Era ya de noche cuando la nave de Peyton volaba con rumbo occidental sobre el Océano Indico. A simple vista no podía distinguirse nada debajo, salvo la blanca línea de la espuma que dejaban las olas al chocar contra la costa africana. Pero la pantalla de navegación le mostraba hasta el menor detalle de lo que tenía por debajo. La noche, desde luego, ya había dejado de ofrecer protección o salvaguarda y, sin embargo, ello aún significaba que ningún ojo humano podía verlo a simple vista. En cuanto a los aparatos de vigilancia que debían cuidarse de controlar cualquier vuelo… ¡bueno!, los demás se habían ocupado de que en esa ocasión no sirvieran de nada. Al parecer, entre los científicos que los manejaban había muchos que pensaban como Henson.
El proyecto había sido concebido con toda precisión. Los detalles habían sido estudiados con todo cuidado, con amor casi, por gentes que habían gozado haciéndolo. Debía posar su nave en el límite extremo del bosque, lo más cerca posible de la barrera de fuerza.
Ni siquiera los más influyentes de sus desconocidos amigos podían desconectar la barrera sin despertar sospechas. Por suerte, desde el límite de la barrera hasta Comarre, a campo descubierto, sólo había unos treinta y cinco kilómetros. Peyton tenía que terminar su viaje a pie.
Hubo un gran ruido de ramas rotas y desgajadas cuando la pequeña nave volante se posó en el bosque invisible. Se había quedado sobre la quilla en una posición escorada y Peyton apagó la débil luz de la cabina y miró por la ventanilla. No pudo ver nada. Recordando las instrucciones recibidas no abrió la puerta. Se puso todo lo cómodo que pudo para esperar la llegada del amanecer. Y se quedó dormido.
Se despertó cuando un sol brillante llegó hasta sus ojos. Rápidamente se hizo con el equipo que sus amigos le habían proporcionado, abrió la puerta de la cabina y emprendió el camino por el bosque.
El lugar de aterrizaje había sido elegido cuidadosamente y no le resultó difícil llegar hasta campo abierto unos cuantos metros más allá. Frente a él se levantaban unas pequeñas colinas cubiertas de vegetación y, en algunos puntos, se agrupaban los árboles. Era un día suave, aún en pleno verano y no lejos del Ecuador. Ochocientos años de control climatológico y los grandes lagos artificiales, que habían humedecido los desiertos, eran la causa de ello.
Casi por vez primera en su vida, Peyton estaba en contacto directo con la naturaleza, con una naturaleza semejante a la que había existido antes de que el hombre apareciera sobre la tierra. Y, sin embargo, no era el salvajismo de la escena lo que le hacía encontrar raro todo aquello. Peyton jamás había conocido el silencio. Siempre hubo en torno suyo el rumor de las máquinas o el lejano ruido de los grandes vehículos interplanetarios de servicio público proveniente de las grandes alturas de la estratosfera.
Hasta allí no llegaba ninguno de esos ruidos, pues ningún aparato podía cruzar la barrera de fuerza que rodeaba la Gran Reserva. Los únicos sonidos que llegaban a los oídos de Peyton eran el rumor del viento y el zumbar de algunos insectos. Para Richard Peyton aquel sonido resultaba insoportable e hizo lo que hubiese hecho cualquier otro hombre de su tiempo. Apretó el botón de su radio y seleccionó una banda que emitía música de fondo.
Así, kilómetro tras kilómetro, Peyton caminó por el suelo ondulado que formaba la Gran Reserva, la mayor zona de territorio natural que aún se conservaba en la superficie del globo. El caminar no resultaba fatigoso en absoluto puesto que el neutralizador que formaba parte de su equipo reducía su peso casi a nada. Llevaba consigo esa música relajante que había formado parte de la vida del hombre casi desde que se descubrió la Radio. Aun cuando no tenía que hacer otra cosa que girar un dial para entrar en contacto con quien deseara en el planeta, quiso pensar, sinceramente, que se hallaba solo, aislado de todo y de todos, en pleno corazón de la naturaleza. Por un momento sintió todas las emociones que debieron experimentar Stanley o Livingstone cuando por primera vez penetraron en ese mismo territorio virgen hacía más de mil años.
Afortunadamente, Peyton era un buen caminante y andaba de prisa, así que para mediodía ya había recorrido la mitad del camino que le separaba de su destino. Descansó un rato para tomar su comida de mediodía en un pequeño bosquecillo de coníferas importadas de Marte, que habrían causado la mayor sorpresa y consternación a un explorador de los viejos tiempos. En su ignorancia de las cosas de la naturaleza, Peyton no se sorprendió lo más mínimo.
Estaba recogiendo sus latas vacías cuando se dio cuenta de que un objeto se movía rápidamente sobre la llanura en dirección al lugar donde él se encontraba. Lo que quiera que fuese estaba demasiado lejos para ser identificado. Esperó hasta que «aquello» estuviera más cerca de él para levantarse y echarle un vistazo. Hasta ese momento no había visto ningún animal —aunque ellos sí le habían visto a él— durante su marcha por la reserva. Así que se quedó mirando con interés al recién llegado.
Peyton jamás había visto un león con anterioridad, pero no tuvo la menor dificultad en identificar a la magnífica fiera que se dirigía corriendo hacia él. Dice mucho en su favor el que sólo dirigiera una mirada a las ramas de los árboles próximos. Y decidió quedarse en el suelo, firmemente.
Sabía que ya no quedaban en el mundo animales realmente peligrosos. La Gran Reserva era algo así como una mezcla entre un extenso laboratorio biológico y un parque nacional visitado anualmente por miles de personas. Se daba por garantizado que si uno no molestaba a los habitantes salvajes de la reserva, éstos tampoco le molestarían a uno. Y, en términos generales, el acuerdo funcionaba perfectamente.
Ciertamente el animal parecía ansioso por mostrarse amistoso. Una vez que estuvo al lado de Peyton comenzó a rozarse cariñosamente contra el costado del viajero, como si fuese un gran gato manso. Cuando Peyton se puso en pie de nuevo, el león pareció interesarse grandemente por las latas vacías que habían contenido la comida. Y le miró con una expresión de petición irresistible.
Peyton se sonrió para sí, abrió una nueva lata de comida y, cuidadosamente, puso su contenido sobre una piedra plana que había en las proximidades. El león saboreó la comida con satisfacción. Mientras el animal comía, Peyton hojeó el índice de la guía oficial que sus desconocidos amigos habían puesto a su disposición dando muestras, con ello, de la atención que habían puesto en la planificación minuciosa de su viaje. Había varias páginas que trataban de leones, con fotografías para que pudieran ser identificados por los visitantes extraterrestres. Un milenio de crianza científica había mejorado muchísimo al Rey de las Fieras. En el último siglo apenas si una docena de personas habían sido devoradas por los leones: en diez de los casos, la encuesta llevada a cabo por las autoridades competentes había liberado a los animales de toda culpa y, en los otros dos casos, su culpabilidad «no pudo ser probada».
Pero el libro no decía nada sobre leones cuya compañía no se deseaba ni de los medios a emplear para librarse de ellos. Y tampoco decía que estos animales fuesen, normalmente, tan amistosos como este caso en particular.
Peyton no era un hombre especialmente observador y, tal vez por eso, tardó bastante tiempo en darse cuenta de la pulsera metálica que rodeaba la mano derecha del león. Llevaba una serie de letras, seguidas del sello oficial de la Reserva.
No se trataba de un animal salvaje y lo más probable era que se hubiera pasado la mayor parte de su juventud entre los hombres. Posiblemente era uno de aquellos superleones que habían sido criados por los biólogos en sus intentos de mejorar la raza. Algunos de ellos eran casi tan inteligentes como perros, a creer el informe que Peyton acababa de leer en su guía.
Se dio cuenta, muy pronto, de que el león podía entender bastantes palabras, en especial las relacionadas con la comida. Incluso para esa época era una fiera espléndida, casi treinta centímetros más alta que sus piojosos antepasados de diez siglos antes.
Cuando Peyton se puso en marcha para continuar su camino, el león marchó a su lado, al trote. El joven dudaba sobre si la amistad del león valía más de una libra de carne sintética, pero se hallaba satisfecho de tener alguien con quien hablar… Y más todavía si este alguien era uno que no hacía el menor intento de contradecirle. Después de pensar un rato sobre el tema decidió que «Leo» podría ser un buen nombre para su nuevo amigo.
Peyton llevaba andados unos cientos de metros cuando de repente, delante de él, cruzó el aire un brillante relámpago. Aunque de inmediato se dio cuenta de qué se trataba, se sintió momentáneamente aturdido y se detuvo cegado por la luz. Leo había emprendido una huida precipitada y se había perdido de vista. Peyton pensó que, en caso de apuro, aquel animal no le sería de mucha ayuda. Pero muy pronto se vería en la necesidad de cambiar su juicio.
Cuando sus ojos se recobraron del deslumbramiento, Peyton vio ante él un aviso multicolor en letras de fuego que flotaba en el aire, y leyó:
¡ATENCIÓN!
¡SE ESTA USTED APROXIMANDO
A UNA ZONA RESTRINGIDA!
¡DÉ LA VUELTA!
Por Orden,
El Consejo Mundial Reunido
Peyton contempló el aviso pensativamente durante unos instantes. Seguidamente dirigió la vista en torno suyo en busca del proyector. Estaba en el interior de una caja de metal no muy bien oculta a un lado del camino. Rápidamente abrió la caja con una de las llaves maestras que un directivo de la Comisión de Electrónica le había entregado cuando consiguió su primer título académico.
Después de unos minutos de estudio del aparato, dejó escapar un suspiro de alivio. El proyector era simplemente un aparato que operaba automáticamente, y cualquier persona o animal que se acercara por la carretera podría ponerlo en acción. Había una cámara fotográfica registradora, desconectada, cosa que no causó extrañeza a Peyton puesto que cualquier animal que pasara por allí podía hacer funcionar el instrumento y seguramente a nadie le interesaba una colección de fotografías de animales. Pero para él eso significaba una suerte. Nadie sabría nunca que Richard Peyton había pasado por allí.
Llamó a gritos a Leo que se aproximó lentamente con aire de sentirse avergonzado por su anterior cobardía. El cartel avisador había desaparecido del cielo y Peyton mantuvo el aparato desconectado por unos instantes para evitar que volviera a accionarse de nuevo al paso del león. Después cerró la caja y continuó la marcha preguntándose qué era lo que iba a ocurrir seguidamente.
Apenas llevaba andados cien metros cuando una voz, que parecía no provenir de ninguna parte, comenzó a amonestarle severamente. No le decía nada nuevo, pero le amenazaba con una serie de pequeñas sanciones, algunas de las cuales no le eran totalmente desconocidas.
Resultaba divertido observar la expresión de asombro y desconcierto de Leo tratando de descubrir la fuente de origen de la voz. Una vez más Peyton buscó el aparato que hacía surgir la voz y lo controló antes de seguir adelante. Pensó que sería más práctico abandonar la carretera por completo, pues existía la posibilidad de que más adelante hubiese aparatos automáticos de registro.
No sin dificultad consiguió que Leo siguiera caminando por la senda metálica mientras él marchaba al lado de ésta sobre el suelo húmedo. En el siguiente medio kilómetro el león puso en acción dos nuevos aparatos de alarma. El último de ellos parecía destinado a persuadir a cualquiera de que continuar por allí resultaba peligroso. Decía simplemente:
¡CUIDADO CON LOS LEONES SALVAJES!
Peyton miró a Leo y se echó a reír. Leo no podía entender la causa de su euforia, pero pareció compartirla. Dejaron tras ellos el flotante aviso que poco después se desvaneció con un último destello.
Peyton se preguntó cuál podía ser la razón de todos aquellos avisos. Posiblemente estaban destinados a asustar a un viajero extraviado accidentalmente. Aquéllos que sabían a dónde se dirigían difícilmente iban a dejarse intimidar por ellos.
La carretera daba de repente un giro de noventa grados… ¡Y allí, frente a él, estaba Comarre! Resultó sorprendente que algo que ya esperaba pudiera causarle tal impresión. Delante de él había un extenso calvero en el centro de la jungla, medio cubierto por estructuras metálicas.
La ciudad tenía la forma de un cono formado por varias terrazas y de una altura de unos seiscientos metros y un diámetro doble en la base. Peyton no podía suponer hasta qué profundidad se extendía la ciudad en la jungla. Se sintió abrumado por la altura, el tamaño y la extraña forma del enorme edificio. Después, lentamente, se dirigió hacia él.
Como una fiera carnívora encogida en su cubil, la ciudad parecía estar al acecho. Aun cuando sus visitantes eran muy escasos estaba dispuesta a recibirlos fuesen quienes fuesen. Algunas veces daban la vuelta al primer aviso, otras al segundo. Sólo unos pocos habían alcanzado la propia entrada antes de que fallara su resolución. Pero la mayoría, después de haber llegado tan lejos tenían la suficiente fuerza de voluntad para penetrar en ella.
Peyton alcanzó la escalera de mármol que conducía a la pared metálica de la torre y al curioso agujero negro que parecía ser la única entrada. Leo trotaba rápidamente a su lado sin aparentar la menor extrañeza por lo exótico del ambiente que lo rodeaba.
El joven se detuvo al pie de la escalera y marcó un número en el dial de su radio comunicador personal. Esperó hasta recibir el tono que le indicaba que habían recogido su llamada y habló lentamente cerca del micrófono:
—La mosca está entrando en el salón.
Repitió el mensaje por dos veces sintiéndose un tanto ridículo. Alguien, pensó, tenía un extraño sentido del humor.
No hubo respuesta tal y como convinieron. Pero no tenía la menor duda de que su mensaje había sido recibido, probablemente en algún laboratorio de la Ciudad de la Ciencia, dado que el número que había marcado tenía el prefijo correspondiente al Hemisferio Occidental.
Peyton abrió la lata de carne más grande y la extendió sobre el mármol de la escalera. Metió sus dedos entre la melena del león y jugó con ella cariñosamente.
—Creo que tendrás que quedarte aquí, Leo —dijo—. Quizá me quede dentro mucho tiempo, así que es mejor que no intentes seguirme.
Al final de la escalera se volvió para mirar atrás y observó con alivio que el león no había demostrado la menor intención de seguirlo sino que se había sentado sobre sus cuartos traseros y lo contemplaba patéticamente. Peyton le hizo un gesto de saludo con la mano y continuó su camino.
No había puerta en la curvada pared metálica, sino simplemente un agujero negro. Esto resultaba sorprendente y Peyton se preguntó de qué modo esperaban los constructores impedir que los animales entraran. De pronto vio algo en la abertura que le llamó la atención.
Era demasiado negra. Aun cuando la pared estaba a la sombra, esto no era razón suficiente para que la entrada fuese tan negra. Tomó una moneda de su bolsillo y la lanzó por la abertura. El sonido de la caída lo tranquilizó y dio unos pasos adelante.
Los circuitos discriminadores, delicadamente ajustados, habían ignorado la moneda como habrían ignorado a todos los animales que entraran en el oscuro portal. Pero la presencia de una mente humana había sido suficiente para activar los relays. Durante una fracción de segundo la pantalla electrónica que Peyton estaba cruzando, se movió impulsada por una determinada energía. Seguidamente quedó de nuevo inerte.
A Peyton le pareció que sus pies tardaban mucho en llegar al suelo, pero eso no le preocupó en ningún momento o, al menos, no fue su mayor causa de preocupación. Tampoco fue motivo de asombro. Su mayor sorpresa fue empero la transición instantánea desde la más profunda oscuridad a la luz repentina, del calor un tanto opresivo de la jungla a una temperatura que, en comparación con ese calor, casi parecía fría. El cambio fue tan brusco, tan rápido, que le dejó sin aliento. Lleno de una sensación de claro malestar se volvió hacia el arco por donde acababa de entrar.
Pero la entrada ya no estaba allí. Realmente nunca había estado allí. Peyton se encontraba de pie en una especie de estrado metálico en el centro exacto de una amplia estancia circular con una docena de arcadas puntiagudas distribuidas en torno a la circunferencia. Podía haber penetrado en aquella sala por cualquiera de ellas… de no ser porque todas ellas estaban como a unos treinta metros de distancia del lugar donde él se encontraba en aquellos momentos, encima de la tarima metálica.
Durante un momento, Peyton se sintió invadido por el miedo. Sintió que el corazón le latía precipitadamente y advirtió que algo raro le estaba sucediendo en las piernas.
Se sintió muy solo, se sentó en el estrado y comenzó a considerar lógicamente la situación.