Peyton se quedó mirando con los ojos inmensamente abiertos a la máquina que tenía frente a él y sintió que se le ponían de punta los pelos de la nuca. No con miedo, sino a causa de la intensidad de su excitación. Todo lo que había realizado hasta entonces, su búsqueda y su aventura, había hallado la debida recompensa: un sueño de casi mil años estaba allí, ante sus propios y asombrados ojos.
Hacía mucho tiempo ya que las máquinas habían conseguido una limitada inteligencia. Pero a aquélla, por fin, su constructor había sabido dotarla de conciencia. Ése era el gran secreto que Thordarsen le hubiese dado al mundo, el secreto que el Consejo Mundial había tratado de ocultar y suprimir por temor a las consecuencias que podría traer consigo.
La voz, desprovista de pasión, volvió a hablar de nuevo.
—Me alegra que se dé usted cuenta de la verdad. Esto facilitará las cosas.
—¿Puede usted leer en mi mente? —murmuró Peyton.
—Naturalmente. Y lo vengo haciendo desde el momento en que entró usted en la ciudad.
—Sí, lo supongo —reconoció Peyton compungido—. ¿Y qué es lo que intenta hacer usted conmigo ahora que sabe mis intenciones?
—Tengo que evitar que cause daño a Comarre.
Eso, pensó Peyton, resultaba bastante razonable.
—Supongamos que me vaya ahora. ¿Le satisfaría eso?
—Sí, eso sería lo mejor.
Peyton no pudo contener una sonrisa irónica. El Ingeniero seguía siendo un robot pese a estar tan cerca del ser humano. Era incapaz de la astucia y esto, tal vez, le daba a Peyton cierta ventaja. De un modo u otro debía arrastrarlo con algún truco para hacerle revelar sus secretos. Pero una vez más, el robot leyó sus pensamientos.
—No lo permitiré. Ya ha aprendido demasiado de lo que ocurre aquí. Tiene que marcharse en seguida. Utilizaré la fuerza si es necesario.
Peyton estaba decidido a luchar para conseguir ganar tiempo. Al menos podía tratar de averiguar los límites de la inteligencia de esta divertida máquina.
—Antes de marcharme, dígame una cosa. ¿Por qué le llaman a usted el Ingeniero?
El robot respondió con bastante rapidez:
—Si se producen graves averías que no pueden ser reparadas por los robots, soy yo el encargado de ellas. Yo podría volver a construir Comarre si se hiciera necesario. Normalmente, cuando todo funciona bien, yo estoy en reposo.
¡Qué ajena al ser humano era la idea de «reposo»! Y por otra parte no pudo por menos que considerar divertida la distinción que había hecho el Ingeniero entre él y los «robots». Peyton continuó con la próxima pregunta que resultaba obvia:
—¿Y si algo se estropea en usted?
—Nosotros somos dos. El otro está en reposo ahora. Cada uno de nosotros puede reparar al otro. Esto sólo ha sido necesario una vez desde que existe Comarre. Hace trescientos años.
Era un sistema sin fallos. Comarre estaba a salvo de accidentes por millones de años. Los constructores de la ciudad habían colocado en ella estos guardianes eternos para vigilarla mientras ellos seguían su camino en busca de sus sueños. No resultaba sorprendente, pues, que mucho tiempo después de que sus constructores hubieran muerto, Comarre siguiera realizando los extraños objetivos para los que había sido creada.
¡Qué tragedia que todo este genio se hubiera desperdiciado en algo así!, pensó Peyton. Los secretos de el Ingeniero podían revolucionar la tecnología de los robots, podrían dar lugar al nacimiento de un nuevo mundo. Ahora que las primeras máquinas dotadas de conciencia habían sido construidas, ¿qué límites quedaban para la ciencia y la técnica?
—Ninguno —dijo el Ingeniero de manera inesperada en respuesta a los pensamientos de Peyton—. Thordarsen me dijo que un día los robots serían más inteligentes que el hombre.
Resultaba extraño oír a la máquina expresar el nombre de su hacedor. ¡Con que ése era el sueño de Thordarsen! Su completa inmensidad no acababa todavía de caer sobre él. Aun cuando había estado semipreparado para cualquier cosa, no podía, fácilmente, aceptar esas conclusiones. Después de todo, entre el robot y la mente humana existía un abismo insalvable.
—No mayor que la que existe entre el hombre y los animales de los cuales desciende, como me explicó Thordarsen en una ocasión. Usted, hombre, no es más que un robot muy complejo. Yo soy quizá más simple, pero también más eficiente. Eso es todo.
Peyton consideró esta declaración con toda la atención que a su juicio merecía. Sí, verdaderamente el Hombre no era más que un robot muy complejo —una máquina compuesta de células vivas en vez de cables y transistores—. Un día podían llegar a fabricarse robots más complejos todavía. Cuando llegara ese día la supremacía del hombre habría terminado. Las máquinas seguirían siendo sus sirvientes, pero se trataría de unos servidores más inteligentes que sus amos.
Reinaban la calma y el silencio en la gran sala en cuyos muros se alineaban filas de analizadores y paneles de control y mando. El Ingeniero vigilaba a Peyton intensamente mientras sus brazos y tentáculos seguían realizando los trabajos de reparación.
Peyton comenzaba a desesperar. Notablemente la oposición no había hecho más que aumentar su determinación. De un modo u otro tenía que descubrir cómo estaba construido el Ingeniero. No hacerlo significaría desperdiciar toda su vida tratando de competir con el genio de Thordarsen para hacer algo que éste ya había hecho. Peyton comprendió que sus esfuerzos resultarían inútiles. El robot siempre se le adelantaba.
—No puede usted hacer planes contra mí. Si trata usted de escapar por la puerta arrojaré a sus pies esta dínamo. Mi probable error, a esta distancia, es menor a medio centímetro.
No había forma de escapar al analizador de pensamientos. Apenas el plan se estaba conformando en la mente de Peyton, cuando ya lo conocía el Ingeniero.
Ambos, de repente, se sintieron igualmente sorprendidos por la interrupción. Fue como un repentino relámpago dorado, y media tonelada de huesos y carne, marchando a setenta kilómetros por hora, cayó sobre el robot.
Por un momento hubo un tremendo agitarse de tentáculos. Después, con un ruido como el desplomarse de una muralla, el Ingeniero quedó tumbado en el suelo. Leo, lamiéndose sus garras concienzudamente, se dejó caer sobre la derrumbada máquina.
No podía comprender qué tipo de extraño animal era aquel monstruo brillante que había estado amenazando a su dueño. Su piel era la más dura que había encontrado desde un malhadado tropiezo con un rinoceronte, hacía ya muchos años.
—¡Buen muchacho! —gritó Peyton dirigiéndose al león con entusiasmo—. ¡Mantenlo en el suelo!
El Ingeniero se había roto algunos de sus miembros mayores y los tentáculos eran demasiado débiles para poder causar daño alguno al león. Una vez más, Peyton se dio cuenta de lo insustituible de su bolsa de herramientas. Cuando terminó su trabajo, el Ingeniero era un inválido incapaz de moverse aun cuando había cuidado de no dañar ninguno de sus circuitos «neurales». Eso, en cierto modo, hubiera sido casi como cometer un asesinato.
—¡Puedes dejarlo ahora, Leo! —le dijo al león una vez que su trabajo estuvo concluido.
El león obedeció como a disgusto.
—Siento mucho haber tenido que hacerle a usted una cosa así —dijo Peyton hipócritamente—, pero confío en que se dará cuenta de mi punto de vista. ¿Puede usted hablar?
—Sí —replicó el Ingeniero—. ¿Qué es lo que intenta hacer usted ahora?
Peyton sonrió. Cinco minutos antes era él quien tenía que hacer preguntas pues el robot se sabía todas las respuestas. Ahora habían cambiado las cosas. No obstante, no pudo menos que preguntarse cuánto tiempo tardaría en hacer su aparición el otro Ingeniero, el gemelo del robot del que acababa de librarse gracias a la circunstancial e imprevista ayuda de su amigo el león. Aunque estaba convencido de que, en caso de necesidad, Leo podía dominar la situación si todo era cuestión de fuerza física. Pero lo más probable era que el otro robot estuviera ya advertido y pudiera hacer que las cosas se volvieran muy desagradables para ellos. Entre otras cosas podía apagar las luces.
Los tubos fluorescentes, en efecto, se apagaron y cayó la oscuridad. Leo lanzó una rugido de disgusto. Un tanto aburrido Peyton sacó su linterna y la encendió.
—No me importa gran cosa que apague las luces o no —dijo dirigiéndose al robot—. Así que creo que no perdería nada con encenderlas de nuevo.
El Ingeniero no dijo nada pero seguidamente las luces volvieron a encenderse.
¿Cómo puede uno luchar contra un enemigo, pensó Peyton, que puede leer nuestros pensamientos y por lo tanto puede prever lo que uno va a hacer incluso en propia defensa? Tenía que evitar pensar ninguna idea que pudiera resultar en su propio perjuicio, como por ejemplo… —se detuvo en el momento preciso—. Durante un momento bloqueó sus pensamientos tratando de integrar mentalmente la función de Omega de Armstrong. Después pudo hacerse de nuevo con el control de su mente.
—Mire —dijo por fin—, estoy dispuesto a hacer un trato.
—¿Qué es eso? No conozco la palabra.
—No importa —replicó Peyton rápidamente—. Lo que sugiero es lo siguiente: déjeme despertar a los hombres que están atrapados aquí, deme los planos de sus circuitos fundamentales y me marcharé de aquí sin tocar nada. Usted habrá obedecido a sus constructores y no se habrá causado daño a nadie ni a nada.
Un ser humano hubiera discutido la cuestión antes de aceptarla o rechazarla, pero el robot no lo hizo. Su mente tardaba sólo una fracción de segundo en analizar una situación por muy complicada que fuese, y por muchos que fueran los factores involucrados en su solución.
—Muy bien. Puedo leer en su cerebro que está usted dispuesto a cumplir el acuerdo. Pero ¿qué significa exactamente la palabra «chantaje»?
Peyton se ruborizó.
—No tiene importancia —dijo rápidamente—. No es más que una expresión humana bastante corriente. Supongo que su… eh… su colega estará aquí de un momento a otro.
—Lleva ya algún tiempo esperando fuera —replicó el robot—. ¿Mantendrá usted a su perro bajo control?
Peyton se sonrió. Había sido esperar demasiado que un robot entendiera de zoología.
—El león, quiero decir, si es así como se llama —se autocorrigió el robot después de haber leído los pensamientos de Peyton.
Éste le dirigió unas palabras al león y, para estar seguro de que le obedecería, enredó sus dedos en la melena de la fiera. Antes de que pudiera expresar la invitación con sus labios, el segundo robot la leyó en su mente y entró silenciosamente en la habitación. Leo gruñó y trató de escapar de las manos de Peyton para lanzarse contra el nuevo extraño ser metálico, pero Peyton logró calmarlo.
En todos los aspectos el Ingeniero II era un duplicado de su colega. En el mismo momento en que se dirigió hacia él el robot penetró en sus pensamientos con esa desconcertante exactitud a la que Peyton jamás podría acostumbrarse.
—Ya veo que quiere visitar a los que sueñan —dijo—. Sígame.
Peyton se sentía cansado de que todo el mundo le diera órdenes. ¿Por qué razón los robots nunca pedían las cosas por favor?
—Sígame, por favor —repitió la máquina sin dar el menor énfasis a su pronunciación.
Peyton lo hizo así.
Una vez más se encontró en el corredor de los cientos y cientos de puertas mostrando el emblema de la amapola… o en otro similar. El robot le condujo a una de las puertas que no se distinguía lo más mínimo de las otras, y se detuvo frente a ella.
La puerta metálica se abrió silenciosamente. No sin ciertas reservas, Peyton penetró en la habitación sumida en una semipenumbra.
En el diván había acostado un hombre muy viejo. A primera vista parecía muerto. Ciertamente que su respiración había sido disminuida hasta un punto mínimo cerca del cese total. Peyton se lo quedó mirando por un momento. Después se dirigió al Ingeniero II:
—¡Despiértelo!
En algún lugar, en lo más profundo y recóndito de la ciudad, se cortó la corriente de impulsos enviada por medio de un proyector de pensamientos. Un universo, que nunca había existido más que en los sueños del hombre dormido, se derrumbó por completo.
Desde el sofá dos ojos ardientes se quedaron mirando a Peyton. En ellos se reflejaba la locura. Parecían mirar a través de él, más allá de su cuerpo. De los labios delgados y débiles brotó un torrente de palabras confusas que Peyton no pudo entender apenas. Una y otra vez el hombre repetía nombres de gentes y lugares que debían ser los de gentes y lugares que habían formado parte del sueño del que acababa de ser despertado inesperadamente, sin contar para nada con su voluntad. Sus palabras y su aspecto eran, al mismo tiempo, horribles y patéticos.
—¡Cállese de una vez! —le gritó Peyton enérgicamente—. Usted acaba de ser devuelto a la realidad.
Por vez primera, los ojos brillantes y furiosos parecieron verle, mientras, con un esfuerzo inmenso, el hombre se alzaba de la cama.
—¿Quién es usted? —murmuró.
Antes de que Peyton pudiera responderle nada, el hombre continuó con voz apagada, llena de dudas, como si no comprendiera en absoluto lo que acababa de sucederle:
—¡Esto tiene que ser una pesadilla…! ¡Márchese, márchese! ¡Déjeme despertar!
Venciendo su repulsión, Peyton, afectuosamente puso su mano sobre el hombro huesudo del desgraciado.
—No, no es una pesadilla. No tiene que despertar, ya está usted despierto —le explicó—. ¿Es que no recuerda nada de lo que le ha sucedido?
El anciano parecía no oírlo.
—Sí, sí… Tiene que ser una pesadilla… Una pesadilla…
Pero ¿por qué no puedo despertarme? Nyran, Cressidor, ¿dónde estáis? ¡Os habéis alejado de mí y no puedo encontraros!
Peyton se quedó un buen rato, tanto como pudo soportar, al lado del hombre. Pero nada de lo que le dijo consiguió atraer de nuevo su atención.
Con el corazón enfermo de tristeza se dirigió al robot:
—¡Duérmalo de nuevo! —le ordenó.