LA EXPEDICIÓN A POHJOLA
El viejo Wainamoinen, Ilmarinen y Lemmikainen habían vuelto a ocupar su puesto en el navío; y se dirigieron a través de las encrespadas olas a la sombría Pohjola, a las heladas regiones donde los hombres son devorados y exterminados los héroes.
Y una vez llegados allá, los héroes sacaron el navío tierra adentro, haciéndolo deslizarse por medio de rodillos guarnecidos de acero, sobre la árida playa.
Después se acercaron a la aldea y entraron en la vivienda de madre Louhi, el ama de casa de Pohjola. La anciana les dijo: «¿Qué cuentan los hombres, qué nuevas traen los héroes?».
El viejo, el impasible Wainamoinen respondió: «Los hombres te contarán, los héroes te dirán que han venido acá para tener su parte en la posesión del sampo, para conocer el hermoso talismán».
El ama de casa de Pohjola replicó: «No puede la gallineta partirse en dos, la ardilla no puede partirse en tres. Place al sampo voltear sus aspas, place al hermoso talismán moler en la montaña de cobre de Pohjola. Y del mismo modo me place a mí ser la dueña absoluta del gran sampo».
El viejo, el impasible Wainamoinen dijo: «Si rehusas repartir el sampo con nosotros, nos lo llevaremos entero a nuestro navío».
Madre Louhi, el ama de casa de Pohjola, tuvo un arrebato de violenta cólera, y llamó en su auxilio al pueblo entero de Pohjola: a los mozos de afilada espada, a los héroes de largas lanzas; azuzando a todos contra Wainamoinen.
Entonces el viejo, el impasible Wainamoinen, tomó su kantele, se sentó y comenzó a tocar con ágiles dedos las cuerdas del instrumento. Todos acudieron a escucharle, a admirar la jubilosa melodía: los hombres con el corazón gozoso, las mujeres con sonrientes labios, los héroes con lágrimas en los ojos, los mozalbetes con la rodilla en tierra.
Pero pronto al arrobo sucedió un mágico letargo; y todos los que escuchaban, todos los que contemplaban, jóvenes y viejos, todos se quedaron profundamente dormidos.
El sabio Wainamoinen, el Encantador eterno, se registró los bolsillos, y sacó de su escarcela las agujas del sueño; después se puso a coser los párpados y a trenzar las pestañas del pueblo aletargado, de los héroes dormidos, de todos los habitantes de Pohjola, asegurando así una larga duración a su sueño.
Después se encaminó a la montaña de roca y cobre de Pohjola, a apoderarse del sampo, a arrastrar consigo el talismán enterrado bajo nueve llaves, detrás del décimo cerrojo.
El viejo Wainamoinen entonó una runa mágica ante las puertas de la montaña de roca, de la montaña de cobre; y las puertas se estremecieron.
El herrero Ilmarinen frotó las cerraduras con manteca, los goznes de hierro con grasa, para que no rechinasen ruidosamente; después descorrió cuidadosamente los pestillos con sus dedos, levantó suavemente los cerrojos, y las enormes puertas se abrieron de par en par.
El viejo Wainamoinen dijo: «¡Oh bullicioso hijo de Lempi; tú, el más querido de mis amigos: entra tu a buscar el sampo, a apoderarte del precioso talismán!». Lemmikainen llegó hasta el sampo y trató con todas sus fuerzas de levantarlo; lo apretó entre sus brazos, arrodillado en el suelo, sacudiéndolo con toda su energía; pero nada logró, el sampo permaneció inmóvil; sus raíces se hundían en las entrañas de la roca a una profundidad de nueve brazas.
Había en Pohjola un soberbio toro, un toro gigantesco: sus flancos eran vigorosos, sus tendones duros como el acero, sus cuernos de una braza, su morro de media braza.
Lo trajeron del prado donde pacía, lo uncieron a un arado; y labró profundamente el lugar donde estaban enterradas las raíces del sampo, donde el mágico talismán estaba aprisionado. El sampo comenzó a bambolearse, inclinándose hacia delante.
Entonces el viejo Wainamoinen, el primero, el herrero Ilmarinen, el segundo, y el bullicioso Lemmikainen, el tercero, arrancaron el gran sampo de las entrañas de la montaña de piedra y roca de Pohjola, y lo llevaron a su navío. Y otra vez se hicieron a la mar.
Con el corazón henchido de alegría, el viejo Wainamoinen se alejaba de la sombría Pohjola, poniendo nuevamente proa a su país. Y empuñando la barra del timón, alzó la voz y dijo: «¡Huye, oh navío, lejos de Pohjola, vuelve tu popa a la tierra extranjera y alcanza mis riberas natales! ¡Mece, oh viento, mece mi navío! ¡Y tú, ola del mar, empújalo mar adentro, presta tu apoyo a los remos, alivia el esfuerzo de los remeros en el inmenso golfo!».
Y el viejo Wainamoinen, al timón, y el herrero Ilmarinen y el bullicioso Lemmikainen a los remos, con renovado ardor, avanzan en veloz carrera sobre el profundo mar.
El bullicioso Lemmikainen dijo: «Si nunca faltó agua para el remero, tampoco antaño faltaban canciones al runoya; pero ahora ya no se oye cantar a bordo de los navíos, ya no se oye la más leve melodía en medio de los mares».
El viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: «Todavía es demasiado pronto para cantar, para dar rienda suelta a la alegría. Aguardemos a estar a la vista de nuestras casas, a oír rechinar las cerraduras de nuestras propias puertas».
El bullicioso Lemmikainen replicó: «Si yo estuviera sentado al timón cantaría según mi saber; cantaría porque ya el canto me brinca en la garganta. Tal vez otro día mi don de cantar se desvanezca, la inspiración me falte. Así pues, si tú te niegas a cantar, yo mismo cantaré sin más tardanza».
Y el bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, después de haber templado su boca y afinado su lengua en un preludio, rompió a cantar. Pero el audaz solo logró lanzar roncos gritos con su voz temblorosa, extraer espantables ronquidos del fondo de su garganta desgarrada.
Su boca se crispaba, temblequeaba su barba; y el extraño canto retumbó a lo lejos; se oyó más allá de seis aldeas, más allá de siete golfos.
Una grulla estaba encaramada en un tronco de árbol, sobre el húmedo musgo; levantaba una pata en el aire y se entretenía en contarse los dedos, cuando oyó el canto de Lemmikainen y sintió un escalofrío de espanto. Inmediatamente levantó el vuelo lanzando estridentes chillidos. Al pasar sobre Pohjola renovó sus chillidos, y su estridencia siniestra tuvo el funesto poder de despertar a todo el pueblo.
Madre Louhi salió de su profundo sueño; corrió al establo, corrió a los silos donde se secaba el grano; pasó revista a las espigas y al ganado: el ganado estaba intacto, ninguna espiga faltaba.
Entonces corrió a la montaña de piedra, a la montaña de cobre, pero al llegar ante las puertas exclamó: «¡Maldición sobre mis días, desdichada de mí! ¡Algún extraño se ha introducido aquí, ha roto todas las cerraduras, ha violentado los candados de hierro y ha violado las puertas de la fortaleza! ¿Habrán robado mi sampo?, ¿mi precioso talismán habrá desaparecido?».
Ciertamente, el sampo había sido robado, el precioso talismán había desaparecido. Había sido arrancado a las entrañas de la montaña de piedra, de la montaña de cobre, pese a las nueve cerraduras y por encima del décimo cerrojo.
Madre Louhi se sintió presa de una amarga desesperación; veía destruido su poder, su supremacía destrozada. Entonces clamó implorando el auxilio de Utar[34]: «¡Oh virgen de las nieblas: tamiza una nebrina en tu cedazo; haz descender del alto cielo sobre la superficie del mar un espeso vaho, para que Wainamoinen no pueda navegar, para que no pueda hallar la verdadera ruta!».
Utar, la virgen de las nieblas, sopló sobre el mar una espesa neblina, una bruma sombría tupiendo el aire, y encadenó al viejo Wainamoinen por espacio de tres noches enteras en medio de las olas.
Cuando hubieron transcurrido las tres noches, Wainamoinen alzó la voz y dijo: «Jamás un hombre, ni siquiera el más débil, jamás un héroe, ni siquiera el más torpe, se ha dejado vencer ni destruir por una niebla».
Y así diciendo, golpeó con su espada las aguas del mar; un vapor dulce como la miel se desprendió de la hoja de acero; y de pronto la niebla se desvaneció en el aire, se disipó en la inmensidad del cielo; y el mar recobró su claridad mostrándose en toda su grandeza; el mundo volvía a abrirse ante los héroes.
El viejo Wainamoinen prosiguió su travesía. Pero transcurrido un corto, un cortísimo espacio, Ukko, el Dios supremo, el soberano dominador de la bóveda celeste, ordenó a los vientos soplar, a la tempestad desencadenarse en toda su violencia.
Y los vientos soplaron furiosos del oeste y del sudoeste, y más furiosos aún del sur; bramaron espantables del este y del sudeste; lanzaron salvajes aullidos los del norte. Las encrespadas olas se arrojaron airadas contra el navío, y arrastraron consigo el kantele fabricado con espinas de sollo, con aletas de pez.
Entonces el viejo Wainamoinen sintió que las lágrimas le subían a los ojos, y tomó la palabra y dijo: «¡Ay que mi obra, mi instrumento bienamado, ha desaparecido; mi manantial de alegría se ha perdido entre las olas! ¡No volveré a hallar en toda mi vida el kantele que fabriqué con los dientes del sollo, con los huesos del enorme pez!».
El viejo, el impasible Wainamoinen meditó profundamente sobre su cruel aventura: «No se debe llorar en un navío. De nada valen las lágrimas en la miseria; las lamentaciones no nos salvan de las malas horas».
Después tomó la palabra y dijo: «¡Huye hacia el cielo, oh viento, gana de nuevo las altas nubes, regresa al lugar de tu nacimiento; no vuelques mi navío, no lo precipites en el fondo del mar! ¡Mejor descuajas los árboles en el bosque que espera la tala; mejor derribas los molinos de la colina!».
El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: «¡Oh águila, danos tres de tus plumas, y tú cuervo, danos dos, para que sirvan de sostén al pobre navío!».
Y Lemmikainen en persona se puso a reforzar las bordas levantándolas con planchas añadidas a la altura de una braza, de suerte que las olas fueran impotentes contra ellas.
Así las bordas del navío cobraron altura suficiente para resistir la terrible violencia de la tempestad, para desafiar el asalto de las olas encrespadas, atravesando los procelosos turbiones, la alta marejada.
Madre Louhi, el ama de casa de Pohjola, llamó al pueblo entero a las armas; les entregó arcos y espadas; y aprestó su navío, su navío de guerra.
Y en él dispuso ordenadamente a sus hombres; puso en fila a los héroes y los fue contando, como el tordo, como la picaza hacen con sus polluelos: cien hombres armados de espada, mil héroes armados de arco.
Luego hizo tender el velamen de las jarcias, y la vela mayor en lo alto del mástil, de suerte que el navío semejaba una nube desplegada en el cielo. Y se puso en marcha.
El viejo, el impasible Wainamoinen conducía su navío sobre el mar azul. Desde el fondo de popa alzó su voz y dijo: «Oh bullicioso Lemmikainen, hijo de Lempi, el más caro de mis amigos: sube a lo alto del mastelero, trepa por las cuerdas, y explora el cielo, mira atrás y adelante, a ver si las orillas del aire están claras o están oscurecidas por las brumas».
El bullicioso Lemmikainen, el travieso mozo, siempre dispuesto a la acción sin necesidad de órdenes, siempre lleno de celo sin necesidad de ruegos, trepó por las cuerdas y subió a lo alto del mástil. Volvió la mirada en torno, a oriente y occidente, al sur y al suroeste, exploró las costas de Pohjola y dijo: «El navío de Pohjola avanza hacia nosotros; cien hombres sentados en los bancos empuñan los remos; mil héroes aguardan sobre cubierta».
El viejo Wainamoinen presintió entonces la verdadera significación de todo aquello, y dijo: «¡A los remos, herrero Ilmarinen! ¡A los remos, jovial Lemmikainen! ¡Que remen cuantos hay a bordo, para que nuestro navío surque veloz las ondas, esquivando el encuentro con el barco de Pohjola!».
Pero, pese a los esfuerzos de los hombres, pese al ardor de los héroes, el navío no logró avanzar, no logró esquivar la ruta del barco de Pohjola.
Entonces el viejo Wainamoinen comprendió que la desgracia le amenazaba, que el día fatal había llegado para él, y se preguntó qué hacer para salvar la vida. Después tomó la palabra y dijo: «Ahora me viene a las mientes un pequeño artificio, un fácil encantamiento».
Y sacó de su escarcela un trozo de yesca y un pedernal, y los arrojó al mar por encima de su hombro izquierdo, diciendo: «¡Que nazca de ellos un escollo, que de ellos brote una isla inesperada, y que el navío de Pohjola se estrelle contra esa roca, entre el bramar de las encrespadas olas!».
Así, de la yesca y el pedernal nació un escollo, surgió una isla entre las olas del mar, afilada hacia oriente y formando un bastión contra el norte.
El navío de Pohjola proseguía su ruta balanceándose ligeramente entre las olas. De repente dio con el escollo, chocó contra la isla, y el barco de cien remeros se hizo pedazos; los mástiles y las velas se desplomaron en el abismo para convertirse en presa de los vientos, juguete de las tormentas.
Madre Louhi se irguió de pie en medio de las aguas esforzándose en levantar el navío, pero nada pudo lograr. Todo el vigamen, toda la tablazón estaba rota y dislocada.
Madre Louhi se quedó pensando, y se dijo: «¿De qué industria podría valerme ahora?, ¿qué medio emplear para reparar este desastre?».
Y Louhi cambió de forma: cogió cinco hoces, cinco herrumbrosas y torcidas tenazas, y se hizo con ellas uñas y garras; cogió la mitad del estrellado barco, y de sus bordas se hizo unas alas, de su timón una cola; y bajo sus alas colocó cien hombres, bajo su cola mil guerreros; cien hombres armados de espada, mil guerreros armados de arco.
Y de este modo, transformada en águila, tendió el vuelo y se elevó en el aire, en pos de la estela de Wainamoinen; con Un ala roza las nubes, con la otra barre las aguas.
El viejo, el impasible Wainamoinen, volvió el rostro hacia el mediodía, volvió los ojos al noroeste, y sobre la estela. La mujer de Pohjola avanzaba, el ave gigante se acercaba; de frente parecía un águila, por la espalda un buitre.
Pronto alcanzó el navío del héroe; descendió sobre lo alto del mástil, se posó en las jarcias. El navío se bamboleó y estuvo a punto de naufragar en el abismo.
El viejo Wainamoinen dijo: «¡Oh Madre Louhi, señora de Pohjola!: ¿quieres venir conmigo a compartir el sampo, en el promontorio de las nieblas, en la isla de las umbrías?».
La señora de Pohjola respondió: «¡No, no iré contigo, oh miserable, a compartir el sampo; no iré en tu compañía, oh Wainamoinen! ¡Yo me apoderaré del sampo y lo rescataré de tu navío!».
Entonces el bullicioso Lemmikainen desenvainó su espada y comenzó a golpear con ella las patas del águila, las garras del ave poderosa, exclamando a cada golpe: «¡Caigan los hombres, caigan las espadas, caigan los malditos guerreros! ¡Que los cien hombres se desplomen de las alas, que los mil héroes resbalen de las plumas!».
El viejo Wainamoinen, el inmortal runoya, arrancó de la popa el timón, enarboló la barra de encina y golpeó con ella las patas del monstruoso pájaro, rompiéndole las garras; una sola, la más pequeña, esquivó los golpes.
Y los cien hombres se desprendieron de las alas, y los mil héroes cayeron de la cola, precipitándose en el fondo del mar. Y el águila misma se desplomó de lo alto del mástil sobre la cubierta, como el gallo silvestre se desploma del árbol, como cae la ardilla de las ramas del abeto.
Entonces, estirando el dedo sin nombre, el águila se apoderó del sampo, agarró el mágico talismán; y lo arrojó al mar, entre las azules olas. El sampo se hizo pedazos, saltaron en astillas las brillantes aspas.
Y de los trozos del sampo, unos rodaron al abismo, dispersándose en lo profundo, como una fuente de riqueza para las ondas; otros, los fragmentos más ligeros, flotaron en la superficie del mar, arrastrados por los vientos y las olas.
Y los vientos los llevaron a tierra, las olas los arrastraron hasta la orilla.
El viejo, el impasible Wainamoinen, se llenó de alegría al contemplar esto, y dijo: «¡Esos restos del sampo serán el principio de una eterna prosperidad; serán, en los campos cultivados, la fecunda semilla de la cual germinarán plantas de todas las especies; por virtud suya brillará la luna, y el sol bienhechor se elevará radiante sobre estas hermosas regiones sin fin!».
Madre Louhi, dijo: «¡Así pues, mi poderío queda roto desde ahora, mi prestigio se ha extinguido, mi prosperidad ha rodado a lo profundo del mar con los restos del sampo!».
Y se alejó llorando hacia su morada, entre lamentos tomó el camino de Pohjola; solo llevó consigo lo que pudo retener del sampo con el dedo sin nombre, que era bien poca cosa: la palanca y un trozo de las aspas. Por eso un triste clamor resuena en Pohjola, una vida sin pan reina en Laponia.
El viejo, el impasible Wainamoinen, una vez llegado a tierra, encontró los restos del sampo, los fragmentos del talismán precioso, dispersos entre la fina arena de la playa.
Los juntó y los llevó a la punta del promontorio nebuloso, de la isla rica en umbrías, para que allí creciesen, para que allí se multiplicasen, para que allí fructificasen, engendrando la cerveza de cebada y el pan de centeno.
Y el viejo Wainamoinen alzó su voz y dijo: «¡Concédenos, oh Creador, una brillante prosperidad; haz, oh Jumala, que nuestra vida transcurra dichosamente, y que muramos con honor en estas dulces regiones, en este hermoso país de Karelia!
»Defiéndenos, protégenos, contra los tortuosos pensamientos de los hombres, contra los oscuros designios de las mujeres. ¡Derriba por tierra al envidioso!, ¡aniquila a los embrujadores de las aguas!
»¡Construye una muralla de hierro, levanta una fortaleza de piedra alrededor de mi pueblo; una fortaleza que se eleve desde la tierra hasta el cielo, para que me sirva de refugio, que sea mi morada, mi protección y mi defensa, de suerte que la desgracia no puede caer sobre mí, que la adversidad no pueda alcanzarme, mientras dure esta vida, alumbre la luz del sol!».