Algo le había transportado instantáneamente desde la negra abertura de entrada hasta el centro de la habitación. Sólo podía haber dos explicaciones para ello, ambas igualmente fantásticas. O bien había algo extraño en las leyes del espacio en el interior de Comarre, o bien sus constructores habían logrado dominar el secreto de la transmisión de la materia.
Desde que el hombre aprendió a enviar sonidos e imágenes por medio de ondas, venía soñándose en transmitir la materia por el mismo medio. Peyton observó el estrado sobre el que se hallaba. Era fácil que contuviera algún equipo electrónico; sobre él, en el techo, podía verse una extraña protuberancia.
De cualquier modo que aquello funcionara, no podía imaginarse un medio mejor para ignorar a los visitantes no deseados. Con gran rapidez bajó del estrado. No era precisamente un lugar donde le gustara permanecer.
Le molestó enormemente darse cuenta de que no tenía posibilidad alguna de salir de allí sin la cooperación del mecanismo que le había hecho entrar. Pero decidió no preocuparse de más de una cosa a la vez. Cuando hubiera acabado su exploración posiblemente estaría en condiciones de conocer éste y otros secretos de Comarre.
No se sentía excesivamente preocupado. Entre él y los constructores de la ciudad existían cinco siglos de investigación a su favor. Pese a todo, tal vez encontrara cosas que eran nuevas para él, cosas que no podían ser inesperadas ni sorprendentes. No podía haber allí nada que él no fuese capaz de comprender. Eligió una de las salidas del muro circular y comenzó la exploración de la ciudad.
Las máquinas y mecanismos estaban vigilando en espera de su oportunidad. Habían sido construidos para cumplir un propósito y, ciegamente, firmemente, realizaban la misión que les había sido encomendada. Hacía ya mucho tiempo que habían llevado la paz del olvido a las fatigadas mentes de sus constructores. Una paz y un olvido que podían trasladar a cualquiera que entrase en la ciudad de Comarre.
Los instrumentos habían comenzado ya a realizar sus análisis tan pronto como Peyton abandonó la selva para dirigirse a la ciudad. La disección de una mente humana con todos sus temores, sus esperanzas y deseos, no era una tarea fácil que pudiera realizarse rápidamente. Los sintetizadores tardarían todavía horas en comenzar sus operaciones. Hasta entonces el visitante podía entretenerse mientras se le preparaba el recibimiento que se creyera oportuno.
El elusivo visitante le causó muchas molestias al pequeño robot hasta que finalmente pudo localizarlo, pues Peyton se fue moviendo con mucha rapidez de una habitación a otra en el curso de su exploración de la ciudad. En esos momentos la máquina se detuvo en el centro de una pequeña habitación circular rodeada de contactos magnéticos e iluminada por un solo tubo eléctrico.
De acuerdo con sus instrumentos, Peyton se hallaba sólo a pocos metros de distancia, pero para las lentes que le servían de ojos no estaba allí puesto que no podían captar su imagen. La máquina, el robot, se quedó inmóvil, extrañado, intrigado por algo que para él resultaba incomprensible. Reinaba el silencio, excepto el leve zumbido de sus motores y, de vez en cuando, el leve chasquido de un relay que conectaba un nuevo circuito.
De pie sobre una gatera situada a unos tres metros del suelo, Peyton observaba al robot con gran atención. Se trataba de un cilindro mecánico que se alzaba desde una gruesa placa metálica que le servía de base y que estaba montada sobre unas pequeñas ruedas. No poseía extremidades de ninguna clase. El cilindro no tenía más abertura que las lentes que le servían de ojos y una serie de pequeños enrejados metálicos, que le servían para captar el sonido, realizando la función que las orejas ejecutan en el hombre y en los seres vivos.
Resultaba divertido observar el «comportamiento» de la máquina, su perplejidad, cuando su mente artificial trataba de sacar una conclusión de las dos conflictivas series informativas que estaba recibiendo. Sabía, por un lado, que Peyton estaba en la habitación, pero, por otra parte, sus ojos le decían que el cuarto estaba vacío. Comenzó a girar en pequeños círculos hasta que Peyton tuvo misericordia de ella y descendió desde el elevado lugar en que se encontraba. De manera inmediata, la máquina cesó de girar y comenzó a pronunciar su discurso de bienvenida:
—Soy A-Cinco —dijo el robot—. Le llevaré al lugar que desee. Por favor, deme sus órdenes en el vocabulario estandarizado de los robots.
Peyton se sintió un tanto desengañado. Se trataba de un robot normal y corriente, sin nada especial, y él había esperado hallar algo mucho mejor en la ciudad de Thordarsen. Pero la máquina podía ser muy útil si se la sabía utilizar adecuadamente.
—Gracias —dijo innecesariamente—. Por favor, lléveme a las viviendas.
Aun cuando Peyton estaba seguro de que la ciudad estaba totalmente automatizada, después de lo que había visto, confiaba en que podía existir algún tipo de vida humana. Podía haber otras personas que le ayudaran en su investigación, aunque de todos modos la ausencia de oposición a su presencia era ya más de lo que había esperado.
Sin una palabra, el robot giró sobre sus pequeñas ruedecitas y salió de la habitación. El corredor por el que condujo a Peyton terminaba en una puerta perfectamente tallada, precisamente aquélla que, con anterioridad, el visitante había tratado de abrir inútilmente. En apariencia al menos, A-Cinco conocía su secreto mecanismo porque cuando se aproximó a la gruesa puerta metálica, ésta se abrió en silencio. El robot penetró en una pequeña cámara de forma cuadrada.
Peyton se preguntó si ahora se encontraban en el interior de un nuevo transmisor de materia, pero acto seguido se dio cuenta de que aquello no era otra cosa que un simple ascensor. A juzgar por el tiempo que duraba el ascenso, Peyton supuso que estaban llegando casi a los últimos pisos de la torre de la ciudad. Cuando, finalmente, la puerta se abrió, deslizándose suavemente, Peyton tuvo la impresión de que arribaba a otro mundo.
Los pasillos en los que se encontró eran al principio rectos y sin decorar, puramente utilitarios. En contraste con aquéllos, tanto las espaciosas salas a las que le condujo el ascensor, como las habitaciones próximas, estaban amuebladas con el máximo lujo. El siglo XXVI había sido un período caracterizado por una decoración florida y plena de colorido, que fue despreciada injustamente por generaciones posteriores. Pero los Decadentes habían ido aún más allá de su propio período. Al decorar Comarre, habían tenido en cuenta todos los recursos de la sicología al mismo tiempo que los del arte.
Uno podría pasarse la vida entera sin que terminara de contemplar en todos sus detalles los murales, los grabados y las pinturas, los complicados tapices que se conservaban tan brillantes como si acabaran de ser hechos. Parecía un tremendo error, un absurdo, el que un lugar como aquél estuviera desierto y oculto al mundo. Peyton casi se olvidó de todo su celo científico y, como un niño, corrió de una maravilla a otra.
Se trataba de obras geniales, quizás más grandes que ninguna de las que el mundo había conocido hasta entonces. Pero se trataba de genios enfermos y desesperados que habían perdido su fe en ellos mismos, aun cuando conservaban sus enormes conocimientos y capacidad técnica. Por primera vez, Peyton se dio cuenta de por qué se había dado el nombre de Decadentes a los constructores de Comarre.
De entrada el arte de los Decadentes le fascinaba y le causaba repugnancia a un mismo tiempo. No podía decirse que se tratara de un arte malévolo, diabólico, puesto que se hallaba al margen de toda moral. Quizá sus mayores características fuesen la debilidad y la desilusión. Al cabo de un rato, Peyton, que jamás se creyó demasiado sensible a la influencia de las artes visuales, comenzó a sentir que una suave depresión, penetrando profundamente en su espíritu, se apoderaba de él. Y, al mismo tiempo, sentíase incapaz de controlarse y apartarse del influjo que aquellas obras seductoras ejercían sobre él.
Al cabo de un rato, sin embargo, consiguió dominarse y se volvió hacia el robot.
—¿Vive alguien aquí?
—Sí.
—¿Y dónde están?
—Durmiendo.
En cierto modo, aquello le pareció una respuesta lógica. Él mismo se hallaba profundamente cansado. Las últimas horas habían constituido una tremenda lucha consigo mismo para mantenerse despierto. Había algo que parecía impulsarle al sueño, por encima de su propia voluntad. Mañana tendría tiempo suficiente para descubrir los secretos que había ido a buscar. De momento no deseaba otra cosa que dormir.
Siguió de manera automática al robot que lo condujo fuera de aquellas salas espaciosas en dirección a un largo pasillo, a cuyos lados había varias puertas metálicas; sobre cada una de ellas podía verse un símbolo que le resultó casi familiar pero que, de momento, no pudo reconocer. Su mente adormilada seguía luchando por mantenerse plenamente consciente y trató de descubrir el significado de los símbolos. Pero antes de que pudiera lograrlo, el robot se detuvo ante una de aquellas puertas, que se abrió silenciosamente.
El diván, mullido y confortable, que había en la habitación sumida en una suave penumbra, resultó irresistible. De modo casi automático Peyton se dirigió a él. Cuando estaba ya a punto de caer en un sueño profundo, una ola de satisfacción invadió su mente. Acababa de reconocer el símbolo que había sobre las puertas: la amapola adormidera. Pero su cerebro estaba demasiado cansado para comprender su significado.
No había artificio ni maldad en el trabajo de la ciudad. De manera impersonal cumplía las funciones para las que había sido creada. Todos los que llegaban a Comarre habían recibido voluntariamente sus dones. Este visitante había sido el primero en ignorarlos.
Los integradores habían estado preparados y dispuestos desde horas antes, pero su mente inquieta los había eludido. Podían permitirse el lujo de esperar, como habían venido haciendo durante los últimos quinientos años.
Y, por fin, las defensas de ese cerebro extrañamente firme sucumbieron, cuando Peyton se dejó caer pacíficamente en los brazos del sueño. Mucho más abajo, en el corazón de Comarre, un relay entró en acción y corrientes lentamente fluctuantes comenzaron a disminuir y circular por tubos de vacío y circuitos electrónicos. La consciencia que había sido Richard Peyton III había dejado de existir.
Peyton se quedó dormido instantáneamente. Durante un rato, el más completo no existir se apoderó de él. Pero, poco después, débiles reflejos de su consciencia comenzaron a regresar. Y entonces, como siempre, comenzó a soñar.
Resultó extraño que su sueño favorito regresara a su mente y, más extraño aún, que fuese más vívido que en ninguna ocasión anterior. Durante toda su vida, Peyton había amado el mar, y en una ocasión había podido ver la increíble belleza de las islas del Pacífico desde la cabina de observación de un crucero espacial de pasajeros que, lentamente, hacía su recorrido. Jamás las había visitado y, frecuentemente, deseó poder pasar su vida en alguna isla remota y tranquila sin preocuparse lo más mínimo por el futuro del mundo. Era, desde luego, un sueño que la mayor parte de los hombres conoce en algún momento de su vida, pero Peyton era lo suficientemente sensible como para darse cuenta de que dos meses de una existencia así le hubiera hecho volver a la civilización, medio loco de aburrimiento. Sin embargo, sus sueños jamás se veían turbados por esas consideraciones y, una vez más, en esta ocasión se contempló tumbado bajo las oscilantes hojas de las palmeras, escuchando el rumor de las grandes olas rompiendo en los arrecifes, más allá de la pacífica ensenada de brillante azul, en la que se reflejaba el sol como en un inmenso espejo. El sueño resultaba extraordinariamente vívido, tanto que incluso en su dormir se daba cuenta de que ningún sueño tenía derecho a ser tan real. Y, de repente, su sueño cesó tan de improviso que tuvo la sensación de que se producía una profunda grieta en sus pensamientos. La interrupción le hizo regresar a la vigilia.
Amargamente desilusionado, Peyton siguió tumbado por un momento, con los ojos cerrados, fuertemente apretados, tratando de recapturar aquel paraíso perdido. Pero no pudo conseguirlo. Había algo que parecía latir fuertemente en el interior de su cerebro, golpeándolo, evitando que pudiera recuperar el sueño. Más todavía, imperceptiblemente, su confortable lecho se había vuelto duro e incómodo. A disgusto, volvió sus pensamientos a la causa de la interrupción.
Peyton siempre fue una persona realista, poco dada a dejarse influir por las dudas filosóficas, así que la impresión que sintió en esos momentos fue mayor de lo que hubiese sido para la mayor parte de las mentes más concienzudas que la suya. Nunca antes había dudado de su salud mental, pero en esos momentos no podía evitar sentir tales dudas. La causa de ello, era que el sonido que le había despertado no era otra cosa que el sonido de las olas rompiendo contra los acantilados. Y estaba tumbado en la dorada arena cerca de la ensenada, mientras que en torno a él cantaba el viento al acariciar las palmeras y sus cálidos dedos parecían acariciarle suavemente.
Por un momento, lo único que Peyton pudo hacer fue imaginar que seguía soñando. Pero en esos momentos no podía sentir dudas. Cuando uno está cuerdo, la realidad nunca puede ser confundida con un sueño. Y aquello era real, si es que existe algo real en el universo.
De repente, su sentimiento de asombro comenzó a decaer. Se puso en pie y la arena pareció caer ante él como una lluvia dorada. Protegiéndose los ojos contra el sol, dirigió su mirada a la playa.
No pudo menos que preguntarse, sorprendido, por qué aquel lugar le parecía tan familiar, pero en el fondo aquello no le preocupó demasiado. No le pareció raro el saber que el pueblo estaba un poco más lejos, a orillas de la bahía. Y allí se encontraría con sus amigos, de los que había estado separado durante algún tiempo, en un mundo que estaba comenzando a olvidar.
Sólo le quedaba un débil recuerdo del joven ingeniero —ni siquiera podía recordar el nombre— que anteriormente había aspirado a la fama y la sabiduría. En esa otra existencia, había conocido bien a aquella persona demente, pero en esos momentos no podía comprender ni explicarse la vanidad de sus ambiciones.
Comenzó a pasear sin rumbo a lo largo de la playa, con las últimas sombras del recuerdo de su vida irreal alejándose cada vez más de él con cada paso, como si los detalles del sueño se difuminaran en la luz del día.
En la otra parte del mundo, tres científicos muy preocupados esperaban en un laboratorio solitario, con los ojos fijos en un receptor multicanal de diseño poco común. El aparato había guardado silencio durante nueve horas. Nadie había esperado mensaje alguno en las primeras ocho, pero ahora ya, la llamada prefijada tenía una hora de retraso.
Alan Henson se puso en pie de un salto, con gesto impaciente.
—¡Tenemos que hacer algo! Voy a llamarlo.
Los otros dos científicos cambiaron entre sí una mirada cargada de nerviosismo.
—Es posible que localicen nuestra llamada.
—No, salvo que ya estemos sometidos a vigilancia y la estén esperando. E incluso en ese caso no tiene demasiada importancia, puesto que no voy a decir nada que se salga de lo corriente. Pero Peyton lo entenderá y si está en condiciones de responder…
Si Peyton estuvo alguna vez en condiciones de conocer el tiempo, ese conocimiento se había borrado por completo de su mente en aquellos momentos. Lo único real era el presente, pues tanto el pasado como el futuro quedaban ocultos tras un impenetrable telón, como un bello paisaje puede quedar oculto tras una cortina de espesa lluvia.
En su gozar del presente, Peyton se sentía enormemente satisfecho. No le quedaba nada en absoluto de su inquieto espíritu que, antaño, se había puesto en camino en busca de nuevos campos del conocimiento. En esos momentos, el conocimiento y la sabiduría no tenían para él la menor utilidad.
Posteriormente, jamás estaría en condiciones de recordar nada de su vida en las islas. Había conocido allí muchos camaradas pero sus nombres y rostros se habían borrado para siempre, más allá de toda posibilidad de recuerdo. Amor, paz de espíritu, felicidad, todo eso fue suyo durante un breve momento de tiempo. Y, de pronto, no estuvo en condiciones de recordar más que los últimos instantes de su vida en aquel paraíso.
Resultaba extraño que todo aquello fuese a terminar tal y como había empezado. De nuevo estaba a orillas del mar, pero ahora era de noche y no se encontraba solo. La luna aparecía inmóvil, llena, muy baja en el horizonte, sobre el océano, y su cinta de plata, ancha y prolongada, se extendía en lo infinito hasta alcanzar los extremos del universo. Las estrellas no cambiaban su posición y brillaban sin centellear en el cielo como joyas brillantes, mucho más gloriosas y bellas que las olvidadas estrellas… que pudo ver desde la Tierra.
Pero los pensamientos de Peyton estaban fijos en otra belleza, y una vez más se volvió hacia la figura que yacía a su lado sobre la arena, que no era más dorada que la hermosa cabellera que descansaba descuidadamente sobre ella.
Y, entonces, el paraíso tembló y se disolvió en torno suyo. Dejó escapar un fuerte grito de angustia como alguien que se ve repentinamente privado de todo lo que ama. Sólo lo instantáneo de la transición salvó su mente. Cuando el tránsito hubo sucedido, se sintió como Adán debió sentirse cuando vio que se cerraban tras él, y para siempre, las puertas del Paraíso.
El sonido que le hizo «regresar» era uno de los más comunes en el mundo. Y tal vez el único que podía haber llegado a su mente en ese lugar oculto. Fue el agudo zumbido de su receptor de comunicación que estaba a su lado en la oscura habitación de la ciudad de Comarre.
El zumbido desapareció cuando, de manera automática, apretó el botón que conectaba el receptor para recibir la comunicación. Sin duda supo dar algunas respuestas que satisficieron a sus desconocidos demandantes —¿quién sería aquel Alan Henson?—, pues al cabo de poco tiempo el circuito quedó mudo. Aún sumido en la mayor confusión, Peyton se sentó en el sofá, con la cabeza entre las manos y tratando de dar alguna orientación a su vida.
No había soñado; estaba seguro de ello. Más bien le parecía que había estado viviendo una segunda existencia y ahora volvía a su vieja existencia como un hombre que se recupera después de un ataque de amnesia. Y, aunque seguía todavía confuso, una clara convicción penetró en su mente: nunca más debía volver a quedarse dormido en Comarre.
Lentamente, el carácter y la voluntad de Richard Peyton III regresaban de su pasado destierro. Vacilante, se puso en pie y caminó en dirección a la puerta y salió de la habitación. De nuevo se vio en el largo pasillo con su centenar de puertas idénticas. Con un nuevo conocimiento de su significado, contempló el símbolo que campeaba en ellas.
Apenas si se daba cuenta de a dónde se dirigía. Su mente se hallaba fija con demasiada intensidad en el problema que tenía ante él. Pero, a medida que caminaba, su cerebro se iba aclarando y una lenta capacidad de entendimiento volvía a él. De momento se trataba sólo de una hipótesis, pero pronto tendría ocasión de someterla a prueba.
La mente humana es una cosa delicada, protegida, sin contacto directo con el mundo y sin otra posibilidad de entrar en contacto con él más que por medio del conocimiento, la experiencia y los sentidos corporales. Para ella resulta posible recoger, registrar y almacenar pensamientos y emociones como los hombres de épocas pasadas habían registrado el sonido en miles de kilómetros de cintas magnéticas. Y si esos pensamientos se proyectan sobre otra mente, cuando el cuerpo al que pertenece está inconsciente y sus sentidos adormecidos, el cerebro puede pensar que está viviendo una realidad. No había forma posible de detectar la ilusión, el espejismo, de igual modo que no se puede diferenciar el registro de una sinfonía perfectamente realizado, del sonido original de esa misma sinfonía.
Todo eso era algo que ya se sabía desde hacía siglos, pero los hombres que construyeron Comarre habían utilizado esos conocimientos como no lo había hecho nadie en el mundo con anterioridad. En alguna parte de la ciudad debía haber aparatos que podían analizar todos los pensamientos y los deseos de los que entraban en la ciudad. En algún lugar debía hallarse un sinnúmero de grabaciones almacenadas que recogían todas las sensaciones y experiencias de la mente humana. Y con esa materia prima podía construirse cualquier tipo de futuro imaginable.
Fue en esos momentos cuando Peyton comprendió la medida, la capacidad del genio que había emprendido la obra de construir la ciudad de Comarre. En aquella ciudad existían máquinas, aparatos, que habían analizado sus pensamientos más recónditos y profundos y habían construido para él un mundo basado en la realización de sus deseos subconscientes. Después, cuando tuvieron oportunidad, habíanse hecho con el control de su mente y proyectaron en ella todo lo que había experimentado durante su sueño.
No cabía, pues, extrañarse de que todo lo que había deseado en su vida estuviera presente en su paraíso ya casi olvidado. ¡Y menos todavía que, durante siglos y siglos, hubiese habido muchos que desearan la paz y la autorrealización que sólo la ciudad de Comarre podía ofrecerles!