Sala en casa de Horacio.
(Entra Horacio con un criado.)
HORACIO.—¿Quiénes son los que quieren hablarme?
CRIADO.—Marineros, señor. Dicen que os traen una carta.
HORACIO.—Que pasen.
(Sale el criado.)
No sé quién en todo el mundo va a escribirme, si no es el propio Hamlet.
(Entran los marineros.)
MARINERO PRIMERO.—Dios os guarde, señor.
HORACIO.—Igualmente.
MARINERO PRIMERO.—Él os oiga. Señor, os traigo esta carta de parte del embajador que iba a Inglaterra, si, como me han hecho saber, vuestro nombre es Horacio.
HORACIO.—(Lee.)
«Horacio: Cuando hayas leído esto, haz que estos hombres tengan acceso al rey. Traen carta para él. No llevábamos dos días en el mar cuando un barco pirata bien armado nos dio caza. Al ser lentas nuestras velas, hubimos de mostrarnos animosos, y en el choque lo abordé. Al instante se soltaron de nuestro barco, y yo quedé su solo prisionero. Me han tratado cual ladrones compasivos. Pero saben lo que hacen: tengo que pagarles el favor. Que el rey lea la carta que le mando, y reúnete conmigo tan deprisa como huirías de la muerte. Te diré algo al oído que, aunque sea muy leve para el calibre del hecho, te va a dejar sin habla. Estos buenos hombres te llevarán donde estoy. Rosencrantz y Guildenstern siguen con rumbo a Inglaterra. De ellos tengo mucho que contarte. Adiós. Siempre tuyo, Hamlet.»
Venid, daré curso a vuestra carta y, por cierto, a toda prisa, pues habéis de llevarme al que os la dio.
(Salen.)