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—Padre, madre, es el deseo de ambos —dijo Eskaia la Joven, con los brazos en jarras, desafiando a sus padres que la contradijeron.

Pirvan se preguntó dónde estaría Hermano Halcón. No ponía en duda el valor de su futuro yerno a pesar de la ausencia del joven caballero en esta confrontación. Por el contrario, lo consideraba prudente, aunque esperaba que no dejaría un resentimiento duradero en Eskaia, capaz de envenenar el matrimonio en los años posteriores.

—Lo creo —dijo Pirvan. La alternativa, llamar mentirosos a su hija y a su prometido, era injusto—. Sólo te pido que creas que cinco días es un tiempo muy corto para hacer los preparativos de tu boda —añadió—. La gente dirá que estás demasiado ansiosa, para ser una dama…

—Lo estoy —lo interrumpió Eskaia—. Igual que Hermano Halcón. Pregúntale a mamá cómo se sentía después de tu año de celibato. Pregunta a tus recuerdos cómo te sentías tú y recuerda que para mi amado han sido dos años.

Pirvan se ruborizó. En parte por sus recuerdos, en parte por oír tales palabras en labios de su hija y en parte porque Haimya luchaba desesperadamente para no reírse por lo bajo.

—Me creas o no, yo pensaba en algo más que la decencia —dijo el caballero, dominando su voz—. Pensaba en que cinco días no es mucho tiempo para reunir tu ajuar.

—Lady Eskaia ha prometido ayudar en todo lo que esté en su mano, incluyendo a todos los sastres y costureras que ambos podamos desear. Sus propios preparativos están hechos desde hace tiempo y Aurinius ha insistido en casarse con su mejor armadura, con gran fastidio para ella. —La joven soltó una risita—. Además, sabes de sobra que unos novios necesitan poco atuendo para su boda.

Pirvan tosió.

—Creo que confundes la boda con la noche de bodas. Ni siquiera los bárbaros del bosque se casan desnudos, aunque en las islas del norte de Ansalon tal vez haga tanto calor para eso.

Esta vez la que se sonrojó fue Eskaia la Joven.

—También te recuerdo —prosiguió su padre—, que si tiene lugar en casa de lady Eskia, a la boda sólo asistirá tu familia. ¿No preferirías que los parientes de su marido pudiera estar a su lado?

—Sir Darin ya ha prometido representar a Espina Roja y Tres Manos para pronunciar los juramentos necesarios —respondió Eskaia—. Ambos lo aprobamos en el momento en que nos comprometimos. Y tú debes recordar que esos juramentos también nos dan a Hermano Halcón y a mí el derecho a casarnos en el momento y el lugar que elijamos, según las costumbres de mi pueblo. A partir, de ahí, sólo necesitamos confirmar nuestros votos matrimoniales ante testigos de los Grifos, en una fecha no posterior a la presentación de nuestro hijo primogénito al padre de Hermano Halcón o a su pariente masculino superviviente de más edad.

A Pirvan se le ocurrió, no por primera vez, que los Jinetes Libres eran, en cuestión de juramentos, unos legalistas capaces de litigar con cualquier asesor legal istariano o incluso con uno de los altos caballeros. Más aún, casarse con un Jinete Libre parecía haber corrompido todo el buen juicio y la moderación de su hija.

—Bueno, parece que tendremos que esperar a lady Eskaia para discutir este asunto más a fondo —dijo Pirvan—. No quisiera pedirle más de lo que está dispuesta a ofrecer, ni siquiera en nombre de una antigua amistad.

—Malgastarías tu aliento y su tiempo, padre —dijo Eskaia la Joven, pero con una zalamería que limó la aspereza de su voz—. Sin embargo, no es tu boda, por lo que es posible que tengas algún momento de ocio.

Se inclinó en una reverencia tan elaborada que era casi una parodia, tanto más cuanto que vestía una túnica y pantalones al estilo de los Jinetes Libres, pero de seda y encaje a la moda istariana. Cuando se volvió y se alejó a grandes zancadas, las duras suelas de sus botas de gala resonaron sobre el suelo de piedra.

Pirvan empezó a seguir a su hija, pero descubrió que del suelo habla brotado un obstáculo repentino. En concreto, su esposa. De pronto, parecía tan inamovible como un bloque de granito, y nunca se le ocurriría ponerle las manos encima para apartarla de su camino.

—Creo que es mejor que dejemos a los jóvenes hacer lo que quieran y nuestra amiga esté dispuesta a permitirles —dijo Haimya—. Recuerdo cómo eras cuando terminaste tu entrenamiento.

Se abrazó y luego, sorprendentemente, lo abrazó a él.

—Así, si no queremos que ejecuten sus derechos de prometidos antes de que zarpemos —continuó—, por miedo a que su amor nunca sea…

—¿Consumado? —sugirió Pirvan, y se alegró de ver cómo se ruborizaba Haimya. Parecía algo más satisfecha de tener una hija lo bastante mayor para pensar en casarse y encamarse, pero sólo un poco.

—Si —respondió Haimya al cabo de un momento—. Además, piensa que la boda de lady Eskaia y Gildas Aurinius será la comidilla de todo Ansalon en los meses venideros. Y dirán que lady Eskaia aceptó a su tocaya como madrina y se casó con un bárbaro del desierto, en la misma sala, sobre la misma alfombra, con las mismas bendiciones, mientras aspiraba los mismos perfumes…

Pirvan levantó ambas manos para detener la riada de palabras persuasivas de Haimya.

—Empiezo a comprender —dijo—. Sí, será bueno recalcar la aceptación de Hermano Halcón, y eso no puede hacerle daño entre los caballeros. Tampoco pude hacer ningún daño a los caballeros que sea aceptado —añadió—. No me Importará oír menos a menudo que el hecho de que Hermano Halcón sea caballero es un simple capricho de sir Pirvan Wayward.

Sir Niebar se hallaba en el centro de una de las paredes de la estancia donde se celebraría la boda (las bodas, se corrigió). Tenía dos caballeros a cada lado, y al lado de cada pareja había dos hombres de armas.

Los nueve hombres vestían sus ropas más finas y se ceñían sus espadas más elaboradas (tanto si eran las más útiles como si no). Cuando se enteraron del cambio de planes para la boda, hasta el último hombre imploró el derecho a estar de guardia ese día. De haberles concedido todos esos deseos, sir Niebar sabía que apenas habría quedado espacio para los demás invitados a la boda, aunque, sin duda alguna, habrían estado a salvo del acero hostil.

En consecuencia, los quince eran la única representación de los caballeros. Pero no eran los únicos que se interponían entre la comitiva nupcial y los potenciales asesinos. La mayoría de los hombres de la habitación llevaba armas, y no eran pocos los que pertenecían a las tropas de Vuinlod que Gildas Aurinius conduciría a Suivinari.

Incluso el propio Gildas Aurinius, aunque más viejo y corpulento que Niebar, se movía como un hombre que no sería inofensivo en un combate. Ese hipotético asesino tendría una vida muy corta y probablemente ni siquiera el consuelo de alcanzar el éxito antes de que acabara su vida.

Pero ahora los tambores empezaron a redoblar suavemente, las liras y las arpas ondularon como agua de manantial y entraron las novias y los novios, cada cual con sus testigos. Torvik Jemarson era el padrino de su madre y Gildas Aurinius, mientras que sir Darin se erguía detrás de Hermano Halcón y Eskaia la Joven. Los seguía la hija menor de lady Eskaia, que llevaba los anillos en una bandeja de plata. Pirvan y Haimya, con el traje tradicional de los paladines de las novias, cerraban la marcha.

Cuando la comitiva nupcial llegó al recuadro de alfombra señalado con cañas trenzadas y algas aromáticas (todo lo que permitía el mar), un cantante del palco superior empezó a cantar:

Que sean marido y mujer, ¡ea!

Una voz de mujer respondió:

Que sean mujer y marido, ¡eh!

Niebar reconoció en la voz de mujer la de Rynthala. Bien, cantar esa canción de buenos deseos era un honor y Niebar sabía de mujeres que habían arruinado como mínimo la reputación de la otra por cantar en la boda de una amiga.

Niebar se preguntó cuántas veces la había oído. Veinte por lo menos, normalmente en honor de caballeros, pero nunca en el suyo. Por supuesto, si Gildas Aurinius podía casarse a su edad, había esperanza incluso para todos los Niebar el Alto del mundo.

Pero la esperanza significaba poco sin el tiempo necesario para buscar una novia que mereciera la pena, a menos que una lo buscase a uno, como había sido el caso de Eskaia y Aurinius. Niebar no esperaba tener tanta suerte. La suerte que esperaba por ahora era que el Gran Maestre permitiera que ésta fuera su última misión en los asuntos secretos de los caballeros. Entonces buscaría su modesta habitación en algún castillo y dejaría el trabajo en manos de un hombre que lo haría mejor que él en toda su vida.

Por supuesto, a ese hombre tampoco le gustaría mucho la idea de aceptar semejante carga. Pero si Pirvan Wayward no quería el trabajo, que no lo hubiera hecho tan bien.

Nuitari y Solinari derramaban su luz sobre el suelo de la estancia. Una débil fosforescencia del mar aportaba otro matiz a la luz.

A Hermano Halcón le bastó con ver el cabello de su esposa esparcido sobre la almohada. Se lo había dejado crecer para la boda hasta que juró que sería lo bastante largo para enredarlo en los dedos de su amado, aunque no había prometido que después seguiría dejándoselo así. Tendría que caber debajo de un yelmo antes de que llevaran un mes casados, dijo, y él tenía miedo de que fuera verdad.

Pero aquella noche…

—¿Soy bienvenido a tu lecho, esposa mía? —preguntó Hermano Halcón. Sentía la garganta como si la tuviera llena de grava caliente, por lo que estuvo seguro de que sus palabras sonaron como el croar de una rana.

Eskaia pareció entender incluso el croar.

—Eres bienvenido a mi lecho, esposo mío —respondió ella.

Él le dio la espalda para quitarse la túnica, pero cuando volvió a girarse, Eskaia había retirado las mantas… como ya había hecho con su propia túnica.

—Eres bienvenido adonde desees ir, la verdad —dijo la joven, con un tono en su voz que sonaba a risa.

Hermano Halcón se irguió y la miró, y sintió una suave calidez fluyendo por su interior, distinta de cualquier otra cosa que nunca hubiera sentido. Pero tampoco se había casado nunca, de modo que, ¿por qué no debía sentir que estaba entrando en un mundo y un tiempo completamente nuevos?

Gildas Aurinius y lady Eskaia habían jurado que en su noche de bodas harían lo que nunca habían hecho antes.

No faltaron a su palabra. Cansados, llenos de buena comida y mejor vino y satisfechos de lo que habían hecho por sí mismos y por la joven pareja, se durmieron castamente uno en brazos del otro.

Torvik Jemarson paseaba por la playa, escuchando el atronador bramido de las olas y contemplando cómo sus crestas lanzaban rocas del tamaño de su puño por los aires como sí fueran plumas. Cuando una de ellas estuvo a punto de hacerle la raya del pelo, dirigió sus pasos hacia el interior.

Desde los acantilados que dominaban la playa tenía una buena vista del mar. En la fosforescencia de las aguas creyó ver formas oscuras subiendo y bajando. Tenía que tratarse de ballenas, para ser visibles a tanta distancia, y las ballenas eran parientes de las marsopas, y las marsopas que hablaban con los dargonestis podían llevar mensajes a los dimernestis. ¿Estaban allí las ballenas como exploradores, para vigilar los barcos que se agrupaban en Vuinlod y llevar la noticia de cuándo zarparían?

Torvik se dijo que un día largo y una noche sorprendentemente buena para aquella época del año lo estaban haciendo delirar. Volvería al pueblo para buscar un vino decente y tal vez una mujer de corazón cálido.

Más al sur, un mensajero cabalgaba en la oscuridad. Cuando vio que se acercaba a las colinas que rodeaban Vuinlod, tiró de las riendas, abrevó y aseó su caballo y se planteó qué podía hacer a continuación. El mensaje que llevaba llegaría a sir Pirvan si se limitaba a cabalgar hasta la ciudad y gritarlo por las calles. Así llegaría también a una turba vociferante, todos ávidos por ayudarlo o quizá por obstaculizar su misión.

¿Pero cómo llegar directamente a Pirvan sin que nadie preguntara por qué quería ver al caballero? A él no lo conocía nadie en Vuinlod.

Pero lady Eskaia estaba acostumbrada a recibir mensajes, y una vez se hallara entre aquellos amigos, el mensajero sabía que su secreto estaría a salvo.

Los hombres lo llamaban Wilthur el Pardo porque no se les ocurría un nombre mejor (o peor) para un hombre que había llevado la Túnica Blanca, la Roja y la Negra en distintas épocas.

También había aprendido a dominar la magia de cada color y no había olvidado nada. Lo que no conseguía dominar era a sí mismo, al menos lo suficiente para no acabar corrompido por tantos conocimientos.

Al final había llegado más allá del conocimiento de los hombres y ahora llamaba hogar a la isla de Suivinari.

Desde la cima del volcán en estado de latencia llamado el Humeante, contemplaba el mundo exterior a través del cristal oracular más potente jamás fabricado. Aún tenía que utilizar los ojos de su cuerpo, pero eso quizá cambiaría pronto, si la expedición que llegaba a las islas dejaba atrás suficientes cadáveres de otros hombres.

Sin embargo, no diría nada y pensaría sólo un poco en esa ambición particular. Su túnica era ahora negra, de modo que la Reina de los Dragones no debería (en teoría) poner objeciones a lo que estaba haciendo. Pero un mago humano capaz de trascender los límites del cuerpo hasta el punto en que Wilthur esperaba no era amigo de nadie. Ni siquiera de los dioses. Dioses a los que pronto podría convocar o expulsar del mundo. Y de todos los dioses, probablemente Takhisis era la que menos resistiría semejante desafío.

Mientras tanto, el alba despuntaba sobre Vuinlod. El cristal oracular no mostraba a tanta distancia las figuras aisladas, pero pudo contar las naves del puerto.

Bien. No más que ayer, aunque no todos los que zarparían hacía Suivinari llegarían a Vuinlod por mar. Pensó en tomarse un par de días para examinar conjuros que le permitieran ver más lejos, hasta el interior de la ciudad. Quizás, con suerte, incluso traspasaría las paredes de las viviendas y los establos, para contar los hombres y los caballos.

Sí. La vigilancia estrecha de Vuinlod podía esperar ese tiempo. Probablemente más tiempo que otras ciudades que también requiriesen su atención, si pretendía tener alguna idea de lo que se le venía encima.

Wilthur tocó el cristal oracular y la visión se oscureció. Echó el aliento en un fardo de paño de oro que colgaba sobre el brazo de su sillón. Salió volando por el aire y empezó a sacar brillo al cristal, y después a su contenedor de madera.

En ocasiones, Wilthur se entretenía pensando en que el paño que ahora realizaba tareas serviles contenía el espíritu de un minotauro asesinado, que habría matado en el acto a cualquier humano que le hubiera pedido que realizara ese trabajo cuando estaba vivo.

Pirvan y Haimya caminaron hasta las colinas que dominaban la ciudad antes de sentirse preparados para hablar de la noticia de la noche.

—¿Lo sabrá nuestra Eskaia? —preguntó Haimya. Arrancó varias briznas de hierba parda y mustia e intentó trenzarlas, pero eran demasiado quebradizas.

—Lady Eskaia escribió que los recién casados probablemente se acostaron tarde —respondió Pirvan—. Aun así, prometió no decírselo hoy.

Pirvan se puso en pie. Había dormido poco y caminando mucho, pero estaba demasiado inquieto para permanecer sentado mucho rato. ¿La hacienda Tirabot en peligro? Su primer pensamiento había sido que sir Niebar lo llamaría tonto, y si bien le avergonzaba ese pensamiento, no lo había descartado por completo.

El caballero de más edad no habría dicho: «Ya os lo advertí», pero todos los presentes lo oirían en sus pensamientos. Incluso en aquel momento, Pirvan dio forma a las palabras lentamente y con renuencia.

—La primera persona a quien debemos decírselo es a sir Niebar —dijo.

La respuesta de Haimya fue una elocuente mirada.

—Puede mandar a los hombres que lo acompañan —insistió Pirvan—, sean o no caballeros, donde desee. Puede enviar… a dos caballeros y diez hombres de armas sin debilitar sus fuerzas para el viaje a Suivinari.

—Eso dejará a nuestro hijo bajo la autoridad de un desconocido —objetó Haimya—. Creía que habíamos decidido que sus argumentos en contra eran de peso.

—Lo eran —dijo Pirvan—. Lo son. Pero el argumento de no dejarlo sólo con los guardias y el servicio de la hacienda para hacer frente a un pleito con una gran casa también es de peso. A mi entender, aún mayor.

—Los pleitos privados son ilegales —se limitó a decir ella.

—Si siguiera imperando la ley ¿por qué está reforzando sus defensas todo el mundo a una jornada a caballo de la hacienda Tirabot?

—No estoy pidiendo a la ley algo más de lo que sea capaz, de dar, Pirvan. Simplemente te recuerdo que también nosotros estamos sujetos a la ley de no luchar contra la Casa Dirivan por una nimiedad. Pero esto quizá no sea una nimiedad —continuó—. Puede que ni siquiera sea algo en lo que el Príncipe de los Sacerdotes esté equivocado. No sabemos cuál fue la ofensa a la propietaria del rebaño.

El sobrio recordatorio hizo reflexionar a Pirvan. Costaba creer que nadie hubiera sufrido nunca a manos del Príncipe de los Sacerdotes, pero el fraude, el robo, la apropiación indebida de caudales, el apacentamiento ilegal de ganado… no se podía pedir que los enemigos del Príncipe de los Sacerdotes quedaran impunes por estos actos. Lo exigían el Código y la Medida, que Pirvan estaba obligado a cumplir como Caballero de Solamnia. Incluso debía prestar oídos a la voz del sentido común, como había intentado hacer ya cuando era un niño de pueblo, a varias jornadas de camino de Istar y a una semana del castillo más cercano.

Se sentó en la roca y hundió la cabeza entre las manos. Lo mejor para la hacienda Tirabot y para Gerik seria que él regresara. Constituiría una humillación para su hijo, pero sería menor que la de acabar bajo la protección de unos desconocidos, aunque fueran camaradas de armas de su padre.

También desataría el caos entre la escuadra expedicionaria de Vuinlod a Suivinari. El caos aquí debilitaría las filas de la travesía justa y honorable a la isla, y la dejaría al mando de quienes estaban ansiosos por ajustar cuentas con las «razas inferiores». Una guerra con los minotauros quizá fuera la consecuencia menos grave.

No. Debía ir con sir Niebar, jurar que navegaría con la flota, pero pediría que se pensara en alguna forma de proteger Tirabot y a sus habitantes.

Además, debía rogar para que la Casa Dirivan entrara en razón. Eran tan orgullosos como los silvanestis y no menos rápidos en sentirse ofendidos, pero Pirvan se había ganado honores personales de esos arrogantes moradores de los bosques. Tal vez fuera posible conseguir que la Casa Dirivan entrara en razón. O por lo menos no considerar cada pequeño desliz un motivo para exigir una deuda de sangre.

—Pues muy bien —dijo Pirvan, incorporándose—. Iremos a ver a sir Niebar. Después, sea cual fuere su respuesta, iremos a ver a nuestra Eskaia. No nos perdonará que le ocultemos este asunto mucho tiempo y Hermano Halcón, menos aún. ¡No quiero que mi siguiente duelo de honor sea con mi hijo político!