XII

HISTORIA DE KULLERVO, EL MANCEBO DE LAS CALZAS AZULES

Una madre criaba una nidada de palomas y cuidaba un bando de tres cisnes. A las palomas las dejó en el corral y a los cisnes los condujo a la orilla del río. Vino un águila, y los arrebató a las nubes. Vino un gavilán y los dispersó: al primero lo llevó a Kadelia; al segundo lo llevó a Rusia; y en cuanto al tercero, lo devolvió a la casa paterna[28].

El que fue transportado a Rusia se convirtió en un hábil mercader; el transportado a Karelia fue el célebre Kalervo; el devuelto a la casa paterna fue el sombrío Untamo, azote de su padre, desesperación de su madre.

Una vez Untamo tendió su red en el estanque de Kalervo; Kalervo encontró la red y se apoderó de todos los peces que halló entre sus mallas. Entonces el malvado Untamo se puso furioso; lo arañó con las uñas, le atacó con los puños, disputándole una raspa de pescado, unas huevas de pértiga.

Así lucharon Untamo y Kalervo, pero ninguno salió vencedor; si uno encajaba un buen golpe, el otro se lo devolvía en el acto.

Pocos días después de esta querella Kalervo sembró su avena detrás de la casa de Untamo. La voraz oveja de Untamo se comió la avena de Kalervo; el huraño perro de Kalervo devoró la oveja de Untamo.

Untamo volvió a enfurecerse y vociferó amenazas de muerte contra Kalervo, contra su propio hermano. Juró derribar su casa, degollar y exterminar a todos sus habitantes, grandes y pequeños, e incendiarla hasta reducirla a cenizas.

Y armó a sus hombres: con espadas a los fuertes, con venablos a los débiles y a los muchachos. Y declaró una guerra sangrienta, una guerra sin cuartel contra el hijo de su madre.

La suegra de Kalervo estaba sentada a la ventana contemplando la llanura. Abrió la boca y dijo: «¿Qué es lo que se levanta allá lejos, del otro lado del campo, a la entrada del camino nuevo?, ¿es una humareda espesa o es una sombría nube?».

Pero no era una humareda espesa ni una nube sombría; eran los guerreros de Untamo precipitándose al combate.

Ya llegan. Las espadas brillan a sus costados. Aniquilan a las tropas de Kalervo, degüellan la ilustre raza, prenden fuego a su casa, sin dejar piedra sobre piedra, a ras del árido suelo.

Una sola mujer escapó al desastre, una mujer que llevaba a un hijo en el seno. Los guerreros de Untamo la llevaron consigo para emplearla en ordenar su casa, en barrer la basura.

Y transcurrido algún tiempo la desdichada mujer trajo un hijo al mundo, al cual puso por nombre Kullervo.

El recién nacido, el pobre huérfano, fue acostado en una cuna, y mecido un día y otro día. Al tercer día, el niño sacudió de repente sus pies y se levantó de golpe: se puso de pie en la manta, desgarró sus pañales, hizo trizas su cuna de madera de tilo y rompió en tiras sus mantillas.

Así demostró su vigor y que una poderosa savia hervía en sus venas. Untamo concibió la esperanza de que llegaría a ser un hombre de gran sabiduría, un héroe indomable y altivo, un esclavo más valioso que cien, más valioso que mil esclavos.

Pero al cabo de dos meses, al cabo de tres meses, cuando no era todavía más alto que una rodilla, el niño empezó a pensar en sí mismo, diciéndose: «¡Si yo fuera un poco mayor, si mi cuerpo cobrara un poco más de fuerza, yo vengaría los dolores de mi padre, las angustias de mi madre!».

Untamo escuchó estas palabras y dijo: «Este niño será el azote de mi raza; Kalervo revive en él».

Y hombres y mujeres se reunieron en consejo, preguntándose adónde podrían transportar al niño, dónde podrían exponerlo a una muerte segura.

Se le encerró en un tonel, y el tonel fue arrojado al mar, en medio de las procelosas aguas.

Dos noches, tres noches transcurrieron. Y Untamo fue a ver si el niño se había ahogado, si estaba muerto en su tonel.

Pero el niño no se había ahogado, no estaba muerto en su tonel. Escapado de su encierro, se mecía tranquilamente sobre las olas, teniendo entre sus manos una caña de pescar, con empuñadura de cobre, con hilo de seda.

Untamo se dijo de nuevo: «¿Adónde habrá que llevar a este niño?, ¿dónde encontrará su perdición segura?, ¿dónde hallará el golpe mortal?».

Y ordenó a sus esclavos hacinar una gran cantidad de abedules altos y fuertes, de tupidos abetos, de viejos pinos resinosos, para quemar al niño, para exterminar a Kullervo.

La pira ardió por espacio de un día, por espacio de dos días; ardió hasta tres días enteros. Entonces Untamo se acercó a ver qué había sido de Kullervo, y lo encontró de rodillas, en medio de las brasas, jugando con los tizones y atizándolos con un gancho de hierro. El fuego no había rozado siquiera la punta de sus cabellos, había respetado hasta el más ligero bozo de su carne.

Untamo, furioso, se dijo otra vez: «¿Adónde, pues, habrá, que llevar a este niño?, ¿dónde encontrará su perdición segura, dónde hallará el golpe mortal?».

Entonces hizo colgar a Kullervo de un árbol, izándolo hasta la copa de una encina.

Dos noches, tres noches transcurrieron, y otros tantos días. Untamo reflexionó profundamente: «Hora es ya de saber si Kullervo ha sucumbido, si ha encontrado la muerte en la horca».

Y Untamo envió a un esclavo para asegurarse. El esclavo volvió con esta noticia: «Kullervo no ha sucumbido, Kullervo no ha encontrado la muerte en la horca. Allá está, con una gubia en la mano, grabando en la corteza del árbol toda suerte de figuras: guerreros, lanzas, venablos, cubren la encina de arriba abajo».

Entonces Untamo se convenció de su impotencia. Hastiado, fatigado de buscar el medio de desembarazarse de él, hubo de resignarse a guardar al niño en su casa, a tratar al esclavo como a un miembro de la familia.

Y le habló en estos términos: «Si prometes conducirte bien, si prometes vivir con prudencia y sosiego, puedes quedarte en mi casa y trabajar en ella. Más adelante acordaremos cuál ha de ser tu soldada. Te recompensaré según merezcas: o un buen cinturón para tu talle o un buen torniscón en las orejas».

Cuando Kullervo hubo crecido se le asignó un trabajo. Se le confió el cuidado de un niño, de una criatura de delicados dedos: «Ten cuidado de este pequeñuelo, dale de comer a menudo y según su hambre. Lava sus pañales en el río y ten siempre limpios sus vestidos».

Kullervo tomó al niño a su cargo. El primer día le rompió un brazo; el segundo día le sacó los ojos; el tercer día lo dejó morir. Después arrojó los pañales al río y prendió fuego a la cuna.

Untamo se entregó a profundas reflexiones: «Este muchacho no sirve para cuidar criaturas, para mecer carnes delicadas. ¿En qué lo emplearíamos, pues?, ¿qué trabajo confiarle? Quizá tenga mejores condiciones para derribar árboles y talar el bosque».

Y Untamo envió a Kullervo al bosque a talar árboles. Kullervo, hijo de Kalervo, se dirigió al bosque, penetrando en los incultos parajes sin fin, entre los altos abedules y las enramadas gigantescas.

Allí blandió su hacha. De un golpe fuerte derriba los troncos más corpulentos, de un simple roce los retallos más tiernos. Cinco árboles, ocho árboles, caen a la vez. Después vociferó con una voz de trueno: «¡Que ninguna planta germine, que no crezca ningún tallo, mientras los siglos continúen su curso, mientras la luna expanda su luz, en el bosque talado por el hijo de Kalervo, en la nueva tierra roturada por el héroe!».

Untamo, el hombre cruel, quiso ver lo que el hijo de Kalervo había hecho. El bosque, derribado en montón, no se parecía en nada a una tierra roturada y dispuesta para la sementera. No era aquello la obra de un muchacho.

Untamo se dijo en su interior: «No sirve este mozo para un trabajo semejante; ha cortado los troncos más sólidos, ha destruido los mejores abedules. ¿En qué ocuparlo, pues?, ¿qué obra confiarle? ¿Tal vez tenga mejores condiciones para construir un cercado?».

Y Untamo encargó a Kullervo construir una cerca. Kullervo abatió los pinos más corpulentos, los más altos abetos. Después los plantó en filas apretadas, liándolos fuertemente unos a otros con largas varas de serbal. Así hizo su cerca: sin puerta ni abertura alguna.

Kullervo dijo: «¡Aquél que no tenga alas de pájaro, que no intente franquear la cerca del hijo de Kalervo!».

Untamo fue a ver lo que Kullervo había hecho. Y vio una cerca sin puertas ni abertura alguna, sólidamente clavada en tierra y elevándose hasta las nubes del cielo.

Y se dijo: «No sirve este mozo para un trabajo semejante. La cerca que ha construido es impracticable; imposible entrar ni atravesarla. ¿En qué ocuparlo, pues?, ¿qué obra confiarle? Quizá sirva mejor para moler el centeno».

Y Untamo envió a Kullervo a moler el centeno. Kullervo, hijo de Kalervo, se puso ardorosamente a moler el centeno, hasta pulverizar el grano, hasta reducir a salvado la espiga.

Untamo llegó a ver su obra; encontró pulverizado el grano, reducida a salvado la espiga. Y tuvo un arrebato de cólera: «¡Así, pues, este mozo no sirve para nada! En todo, lo que le he mandado solo ha hecho locuras. ¿Lo enviaré a Rusia, o lo haré llevar a Karelia para venderlo al herrero Ilmarinen, para someterlo al aprendizaje del martillo?».

Untamo envió al hijo de Kalervo a Karelia y lo vendió al gran Ilmarinen, al diestro forjador de hierro.

¿Qué precio pagó Ilmarinen por el esclavo? Un alto precio: dos viejos calderos abollados, tres garabatos rotos, cinco hoces melladas y seis rastrillos de desecho. Tal fue el precio pagado por el miserable, por el esclavo inútil.

Kullervo, hijo de Kalervo; Kullervo, el mancebo de las calzas azules, el de la blonda cabellera y los lindos zapatos, pidió al herrero Ilmarinen trabajo para la noche, y a la mujer del herrero trabajo para la mañana.

La mujer del herrero pensó para sus adentros en qué podría emplearse útilmente al esclavo, al hombre comprado. Y resolvió hacerle guarda de rebaños.

Y la traviesa criatura preparó una gran hogaza. La amasó con buen trigo candeal por arriba y con avena por abajo. Pero en medio metió una piedra.

Después la empapó con nata de leche, la untó de manteca, y dándosela a Kullervo le dijo: «No has de tocar este pan hasta que no hayas conducido el rebaño al bosque».

Kullervo, hijo de Kalervo, se echó sus provisiones al zurrón y aguijó las vacas de Ilmarinen entre los marjales y las ásperas malezas. Caminaba solitario, diciéndose: «¡Maldición sobre mí, pobre mozo!, ¡maldición sobre mí, infortunado! ¡Adónde he venido a parar, miserable de mí! Buena tarea de holgazán la que me han impuesto. ¡Tener que apacentar estas malditas vacas, estos estúpidos terneros!, ¡tener que vagar a través de estos marjales sin fin, de estas landas ásperas y escarpadas!».

Se sentó al sol, sobre un altozano, y se puso a cantar con voz sonora: «¡Derrama tu luz, oh divino sol, derrama tu calor, oh globo de Jumala, sobre el pastor de la fragua, sobre el pobre mancebo de los pastizales, pero no sobre la casa de Ilmarinen, ni mucho menos sobre su nueva amante! Dulce es la vida para esa mujer: se sirve rebanadas de pan candeal, se alimenta con tortas bien untadas de manteca. El pastor, en cambio, ha de roer pan duro, secos mendrugos; y hasta ha de contentarse muchas veces con tortas de cebada mezclada con salvado, con paja o con harina de corteza de abedul. ¡Y si tiene sed, tendrá que sacar agua del légamo del marjal o del húmedo césped de las praderas!».

Y mientras el pastor se lamentaba, mientras el hijo de Kalervo entonaba su triste canción, la mujer de Ilmarinen ya había gustado la deliciosa manteca, comido el pan tierno, saboreado las tortas aún calientes; y preparaba para el pastor un potaje frío de coles, cuya grasa habían lamido los perros.

Kullervo, hijo de Kalervo, miraba alargarse la sombra de la tarde. Tomó la palabra y dijo: «Hora es ya de comer, de dar comienzo al almuerzo y ver qué nos han puesto en el zurrón».

Y condujo su ganado al brezal para que allí pudiera reposar. Después se sentó sobre una mata de fresca yerba; descolgó de sus hombros el zurrón y sacó la hogaza que la mujer del herrero había metido dentro.

Y desenvainó su cuchillo para cortar el pan. El cuchillo tropezó violentamente contra la piedra, y la aguda hoja se quebró y saltó en pedazos por el aire.

Kullervo, hijo de Kalervo, contempló tristemente la hoja rota y derramó amargo llanto: «Este cuchillo era mi único hermano, su hoja mi único amor. ¡Y helo aquí roto, quebrado contra la piedra que mi pérfida y miserable ama había ocultado dentro de la hogaza! ¡Aguarda, mujerzuela, aguarda! ¡Si yo lloro por mi cuchillo, también tú llorarás por tus vacas cuando quieras ordeñarlas!».

Y cortó una rama en los arbustos, una rama de enebro; y espantó a las vacas de corvas patas haciéndolas hundirse en las ciénagas; y dispersó a los toros a través del bosque. La mitad de ellos quedó entregada a la voracidad de los lobos, la otra mitad a la voracidad de los osos. Después convirtió al ganado en osos y lobos, haciéndose de este modo un nuevo rebaño.

Declinaba el sol a occidente, la noche se acercaba coronando de sombra las copas de los pinos, y aproximando la hora de ordeñar las vacas.

Kullervo, hijo de Kalervo, el rudo y miserable pastor, se encaminó a casa de Ilmarinen con su rebaño de lobos, con su rebaño de osos. Y durante el camino iba instruyéndoles en lo que debían hacer: «Os arrojaréis sobre mi ama y le devoraréis un muslo, le arrancaréis media pierna, en cuanto llegue a veros, en cuanto se agache para ordeñaros».

Se fabricó un cuerno de pastor con un hueso de vaca, con una asta de toro; y sopló con fuerza aquel instrumento, sacándole alegres sonidos en cuanto estuvo a tres pasos, a seis pasos de la colina donde estaba edificada la casa de su amo.

La mujer de Ilmarinen, la bella mujer del herrero, suspiraba impaciente pensando en la leche fresca, en la manteca dorada, cuando oyó resonar al fondo del marjal, a la orilla de la lejana pradera, el alegre cuerno del pastor. Alzó la voz y dijo: «¡Bendito sea Dios!, ya suena el cuerno, ya llega el pastor».

Kullervo, hijo de Kalervo, respondió: «Ya se acerca el rebaño. Enciende la lumbre en seguida y ven a ordeñar tus vacas».

La mujer de Ilmarinen encendió la lumbre y bajó al establo a ordeñar sus vacas. Lanzó una ojeada sobre el rebaño, lo examinó atentamente y dijo: «Hermoso de ver está el ganado: suave es su pelo como el del lince, fino su vellón como el de la oveja silvestre; sus ubres están henchidas y ricas de leche».

Y se agachó para la ordeña; una vez hizo saltar el chorro de leche, dos veces lo hizo saltar; pero en el momento en que iba a hacerlo por tercera vez, el lobo se precipitó sobre ella, el oso la asaltó violentamente; el lobo le arrancó una mandíbula, el oso le devoró media pierna y le arrancó el talón.

Así Kullervo, hijo de Kalervo, se vengó del desprecio de la mujer de Ilmarinen; así castigó Kullervo la maldad de su pérfida ama.

La mujer de Ilmarinen clamó: «¡Oh Ukko, dios supremo entre todos los dioses, acude a mí con tu arco sin igual! ¡Pon en él un dardo ligero como el relámpago, un dardo de oscuro cobre con la punta de acero, y dispáralo contra el hijo de Kalervo; atraviésale la dura carne del costado, derríbalo en tierra, mata al miserable!».

Kullervo, hijo de Kalervo, dijo: «Oh Ukko, dios supremo entre todos los dioses, no es contra mí contra quien debes disparar sino contra la mujer de Ilmarinen. ¡Abate a esa malvada mujer, de modo tal que quede eternamente inmóvil!».

Y la mujer de Ilmarinen, la orgullosa esposa del herrero, cayó muerta; cayó como una banasta de basura ante el umbral de su mezquina casa.

Tal fue el momento supremo de la moza, tal fue el fin de la bella esposa, de aquella a quien Ilmarinen había buscado durante tanto tiempo, y con tanto ardor, de aquella a quien el célebre herrero había implorado durante seis años para que fuese de por vida la alegría de sus días, la más alta gloria de su nombre.

Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, el de los lindos zapatos, el de la rubia cabellera, se apresuró a alejarse de casa de Ilmarinen antes que la noticia de la muerte de la esposa llegase a oídos del herrero. Ante tal noticia, el dolor desgarraría su alma y su cólera estallaría terrible.

Triunfante se aleja, atravesando los bosques descuajados por el fuego, atravesando las malezas, haciendo resonar el aire al son de su cuerno. Y las ciénagas se escalofrían, y la tierra tiembla y los ecos se estremecen, mientras Kullervo sopla su cuerno, mientras el malhechor se regocija.

El son del cuerno llegó hasta la fragua de Ilmarinen. El herrero suspendió su trabajo, y salió a escuchar, a ver quién tocaba de tal modo en la colina, quién estremecía con tales resonancias las intrincadas malezas.

Un lúgubre espectáculo, una realidad siniestra se ofreció a sus ojos. Encontró a su mujer muerta, a su hermosa compañera que yacía inanimada en el corral, sobre el verde césped.

Largo tiempo permaneció ante ella con el corazón destrozado; lloró lágrimas amargas, lloró toda la noche. Negra está su alma como la pez; su corazón, como el hollín.

Kullervo, entretanto, prosigue su camino, errando acá y allá durante el día, vagando entre las malezas, hundiéndose en los espesos boscajes; pero al llegar la noche, se acuesta sobre un lecho de yerba.

Allí el huérfano, el abandonado, piensa y medita: «¿Quién me habrá traído al mundo, quién habrá engendrado a un miserable como yo, para vagar así, a la intemperie siempre, bajo el cielo azul?

»Todos tienen una casa a donde ir, un hogar donde refugiarse. Mi casa es el desierto; mi hogar la landa estéril; el viento del norte es mi lumbre, la lluvia mi único baño.

»Y sin embargo la luz brilla para la golondrina, el día alumbra para los pájaros; pero mientras el cielo sonríe a sus pájaros, mi herencia son las tinieblas. Jamás una alegría se ha asomado a mi vida».

Entonces, en el ánimo de Kullervo surgió la idea de dirigirse hacia el país de Untamo, para vengar el dolor de su padre, los tormentos de su madre, los duros tratos que él mismo había sufrido. Tomó la palabra y dijo: «¡Aguarda Untamo, aguarda verdugo de mi familia! ¡Con solo que yo marche contra ti, tus casas serán reducidas a cenizas, tu hogar a escombros encendidos!».

Una anciana del bosque, la vieja del manto azul, salió a su encuentro. Y alzó la voz diciendo: «¿Adónde va Kullervo?, ¿adónde dirige sus pasos el hijo de Kalervo?».

Kullervo, hijo de Kalervo, respondió: «Me ha venido a la mente trasladarme a otras regiones, ir a casa de Untamo para castigar al verdugo de mi familia, para vengar el dolor de mi padre, los tormentos de mi madre; a reducir a ceniza sus casas, a convertirlas en centellas de fuego».

La mujer dijo: «Tu familia no ha sido extinguida, Kalervo no ha muerto; todavía tienes un padre en esta vida, una madre afortunadamente salvada, en el mundo.

»Hallarás a tu padre y a la que te amamantó a sus pechos cerca de las fronteras de Laponia, a la orilla de un lago colmado de peces.

»Fácil te será llegar allá. El camino que debes seguir se encuentra a la vuelta de un bosque pantanoso, a la orilla de un río. Camina un día y otro día y hasta tres días; luego tomarás la dirección del noroeste hasta que encuentres una montaña; faldéala a la izquierda y no tardarás en hallar, a mano derecha, un caudaloso río cuya orilla seguirás, hasta pasar las tres cataratas; y entonces alcanzarás la cima de un promontorio, de una roca donde rompen las mugientes olas. En lo alto de ese promontorio se levanta una cabaña de pescadores. Y en esa cabaña encontrarás a tu padre y a tu madre; y a tus dos lindas hermanas».

Kullervo, hijo de Kalervo, se puso en camino. Anduvo un día y otro día y hasta tres días. Al fin, llegó a la cima del promontorio, del escollo donde las mugidoras olas se estrellan; y en lo alto divisó la cabaña del pescador.

Entró en la casa pero nadie le reconoció. «¿Quién es este extranjero que llega?, ¿de qué país es el caminante?».

«¿No reconocéis a vuestro hijo, no os acordáis de aquel niño que robaron los guerreros de Untamo, cuando no era mayor que la palma de la mano de su pudre, que el huso de su madre?».

Entonces la madre de Kullervo exclamó en un arrebato: «¡Ah hijo mío, mi pobre hijo, mi cintillo de oro! ¡Todavía vuelvo a hallarte en este mundo, lleno da vida y salud! ¡Y yo que te había llorado tanto, que tanto te echaba de menos, dándote por muerto y desaparecido para siempre!

»Yo tenía dos hijos y dos hijas, dos hermosas vírgenes; pero los dos mayores me fueron arrebatados: el hijo por la guerra, la hija por un ignorado destino. ¡Ahora vuelvo a encontrar al hijo, pero la hija tal vez no vuelva jamás!».

Kullervo, hijo de Kalervo, dijo: «¿Dónde se perdió la hija? ¿Adónde fue a parar mi pobre hermana?».

La madre respondió: «Había ido a buscar bayas al bosque, fresas a la colina; allí desapareció mi hermosa paloma, allí murió mi gracioso pajarillo, pero de una muerte que nadie conoce, de la que nadie sabría decir el nombre.

»Yo me he internado como el oso en el intrincado bosque; como la nutria a través de las desiertas landas. Y he buscado un día y otro día, y hasta tres días. Y cuando el tercer día había expirado, cuando apenas había transcurrido una semana, he remontado la alta colina llamando desde allí a mi hija, a mi pobre hija desaparecida: ¿dónde estás, hija querida? ¡Vuelve, vuelve a tu casa!

»Las colinas respondieron a mis gritos, los pantanos respondieron a mi llanto: ¡No llames más a tu hija, cesa de turbar el aire con el rumor de tus voces! ¡Tu hija no renacerá a la vida; nunca más volverá a la casa de su madre, al hogar de su anciano padre!».

Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, comenzó a vivir una vida ordenada bajo la tutela de su padre y de su madre. Pero su espíritu permaneció torpe, su inteligencia rebelde; de tal modo habían sido viciados y pervertidos por los malos tratos de su primera infancia.

Se entregó con ardor al trabajo; tomó una barca de pesca para ir mar adentro a tender las redes profundas, y dijo empuñando los remos: «¿Será preciso remar con todas mis fuerzas, con todo el vigor de mis brazos, o bastará con moderación, solamente lo necesario?».

El timonel erguido a popa respondió: «Rema con todas tus fuerzas, con todo el vigor de tus brazos, pero ten cuidado no rompas la barca, no hagas saltar su quilla hecha pedazos».

Kullervo, hijo de Kalervo, remó con todas sus fuerzas, con todo el vigor de sus brazos. Y rompió la barca, dislocó las planchas de enebro, hizo volar en astillas la hermosa quilla de chopo.

Kalervo fue a ver lo que había hecho su hijo, y le dijo: «No sirves para remar; has destrozado la barca. Ve a golpear el agua para atraer los peces a la red; tal vez te resulte mejor esa ocupación».

Kullervo fue a batir el agua y dijo: «¿Debo golpear el agua con todas mis fuerzas, con todo el vigor de mis brazos, o bastará con moderación, solamente lo necesario?».

El pescador que tendía la red le contestó: «Poco conoce el oficio el que no golpea el agua con todas sus fuerzas, con todo el vigor de sus brazos».

Kullervo molió el agua con todas sus fuerzas, con todo el vigor de sus brazos; la molió hasta convertirla en un espeso légamo, hasta reducir las redes a estopa, hasta reducir los peces a una pasta viscosa.

Kalervo acudió a ver lo que había hecho su hijo, y le dijo: «No sirves para moler el agua; has reducido las redes a estopa, has destrozado el aparejo y todo lo has hecho trizas. Paga tu impuesto[29] y vete a correr mundo. Será lo mejor».

Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, el de los lindos zapatos, el de la cabellera de oro, pagó su impuesto; después montó en su trineo y partió para un largo viaje.

Caminaba con un fragor de trueno, atravesando las extensas landas, los bosques talados de antiguo por el fuego. El caballo devoraba el espacio, y pronto llevó el crujiente trineo hasta las desiertas llanuras de Pohjola, más allá de las fronteras de Laponia.

Una joven doncella, con el pecho adornado por una fíbula de estaño, salió a su encuentro.

Kullervo, hijo de Kalervo, paró en seco su fogoso caballo, llamó a la doncella y le dijo con jocoso acento: «Ven, oh joven virgen, a mi trineo; ven a abrigarte con mis pieles, a comer mis manzanas, a cascar mis nueces».

La joven doncella le respondió airadamente: «¡Escupir en tu trineo es lo que yo haría, estúpido burlón! Hace frío bajo tus pieles, hiela en tu brillante trineo».

Kullervo, el mancebo de las calzas azules, se apoderó de la virgen y la arrojó a la fuerza en su trineo, en su brillante trineo.

La doncella enfurecida, la bella de la fíbula de estaño, dijo: «¡Líbrame de este tormento, devuélveme mi libertad; evítame, desvergonzado, tus insolentes requerimientos, o si no yo desfondaré de un puntapié tu trineo, desgarraré la alfombra que lo cubre, y haré pedazos tu miserable bagaje!».

Kullervo abrió la arquilla que encerraba sus tesoros y dejó al descubierto galas soberbias, espléndidos vestidos, medias bordadas en oro, cinturones y fíbulas de plata.

La vista de los vestidos hizo perder la cabeza a la doncella, las galas la aturdieron. La plata es un astuto encantador; el oro ejerce una atracción irresistible.

Y Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, empezó a acariciar amorosamente a la hermosa doncella, murmurándole galantes palabras. Con una mano sostiene las riendas del caballo, con la otra acaricia los senos de la casta niña.

Y en el interior del trineo, sobre los mullidos cojines, la violó brutalmente, cubriéndola de oprobio.

Ya el Creador ha hecho nacer una nueva aurora, ya el gran Jumala ha hecho brillar un nuevo día. Entonces la muchacha tomó la palabra y dijo: «¿De qué cuna desciendes tú, oh mancebo lleno de audacia, de qué sangre naciste? ¿Eres acaso de una alta estirpe; eres hijo, por ventura, de un padre ilustre?».

Kullervo, hijo de Kalervo, respondió: «Yo no desciendo de una estirpe alta ni baja, sino de una estirpe mediana. Soy el desdichado hijo de Kalervo; un triste, y miserable rapaz, una pobre cabeza sin sentido, un ser maldito nacido para el infortunio. Pero cuéntame, a tu vez, cuál es tu familia, dime si desciendes de una alta estirpe, si eres hija de un ilustre padre».

La doncella respondió con franqueza: «No desciendo de una estirpe alta ni baja; desciendo de una estirpe media. Soy la desdichada hija de Kalervo, una pobre y miserable criatura nacida para el dolor.

»Antaño, cuando vivía junto a mi madre, salí una mañana a coger bayas en el bosque, fresas en la colina. Durante dos días seguidos recogí fresas y bayas sin descanso, y durante la noche dormía sobre la yerba. Pero, al tercer día, no pude volver a hallar el camino de casa; unas falsas huellas me condujeron a lo profundo del bosque y me extraviaron en el desierto.

»¡Ah, si hubiera muerto entonces, tal vez al año siguiente, tal vez al tercer estío, habría verdecido como una mata de tierno césped, me habría abierto como una hermosa flor, habría madurado como una baya silvestre, como una fresa roja y delicada; y no habría quedado expuesta a esta peregrina aventura, no habría tenido que sufrir este terrible tormento!».

Y apenas había acabado estas palabras, la doncella se lanzó fuera del trineo y se arrojó al bramador torrente, entre las espumosas cataratas. Así terminó sus días, así abrazó a la pálida muerte.

Kullervo, hijo de Kalervo, se lanzó a su vez del trineo, y se puso a llorar amargamente, haciendo retumbar el aire con sus lamentos: «¡Maldición sobre todos mis días, maldición sobre mis bárbaras acciones! ¡He violado a mi propia hermana, he deshonrado a la hija de mi madre!».

Y con su cuchillo cortó violentamente las correas que ataban su caballo al trineo, cabalgó sobre el corcel veloz, el de la erguida testa, y galopó a través de los bosques, a través de las llanuras, hasta alcanzar la casa de su padre, bajo los verdes tilos.

Su madre estaba de pie en el umbral. «Oh madre mía, mi desdichada madre, tú que me amamantaste a tus pechos: ¿por qué, en la aurora de mi vida, cuando solo tenía dos noches, por qué no llenaste tu cuarto de una humareda espesa, y echaste el cerrojo de la puerta y me encerraste dentro envuelto en mis mantillas, para ahogarme? ¿Por qué no arrojaste mi cuna entre las brasas, entre los ardientes tizones?».

La madre de Kullervo dijo: «¿Qué es lo que por ti pasa, hijo mío? Algo extraordinario te ha sucedido». Kullervo, el hijo de Kalervo, respondió: «Oh sí, cosas extraordinarias han ocurrido, un cruel destino se ha levantado en contra mía. Una doncella me salió al paso en el camino. He dormido con ella; la he violado. Y luego resultó ser mi propia hermana, la hija de mi madre.

»Pero ya ha lanzado su último suspiro, ya ha hecho su viaje hacia la pálida muerte, en medio de las salvajes olas de la catarata, bajo el torrente de espumas. En cuanto a mí, ignoro todavía adónde iré a buscar la muerte, a poner fin a mi vida miserable: tal vez entre las fauces del lobo que aúlla, tal vez entre las mandíbulas del oso que ruge, o en el inmenso vientre de la ballena, bajo los afilados dientes del sollo».

La madre de Kullervo dijo: «No, hijo mío, no hay que pensar en las fauces del lobo que aúlla, ni en la boca del oso que ruge, ni en el vientre de la ballena ni en los afilados dientes del sollo. Tú conoces las fronteras desiertas y sin fin de Savo: allí puede el hombre ocultar su crimen y enrojecer en secreto por sus vergonzosas acciones. Gana ese refugio y permanece en él cinco años, seis años, nueve años, hasta que el tiempo te haya calmado, hasta que haya aligerado el fardo de tu dolor».

Kullervo, hijo de Kalervo, respondió: «No, nada de ir a ocultarse; no quiero esconder mis miserias a la luz del día. Me iré a los campos de batalla, a mezclarme en los bárbaros combates de los hombres. Untamo camina todavía con la cabeza erguida; el monstruo infame no ha sido aniquilado aún, no ha pagado el dolor de mi padre, los crueles tormentos de mi madre. Y aún tengo que recordar otros dolores y tormentos; tengo que recordar los tratos que yo mismo recibí».

Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, se prepara para entrar en campaña, se arma para el combate vengador. Por espacio de una hora saca filo a su espada; por espacio de otra hora afila su punta.

Después se dispuso a partir, y dijo a su anciano padre: «Ahora, adiós, padre querido. ¿Llorarás por mí cuando sepas que he muerto, que he desaparecido de entre los vivos, que ya no formo parte de tu familia?». El padre respondió: «No, en verdad, no lloraré por ti cuando sepa que has muerto. Tal vez me nacerá otro hijo, un hijo menor y con más sentido que tú».

Kullervo, hijo de Kalervo, dijo: «Tampoco yo lloraré por ti si sé que has muerto. No me costará gran trabajo hallar un padre como tú: un padre de cabeza de piedra, labios de arcilla, ojos de charca, barba de paja seca, pies de sauce y carne de troncos de árbol podridos». Y a la madre le dijo: «Oh dulce madre mía, la que me amamantó a sus pechos, mi protectora bienamada, ¿llorarás por mí cuando sepas que he muerto?».

La madre respondió: «¡Poco conoces el alma, poco conoces lo que es un corazón de madre! Cuando yo sepa tu muerte, lloraré ríos de lágrimas en mi alcoba, ríos que inundarán la casa. Sí, lloraré en silencio en la escalera, sollozaré a gritos en el establo. La nieve se fundirá en los helados caminos, los caminos mismos se borrarán. Pero el césped germinará con mi llanto, y sobre el césped cantarán los arroyos».

Entonces Kullervo, hijo de Kalervo, partió a la guerra, a la sangrienta milicia de las batallas. Atravesó las landas y marjales, los brezales desnudos y los campos de verdura, soplando su cuerno de pastor y despertando todos los ecos al resonante rumor de sus notas.

Pero un mensajero corrió a su alcance, un mensajero murmuró a su oído: «Tu padre acaba de morir, tu buen padre duerme ya su último sueño. Vuelve inmediatamente sobre tus pasos, y ven a ocuparte tú mismo de su entierro».

Kullervo respondió indiferente: «Poco me importa que haya muerto. Fácil será hallar en la casa un caballo que lo arrastre a la tumba».

Y volvió a hacer sonar su cuerno, y prosiguió su camino a través de los marjales y las verdes praderas.

Otro mensajero corrió a su alcance y le murmuró al oído: «Tu madre acaba de morir, la que te amamantó a sus pechos duerme ya su último sueño. Vuelve en seguida sobre tus pasos y ven a ocuparte tú mismo de su entierro».

Kullervo, hijo de Kalervo, dijo: «¡Malhaya de mí, desdichado, malhaya de mí, hijo descastado! ¡Muerta es mi madre! ¡Muerta está la que mullía mi lecho, la que me dormía bajo las mantas, la que hilaba mis abrigados vestidos; muerta está y mis ojos no la han visto en su última hora, no han visto volar su alma!

»¡Que su cuerpo sea lavado amorosamente, ungido con los más delicados perfumes; que se la envuelva en telas de seda, en los más finos lienzos; y que sea llevada después a la tenebrosa tumba entre cánticos de duelo y lamentaciones fúnebres! ¡Yo no puedo ahora regresar a casa, porque todavía no he tomado venganza de Untamo; todavía está en pie el malvado; todavía no ha sido exterminado el infame monstruo!».

Y Kullervo hizo sonar su cuerno otra vez, y prosiguió su marcha hacia el campo de batalla, hacia la morada de Untamo, clamando: «¡Oh Ukko, Dios supremo entre todos los dioses!, ¡si quisieras darme una espada reluciente entre todas, una espada bastante poderosa para luchar contra una multitud, para medirme contra cien hombres!».

Kullervo recibió la espada que había pedido. Y la empuñó en su mano vengadora, y destruyó a Untamo y toda su generación. Después prendió fuego a sus casas y las redujo a cenizas, sin dejar más rastro que las desnudas piedras del hogar y un enramado serbal que se alzaba en el cercado.

Kullervo, hijo de Kalervo, tomó entonces el camino de la casa paterna. La encontró desierta y abandonada; nadie acudió a saludarle, nadie acudió a estrechar su mano en señal de bienvenida.

Entonces rompió a llorar. Lloró un día, lloró dos días. Después dijo: «Oh madre mía, mi dulce madre, ¿qué has dejado a tu hijo antes de abandonar este mundo? Pero ¡ay, que ya no puedes escucharme y en vano piso esta tierra sobre tus cejas[30], en vano lloro sobre tus sienes y vierto mi dolor sobre tu frente!».

Y Kullervo, hijo de Kalervo, se internó en las profundidades de los bosques incultos, hacia los sombríos desiertos. Cuando hubo caminado una jornada, se encontró en el mismo lugar en que había violado a la doncella, en que había deshonrado a la hija de su madre.

Todo en aquel paraje lloraba por la casta niña: el dulce césped, el tierno follaje, las yerbas humildes y los tristes brezos. El césped no había vuelto a verdecer, los brezos no florecían, las hojas y las plantas se inclinaban, secas, sobre el lugar fatal donde la virgen había sido violada, donde el hermano había deshonrado a la hermana.

Kullervo, hijo de Kalervo, desenvainó su espada de agudos filos, la contempló un largo espacio dándole vueltas entre sus manos, y le preguntó si no tendría placer en comer la carne del hombre cargado de infamia, en beber la sangre del criminal.

La espada comprendió la pregunta, presintió el destino del hombre, y respondió: «¿Por qué no había yo de comer de buena gana la carne del hombre cargado de infamia?, ¿por qué no había de beber con placer la sangre del criminal? ¡Tantas veces he comido carne de inocente!, ¡tantas veces he bebido la sangre de hombres sin culpa!».

Entonces Kullervo, hijo de Kalervo, el mancebo de las calzas azules, clavó en tierra su espada por la empuñadura, y se arrojó sobre ella enterrándola profundamente en su pecho.

Tal fue el momento supremo. Tal fue el cruel destino de Kullervo; la muerte del hijo de la Desdicha.