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El grupo montado se dirigía a Vuinlod sumido en una sombría penumbra que presagiaba el final del día. El sol no había mostrado su rostro desde el mediodía del día anterior y, a ratos, las nubes habían ensombrecido la tierra más acusadamente que en aquel momento. En conjunto, era un día capaz de hacer que incluso los caballeros solámnicos se alegraran de que su viaje tocara a su fin.

Tres caballeros viajaban con la compañía, sir Pirvan a la cabeza. En el centro cabalgaba sir Darin Waydolson, con su dama, Rynthala. En retaguardia, el recientemente nombrado Caballero de la Corona, sir Hermano Halcón, hijo de Espina Roja, con su prometida, Eskaia la Joven. Esta lozana dama, la hija mayor de Pirvan y Haimya, recibía este apelativo para distinguirla de lady Eskaia de Vuinlod, en cuyo honor le habían puesto su nombre. Con los tres caballeros y sus damas viajaba una compañía de guardias de la hacienda Tirabot, elegidos por su destreza con las armas, su perspicacia y su agudeza intelectual.

La tarea de inspeccionar Vuinlod como posible refugio para los habitantes de la hacienda Tirabot empezaría por la noche.

Vuinlod era un gran puerto natural en la costa de Solamnia, situado en una bahía resguardada que se prolongaba por las laderas de las colinas que formaban una cuenca alrededor de la bahía. Las laderas que miraban al interior presentaban signos de la existencia de una ciudad en las inmediaciones, en su mayoría campos y huertos escalonados, con granjas y establos diseminados.

A ambos lados de la carretera —bien cubierta de grava, advirtió Pirvan, y con acequias de desagüe en ambas cunetas— había retazos de bosque esparcidos como muestras de tela en el suelo de una sastrería. En su mayoría eran de segunda generación, y a los ojos de Pirvan los árboles se habían encogido desde la última vez que había pasado por allí.

Naturalmente, de eso hacía ya varios años y la necesidad de leña para el fuego y madera para la construcción se cobraba su peaje en los bosques. Pero Pirvan tenía la sensación de que no siempre habían desaparecido los árboles más adecuados para la chimenea o los fogones. Más de una zarza de ogrera espinosa serpenteaba del modo más inconveniente por los campos y a lo largo las orillas de los arroyos.

Fue sir Darin quien expresó en voz alta las sospechas de Pirvan cuando, junto con Hermano Halcón, se acercó —como correspondía a los caballeros noveles— para conferenciar con su superior.

—Creo que los habitantes de Vuinlod han desplegado defensas —dijo Darin— para detener, o al menos retrasar, cualquier ataque mientras se embarcan.

—¿Quién tiene una disputa tan seria con ellos? —preguntó Hermano Halcón.

—Los mismos que estaban en contra de que te nombraran caballero —respondió Eskaia la Joven antes de que pudiera hablar su padre—. U otros peores, si no están ligados por el Código y la Medida y han aceptado la plata del Príncipe de los Sacerdotes.

Estas palabras hicieron que el día pareciera aún más sombrío. El nuevo Príncipe de los Sacerdotes tenía fama de detestar a todos los que carecían de virtud, y podía ser uno de los que creían que sólo los humanos la poseían. Sin duda, había señalado públicamente a varios hombres de los que se murmuraba que en otro tiempo fueron Siervos del Silencio; también, sin duda alguna, esos perros aún no habían sido desatados. El tiempo pasaba y, si transcurría el suficiente, incluso los Príncipes de los Sacerdotes eran capaces de aprender.

Por el momento, sin embargo, Pirvan sólo deseaba conseguir un techo encima de su cabeza y algo caliente en su estómago.

—Escuchad a vuestra prometida, sir Hermano Halcón —dijo—. Ahora pongámonos en camino, y despleguémonos un poco más, porque los árboles pueden ocultar enemigos, además de amigos, y ha habido tiempo más que suficiente para que la noticia de nuestra presencia haya llegado a oídos de unos y otros.

Una fina llovizna les azotó el rostro cuando picaron espuelas para reanudar la marcha.

 

El agua goteaba de las ropas de Gildas Aurinius mientras bajaba las escaleras que conducían a las habitaciones de lady Eskaia. Dejó huellas húmedas en la madera encerada. La señora lo recibió en la puerta y le tendió una toalla caliente y perfumada.

—Ah —exclamó el hombre—. Eres mi espíritu protector.

Debió ver algo en el rostro de la mujer, porque dejó de secarse el cabello a media pasada.

—Nunca temas recordar a Jemar, sin importar cuándo o dónde —dijo.

—Nunca lo hago —dijo Eskaia con aspereza—, y tú no puedes darme ni negarme el permiso. —Después sonrió—. Pero gracias por tus amables palabras.

—Te quedarás empapada, si sigues abrazándome —dijo Aurinius, con la boca enterrada en los cabellos de la mujer—. Hoy es de esos días que no se deciden a ser de invierno o de primavera. Acaban teniendo los vicios de ambos pero no las virtudes.

—Así, un soldado que cumple con su deber fuera de casa en un día como éste debería de tener una cálida mujer que lo abrace a su vuelta —sentenció Eskaia.

Se puso de puntillas para besarlo y luego lo hizo pasar hasta el canapé situado junto a una mesa, sobre la que había una bandeja de vino caliente con canela, una fuerte infusión de arándanos, pastelitos de miel, pan de melón y frutos secos.

—¿Cómo van nuestras defensas? —preguntó Eskaia, cuando Aurinius hubo apurado dos tazas de infusión y una copa de vino y estaba a medio despachar un plato de pastelitos.

—Hay centinelas en todos los puestos necesarios, y yo no pediría a nadie que afrontara este tiempo innecesariamente. Los zapadores del noroeste están demasiado ocupados achicando agua para seguir excavando los túneles. El resto están apuntalándolos y trasladando armas y provisiones a un terreno más elevado.

—¿No hay noticias de nuestros amigos?

—Ninguna, pero seguro que viajan más despacio de lo deseado. Los caminos están demasiado enfangados para cabalgar y demasiado poco para remar por ellos.

—Mejor —dijo Eskaia. Metió la mano en su camisa y sacó un paquetito de cuero engrasado—. Tendremos más tiempo para pensar en cómo responder a esto.

Las cejas de Aurinius dejaron de arquearse cuando cogió la carta relativa a cierto asunto de estado o de guerra que ella ya había abierto y leído. Ya había aceptado que Eskaia gobernaba en Vuinlod y que él era su consorte por cortesía; nada menos, pero nada más.

Sus ojos, sin embargo, parecían saltar del texto de la carta a ella y viceversa. Entonces Eskaia advirtió que el abrazo del hombre había vuelto transparente la fina seda de su camisa. Debajo llevaba una combinación de seda más gruesa para protegerse del frío, sujeta alrededor del cuello por un simple cordón.

Al final, Aurinius dejó la carta sobre la mesa. Uno de los gatos salió indolentemente de debajo del canapé, se sentó sobre la carta empezó a lamer las migas de la bandeja casi vacía. Eskaia cogió al animal, lo puso en su regazo y empezó a acariciarlo hasta que se puso a ronronear.

—Esta idea ensalza a quien la haya tenido —dijo Aurinius, rompiendo el silencio—. ¿Tienes alguna idea de quién podría ser?

—Ninguna —respondió Eskaia—. Excepto que es alguien que escucha a los comerciantes de Istar. Ellos serían las principales víctimas de la animadversión karthayana, cosa segura sí lstar manda una gran flota a recorrer las aguas septentrionales.

—En tanto que una petición de voluntarios para un viaje a la isla de Suivinari —concluyo Aurinius, haciendo un gesto de asentimiento— podría atraer a los karthayanos, los vagabundos e incluso a los minotauros. ¿Puedes preguntar entre los amigos de tu padre si saben algo más?

—La mayoría cree que ya ha pagado hace mucho todas las deudas con alguien que después de todo, se ha convertido en un rival por derecho propio —respondió Eskaia. No intentó disimular cierta vanidad. Ser buena administradora de lo que Jemar le había dejado constituía un orgullo para ella. Aumentar esa fortuna hasta tal punto que se la conocía, sólo medio en broma, como «la princesa de Vuinlod», era un motivo de orgullo aún mayor.

Sin embargo, no había convertido en príncipe a Gildas Aurinius. La ausencia de codicia por las riquezas y el poder de Eskaia era otra de las muchas virtudes de aquel hombre.

—Con más de un viaje adicional al año, podríamos estar jugándonos las algarrobas —señaló Aurinius— ¿Puedes preguntarlo, aunque no esperes respuesta?

—Yo… espera. Puedo pedir a Torvik y Chuina que se lo pregunten a sus amigos. Torvik obtendría algunas respuestas, seguro, ahora que lo han ascendido a capitán.

—Eso no me lo habías contado —dijo Aurinius, mirándola fijamente.

—Me enteré hace sólo dos días. Deja el Garra de Alción para ser capitán del Elfo Rojo. Es una nave pequeña, con veinte tripulantes como máximo, pero es suya, y a los veintiún años…

Aurinius interrumpió a Eskaia besándola con pasión en los labios, en las mejillas y la frente, mientras rodeaba su cintura con los brazos. El gato profirió un maullido de protesta y saltó del regazo de su ama a toda prisa.

En aquel instante, Eskaia cayó en la cuenta de que estaban en el canapé y ella se acurrucaba contra el pecho del hombre. Era un pecho acogedor, casi como el de un gran oso amansado por la edad, y le resultaba casi tan cálido como el orgullo que sentía por su hijo.

—Tendremos que dar un banquete digno de tan buena noticia —dijo Aurinius—. Tu hijo es capitán, nuestros amigos vienen hacia aquí y en lstar impera la sensatez.

—Creía que la sensatez había abandonado Istar cuando tú elegiste el exilio —replicó Eskaia.

—Oh, estoy seguro de que se quedaron algunos capaces de encontrar sus zapatos por la mañana sin ayuda —dijo Aurinius. Su abrazo se estrechó.

En seguida, Eskaia notó unos lentos pero aún diestros dedos desabrochando el cordón de su nuca.

 

A un tiro de arco largo del pie de una de las colinas que resguardaban Vuinlod, el camino torcía bruscamente. Allí, una escolta recibió a Pirvan y sus compañeros. Eran tres hombres y dos mujeres, montados en greñudos caballos de corta estatura, con el aspecto de sentirse más a gusto en la cubierta de un barco que en una silla de montar. No obstante, ocuparon sus puestos como avezados luchadores y la comitiva avanzó serpenteando entre las colinas.

A partir de allí, las colinas estaban casi desnudas, en algunos puntos demasiado como para que pudiera deberse a causas naturales, cubiertas apenas por una hierba parda y mustia que crecía hasta la altura de las rodillas.

—¿Campos de tiro? —murmuró Pirvan a Haimya, y ella respondió con un gesto de asentimiento.

—Se diría que han despejado el terreno para dejar espacio a los arqueros —dijo Hermano Halcón—. Yo, en su lugar, también excavaría túneles en las colinas, para que mis hombres pudieran atravesarlas sin ser vistos y sorprender por detrás a cualquiera que se creyera seguro en la cima.

Un miembro de la escolta, una mujer, miró a Hermano Halcón con los ojos inyectados en sangre. Pirvan esperó que fuera por su parloteo, no por ser un bárbaro del desierto que lucía las insignias de un Caballero de Solamnia.

Antes de que Pirvan pudiera indagar, sir Darin traspasó al recién nombrado caballero con una mirada sólo una pizca menos hostil que la anterior de la vuinlodana.

—Sabemos que obtuvisteis altas calificaciones en el curso sobre fortificaciones en el alcázar —dijo Darin—. También sabemos que, por herencia y entrenamiento, vuestra vista es aguda. Pero no necesitáis demostrar nada de eso aireando todos los secretos que nuestros anfitriones quizá deseen guardar.

Hermano Halcón respondió de la manera más prudente posible: con el silencio. Eso dejó a su prometida y al padre de ésta sin motivos para hablar.

Darin no exageraba respecto de los estudios de Hermano Halcón sobre fortificaciones, y ello constituyó para Pirvan una auténtica sorpresa. El hijo del jefe de los Jinetes Libres convertido en caballero había crecido en una tienda de campaña que podía desmontarse en media hora y montarse dos días después a treinta leguas de distancia. Pirvan no conocía a nadie con menos experiencia en tener un techo sobre su cabeza, con la salvedad de algunos marinos que sólo saltaban a tierra para morir.

Pero entonces recordó las cuevas y los túneles que horadaban la montaña sagrada del clan natal de Hermano Halcón, los Grifos. Eran a prueba de magia y herramientas, por lo que quizá los antepasados de los Jinetes Libres no fueran ajenos a las viviendas permanentes, y el recuerdo era profundo pero no había muerto.

Entretanto, la vuinlodana que había mirado hostilmente a Hermano Halcón intentaba ahogar la risa sin caerse del caballo. Pirvan se esforzó otro tanto reprimiendo un suspiro de alivio. Después de todo, los Caballeros de Solamnia no reconocían sentirse inquietos, y mucho menos asustados.

El camino ascendía ahora serpenteando por sendas demasiado empinadas para avanzar de un modo más directo, y se nivelaba brevemente sólo para precipitarse sobre los valles que separaban las colinas. En uno de aquellos valles, de laderas tan altas que permanecía envuelto en penumbra incluso en un día soleado, un mensajero de lady Eskaia se reunió con ellos.

Era una kender, y viajaba a lomos de una mula de la altura casi de un caballo, elegantemente acicalada pese a los ligeros estragos de la lluvia. El aspecto de la kender era muy parecido; su cabello parecía un estropajo utilizado recientemente para fregar el establo de la mula y sus ropas le colgaban como hojas marchitas.

—Lady Eskaia os ruega que os apresuréis —dijo la kender—. Os invita a cenar, a los caballeros y sus damas, y quiere saber si llegaréis a tiempo.

—Pregúntaselo al camino y a la lluvia —dijo la comandante de la guardia de Pirvan. Las miradas humanas y kender se encontraron en un choque casi audible.

Pirvan vio que la kender fruncía el ceño y sospechó que pretendía comprobar si los guardias ponían objeciones por ser excluidos del banquete o recibir la noticia de una kender.

—Si —dijo la comandante de la guardia. Era tan baja de estatura que había quien sospechaba que por sus venas corría sangre enana, pero ningún enano era tan nervudo o de pies tan ligeros—. Tenemos obligaciones con nuestros caballeros.

—¿Obligaciones? —dijo la kender, quitándose el cabello y el agua de la frente casi metiéndose un pulgar en el ojo.

—Sí —respondió la comandante—. Proteger a nuestros caballeros, como hemos jurado hacer. ¿Sabes lo que es jurar?

—Pues claro. Todo el mundo jura algo cada semana. Pero en nuestros juramentos no se contempla el hacer daño a nuestros invitados. Hay uno aún más antiguo que el Código y la Medida de los caballeros. No puedo imaginarme que alguien quisiera haceros daño en Vuinlod. O tal vez pudiera, pero necesitaría un rato. Mi imaginación no funciona demasiado bien con mal tiempo. ¿Prefieres contármelo en verso o en…?

—Lo que yo prefiero —la interrumpió Pirvan— es que le digas a lady Eskaia que aceptamos su invitación en los términos propuestos. Nos apresuraremos cuanto podamos. Mientras tanto, le damos las gracias.

—Voy enseguida —dijo la kender, obligando a su montura a dar media vuelta—. Mis amigos han trabajado mucho. Se alegrarán de saber que su esfuerzo no será en vano. Hundió los talones en los ijares de la mula y la puso al trote antes de desaparecer tras el siguiente recodo.

—¿Mis amigos? —exclamó la comandante de la guardia—. ¿El banquete lo preparan unos kenders?

—Quizá lo intenten, si no corremos lo suficiente para ayudar a lady Eskaia a impedírselo —dijo Pirvan—. No es que los kenders nos vayan a envenenar, entendedme. Pero creo que todos queremos más comida de la que probablemente habrán preparado.

 

El hambre —o, por el contrario, la indigestión— se evitó en el último minuto. Los kenders no son la mejor raza de Krynn para guardar secretos, por lo que el cocinero de lady Eskaia se enteró de lo que planeaban los kenders antes de que fuera demasiado tarde. Una columna móvil de sollastres y marmitones entró al asalto por una puerta de la cocina, mientras los kenders huían por la otra con más prisa que dignidad.

El único daño irreparable lo sufrieron en las galletas, que lady Eskaia sugirió que se mandaran a Torvik como lastre para su nuevo barco. Inspeccionando el resto de la escena, Gildas Aurinius meneó la cabeza.

—Nadie puede decir que los kenders sean unos estúpidos —dijo—. Todo lo contrario, intentarán demostrar su ingenio en seis cosas distintas en el transcurso de una hora. Por lo que o no hacen nada o, lo que es peor, empiezan muchas cosas sin acabar ninguna.

El banquete se decantaba ostensiblemente por el pescado y Eskaia advirtió que eso no era del gusto de algunos de sus invitados. Por otra parte, sir Darin parecía engullir salmón a la brasa y ostiones fritos, pescado de playa a la sal y ramoneador a la plancha con salsa de algas y especias, como si fuera la última comida de su vida.

—Así es como celebrábamos los banquetes en la fortaleza de Waydol —se justificó—. Las ocasiones eran escasas, pero el mar nos servía la mayoría de los platos.

—Al menos no estabais escasos de los productos básicos —dijo lady Eskaia. Por su parte, se dedicaba a una fuente de pescado de roca en vinagre con un aliño de nabos con pimienta—. De lo contrario no habrías alcanzado tu actual estatura.

Darin se ruborizó como un adolescente, lo cual mejoró incluso su notable atractivo. Era demasiado joven para excitarla, aunque ambos hubieran sido libres, pero era una visión magnífica, como un semental de pura sangre o un jarrón de alabastro ergotiano.

—Eso tengo que agradecérselo a unos padres que no recuerdo —dijo el caballero—. Y fue un regalo precioso. Incluso desde la tumba, Waydol era más sabio que el común de los hombres o los minotauros. Pero quizá no habría cuidado tanto de mí si yo hubiera sido de una estatura humana más normal.

—¿Te preocupas de que tu descendencia no vaya a menos, en ningún sentido? —preguntó Aurinius, con una sonora carcajada que Eskaia había aprendido a reconocer como el signo de que no debía seguir bebiendo.

Eskaia pidió agua con especias y desvió la conversación a los asuntos de Belkuthas. Darin y Rynthala se habían instalado en ella y mis tarde la habían dejado al cuidado de los notables enanos de la región cuando llegaron al norte.

—Los enanos dijeron que podían hacer más por nuestras defensas si nos marchábamos que sí permanecíamos allí —dijo Rynthala—. ¿Qué fue lo que te dijeron un día, Darin?

—Que no les importaba tener humanos mirándolos desde arriba como los riscos de Bardrof, pero cuando esos humanos no sabían distinguir una piedra de otra, era un poco fatigoso —respondió Darin—. ¿Existe algún lugar donde un hombre pueda esperar cortesía de sus sirvientes?

—No lo busques en la hacienda Tirabot —dijo Haimya, y todos se echaron a reír. De hecho, había una calidez en el ambiente de la estancia que Eskaia intuyó que se debía a la presencia de ocho amigos más o menos satisfechos del rumbo que habían tomado sus respectivas vidas. Evidentemente, Hermano Halcón y Eskaia la Joven podían ser nietos de Gildas y tal vez nunca llegarían a su edad, pero…

Eskaia sonrió, se inclinó y depositó un beso en la mejilla de Aurinius.

—Tengo noticias que merecen nuestra atención —dijo la anfitriona, antes de que el general le devolviera el beso—. Esta carta —mostró el informe sobre la creación de una flota de voluntarios— y un anuncio: Gildas Aurinius ha pedido mi mano en matrimonio y yo he aceptado.

Acto seguido, mientras Aurinius intentaba no quedarse boquiabierto, entregó la carta a Pirvan.

La nota pasó por las manos de los seis invitados con bastante rapidez. Eskaia esperó que Pirvan encabezara las reacciones mucho antes de que Aurinius dejara de murmurar sobre lo que pensaba hacerle por tenderle semejante emboscada.

—Pero asegúrate de cumplir esas promesas, y no sólo la noche de bodas, sino a partir de entonces —le susurró en respuesta; entonces vio que Pirvan estaba a punto de hablar.

Fue breve, como siempre, y juicioso, como Casi siempre.

—No podemos rechazar esta invitación —dijo—. Sí nos negamos o nos limitamos a enviar unas fuerzas modestas, permitiríamos que los esbirros del Príncipe de los Sacerdotes asumieran el mando la flota. Debemos hacer cuanto podamos. La muerte de esos minotauros muertos en la isla, utilizados tan liberalmente tanto por la Raza. Predestinada como por nuestra propia gente, podría desembocar en una costosa guerra. Es un asunto de gran trascendencia que podría resultar obvio al principio por la situación actual.

—En efecto —dijo Darin, haciendo un gesto de asentimiento—. Ah… No sé mucho de magia ni de quienes la practican, pero me parece que ahora tenemos una oportunidad de enviar magos y clérigos que el Príncipe de los Sacerdotes no tenga en el bolsillo. Si es que necesitamos alguno —añadió.

—Es muy probable que lo necesitemos —dijo Haimya—. Me he enterado por mis parientes de Karthay de que dos barcos que debían recalar en Suivinari no han llegado todavía. Aún no necesitamos magos, pero si no tenemos ninguno con nosotros, pronto los necesitaremos.

—Podría ser que los minotauros… —empezó a decir Aurinius, pero fue interrumpido por el carraspeo de Darin. Rynthala apoyó una mano en el brazo de su marido y Haimya hizo un gesto de negación.

—Eso mismo pensaron en Karthay y preguntaron a ciertos capitanes minotauros discretos —dijo Darin—. Los minotauros respondieron que también ellos han perdido barcos o no han conseguido salir aún de esas aguas.

—No sería la primera vez que los minotauros mienten —dijo Aurinius, y esta vez bastó con su mirada para acallar cualquier réplica de Darin—. Pero no más que los humanos y rara vez en una cuestión de vida o muerte en alta mar. Saben que Zeboim no tiene amigos entre las razas que habitan en tierra.

—En ese caso, Gildas y yo nos encargaremos de que Vuinlod cumpla con su parte —dijo Eskaia, haciendo un gesto de asentimiento—. Con suerte, podemos hacernos a la mar con los barcos suficientes para transportar a nuestros soldados, marineros y magos. Quizás incluso haya espacio para llevar a los hombres que los Caballeros de Solamnia sin duda querrán mandar en un asunto tan importante.

Pirvan estaba plantado frente al espejo de plata con marco dorado y se peinaba la barba. El espejo era uno de los muchos pequeños lujos de la habitación que compartían él y Haimya; pequeño pero cómodo, como la madriguera invernal de una ardilla terrestre.

Pirvan creía a lady Eskaia cuando decía que Jemar y ella habían ganado su fortuna honradamente. Pero no estaba tan seguro de que ella no hubiera necesitado la ayuda de los príncipes comerciantes amigos de su padre. Para ellos era aconsejable ayudar a un corsario, y más tarde a su viuda, a fin de asegurarse su buena voluntad y aprovecharse de sus ojos y oídos.

El peine se atascó en la barba del caballero. Ni por todo el acero de Krynn habría conseguido que le creciera un bigote digno de un caballero. Pero su barba era más cerrada, por gris que estuviera.

Pirvan acabó de peinarse y se dirigió a la cama. Era de ébano con incrustaciones de madreperla, con doseles de seda fina como una de las túnicas de verano de Haimya. También estaba cubierta de colchas y edredones, hasta tal punto que resultaba difícil saber qué bulto era Haimya.

Pirvan se acercó a la cama y empezó a hundir un dedo en los bultos. Por fin, fue recompensado con un quejido. —Creía que estabas dormida.

—En absoluto. —Haimya sacó un brazo y atrajo a su marido hacia la cama, a su lado—. ¿Crees que Eskaia bromeaba cuando dijo que había aceptado a Aurinius? —preguntó.

Pirvan frunció el ceño. Era una pregunta que no esperaba y para la que no tenía una respuesta.

—Fuiste su doncella dos años —dijo—. Deberías saberlo mejor que yo.

—La serví dos años cuando ella no era mayor que nuestra hija ahora y más ingenua que nuestra Eskaia a los catorce —replicó Haimya—. Y fue hace mucho tiempo.

—Esquivas bien tus obligaciones.

—¿Cuándo he hecho algo semejante? —preguntó—. Ven aquí y las atenderé en este mismo instante. —Su amplia sonrisa y la firme presión de su mano sobre el brazo del hombre demostraban a qué se refería con la palabra «obligaciones».

Pirvan se echó a reír.

—Si lo preguntabas en serio…

—No lo dudes —dijo Haimya.

—Entonces diría que Eskaia no bromea. Que puede hablar de una propuesta previa, pero considera haberla aceptado de todos modos. Creo que le partiría el cráneo a Aurinius si él la rechazara ahora, igual que le partiría el corazón si bromeara. Eskaia no es de las que gastan este tipo de bromas.

—Opino lo mismo —dijo Haimya—. Menos mal, porque con Eskaia y Aurinius al mando de los voluntarios de Vuinlod habrá espacio suficiente para los Caballeros de Solamnia.

—¿Por qué crees que vendrá algún caballero? —preguntó Pirvan—. ¿O que yo se lo pediré siquiera?

—Porque te he oído mascullar para tus adentros, como sólo haces cuando estás redactando una carta para sir Niebar. Si no tenías intención de pedir caballeros, no te plantearías escribir esa carta.

Pirvan tuvo la sensación de que la lógica de Haimya avanzaba a saltos, a un paso que lo dejaba cada vez más atrás. Sin embargo, estaba acostumbrado a que la mente de su esposa fuera como los Jinetes Libres: demasiado rápidos para poder seguirlos. Además, lo que decía era razonable.

—Si los caballeros zarpan rumbo a Suivinari en las naves de Vuinlod y sus amigos —dijo Pirvan—, proclamarán su amistad con la ciudad a la vista de todo el mundo. Con la ciudad y con todos sus habitantes, humanos y no humanos.

A Pirvan se le ocurrió que el Gran Maestre también podía prestar oídos a quienes argumentaban que los caballeros no debían declarar tal amistad, por si Istar se lo tomaba a mal. Pirvan esperaba que ningún Gran Maestre pudiera ser tan ingenuo como para confundir al Príncipe de los Sacerdotes y sus esbirros con Istar y sus habitantes, grandes o pequeños, necios o juiciosos.

Pero esperar era lo único que podía hacer. Eso y no formular sus pensamientos en palabras. Eso estropearía el cálido ambiente de la estancia aquella noche.

Sintió lo cálido que era cuando Haimya volvió a agarrarle el brazo y con la mano libre le tiró de la barba hasta que lo obligó a bajar la cabeza para recibir un beso.

—Creía que estabas demasiado cansada —dijo.

—Cansada, pero necesitada de sosiego —susurró ella—. Me pregunto cuánto del amor superficial de los mercenarios procedía de esa necesidad, después de una batalla o una dura marcha.

Pirvan se dejó arrastrar bajo las sábanas. Se preguntó brevemente si Haimya desempeñó algún papel en el «amor superficial» cuando era mercenaria y luego decidió que no le importaba si otros hombres la habían abrazado en otras ocasiones.

Durante veinte años, él y su dama se habían abrazado y sido fieles. Los dioses podían llevarse todo lo demás que le habían concedido a él, y aun así seguiría siendo más rico de lo que jamás había soñado.