XV

EL RUNOYA ETERNO

El viejo, el impasible Wainamoinen, el runoya eterno, preparó sus dedos, lavó y purificó sus pulgares; después se sentó en la piedra del gozo, sobre la roca del canto, en la cumbre de la colina de plata, de la colina de oro.

Tomó el instrumento entre sus dedos, apoyó la sonora caja sobre su rodilla, puso su mano sobre el kantele y dijo: «¡Vengan ahora los que quieran escuchar la armonía de las eternas runas, los acordes melodiosos de kantele; vengan aquellos que aún no los han escuchado!».

Y el viejo Wainamoinen comenzó a tocar maravillosamente el instrumento fabricado con los huesos del sollo, el kantele de espina de pescado: sus dedos corrían flexibles sobre las cuerdas; su pulgar tendido, las rozaba ligeramente.

Relampagueaba la alegría en la alegría, el júbilo inflamaba el júbilo; la tocata del héroe se alzaba como la voz de la armonía, el canto estallaba en toda su fuerza; y los dientes del sollo resonaban y sus aletas se estremecían armoniosamente.

Y mientras el viejo Wainamoinen tocaba el kantele, no hubo un solo poblador del bosque, no hubo un solo cuadrúpedo de velludas patas, andador o saltarín, que no acudiese a escuchar el instrumento, a gozar los acentos de la alegría[32].

Las ardillas saltan de rama en rama, los armiños trepan a los postes de los cercados, los alces galopan por la llanura, los linces se escalofrían de placer.

También el lobo se estremeció en el marjal, y el oso se despertó en el desierto, en su cubil escondido entre tupidos abetos. El lobo cruzó las vastas regiones; el oso atravesó la espesura, se detuvo junto a la puerta de un cercado y trató de erguirse sobre sus patas traseras, pero la empalizada cedió a su peso y la puerta se vino abajo. Entonces el oso se subió a un pino, trepó a un abeto, a escuchar los dulces acordes, a gozar los acentos de la alegría.

Toda la gente de los caseríos del bosque, todas las doncellas, todos los mancebos, escalaron la cima de las rocas para escuchar el kantele.

Todo lo que se llama pájaro del aire, todo lo que vuela en dos alas, todo cayó del cielo como un huracán de nieve, precipitándose hacia el runoya, para escuchar su arte maravilloso, para gozar los cantos de la alegría.

El águila oyó la bella canción desde la cumbre del aire; dejó a sus polluelos en el nido y corrió a escuchar de más cerca, corrió a contemplar el éxtasis de Wainamoinen.

Y al par que el águila descendía de las más altas esferas, el gavilán se lanzó del seno de las nubes, el pato salvaje de las aguas hondas, los cisnes de los lagos cenagosos, los pinzones, los pájaros canoros, los jilgueros a cientos, las alondras a miles, todos tendieron el vuelo por las llanuras del aire y acudieron a posarse sobre los hombros del runoya, mezclando sus gorjeos al jubiloso canto, a la suave melodía del kantele.

Las hermosas vírgenes del aire, las hijas bienamadas de la naturaleza, prestaron también su oído atento y hechizado a la voz del héroe sin igual, a los sones del mágico instrumento. Estaban sentadas, radiantes de luz y gracia, unas sobre el arco iris, otras en el borde de una tenue nube recamada de púrpura.

No quedó un solo ser en la tierra, ni en el fondo de las aguas, ni pez de seis aletas, que no acudiese a escuchar la música del kantele, a admirar las runas de la alegría.

Los sollos hendieron veloces las ondas, los perros marinos desmintieron su torpeza, los salmones abandonaron los socavones de la roca, las truchas salieron de sus profundas guaridas, las percas, los pajeles, los salmones blancos, todos los peces se lanzaron en cardume hacia la orilla, a escuchar los cánticos de Wainamoinen, a gozar los acordes del kantele.

Atho[33], el rey de las ondas azules, el de la barba de musgo, asomó encima de la húmeda bóveda y se tendió sobre un lecho de nenúfares. Prestó oído a las runas de la alegría, y dijo: «¡Jamás había yo escuchado nada parecido; nunca, en todos los días de mi vida, había oído acentos semejantes a los de Wainamoinen, el runoya inmortal!».

La soberana de las ondas, la del regazo enraizado de sauces, surgió de las profundidades del mar, y se acodó sobre un escollo del agua para escuchar la voz de Wainamoinen, la peregrina melodía del kantele. Y en su arrobo se olvidó de abandonar la roca y se durmió sobre ella.

El viejo Wainamoinen hizo resonar el kantele por espacio de un día, por espacio de dos días, sin que hubiera un solo héroe, un solo hombre, una sola mujer de largas trenzas que no se sintiese conmovido hasta el llanto y cuyo corazón no se turbase: tan dulce era la voz del runoya, tan seductora la armonía del instrumento.

Y el mismo Wainamoinen acabó por llorar también. Las lágrimas rodaron de sus ojos, saltaron de sus párpados, más apiñadas que las bayas silvestres, henchidas como guisantes, redondas como los huevos de las aves marinas, grandes como cabezas de golondrina.

Inundaron sus mejillas bañando su hermoso rostro; y del hermoso rostro, rodaron por el fuerte mentón sobre el ancho pecho; y del ancho pecho rodaron sobre sus rodillas poderosas, sobre sus sólidos pies; y de los sólidos pies rodaron por tierra y ganaron la orilla del mar y descendieron bajo las claras ondas hasta el oscuro légamo del fondo.

Entonces el viejo Wainamoinen alzó la voz y dijo: «Entre esta bella juventud, esta grande e ilustre raza nacida del mismo padre ¿no habrá alguno que quiera ir a recoger mis lágrimas bajo las claras ondas del abismo?».

Los mozos dijeron, los ancianos respondieron: «No; entre esta bella juventud, esta raza ilustre y grande nacida de un mismo padre, no hay ninguno que quiera ir a recoger tus lágrimas, bajo las claras ondas del abismo».

El viejo Wainamoinen dijo: «El que vaya a recoger mis lágrimas bajo las claras ondas del abismo, recibirá de mi mano un manto de plumas».

Un pato azul oyó estas palabras y se acercó al runoya. El viejo Wainamoinen le dijo: «El pato azul acostumbra a sumergirse en el agua, a bañarse en las aguas frías y a explorar bajo las olas con su pico. ¡Oh pato querido!, ve tú a recoger mis lágrimas bajo las claras ondas del abismo, y yo te haré un hermoso regalo: recibirás de mi mano un manto de plumas».

El pato chapuzó bajo las claras ondas del abismo buscando las lágrimas de Wainamoinen; sondeó el oscuro légamo, recogió las lágrimas del héroe y volvió a depositarlas en su mano. Pero una maravillosa metamorfosis se había operado en ellas; se habían convertido en finas perlas resplandecientes, para ornato de los reyes, para eterna alegría de los poderosos.