EL NUEVO KANTELE
El viejo, el impasible Wainamoinen pensaba en su interior: «Dulce me sería ahora tocar el melodioso instrumento, revivir la alegría de sus acordes en esta nueva ribera, en estos hermosos parajes; pero mi kantele ha desaparecido, lo he perdido para siempre.
»¡Oh herrero Ilmarinen, tú que forjabas antaño, tú que forjabas ayer, tú que todavía forjas hoy: fabrícame un rastrillo de hierro, un rastrillo de apretados, dientes y largo mango, con el cual pueda yo rastrear las aguas del mar, agavillar las espumas, amontonar los juncos, explorar todas las orillas, para rescatar mi kantele de la profunda morada de los peces, de los pedregosos bancos del salmón!».
El herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, fabricó en seguida el rastrillo de hierro, erizado de dientes de cien brazas y armado de un largo mango de cobre de quinientas brazas.
El viejo Wainamoinen empuñó el rastrillo y se dirigió, por el camino más corto, hacia la costa. Y se puso a labrar las aguas, rastrillando las flores de nenúfar, los arbustos y las ramas, los juncos y cañaverales; registró todos los agujeros, exploró los bancos y las rocas. Pero no pudo encontrar el kantele de hueso de sollo, no pudo hallar la alegría para siempre perdida, el melodioso instrumento irremediablemente desaparecido.
El viejo, el impasible Wainamoinen, volvió a tomar el camino de su casa, triste, gacha la cabeza, derribada de lado la gorra.
Cuando atravesaba un bosque, cuando cruzaba una floresta, oyó llorar a un abedul, un árbol de jaspeada corteza que derramaba lágrimas. Se acercó a él y le dijo: «¿Por qué lloras, oh verde abedul, por qué viertes lágrimas, oh árbol gentil, por qué te quejas, oh tronco de blanco torso? ¡Nadie te ha llevado a la guerra, nadie te ha arrastrado por la fuerza al sangriento fragor de las batallas!».
El gentil abedul respondió cuerdamente: «Muchos piensan, muchos cuentan que yo vivo siempre gozoso, en medio de una perpetua alegría. Y sin embargo ¡pobre de mí!, vivo entre penas y dolores, torturado por la angustia, entre tormentos que me devoran.
»Sí, deploro mi cruel destino, mi existencia vacía de dicha; gimo de verme así abandonado indefenso, en este paraje funesto, en estos pastizales siempre verdes.
»Los dichosos solo tienen un deseo: la llegada de los hermosos días, los días ardientes del estío. Pero ¡qué distintos son esos días para mí! ¡De ellos solo espero ver desgarrada mi corteza y saqueado mi follaje!».
El viejo Wainamoinen, dijo: «¡Cesa de llorar, oh verde abedul! Árbol de galán follaje y blanco torso, no te lamentes más. Vas a ser inundado de una eterna alegría, vas a comenzar una nueva y más dulce vida. ¡Pronto llorarás de felicidad y te estremecerás de júbilo!».
Entonces el viejo Wainamoinen transformó el abedul en instrumento melodioso; durante toda una jornada de estío lo talló hasta fabricar un kantele, en el promontorio nebuloso, en la isla rica de umbrías. La caja del instrumento fue cavada en la parte más noble del tronco, en el mismo corazón del árbol.
Después dijo: «La caja, la pieza principal del kantele, ya está tallada. ¿Dónde encontrar ahora los tornillos y clavijas?».
Una corpulenta encina se erguía en el camino, junto al cercado; todas sus ramas eran de igual longitud; y de cada rama pendía un fruto, y de cada fruto un globo de oro, y sobre cada globo de oro había un cuclillo.
Cuando el cuclillo modulaba el quíntuple sonido de su canto, el oro caía de su boca, la plata manaba de su pico, sobre la colina de oro, sobre la colina de plata. Wainamoinen recogió aquel oro y aquella plata, y de ellos fabricó los tornillos y clavijas del kantele.
Y volvió a decir: «Ya está guarnecido el kantele de tornillos y clavijas, pero algo le falta aún: le faltan las cinco cuerdas. ¿Dónde encontrar las cinco cuerdas, las cinco madres de la armonía?».
Y el héroe salió en busca de las cinco cuerdas, atravesando un bosque recién talado. Allá, en la soledad de un valle, estaba sentada una joven virgen. No lloraba pero tampoco sonreía. Y cantaba en voz íntima, para ella sola; cantaba para matar las horas de la tarde, esperando la llegada de su prometido, del hombre bienamado de su corazón.
El viejo, el impasible Wainamoinen, se descalzó y se acercó a ella: «¡Oh virgen adolescente: dame un bucle de tus cabellos para fabricar las cuerdas del kantele, las fuentes vibrantes de la eterna alegría!».
La doncella le dio sus cabellos, sus cabellos de seda; le dio cinco, le dio seis, le dio hasta siete. Y Wainamoinen trenzó con ellos las cuerdas del kantele, las fuentes vibradoras de la eterna alegría.
De este modo el kantele quedó completo en todas sus partes. Entonces el viejo Wainamoinen se sentó sobre una piedra, sobre un bloque de rocas; tomó el instrumento entre sus manos, el mástil hacia el cielo, la caja contra las rodillas, y empezó a templar las cuerdas invocando la armonía.
Después rompió a tocar con sus diez dedos; y la caja de abedul se estremeció, el oro de los cuclillos tembló, los cabellos de la virgen resonaron jubilosamente.
Y mientras Wainamoinen hacía vibrar el kantele, las montañas se agitaban, retumbaban los roquedales, los múltiples ecos despertaban, los escollos se cimbraban en las orillas, los guijarros subían a la superficie de las aguas, los abetos danzaban de gozo, los troncos de los árboles saltaban en la espesura del bosque.
Y las mujeres de Kálevala abandonaron sus labores, y todas corrieron, rápidas como un río, impacientes como un torrente, las Jóvenes con la sonrisa en los labios, las viejas con el corazón jubiloso, a escuchar la voz del instrumento, a admirar los acentos de la alegría. Todos los hombres de los contornos, con la gorra en la mano; todas las mujeres, con la mano en la mejilla; todas las doncellas, con los ojos inundados de lágrimas; todos los mancebos, con la rodilla en tierra; todos acudieron a oír el kantele, a admirar su jubilosa armonía. Y todos decían al unísono: «¡Nunca en los días de nuestra vida, jamás desde que la luna brilla, se habían escuchado tan dulces acordes!».
Las vibraciones del kantele resonaron más allá de seis aldeas; no hubo criatura alguna que no acudiera a escucharlo.
Todas las alimañas del bosque se sentaron sobre sus patas traseras, todos los pájaros del aire se posaron en las ramas altas, todos los peces del agua se precipitaron a la orilla, y hasta los gusanos abandonaron sus mudas guaridas, para gozar la melodía del kantele, para saborear la música de Wainamoinen.
El viejo Wainamoinen tocaba con maravillosa destreza, haciendo surgir notas nunca oídas. Tocó por espacio de un día, por espacio de dos días sin interrupción; sin haber tomado más que una sola comida, sin haberse ceñido más que una vez el cinturón, sin haber revestido su túnica más que una sola vez.
Cuando tocó en el interior de su casa, de su casa de troncos de abeto, resonó la techumbre, surgieron ecos de la bóveda, el piso se estremeció, murmuraron las puertas, las ventanas temblaron, oscilaron las delgadas vigas de la chimenea, y danzaron las piedras del hogar. Cuando tocó en medio de los bosques, los abetos se curvaron humildes, los pinos se inclinaron, sus frutos cayeron al suelo, sus espinas se enrollaron en torno a las raíces.
Cuando tocó en los sotos o en las tierras labrantías, las praderas despertaron alegremente, los campos se abrieron gozosos, las flores se sintieron transportadas de amor, y los más tiernos tallos se inclinaron gentilmente.