2. LA LEYENDA DE COMARRE

Peyton cayó como una piedra durante unos dos kilómetros antes de pulsar el neutralizador. La velocidad del aire en su caída, aunque dificultaba su respiración, le producía una sensación grata. Estaba cayendo a menos de trescientos kilómetros por hora, pero la impresión de velocidad se veía aumentada por el aparente crecer hacia arriba del gran edificio que se hallaba a sólo unos metros de distancia.

La suave presión del desacelerador fue deteniendo su caída a unos doscientos cincuenta metros del suelo. Se dirigió suavemente hasta la línea de aparatos voladores aparcados al pie de la torre.

Su propio vehículo era un monoplaza, pequeño pero totalmente automático. Al menos lo había sido cuando lo construyeron, unos tres siglos antes. Su actual propietario había hecho en él algunas modificaciones ilegales, de manera que ninguna otra persona en el mundo podría volar en él y vivir para contar la hazaña.

Peyton desconectó el cinturón neutralizador —un instrumento divertido, aun cuando técnicamente pasado de moda, que seguía ofreciendo posibilidades interesantes— y se colocó en la cabina de su máquina. Dos minutos más tarde las torres de la ciudad parecieron esconderse bajo el borde del mundo y las Tierras Salvajes pasaron por debajo a una velocidad de ocho mil kilómetros por hora.

Peyton puso rumbo al Oeste y casi inmediatamente se encontró sobre el océano. No podía hacer otra cosa que esperar, puesto que la nave alcanzaría su destino de manera automática. Se retrepó en el asiento de pilotaje, sumergiéndose en sus amargos pensamientos y sintiéndose triste al pensar en sí mismo. Estaba, realmente, mucho más disgustado de lo que se atrevía a admitir. El hecho de que su familia no estuviera en condiciones de compartir su interés por la técnica ya le había preocupado años antes. Pero la creciente oposición familiar, que en esos momentos llegaba a su cénit, era realmente algo nuevo. Y se sentía incapaz de comprenderlo.

Diez minutos después, un gran pilón de color blanquecino comenzó a emerger del mar como la espada de Excalibur alzándose desde el interior del lago. La ciudad conocida por el mundo como «Ciencia» y por sus más cínicos habitantes como el «Campamento Bate», había sido construida ocho siglos antes sobre una isla situada muy lejos de las grandes masas continentales y de las grandes islas. Se había tratado de un gesto de independencia, simplemente, pues las últimas trazas de nacionalismo habían desaparecido, borradas, en las más viejas edades.

Peyton hizo que su nave aparcara en el cinturón destinado a ello y, a pie, se dirigió a la más próxima puerta de entrada. El rítmico resonar de las grandes olas al romper sobre las rocas, a unos ochenta metros de distancia, era un sonido que jamás dejaba de impresionarle.

Se detuvo por un momento junto a la entrada y aspiró una profunda bocanada de aire fresco y salino mientras contemplaba las gaviotas y las aves migratorias que revoloteaban en círculo sobre la torre. Venían usando ese trozo de tierra en medio del océano como lugar de descanso desde los tiempos más remotos, cuando todavía el hombre contemplaba la aurora con sus ojos desnudos y asombrados preguntándose si se trataría del nacimiento de un dios.

La Oficina de Genética ocupaba unos cien pisos en las proximidades del centro de la torre. Peyton había tardado, en su nave, apenas diez minutos en alcanzar la Ciudad de la Ciencia. Y necesitó casi el mismo tiempo, una vez en ella, para localizar al hombre que andaba buscando en todos aquellos kilómetros cúbicos de oficinas y laboratorios.

Alan Henson II seguía siendo uno de los amigos más íntimos de Peyton, aun cuando había dejado la Universidad de Antártida dos años antes que él y se había dedicado al estudio de las ciencias biogenéticas en vez de la ingeniería. Cuando Peyton tenía problemas, cosa no demasiado infrecuente, hallaba en la calma y el sentido común de su amigo un poderoso tranquilizante. Resultaba natural para él, en tales casos, volar hasta «Ciencia». En este caso, además, había una razón especial: Henson le había dirigido una llamada urgente el día anterior.

El biogenético se sintió satisfecho y aliviado cuando vio a Peyton, pero en su saludo de bienvenida se notaba una extraña corriente de nerviosismo.

—Me alegro de que hayas venido. Tengo algunas noticias que creo te pueden interesar. Pero pareces preocupado, ¿de qué se trata?

Peyton le dijo lo que le ocurría, no sin cierta exageración. Henson guardó silencio por un momento.

—¡Así que ya han comenzado su ofensiva! —dijo—. Desde luego era algo con lo que debíamos haber contado desde el principio.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Peyton sorprendido.

El biólogo abrió un cajón, sacó un sobre cerrado y extrajo de él dos hojas de plástico en las cuales había marcadas varios cientos de hendiduras paralelas de distinta longitud. Le extendió una de las hojas.

—¿Sabes lo que es esto?

—Parece como un análisis del carácter.

—¡Cierto! Y da la casualidad que se trata del tuyo.

—Pero eso es ilegal, ¿no es así?

—No te preocupes por ello. La clave va impresa en la parte baja de la hoja y abarca de «Apreciación Estética» a «Imaginación». La última columna indica tu «Coeficiente de Inteligencia». No dejes que se te suba a la cabeza.

Peyton estudió la ficha con atención, y tras haberlo hecho, suspiró ligeramente.

—No comprendo cómo sabes todo esto.

—No importa —frunció el ceño Henson—. Ahora observa este análisis.

Le extendió la segunda hoja a su amigo.

—Pero si es el mismo…

—No exactamente, pero sí muy parecido.

—¿De quién es?

Henson se echó hacia atrás en su asiento y comenzó a hablar como si midiera sus palabras con el mayor cuidado.

—Este análisis, Dick, pertenece a uno de tus antepasados, veintidós generaciones anterior a ti, en la línea masculina directa… el gran Rolf Thordarsen.

Peyton saltó como un cohete.

—¡¿Qué?! —gritó.

—No hace falta que me derrumbes la oficina. En el caso de que alguien viniera haremos como si estuviéramos hablando de nuestros viejos tiempos en la Uni.

—Pero… ¡Thordarsen!

—Bueno, si nos adentramos lo suficiente en el tiempo, todos nosotros tendremos antepasados igualmente ilustres. Ahora ya comprenderás por qué tu abuelo te tiene miedo.

—Ha tardado mucho en demostrarlo. Demasiado. Prácticamente, yo he terminado ya mi preparación y entrenamiento.

—Debes agradecérnoslo a nosotros. Normalmente, nuestros análisis sólo retroceden diez generaciones, veinte como máximo en algunos casos. Se trata de un trabajo enorme, apabullador. Son cientos de millones de fichas las que existen en la Biblioteca de la Herencia, una de cada uno de los hombres y mujeres que han vivido desde el siglo XXIII. En este caso concreto, la coincidencia fue descubierta de modo casi accidental hace algo así como un mes.

—¡Entonces fue cuando comenzaron los problemas y ésta es la razón! Pero aún no acabo de comprender bien qué significa todo este asunto.

—Exactamente, Dick, ¿qué es lo que sabes sobre tu distinguido antepasado?

—Supongo que no mucho más que cualquier otro. Ciertamente, no sé cómo y por qué desapareció, si es eso lo que quieres decir. ¿Abandonó la Tierra?

—No. Dejó el mundo, si quieres expresarlo así, pero nunca abandonó la Tierra. Son muy pocas las personas que lo saben, Dick, pero fue Rolf Thordarsen el hombre que construyó Comarre.

¡¡¡Comarre!!!

Peyton respiró la palabra entre sus labios semiabiertos saboreando su significado y su exotismo. ¡Con que había existido al fin y al cabo! Incluso hubo gente que lo había negado sistemáticamente.

Henson siguió hablando.

—Supongo que no sabrás muchas cosas sobre los Decadentes. Los libros de Historia han sido editados cuidadosamente y han tratado de eliminar al máximo la cuestión. Pero la historia de Comarre está ligada con el final de la Segunda Era Electrónica…

* * *

A treinta y cinco mil kilómetros por encima de la superficie de la Tierra, la luna artificial que servía de sede al Consejo Mundial, giraba en su órbita eterna. El techo de la Cámara del Consejo estaba constituido por una inmaculada lámina de cristalita. Cuando los miembros del Consejo se hallaban reunidos en sesión, parecía como si no hubiera nada entre ellos y el gran globo terráqueo que giraba por debajo.

El simbolismo tenía un profundo significado. Entre los miembros del Consejo no podía anidar ningún sentimiento localista. Era en aquel lugar, por encima de todo, donde las mentes de los hombres debían producir sus obras cumbres.

Richard Peyton el Anciano había pasado su vida guiando los destinos de la Tierra. Durante quinientos años, la raza humana había conocido paz y había dispuesto de todo aquello que el arte o la ciencia podía ofrecerles. Los hombres que gobernaban el planeta podían sentirse orgullosos de su obra.

Y, no obstante, el gran anciano estadista se sentía intranquilo, incómodo. Tal vez los acontecimientos que se avecinaban dejaban ya caer su sombra prematura, anticipándose a ellos. Quizá sentía, aun cuando sólo fuese con la parte subconsciente de su mente, que esos cinco siglos de tranquilidad estaban dirigiéndose a su fin.

Peyton el Anciano conectó su máquina de escribir automática y comenzó a dictar.

Peyton III sabía que la Primera Era Electrónica había comenzado en 1908, hacía ya más de once siglos, con la invención del tríodo por De Forest.[3] Ese mismo siglo fabuloso había conocido la formación del Estado Mundial, el invento del aeroplano, de las naves espaciales, de la energía atómica, así como de la mayor parte de los dispositivos y mecanismos termiónicos fundamentales que habían hecho posible la civilización que conocía.

La Segunda Era Electrónica había llegado cinco siglos después. Su llegada no se debió a los físicos, sino a los médicos y a los sicólogos. Durante casi quinientos años, habían venido registrando las corrientes eléctricas que fluyen en el cerebro durante el proceso del pensamiento. El análisis había resultado sumamente complejo, pero pudo ser completado después de generaciones de investigación y esfuerzos. Una vez que ese análisis estuvo completo, quedó abierto el camino para la construcción de las primeras máquinas capaces de leer el cerebro humano.

Eso había sido sólo el principio. Una vez que el hombre hubo descubierto el mecanismo de su propio cerebro pudo seguir avanzando. Pudo reproducirlo utilizando transistores y circuitos cerrados en vez de células.

Hacia finales del siglo XXV se construyeron las primeras máquinas pensantes. Eran bastante rudas y se requería casi cien metros cuadrados de equipo para realizar el trabajo de un centímetro cúbico de cerebro humano. Pero una vez que se dio el primer paso, no hubo de transcurrir mucho tiempo para que el cerebro mecánico fuera perfeccionado y empleado comúnmente.

Estos cerebros mecánicos podían realizar los grados más humildes de trabajo intelectual, pero estaban faltos de esas características humanas que son la iniciativa, la intuición y todas las emociones. Sin embargo, en circunstancias normales, no sujetas a variaciones frecuentes, sus limitaciones no significaban un obstáculo importante y estos cerebros podían realizar todo lo que podía hacer el hombre.

La llegada de los cerebros metálicos produjo una de las mayores crisis que jamás conociera la civilización humana. Aun cuando los hombres tenían que seguir realizando las más altas obligaciones y gestiones de la dirección política y estatal, así como de control de la sociedad, la inmensa rutina de la administración y la burocracia pasó a manos de los robots. Por fin el hombre había logrado la libertad. Ya no tenía que seguir ocupando su cerebro en planear las complejas operaciones del transporte ni en decidir programas de producción ni en hacer el balance de los más difíciles problemas económicos o presupuestarios. Las máquinas, que muchos siglos antes se habían hecho cargo de todo el trabajo manual, estaban ya en condiciones de realizar la segunda de sus grandes contribuciones a la sociedad.

El efecto que esta evolución causó en el cerebro humano fue inmenso y el hombre reaccionó ante la nueva situación de dos maneras distintas. Los hubo que utilizaron esa nueva posibilidad de libertad, recién descubierta, noblemente para la consecución de los objetivos que desde siempre habían atraído a las mentes más elevadas: la búsqueda de la belleza y la verdad, aún tan elusiva y fugaz como lo fuese en los tiempos en que se construyó la Acrópolis.

Pero hubo otros que reaccionaron de manera distinta. Por fin, pensaron, nos hemos librado para siempre de la maldición de Adán. Ahora podemos construir ciudades en las que las máquinas se ocuparán de hacer todo el trabajo, de cubrir todas nuestras necesidades tan pronto como éstas entren en nuestras mentes, cuando los analizadores puedan leer incluso los deseos más profundamente enterrados en nuestro subconsciente. El objeto de la vida no es otro que el placer y la felicidad. El hombre se ha ganado este derecho. Estamos cansados de la interminable lucha en busca del conocimiento y de ese ciego deseo de cruzar el espacio para alcanzar las estrellas.

Éste había sido el viejo sueño de los Comedores de Loto, un sueño tan viejo como la propia humanidad. Y ahora, por vez primera, podía realizarse. Durante algún tiempo no hubo muchos que lo compartieran. Las llamas del Segundo Renacimiento aún no habían comenzado a vacilar y apagarse. Pero a medida que fueron pasando los años, los Decadentes fueron imponiendo más y más su manera de pensar. En lugares ocultos de los planetas interiores construyeron las ciudades de sus sueños.

Durante un siglo florecieron como raras plantas exóticas hasta que el fervor, casi religioso, que había inspirado sus construcciones, murió. Se prolongó su existencia en declive durante una generación más. Después, una tras otra, esas ciudades se borraron del conocimiento humano. Al morir, los últimos Decadentes dejaron tras sí una serie de fábulas y leyendas que habían ido aumentando con el transcurrir de los siglos.

Según la leyenda, una de esas ciudades había sido construida en la Tierra y sobre ella existían misterios que el mundo externo jamás había llegado a resolver. Por razones propias, sólo de él conocidas, el Consejo Mundial había destruido todo conocimiento relacionado con ese lugar. Su situación era un misterio. Algunos decían que se encontraba en los vastos desiertos del Ártico; otros que se hallaba oculta en el lecho del fondo del Pacífico. Con certeza, no se sabía nada de ella, excepto su nombre: Comarre.

* * *

Henson hizo una pausa en su relato y después continuó explicándole a su amigo:

—Hasta ahora no te he dicho nada nuevo, nada que no sea de todos conocido. El resto de la historia es un secreto que sólo conoce el Consejo Mundial y, tal vez, cien personas en toda la Ciudad de la Ciencia.

»Rolf Thordarsen, como sabes, fue el mayor genio de la mecánica y la ingeniería que el mundo jamás conoció. Ni siquiera Edison puede compararse con él. Fue Thordarsen quien estableció los fundamentos de la ingeniería de los robots y quien construyó las primeras máquinas pensantes.

»Sus laboratorios fueron produciendo una corriente brillantísima de inventos durante más de veinte años. Después, de repente, Thordarsen desapareció. La leyenda dice que trató de alcanzar las estrellas. Pero lo que realmente sucedió fue lo siguiente:

»Thordarsen creía que sus robots, las máquinas que aún siguen rigiendo nuestra civilización, se hallaban sólo en el comienzo de su desarrollo. Se dirigió al Consejo Mundial con ciertas propuestas que hubieran cambiado la faz de la sociedad humana. No sabemos cuáles serían esas propuestas, pero Thordarsen opinaba que si no se aceptaban nuestra raza estaba condenada a entrar en un callejón sin salida… y muchos de nosotros creemos que eso es lo que ha ocurrido.

»El Consejo Mundial mostró violentamente su disconformidad con las ideas de Thordarsen. Debes comprender que en esos días los robots estaban comenzando a integrarse en la civilización y que la estabilidad del mundo se estaba reinstaurando lentamente. Esa misma estabilidad que se ha mantenido durante quinientos años.

»Thordarsen se mostró amargamente decepcionado. Con la capacidad de atracción que los Decadentes tenían para el genio, entraron en contacto con él y lo persuadieron para que se uniera a ellos y renunciara al mundo. Creían que él era el único hombre capaz de realizar plenamente sus sueños.

—¿Y Thordarsen aceptó? —preguntó Peyton.

—Nadie lo sabe. Pero Comarre fue construida… ¡esto al menos es cierto! Nosotros sabemos dónde se halla y también lo sabe el Consejo Mundial. Hay ciertas cosas que no pueden ser conservadas para siempre en secreto.

«Eso es verdad», pensó Peyton. Aún en la actualidad había gente que desaparecía y se afirmaba que habían partido en busca de la ciudad soñada. La frase «se ha ido a Comarre» se había convertido en una locución corriente en el idioma, significando que la persona a quien se le aplicaba estaba casi olvidada sin que nadie supiera dónde.

Henson se adelantó un poco hasta inclinarse sobre la mesa y siguió hablando cada vez con mayor seriedad.

—Ésta es la parte más extraña de todo el asunto: el Consejo Mundial podría destruir Comarre pero no desea hacerlo. La creencia de que Comarre existe ejerce una influencia estabilizadora sobre nuestra sociedad. Pese a todos nuestros esfuerzos aún sigue habiendo sicópatas entre nosotros. No resulta muy difícil, una vez sometidos a hipnosis, poner en sus mentes la idea de Comarre y el deseo de buscarla. Quizá jamás lleguen a encontrarla, pero la tarea de su búsqueda los hace inofensivos.

»En los primeros días —continuó— que siguieron a la fundación de la ciudad, el Consejo Mundial mandó sus agentes a Comarre. Ninguno de ellos regresó. Y no se trataba de que se ejerciera sobre ellos violencia de ningún tipo, sino, simplemente, que no deseaban regresar. Lo sé con toda certeza, definitivamente, porque varios de ellos enviaron algunos mensajes aclarando las cosas. Supongo que los Decadentes se dieron cuenta de que el Consejo Mundial destruiría su ciudad si sus agentes eran retenidos a la fuerza. He visto algunos de esos escritos. Son extraordinarios. Sólo hay una palabra adecuada: exaltados. Dick, sin duda hay algo en Comarre que hace que un hombre, cualquier hombre, pueda olvidar a su familia, a sus amigos, a todo el mundo exterior… ¡Todo! Trata de imaginar qué podrá ser. Sólo puede significar una cosa: la felicidad.

»Más tarde —concluyó Henson—, cuando se supo con certeza que no quedaba con vida ningún Decadente, el Consejo lo intentó de nuevo. Y lo siguió intentando hasta hace cincuenta años. Pero, que sepamos, nadie ha regresado de Comarre.

Mientras Richard Peyton hablaba, el robot agrupaba los sonidos en conjuntos fonemáticos, insertaba la puntuación adecuada y, de manera automática, llevaba el dictado a la ficha electrónica correspondiente en que debía ser archivado.

«Copia para el Presidente y mi archivo personal.

»Su memorándum del 22 y nuestra conversación de esta mañana.

»He visto a mi hijo, pero R. P. III se me escapó. Está completamente decidido y sólo conseguiremos causar daño si tratamos de ejercer coerción sobre él. Thordarsen debió habernos enseñado la lección.

»Mi opinión es que debemos ganarnos su gratitud ofreciéndole cuanta asistencia precise. De ese modo podremos mantener su investigación dentro de márgenes de seguridad. En tanto que no descubra que R. T. fue su antepasado, posiblemente no habrá peligro. Pese a la similitud de caracteres parece poco probable que trate de repetir la obra de R. T.

»Sobre todo, debemos asegurarnos de que jamás logre localizar o visitar Comarre. Si ocurriera así nadie puede vaticinar las consecuencias».

Henson detuvo su narración, pero su amigo no dijo nada en absoluto. Estaba demasiado excitado para interrumpirlo, y en vista de ello el otro continuó:

—Esto nos lleva a la época actual, a estos días y a ti. El Consejo Mundial descubrió tu herencia, Dick, hace un mes. Ahora sentimos habérselo dicho. Genéticamente eres una reencarnación de Thordarsen en el puro sentido científico de la palabra. Se ha producido uno de los más extraños fenómenos de la naturaleza, como suele ocurrir en algunas pocas familias cada varios siglos.

»Tú, Dick —siguió Henson—, podrías llevar a cabo la obra que Thordarsen se vio obligado a dejar, cualquiera que ésta fuese. Tal vez su trabajo se ha perdido para siempre, pero si existe algún rastro de él, el secreto está en Comarre. El Consejo Mundial lo sabe así. Ésa es la razón por la que trata de apartarte de tu destino. No debes enojarte por ello. En el Consejo están algunas de las mentes más nobles que la raza humana ha producido jamás. No te causarán daño y ninguno de ellos intentará violencia alguna. Pero se encuentran apasionadamente decididos a conservar las presentes estructuras de la sociedad que creen la mejor de todas.

Lentamente Peyton se puso de pie. Por un momento pareció como si fuese un observador neutral, exterior, que observara lo que le estaba ocurriendo a un personaje llamado Richard Peyton III, que ni siquiera era ya un hombre, sino un símbolo, una de las claves del futuro del mundo. Tuvo que hacer un fuerte esfuerzo mental para volver a identificarse consigo mismo.

Su amigo le había estado observando en silencio.

—Hay algo que no me has dicho, Alan —habló por fin Peyton—, ¿cómo has llegado a saber todo esto?

Henson sonrió.

—Ya estaba esperando esa pregunta. Sólo soy un instrumento elegido por el hecho de que soy amigo tuyo. No puedo decirte quiénes son los otros que me han elegido como portavoz, ni siquiera a ti. Pero entre ellos se cuentan un buen número de científicos que cuentan con tu admiración. Como sabes, siempre existió cierta rivalidad entre el Consejo y los científicos a su servicio y en los últimos años, nuestros puntos de vista se han venido separando cada vez más. Muchos de nosotros creemos que la presente Era, que el Consejo cree va a durar para siempre, es sólo un interregnum. Estamos convencidos de que este largo período de estabilidad será causa de decadencia. Los sicólogos y sociólogos del Consejo están convencidos de que lograrán evitar que ocurra así.

Los ojos de Richard Peyton brillaron entusiasmados.

—¡Eso es justamente lo que yo vengo diciendo desde hace tiempo! ¿Puedo unirme a vosotros?

—Más tarde. Antes hay mucho trabajo que hacer. Ya puedes ver que somos una especie de revolucionarios. Debemos poner en marcha una o dos reacciones sociales y, cuando hayamos terminado, el peligro de decadencia racial quedará pospuesto por milenios. Tú, Dick, eres uno de nuestros catalizadores. Aunque no el único, si me permites decirlo.

Hizo una pausa por unos momentos.

—Incluso si lo de Comarre no conduce a nada —prosiguió— tenemos otra carta que podemos sacarnos de la manga en el momento necesario. En cincuenta años estamos seguros de haber logrado perfeccionar los viajes interestelares.

—¡Por fin! —exclamó Peyton—. ¿Y qué haréis entonces?

—Presentaremos nuestros logros al Consejo y le diremos: «Bien, aquí lo tienen… Ahora pueden ir a las estrellas. ¿No somos unos buenos chicos?» Y el Consejo no tendrá más remedio que dedicarnos una sonrisa fingidamente amable y comenzar a pensar en una nueva clase de civilización. Una vez que tengamos la posibilidad de realizar viajes interestelares, volveremos a contar con una nueva civilización en expansión y el peligro del estancamiento y decadencia quedará aplazado indefinidamente.

—Confío en vivir para verlo —dijo Peyton—. Pero ahora, ¿qué es lo que queréis que haga?

—Sólo esto: deseamos que vayas a Comarre para descubrir qué es lo que ocurre allí. Creemos que tú puedes vencer donde otros han fracasado. Ya están hechos todos los planes.

—¿Y dónde está Comarre?

Henson se sonrió:

—Es muy sencillo, realmente. Sólo había un lugar donde pudiera estar… El único lugar sobre el que no puede volar ningún avión, donde no vive nadie, donde sólo puede irse a pie. Está en la Gran Reserva.

El anciano desconectó la máquina automática de escribir. Sobre él —o debajo, indiferentemente— la Tierra, en su gran creciente, se destacaba entre las estrellas lejanas. En su girar eterno, la pequeña luna artificial había entrado en la sombra de la Tierra y así comenzaba su noche. Aquí y allá, la Tierra oscurecida, que ahora estaba bajo ellos, comenzaba a mancharse con las brillantes luces de las ciudades.

La visión llenó de tristeza al anciano. Le recordó que también su vida se encaminaba hacia el fin y su fin parecía profetizar el final de la cultura que siempre había tratado de proteger. Quizá, al fin y al cabo, los jóvenes científicos tenían razón. El largo descanso estaba llegando a su término y el mundo se movería, muy pronto, hacia nuevos objetivos que él no podría contemplar.