Hacia finales del siglo XXVI, la gran marea de la Ciencia había comenzado a detenerse. La larga serie de inventos que habían moldeado y modelado el mundo por un período de casi mil años, había llegado a su fin. Todas las cosas habían sido ya descubiertas. Uno tras otro, todos los grandes sueños del pasado se habían convertido en realidad.
La civilización se había mecanizado por completo, aunque las máquinas parecían haberse desvanecido. Escondidas en las murallas de las ciudades o enterradas a grandes profundidades en el subsuelo, esas máquinas perfectas llevaban sobre sí todo el peso del trabajo del mundo. Silenciosamente, sin molestar en lo más mínimo, sin interrupción ni averías, los robots atendían a las necesidades de sus amos y hacían su trabajo tan perfectamente que su presencia parecía tan natural como el alba.
Quedaban, sin embargo, muchas cosas por aprender en el terreno de la Ciencia pura, y los astrónomos, ahora que ya no estaban ligados a la Tierra, tenían trabajo suficiente para estar ocupados en los próximos mil años. Pero las ciencias físicas y las técnicas que ellos venían practicando habían cesado de ser la preocupación principal de la raza humana. Para el año 2600 las más capaces mentes humanas no se encontrarían en los laboratorios.
Los hombres cuyos nombres contaban más para el mundo eran los artistas y los filósofos, los legisladores y los estadistas. Los ingenieros y los grandes inventores pertenecían al pasado. Al igual que aquellos otros hombres que se habían ocupado con el estudio y el tratamiento de las enfermedades, desaparecidas hacía ya mucho tiempo, habían realizado su trabajo de manera tan perfecta que ya no se tenía necesidad de ellos.
Habrían de transcurrir otros quinientos años más, hasta que el péndulo iniciara nuevamente su movimiento de retroceso.
* * *
La panorámica que se ofrecía desde el estudio era como para cortar el aliento. La habitación, grande y de formas curvadas, estaba situada a casi cuatro kilómetros por encima de la base de la Torre Central. Los otros cinco gigantescos edificios de la ciudad se apiñaban debajo, y sus muros metálicos resplandecían con todos los colores del espectro que recogían de los rayos del sol mañanero. Más abajo todavía estaban los paneles de control y los campos de las granjas automáticas se extendían hasta perderse en la neblina del horizonte.
Pero por una vez, en esta ocasión, la belleza del paisaje no fue apreciada por Richard Peyton II, mientras paseaba de un lado a otro entre los grandes bloques de mármol sintético que formaba la materia prima de su arte.
Las enormes masas de roca artificial, brillantemente coloreadas, dominaban por completo el estudio. La mayor parte de ellas eran todavía masas cúbicas, pero otras comenzaban a adquirir ya las formas de animales, seres humanos o sólidos abstractos, a los que, para poder atreverse a dar un nombre, había que ser muy docto en geometría. Sentado con aire descuidado sobre un enorme bloque de diamante de diez toneladas de peso —el mayor de todos los sintetizados hasta entonces— el hijo del artista contemplaba a su famoso padre con una expresión poco amistosa.
—No creo que me importara mucho —dijo Richard Peyton II con tono desdeñoso— si te conformaras con no hacer nada, en tanto que fueras capaz de vivir así, graciosamente. Hay muchas personas que viven de ese modo y, en realidad, hacen al mundo más interesante. Pero tu intención de dedicar tu vida a estudiar ingeniería es algo que no puedo entender, que va más allá de mi capacidad imaginativa.
Hizo una leve pausa y continuó:
—Sí, ya sé que permitimos que la tecnología fuese la materia básica de tus estudios, pero nunca nos figuramos que lo tomaras tan en serio. Cuando yo tenía tu edad sentí auténtica pasión por la botánica… pero nunca dejé que se convirtiera en el interés principal de mi existencia. ¿Ha sido el profesor Chandras Ling quien te ha imbuido esas ideas?
Richard Peyton III explotó:
—¿Y por qué no había de hacerlo? Yo sé cuál es mi vocación y está de acuerdo conmigo. Ya has leído su informe.
El escultor agitó en el aire un puñado de hojas de papel, sosteniéndolas entre el pulgar y el índice como si se tratara de un desagradable insecto.
—Sí, lo he leído —dijo con el ceño fruncido—: «Muestra habilidad mecánica poco usual… ha llevado a cabo experimentos originales en el campo de la investigación subelectrónica…», etcétera. ¡Cielos…! Yo pensaba que la raza humana había superado ya esos siglos de jueguecitos técnicos. ¿Pretendes convertirte en un ingeniero mecánico de primera clase y pasarte el tiempo yendo de un lado para otro reparando robots estropeados? Ése no es un trabajo digno para un hijo mío, y menos todavía para el nieto de un Canciller del Mundo.
—Preferiría que no mezclaras al abuelo en esto —dijo Richard Peyton III con aire de aburrimiento cada vez más notable—. El hecho de que él sea un estadista no ha impedido que tú te dediques al arte. ¿Por qué pretendes que yo no haga lo mismo con respecto a ti?
La espectacular barba dorada del padre comenzó a erizarse presagiando su indignación.
—No me importa lo que hagas mientras se trate de algo de lo que podamos sentirnos orgullosos. Pero ¿a qué viene esa locura por las herramientas y las máquinas? Ya tenemos todos los aparatos que necesitamos. El robot se perfeccionó hace ya quinientos años. Las naves espaciales apenas si han cambiado en casi ese mismo período. Creo que nuestro sistema de comunicaciones cuenta ya con casi ochocientos años. ¿Para qué cambiar cosas que ya son perfectas?
—¡Esa manera de hablar parece una venganza! —le respondió el joven—. ¡Me extraña que un artista como tú afirme que haya algo perfecto! Padre, me avergüenzo de ti.
—No hiles demasiado fino. Ya sabes perfectamente lo que quiero decir. Nuestros antepasados diseñaron y construyeron máquinas que nos proveen de todo lo que necesitamos. No dudo de que algunas de ellas podrían ser perfeccionadas en un pequeño porcentaje. Pero ¿qué razón hay para preocuparse de ello? ¿Puedes mencionarme algún invento importante que no tengamos ya?
Richard Peyton III suspiró:
—Escúchame, padre —dijo con calma—. He estudiado historia al mismo tiempo que ingeniería. Hace como unos doce siglos, había gentes que decían que todo había sido ya inventado… ¡Y eso ocurría antes de que se utilizara la electricidad, y el vuelo y la astronomía no eran ni siquiera un sueño! Esos hombres eran incapaces de mirar con penetración suficiente en el futuro… sus mentes estaban demasiado firmemente arraigadas en el presente. Pues bien —siguió el muchacho—, lo mismo está ocurriendo ahora. El mundo lleva quinientos años viviendo de los cerebros del pasado. Estoy dispuesto a admitir que en ciertos campos el desarrollo ha llegado a su fin, pero hay docenas de otros en los cuales ni siquiera ha comenzado. Técnicamente, el mundo se ha estancado. No vivimos en una era negra porque no hemos olvidado nada, pero estamos dejando pasar el tiempo sin aprovecharlo. Mira los viajes espaciales. Hace novecientos años llegamos a Plutón y, ¿dónde estamos ahora? ¡Seguimos en Plutón! ¿Cuándo vamos a cruzar los espacios interestelares?
—¿Es que hay alguien que quiera ir a las estrellas?
El muchacho dejó escapar una exclamación de enojo y, con su excitación, saltó del bloque de diamante en el que se hallaba sentado.
—¡Vaya una pregunta para hacerla en esta Era…! Hace mil años la gente se preguntaba: «¿Quién desea ir a la Luna?». Sí, ya sé que eso parece imposible en nuestros días, pero lo he leído, está escrito en los libros antiguos. Y ahora, fíjate: la Luna está sólo a cuarenta y cinco minutos de camino y hay gente como Harn Jansen que trabaja en la Tierra y vive en Plutón City.
Richard Peyton III se detuvo y al cabo de unos breves instantes continuó su explicación:
—Ahora consideramos los viajes interplanetarios como algo ordinario y corriente. Un día ocurrirá lo mismo con los auténticos viajes espaciales. También podría mencionarte objetivos en otros campos que podrían resultar deseables. Hay muchos terrenos de la investigación en los que nos hemos detenido por completo sólo porque hay gente que, como tú, está satisfecha con lo que ya ha conseguido.
—¿Y por qué no?
Peyton agitó los brazos como si quisiera abarcar con ellos el estudio.
—¡Habla en serio, padre! ¿Te has sentido alguna vez totalmente satisfecho con algo de lo que has hecho? ¿Verdad que no? Sólo los animales pueden sentirse contentos con su obra.
El artista se echó a reír con aire compasivo.
—Tal vez tengas razón. Pero eso no afecta en nada mi argumentación. Sigo pensando que estás desperdiciando tu vida. Y lo mismo piensa el abuelo…
Se quedó mirando a su hijo con aire un tanto embarazado.
—La verdad es que creo que el abuelo va a venir a la Tierra especialmente para verte —le informó.
Peyton hijo se le quedó mirando alarmado.
—Óyeme, padre, ya te he dicho lo que pienso. No quiero tener que repetirlo de nuevo. Porque ni el abuelo ni todo el Consejo Mundial serán capaces de hacerme cambiar de modo de pensar.
Fue una declaración rotunda y Peyton se preguntó si realmente había deseado que fuese así, si verdaderamente estaba expresando su opinión. Su padre estaba a punto de contestarle cuando una grave nota musical resonó en el estudio. Un segundo después, una voz mecánica habló desde el aire.
—Su padre desea verle, señor Peyton.
Éste se quedó mirando a su hijo con aire de triunfo.
—Debí añadir que se hallaba ya en camino —dijo—. Pero ya conozco tu costumbre de desaparecer cuando más se desea que te quedes.
El muchacho no respondió. Observó como su padre se dirigía hacia la puerta. Sus labios esbozaron una sonrisa.
El único panel de glasita que ocupaba la pared frontal del estudio estaba abierto y el joven Peyton se dirigió a la terraza. A cuatro kilómetros por debajo de él, el gran cinturón de cemento del aparcamiento brillaba blanquecinamente bajo el sol, excepto donde estaba manchado por las sombras de las naves aparcadas.
Peyton volvió la vista a la habitación. Estaba completamente vacía aunque, sin embargo, podía oír la voz de su padre que llegaba por la puerta abierta. No esperó más. Colocó su mano en la balaustrada de la terraza y saltó al espacio.
Treinta segundos más tarde las dos figuras entraron en el estudio y dirigieron una mirada sorprendida a su entorno. Él, Richard Peyton, que no necesitaba un número de orden, era un hombre que podría haber sido tomado por sexagenario, aunque su edad era tres veces superior.
Vestía la túnica púrpura que sólo podían llevar veinte hombres en toda la Tierra, y poco más de un centenar en todo el Sistema Solar. Parecía irradiar autoridad. A su lado, incluso su hijo, famoso y seguro de sí mismo, resultaba insignificante e inconsecuente.
—Bueno, ¿dónde se ha metido?
—¡Qué Dios le confunda! Se ha ido por la ventana. Al menos podremos decirle lo que pensamos de él.
Disgustado, Richard Peyton II manipuló en su muñeca y marcó un número de ocho cifras en su intercomunicador personal.
La respuesta llegó casi de inmediato.
Una voz clara, impersonal, automática, comenzó a repetir ininterrumpidamente:
—¡Mi amo está durmiendo! ¡Por favor, no le molesten! ¡Mi amo está durmiendo! ¡Por favor, no le molesten!…
Con aire de disgusto y una exclamación adecuada, Richard Peyton II desconectó su intercomunicador y se volvió a su padre.
El anciano chasqueó la lengua y seguidamente comentó:
—Bueno, al menos hemos de reconocer que piensa rápidamente. Nos ha ganado por la mano. No podemos comunicarnos con él mientras no se le ocurra apretar el botón de conexión de su comunicador personal. A mi edad, como comprenderás, no voy a lanzarme a buscarlo por ahí.
Se produjo un momento de silencio y, seguidamente, los dos hombres intercambiaron miradas de expresión diversa. Después, casi simultáneamente, los dos se echaron a reír.