XVIII

LA GUERRA DE LA LUNA Y EL SOL

El viejo, el impasible Wainamoinen tocó el kantele por espacio de mucho tiempo; y se acompañaba cantando, y en torno suyo estallaba la alegría.

Los melodiosos acordes se elevaron hasta la morada de la luna, hasta el palacio del sol. Y la luna bajó a posarse en la copa de un abedul, y el sol en la cúpula de un abeto, a escuchar el kantele.

Entonces Madre Louhi, la vieja desdentada de Pohjola, cogió a la luna y al sol entre sus manos, los robó, y los transportó a su nebuloso país.

Allí, para impedirle brillar, escondió a la luna en las entrañas de una roca de veteados flancos; y para impedirle irradiar escondió al sol en los profundos de una montaña de cobre. Después alzó su voz y dijo: «¡Oh luna, oh sol: ya no podréis salir de aquí a expandir vuestra luz hasta que yo misma venga a libertaros, hasta que yo venga a buscaros con nueve potrillos nacidos de una sola yegua!».

Y una vez que hubo escondido la luna, una vez que hubo enterrado el sol en la montaña de cobre y roca de Pohjola, fue a robar también el fuego, a extinguir la lumbre en los hogares de Kálevala.

Entonces una noche sin fin, una noche impenetrable y tenebrosa se extendió sobre el mundo desolado; se extendió hasta el cielo, hasta las mismas esferas etéreas donde reina Ukko. Sufrían las plantas de la tierra, se angustiaban los rebaños, desfallecían los pájaros del aire, los hombres morían en el hastío.

El sollo conocía el bramido del mar, el águila los senderos del pájaro en el aire, el viento la ruta de los navíos entre las olas; pero los hijos de los hombres ignoraban cuándo se levantaba un nuevo día, cuándo caía una nueva noche sobre el promontorio nebuloso, sobre la isla de las umbrías.

Los jóvenes se reúnen en consejo; los hombres de edad madura meditan profundamente; todos se preguntan cómo será posible vivir sin la luna, qué va a ser de la vida sin el sol.

Los mozos del consejo, hermanos y hermanas, meditan profundamente, y se encaminan a la fragua del herrero Ilmarinen, y le dicen: «¡Ven, oh herrero, al pie de la muralla; ven, oh forjador, junto a la roca; y fragua allí una nueva luna y un nuevo sol, porque la vida es intolerable cuando el sol no brilla, cuando no derrama su mansa claridad la luna!».

El herrero se dirigió a la muralla, al pie de las rocas, para forjar una nueva luna y un nuevo sol. Con oro forjó la luna; el sol lo forjó de plata.

El viejo Wainamoinen fue a visitar la fragua del herrero; se detuvo en el umbral y dijo: «¡Oh herrero, caro hermano mío, tu martillo resuena sin tregua toda la jornada! ¿A qué trabajo estás entregado?».

Ilmarinen respondió: «Forjo una luna de oro y un sol de plata para colgarlos en la cúpula del cielo, por encima de las nueve techumbres del aire».

El viejo Wainamoinen, dijo: «En vano trábalas, herrero Ilmarinen; el oro no brillará como la luna, la plata no brillará como el sol».

El herrero terminó su obra; después levantó los dos astros entre sus alegres manos, los llevó consigo con el mayor cuidado, y colgó la luna en la copa de un pino y el sol en la cima de un gigantesco abeto. El sudor chorreaba por su rostro, el agua resbalaba de su cabeza mientras se entregaba a esta fatigosa y difícil tarea.

Así fue la luna colgada de un pino y el sol suspendido en la copa de un abeto; pero ni el sol ni la luna resplandecieron.

El viejo Wainamoinen, dijo: «Hora es ya de interrogar al destino; llegado es para el hombre el tiempo de consultar los signos y preguntarles qué camino ha tomado el sol, dónde se ha perdido la luna».

Y el viejo Wainamoinen, el runoya eterno, cortó unas tabletas del tronco de un álamo, después las barajó, las puso en orden con sus manos, y dijo: «Interrogaré al Creador pidiéndole una respuesta. Dime la verdad, oh signo del Creador; habla, augurio de Jumala: ¿qué senda ha tomado el sol, dónde ha desaparecido la luna, que ya no esplenden en la bóveda celeste?».

El destino reveló su verídico mensaje, el signo de los hombres respondió, declarando que el sol se había refugiado, que la luna se hallaba oculta en las montañas de piedra, en la fortaleza de cobre de Pohjola.

Entonces el viejo Wainamoinen, dijo: «Si yo voy a Pohjola, lograré ciertamente recuperar la luz de la luna, los dorados rayos del sol».

Y el viejo Wainamoinen se apresuró a ponerse en camino. Un día caminó, dos días caminó; al tercer día las puertas de Pohjola aparecieron ante él, la alta mole de piedra se alzó ante sus ojos.

Se detuvo a la orilla del río y gritó con retumbante voz: «¡Traedme una barca para atravesar el río!». Pero su grito no fue escuchado, ninguna barca acudió.

Entonces juntó en la orilla un montón de ramas secas de pino, y le prendió fuego. No tardó en prender la llama, y la humareda se elevó en los aires, en espeso turbión.

Madre Louhi, el ama de casa de Pohjola, estaba sentada a la ventana, vueltos los ojos hacia el río. Tomó la palabra y dijo: «¿Qué incendio es ese que arde allá lejos, en la bahía? Para fuego de soldados es demasiado pequeño; para fuego de pescadores es demasiado grande».

El hijo salió al cercado para ver y oír mejor: «Un hombre de soberbia talla se distingue allá, paseando al otro lado del río».

El viejo Wainamoinen clamó por segunda vez: «Oh, hijo de Pohjola, conduce tu barca hacia acá, trae una barca a Wainamoinen».

El hijo de Pohjola, respondió: «¡No hay aquí ninguna barca libre; atraviesa tú mismo el río, remando con tus dedos, haciendo de timón con la palma de tu mano!».

El viejo Wainamoinen se quedó pensando; reflexionó y dijo: «No merecería llamarse hombre aquel que volviera sobre sus pasos». Y se lanzó al agua, como el sollo en el mar, como la trucha en el río; franqueó rápidamente la distancia nadando con uno y otro pie, y llegó a las riberas de Pohjola.

Y Wainamoinen entró en la casa. Allá estaban reunidos los hombres, bebiendo hidromiel, saciándose del melado licor; y todos ostentaban su armadura de guerra y la espada al costado para matar a Wainamoinen. Comenzaron por interrogarle, dirigiéndole estas palabras: «¿Qué pretende de nosotros el miserable, qué nos cuenta el nadador?».

El viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: «Tengo algo peregrino que contaros, una cosa asombrosa sobre el sol y la luna. ¿Dónde se ha refugiado el sol, abandonándonos?, ¿hacia dónde ha huido la luna?».

Los mozos de Pohjola, la maldita ralea, replicaron: «El sol, al abandonaros, se ha refugiado aquí; la luna está oculta en una roca de jaspeados flancos, bajo una montaña de hierro. Y no los sacarás de ahí, si nosotros no les dejamos escapar; no los rescatarás si nosotros no les concedemos la libertad».

El viejo Wainamoinen, dijo: «¡Si el sol no es librado de la roca, si la luna no es sacada del seno de la montaña, habréis de véroslas conmigo, espada contra espada!».

Y así diciendo, el héroe desenvainó su espada, desnudó su mordiente acero: la luna brillaba en su punta, el sol resplandecía en su cazoleta, un corcel piafaba en su hoja, un gato maullaba en su empuñadura.

La batalla se entabló, midiéndose las espadas. La de Wainamoinen sobrepasaba a las demás, en el tamaño de un grano de escanda, en el grosor de una espiga.

El viejo Wainamoinen blandió su espada una vez, la blandió dos veces; y como si fueran hojas de nabiza, como si fueran tallos de lino, así segó las cabezas de los hijos de Pohjola.

Después salió en busca de la luna, a liberar al sol de las entrañas del roquedal jaspeado, de la montaña de acero, de la montaña de hierro.

Cuando hubo caminado un pequeño trecho, divisó una isla verdegueante, y en la isla un abedul altivo, y al pie del abedul una espesa roca, y bajo la roca una profunda caverna, con nueve puertas cerradas por cien candados.

Una fisura, una imperceptible grieta se mostraba al pie de la roca; Wainamoinen hundió en ella su aguda espada, su radiante hoja, y la roca se abrió en dos. Y el viejo Wainamoinen, el runoya eterno, trató de hacer saltar las puertas de sus goznes con los puños, de violentar los cerrojos con la virtud de sus palabras; pero las puertas resistieron al puño, los candados no resintieron los efectos de la palabra.

El viejo Wainamoinen, dijo: «El hombre sin armas no vale más que una pobre vieja; el hacha sin filo no es más que un pobre apero». Y así diciendo, volvió a emprender el camino de su país, con la cabeza gacha y triste el corazón, por no haber podido rescatar la luna y el sol.

Y llegó a la fragua del herrero y le dijo: «Oh herrero Ilmarinen: fórjame una horqueta de triple punta, y una docena de afiladas cuñas; fórjame un gran manojo de llaves, para rescatar a la luna de su roca y al sol de su montaña de hierro».

El herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, satisfizo la demanda del héroe; le forjó una docena de afiladas cuñas, una horca de triple garfio y un gran manojo de llaves.

Madre Louhi, la desdentada vieja de Pohjola, se fabricó unas alas de pluma y levantó el vuelo. Voló primero en círculo alrededor de su casa, después se lanzó a lo lejos, atravesó el mar de Pohjola y fue a posarse junto a la fragua de Ilmarinen.

El herrero abrió su ventana para observar si era la tempestad aquello que se acercaba; pero no era la tormenta: era un buitre gris.

Ilmarinen le dijo: «¿Qué vienes a buscar junto a mi ventana, horrendo pajarraco?».

El buitre respondió: «Escúchame, oh herrero Ilmarinen, oh forjador inmortal: tú eres un hábil obrero, un herrero sin igual».

Ilmarinen, dijo: «No es extraño que se me considere hábil herrero, puesto que yo he forjado el cielo y la cúpula del aire».

El ave volvió a tomar la palabra, el buitre dijo: «¿Qué estás forjando ahora, oh ilustre obrero?».

El herrero Ilmarinen, respondió: «Forjo una carlanca de hierro para encadenar a la miserable vieja de Pohjola a la falda de la montaña».

Madre Louhi comprendió entonces que la desgracia lo rondaba, que la hora del castigo era inminente, y se apresuró a tender nuevamente el vuelo y regresar a su país.

Una vez allí, sacó la luna de la roca y el sol de la montaña; después, transformada en paloma, regresó a la fragua de Ilmarinen.

Ilmarinen le dijo: «¿Qué haces aquí, hermoso pájaro; a qué has venido, oh paloma, al umbral de mi fragua?».

La paloma respondió: «He venido a traerte una buena nueva: la luna está libre de su prisión de rocas, el sol se ha escapado de las entrañas del monte».

El herrero Ilmarinen salió de la fragua y elevó los ojos al cielo; vio brillar la luna, vio al sol radiar en el cielo.

Inmediatamente fue a ver a Wainamoinen y le dijo: «¡Oh viejo Wainamoinen, oh runoya eterno, ven conmigo a ver la luna, ven a contemplar el sol hermoso; ambos han vuelto a ocupar su antiguo lugar en la bóveda celeste!».

El viejo, el impasible Wainamoinen, se precipitó fuera de su casa, y levantando la cabeza elevó sus ojos al cielo: brillaban radiantes los dos astros, el sol había vuelto a su sitio en la celestial techumbre.

Entonces el héroe dejó oír su potente voz, diciendo: «¡Salud, oh luna, que nos muestras tu esplendente faz; salud, oh sol de oro, que resplandeces de nuevo sobre el mundo!

»¡Dígnate, oh sol, salir cada mañana a partir del alba próxima! ¡Dígnate darnos la salud, fecundar nuestras tierras, multiplicar los peces en nuestras redes!

»¡Y tú, luna, sigue tu esplendoroso curso, cumple tu jornada llena de brillo y de frescor! ¡Que tu plenilunio sea glorioso de luz, y que derrame su alegría sobre las horas de la noche!».