Peyton volvía a ser de nuevo el mismo cuando un sonido, el deslizarse de unas ruedas, le hizo mirar por encima del hombro. El pequeño robot que le había servido de guía regresaba. No le cabía duda de que las grandes máquinas pensantes que lo controlaban estaban intrigadas por saber qué le había ocurrido a la persona que le habían encomendado. Peyton esperó mientras en su mente se formaba lentamente un plan de acción.
A-Cinco comenzó de nuevo a lanzar uno de sus discursos preestablecidos. De nuevo Peyton encontró incongruente verse frente a un robot tan simple en un lugar donde la automatización había alcanzado su máximo desarrollo. Fue entonces cuando se le ocurrió pensar que tal vez se estaba utilizando, deliberadamente, una máquina poco complicada. No tenía objeto, realmente, utilizar robots más complejos para llevar a cabo funciones que otra máquina más simple podía realizar igualmente… o mejor.
Peyton ignoró el discurso ya familiar. Todos los robots, eso era sabido, tenían que obedecer órdenes humanas salvo que otros seres humanos le hubieran ordenado previamente lo contrario. Incluso los que habían proyectado la ciudad, pensó complacido, habían obedecido las desconocidas y no pronunciadas órdenes de sus propios subconscientes.
—¡Llévame a los proyectores de pensamientos! —le ordenó al robot.
Como había esperado, A-Cinco no se movió. Se limitó a replicar:
—No comprendo.
El espíritu científico de Peyton comenzó a revivir y se sintió de nuevo dueño de la situación.
—Ven aquí y no te muevas hasta que yo no vuelva a ordenártelo.
Los selectores y relays del robot parecieron considerar las instrucciones. Y no encontraron en su programación contraorden previa. Así que, lentamente, la pequeña máquina caminó hacia adelante deslizándose sobre sus ruedecitas. Se había comprometido, al aceptar la orden, y no había vuelta a atrás. No podía volver a moverse hasta que Peyton se lo ordenara o hubiera alguien que contrarrestara la orden. El «hipnotizar» a un robot era un truco muy antiguo que los chicos traviesos gustaban de emplear.
Rápidamente, Peyton vació su bolsa de las herramientas que un buen ingeniero mecánico nunca abandona: un destornillador universal, los alicates, un tensador, el taladro automático y, lo más importante, el cortador atómico de metales que podía atravesar y cortar las más duras planchas en cuestión de segundos. Seguidamente, con la destreza que da una larga práctica, comenzó a trabajar sobre el confiado robot que no podía esperarse lo que le venía encima. Afortunadamente el aparato había sido fabricado para poder ser atendido con facilidad y podía ser abierto sin demasiado trabajo. Peyton no encontró nada que no le fuera familiar en los controles y no tardó mucho en dar con el mecanismo de locomoción. Ahora, pasara lo que pasase, la máquina no podía escapar. Había quedado convertida en un paralítico. Seguidamente la cegó y, uno tras otro, fue anulando todos sus demás sentidos electrónicos y los puso fuera de servicio. La máquina quedó convertida en un simple cilindro lleno de cables y válvulas. Peyton se sintió como un chico travieso que acaba de atacar con un destornillador el reloj del abuelo. Se sentó para esperar lo que sabía habría de ocurrir seguidamente.
Había sido un poco desconsiderado por su parte sabotear el robot en un lugar tan alejado del que debía encontrarse el robot superior. La máquina automática transportadora tardó casi un cuarto de hora en llegar. Peyton oyó el sonido de sus ruedas en la distancia y se dio cuenta de que sus cálculos habían sido acertados. La partida comenzaba.
El transportador no era más que una simple máquina destinada a recoger las otras máquinas averiadas, para lo cual poseía una especie de brazos que podían levantar y arrastrar a cualquier robot averiado después de colocarlo sobre una especie de plataforma. Parecía ser ciega, aunque no cabía duda de que sus sentidos le bastaban para realizar la función para la que había sido concebida.
Peyton esperó hasta que la máquina portadora recogió al infortunado A-Cinco. Después saltó adelante teniendo siempre buen cuidado de quedar fuera del alcance de los brazos mecánicos de la máquina transportadora y se colocó en su plataforma. No le gustaba la idea de que el aparato lo confundiera con un robot averiado. Por suerte para él el aparato no pareció ni siquiera advertir su presencia.
Así, junto con la máquina, Peyton descendió piso tras piso el gran edificio, dejando atrás las viviendas y cruzando la habitación donde se había encontrado a su llegada a la ciudad. Y aún descendió más, hacia lugares en los que no había estado antes. A medida que bajaba, el carácter de la ciudad cambiaba notablemente. Había desaparecido el lujo y la opulencia de los pisos altos para dejar lugar a una tierra de nadie, repleta de oscuros pasadizos que apenas si parecían otra cosa que gigantescos túneles para la conducción de cables. Y también esos pasajes terminaron. La máquina que transportaba al robot y a Peyton atravesó una serie de puertas deslizantes y Peyton se encontró, por fin, en el lugar que había deseado.
Las filas de pantallas, paneles, y mecanismos de selección parecían interminables, y aunque Peyton sintió la tentación de acercarse a ellas para estudiar de cerca, decidió esperar hasta tener ante sus ojos los instrumentos principales de control. Luego, bajó de la máquina transportadora y esperó a que desapareciera en la distancia, en dirección a un lugar de la ciudad aún más recóndito y escondido.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría el superautómata en reparar a A-Cinco. Su sabotaje había sido a fondo y creía que el pequeño robot no sería reparado, sino que acabaría en el depósito de la chatarra. Después, sintiéndose como un hombre a punto de morir de hambre que de repente tiene ante sí la mesa puesta y servida para el mejor de los banquetes, comenzó a examinar las maravillas de la ciudad.
En el transcurso de las siguientes cinco horas sólo se detuvo unos instantes para enviar una llamada rutinaria a sus amigos. Le hubiera gustado poderles comunicar su éxito, pero el riesgo era demasiado grande. Después de un prodigioso trabajo de localización, seguimiento e identificación de circuitos, había descubierto el funcionamiento de las principales unidades y comenzaba ya el examen de algunos sistemas secundarios.
Todo funcionaba como había supuesto. Los analizadores de pensamiento y los proyectores se hallaban en el piso inmediatamente superior y podían ser controlados desde esa instalación central. No tenía la menor idea de cómo funcionaban y sabía que tal vez le costaría meses de estudio el descubrir todos sus secretos. Pero los había identificado y pensaba que podría llegar a desconectarlos si se hacía necesario.
Poco después descubrió el monitor pensante. Se trataba de un aparato pequeño que más parecía una antigua central telefónica manual pero mucho más complicada. El asiento del operador tenía una estructura muy curiosa, se encontraba aislado del suelo y aparecía cubierto por una red de cables y barras de cristal. De todas las máquinas que hasta entonces había hallado, era la primera que, según se veía, había sido diseñada para ser usada por seres humanos. Probablemente había sido construida por el primer ingeniero con la misión de instalar y dirigir el equipo en los días en que fue construida la ciudad.
Peyton no se hubiera arriesgado a utilizar el monitor de no haber hallado las instrucciones escritas en el panel de control. Después de experimentar un poco, conectó uno de los circuitos y, lentamente, comenzó a incrementar la potencia, aunque manteniendo el control de intensidad muy por debajo de la línea roja que marcaba la señal de peligro.
Tuvo suerte al hacerlo así pues la sensación que sintió fue auténticamente una sacudida. Siguió conservando su propia personalidad pero, sobreimpuestas a sus propios pensamientos, había ideas e imágenes que, indudablemente, le eran extrañas por completo. Estaba contemplando otro mundo por la ventana de una mente que no era la suya.
Era como si creyera que su cuerpo estaba al mismo tiempo en dos lugares distintos, aun cuando las sensaciones de la segunda personalidad eran mucho menos vívidas que las del auténtico Richard Peyton III. En esos momentos comprendió el significado de la línea roja de peligro. Si la intensidad del control de pensamientos se elevaba demasiado, no le cabía duda de que el resultado sería la locura.
Peyton desconectó el aparato para poder reflexionar sin que sus pensamientos se vieran interrumpidos. Comprendió lo que le había querido decir el robot cuando le comunicó que los demás habitantes de la ciudad estaban dormidos. Había otros seres humanos en Comarre que vivían sometidos al control de los proyectores de pensamientos.
Mentalmente regresó al largo corredor con sus cientos de puertas metálicas. En su camino hacia los pisos bajos de la ciudad había pasado por muchas galerías semejantes y estaba convencido que la mayor parte de la ciudad no era más que una colmena de habitaciones en las que millares de hombres podían pasarse la vida soñando.
Uno tras otro comprobó los circuitos del panel de control. La mayoría estaban desconectados pero había como unos cincuenta que funcionaban. Y cada uno de ellos llevaba todos los pensamientos, deseos y emociones de una mente humana.
Ahora, ya plenamente consciente, Peyton comprendió cómo había sido engañado, pero el saberlo no le produjo demasiado consuelo. Podía ver los fallos de esos mundos sintéticos, podía observar cómo todas las facultades críticas de la mente eran borradas mientras ella recibía una corriente sin fin de vivencias simples pero reales y llenas de vida.
Sí, ahora todo le parecía muy sencillo. Pero eso no cambiaba el hecho de que ese mundo artificial era auténticamente real para el que estaba sometido al manejo de las máquinas. Tan real que el dolor de dejar ese mundo ensoñado aún seguía quemando su propio cerebro.
Durante casi una hora, Peyton exploró los mundos de las cincuenta mentes durmientes. Fue una investigación fascinante aunque al mismo tiempo repulsiva. En esa hora aprendió tanto sobre el cerebro humano y sus secretos caminos como jamás llegó a imaginar. Cuando terminó se quedó sentado, rígido, durante un largo rato, analizando sus conocimientos recién adquiridos. Su sabiduría había avanzado varios años, muchos años, y le pareció que de repente su juventud quedaba muy atrás.
Por primera vez tuvo un conocimiento directo e irrefutable del hecho de que algunos de sus malos deseos, de sus perversiones, que algunas veces habían pasado superficialmente por su mente, eran compartidos por todos los seres humanos. Los constructores de Comarre no se habían preocupado del bien ni del mal y las máquinas habían sido sus más fieles servidores.
Se sentía satisfecho de ver que sus sospechas no habían sido infundadas. Peyton comprendía ahora la estrechez de su posibilidad de escape. Si volvía a quedarse dormido entre aquellas paredes lo más probable era que jamás volviera a despertar. La casualidad y la suerte le habían salvado una vez, pero era difícil que ello pudiera repetirse.
El proyector de pensamientos tenía que ser estropeado de manera tan completa que los robots jamás pudieran volver a repararlo. Aunque estaba convencido de que los robots eran capaces de reparar las averías normales que pudieran producirse, también sabía que no podrían vérselas con el sabotaje deliberado en la medida en que él era capaz de llevarlo a cabo. Cuando hubiera terminado, Comarre dejaría de ser una amenaza. Jamás volvería a atrapar su mente ni las mentes de los futuros visitantes que pudieran seguir sus huellas.
Lo primero que tenía que hacer era localizar a las personas durmientes y despertarlas, o revivirlas. Eso podía ser una tarea larga, pero, afortunadamente, había un equipo de monovisores estandarizados. Con su ayuda podía ver todo lo que ocurría en cualquier lugar de la ciudad sólo con enfocar el rayo portador en el lugar deseado. En caso necesario, incluso podía enviar allí su voz, aun cuando no su imagen. El tipo de aparato capaz de realizarlo no había sido de uso general hasta una época posterior a la de la construcción de Comarre.
Le llevó poco tiempo aprender a manejar los controles y en un principio el rayo fue de un lado para otro, de manera errática, por toda la ciudad. Peyton se vio, así, mirando en el interior de un gran número de sorprendentes lugares y, en cierta ocasión, incluso pudo contemplar el bosque que rodeaba la ciudad. Se preguntó si Leo se hallaría por aquellos alrededores y con cierta dificultad logró localizar la entrada.
Sí, allí seguía todo exactamente igual a como lo había dejado el día anterior. Y a unos cuantos metros de la puerta estaba el león tumbado en el suelo, con la cabeza en dirección a la ciudad y con un aire de preocupación claramente perceptible. Peyton se sintió profundamente conmovido. Se preguntó si podría conseguir que el león entrara en Comarre. El apoyo moral de su presencia sería considerable, pues empezaba a sentir la necesidad de compañía después de las experiencias de la noche.
Metódicamente comenzó a registrar el muro de la ciudad y se sintió grandemente aliviado al descubrir algunas entradas ocultas situadas a nivel del suelo. Se había estado preguntando cómo podría salir de allí. Aun cuando lograra poner en funcionamiento el transmisor de materia en sentido inverso, la perspectiva no le agradaba. Prefería un simple movimiento físico, aunque fuese pasado de moda.
Las entradas estaban todas bloqueadas y por un momento el desánimo se apoderó de él. Luego comenzó a buscar un robot. Después de un rato descubrió uno gemelo del malogrado A-Cinco que marchaba sobre sus ruedas por uno de los pasillos con destino a quién sabe qué misterioso encargo. Con satisfacción vio que el robot obedecía sus órdenes y abría una de las puertas de la ciudad.
Peyton dirigió de nuevo el rayo al otro lado del muro y enfocó el punto de contacto como a un metro de distancia de Leo. Seguidamente llamó suavemente:
—¡Leo!
El animal alzó la cabeza sorprendido.
—¡Hola, Leo! Soy yo, Peyton.
Extrañado el león se puso en pie y dio unos pasos describiendo un círculo en torno al lugar de donde brotaba la voz.
Después pareció perder el interés y con aire de desaliento se dejó caer de nuevo en el suelo.
Con una gran paciencia y no menos capacidad de persuasión, Peyton llegó a hacer que el león se aproximara a la entrada. El animal había reconocido su voz y parecía dispuesto a seguirla, pero se mostraba sorprendido y un tanto nervioso. En la puerta se detuvo un momento, vacilante, como si Comarre le gustara bien poco y, menos todavía, el robot que, silenciosamente, parecía esperarle.
Con paciencia, Peyton le ordenó que siguiera al robot. Repitió sus observaciones con palabras distintas hasta que tuvo la seguridad de que la fiera le había comprendido. Seguidamente habló con el autómata y le ordenó que condujera al león a la cámara de control. Observó durante unos momentos para cerciorarse de que Leo seguía al robot. Cuando vio que era así, tuvo unas palabras de ánimo y abandonó la visión de la extraña pareja.
Se sintió muy desilusionado cuando comprobó que no podía ver lo que ocurría dentro de ninguna de las habitaciones sobre las que aparecía el emblema de la amapola. Estaban protegidas contra el rayo de la visión a distancia o los controles de enfoque del rayo habían sido colocados de tal manera que el monovisor no podía ser usado para penetrar en aquella área.
Pero no se desanimó. Los dormidos serían despertados aunque fuera con el mismo duro método con que le habían despertado a él. Después de haber penetrado en el mundo íntimo y privado de sus mentes y conciencias, sentía poca simpatía por ellos y sólo el sentido del deber le impelía a despertarles. Realmente no se merecían la menor consideración.
En esos momentos y de manera repentina le asaltó un horrible pensamiento. ¿Qué habían introducido los proyectores de pensamientos en su propia mente en respuesta a sus deseos en ese olvidado paraíso que tan a disgusto había abandonado? ¿Habían sido sus propios pensamientos y deseos ocultos, tan poco respetables y tan indignos como los de los otros soñadores?
Era una idea poco confortante y trató de apartarla de su mente cuando volvió a sentarse ante los mandos del panel central de control. Primero desconectaría los circuitos y seguidamente sabotearía los proyectores, de modo que jamás volvieran a poder ser utilizados. La maldición que Comarre había dejado caer sobre tantas mentes, sería rota para siempre.
Peyton se adelantó para arrancar los conectadores de los circuitos múltiples, pero no llegó a terminar su movimiento. Gentilmente, pero al mismo tiempo con la suficiente firmeza, cuatro brazos de metal atenazaron su cuerpo desde detrás. Pataleando y tratando de desasirse fue alzado en el aire y arrastrado hacia el centro de la habitación lejos de la mesa de control. Allí fue colocado de nuevo en el suelo y los brazos metálicos le soltaron.
Más indignado que alarmado, Peyton se dio la vuelta para enfrentarse a su captor. Lo miró fijamente, desde unos dos metros de distancia y se dio cuenta de que era el robot más complejo y perfecto que jamás hubiera visto. Su cuerpo tenía casi unos dos metros de altura y descansaba sobre una docena de ruedas neumáticas muy gruesas. De distintas partes de su chasis de metal se proyectaban en varias direcciones tentáculos, brazos, varillas y otros mecanismos más difíciles de describir. En dos lugares, grupos de miembros se ocupaban en desmantelar o reparar algunos aparatos.
En silencio Peyton calibró la capacidad de su oponente. Se trataba, obviamente, de un robot de elevada categoría. Había utilizado la violencia física contra él y ningún robot puede utilizar la violencia contra un ser humano, aunque puede negarse a obedecer sus órdenes. Sólo bajo el control directo de una mente humana puede un robot llevar a cabo un acto semejante. Eso significaba que en la ciudad de Comarre había vida, vida consciente y que le era hostil.
—¿Quién es usted? —exclamó Peyton, pero no dirigiéndose al robot sino a la inteligencia controladora que debía haber tras él.
Sin dejar pasar tiempo perceptible, la máquina le respondió en un tono preciso y con voz automática que no parecía simplemente la reproducción amplificada de las palabras de un ser humano.
—El Ingeniero.
—En ese caso, venga aquí y deje que lo vea.
—Ya me está viendo.
Fue el tono no humano de la voz, al menos tanto como las palabras en sí, lo que hizo que la furia de Peyton se disipara por un momento y fuera sustituida por un sentimiento de maravillada incredulidad. No había ningún ser humano controlando esa máquina. Era tan automática como cualquier otro robot de los que había en la ciudad, pero, contrariamente a éstos y a todos los robots del mundo que Peyton había conocido, tenía su propia voluntad y su propia consciencia.