Casi al mismo tiempo que Torvik divisaba la isla de Suivinari, el señor y la señora de la hacienda Tirabot, en las tierras de la poderosa Istar, recibían a un huésped.
Sir Niebar agachó la cabeza con delicadeza para pasar por la puerta que daba acceso a la estrecha estancia de la torre donde le esperaban sir Pirvan y lady Haimya. Los dos hombres, ambos Caballeros de la Rosa, se saludaron formalmente y luego se abrazaron. Sir Niebar incluso dejó escapar una risita.
—Ha llegado a mis oídos que vuestra gente hace apuestas sobre cuándo y cuántas veces me daré con la cabeza en vuestros dinteles —dijo. Mucho antes de lucir ninguna insignia de los Caballeros de Solamnia ya se le conocía como Niebar el Alto, y los años le habían respetado gran parte de su estatura.
Pirvan guardó silencio. Era consciente de que su jefe y camarada traía malas noticias y trataba de esconderlas detrás de la ligereza, como los exploradores de un ejército se esconderían detrás del humo producido por unas hierbas ardiendo. Pero Niebar no habría sucedido a sir Marod de Ellersford al frente del «trabajo secreto» de los Caballeros de Solamnia si no hubiese tenido el coraje de decir las verdades llanas sin rodeos.
—Si alguien conspira para propiciar vuestra caída, lo castigaremos como se merece —dijo la esposa de Pirvan, esbozando una sonrisa.
—No soy tan viejo para haber perdido la capacidad de calcular la altura de una puerta, ni tampoco he perdido la elasticidad necesaria para pasar por debajo —dijo Niebar. Se dejó caer sobre una esquina de un banco que era el único mobiliario de la habitación, además de un arcón y dos tapices de colores desvaídos y comidos por las polillas.
Por el modo de moverse de Niebar, Pirvan calculó que esas palabras eran como silbar en la oscuridad. La rigidez de las junturas no mataban como las congestiones de sangre en el cerebro, pero podían hacer sufrir a un hombre e incluso incapacitarlo para la labor de un caballero.
Cuando murió sir Marod —de ello hacía tres meses—, sir Niebar no guardó en secreto su deseo de que Pirvan se ocupara de la dirección del trabajo secreto. Sin embargo, el Gran Maestre y los altos caballeros no opinaban lo mismo; Pirvan ascendió un peldaño en el escalafón, en lugar de dos.
—¿Os apetece un refrigerio? —preguntó Haimya.
Niebar hizo un gesto de negación.
—La última etapa de nuestro viaje ha sido fácil. En el último lugar donde nos detuvimos a hacer noche había agua en abundancia, los kenders habían dejado frutas y pan, y las noticias de nuestra fuerza habían llegado a todos los bandidos de este territorio.
Probablemente era verdad. Niebar se tomaba más en serio que la mayoría el deber de un caballero de no mentirle a otro. Pirvan aún creía entender más de lo que decía.
Lo mismo le ocurría a Haimya. Sus cejas se arquearon y levantó ligeramente un hombro. Tenía un arsenal completo de tales gestos y movimientos, que Pirvan podía interpretar, después de veinte años de matrimonio como si leyera un rollo de pergamino.
—El Príncipe de los Sacerdotes ha muerto —dijo Niebar.
Pirvan hizo un gesto de sorpresa típico de los bajos fondos de Istar. Haimya hizo otros propios. Después dirigió una elocuente mirada a su marido. Su derecho a estar allí no le daba derecho a azuzar a Niebar para que fuera más explícito, pero azuzar a su marido era otra cuestión.
—No habíamos oído ni el más mínimo rumor —dijo Pirvan, frunciendo el entrecejo—. ¿Fue de repente?
—Tan de repente que por la calles de Istar ya corren rumores de que ha sido envenenado —respondió Niebar.
Pirvan no necesitó más miradas de Haimya para comprender adónde conducía aquello. Sólo necesitó contemplar el rostro de Niebar, que se esforzaba por controlar su expresión.
—¿Soy sospechoso?
Niebar hizo un gesto de negación, pero al mismo tiempo se tiró de la barba. Pirvan se sintió tentado, durante un breve instante, de tirar de la suya, y desafiar a Niebar a una competición de tirones de barba que podría seguir hasta que ambos se quedaran con el mentón lampiño.
En su lugar, hizo un gesto de resignación.
—¿Qué puedo decir? Sólo esto: debo a sir Marod más que a ningún otro hombre, vivo o muerto. Sin él, quizá sería, como mucho, un anciano ladrón en Istar. Nunca habría conocido a Haimya y ni los propios dioses podrían recompensar a quien me hizo semejante regalo.
Haimya se sonrojó levemente y apretó la mano de su marido.
—Pero nunca sospeché que el Príncipe de los Sacerdotes estuviera implicado en la muerte de sir Marod —prosiguió Pirvan—. Y aunque así fuera, habría pensado en el honor de los caballeros y en el mío. Además, ya no soy amigo, como lo fuera en otro tiempo, de los ladrones de Istar. No tengo a nadie que me pueda informar de quién pudo envenenar al Príncipe de los Sacerdotes, aunque fuera lo bastante necio como para preguntarlo. Lo más probable es que compraran el favor del nuevo Príncipe de los Sacerdotes envenenándome a mí y llevándole mi cabeza en un saco de sal.
Niebar profirió un suspiro como si acabara de quitarse un gran peso de encima.
—Os pido perdón por habéroslo preguntado, pero las órdenes procedían del Gran Maestre —dijo.
—¿Es él sospechoso? —preguntó Haimya. Si su voz hubiera sido una espada, el Gran Maestre habría hecho bien de no darle la espalda.
—No —respondió Niebar con firmeza—. Pero necesita aplacar a los que sí lo son, tanto en Istar como entre las propias filas de los caballeros. Os agradezco vuestra franqueza, e incluso vuestro carácter.
—Si otra persona me hubiera venido con esas preguntas, quizá no habrían recibido ninguna de ambas cosas —dijo Pirvan—. Y ahora, ¿podemos ofreceros ese refrigerio? Necesitamos pensar en lo que significará un nuevo Príncipe de los Sacerdotes, y eso implica hablar más de lo que puedo seguir haciendo con la garganta seca.
—No faltaría más —respondió Niebar—. O mejor dicho, sólo faltaría un sirviente discreto. Y… ¿esta sala está protegida?
Pirvan pronunció cuatro palabras, cada una de ellas de cinco o seis sílabas. Sintió un cosquilleo detrás de las orejas y las cuencas oculares cuando pronunciaba la última.
—Ahora sí —dijo—. Un regalo de nuestros viejos amigos, Tarothin y Sirbones. Protegieron esta habitación con el conjuro, por lo que cualquiera que lo necesite puede salvaguardarla de la magia con las palabras que acabo de pronunciar. Ellos volverán el próximo año para renovarlo. Por ahora, estamos seguros con esto.
—Ahora recuerdo que conocíais uno o dos modestos conjuros particulares —dijo Niebar, profiriendo un suspiro—. Ojalá conociera yo alguno para atraer a un pegaso y montarlo durante las próximas semanas. La muerte del Príncipe de los Sacerdotes significa mucho trabajo para nosotros.
Incluso en la época en que todos los sacerdotes de Istar podían reunirse en una sola estancia, lo normal era que uno de ellos fuera el primero entre iguales. Su título, sin embargo, variaba. «Príncipe de los Sacerdotes» era el más reciente y aún no había sido aceptado por todos. También era una innovación reciente que el primero entre iguales se considerara un verdadero cargo, al cual un hombre era, a falta de un término mejor, «elevado». Aunque en este caso, reciente aún era más relativo. Los sacerdotes de Istar se consideraban un único organismo desde hacía varios siglos.
Las maneras de convertirse en el principal sacerdote de Istar habían sido numerosas y variadas a lo largo de los años. Se comentaba que, en una ocasión, un «sacerdote principal» vivió tantos años, que cuando murió, ya habían muerto también todos los que sabían cómo se debía elegir a su sucesor, y los sacerdotes de Istar no tuvieron ningún líder durante casi noventa años.
Pirvan sabía que ahora éste no sería el caso. El Príncipe de los Sacerdotes fallecido apenas había reinado siete años, tras ser elegido (eso se decía) por miedo a una discusión con los comerciantes sobre la afición de su predecesor a las intrigas, los asesinatos y, en general, la falta de escrúpulos. Si este Príncipe de los Sacerdotes no había intentado hacer el bien, al menos había procurado por todos los medios evitar el mal. Su muerte no era ninguna buena noticia, y menos aún si había sido asesinado.
—Naturalmente —añadió Niebar—, sólo tenemos la palabra de los sacerdotes de que su muerte fue repentina. También es posible que haya muerto de alguna enfermedad corriente de la que no se cuidó hasta que estaba tan avanzada que necesitaba a un dios, no un sanador, para salvarse. Quien ocupa la sede del Príncipe de los Sacerdotes debe encontrar tiempo para más tareas en un día que la mayoría de los príncipes.
—Todo esto honra la memoria del Príncipe de los Sacerdotes —dijo Haimya—. Pero todavía no habéis aclarado qué tiene que ver con nosotros. A menos que la sucesión a ese elevado trono tenga probabilidades de ser sangrienta o interese a los caballeros por cualquier otra razón.
—En nuestra opinión, puede ocurrir ambas cosas —replicó Niebar—. Es cierto que los Siervos del Silencio fueron, disueltos. Muchos de ellos se pusieron al servicio de sacerdotes con más ambición que escrúpulos. Además, las soflamas de plaza pública que afirman que sólo los humanos son virtuosos a los ojos de los dioses siguen siendo tan ruidosas como de costumbre.
Haimya pareció querer escupir, pero se conformó a decir que todas esas personas vocingleras y equivocadas podían ahogarse en letrinas de hobgoblin. Pirvan no dijo nada, pero frunció el ceño. Mantuvo ese semblante agrio tanto tiempo que sir Niebar parecía a punto de ponerse nervioso cuando por fin se decidió a hablar.
—¿Habéis venido para instarnos a abandonar la hacienda Tirabot y huir a Solamnia? —preguntó Pirvan.
—No creo que la palabra huir sea la más apropiada —respondió escrupulosamente sir Niebar—. Sin embargo, nadie de entre los caballeros dudará de vuestro valor por trasladaros al alcázar de Dargaard o a algún otro lugar fuera del alcance del Príncipe de los Sacerdotes y sus esbirros.
—No es seguro que el próximo Príncipe de los Sacerdotes tenga esbirros —repuso Pirvan—. En cuanto al valor, yo dudaría del mío si huyera. Lo mismo podrían hacer los que dejara atrás.
—No son caballeros —dijo sir Niebar, y luego se ruborizó al darse cuenta de lo inadecuado de sus palabras.
Haimya cortó en seco sus balbuceantes intentos de explicarse, como un halcón lanzándose en picado sobre una corpulenta paloma.
—Eso no significa que no sean nada —dijo la mujer—. Dudo de que vuestra intención fuera decir eso. Pero en los últimos tiempos son demasiados los caballeros que parecen pensar sólo en lo que conviene a las Órdenes, olvidándose de lo que dicen el Código y la Medida sobre defender a los necesitados. ¿Os habéis convertido en uno de esos caballeros de tan flaca memoria, sir Niebar?
—No —respondió el visitante—. Y cómo no, recuerdo el raro valor de sir Pirvan para los caballeros y, a través de ellos, para todos aquellos que están bajo su protección. Vuestro servicio de defensa va mucho más allá de los mojones fronterizos de la hacienda Tirabot, sir Pirvan. ¿O es vuestra memoria la que empieza a fallaros?
—Mi memoria se mantiene lo suficientemente firme —dijo Pirvan con gesto severo— como para recordarme que sir Marod os prohibió plantearme este asunto hace ya algún tiempo. Utilizó unos términos bastante fuertes, o eso he oído decir.
El rostro de Niebar dibujó un amago de sonrisa.
—A cualquier otro que hubiera utilizado ese lenguaje le habría exigido una reparación —dijo—. Bueno, quizá no a vos o a vuestra dama, pero sir Marod…
—Si decís que sir Marod está muerto como excusa para vuestra locura, os arrancaré la lengua —lo interrumpió Haimya en un tono que habría congelado una cascada.
—Iba a decir que sir Marod también se preocupaba porque no os utilizaran como rehenes para desviaros de los intereses de los caballeros —dijo sir Niebar, aún con el amago de sonrisa—. ¿Tenéis el deber de ahorrarles ese peligro si podéis?
—Si puedo, sí —dijo Pirvan—. ¿Me estáis ofreciendo ayuda en ese menester?
—¿De verdad erais ladrón, Pirvan? —Niebar se rió—. ¿O vendíais las velas y la miel de vuestro padre en el mercado, llevándoos siempre la mejor parte en el regateo?
—Hay quien también llama a eso robar —observó Haimya—. Pero puedo jurar una cosa: contendré mi lengua mientras sir Niebar nos ofrezca su ayuda.
—Eso significa que los dioses aún están entre nosotros, haciendo milagros —dijo Niebar—. ¿Qué vendrá ahora? ¿Un rey kender…? —en ese momento Haimya empuñó su daga (todavía enfundada) e hizo el gesto de degollar al caballero.
Pirvan encargó más vino y un plato de pastas de grosellas silvestres secas, comprobó el conjuro protector de la estancia y decidió abrir su mente tanto como sus oídos a la oferta de sir Niebar.
No dudaba de que los inocentes pudieran correr ese peligro por la malevolencia del Príncipe de los Sacerdotes. Simplemente, dudaba de que pudiera hacer gran cosa por evitarlo cruzando la frontera de Solamnia como un esclavo en fuga.
Había caído la noche en la hacienda Tirabot, y con ella había llegado el sueño para todos, excepto los desvelados por causas naturales o los que trabajaban de noche. Uno de ellos era un pastor que se entretenía tocando una flauta, y su melodía flotaba en la brisa que ascendía de los pastos situados al otro lado del puente del arroyo de Plata.
Otros dos eran los que escuchaban al flautista: el señor y la señora de la hacienda Tirabot. Estaban sentados codo con codo en un banco, junto a una ventana recién practicada en su habitación, lo bastante grande para dejar pasar el sol durante el día y el aire fresco por la noche. Estaba demasiado alta para que la alcanzaran los arietes u otras máquinas de asedio y tenía postigos de hierro preparados para protegerla de los proyectiles o los intrusos.
—Sir Niebar no es tonto —dijo Haimya, rompiendo el silencio.
—No he dicho que lo fuera —respondió Pirvan—. ¿Me has oído pensarlo?
—Te he oído pensar que era un mal invitado por sacar a relucir otra vez el asunto.
—Me ha sentado peor que no haya mantenido a sus hombres de armas alejados de nuestra mesa —bromeó Pirvan—. Comían como si hubieran ayunado durante toda una semana.
—Quizá sea así —dijo la señora, esbozando una sonrisa—. Es casi seguro que los caballeros no le han proporcionado una buena bolsa, e ignoramos hasta dónde llegan sus propios fondos.
—Razón de más para no abandonar la hacienda. Un caballero sin tierras no es el mejor preparado para arrancar los secretos de otros con su propio bolsillo.
—Es cierto —dijo Haimya—. Pero no necesitamos abandonar la hacienda ni a los nuestros para salvarnos.
Pirvan miró a su esposa. Eso siempre le proporcionaba gran placer, incluso ahora que estaba enfundada en una gruesa bata de lana para protegerse del relente. Bajo esa túnica había una mujer de la que le costaba creer que fuera su esposa y amante desde hacía más de veinte años, y madre de tres hijos, dos de ellos en edad de casarse.
—Creo que lo que tienes que decir es demasiado importante para soltarlo con acertijos —le dijo—, como un hombre que despachara una cerveza nocturna.
—¡Qué poco adecuada para los oídos de una dama es tanta crudeza! —exclamó Haimya con fingido horror.
—¿Es la pura verdad inadecuada para los de un caballero? —replicó Pirvan. Sería agradable entablar uno de sus duelos verbales, que a aquella hora casi siempre acababan en la cama. Pero necesitaban una respuesta para sir Niebar antes de que se partiera al alba.
—Pensaba en Vuinlod —dijo Haimya—. Cualquiera de los nuestros que no pudiera vivir bajo el yugo del Príncipe de los Sacerdotes encontraría allí un hogar.
Pirvan comprendió. La pequeña ciudad portuaria del norte de Solamnia, desde que la gobernaba lady Eskaia, se había convertido en un refugio para las personas de toda clase y condición que necesitaran vecinos tolerantes y pocos espías istarianos. La propuesta de Haimya era sensata, tal como la entendía Pirvan, pero no estaba exenta de fallos.
—Aurinius no supone ningún peligro —prosiguió Haimya, como si hubiera interpretado las objeciones de Pirvan por su expresión—. Eskaia lo tiene comiendo en la palma de su mano.
—Una buena manera de encontrar migas en las sábanas por la mañana, si recuerdo la época en que éramos así de jóvenes —empezó a decir Pirvan. Se interrumpió al recibir un bofetón en broma de Haimya.
—Solamnia sigue estando ligada a Istar por el Juramento de la Vaina de la Espada y por la Gran Federación —prosiguió—. ¿Qué hay de ellos?
—¿Qué hay de qué? —inquirió ella a su vez—. ¿Se han aplicado ya por la fuerza en territorio solámnico las nociones de justicia del Príncipe de los Sacerdotes, incluso cuando mandan los de más celo del gremio?
—Todavía no. —No añadió que a su gente le iría mal si eso cambiaba, porque le iría mal a todo el mundo. No habría seguridad para los justos y los honorables en lugar alguno bajo el sol, o al menos en ninguno hasta donde llegara la influencia de Istar.
—Supongo que podemos hacer esa visita a Eskaia, porque hace dos años que está insistiendo en ello —dijo Pirvan—. Llevaremos como escolta los suficientes hombres de confianza para que puedan volver con noticias sobre la vida en Vuinlod. Después, todos aquellos a los que propongamos que vayan no saltarán hacia lo desconocido como monos de una liana.
Haimya le acarició la mejilla y luego lo atrajo hacia sí y lo besó.
—Creo que eso dará cumplida respuesta a sir Niebar. Y ahora que hemos cumplido con nuestro deber…
El beso se prolongó. En realidad, ella lo condujo a la cama y lo despojó de su bata. Un calientacamas había hecho su trabajo, de modo que Pirvan no tuvo frío ni siquiera durante el breve instante después de desnudarse y antes de que Haimya lo abrazara.