthay y nadie dudará de que ha ido a visitarlos.
—Nadie excepto los que saben que es la esposa de sir Pirvan, Caballero de la Rosa v guardiana de tantos secretos de las órdenes Solámnicas como él. ¿Te agradecería ella que la permitieras que se expusiera al peligro sin necesidad?
—Tampoco nos agradecería a ninguno de los dos que insinuáramos siquiera que se ha convertido en una simple ama de casa. —La presión de la mano de Eskaia sobre el brazo de su marido aumentó; él oyó el tono acerado de su voz.
Se podría haber reído si no hubiera tanto en juego.
—Creo que si los caminos no estuvieran enfangados por la época del año, hace tiempo que habrías decidido pedir tu silla de manos y estarías en camino hacia Istar —dijo Aurinius.
Adivinó, más que vio, la sonrisa de Eskaia.
—Habría ido a caballo —replicó ella.
—Claro. Lo olvidaba. Las sillas de manos son para las damas, algo que tú no eres.
—¿No te lo he demostrado lo suficiente, de palabra y obra?
—Por supuesto, y anhelo ver más de ambas cosas —suspiró él—. Pero, amada mía, piensa en que eres el escudo de Vuinlod.
—¿El escudo?
—Sí —dijo él—. La ciudad y las personas que se han refugiado aquí tienen más enemigos de la cuenta en las tierras que los rodean. Mientras permanezcas en Vuinlod, los antiguos amigos de tu padre y quienes les deben amistad, dinero o favores se negarán a actuar contra Vuinlod.
—De algo servirá, diría yo, que la ciudad esté al otro lado de la frontera, en Solamnia —dijo Eskaia.
—Esa frontera no significa nada si no se puede confiar en todos los caballeros. Tú no has estado en Belkuthas, pero has oído hablar de sir Lewin. ¿Y si sir Niebar deja tras de sí a otro parecido?
—Los que yo dejo detrás de mí están alerta.
—Estarán más alerta si los vigilas —aconsejó él—. Además, sólo un necio actuaría contra Vuinlod ante los ojos de su Princesa. Por ahora, yo soy la espada de Vuinlod y no debemos permitir que otras manos toquen e incluso empuñen esa espada. Tú eres el escudo de la ciudad. Si la espada se va, debes quedarte pegada al otro brazo para parar los golpes hasta que la espada regrese.
—Gildas Aurinius, te has vuelto poeta —dijo Eskaia, en voz tan baja que a su marido le costó creer lo que había oído.
»Muy bien, haré lo que dices —prosiguió Eskaia—. Me quedaré aquí y encargaré a Haimya que visite Karthay en mi nombre. Además, te daré los nombres de algunos amigos que viven allí. Si tienes personas discretas que puedas mandarlas, quizá te enteres de más cosas.
Aurinius consideró que si tuviera a su antiguo secretario Nemiotes, probablemente se enteraría de cuántas veces iba cada día al servicio el sumo sacerdote de Paladine. Pero Nemiotes no había seguido a su comandante hasta Vuinlod, porque se había quedado en Istar.
Bien, eso habría sido otro milagro, y Eskaia ya era suficiente milagro para un viejo soldado. Que se mantuviera alejada del peligro casi era otro, por lo que Aurinius decidió que no debía pedir más.