XI

LEMMIKAINEN EN LA ISLA LEJANA

El bullicioso Lemmikainen, esquivando las miradas de todos, se apresuró a huir de la sombría Pohjola. Salió de la estancia como un huracán, se escapó como una nube de humo, tratando de disimular su crimen, de ocultar su maldad.

Y cuando estuvo en el corral, miró en torno suyo buscando su caballo, pero no lo halló; solo vio en el lindero del campo un bloque de piedra, una rama de mimbre tronchada.

Un ruido empieza a oírse bramar por la aldea; un ruido sordo en las estancias más próximas, un murmullo siniestro en las más lejanas.

El bullicioso Lemmikainen hubo de revestir una forma distinta, y se lanzó al espacio transformado en águila. Pronto llegó a la casa materna; traía demudada la faz y el alma sombría.

La madre del héroe salió a su encuentro y se apresuró a preguntarle: «Oh tú, el más joven de mis hijos, el más fuerte de ellos, ¿por qué traes ese aire tan consternado al regresar de Pohjola? ¿Acaso te han insultado en el banquete ofreciéndote una copa indigna de ti? Si es así, aquí encontrarás una copa mejor; la que tu padre trajo de la guerra, la que conquistó en la hora sangrienta de las batallas».

El bullicioso Lemmikainen respondió: «Oh madre que me llevaste en tu entraña, si me hubieran insultado ofreciéndome una copa indigna de mí, yo a mí vez los hubiera insultado a ellos; a cien hombres habría provocado, habría desafiado a mil guerreros».

La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: «¿Qué es lo que te ha sucedido, entonces, hijo mío? Si no has tenido ninguna funesta aventura mientras estuviste en Pohjola ¿no será que te hayas acostado después de comer demasiado, después de beber demasiado, y que los malos sueños hayan venido a turbar tu reposo?».

El bullicioso Lemmikainen respondió: «¡Solo las viejas se inquietan por lo que se les aparece en sueños! Recuerdo mis sueños de la noche, pero recuerdo aún mejor mis ensueños del día. Madre mía, mi venerable madre: prepárame mi zurrón de viaje, lléname de harina un saquillo de paño; lléname de sal un saquillo de lienzo. Tu hijo va a partir; va a abandonar ¡ay!, este país, esta casa muy amada, este hermoso solar. ¡Porque los hombres aguzan sus cuchillas, los héroes afilan sus lanzas!».

La madre de Lemmikainen, la que con dolor lo parió, le interrogó ansiosamente: «¿Para qué aguzan esas cuchillas, para qué afilan esas lanzas?».

El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, respondió: «¡Aguzan las cuchillas y afilan las lanzas para derribar mi pobre cabeza, para volverlas contra mi cuello! ¡Un suceso siniestro ha ocurrido en Pohjola: he matado al señor de la casa; y todo el pueblo se ha levantado dispuesto a una terrible guerra; todos se han levantado contra mí, desdichado, contra mí solo!». La madre, la anciana madre de Lemmikainen, dijo a su hijo: «Ya te había prevenido ya, ya te había prodigado mis consejos. Siempre he querido disuadirte de ese viaje a Pohjola. Si me hubieras escuchado, si hubieras permanecido en casa de tu madre, bajo mi dulce protección, ninguna guerra habría estallado, ni habría que temer ningún combate.

»¿Dónde vas a ir ahora, hijo mío, mi pobre hijo, para ocultar tu crimen, para esconder tu inicua acción?, ¿dónde hallarás un refugio para salvar tu cabeza, para poner a resguardo tu tierno cuello, para evitar que tus cabellos, tus finos cabellos, sean arrancados y dispersados en el polvo?».

El bullicioso Lemmikainen respondió: «Ignoro dónde podré ir a refugiarme y ocultar mi crimen. Oh madre, tú que me llevaste en tu vientre, dime tú adónde debo huir».

La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: «Yo podría indicarte un lugar seguro, un impenetrable lugar dónde tu crimen permanecería ignorado, donde encontrarías un refugio contra el destino que te amenaza. Sí; yo recuerdo un pequeño rincón de la tierra cuyo suelo no ha sido jamás mordido, jamás herido, jamás hollado por las armas de los hombres. Pero antes has de prometerme, en juramento eterno, en juramento inviolable, que no irás a la guerra durante diez estíos, aun cuando solo te impulsara a ella el deseo del oro, la sed de riquezas».

El bullicioso Lemmikainen dijo: «Yo te prometo, en juramento inviolable, que no acudiré ni en este estío ni en los estíos venideros, a las terribles batallas, a los bárbaros encuentros de las espadas. Mis heridas de los últimos combates están frescas aún, mi pecho está surcado de ellas todavía».

La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: «Toma el viejo navío de tu padre, y apresúrate a huir más allá de nueve mares y de la mitad del décimo, hasta una isla situada en mitad de las olas. Allí se ocultó tu padre antaño, allí encontró un refugio durante los largos años de guerra, durante los años de ásperos combates. Allí vivió en una dulce tranquilidad, allí transcurrieron sus días gratamente. Permanece en esa isla un año, dos años. Y al año tercero tornarás bajo el techo bienamado de los tuyos, a casa de quienes te dieron la vida».

El jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, llenó de viandas su zurrón de viaje; puso manteca para el primer año y carne de cerdo para el segundo; y se apresuró a borrar su huella con la huida. Se puso precipitadamente en marcha, y dijo: «Parto para tres estíos, por cinco años cabales. Quédense estos campos para alimento de los gusanos; quédense estos bosques para reposo de los linces; quédense estas planicies para el galope de los renos, y los espacios recién talados para paseo de los gansos.

»¡Adiós, pues, madre mía! Cuando el pueblo de Pohjola se presente a exigir mi cabeza, diles que he partido, que he abandonado estos parajes después de haber talado el bosque fresco de siembras».

Y Lemmikainen hizo deslizar el navío sobre los rodillos de hierro, lo soltó de las argollas de cobre que lo ataban a la orilla, y lo botó al agua. Después izó la vela en el mástil, la desplegó en las jarcias, se sentó al timón, y empuñando la barra de madera de abedul, alzó la voz diciendo: «¡Sopla, oh viento, en las velas, empuja al navío, hazle galopar sobre las olas hasta la isla desconocida, hasta el promontorio sin nombre!».

El viento meció el navío, las olas lo empujaron, por espacio de dos meses, por espacio de casi tres meses, a través de los múltiples estrechos, de las anchas y profundas aguas.

Las muchachas de la isla, las doncellas de Saari, hallábanse a orillas del mar azul, lanzando a lo lejos sus miradas sobre la húmeda superficie. La una esperaba a su hermano, la otra a su padre; pero la más obstinada e impaciente era la que esperaba a su prometido.

Pronto el navío de Lemmikainen apareció en el horizonte, entre el cielo y el agua, como un leve copo de nubes. El viento henchía las velas, las olas aceleraban su carrera. Unos instantes más, y el bullicioso Lemmikainen tocaba los bordes de la isla, la punta extrema del, promontorio.

Entonces alzó la voz y dijo: «¿Hay lugar en esta isla para que yo pueda atracar y varar mi barco en la ribera?».

Las doncellas del promontorio, las vírgenes de la isla respondieron: «Sin duda hay lugar en esta isla para que puedas atracar y varar tu barco en la ribera. También lo habría si hubieras llegado con cien barcos, con mil barcos».

El jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: «¿Y hay lugar en la isla para que yo pueda cantar mis canciones, desplegar aquí la larga cadena de mis cantos? Las palabras hormiguean en mi boca, germinan entre mis encías».

Las doncellas de la isla, las jóvenes vírgenes del promontorio, respondieron: «Sin duda hay lugar en esta isla para tus cantos, para que aquí modules tus cantos más bellos. Y también hallarás sotos para retozar, praderas en que danzar».

Entonces el joven Lemmikainen entonó sus cánticos; y de repente, por efecto de sus mágicas virtudes, surgieron encinas bordeando los caminos; y tupidos ramajes coronando las encinas; y en cada rama una poma; y sobre cada poma, una bola de oro; y sobre cada bola de oro, un cuco. Cuando el cuco canta, el oro mana de su lengua, el cobre de su pico, y la plata inunda las doradas colinas.

Las muchachas de Saari, las vírgenes del promontorio, escuchaban con admiración los cánticos de Lemmikainen, extasiadas ante el mágico poder del héroe.

El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: «Todavía entonaría más seductores cánticos, cánticos más deslumbrantes, si me hallase bajo techado, sentado a la cabecera de una larga mesa. Pero si ninguna casa se abre para mí, si ningún piso de tabla acoge mis pasos, volcaré mi cantar entre las malezas, lo sembraré en los bosques».

Las doncellas de la isla, las jóvenes vírgenes del promontorio respondieron: «Casas sobradas tenemos para recibirte, amplios cercados para albergarte. Allí podrás guardar tu cantar al abrigo del frío, a resguardo de las inclemencias del aire».

Una vez que el joven Lemmikainen fue albergado bajo techumbre, hizo aparecer sobre la mesa una peregrina copa venida de lejanas regiones. Y por virtud de sus cantos llenó la copa de cerveza, colmó los cuencos de hidromiel, y los platos hasta los bordes. Después bebió cuanto quiso, apurando con delicia la cerveza.

Después el bullicioso Lemmikainen corrió de aldea en aldea, frecuentando los corrillos de las vírgenes de la isla, las alegres reuniones de las mozas. Donde quiera que volvía su cabeza recibía un beso; donde quiera que tendía su mano sentía un dulce apretón.

Durante la noche, a la hora de las tinieblas, salía a caza de aventuras. No había aldea en la isla donde no hubiera por lo menos diez casas; ni una casa donde no hubiera por lo menos diez doncellas. Y entre tantas doncellas no quedó una sola cuyo lecho no compartiese, cuyos brazos no fatigase.

Sedujo a mil desposadas, durmió con cien viudas. No podrían contarse dos de cada diez, tres de cada cien, a las que no hubiera gozado, a las que no hubiera hecho suyas.

Así pasó el bullicioso Lemmikainen tres años de su vida, voluptuosamente, en las aldeas de Saari. Cautivando a todas, solteras y viudas. Una sola fue olvidada; una pobre moza, ya madura, del más lejano rincón de la isla, de la última aldea.

Ya el héroe se disponía a partir, a regresar a su patria. La moza salió a su encuentro y le dijo: «Querido Lemmikainen, seductor galán, si no te dignas acordarte de mí, yo haré de suerte que, al hacerte a la mar, tu navío se estrelle contra las rocas».

Lemmikainen se entregó aquella noche a un profundo sueño, y no se despertó hasta el canto del gallo, cuando ya era demasiado tarde para acudir a casa de la moza, a dar satisfacción al ruego de la desdichada virgen. Entonces decidió esperar a la nueva noche, proponiéndose abandonar el lecho más temprano, antes que los demás hombres, antes del canto del gallo.

Y antes aún de la hora propuesta se puso en marcha, atravesando la isla, para ir a llevar alegría a la moza, placer a la pobre soltera.

Pero mientras caminaba a solas en la noche, a través de la isla, hacia la última aldea en el extremo del promontorio, no vio una sola casa donde no hubiera tres habitaciones, ni una sola habitación donde no hubiera tres guerreros, ni uno solo de aquellos guerreros que no afilase la espada y el hacha destinadas contra su cabeza.

Preciso era dejarse de mozas y abrazos. Lemmikainen se dirigió a su navío; el navío había sido incendiado, no quedaban de él sino tizones y cenizas.

Entonces comprendió que la desgracia le acechaba, que su último día había llegado. Y se puso a construir otro navío.

Pero para tal obra le faltaban vigas y tablas; no tenía más que una cantidad insignificante: cinco trozos de un viejo huso, seis astillas de una vieja rueca.

Hubo de construir el barco con el auxilio de fórmulas mágicas; y en un instante lo acabó de arriba a abajo.

Lemmikainen lo lanzó al mar, y alzó la voz diciéndole: «¡Navega, oh barco mío, sobre las ondas como una ligera hoja, boga sobre las olas como una hoja de nenúfar! ¡Y tú, águila, dame tres de tus plumas; y tú, cuervo, dame dos para servir de apoyo al débil esquife, para dotar de alas sus costados!».

Después subió a su navío y puso rumbo a alta mar. El viento sopló precipitando su marcha, las olas la arrastraron sobre la superficie azul, sobre el espacio inmenso y profundo.

Y entre tanto, las tristes doncellas, las desoladas vírgenes, permanecían deshechas en llanto y en súplicas, en la pedregosa playa.

Lloraron las doncellas de la isla, las vírgenes del promontorio se lamentaron mientras el mástil y el timón estuvieron al alcance de sus ojos. Pero no lloraban por el mástil, no lloraban por el timón; lloraban por aquél que se erguía en el navío, por el que a través de las olas lo conducía.

Lemmikainen lloraba a su vez; lloró y se lamentó tanto tiempo como la isla y sus montañas fueron visibles a sus ojos. Pero no lloraba por la isla, no lloraba por las montañas; lloraba por las gráciles palomas del promontorio, las vírgenes de Saari.

Al abordar las playas de su infancia, el travieso Lemmikainen iba reconociendo uno a uno todos los parajes: reconoció las riberas, los islotes, el golfo, el puerto donde amarraba su barca, todos los lugares que había frecuentado. Reconoció las montañas de pinares, las colinas de abetos; pero no reconoció el lugar donde se hallaba su casa. Un bosquecillo de cerezos silvestres murmuraba donde antes se alzaban sus muros, un boscaje de pinos en la colina, un seto de enebros en el camino de los pozos.

El bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: «He ahí el bosquecillo donde yo jugaba, he ahí las rocas donde yo trepaba, he ahí los campos y las praderas donde me solazaba. Pero entonces ¿quién ha arrebatado de aquí mi casa bienamada, quién ha destruido mi hermosa casa? ¡El fuego la ha devorado y el viento ha dispersado sus cenizas!».

Y el héroe rompió a llorar. Lloró un día, lloró dos días. Pero no lloraba por la casa, no lloraba por el aitta; lloraba por su madre, la que habitaba la casa, la que cuidaba el aitta.

Después fijó sus ojos por los alrededores y echó de ver ligeras huellas de pisadas sobre la yerba, vestigios a medio borrar entre las malezas. Trató de reconocerlos y los siguió; conducían al fondo de un bosque, de un bosque deshabitado.

Cuando hubo caminado cierto tiempo por aquellos incultos parajes, divisó en el fondo de un intrincado macizo, una guarida secreta, una humilde cabaña emparedada entre dos rocas, sombreada por tres pinos. Y allí descubrió a su madre, la dulce mujer que lo amamantó a sus pechos.

Lemmikainen se sintió arrebatado por una inmensa alegría; alzó la voz y dijo: «¡Oh madre mía, mi madre bienamada, la que me llevó en su vientre y me dio su leche! Te encuentro viva y salva; y sin embargo, había llegado a pensar que habías muerto, que habías sucumbido al golpe de la espada o degollada bajo el hacha. ¡Cansados de llorar están mis ojos y pálidos los colores de mi rostro!».

La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: «Solo huyendo he podido salvar la vida, ocultándome en este salvaje desierto, en este sombrío refugio del bosque. El pueblo de Pohjola se había armado contra ti, pobre infortunado; y ha saqueado nuestra casa, reduciéndola a cenizas».

El bullicioso Lemmikainen dijo: «¡Oh madre mía, tú que me trajiste al mundo, aparta de ti esa pena que te desgarra! Levantaremos una nueva casa mejor que la primera. Y presentaremos batalla al pueblo de Pohjola, hasta exterminar esa raza maldita».

La madre de Lemmikainen dijo a su hijo: «¡Mucho tiempo has tardado, hijo mío, mucho tiempo has vivido en tierra extraña, en esas apartadas regiones, en la isla desconocida, en el promontorio sin nombre!».

El jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: «Grata me ha sido allí la vida, dulcemente han transcurrido mis días. Los árboles brillan allá con esplendores de púrpura, los campos copian el azul del cielo, las ramas de los pinos son otras tantas guirnaldas de plata; las flores del brezo, otras tantas flores de oro; corren arroyos como la miel; los huevos de ave ruedan de las montañas; los abetos secos manan hidromiel; los otros, los que cubre el verdín, manan leche; la manteca se recoge en las junturas de las empalizadas, y las estacas de las empalizadas destilan cerveza.

»Sí, grata me era allí la vida, dulces han transcurrido mis días. Un solo obstáculo turbaba mis placeres. Los padres allá tienen mucho miedo por sus hijas, por esas estúpidas y feas criaturas; tenían miedo que yo se las pervirtiese, amándolas con exceso. Y por causa de las jóvenes vírgenes, por miedo a esas mujeres hijas de mujer, tenía yo que esconderme… ¡Cómo se esconde el lobo, por miedo a la liebre, como se esconde el buitre, por miedo a las gallinas del corral!».