¡Qué increíble, impensable, meditó Rorden, le hubiera parecido este encuentro sólo unos cuantos días antes! Aun cuando, desde un punto de vista que podríamos llamar técnico, no se hallaba del todo libre de malentendidos, su presencia era tan obviamente esencial que nadie se había atrevido a sugerir su exclusión. Los seis visitantes de Lys estaban sentados frente al Consejo, flanqueados a ambos lados por los miembros opcionales de la reunión, entre los que él se contaba.
No cabía la menor duda de que Alvin había tenido razón y el Consejo se iba dando cuenta, lentamente, de la desagradable verdad. Los delegados de Lys podían pensar al menos dos veces más rápidamente que los más finos cerebros de Diaspar. Y ésta no era la única ventaja, sino que mostraban también un extraordinario grado de coordinación, que Rorden creyó se debía a sus poderes telepáticos. Se preguntó si estarían leyendo lo que pasaba por las mentes de los Consejeros de Diaspar, pero se convenció de que no romperían la promesa solemne de no hacerlo, sin la cual esa reunión hubiera sido imposible.
Rorden no pensó que se hubiera adelantado mucho y, en realidad, estaba convencido de que no había mucho que conseguir. Alvin se había marchado al espacio y nada podía alterar esa realidad. El Consejo, que no había aceptado por completo la postura de Lys, parecía seguir siendo incapaz de entender lo que sucedía. Pero estaba claramente asustado y lo mismo les ocurría a los visitantes. Realmente Rorden no lo estaba tanto como había esperado. Sus terrores seguían presentes, pero se había enfrentado a ellos. La falta de consideración de Alvin —¿o era su valor?— había cambiado su punto de vista y le abrió nuevos horizontes.
La pregunta del Presidente le cogió de imprevisto pero supo recobrarse de inmediato.
—Pienso —dijo— que sólo se ha debido a la casualidad que esta situación desagradable no se produjera antes. No podíamos hacer nada para detener el curso de los acontecimientos que tenían que llevar a este desenlace.
Todos sabían que al decir «acontecimientos», Rorden se estaba refiriendo a Alvin, pero no hubo ningún comentario.
—Resulta fútil querer disculparse con los errores del pasado —añadió Rorden—, pues tanto Diaspar como Lys los han tenido. Cuando Alvin regrese nada podrá prevenir que abandone la Tierra de nuevo si lo desea… ¡Y lo consigue! Por mi parte no creo que nadie pueda oponerse a su deseo, pues es muy posible que para entonces, haya aprendido muchas cosas. Y lo que es más, si ocurre lo que ustedes temen, no podrá hacerse nada para evitar la tragedia. La Tierra está totalmente indefensa… como lo lleva estando desde hace millones de siglos.
Rorden hizo una pausa y contempló a los miembros del Consejo. Sus palabras no habían gustado a nadie y ya sabía que ocurriría así.
—Sin embargo, yo no veo la razón para que se sientan tan alarmados. La Tierra no está en mayor peligro de lo que estuvo antes. ¿Por qué razón dos simples muchachos en un pequeño navío espacial atraerán de nuevo, sobre nosotros, la cólera de los Invasores? Si somos honrados con nosotros mismos, hemos de reconocer que, si lo desearan así, los Invasores nos habrían destruido ya hace muchos milenios.
Se hizo un nervioso silencio. Su idea era pura herejía, pero Rorden vio con interés que dos de los visitantes parecían aprobar sus palabras.
El Presidente lo interrumpió con el ceño fruncido y un aire de intensa preocupación.
—¿No es una verdad histórica que los Invasores no destruyeron a la Tierra sólo a condición de que el hombre no volviera al espacio? ¿Y no hemos roto esa promesa?
—Yo también creía hasta hace poco que eso era una verdad histórica —dijo Rorden—. Pero lo cierto es que hemos aceptado por ciertas muchas cosas sin pararnos a comprobar su veracidad. Pero mis aparatos y máquinas archivadores no saben nada de leyendas, sólo conocen la Verdad y en ellas no hay indicio alguno de que se hubiera llegado a un tal compromiso o acuerdo. Estoy convencido de que algo tan importante hubiera sido registrado y conservado permanentemente como lo han sido muchas otras cosas menos importantes.
Rorden pensó con una disimulada sonrisa que Alvin se hubiera sentido orgulloso de él en esos momentos, de haberlo podido oír. Le resultaba extraño, en cierto modo, verse a sí mismo defendiendo las ideas del muchacho y, posiblemente, si Alvin hubiera estado allí las estaría atacando. Al menos uno de sus sueños se había hecho realidad: las relaciones entre Lys y Diaspar seguían siendo inestables todavía, pero al menos habían comenzado y parecían ir por buen camino.
Se preguntó, seguidamente, dónde estaría Alvin en aquellos momentos.
Alvin no había visto ni oído nada pero no se detuvo a discutir con su amigo. Sólo cuando la escotilla de entrada de la nave estuvo cerrada se volvió a él.
—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó con la respiración agitada por la carrera.
—No lo sé. Algo terrorífico. Creo que aún nos está vigilando.
—¿Nos vamos?
—No. Al principio me asusté, pero ahora pienso que no intenta hacernos daño alguno. Parece simplemente… interesado.
Alvin iba a responder cuando se sintió invadido por una sensación que no se parecía en nada a ninguna otra sentida anteriormente. Le pareció que su cuerpo era invadido por un ardor, cálido y pegajoso, que se extendiera por todo él. Esa sensación duró sólo unos cuantos segundos pero cuando pasó ya no seguía siendo totalmente Alvin de Loronei. Algo estaba compartiendo su cerebro, cubriéndolo como un círculo puede cubrir a otro, superponiéndose a él. Tuvo conciencia, también, de la mente de Theon, enfrascada igualmente en la lucha contra aquello que había descendido sobre ellos. La sensación era extraña más que desagradable y le dio a Alvin su primer conocimiento directo de la telepatía auténtica, un poder que su raza había degenerado hasta tal punto que sólo podía ser utilizado, en la actualidad, por las máquinas controladoras.
Alvin se había rebelado de inmediato cuando Seranis trató de dominar su mente, pero ahora no podía luchar contra esa intrusión en su cerebro. Sabía de sobra que resultaría totalmente inútil y que esa inteligencia, fuera lo que fuera, no venía en plan de enemigo. Así que se relajó completamente, aceptando, sin resistencia, el hecho de que una inteligencia infinitamente mayor que la suya estaba explorando su mente. Pero en esto no estaba completamente en lo cierto.
Vanamonde se dio cuenta de inmediato que, de aquellas dos mentes, una era más accesible y simpática que la otra. Sabía que ambas estaban sorprendidas por su presencia y esto a su vez le sorprendió mucho. Resultaba duro de creer que pudieran olvidar. El olvido, como la muerte, eran cosas que escapaban a la comprensión de Vanamonde.
La comunicación resultó difícil. Muchos de los pensamientos-imágenes de sus mentes eran tan extraños que casi no podía reconocerlos. Estaban intrigados e incluso un poco asustados, debido a la marca del terror recurrente ancestral de los Invasores. La situación de aquellas dos mentes le recordó a Vanamonde sus propias emociones cuando, por vez primera, el Sol Negro entró en su campo de conocimiento.
Pero estas dos mentes no sabían nada del Sol Negro y estaban comenzando a formar en sus mentes sus propias preguntas:
—¿Qué es usted?
Les dio la única respuesta que le resultaba posible:
—Soy Vanamonde.
Se produjo una pausa (¡cuánto tiempo tardaban en formarse sus pensamientos!) y la pregunta fue hecha de nuevo. No lo habían entendido, lo que resultaba extraño pues desde luego estaba convencido de que su especie le había dado aquel nombre para ser reconocido por él y se encontraba entre sus recuerdos natales. Esos recuerdos eran muy escasos y comenzaban en un simple punto del tiempo, pero eran claros como el cristal.
De nuevo los débiles pensamientos llegaron a su conciencia en forma de preguntas.
—¿Dónde están «Los Grandes»? ¿Es usted uno de ellos?
No lo sabía. No podían creerlo apenas y en su desilusión se hizo más palpable el abismo que separaba a aquellas mentes de la suya. Pero eran pacientes y él se sentía dichoso tratando de ayudarles, pues su búsqueda era la misma que la suya y le habían dado la única y primera compañía que había conocido.
En toda su vida Alvin no creía volver a sentir la extraña sensación que le causó la experiencia de aquella conversación silenciosa. Le resultaba difícil admitir que era apenas un espectador pues no quería reconocer, ni siquiera a solas consigo mismo, que la mente de Theon era más poderosa que la suya propia. Pero ciertamente lo único que podía hacer era esperar y admirarse por el torrente de pensamientos, que se hallaban por encima del límite de su comprensión y entendimiento, que se cruzaban entre ese «algo» desconocido y la mente telepática de su amigo.
Theon, un tanto pálido y excitado, rompió de pronto el contacto telepático y se volvió a su amigo.
—Alvin, hay algo extraño en todo esto que no acabo de comprender —dijo.
La afirmación de su amigo colaboró en devolver a Alvin algo de su autoestima y su rostro debió expresar ese alivio, pues Theon de repente soltó una carcajada no desprovista de simpatía y comprensión.
—No puedo descubrir lo que sea «éste», o «esto», Vanamonde —se lamentó—. Se trata de una criatura de tremenda sabiduría pero parece tener poca inteligencia. Desde luego cabe la posibilidad —continuó— de que su mente sea de un orden de inteligencia distinto y por eso no puedo entenderla… pero no se por qué, ésta no me parece la verdadera explicación.
—Y bien, ¿has aprendido algo de él? —le preguntó Alvin con cierta impaciencia—. ¿Sabe algo sobre el lugar en que nos encontramos?
La mente de Theon parecía todavía lejos de allí.
—Esta ciudad fue construida por varias razas, incluyendo la nuestra —dijo con tono ausente—. Vanamonde me puede dar datos como éste pero parece no comprender su significado. Tengo la impresión de que tiene conciencia del pasado sin la capacidad de interpretarlo. Todas las cosas que han sucedido en cualquier lugar y tiempo parecen mezclarse, amalgamadas, en su mente. Las sabe pero no las entiende.
Durante un momento guardó un silencio reflexivo. Seguidamente su rostro se iluminó.
—Sólo hay una cosa que podemos hacer, y debemos hacerlo de un modo u otro. Llevarnos a Vanamonde a la Tierra para que nuestros filósofos puedan estudiarlo.
—¿No será peligroso?
—No —le respondió Theon pensando lo poco típico de Alvin que era una observación como ésa—. Vanamonde es un ser amistoso. Más aún: me parece que siente afecto por nosotros.
De repente un claro pensamiento, que se había venido formando lentamente al borde de su conciencia, penetró en la mente de Alvin. Recordó a Krif y los pequeños animales que Theon poseía y que siempre se le estaban escapando, causando el enojo de Seranis («No volverá a pasar, madre…»). Y recordó, también, ¡qué lejano estaba ya todo aquello!, el objetivo zoológico que había servido de motivo para su excursión a Shalmirane.
Theon, en aquella mente nueva y desconocida, creía haber hallado un nuevo animalito doméstico en el que poner su afecto y con el que poder jugar.