Torvik Jemarson acercó a su ojo el telescopio de fabricación enana y escrutó el norte, intentando atravesar la bruma. Si no tenían a la vista la isla de Suivinari —la montaña Ahogada, como la llamaban algunos—, su rumbo desde Vuinlod había sido completamente erróneo.
El joven contramaestre habría deseado poseer un conjuro para el telescopio, que lo hiciera capaz de atravesar la niebla y la bruma. Pero sólo era de bronce macizo y del mejor cristal de lupa, trabajado con habilidades en las que Torvik confiaba, aunque no llegó a conocer a los enanos que las poseían. Cualquier enano que se hubiera ganado la confianza del antiguo camarada de su padre, sir Pirvan Wayward, y también del actual compañero de su madre, Gildas Aurinius, un general istariano retirado, tenía que ser que ser un enano muy singular. Torvik no se habría embarcado en una nave de fabricación enana porque los enanos ignoraban los usos del agua, pero se fiaría de ellos en cualquier otra cosa.
Tampoco deseaba que un viento dispersara la niebla. Tan al norte, era verano o primavera a lo largo de todo el año, con tormentas acrecentadas por el calor que se alza entre una guardia y la siguiente, y alcanza una intensidad pavorosa sin previo aviso. Torvik recordó un viejo dicho de los bárbaros del desierto:
«Cuidado con lo que pides a los dioses, porque pueden concedértelo».
Por eso no se arriesgaría a que los dioses mandaran más viento del que el Garra de Alción fuera capaz de soportar. En aquellas aguas, los escollos, la niebla y los minotauros ya eran suficientes peligros.
—¡Ah de la cofa! —oyó gritar desde la cubierta—. ¿Qué se divisa desde ahí?
Siendo el contramaestre, era una cuestión de sentido común que Torvik se apostara en la cofa del primer mástil de los tres del buque. Así también aumentaba la distancia entre él y Yavanna, la oficial de cubierta. Lo superaba en estatura y lo doblaba en edad, y estaba convencido de que Torvik debía su cargo más a su linaje que a su competencia. Solía mostrarse educada con él, pero en ocasiones se volvía taciturna, hasta que su voz adquiría cierta agudeza, como en esta ocasión.
—Algo demasiado sólido para ser un banco de niebla y demasiado alto para ser un escollo —gritó Torvik desde la cofa—. Te daré más datos cuando consiga ver algo más.
—¿Cómo vira?
—La marca más alta está a tres puntos a babor por proa —respondió Torvik.
Torvik adivinó los mudos pensamientos de Yavanna después de que ella se diera por enterada con un gruñido. A partir de ese momento, podían estar dirigiéndose en línea recta a la maraña de escollos que había en el cabo suroriental de Suivínari.
En ese caso, por delante sólo tenían la destrucción. Virando más a estribor les esperaba un largo rato a barlovento antes de llegar a las playas humanas. Más a estribor, y se arriesgaban a dirigirse a la parte de la isla que los minotauros consideraban su territorio… y defendían con la habitual ferocidad de su raza.
Yavanna ya debía haber dado órdenes, porque cuando Torvik acababa de considerar sus posibilidades, advirtió que el barco se escoraba mientras giraba el timón. Justo cuando había decidido guardar un momento el telescopio, surgió una cresta entre la niebla.
Un cono de roca de color pardo claro se elevaba hacia el cielo desde el mar, tan perfecto como si lo hubieran esculpido. Un humo grisáceo se elevaba en volutas desde la cumbre, junto con un vapor blanco de las chimeneas secundarias de las laderas.
—¡El Humeante, justo a proa! —gritó Torvik. Se azoró porque estuvo a punto de quebrársele la voz.
Aun así, el mensaje llegó a la cubierta. Yavanna gritó a la tripulación que se prepararan para recalar y después ordenó que volvieran a enderezar el timón. Sabía hacer su trabajo; no era necesario cansar a los timoneles o dejar que los mástiles se bambolearan como si estuvieran navegando en plena galerna.
Consiguieron recalar sin sufrir ningún percance. En pocas horas —en lugar de días—, el Garra de Alción echaría el ancla frente a una playa de blanca arena, con árboles cargados de frutos junto a la orilla y un arroyo del agua más pura conocida por marineros al alcance de la mano de los grupos de aprovisionamiento de agua.
Yavanna también estaría a varios días, en lugar de sólo a unas horas, de los minotauros.
El Garra de Alción sólo tuvo que navegar un corto trecho hacia el sureste antes de alejarse de los últimos escollos que surgían del mar como los tentáculos urtincantes de una medusa. Los fue sorteando y, con un sondeador tomando medidas, se deslizó hacia la rada de Mikkledan.
El agua estaba más lóbrega de lo normal en las costas de Suivinari y Torvik no vio delfines, ni sumergidos ni saltando. El otro vigía observó lo mismo y se inquietó.
—Pueden haber huido por los temblores del Humeante —recordó Torvik al hombre—. O bien podían ser todos dargonestis que han recuperado su forma de elfo y están en alta mar, celebrando un banquete en las profundidades donde nunca podremos verlos.
El hombre parecía necesitar que lo tranquilizaran más, pero antes de que Torvik pudiera negarse, el capitán salió a cubierta.
—¡Ah de la cofa! —gritó el capitán—. ¿Ves algo inusual?
Torvik había examinado el agua hasta perder la esperanza de encontrar algo en ella. Ahora desplegó su telescopio y escrutó la arena blanca. Algunas partes parecían menos blancas y mucho menos lisas de lo normal, pero eso podía deberse simplemente a un barco reciente con una tripulación bisoña. La rada de Mikkledan era famosa por haber albergado grupos de aprovisionamiento de agua de hasta tres barcos entre un amanecer y el siguiente.
Sin embargo, algo largo y oscuro yacía en la orilla. Largo, oscuro y con las olas saltándole por encima, era poco lo que Torvik podía distinguir. Empezó a picarle la curiosidad.
—Alguien ha abandonado un bote de salvamento en la playa. Eso es lo que veo.
Siguió un silencio lo bastante prolongado como para tensar los nervios de los hombres.
—Toda la tripulación preparada para recoger las velas y echar el ancla —gritó el capitán Sorraz—. ¡Grupo de desembarco! ¡Quiero voluntarios, y todos armados!
Torvik dio un respingo. Las órdenes eran las que él hubiera dado, pero nunca habría ordenado que el grupo de desembarco se armara donde todos podían oírlo. Los marineros, supersticiosos por naturaleza, podían asustarse fácilmente de los peligros desconocidos que acechaban en la rada.
Los hombres del primer bote saltaron para alcanzar la playa casi antes de que se detuviera. Torvik iba a la cabeza. Le parecía que todos estaban menos ansiosos por pisar tierra firme que por resolver el misterio del bote volcado.
Siguió volcado cuando llegaron a él, porque era una embarcación enorme, cada plancha gruesa como el brazo de un hombre y cada costilla casi tan ancha como el cuerpo de ese hombre. Sólo los marineros más jóvenes no reconocieron una obra de minotauros.
A nadie le tranquilizó el ver que algunas de las gruesas planchas y una de las recias costillas estaban destrozadas como cazuelas de barro aplastadas por un martillo. Por fin, varios hombres hicieron acopio del coraje para buscar asideros y, a una señal de Torvik, dieron la vuelta al bote.
Los que lo rodeaban no fueron los únicos que se quedaron sin aliento por el horror. El grupo de Yavanna, que vigilaba el camino hacia el interior de la isla, y los hombres de Sorraz, que se mantenían al pairo justo después del rompiente de las olas, también perdieron la compostura con lo que quedó al descubierto al levantar el bote.
Era un minotauro, de buen tamaño incluso para esa enorme raza. Era evidente que había muerto luchando, con un valor que salvaría su honor, pero no le había salvado la vida. Su enemigo le había arrancado de cuajo un brazo, aplastado el pecho y arrancado la carne de un muslo y casi toda la cintura. La gruesa piel del minotauro también presentaba cortes y marcas redondas, con un diámetro del ancho de una mano. Fueron esas marcas redondas lo que consiguió aflojar la lengua de alguien.
—Yo he visto antes esos círculos —dijo. Fue poco más que un suspiro.
—Más alto —exclamó Torvik—. Lo que uno sepa de esto, deben saberlo todos. ¿Robarías el cuchillo a un compañero? Pues dejarlo en la ignorancia es tan malo como eso.
El hombre tragó saliva.
—Las vi en la piel de una ballena —dijo—. Una ballena que uno de mis oficiales dijo que se había topado en su camino con un kraken.
Aquel nombre de mal agüero hizo que todos se volvieran hacia el mar. Sorraz y Yavanna se separaron de sus respectivos grupos, y se apresuraron a reunirse con Torvik. Antes de que las miradas hacia el mar se convirtieran en una carrera hacia los botes, Torvik silbó para llamar la atención de todos.
—Nunca he oído hablar de krakens en estas aguas —dijo— o tan cerca de la orilla.
—Los krakens van donde quieren —masculló Sorraz el Arponero. El capitán sabía pelear bien y cazar tiburones aún mejor, pero no era un maestro en llevar la moral.
—Nosotros también —espetó Torvik—. ¿O acaso el Garra de Alción es un panzudo buque mercante que sólo piensa en los beneficios seguros, tripulado por hombres que esperan que el mar se vuelva seguro para ellos?
Eran palabras mucho más floridas de lo que su padre habría considerado prudente para arengar a unos hombres asustados, pero al menos parecieron desviar su atención de los krakens.
—Lo que yo quiero saber es qué está haciendo en nuestra playa «cara de toro», sea tres veces maldita su raza —dijo alguien.
—Puede que estuviera buscando la tierra más próxima —replicó Sorraz—. Sólo Habbakuk sabe que yo haría lo mismo si me persiguiera un kraken.
Estas palabras parecieron calmar al hombre respecto de los minotauros, aun cuando no de los krakens. Torvik estaba a punto de sugerir que arrastraran el cadáver más allá la línea de la marea alta para enterrarlo con honor, cuando uno de los hombres de Yavanna llegó corriendo desde el lindero del bosque como si las llamas del Abismo le lamieran los talones.
—¡Hay otro ahí arriba! —gritó—. ¡Muerto y sin una sola marca!
—¿Otro qué? —preguntaron Yavanna y Torvik, casi al unísono. Torvik reparó en que eran las primeras palabras que pronunciaba Yavanna en todo el viaje a tierra.
—Otro minotauro —dijo el hombre.
—¡Beeyona! —gritaron al unísono Torvik y Yavanna, que habían tenido la misma idea.
La sanadora de la nave bajó torpemente del bote y se dirigió corriendo por la arena hacia los oficiales.
—¿Qué queréis? —preguntó.
Sus modales eran tan rudos como cabría esperar de una mujer de cabello gris y gran estatura, pero no de una persona bajita de treinta años y apenas capaz de mirar a los ojos a Torvik sin levantar la cabeza. Pero años atrás había estudiado para sacerdotisa de Mishakal y, aunque no había pronunciado los votos, actuaba un poco por su cuenta. Todos los tripulantes del Garra de Alción coincidían en que sus artes curativas bien merecían que se le tolerase ese pequeño vicio.
Torvik no malgastó más palabras que Beeyona.
—Averigua cómo murió el minotauro. El del interior —añadió cuando la mujer se volvía hacia el cadáver mutilado.
Pocas veces había gozado Beeyona de una escolta tan nutrida o de un público tan numeroso como el formado por los marineros que la rodearon durante todo el camino hasta llegar a los árboles, y también después, cuando se arrodilló junto al minotauro muerto. No tenían mucho interés en quedarse, ya que los árboles podían ocultar cualquier cosa. Los ojos castaños del minotauro muerto miraban fija y ciegamente hacia arriba de un modo que daba tema para pesadillas. Además, se rumoreaba que algunos de los conjuros de Beeyona eran de cosecha propia, o incluso aprendidos de no humanos… y a bordo del Garra de Alción a algunos no les gustaba mucho esto último.
Fueran cuales fuesen sus orígenes, los conjuros de Beeyona funcionaron con la eficacia habitual. Cuando se separó del minotauro, su rostro expresaba lo que a Torvik le pareció puro conocimiento y lúgubre determinación.
—Estaba tan asustada que murió de miedo —dijo Beeyona.
—¿Asustada…? —preguntó Yavanna.
—Ella y su pareja llegaron a tierra en un bote —respondió la sanadora, señalando el cadáver—. Ella vio cómo su compañero era atrapado por su perseguidor y su corazón dejó de latir.
—Eso es sacar conclusiones muy profundas del cadáver de un minotauro, para la magia humana —dijo alguien.
—Tampoco yo habría conseguido tanto si llevara muerta varias horas más —repuso Beeyona, haciendo un gesto de indiferencia, antes de que Torvik o Yavanna pudieran identificar al insubordinado.
Torvik añadió lo que eso implicaba —el asesino del mar podía no andar lejos— a lo que ya había deducido por el hecho de que el primer minotauro no hubiera sido devorado todavía. El asesino no había comido. El sol hizo que la selva tropical pareciera de pronto fría como la ladera de un glaciar y casi proporcionó a sus pies la fuerza necesaria para que regresara volando a los botes.
El honor y el sentido común le devolvieron el buen juicio de dominar su cuerpo.
—Tenemos la misma necesidad de agua que antes —dijo con voz serena—. Sugiero, que llenemos nuestros barriles y nos larguemos cuanto antes. Deseo resolver este misterio tanto como vosotros, pero dudo que encontremos la respuesta en tierra.
—¿Y si regresa? —inquirió la misma voz que antes había dudado del honor de Beeyona.
—Es un animal marino —respondió con acritud Yavanna—. En tierra podemos elegir dónde luchar, y a ninguno de nosotros le flaquea el ánimo. Si llega por mar… Bueno, el Garra de Alción no es un bote de salvamento y a nuestro capitán no le llaman el Arponero sin un buen motivo. Y ésta es la última palabra para los haraganes y los cobardes hasta que nos hayamos aprovisionado de agua. Si oigo más murmuraciones, haré algo más que hablar.
—Yo también —dijo Torvik. Varios de los marineros más representativos hicieron un gesto de asentimiento y Sorraz esbozó una enigmática sonrisa.
Pero incluso ellos siguieron mirando alternativamente al bosque y al mar mientras hacían rodar los barriles vacíos fuera de los botes y por la playa hasta llegar el manantial.
Pasaron las horas, el montón de barriles vacíos se redujo y varios cargamentos de otros llenos ya habían sido llevados en bote al barco. El aprovisionamiento se habría hecho más deprisa si el calor del día no hubiese despertado tanta sed en los marineros, que bebían casi tanta cantidad como la que cargaban en los botes, como si de las fuentes manara cerveza en lugar de agua.
Torvik participó en el trabajo duro, pero él y Yavanna pasaban más tiempo vigilando a los centinelas, que a su vez vigilaban el lindero del bosque. No había ocurrido nada desde que encontraron al segundo minotauro muerto, pero Torvik sabía que eso no excluía la posibilidad de que pudiera ocurrir algo, y los centinelas quizás estuvieran menos atentos.
Torvik estaba apoyado en un árbol cuando sintió un temblor… en el árbol, no en el suelo. Apenas tuvo tiempo de pensar que era un terremoto muy peculiar, cuando el suelo arenoso reventó y surgió una raíz gruesa como su brazo, retorciéndose y contorsionándose como el tentáculo de un kraken.
La espada de Torvik refulgió al salir a la luz. El joven apenas tuvo tiempo de descargar un tajo antes de que la punta de la raíz se enrollara en su pierna izquierda. Volvió a atacar, la raíz se contorsionó con más ferocidad y el árbol volvió a estremecerse. Torvik se encontró de pronto colgado cabeza abajo.
Descargó un tercer tajo, pero sólo acertó de canto con la punta de la espada y arrancó una esquirla de corteza. A continuación, la raíz retrocedió, sujetando aún al joven contramaestre como un jugador de pelota levantando el brazo para efectuar un lanzamiento… y Torvik era la pelota.
Yavanna intervino antes de que la raíz lograra completar el lanzamiento. Empuñando un hacha en alto con ambas manos, se arrojó sobre la raíz. Ésta se estremeció con el primer hachazo, sufrió un espasmo con el segundo, apretó su abrazo alrededor de la pierna de Torvik hasta que éste gritó después del tercer golpe y con el cuarto cayó partida en dos.
La parte que seguía unida al árbol desapareció enseguida, como una serpiente de mar retrocediendo a su madriguera a la vista de un halcón pescador. Torvik cayó pesadamente sobre la arena, con la violencia suficiente para quedarse sin respiración, lo cual fue una suerte, o habría gritado de dolor otra vez cuando Yavanna sacudió el trozo de raíz que le rodeaba la pierna.
—¡No la toques! —consiguió gritar.
—Está muerta —repuso Yavanna.
—No debía estar viva, para empezar —dijo Torvik, y Yavanna se vio obligada a hacer un gesto de asentimiento.
—Nada más lejos de mí que esperar gratitud por salvarte la vida… —rezongó la mujer, mientras se daba la vuelta, empuñando aún el hacha. Miró los árboles como si los desafiara a que se atrevieran a sacudir siquiera una hoja contra ella.
—Estoy agradecido —dijo Torvik—. ¡Y no os quedéis todos mirándome como pasmarotes! ¡Vigilad los árboles o llenad los barriles! —gritó al círculo de marineros de ojos desorbitados que al parecer habían surgido de la nada.
Los marineros obedecieron y la salida de la isla fue una retirada más que una desbandada, sin dejar ningún barril ni ningún pertrecho en tierra. Nadie dio la espalda a nada más grande que un guijarro o una masa de algas hasta que todos estuvieron en la playa y listos para subir a los botes.
Tampoco dejó de contar ninguno de los miembros del grupo de aprovisionamiento de agua a sus compañeros cosas acerca de la magia suelta en isla de Suivinari, en cuanto estuvieron a bordo, hasta que Sorraz ordenó levar anclas y largar velas.
Al atardecer, Torvik dejó su puesto en la cofa a un vigía, porque la pierna contusa le dolía más de la cuenta y por otra razón que le costaba admitir. Cuanto antes la oscuridad engullera la isla de Suivinari, antes se sentiría a salvo de lo que, Fuera lo que fuese, acechaba en las aguas de la costa y en la arena y la roca del interior.
Se sentía un cobarde y un idiota por pensar tal cosa, pero dudaba de que fuera el único a bordo del Garra de Alción cuyo juicio estuviera un poco más nublado después del día que habían pasado. No les vendría mal hablar con otro barco cuanto antes, para dar el aviso y quizás averiguar si otros habían visto algo extraño en aquellas aguas. Por el momento, la mayor parte de la tripulación se alegraría de ver incluso un barco minotauro en el horizonte, antes que un mar vacío.
La idea hizo que Torvik levantara el telescopio, no porque esperara ver algo que el vigía no hubiera visto ya, sino porque, a veces, en una noche brumosa, el aire era limpio en cubierta y había niebla en las cofas, en lugar de ser al revés.
Un movimiento titilante y sinuoso cerca de un escollo apenas visible llamó su atención; hizo girar el telescopio para ver por qué las marsopas estaban tan cerca de la costa y entonces observó que los relucientes dorsos eran demasiado pequeños para ser de marsopa. Probablemente se trataba de focas o de nutrias marinas.
De pronto, Torvik habría jurado que había visto un débil resplandor rojizo en el agua, por donde acababa de pasar una de las focas. El resplandor creó un círculo en el agua que sólo duró lo que una inspiración profunda… pero de él salió nadando una figura humana. Llegó a las rocas con rápidas y relampagueantes brazadas de unos brazos largos y luego se irguió sobre unas largas piernas.
Era una mujer, con el cabello del mismo color rojizo que el resplandor, un tono de vino tinto denso, y que le llegaba hasta las rodillas, cubriendo la grácil silueta a los ojos de Torvik.
Después desapareció tan deprisa que Torvik sospechó de la magia antes de ver un pináculo de roca que ocultaba eficazmente del barco a cualquiera que estuviera detrás. Si había alguien a quien ocultar. Torvik luchó por un momento con la idea de que en realidad no había visto nada. Pero si así era, sus ojos y su mente le estaban jugando una mala pasada. Era mejor aceptar que había visto cómo una foca —no, sería una nutria marina— se convertiría en una mujer y saber que los dimernestis también nadaban en aquellas aguas.
Lo cual podía significar que conocían al asesino de los minotauros. Sí, pero no era seguro que pudieran sacar algo de eso.
Los dimernestis eran mucho más raros en aquellas aguas que los dargonestis. Pocos humanos lograban encontrarlos, y los dargonestis no siempre estaban dispuestos a ayudar. Incluso cuando se los encontraba, los dimernestis eran lentos para hablar a los humanos, que cazaban focas y nutrias marinas como nunca lo hacían con las marsopas y los delfines.
Ocultos en la oscuridad de la noche y su barba, los labios de Torvik dibujaron una sonrisa burlona cuando se le ocurrió una idea: sin duda, el capitán sabría más de los dimernestis que la mayoría, como sabía más que la mayoría de cualquier criatura que hubiera caído bajo su arpón. Pero al adquirir ese conocimiento, Sorraz habría derramado tanta sangre dimernesti que los moradores de los bajíos preferirían ver al Garra de Alción en el fondo del mar antes que dar a ninguno de sus tripulantes ni una almeja muerta.