Gerik de Tirabot interrumpió su descenso de la muralla cuando una piedra suelta de las escaleras se desprendió bajo su pie. Se arrodilló para examinar la piedra más de cerca.
«Un poco más de trabajo para los albañiles —pensó—. Ya es una larga lista, que sin duda se hará más larga y costosa».
Se preguntó cuánto costaría cercar la casa solariega y los edificios exteriores con una muralla como la que en un tiempo defendía el antiguo castillo de Tirabot, situado en lo alto de la colina. O como la que los enanos estaban construyendo en la ciudadela de Belkuthas, mucho más al sur. Sin duda, una suma que estaba muy por encima de las posibilidades de su padre y que probablemente asustaría incluso a los Caballeros de Solamnia que apoyaban la idea de contar con una Tirabot fuerte.
Otra razón para no presentarse como candidato a caballero, decidió Gerik. Si no se sentían obligados a brindar protección a su padre, Pirvan de Tirabot no estaba obligado a corresponder con su único hijo.
Bajó los últimos peldaños de un salto y aterrizó flexionando los tobillos y sin ningún dolor inesperado. Se sentía orgulloso de estar en tan buena forma y entrenado en las armas como cualquier caballero, incluso sir Niebar se lo había dicho. Tal vez le había ayudado no haber pasado demasiado tiempo memorizando todos los libros que las Órdenes exigían, concediéndole más tiempo para ejercitarse con las armas.
No, estaba siendo injusto con los Caballeros de Solamnia e indulgente consigo mismo. Gerik no había solicitado alistarse en los caballeros porque, como hijo de sir Pirvan, era el capitán al mando de la hacienda cuando su padre no estaba. Incluso cuando Gerik viajaba con su padre, tanto Pirvan como sus demás compañeros lo trataban como a todo un guerrero. Volver atrás y ser tratado como un niño, como le ocurriría durante su entrenamiento con los caballeros, no era algo que le atrajera.
No era una razón que pudiera confesar a su padre. Pirvan se había sometido al entrenamiento de los caballeros cuando pasaba de los treinta años, siendo un veterano y magistral ladrón de Istar y, además casi un hombre casado. Pirvan se preguntaría (en voz alta) si Gerik pensaba que a él no le afectaba la norma de aprender a obedecer antes de aprender a mandar.
Unos pasos a su espalda lo hicieron volverse. Su hermana Rubina se dirigía apresuradamente a su encuentro llevando una bandeja de peltre con una carta encima, con la tinta todavía húmeda.
—Hermano, ¿puedes leer la carta que escribo a nuestros padres antes de que la selle? —le pidió—. Quiero saber si lo he dicho todo como debía y no he revelado ningún secreto familiar.
—Creía que ése es trabajo de tu tutor —dijo Gerik con impaciencia.
—Está durmiendo.
—Espero que no esté borracho a esta hora del día.
—No —dijo ella—. Se quejaba de dolor de cabeza, pero no le olía el aliento a vino.
—Bien.
Chedishin (la forma abreviada de su nombre) era semielfo, un hombre de armas retirado a quien Pirvan mantenía como tutor para sus hijos; una manera de evitar que se muriera de hambre. Sin la necesidad de preocuparse por la comida, Chedishin se había excedido durante un tiempo con el vino, hasta que Pirvan se puso serio y lo amenazó.
Gerik leyó la carta con gran atención, pues no deseaba ofender a su hermana. La caligrafía era muy elegante y apenas si había alguna palabra mal empleada. Era casi como si los grandes conocimientos de la tocaya de su hermana, una hechicera Túnica Negra que había ayudado a ganar la guerra de Waydol pero que no había sobrevivido a ella, se hubieran transmitido a la joven.
El cuanto al resto, prometía ser robusta más robusta que alta y bien parecida más que hermosa, pero Gerik estaba seguro de que tendría tantos pretendientes como pudiera desear una joven razonable. Esperaba que sus padres vivieran aún muchos años, para que la obligación de distinguir a los pretendientes decentes de los otros no recayera en él.
Acabó de leer la carta y se la devolvió a Rubina. Ella interpretó correctamente sus dudas por su expresión.
—¿Lo que no te gusta es la parte que habla del trabajo de las murallas? —preguntó.
—Sí.
—Lo he pensado. Pero papá y mamá llevan fuera tanto tiempo que las cosas han cambiado. Además, hablaban mucho de reforzar las defensas de este lugar cuando creían que yo no los oía. Sé que es un motivo de preocupación para ellos.
—También es una información por la que pagarían nuestros enemigos —repuso Gerik.
—Sí, pero si el Príncipe…
—Si «nuestros enemigos»… —la interrumpió Gerik con dureza.
—Todos, incluso yo, sabemos distinguir a los amigos de los enemigos —dijo Rubina, haciendo un gesto de resignación—. Pero iba a decir que si «nuestros enemigos» quieren comprar esa información, pueden conseguirla por unas monedas de cualquier pastor que haya pasado ante nuestras puertas con su rebaño. No necesitan abrir nuestras cartas.
Por desgracia, eso era cierto. Fortificar la hacienda Tirabot no era algo que pudiera ocultarse más de lo que podía pasar inadvertido fortificar otras granjas, haciendas y fincas de sus vecinos. Estaba a punto desatarse una fiebre constructora en estas tierras y Gerik pensaba que cuando ocurriera, los únicos a quienes les quedaría algún dinero serían los albañiles.
Por tanto, Rubina podía enviar la carta. Estaba a punto de decírselo cuando un centinela lo llamó desde el tejado de la mansión.
—¡Eh, señorito Gerik! —gritó el soldado—. Una mujer ha salido del bosque y está cruzando el arroyo desde los pastos bajos. Parece un poco desastrada y enferma, y la acompañan varios niños.
Gerik no se sorprendió. La hacienda Tirabot era conocida por ser hospitalaria con las personas que habían sido expulsadas de sus tierras por pleitos locales, desastres naturales o simple mala suerte. En un mes cualquiera llamaban a la puerta cuatro o cinco grupos de personas.
—Rubina —dijo Gerik—, ve a la sala de armas y di a los hombres de guardia que se preparen para montar. Después trae mi caballo del establo.
La expresión de Rubina era díscola, pero antes de que pudiera convertirla en palabras, el centinela volvió a gritar. Esta vez le temblaba la voz por la incredulidad.
—¡Por todos los dioses verdaderos! ¡Esa mujer viene con una banda de kenders!
Los gritos que sonaban detrás del kender llamado Horimpsot Patomaduro aumentaron de volumen. O bien alguien lo había visto, o creía haberlo visto, o bien había decidido gritar sólo para animarse a sí mismo o a sus camaradas.
El kender creyó que los humanos necesitaban ánimos. No tanto como para que lo alcanzaran, naturalmente, porque sí lo hacían, lo matarían, y él no deseaba que ocurriera tal cosa.
No es que tuviera miedo a la muerte, de verdad. Los kenders no temen a la muerte, lo que odian es que la muerte les impida descubrir lo que ocurrirá después. Patomaduro sentía esa curiosidad tan fuerte como cualquier otro kender, y un kender pertenece a una raza que parece haber sido creada por los dioses con una dosis extra de curiosidad.
Sin embargo, tenía miedo, pero distinto del que pudiera sentir un humano, de fallar a sus nuevos camaradas y a su amigo humano. Había llegado al territorio del clan Recogevertidos justo después de que sus miembros decidieran acoger a una joven llamada Ellysta que había ofendido al Príncipe de los Sacerdotes o a un amigo del Príncipe de los Sacerdotes, o a alguien que utilizaba mucho el nombre del Príncipe de los Sacerdotes.
Los Recogevertidos no le habían explicado la supuesta ofensa de Ellysta con demasiados detalles, y si lo hubieran hecho, Patomaduro dudaba de que la hubiera entendido. A pesar del tiempo que había pasado viajando, aún era joven, y no todo ese tiempo había estado entre humanos. De hecho, realizaba notables esfuerzos por apartarse del camino de cierta clase de humanos.
Bien educado como era, Patomaduro decidió ayudar a sus anfitriones a llevar a Ellysta a un lugar seguro, que era la hacienda Tirabot. Al kender le pareció una decisión inteligente, ya que sabía muchas cosas sobre sir Pirvan, Caballero de la Rosa y señor de Tirabot, y se había enterado de muchas más cosas por su anterior compañero de viaje, Insafor Pitaltrote.
Todo lo cual explicaba por qué Horimpsot Patomaduro iba de acá para allá por el bosque a la velocidad del rayo. Intentaba que lo siguieran los hombres que perseguían a Ellysta y así alejarlos del rastro de los Recogevertidos que escoltaban a la mujer hasta la mansión. Si conseguía que lo persiguieran el tiempo suficiente, nunca encontrarían a Ellysta antes de que se hallara entre las murallas de la hacienda y bajo la protección de su señor y señora.
Nuevos gritos resonaron entre los árboles, pero ahora reflejaban más dolor que entusiasmo. Las ortigas urticantes crecían libremente en estos bosques, aunque no de forma tan abundante durante el último invierno como otros años. Parecía que alguien se hubiera metido atolondradamente en medio de un ortigal, o quizá se había ensartado a sí mismo con el arma de un camarada.
Patomaduro se llevó una mano a la espalda para cerciorarse de que tenía su jupak. Incluso colgada en bandolera a su espalda, era un poco incómoda entre los tupidos matorrales, pero antes abandonaría sus bolsas. Era un regalo de Insafor Pitaltrote, cuando el kender de más edad dejó de viajar.
Los matorrales dieron paso a una ladera cubierta de hojas secas y los ennegrecidos restos de los helechos del año anterior. Avanzando en cuclillas, Patomaduro descubrió que era casi invisible para cualquiera que se hallara río arriba o río abajo.
Acababa de descubrirlo cuando los hombres salieron en tropel a campo abierto por ambos lados. Parecían tener alguna idea de hacia dónde se dirigía, pero no dónde estaba. Patomaduro decidió aprovechar esta circunstancia.
—¡Allí abajo! ¡Junto al gran alerce rojo! —gritó formando una bocina con las manos e importando la voz para imitar la de un humano (tan bien como cualquier kender y mejor que la mayoría).
Había tomado nota de que había varios alerces rojos de buen tamaño cerca de las dos patrullas humanas. Naturalmente, ambas pensaron que quien gritaba se refería al otro alerce. La distancia era excesiva para usar las lanzas, pero un tiro fácil para los arcos largos y las ballestas.
Volaron tantas flechas y dardos, además de las lanzas, que Patomaduro se extrañó de que los humanos no se hubieran borrado mutuamente de la faz de Krynn. En cualquier caso, pocos de los arqueros y ninguno de los lanceros eran verdaderos maestros con sus armas. Sólo cayeron cuatro hombres, y dos de ellos volvieron a levantarse. Uno de los que permaneció tendido aullaba y maldecía como un hombre en perfecto estado de salud.
Patomaduro comprobó que no había reducido tanto la desigualdad numérica. Por eso gateó cuesta abajo hasta que llegó a un punto desde el que podía saltar sin dificultad hasta el otro lado del barranco, se enrolló como una bola y saltó por encima del abismo.
Aterrizó desmadejadamente y sin aliento, tras un salto excelente incluso para un miembro de su ágil raza. Los gritos le indicaron que estaba a la vista de una de las patrullas humanas, pero sólo unas cuantas flechas volaron en su dirección y ninguna se clavó demasiado cerca. O bien los perseguidores estaban escasos de munición, o se habían vuelto muy cautelosos para evitar abatir más camaradas.
Dos humanos intentaron imitar el salto de Patomaduro. Uno de ellos llegó a la pared del otro lado y, después de mucho forcejear y escalar, consiguió llegar arriba. Para entonces, Patomaduro ya se había vuelto a esconder.
El otro hombre erró el salto y se precipitó barranco abajo, dándose unos golpes y profiriendo unos gritos que sugerían que no volvería a perseguir a nadie durante un tiempo.
Patomaduro aprovechó el tiempo que tardaron los demás humanos para decidirse por una de las coníferas cuyas agujas lo ocultaran, lo bastante recia como para sostener su peso a gran altura y lo bastante cercana a otros árboles para permitirle saltar hasta sus ramas cuando oscureciera y emprender la huida.
Por descontado, los humanos quizá se dieran cuenta de que el hecho de que les permitiera seguir su rastro era un ardid. Pero con que tardaran el resto de la mañana en caer en la cuenta, sería suficiente para que Ellysta y los Recogevertidos alcanzaran la hacienda Tirabot. Mientras tanto, Patomaduro pretendía escuchar atentamente lo que hablaran los humanos. Los Recogevertidos quizá creyeran que sabían todo lo necesario sobre sus enemigos, pero la experiencia bélica de Patomaduro le decía lo contrario. Además, aunque los Recogevertidos supieran mucho, él sabía muy poco.
Abriéndose camino entre los arbustos, donde un kender a cuatro patas podía deslizarse y un humano del doble de su estatura se quedaría irremediablemente atrapado, Horimpsot Patomaduro buscó su árbol.
La dársena olía a madera fresca, serrín, pintura y aceites varios. Torvik se detuvo a contemplar a dos obreros que aplicaban una hedionda poción al fondo del barco levantado sobre pilastres en el centro de la gran estancia, el Dardo Volante de Gridjor Hem. El propio Hem estaba en la cubierta central y saludó a Torvik cuando vio al capitán más joven. Torvik se preguntaba a veces hasta qué punto el hecho de que lo aceptaran se debía a la confianza en su destreza y hasta dónde al recuerdo de su padre e incluso al miedo a su madre.
En cualquier caso, Hem parecía sincero en su afabilidad y su abrazo fraternal a Torvik, cuando descendió hasta el suelo de la dársena.
—No te preocupes —añadió—. Sacaremos al Dardo de aquí en un día o dos. Mucho tiempo para tu pequeña beldad.
Torvik reconocía el exceso de optimismo cuando lo oía y, además, estaban casi al final de Brookgreen. La mitad del trabajo en las naves que se agrupaban en Vuinlod ya se había realizado al aire libre.
—No te quedes corto por mí —dijo Torvik, intentando parecer completamente relajado—. Un día o varios más y podremos llevarlo al muelle de descarga y carenarlo de firme. Podríamos comprarte un poco de tu grasa para el casco, si te queda algo cuando el Dardo esté terminado. No huele como si usarais sebo de ballena.
Los marineros que planeaban una larga travesía por aguas cálidas a menudo untaban el casco de sus naves con grasa venenosa, a fin de desalentar a las algas, los percebes y la carcoma. La base más habitual para esa grasa era sebo de ballena sin refinar, excepto en aguas donde se sabía que habitaban elfos dargonestis.
Los dargonestis sabían que los humanos cazaban ballenas en cualquier otro mar, pero consideraban que en sus aguas natales todos los grandes mamíferos marinos estaban bajo su protección. Esto había desembocado en feos, incluso sangrientos incidentes más veces de la cuenta en el pasado, cuando los dargonestis eran más numerosos, estaban mejor armados y mucho más diseminados.
—No lo es —dijo Hem—. Si hay dargonestis cerca de Suivinari, tal vez nos ayuden, cuando menos con información. No tiene ningún sentido ofenderlos. Es esperma de foca lo que sustituye al sebo. Se necesitan más focas que ballenas, pero no nos meteremos en… Eh, Torvik, ¿me estás escuchando?
El joven comprendió que su rostro debía revelar más de lo que debiera.
—Soy todo oídos —mintió.
—Pues no lo parece. Tenías la mente… ¡Ya! ¿Es verdad lo que dicen de que hay dimernestis cerca de Suivinari?
—Sólo sé lo que creo que vi —respondió Torvik, encogiéndose de hombros—. Todo el mundo ha dado rienda suelta a su imaginación sobre eso para urdir cuentos. ¿Qué has oído tú?
Hem bajó la voz.
—Que un dimernesti subió abordo, en forma de mujer, y… ah, lo que hacen los hombres y las mujeres, ¡ella lo hizo con toda la tripulación del Garra de Alción!
Torvik se echó a reír.
—¡No olvides la otra mitad de la historia, los dimernestis en forma de hombre que entretenían a todas nuestras mujeres!
Hem se rió a su vez, más rato del que Torvik creía que merecía el chiste. Cuando hubo recuperado el aliento y secado sus lágrimas, el capitán de más edad se encogió de hombros.
—Supongo que uno o dos dimernestis sueltos no importan —dijo—. No cuando en Suivinari ha aparecido una magia capaz de matar minotauros y volver peligrosas las raíces de los árboles, y tenemos que navegar hasta allí y destruirla antes de que los minotauros nos culpen a nosotros de lo sucedido. Pero ha pasado tanto tiempo sin que se cuenten historias de los dimernestis que merezca la pena oír que siento curiosidad. Así que cuéntame lo que recuerdes y no haré correr más rumores.
Torvik le contó lo que había visto.
—Estábamos tan lejos de la orilla —concluyó— que dudo de que la mujer supiera que yo la estaba observando, y mucho menos si me parecía deseable. Y yo estaba tan lejos que no te sabría decir si tenía seis dedos en capa pie y el labio leporino.
Torvik comprendió el alivio de la voz de Hem, aunque no supo si era por la ausencia de dimernestis o porque Torvik no se hubiera acostado con una. Confió en que fuera por lo primero. Los capitanes que creen en la palabrería del Príncipe de los Sacerdotes sobre «razas menores» que se sitúan fuera de la ley con su «falta de virtud» serían una carga que la flota de Vuinlod no necesitaba.
—¿Y bien —preguntó Hem—, el casco del Dardo? Es razonable pensar que los dimernestis sientan afinidad por las focas, como los dargonestis por las ballenas.
—Pudiera ser, si es que hay bastantes para que influyan en algo —respondió Torvik—. Recuerda que, aunque yo viera a la mujer, quizá sea la única de su especie en esas aguas.
—Pudiera ser —dijo Hem, aliviado—. Sin querer insultar a su raza, si tengo que lijar el casco del Dardo y volver a engrasarlo, tardaré dos semanas más en zarpar.
—He encargado aceite de pescado para añadir a nuestro sebo —dijo Torvik—. Apesta tanto que sólo un dios podría oler algo más en las planchas de una nave. Te daré un poco para que lo mezcles con la grasa de foca, y lo que los dimernestis no sepan no te hará daño a ti.
Se estrecharon la mano para sellar su acuerdo y Torvik se marchó, muy aliviado. Hem no odiaba a las «razas inferiores», sólo era un capitán con mucho trabajo para tener lista su nave y poco tiempo para ello. En los últimos tiempos había muchos así.
Él mismo habría hecho bien en dominar mejor su semblante. Otros capitanes, menos sociables, también podían interpretar en su expresión lo que no quería que se supiera. Incluso los capitanes propalan rumores, cuando menos sobre su escaso control sobre sí mismo.
Además, los Caballeros de Solamnia que irían a bordo de las naves de Vuinlod llegarían a la ciudad en cuestión de días. Y ellos veneraban el dominio de uno mismo casi como a un dios menor, y esperarían que tuviera mucho el hijo de un hombre cuya memoria era respetada por la mayoría de los caballeros.
Gerik quería recibir a la mujer —la dama, por cortesía— y sus acompañantes como correspondía a alguien que se llamaba a sí mismo Gerik de Tirabot.
Deseaba cabalgar hasta ella, desmontar, hacer una reverencia, decirle su nombre y preguntarle el suyo, así como la razón de entrar en unas tierras confiadas a él por sir Pirvan de Tirabot, Caballero de la Rosa. Mientras tanto, una escolta montada de hombres de armas mantendrían la distancia, y los arqueros ocultos mantendrían una distancia aún mayor, además de tener sus flechas oportunamente dispuestas y apuntando.
En cambio, todos los que eran capaces de correr o galopar se abalanzaron hacia la puerta, hasta que el rudo vocabulario de los sargentos puso freno al caos. Aun así, Gerik salió con diez hombres montados en lugar de cinco, no todos ellos luchadores, y varias personas más se dirigieron a las viviendas al galope o a la carrera.
Gerik esperaba que su carrera o galope terminara en el pueblo y que sólo iban a llevar la maravillosa noticia a amigos y parientes, no a quienes la transmitirían a oídos hostiles. Gerik no tenía ni idea de quiénes podían ser aquellos amigos o enemigos de la mujer, pero habría preferido no descubrirlo al verlos brotar del suelo ante las mismas puertas de la casa de su padre.
Era un trayecto corto para la mujer y los jinetes lo completaron a un trote largo. Cuando refrenaban sus monturas, Gerik vio que todos iban armados: sumaban dos jupaks, dos lanzas y una ballesta.
No apartaban las manos de sus armas ni los ojos de los recién llegados. Gerik tuvo la sensación de tratar con una unidad militar bien entrenada, o al menos con personas acostumbradas a trabajar en equipo, algo nada extraño entre los kenders, pero raras veces observado a plena luz del día por ojos humanos.
Indicó por señas a sus hombres que formaran un semicírculo, mirando al bosque y a buena distancia de la mujer. Después desmontó y caminó hacia ella, manteniendo las manos a la vista, lejos de sus armas. No hacía falta ser muy culto para saber que la grasa verde de la punta de los dardos de ballesta podía ser veneno, o al menos algo preparado por un sanador kender con la intención de que fuera venenoso.
En cualquier caso, el arquero kender no necesitaría veneno. Entre las cosas olvidadas en su precipitación al salir de la hacienda se incluía la armadura. Aparte de un cinturón con una espada y una daga, ceñido apresuradamente, sólo llevaba un casco ligero y sus ropas ordinarias.
—Saludos, señora —dijo, levantando la mano con la palma hacia delante—. Y bienvenida a las tierras de la hacienda Tirabot. Yo soy Gerik, hijo de sir Pirvan, Caballero de la Rosa, y en su nombre y el mío propio os doy la bienvenida.
La mujer, que había permanecido tensa como la cuerda de un arco y con una mano oculta entre los pliegues de su capa, se relajó visiblemente. Su mano salió a la luz —vacía— y la punta de las armas de los kenders descendió todo el ancho de un cabello.
—Saludos, lord Gerik —dijo la mujer—. Mi nombre es Ellysta. Solicito vuestra protección, en nombre de la justicia y el honor. Explicaré por qué… —contuvo el aliento y se llevó una mano al costado—, si lo consideráis necesario.
La mujer hablaba como una persona de alcurnia y bien educada, y su vestido desgarrado y con manchas de hierba y su capa aún más ajada eran de buena tela. Sus pies no sólo estaban descalzos, sino también ensangrentados, y a todas luces poco acostumbrados a caminar sin calzado.
Una segunda mirada indicó a Gerik que Ellysta no era mucho mayor que él, aunque a primera vista no lo pareciera. Había que mirar bien bajo la mugre, los rasguños y las contusiones, un ojo morado, un labio partido y un aire de miedo y cansancio para distinguir su juventud.
—Ya habrá tiempo y lugar para eso, lady Ellysta —dijo Gerik—. Pero no ahora ni aquí. Parecéis necesitar alimento y tal vez también un sanador.
Eso significaba enviar un mensaje a Serafina, la esposa de Alatorva el Tuerto, el antiguo compañero de su padre y anterior mayoral de la hacienda. Serafina era una sanadora muy competente para alguien que dominaba las artes mágicas. De hecho, era probable que ya estuviera camino de la mansión, avisada por uno de los jinetes que iban hacia el pueblo.
Gerik suspiró. Que viniera Serafina significaba que su marido iría tras ella pisándole los talones, y Gerik dejaría de estar al mando de la casa de su propio padre hasta que Alatorva y Serafina regresaran al pueblo. Ésa era una de las razones por las que se alegraba de que su padre no le hubiera pedido a Alatorva que recuperara su antiguo cargo durante su ausencia: el antiguo marinero y ladrón habría asumido el mando con la firmeza de un auténtico caballero.
Antes de que Gerik pudiera designar un mensajero, oyó que un grupo de jinetes se acercaba al trote largo. Se volvió a tiempo de ver a sus guardias obligando a sus monturas a girar apresuradamente para interponerse entre su señor y los recién llegados. Lo hicieron con una precisión y un orden que hacía honor a su disciplina, que claramente habían recuperado una vez diluida la novedad de la visita de unos kenders.
Los jinetes que se aproximaban también eran cinco, todos con coraza, yelmo y espada. Uno llevaba lo que parecía una lanza o un estandarte y todos un brazalete rojo y verde.
Esos colores no contribuyeron a tranquilizar a Gerik. Eran los de la Casa Dirivan, que poseía extensas tierras en la región. También les llevaban mucha delantera fortificando sus fincas y eran partidarios de los Príncipes de los Sacerdotes desde hacía tres generaciones.
Gerik estaba dispuesto a ordenar a los jinetes que abandonaran las tierras de su padre en cuanto los tuvo a la vista. Sin embargo, contuvo su genio hasta que creyó que sus primeras palabras tendrían un acento razonable.
—Saludos, hombres de la Casa Dirivan —dijo con voz firme—. ¿Qué grave asunto os trae aquí con trata prisa, en un día en el que un cielo despejado aún no ha secado los caminos?
Uno de los hombres empezó a responder, pero otro hizo un gesto tajante con la mano que lo acallándolo.
—Venimos por Ellysta —dijo el segundo hombre—. Entregádnosla y no habrá problemas para vosotros ni para los kenders.
Gerik pensó que lo primero podía ser cierto, pero lo segundo atufaba a mentira. Era difícil saber lo que pensaban los kenders, porque de repente empezaron a corretear de un lado a otro como si hubieran sido infestados por el prurito negro o por una plaga de pulgas.
Gerik no veía objeto o plan alguno en sus movimientos, hasta que de pronto cayó en la cuenta de que se estaban desplegando, de modo que todos tenían ángulo de tiro pero eran malos blancos. Definitivamente, aquellos cinco eran una unidad militar entrenada que fingía ser el grupo de kenders normales, alocados e incluso estúpidos que esperaban las mentes estrechas. Prueba de ello es que los cinco hombres de la Casa Dirivan se reían a carcajadas, uno de ellos con tantas ganas que apenas lograba sostenerse en la silla de montar.
Gerik llamó la atención de todos desenvainando su daga y haciéndola chirriar contra la funda de su espada.
—¿Tenéis pruebas de vuestro derecho a llevaros a lady Ellysta? —preguntó.
—Pertenecemos a la Casa Dirivan y ella ha herido gravemente a una persona que está bajo nuestra protección.
—Yo diría que no todas las heridas las ha sufrido un bando —replicó Gerik—. A menos que fuera ella quien estaba bajo vuestra protección. En ese caso, creo que necesitáis ayuda en vuestro trabajo.
Los hombres intercambiaron miradas que hicieron que Gerik alzara la mano para impedir que sus propios hombres desenvainaran las espadas y montaran las flechas. Decidió hace un último esfuerzo para resolver el asunto mediante el diálogo.
—Si tenéis pruebas de ese derecho —dijo Gerik—, no defenderé a una delincuente. Mi padre es propietario de estas tierras según las leyes de Istar, y las cumple como propietario y como caballero. Pero si carecéis…
Cinco pares de espuelas se clavaron en sendos ijares. Al punto, dos kenders empezaron a blandir sus jupaks y cinco caballos empezaron a brincar bruscamente, aturdidos por el aullido de los instrumentos de los kenders. Algunas de las monturas de Tirabot también recularon y sacudieron la cabeza, pero habían sido entrenadas para soportar ruidos más extraños que los de una jupak, por lo menos cuando llevaban jinetes a su lomo.
Mientras tanto, los otros tres kenders parecían haberse evaporado.
Antes de que Gerik se preguntara adónde habían ido, dos de ellos reaparecieron, delante y detrás del caballo del líder. El de detrás pinchó los cuartos traseros del animal con su espada. El caballo relinchó y se encabritó. El jinete se separó de su montura y aterrizó en el suelo con un seco crujido.
Antes de que lograra recobrarse o incorporarse, el otro kender —la mujer, observó Gerik— puso la punta de su lanza en la garganta. Tenía los ojos clavados en los cuatro hombres de la Casa Dirivan que seguían a caballo. Su voz habría formado carámbanos en el bigote de un caballero.
—Ellysta está en manos de alguien que promete hacer justicia —dijo la kender—. Nosotros conocemos la justicia. El conoce la justicia. Vosotros no. Marchaos ahora u os llevaréis a éste con un agujero en la garganta cuando os marchéis.
A una señal de Gerik, sus propios hombres montados se adelantaron para desarmar a los jinetes de la Casa Dirivan. Era mejor hacerlo antes de que la locura, el orgullo o la simple incredulidad de que un humano luchara por unos kenders los impulsara a intentar abatir a los recién llegados.
La diligencia evitaba el derramamiento de sangre; Gerik se lo había oído decir a menudo a su padre, pero era la primera vez que había ocurrido por una orden suya.
En cuanto los hombres estuvieron desarmados y su cabecilla de nuevo en la silla, Gerik se enfrentó a ellos.
—Aquí, en Tirabot, conocemos la justicia —dijo— y no me interpondré en su camino. Vosotros quizá la conozcáis también, pero, si es así, aportad pruebas la próxima vez. Vuestros actos de hoy hacen que lo ponga en duda. Recuperaréis vuestras armas cuando lleguéis a los límites de las tierras de Tirabot. En cuanto hable con lady Ellysta, escribiré a vuestro señor, al igual que a mi padre.
—Está bien —dijo el cabecilla—. Difunde las mentiras de esa mujer sobre…
Se detuvo porque la kender volvía a mirarlo con animadversión, diciendo algo en su propia lengua que hizo reír a los demás kenders —de un modo bastante siniestro, le pareció a Gerik.
—Al parecer —tradujo a continuación la kender—, tienes ya tantos agujeros en la cabeza que se ha salido todo el seso y no puedo hacerte daño abriéndote otro. Lo recordaré para la próxima vez.
Gerik llevó a la escolta hasta el camino. Cuando regresó junto a Ellysta, la joven se había desmayado, pero Serafina ya había llegado y le estaba aplicando compresas y vendajes con ayuda de la kender.
—Supongo que no habrá estiércol de caballo por aquí —dijo Serafina. Su tono de voz dejaba claro que era esperar demasiado de simples hombres, y además guerreros.
—Sí lo hay y ordenaré que lo traigan —dijo Gerik.
—Bien —replicó Serafina—. Ah, y durante unos días, como mínimo, que los hombres se mantengan alejados de Ellysta. Esos bribones, o algunos como ellos, le han dado motivos para temer a los hombres.
Horimpsot Patomaduro llegó a la hacienda Tirabot, completamente cubierto de barro, mucho después de oscurecer. Se había caído en una ciénaga cuando iba a dejar atrás a sus perseguidores, y al principio pensó en buscar un arroyo y lavarse. Después de todo, Shumeen parecía mirarlo con cierta predisposición, que podía convertirse en algo más. No se alegraría de que volviese negro como los posos de una infusión de arándanos.
Entonces se dio cuenta de que llegaría a la hacienda mucho después de anochecer. Cuanto más oscuro estuviera, más difícil sería de descubrir, incluso para un centinela alerta. Los guardias mantenían una estrecha vigilancia, pero no estaban lo bastante cerca como para descubrir a un kender cubierto de barro y con ropas oscuras. En cuanto se puso a salvo dentro del área vigilada, Patomaduro se lavó como pudo en el pozo más próximo. Ahora su disfraz de color tierra sería más un problema que una ayuda, mientras que si parecía ser sólo otro kender mal vestido, los humanos lo tomarían por uno de los acompañantes de Ellysta. Patomaduro sabía que muchos humanos apenas podían distinguir a un kender de otro.
Shumeen dio muestras de alegría al verlo, tal como él esperaba, pero no tenían tiempo que perder con palabras. Patomaduro fue reaprovisionado con una salchicha fría y una sopa recalentada, mientras los demás kenders se turnaban para contarle su día.
—¿Así que Gerik cree a Ellysta? —preguntó.
—Cree lo que Serafina le ha dicho que ha dicho Ellysta —respondió Shumeen, abriendo los brazos—. No ha hablado con ella personalmente porque de momento, él y los otros hombres no entran en la habitación. En cualquier caso, ¿por qué no iban a creerla? —añadió Shumeen—. Es verdad. No parecería verdad si no supieras lo raros que son los humanos cuando se trata de pertenencias, pero los kenders nacen sabiéndolo.
Patomaduro hizo un gesto de asentimiento. La situación de Ellysta se debía a que una viuda amiga suya había caído en desgracia entre los amigos del Príncipe de los Sacerdotes. La viuda había sido apresada y se suponía que sus rebaños debían ir a parar a esos amigos del Príncipe de los Sacerdotes.
Pero Ellysta había ocultado las ovejas y cabras, y se había ocupado personalmente de ellas, aunque su familia tenía pastores que podían haber hecho el trabajo. Pero ella había dicho que no quería ponerlos en peligro.
Y el peligro cayó sobre ella y fue peor de lo que había supuesto. Estaba medio muerta cuando los kenders la encontraron y habían tardado días en conseguir que se recuperara lo suficiente para poder caminar hasta la hacienda Tirabot.
Por fortuna, ninguno de sus enemigos había ido a buscarla hasta que ya se había puesto en camino, tal vez porque creyeron que estaba muerta.
Aparte de que ningún kender había tolerado jamás a personas como el Príncipe de los Sacerdotes, tampoco había castigado jamás a alguien diciendo que lo que era suyo ahora pertenecía a otros. A lo largo del año, casi todas las ovejas, cabras, cacerolas, sartenes y marmitas de un pueblo kender pasaban por todas las casas, por turnos. A veces acababan donde habían empezado; otras se iban con alguien que se casaba con alguien de otro pueblo o salía de viaje, o las robaban unos enanos gully.
Esto era confuso y complicado para los humanos, al menos eso había oído contar Patomaduro. Para él eran los humanos quienes tenían todas aquellas leyes complicadas y todas las preocupaciones por aplicarlas, incluso cuando querían ser justos, y todas las oportunidades para que los injustos causaran problemas…
—Tenemos un problema —dijo Shumeen—. Sir Pirvan no está en la hacienda. Ha vuelto a marcharse, en alguna misión o un encargo de los caballeros, o a espiar enemigos, o lo que sea.
—¿Haimya también?
—Haimya y Eskaia la Joven, y más de la mitad de los guerreros. Vinieron unos caballeros llamados Darin y Hermano Halcón, pero se fueron con Pirvan.
Patomaduro quiso enterrar la cabeza entre las manos y luego pensó que eso alarmaría a sus amigos.
—Gerik es un avezado guerrero —dijo finalmente—. He estado en el mismo campo de batalla que él y lo he visto. Además, la Casa Dirivan se lo pensará dos veces antes de atacar la propiedad de un Caballero de Solamnia, aunque el caballero no esté en casa.
—Si es que son capaces de pensar —apostilló alguien.
Shumeen fulminó con la mirada a los que la rodeaban, y todos, excepto Patomaduro, se sintieron avergonzados. A continuación, sonrió.
—Ahora cuéntanos tu jornada en el bosque —dijo. Parecía dispuesta a beberse cada palabra suya, lo cual probablemente no haría, pero Patomaduro deseaba sentirse halagado. También quería poner las manos encima a otro plato de salchichas.
Cuando alguien le tendió el plato, se puso en pie y blandió una salchicha para llamar la atención.
—Ahora bien —empezó a explicar—, algunos humanos son más fáciles de engañar que otros, y éstos eran de los fáciles. Pero eran bastantes y yo tenía que seguir engañándolos una y otra vez. Si empezaban a darse cuenta por la vez anterior y lo hacían mejor la siguiente, me iba a encontrar en una situación desesperada…