XIV

EL KANTELE[31]

El viejo, el impasible Wainamoinen, alzó su voz y dijo: «Oh herrero Ilmarinen, partamos juntos a Pohjola, a robar el sampo, a apoderamos del precioso talismán».

El herrero Ilmarinen respondió: «Difícil será robar el sampo en la sombría Pohjola. El sampo está allá oculto, el precioso talismán está allá enterrado en las entrañas de una roca de cobre, debajo de nueve llaves, detrás de nueve candados; y sus raíces están hundidas a una profundidad de nueve brazas: una en la tierra, otra en el agua, y la tercera en la colina donde está edificada la casa».

El viejo Wainamoinen dijo: «¡Oh herrero, caro hermano mío, partamos juntos a Pohjola, a robar el sampo! ¡Armaremos un gran navío en el cual transportar el talismán maravilloso, el sampo arrancado a las entrañas de la roca de cobre, pese a las nueve cerraduras, pese a los nueve candados!

»Pero antes fórjame una espada de flamígera punta, con la cual pueda espantar los perros y dispersar a la multitud cuando entremos a robar el sampo en la fría aldea, en la sombría Pohjola».

El herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, se apresuró a poner hierro al fuego, a colmar de acero la ardiente fragua; después añadió una barra de oro y un puñado de plata, y ordenó a sus esclavos manejar los fuelles.

Los esclavos lo hicieron con todas sus fuerzas; el hierro se dilató en ardiente caldo, el acero en blanda pasta; la plata se trocó brillante y límpida como el agua; el oro borbolló como una ola.

Entonces el herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, examinó el fondo de la hornilla y vio que la espada había nacido, que su guarda de oro estaba ya modelada. La sacó del fuego, la puso sobre el yunque y la sometió a los poderosos golpes de su martillo. Y modeló a su gusto una espada, la mejor de las espadas, incrustada de plata y oro.

Wainamoinen probó su espada contra una montaña de hierro diciendo: «¡Con semejante espada hendiré las mismas piedras, hará saltar las rocas en astillas!».

De pronto un agudo llanto, una dolorida voz resonó al fondo de la playa donde estaban amarrados los navíos.

El viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: «¿Es una muchacha que llora, o una paloma que se queja? Vamos allá, a verlo».

Y avanzó él en persona para salir de dudas. Pero no era una doncella que lloraba, ni era una queja de paloma. Era un navío el que lloraba, era un navío el que se quejaba.

El viejo Wainamoinen se acercó a él y le dijo: «¿Por qué lloras tú, barca de madera?, ¿por qué te quejas tú, batel erizado de remos? ¿Es porque eres pesado, porque has sido groseramente construido?».

La barca de madera, el batel ricamente armado de remos, respondió: «Lo mismo que la doncella aspira a la casa del esposo cuando todavía habita la casa de su padre, del mismo modo el navío aspira a navegar sobre las olas cuando todavía está en la madera del resinoso pino. Yo lloro y me quejo, clamando por aquel que ha de lanzarme al mar, que ha de guiarme a través de las espumantes olas.

»Se me había dicho, cuando me estaban construyendo, se me había asegurado, cuando aún estaba en el astillero, que sería un navío de guerra, que me armarían para el combate; se me habían prometido cargazones de botín rico y glorioso. Y sin embargo, heme aquí sin que se me haya llevado a la guerra, sin que se me haya utilizado siquiera para transporte de merodeadores.

»¡Ah, sería mil veces más glorioso, mil veces más agradable para mí, erguirme aún como un pino en la colina, como un abeto en las landas; la ardilla vendría a brincar entre mis ramas, el perro a ladrar junto a mis raíces!».

El viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: «No llores más, barco mío, no te quejes más, batel erizado de remos; pronto te hallarás en el seno de las batallas, en el áspero juego de las espadas».

Entonces el viejo Wainamoinen, desplegando las mágicas virtudes de su cantar, empujó el navío hacia el mar; hizo aparecer, a una borda, un tropel de mancebos de enmarañados cabellos, de callosas manos, de aspecto fiero y sólidamente calzados; a la otra borda, hizo aparecer un tropel de doncellas ornadas con fíbulas de estaño y cinturones de cobre, graciosas adolescentes con los dedos cuajados de anillos; y en fin, sobre los bancos remeros, un tropel de ancianos, una raza trabajada por el paso del tiempo.

Se sentó él mismo al timón, y empuñando la barra dijo: «¡Camina, oh navío, por esta llanura sin árboles, atraviesa los tortuosos estrechos, boga sobre el mar, boga sobre las olas como una hoja de nenúfar!».

Entonces el herrero Ilmarinen tomó asiento en el banco de los remeros, y de repente el navío tembló y se deslizó veloz sobre las ondas; desde lejos se oía el golpear de los remos contra los flancos de la carena.

Ilmarinen redobló su energía: los bancos del navío crujieron, se estremecieron las cimbras, los remos de madera de serbal rechinaron.

El viejo Wainamoinen empuñaba el timón con pulso firme, y guiaba con maravillosa destreza la marcha del navío entre el oleaje.

No tardó en aparecer un promontorio a lo lejos, un miserable caserío surgió en el horizonte. Era el lugar donde Athi Lemmikainen había fijado su residencia; allí dejaba transcurrir su vida, lamentando su extrema miseria, su granero vacío, la triste suerte que el cielo le había deparado. Labraba los costados de un nuevo navío y martilleaba su quilla, en la punta del promontorio, en los aledaños del caserío miserable.

Lemmikainen tenía aguda la oreja, y los ojos más agudos aún. Lanzó una mirada a occidente, luego volvió la cabeza al mediodía y divisó en la lejanía algo como una vedija de nube. Pero no era una vedija de nube, era un barquichuelo que avanzaba entre las olas del mar. Un héroe majestuoso empuñaba el timón; un altivo guerrero dirigía la maniobra.

El bullicioso Lemmikainen dijo: «No conozco ese navío ¿cuál será ese hermoso barco que llega, a fuerza de remos, de las regiones de oriente, enfilada la proa al occidente?».

Y el joven héroe alzó su voz, y lanzó un grito desde el alto promontorio, preguntando por encima de las olas: «¿A quién pertenece ese navío que boga por el mar?».

Los hombres, las mujeres del navío respondieron: «¿Y tú?, tú que habitas estos desiertos parajes, ¿qué clase de guerrero eres que no conoces el barco de Kálevala, e ignoras quién es su piloto, quién es su remero?».

El bullicioso Lemmikainen respondió: «Sí sé quién es ese piloto, sí sé quién es ese remero: el impasible Wainamoinen se sienta al timón, Ilmarinen maneja los remos. ¿Adónde os dirigís, hombres?, ¿adónde encamináis vuestra proa, héroes?».

El viejo Wainamoinen respondió: «Vamos hacia el norte, a las regiones de las grandes mareas, de las espumosas olas; vamos a rescatar el sampo, a arrancar el mágico talismán de la colina de roca, de la montaña de cobre de Pohjola».

El bullicioso Lemmikainen dijo: «¡Oh viejo Wainamoinen, llévame contigo como tercer héroe, ya que vas a rescatar el sampo, a recobrar el talismán maravilloso! ¡Yo desplegaré mi fuerza a vuestro lado si llega la hora del combate; mis manos y mis hombros serán vuestros!».

El viejo, el impasible Wainamoinen consintió en asociar al guerrero, al bravo héroe, a su expedición. El bullicioso Lemmikainen descendió inmediatamente a la orilla, llevando consigo planchas de refuerzo para los flancos del navío.

El viejo Wainamoinen dijo: «Ya tengo madera suficiente en el navío, ya está cargado con exceso. ¿Para qué traes más?».

El bullicioso Lemmikainen respondió: «No son las provisiones las que hacen zozobrar el barco, nunca es el lastre el que causa su pérdida. En cambio, en los mares de Pohjola, la tempestad castiga con violencia los costados, y es preciso que sean muy sólidos para resistir los embates».

El viejo Wainamoinen dijo: «Por eso mismo, para que mi barco no sea arrastrado por el viento ni dominado por la tormenta, he hecho acorazar su proa de hierro y de acero».

El viejo, el impasible Wainamoinen, se alejó del afilado promontorio, del miserable caserío, y condujo su navío entre las olas entonando cantos de júbilo.

El barco proseguía su rápida travesía; el primer día bordeó la desembocadura de los ríos, el segundo día bordeó los lagos, el tercer día llegó en mitad de las cataratas.

Entonces el bullicioso Lemmikainen recordó los conjuros de los cegadores saltos de agua, las fórmulas mágicas para encadenar el torbellino de los ríos sagrados. Y alzó su voz diciendo: «¡Suspende, oh catarata, tu furioso salto!, ¡no brames más, oh caudaloso rabión! ¡Y tú, oh virgen de los torrentes, yérguete como un dique sobre la espumosa roca; retén con tus manos, encauza entre tus dedos las desbocadas olas, para que no se estrellen contra tu pecho, para que no se revuelvan contra nosotros!».

El viejo Wainamoinen volvió a empuñar vigorosamente el timón, y empujó la nave entre los escollos y el hervor espantable de las aguas, haciéndola vencer felizmente todos los obstáculos.

Pero una vez que hubo alcanzado las aguas calmas y profundas, el barco se detuvo de repente y permaneció como atado. El herrero Ilmarinen y el bullicioso Lemmikainen, picaron y exploraron las aguas con una aguzada rama, con un largo bichero de abeto, tratando de desatarlo; pero sus esfuerzos fueron vanos: el navío siguió inmóvil.

El bullicioso Lemmikainen se inclinó sobre el abismo, exploró hasta bajo la quilla del buque, y dijo: «No es una roca ni son raíces de árbol lo que nos detiene; nuestro barco ha varado sobre el lomo de un sollo, sobre el costillar de un perro de mar».

El viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: «De todo hay en el fondo del mar, lo mismo peces que raíces. Si el navío está encallado sobre los lomos de un sollo, sobre el costillar de un perro de mar, hunde tu espada en las aguas y haz pedazos al monstruo».

El bullicioso Lemmikainen, el mancebo agudo y audaz, desenvainó su espada y la hundió en el agua hasta la quilla del navío, pero él cayó detrás, al abismo.

El herrero Ilmarinen cogió al héroe por los cabellos y lo salvó de la muerte. Después desenvainó a su vez la espada, su espada de afilada hoja, y la hundió bajo la quilla tratando de herir al sollo; pero la espada saltó hecha pedazos, el monstruo permaneció inconmovible.

El viejo, el impasible Wainamoinen, tomó su espada, su espada de fulgurante acero, la hundió bajo el navío y la enterró de un golpe en el lomo del sollo, en el costillar del perro marino.

La espada se clavó fuertemente en las agallas del monstruo. Entonces el héroe, de un tirón, lo arrancó del fondo y lo partió en dos pedazos: la cola volvió a caer al agua, la cabeza rodó sobre la tablazón del navío. Y el navío, libre de sus ligaduras, se puso nuevamente en marcha. El viejo Wainamoinen lo guio hacia una isla. Allí empuñó un cuchillo, una lámina de frío acero, y se puso a partir el sollo diciendo: «¿Cuál es la más hermosa de nuestras doncellas? Ella cocerá el pescado, delicioso bocado para nuestro almuerzo del medio día». Las doncellas todas rivalizaron en celo preparando el pescado; y su carne fue devorada, pero sus huesos fueron esparcidos sobre las rocas de la isla.

El viejo, el impasible Wainamoinen, examinó los huesos en todas direcciones y dijo: «¿Qué podría hacerse con los huesos de este sollo, si fuesen llevados a la fragua del herrero, si fueran entregados a las manos hábiles de un obrero?».

El herrero Ilmarinen dijo: «De la nada no puede hacerse nada. Por lo tanto nada puede salir de los huesos del sollo, aunque sean llevados a la fragua del herrero, aunque sean entregados a las manos hábiles de un obrero».

El viejo, el impasible Wainamoinen dijo: «De los huesos del sollo se podría hacer un kantele, si se pudiera hallar un maestro capaz de fabricarlo».

Pero ningún maestro se presentó, ningún maestro capaz de fabricar el instrumento. Entonces el viejo, el impasible Wainamoinen puso él mismo manos a la obra. Y de los huesos del sollo hizo un manantial de melodía, una fuente de alegría eterna.

El viejo Wainamoinen invitó a mozos y viejos a tocar el nuevo instrumento, el kantele sacado de los huesos del sollo.

Los jóvenes tocaron y sus dedos arrancaron solo crujidos; los viejos tocaron, y menearon la cabeza; la alegría no acordó con la alegría, la armonía no se fundió en la armonía.

El bullicioso Lemmikainen dijo: «¡Oh estúpidos mozalbetes, y vosotras simples e ignorantes muchachas, y todo lo que queda de vuestra triste raza: sois incapaces de tocar el kantele, de hacer vibrar las sonoras cuerdas! ¡Ven acá ese instrumento!, ¡póngase sobre mis rodillas, acérquese a mis diez dedos!».

Se entregó a Lemmikainen el instrumento, y trató de tocarlo. Pero las cuerdas no emitieron sonido alguno, el kantele de la alegría permaneció mudo.

El viejo Wainamoinen dijo: «¡No hay nadie aquí, ni joven ni viejo, capaz de hacer sonar el kantele. Si lo enviara a Pohjola, tal vez allí se encontrasen manos más hábiles!».

Y el kantele fue enviado a Pohjola. Allí los mozalbetes ensayaron tocarlo, y las doncellas también, y las mujeres y los hombres casados, y Madre Louhi misma, y los moradores de cada casa; todos lo tocaron con sus dedos, con sus diez dedos. Pero la alegría no acordó con la alegría, la armonía no se fundió en la armonía. No lograron arrancar al instrumento más que sonidos discordantes, espantables crujidos.

Un anciano ciego dormía en el desván; fue arrancado bruscamente a su sueño, y murmuró con voz sorda: «¡Oídme, por favor, y guardad silencio! ¡Ese ruido me desgarra los oídos, me hace estallar la cabeza; me causa dolores espantosos y me turbará el sueño una semana entera!

»¡Si ese instrumento no es capaz de despertar la alegría, si no sirve para mecer dulcemente las horas del descanso, será preciso arrojarlo al fondo del mar, o devolverlo al lugar de donde vino, para que sea puesto entre las manos del maestro, entre los propios dedos del potente runoya!».

De repente las cuerdas del kantele vibraron, y resonaron dentro de él estas palabras: «¡No iré yo al fondo del mar antes de haber resonado entre las manos del Maestro, bajo los dedos del gran runoya!».

Y el kantele fue devuelto cuidadosamente al lugar de donde lo habían traído; y fue colocado entre las manos del Maestre, sobre las rodillas del runoya eterno.