ESCENA IV

El cuarto de la Reina.

(Entran la Reina y Polonio.)

POLONIO.—Viene en seguida. Censuradle a fondo. Decid que sus excesos ya son insufribles y que Vuestra Majestad le ha protegido de las iras. No voy a hablar más. Os lo ruego, sed clara con él.

HAMLET.—(Dentro.) ¡Madre, madre, madre!

REINA.—Así lo haré. Perded cuidado. Escondeos, que ya viene.

(Entra Hamlet.)

HAMLET.—Y bien, madre, ¿qué ocurre?

REINA.—Hamlet, has ofendido mucho a tu padre.

HAMLET.—Madre, tú has ofendido mucho a mi padre.

REINA.—Vamos, vamos, replicas con lengua muy suelta.

HAMLET.—Venga, venga, preguntas con lengua perversa.

REINA.—¿Qué es esto, Hamlet?

HAMLET.—¿Qué ocurre ahora?

REINA.—¿Olvidas quién soy?

HAMLET.—Por la cruz, nada de eso. Eres la reina, esposa del hermano de tu esposo y, ojala no lo fueras, pero eres mi madre.

REINA.—Muy bien. Te mandaré a quien sepa hablarte.

HAMLET.—Vamos, vamos, siéntate. Tú no te mueves ni te vas hasta que ponga frente a ti un espejo que te enseñe tus adentros.

REINA.—¿Qué vas a hacer? ¿No irás a matarme? ¡Ah, socorro, socorro!

POLONIO.—(Detrás del tapiz.) ¡Ah, socorro, socorro, socorro!

HAMLET.—¡Cómo! ¿Una rata? ¡Por un ducado la mato!

(Mata a Polonio atravesando el tapiz.)

POLONIO.—¡Ah, me han matado!

REINA.—¡Ay de mí! ¿Qué has hecho?

HAMLET.—Pues no sé. ¿Es el rey?

REINA.—¡Ah, qué locura criminal es esta!

HAMLET.—¿Criminal? Casi tanto, buena madre, como matar a un rey y casarse con su hermano.

REINA.—¿Matar a un rey?

HAMLET.—Sí, señora, eso he dicho. —Y tú, bobo, imprudente, entrometido, adiós. Te creí tu superior. Acepta tu suerte. Pasarse de curioso trae peligro. —No te retuerzas más las manos. Calma, siéntate; yo seré quien te retuerza el corazón si está hecho de materia permeable y la ruin costumbre no lo ha vuelto tan duro que no pueda expugnarlo el sentimiento.

REINA.—¿Qué he hecho yo para que me hables así con lengua tan ruidosa y ofensiva?

HAMLET.—Una acción tal que empaña el cándido rubor de la decencia, llama hipocresía a la virtud, quita la rosa de la frente al amor puro dejándole un estigma, vuelve los esponsales tan falsos como juramentos de tahúr. Ah, tal acción que del sagrado contrato arranca el alma, cambiando en palabrería la santa religión. El cielo enrojece sobre esta sólida esfera y, con triste semblante, como si aguardara el Día del Juicio, está angustiado por tu acción.

REINA.—¡Ay de mí! ¿Qué acción, que se anuncia tronando y rugiendo?

HAMLET.—Mira este retrato, y ahora éste; imágenes son de dos hermanos. Ve la gallardía de este rostro, los rizos de Hiperión, la frente de Júpiter, los ojos de Marte, que ordenan o amenazan; el porte de Mercurio el mensajero posándose en una montaña sublime. En verdad, una alianza y una forma en que los dioses dejaron su sello para ratificar lo que es un hombre. Él fue tu marido. Mira lo que sigue. Este es tu marido, espiga podrida que infecta a su hermano. ¿Tienes ojos? ¿Dejaste de pastar en tan hermoso monte para cebarte en este páramo? ¿Eh? ¿Tienes ojos? No lo llames amor, pues a tu edad el ardor de la sangre está amansado y se somete al juicio. ¿Y qué juicio llevaría de éste a éste? ¿Qué demonio te ha engañado a la gallina ciega? ¡Ah, vergüenza! ¿Y tu rubor? Ardiente infierno, si te inflamas en cuerpo de matrona, en la fogosa juventud la castidad sea como cera y en su fuego se derrita. No hables de impudicia si se enciende la indómita pasión cuando el hielo también arde y la razón sirve al deseo.

REINA.—¡Ah, Hamlet, no sigas! Me vuelves los ojos hacia el fondo de mi alma, y en ella veo manchas negras y profundas que no pueden borrarse.

HAMLET.—No, vivirán en la náusea y el sudor de una cama pringosa, cociéndose en el vicio y la inmundicia entre arrullos y ternezas.

REINA.—¡No sigas hablando! Cual puñales tus palabras me traspasan los oídos. ¡Basta, buen Hamlet!

HAMLET.—Un asesino, un infame; un canalla que no llega a los talones del que fue tu marido; un payaso de rey, el ratero del reino y el poder, que robó la corona del estante para echársela al bolsillo…

REINA.—¡Basta!

HAMLET.—Un rey de parches y pingajos…

(Entra el Espectro en ropa de noche.)

¡Salvadme y envolvedme en vuestras alas, ángeles del cielo! —¿Qué deseas, noble figura?

REINA.—¡Ay, está loco!

HAMLET.—¿Vienes a reñirle a tu hijo indolente que, dejando pasar tiempo y fervor, no pone por obra tu fiero mandato? ¡Habla!

ESPECTRO.—No lo olvides. Esta aparición sólo quiere aguzar tu embotado propósito. Pero mira el desconcierto de tu madre. Interponte entre ella y su alma en lucha. La imaginación de los más débiles opera con más fuerza. Háblale, Hamlet.

HAMLET.—¿Cómo estás, madre?

REINA.—¡Ah! ¿Cómo estás tú, que clavas la mirada en el vacío y conversas con el aire incorpóreo? Por tus ojos asoma tu ánimo agitado y, como guerreros despertados por la alarma, tu liso cabello se levanta cual si fuera una excrecencia viviente. ¡Ah, hijo mío! Rocía el fuego y ardor de tu mal con la fría quietud. ¿Qué es lo que miras?

HAMLET.—¡A él, a él! ¡Mira qué semblante demacrado! Si predicase a las piedras, su causa y su figura las ablandaría. —No me mires, no sea que tu acto compasivo cambie mi duro propósito. Mi objeto perdería su color: llanto en vez de sangre.

REINA.—¿A quién le dices eso?

HAMLET.—¿No ves nada ahí?

REINA.—No, nada; aunque veo todo lo que hay.

HAMLET.—¿Ni has oído nada?

REINA.—No, sólo nuestras voces.

HAMLET.—¡Ah, mira! ¡Ve cómo se aleja! ¡Mi padre, vestido como en vida! ¡Mira cómo sale por la puerta!

(Sale el Espectro.)

REINA.—No es más que un ensueño de tu mente. El delirio es muy hábil en crear apariciones.

HAMLET.—¿Delirio? Mi pulso late acompasado como el tuyo y da una música tan sana. No es locura lo que he dicho. Ponme a prueba y yo repetiré mis palabras, de lo cual huiría la locura. Madre, por el cielo, no pongas un bálsamo a tu alma que muestre mi demencia y no tu culpa. Será una fina piel sobre la llaga, mientras, invisible, la inmunda podredumbre por dentro todo infecta. Confiésate al cielo, llora el pasado, evita tentaciones; no quieras abonar la mala hierba y hacerla más frondosa. Perdona mi virtud, pero en estos tiempos de molicie y saciedad la virtud ha de excusarse con el vicio e implorar que le deje socorrerle.

REINA.—¡Ah, Hamlet! Me has partido en dos el corazón.

HAMLET.—Pues tira la peor parte y con la otra mitad vive más pura. Buenas noches. No vayas al lecho de mi tío. Aparenta virtud, aunque no tengas. Esta noche abstente; eso dará mayor facilidad a la próxima abstinencia. Buenas noches otra vez. Cuando ruegues la divina bendición, yo te pediré la tuya. —En cuanto a este caballero, lo siento de veras. Pero el cielo ha querido, haciéndome su azote y su verdugo, castigarme a mí con él y a él conmigo. Le sacaré de aquí y responderé de su muerte. Una vez más, buenas noches. Tengo que ser cruel sólo por afecto. Lo peor vendrá; esto es el comienzo.

REINA.—¿Qué puedo hacer?

HAMLET.—De ningún modo lo que yo te diga: dejar que el fláccido rey te atraiga a su lecho, te pellizque la cara, te llame paloma y que, por un par de besos inmundos, o sobándote el cuello con sus dedos malditos, consiga que le aclares el enigma: que, en realidad, toda mi locura es fingimiento. Estaría bien decírselo. ¿Podría una reina gentil, modosa, prudente, ocultarle cuestiones de tal entidad a un sapo, un murciélago, un morrongo? ¿Podría? No: a despecho de juicio y reserva, abre la jaula en el tejado, deja volar a los pájaros y, como el célebre mono, haz la prueba metiéndote en la jaula y estréllate al caer.

REINA.—Si el habla es aliento, y el aliento, vida, te aseguro que vida no tendré para contar lo que has dicho.

HAMLET.—He de ir a Inglaterra. ¿Lo sabías?

REINA.—¡Ah, lo había olvidado! Está decidido.

HAMLET.—Éste va a adelantarme el viaje. Le arrastraré el pellejo a la otra estancia. Madre, buenas noches ya. Este dignatario, que en vida fue un torpe y servil palabrero, ahora es un sepulcro callado y secreto. —Vamos, señor, acabemos el asunto. —Buenas noches, madre.

(Sale arrastrando a Polonio.)