7. EL TERCER RENACIMIENTO

Lentamente cesó el desvarío. El delicado cuerpo del anciano se dejó caer de nuevo en el diván y una vez más el rostro arrugado se convirtió en una máscara impasible e inexpresiva.

—¿Están todos tan locos como éste? —preguntó Peyton al cabo de un rato.

—¡Pero si no está loco!

—¿Qué es lo que quiere decir? ¡Claro que lo está! ¡Completamente loco!

—Lleva en trance muchos años. Supóngase usted que se traslada a un país lejano y exótico y cambia por completo su forma de vivir y olvida todo lo que conoció anteriormente en su vida previa. Lo más posible es que no tuviera más conocimiento de ella del que ahora puede tener de su primera niñez.

»Si por un milagro cualquiera —continuó el Ingeniero II— fuera usted regresado, de repente, a tiempos anteriores, a su vida pasada, no cabe la menor duda de que se comportaría usted como lo ha hecho este hombre al ser despertado. Recuérdelo: su vida soñada es completamente real para él y la lleva viviendo muchos años sin interrupción.

Lo que decía el robot era cierto, indiscutible. Pero ¿cómo podía el Ingeniero poseer esa intuición, ese conocimiento de la naturaleza humana? Peyton se volvió sorprendido, pero, como de costumbre, no tuvo la menor necesidad de poner su pregunta en palabras. El robot se le anticipó, dando respuesta a la pregunta formulada en su cerebro.

—Thordarsen me lo explicó hace unos días, mientras estábamos construyendo Comarre. En esos tiempos ya había algunos durmientes que llevaban soñando, en trance, veinte años.

—¿Hace unos días?

—Quinientos años, diría usted.

Esas palabras llevaron un cuadro extraño al cerebro de Peyton. Podía ver, como si lo tuviera delante de los ojos, al genio solitario que había sido Thordarsen trabajando allí, en la ciudad por él creada en medio de sus robots, seguramente sin la menor compañía humana. En cuanto al resto, ya debía hacer mucho tiempo que marcharon en busca de la realización de sus sueños.

Posiblemente Thordarsen nunca lo hizo. Se quedó allí, pues el deseo de crear le ataba al mundo y le seguiría atando al menos mientras no hubiera acabado por completo su trabajo. Los dos Ingenieros, su mayor logro científico y, posiblemente, el más maravilloso de los resultados conseguidos hasta entonces por la electrónica y la cibernética de que el mundo tenía noticia, fueron su última obra maestra.

Tristeza y piedad invadieron el alma de Peyton. Más que nunca estaba determinado a que la obra de ese genio amargado que se había apartado por completo de la vida, no se perdiera sino que fuera revelada al mundo.

—¿Son todos los durmientes como éste? —preguntó Richard Peyton al robot.

—Todos menos los más nuevos, los últimos que llegaron. Es posible que éstos aún recuerden sus vidas reales.

—Lléveme a uno de ellos.

La siguiente habitación era idéntica a la que habían abandonado, y el cuerpo que estaba tendido en el diván correspondía al de un hombre que no debía tener, a juzgar por su apariencia, más de cuarenta años.

Peyton se volvió al robot.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —le preguntó.

—Llegó hace sólo unas semanas… El único visitante que hemos tenido en muchos años… ¡hasta que llegó usted!

—¡Despiértelo, por favor!

Los ojos del yaciente se abrieron despacio. No había en ellos ninguna expresión de locura, tan sólo sorpresa, desencanto y tristeza. Después, llegó el amanecer del recuerdo, y el hombre se alzó hasta quedar sentado. Sus primeras palabras fueron completamente racionales.

—¿Por qué me ha despertado? ¿Quién es usted?

—Acabo de escapar de los proyectores de pensamientos —le explicó Peyton—. Mi intención es liberar de ellos a todos los que aún pueden ser salvados.

El otro se echó a reír amargamente.

—¡Salvados! ¿Quiere usted decirme de qué? Me ha costado cuarenta años el escapar del mundo y ahora viene usted y quiere hacerme volver de nuevo a él. ¡Márchese de aquí y déjeme tranquilo!

Peyton no estaba dispuesto a darse por vencido tan fácilmente ni tampoco a retirarse sin lucha.

—¿Cree usted que este mundo ficticio, soñado, formado sólo con los propios deseos y pensamientos es mejor que la realidad? ¿Es que no siente el menor deseo de escapar de esta ficción y volver a la realidad?

De nuevo el hombre se echó a reír aunque no había en su risa el menor rastro de humor.

—Para mí, Comarre es la realidad. El mundo nunca me dio nada, así que, ¿por qué razón habría de querer volver a él? Aquí he encontrado la paz y eso es todo lo que necesito.

Repentinamente, Peyton giró sobre sus talones y salió de la habitación. Tras él oyó cómo el hombre se dejaba caer en la cama y volvía a sus sueños con un suspiro de satisfacción. Peyton comprendió que había sido derrotado, vencido inexorablemente. Y comprendió también, en ese momento, por qué había deseado despertar a los otros antes de marcharse de allí, posiblemente para siempre.

No, no lo había hecho impulsado por ningún sentimiento del deber, sino por su propio orgullo. Había deseado convencerse a sí mismo de que Comarre era algo maligno y satánico. Pero ahora comprendía que no era así. Siempre habría gentes, incluso cuando se alcanzara la utopía, a las que el mundo no tenía nada que ofrecer sino tristeza y desilusión. Para estas gentes no había nada mejor que Comarre.

Seguramente, con el transcurrir del tiempo, el número de estas personas sería cada vez menor. En las Eras tenebrosas de los pasados siglos, unos mil años antes, la mayor parte de la humanidad había sufrido de una u otra desgracia. Y, por espléndido que se ofreciera el futuro del mundo, siempre seguirían produciéndose algunas tragedias. ¿Por qué razón debía condenarse a Comarre a la destrucción sólo porque ofrecía a esas personas la única esperanza de paz?

No probaría a realizar allí ningún nuevo experimento. Su propia fe, tan firme, así como su confianza, habían sufrido una tremenda sacudida, tanto que las hacía vacilar y resquebrajarse. Y, por otra parte, los soñadores de Comarre a los que despertara de sus sueños no le quedarían agradecidos por haberlos hecho regresar de nuevo a un mundo de dolor e infortunio.

Se volvió de nuevo al Ingeniero. El deseo de abandonar la ciudad había crecido intensamente en su corazón en los últimos pocos minutos, pero la parte más importante de su trabajo estaba aún por realizar. Como era usual, el robot adivinó sus pensamientos.

—Tengo lo que desea —le dijo—. Sígame.

Contrariamente a lo que Peyton había esperado, no le condujo de regreso al piso donde estaban los instrumentos y aparatos y el núcleo del equipo de control. Cuando terminó su marcha, se encontraron mucho más en la cumbre de la ciudad de lo que Peyton jamás estuviera, en una pequeña habitación circular que supuso debía hallarse en el verdadero cénit de la edificación. No había ventana alguna, salvo unos paneles generalmente opacos, pero que podían convertirse en transparentes mediante el empleo de ciertos sistemas desconocidos.

Se trataba, de eso no cabía duda, de un estudio de trabajo y Peyton lo recorrió con los ojos, lleno de emoción cuando comprendió quién era la persona que había trabajado allí, mucho siglos antes. Las paredes estaban llenas de estanterías en las que se alineaban antiguos libros de texto que no habían sido tocados en los últimos quinientos años. Y, sin embargo, parecía que Thordarsen hubiese estado trabajando allí apenas unas hora antes. Incluso había un circuito esbozado en uno de los tableros de dibujo próximos a la pared.

—Parece como si hubiera sido interrumpido en su trabajo —comentó Peyton como si hablara consigo mismo.

—Y así fue —le respondió el robot.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Se unió a los demás una vez hubo terminado de construirles a ustedes?

Resultaba imposible aceptar que no hubiera la menor emoción en la respuesta, pero así fue. Las palabras fueron pronunciadas en el mismo tono desprovisto de pasión, de emoción, que el robot había empleado en todo momento, fueren cuales fuesen sus términos.

—Cuando nos terminó de hacer, Thordarsen aún seguía sin sentirse satisfecho del todo. No era como los demás. Con frecuencia nos habló de que había encontrado la felicidad en Comarre o, mejor dicho, construyendo Comarre. Una y otra vez afirmaba estar a punto de unirse a los demás Decadentes, pero siempre encontraba algo nuevo que hacer. Así continuó hasta que llegó un día en que lo encontramos caído en su habitación. Se había parado. La palabra que veo en su mente es «muerte», pero nosotros no tenemos una idea para esa palabra.

Peyton guardó silencio. Le pareció que el fin del científico no había sido innoble. La amargura que había oscurecido su vida había sido iluminada al fin. Había conocido la alegría de la creación. De todos los artistas que habían llegado a Comarre, él había sido el más grande, el mejor. Y ahora su obra no se perdería.

El robot rodó en silencio hacia una mesa de acero y sus tentáculos desaparecieron en un cajón. Cuando los sacó, llevaba entre ellos un grueso volumen formado por delgadas páginas de metal. Sin una palabra se lo tendió a Peyton, quien lo abrió con sus manos temblorosas. Contenía varios miles de páginas de un material muy delgado y extremadamente resistente.

En la primera página, escrito con mano firme y enérgica, se leían las palabras:

Rolf Thordarsen

Notas sobre Subelectrónica

Comenzadas: Día 2, mes 15, año 2598

Más abajo había otro texto, muy difícil de descifrar y aparentemente escrito a toda prisa. A medida que lo iba leyendo, la comprensión y el entendimiento llegaron a Peyton con la claridad y la rapidez de un amanecer ecuatorial.

Decía así:

«Al lector de estas palabras:

Yo, Rolf Thordarsen, no hallando comprensión en mi propia Era, envío este mensaje al futuro. Si Comarre todavía existe, usted habrá visto mis realizaciones y mi trabajo, y habrá logrado escapar a las trampas y lazos que he tendido, dedicados a mentes inferiores. Consecuentemente, está usted bien dotado para hacer llegar estos conocimientos al mundo. Entréguelos a los científicos y pídales que los usen sabiamente.

He roto las barreras que existen entre el Hombre y la Máquina. De ahora en adelante, ambos deben compartir el futuro por igual».

Peyton leyó el mensaje varias veces, con el corazón emocionado y enternecido, al recordar a su antepasado, muerto tanto tiempo atrás. De este modo, posiblemente mejor que cualquier otro que pudiera haber pensado, Thordarsen estaba en condiciones de conservar su mensaje a salvo durante siglos sabiendo que más pronto o más tarde caería en manos de alguien merecedor de recibirlo. Peyton se preguntó si el plan de Thordarsen había sido establecido ya cuando se unió a los Decadentes o si se le había ocurrido y se puso a realizarlo en una época posterior de su vida. Nunca lo sabría.

Volvió a mirar al Ingeniero y pensó en el mundo futuro que se aproximaba, cuando todos los robots hubieran logrado adquirir conciencia. Y aún dirigió su mente mucho más lejos, al otro lado de las nieblas del futuro.

Los robots no estaban sometidos a ninguna de las limitaciones del hombre, a ninguna de sus miserables debilidades. No dejarían jamás que las pasiones nublaran la lógica de sus pensamientos, jamás actuarían movidos por el interés, el egoísmo o la ambición. Serían complementarios del hombre.

Peyton recordó las palabras de Thordarsen: «De ahora en adelante, ambos deben compartir el futuro por igual».

Peyton dejó de soñar despierto. Todo eso, si llegaba el día, ocurriría después de varios siglos. Se volvió al Ingeniero II.

—Estoy dispuesto a partir. Pero un día volveré.

—Quédese completamente inmóvil —le ordenó.

Peyton miró al robot con sorpresa. Después, rápidamente, dirigió su mirada al techo. También allí estaba la enigmática protuberancia bajo la que se había encontrado cuando entró en la ciudad por vez primera, lo que le pareció haber sucedido siglos antes.

—¡Oiga…! —gritó—. No quiero…

Era ya demasiado tarde. Tras él estaba el telón negro, más negro que la propia noche. Ante él, el calvero con el bosque al fondo. Atardecía y el sol tocaba ya las más altas ramas de los árboles.

Oyó de repente un ruido como un golpe seco tras él. Volvió el rostro: un león asustado miraba hacia el bosque con ojos de incredulidad. A Leo, al parecer, no le había gustado nada su transferencia.

—Ahora ya ha pasado todo, viejo amigo —le dijo Peyton tranquilizándolo—. No podemos quejarnos de ellos por su interés en librarse de nosotros lo más rápidamente posible. Al fin y al cabo, entre los dos les causamos problemas y les estropeamos la casa un poco. Vamos, pongámonos en camino. No quiero pasar la noche en el bosque.

En el otro lado del mundo, un grupo de científicos esperaba con la mayor paciencia, sin conocer el triunfo de Peyton en toda su extensión. En la Torre Central, Richard Peyton II acababa de enterarse de que su hijo no había pasado los dos últimos días con sus primos en Sudamérica, y estaba preparando un discurso de recibimiento por su regreso, comparable al del hijo pródigo. Muy por encima de la Tierra, el Consejo Mundial estaba estableciendo planes que muy pronto serían barridos por la llegada del Tercer Renacimiento. Pero quien era la causa de todos esos futuros problemas no sabía nada de ello, y, por el momento, aún le importaba menos.

Lentamente, Peyton descendió los escalones de mármol de la misteriosa puerta cuyo secreto aún no conocía. Leo le seguía un poco rezagado, volviendo de vez en cuando la cabeza y gruñendo suavemente.

Juntos iniciaron el camino por la carretera metálica, entre los árboles frondosos. Peyton estaba contento de que el sol no se hubiera puesto todavía. De noche, esa carretera brillaría a causa de su radiactividad interna, y los árboles retorcidos que la jalonaban no serían una visión agradable al destacarse sobre el fondo estrellado del cielo.

En la curva de la carretera se detuvo un rato y se quedó mirando desde lejos la pared redonda de metal con su única abertura de entrada, negra como la noche, y cuya apariencia era tan desilusionante. Su sensación de triunfo pareció desvanecerse. Sabía que mientras viviera jamás podría olvidar lo que había detrás de esos muros, en aquellas torres: la saciadora promesa de paz y completa satisfacción.

En lo más profundo de su alma sentía el temor de que ningún triunfo o satisfacción del mundo exterior podría ofrecer una compensación semejante y tan sin esfuerzo como la que brindaba Comarre. Durante un instante tuvo una visión, una pesadilla, y se vio a sí mismo, destrozado y anciano, recorriendo de nuevo esa carretera en sentido opuesto para buscar en Comarre el olvido, la paz de sus sueños completamente satisfechos. Se encogió de hombros y, con un estremecimiento continuó su camino apartando de su mente esos pensamientos.

Una vez que se vio en la llanura, sintió como un renacer de su espíritu. Volvió a abrir el precioso libro y hojeó sus páginas microimpresas, embriagándose con la promesa que en ellas se guardaba. Milenios antes, en otras Eras, las lentas caravanas habían llegado por esa ruta, portando oro y marfil para Salomón el Sabio. Pero todos esos tesoros no eran nada en comparación con ese sencillo volumen, y toda la sabiduría y conocimientos de Salomón no bastaban para formarse una imagen de lo que sería la nueva civilización, cuya semilla se hallaba en aquellos escritos.

De pronto Peyton se puso a cantar, cosa que hacía sólo en muy escasas ocasiones y extremadamente mal. La canción era muy vieja, muy antigua y provenía de una Era en la que aún no se había descubierto la energía atómica, mucho antes de lo viajes interplanetarios, incluso antes de los primeros vuelos. Se refería a un cierto barbero de Sevilla, dondequiera que estuviese aquella Sevilla.

Leo se mantuvo en silencio mientras pudo. Después también él se unió al joven. El dúo no fue, ciertamente, un éxito.

La noche descendía sobre el bosque y todos sus secretos quedaban ahora más allá del horizonte. Con el rostro vuelto hacia las estrellas y Leo vigilando a su lado, Peyton durmió perfectamente.

¡Y esa noche no soñó!