ESCENA VII

Gabinete del Rey.

(Entran el Rey y Laertes.)

REY.—Tu conciencia debe ahora sancionar mi absolución, y tu pecho acogerme como amigo, pues has podido oír y comprobar que el hombre que mató a tu noble padre atentaba contra mí.

LAERTES.—Es evidente. Mas decidme por qué no procedisteis contra hechos tan graves y tan ciertos de pena capital, cuando a ello tanto os obligaban vuestra seguridad, prudencia y más motivos.

REY.—Por dos razones especiales que, aunque a ti te parezcan harto endebles, tienen fuerza para mí. Su madre, la reina, le idolatra y, en lo que a mí respecta (sea mi suerte o mi desgracia, no sé cuál), tal es mi conjunción con ella en cuerpo y alma que, cual astro que sólo gira dentro de su esfera, yo fuera de ella no existo. La otra razón para no haber hecho cargos públicos es el cariño que las gentes le profesan: un afecto que, sumergiendo sus delitos, cambiaría sus culpas en virtudes cual la fuente que transmuta en piedra la madera. Así, mis flechas, de ingrávida vara para viento tan fuerte, habrían regresado a mi arco sin hacer diana.

LAERTES.—Y yo me encuentro sin mi noble padre y a mi hermana en condiciones angustiosas, que, si elogio lo que fue, desde una cumbre podía haber retado al mundo entero a emular sus perfecciones. Mas ya me vengaré.

REY.—Por eso no pierdas el sueño. No creas que estoy hecho de sustancia tan inerte que dejo que el peligro me tire de la barba y lo tomo a simple juego. Pronto has de oír más. Yo quería a tu padre, y me quiero a mí mismo, y esto espero que te enseñe a imaginar…

(Entra un mensajero.)

¿Qué pasa? ¿Hay noticias?

MENSAJERO.—Señor, cartas de Hamlet. Ésta para Vuestra Majestad, ésta para la reina.

REY.—¿De Hamlet? ¿Quién las ha traído?

MENSAJERO.—Señor, dicen que marineros. Yo no los vi. Me las dio Claudio; él las recibió.

REY.—Laertes, tú has de oírlo. —Déjanos.

(Sale el mensajero.)

(Lee.) «Excelsa Majestad: Sabed que, despojado, he puesto pie en vuestro reino. Mañana he de pediros licencia para presentarme ante vos y, con vuestra venia, exponeros las razones de mi pronto e insólito regreso. Hamlet.»

¿Qué significa esto? ¿Han vuelto los demás? ¿O es alguna trampa y todo es falso?

LAERTES.—¿Conocéis la letra?

REY.—Es la de Hamlet. «Despojado.» Y en posdata dice «solo». ¿Te lo explicas?

LAERTES.—Señor, no entiendo nada. Pero que venga. Alivia la dolencia de mi pecho pensar que viviré para decirle a la cara: «¡Así mataste!»

REY.—Laertes, en tal caso (y parece extraño, pero cierto), ¿dejarás que yo te guíe?

LAERTES.—Sí, mientras no me desviéis hacia la paz.

REY.—Hacia tu paz. Si ahora ha regresado tras cortar su travesía y no piensa reemprenderla, le induciré a un encuentro cuya trama está madura y en el cual sin remedio ha de caer. Por su muerte no habrá un hálito de culpa: ni su madre advertirá la maña y la creerá un accidente. Hace unos dos meses estuvo aquí un caballero normando. Yo he visto a los franceses, he luchado contra ellos, y son diestros a caballo, pero este valiente tenía magia. Clavado a la silla, conseguía del animal tales prodigios cual si fuese un solo cuerpo con la bestia y de su especie por mitad. Tanto rebasaba mi inventiva que yo, imaginando piruetas, quedaba atrás de las suyas.

LAERTES.—¿Normando decíais?

REY.—Normando.

LAERTES.—Seguro que Lamord.

REY.—El mismo.

LAERTES.—Le conozco bien. Es la gala y la gema de su tierra.

REY.—Dio testimonio de ti y alabó de tal modo tu destreza en el arte y ejercicio de la esgrima, sobre todo tu dominio del estoque, que exclamó: «¡Qué espectáculo sería si él tuviera un rival!» Este elogio envenenó de envidia a Hamlet, a tal punto que no hacía sino pedir y desear tu rápido regreso por luchar contra ti. De todo esto…

LAERTES.—De todo esto, ¿qué, señor?

REY.—Laertes, ¿no querías a tu padre? ¿O eres como imagen del dolor, como un rostro sin alma?

LAERTES.—¿Por qué lo preguntáis?

REY.—No es que crea que no querías a tu padre; es que sé que el amor está sujeto al tiempo y veo, pues lo prueba la experiencia, que el tiempo le resta su fuego y ardor. Hamlet regresa. ¿A qué estarías dispuesto por mostrar, más en hechos que en palabras, que eres digno de tu padre?

LAERTES.—A degollarlo en la iglesia.

REY.—Ni al crimen debe darse refugio en sagrado, ni poner freno a la venganza. Mas, buen Laertes, si piensas actuar, permanece en tu aposento. Hamlet sabrá que has regresado. Haré que algunos elogien tu excelencia y den doble barniz al gran renombre que el francés te dispensó, os junten finalmente y arreglen las apuestas sobre ambos. El, como es despreocupado, noble e incapaz de estratagemas, no mirará las armas; así, con sutileza de manos, te será fácil escoger una espada con punta y, de una artera estocada, desquitarte.

LAERTES.—Lo haré; y a ese fin untaré mi espada de veneno. Le compré un ungüento a un charlatán, tan mortal que un cuchillo en él mojado donde hiere no hay emplasto milagroso compuesto con las hierbas mas enérgicas del mundo que salve de la muerte a quien sólo haya arañado. Pondré el veneno en la punta y bastará con que le roce para que sea su muerte.

REY.—Lo estudiaremos. Pondera qué momento y qué medios favorecen nuestro objeto. Si éste fracasara y nuestra mala actuación mostrase el plan, más valdría no intentarlo. Por tanto, a tu proyecto hay que añadirle otro de reserva por si fuera a malograrse. Espera, a ver. Haré una apuesta solemne por vuestra maestría. Eso es. Cuando el esfuerzo os dé calor y sed (y habrás de hacer más violentos los asaltos), y él pida de beber, le tendré preparada una copa a propósito; con que la sorba, aunque escape a tu golpe envenenado, nuestro plan se habrá cumplido.

(Entra la Reina.)

¿Qué hay, querida esposa?

REINA.—Una pena le pisa los talones a la otra; tan rápido se siguen. —Laertes, tu hermana se ha ahogado

LAERTES.—¿Ahogado? ¿Dónde?

REINA.—Sobre un arroyo, inclinado crece un sauce que muestra su pálido verdor en el cristal. Con sus ramas hizo ella coronas caprichosas de ranúnculos, ortigas, margaritas, y orquídeas a las que el llano pastor da un nombre grosero y las jóvenes castas llaman «dedos de difunto». Estaba trepando para colgar las guirnaldas en las ramas pendientes, cuando un pérfido mimbre cedió y los aros de flores cayeron con ella al río lloroso. Sus ropas se extendieron, llevándola a flote como una sirena; ella, mientras tanto, cantaba fragmentos de viejas tonadas como ajena a su trance o cual si fuera un ser nacido y dotado para ese elemento. Pero sus vestidos, cargados de agua, no tardaron mucho en arrastrar a la pobre con sus melodías a un fango de muerte.

LAERTES.—Ah, así que está ahogada.

REINA.—Ahogada, ahogada.

LAERTES.—Pobre Ofelia, bastante agua has tenido: me prohibo llorar. Y sin embargo, es humano; se impone la naturaleza, aunque sea vergonzoso. Cuando cese mi llanto, ya no habrá mujer. —Adiós, señor. Tengo palabras de fuego queriendo encenderse, pero este desliz las apaga.

(Sale.)

REY.—Sigámosle, Gertrudis. Mucho me ha costado aplacar su ira, y ahora me temo que vuelve a empezar. Sigámosle.

(Salen.)