15. VANAMONDE

Esperaron, pues, sumidos en sus propios sueños, mientras hora tras hora, los Siete Soles se iban acercando hasta llegar a llenar el extraño túnel de noche y oscuridad por el que viajaba el navío espacial. Después, una tras otra, las seis estrellas exteriores desaparecieron al borde de la oscuridad y sólo siguió visible el brillante Sol Central. Aun cuando no podía estar completamente contenido en el espacio seguía brillando con la luz nacarada que le hacía tan distinto de las demás estrellas. Minuto a minuto crecía su luminosidad hasta que dejó de ser un punto para convertirse en un pequeño disco. Y ahora el disco comenzaba a aumentar de tamaño.

Se produjo una advertencia, una alarma inesperada. Por un momento una nota grave, semejante a una campanada, vibró en la cabina. Alvin se aferró al brazo de su sillón aunque sabía que se trataba sólo de un gesto inútil e injustificado.

Una vez más los grandes generadores entraron en acción y, al mismo tiempo, de manera tan fuerte e inesperada que casi los cegó, las estrellas reaparecieron. El navío espacial volvía al espacio, de regreso al Universo de soles y planetas, al mundo natural donde nada puede moverse a velocidad mayor que la de la luz.

Estaban ya en el sistema de los Siete Soles y el gran anillo de los seis astros coloreados dominaba el cielo. ¡Y qué cielo! Todas las estrellas que ellos conocían, que formaban parte de las constelaciones familiares, habían desaparecido. La Vía Láctea ya no era una cinta de polvo que cruzaba lateralmente el cielo. Se había convertido en el centro de la creación y su gran círculo dividía en dos partes iguales al Universo.

El navío espacial se movía a gran velocidad en dirección al Sol Central. Las seis restantes estrellas del sistema eran como luciérnagas coloreadas colocadas simétricamente en el firmamento. No lejos de la más próxima de ellas se veían las diminutas chispitas brillantes de sus planetas circulantes, mundos que tenían que ser de enorme tamaño para ser visibles a tal distancia.

La visión tenía una magnificencia que no podía ser superada por nada construido por la naturaleza y Alvin se dio cuenta de que Theon tenía razón al decir que aquello tenía que ser obra de una inteligencia superior. La soberbia simetría era un desafío deliberado lanzado contra todas las restantes estrellas del Universo repartidas sin orden ni concierto por los cielos.

La causa de la luz nacarada del Sol Central era ya visible claramente. La gran estrella, sin duda una de la más brillante de todo el Universo, estaba rodeada por una envoltura de gas que suavizaba sus radiaciones y les daba su color característico. La neblina envolvente era sólo visible de manera indirecta y se retorcía en extrañas sombras que parecían eludir el ojo humano. Pero estaba allí, presente, y mientras más tiempo se la miraba más extensa parecía.

Alvin se preguntó adonde los conduciría el robot. ¿Seguía las instrucciones grabadas de antiguo en su memoria, o era guiado por señales emitidas desde el espacio que los rodeaba? Había dejado la elección de su punto de destino a la libre voluntad de la máquina y en esos momentos se dio cuenta de que había una pálida emisión de luz hacia la que parecían dirigirse. Estaba casi perdida en la claridad nacarada del Sol Central y en torno suyo lucía el débil resplandor de otros mundos. El enorme viaje estaba llegando a su fin.

El planeta hacia el que se dirigían, que se hallaba ya a sólo unos millones de kilómetros, era una esfera bellísima de luces multicolores. No parecía haber ni un solo punto de oscuridad en su superficie. En esos momentos Alvin vio con claridad el significado de las palabras que según se decía pronunció el Maestro cuando estaba agonizando: «Es maravilloso contemplar las sombras coloreadas de los planetas de la luz eterna».

Estaban ya tan cerca que podían ver los continentes y los océanos y la fina y matizada atmósfera. Había algo extraño en su forma y colocación y Alvin se dio cuenta que las divisiones entre la tierra y el agua eran demasiado regulares. Los continentes del planeta no estaban como la naturaleza los había colocado, sino que habían sido modificados de manera artificial. De todos modos ésa era una tarea ridículamente pequeña y sin importancia para una inteligencia capaz de crear estos soles y planetas.

—Pero eso no son océanos —exclamó de repente Theon—. Mira, ahora puedes verlo.

Pero no fue hasta que el planeta estuvo un poco más cerca cuando Alvin se dio cuenta de lo que quería decir su amigo. Vio entonces las finas líneas a lo largo de los continentes, bien dentro de lo que había creído que eran los límites del mar. La visión le dejó lleno de dudas repentinas, pues sabía perfectamente el significado de esas líneas. Ya las había visto con anterioridad en el desierto que se extendía frente a Diaspar y le decían que su viaje había sido en vano.

—Este planeta está tan seco como la Tierra —dijo sombríamente—. El agua ha desaparecido. Esas marcas son los lechos salinos del mar ya evaporado.

—No hubieran dejado que eso ocurriera —replicó Theon—. Así que la única conclusión posible es que hemos llegado demasiado tarde.

Su desencanto era tan grande que Alvin no se atrevió a seguir hablando y se concentró en la contemplación de ese mundo que tenía delante. Con impresionante lentitud, el planeta giraba en torno suyo y su superficie emergía majestuosamente como si quisiera salir a su encuentro. Pronto estuvieron en condiciones de ver los edificios, pequeñas incrustaciones blancas que se extendían por doquier con excepción de los lechos secos de los océanos.

Antaño, quién sabe cuántos millones de años antes, ese mundo había sido el centro del Universo. Ahora estaba quieto el aire vacío y sin ninguna de esas señales clásicas de vida en su superficie. El navío espacial se deslizó sobre un seco mar pétreo.

Finalmente la nave se detuvo como si el robot hubiera podido localizar, finalmente, la fuente de su memoria. Bajo ellos había una columna de piedra blanca como la nieve que se alzaba en el centro de un anfiteatro marmóreo. Alvin esperó un poco y después de que la máquina se quedó inmóvil la dirigió para que se posara a los pies de la columna.

Hasta entonces Alvin había confiado en encontrar vida en ese planeta. Pero su esperanza se desvaneció de inmediato tan pronto salió de la nave. Nunca en su vida, ni siquiera la tremenda desolación de Shalmirane, le había envuelto en un silencio tan extremado y sobrecogedor. En la Tierra siempre había rumores de voces, el vibrar de las criaturas vivas o el silbar del viento. Allí no existía ninguno de esos ruidos ni los volvería a haber jamás.

No podían saber las razones por las cuales su aparato los había llevado hasta allí precisamente, pero Alvin sabía que la elección no tenía demasiada importancia. La gran columna de piedra blanca era quizá veinte veces tan alta como un hombre y se asentaba sobre una base metálica circular que se alzaba ligeramente sobre el nivel del suelo. No tenía inscripción ni señales algunas y su propósito no podía ser adivinado. Podían suponerlo, pero en realidad nunca llegarían a saber que, antaño, había marcado el Punto Cero de todos las mediciones astronómicas.

¡Conque éste iba a ser el final de toda su búsqueda…! Alvin lo supo de inmediato y comprendió que resultaba de todo punto inútil seguir visitando los restantes mundos de los Siete Soles. Incluso aceptando que aún existiera inteligencia en el Universo, ¿dónde buscarla? Había visto las miríadas de estrellas repartidas por todo el Universo y sabía que, ni aun en toda su larga vida, podría explorar una parte infinitesimal de ellas.

De repente lo invadió una sensación de soledad y opresión como jamás experimentara con anterioridad. En esos momentos llegó a entender el temor de Diaspar hacia los grandes espacios del Universo, el terror que había llevado a su pueblo a encerrarse en el pequeño microcosmos de su ciudad. Pero le resultaba muy duro el tener que admitir que, después de todo, habían tenido razón al obrar como lo habían hecho.

Se volvió hacia Theon en busca de apoyo moral, pero éste estaba de pie, rígido, con las manos apretadas y las cejas fruncidas y una mirada extraña en sus ojos.

—¿Qué pasa? —le preguntó Alvin alarmado.

Theon seguía con los ojos perdidos en el vacío cuando le replicó.

—Algo viene… Creo que lo mejor que podemos hacer es volver a la nave.

La galaxia había girado varias veces en torno a su eje desde que, por primera vez, la conciencia llegó a Vanamonde. Podía recordar muy pocos de esos primeros eones y de las personas que lo habían cuidado… pero sí recordaba, todavía, su desolación cuando todos se fueron y lo dejaron solo entre las estrellas. A lo largo de eras y eras astronómicas había ido de un sol a otro, desarrollando y aumentando lentamente sus poderes. A veces soñaba que había vuelto a encontrar a aquéllos que lo atendieron en su nacimiento, a sus creadores, pero el sueño se desvanecía aunque realmente no moría nunca del todo, para repetirse periódicamente.

En innumerables mundos había encontrado las ruinas que la vida deja tras sí, pero sólo en una ocasión había hallado inteligencia viva… y en esa ocasión había huido, lleno de terror, del Sol Negro. No obstante, sabía que el Universo era muy grande y la búsqueda apenas si había comenzado.

Muy lejos, aunque dentro del espacio y el tiempo, una gran explosión de poder, proveniente del corazón de la galaxia, se dirigía a Vanamonde atravesando años y años de luz. Era algo totalmente distinto a las radiaciones de las estrellas y había hecho acto de presencia en el campo de su conciencia tan repentina y velozmente como un meteorito atraviesa un cielo sin nubes. Se movía hacia él, en el momento último de su existencia, deslizándose del modo como conocía la muerte: con el modelo incambiable del pasado.

Conocía ese lugar desde el que le llegaba aquella fuerza porque había estado allí anteriormente. Era, todavía, un ser sin vida, pero ya poseía inteligencia. La larga sombra metálica que descansaba sobre el anfiteatro era algo que no podía comprender y le resultaba tan extraña como la mayor parte de las cosas del mundo físico. En torno suyo aún brillaba el aura de poder que le había impulsado a través del Universo, pero eso carecía de interés para él. Cuidadosamente y al mismo tiempo, con el delicado sistema nervioso de un animal salvaje, su mente se dirigió hacia las dos mentes que había descubierto.

Y comprendió que su búsqueda había terminado.