Cuando su dueño se acercó, Krif se alejó un poco del robot sin dejar de zumbar durante un momento. Después se hizo el silencio y Theon se quedó mirando al robot durante unos instantes. Después sonrió.
—Bien venido, Alvin. Me alegro de que hayas vuelto. ¿O sigues todavía en Diaspar?
No por primera vez Alvin sintió un ligero sentimiento de envidia al darse cuenta de que la rapidez mental de Theon superaba con mucho a la suya.
—No —respondió, preguntándose con qué claridad el robot se haría eco de su voz—. Estoy en Airlee, no muy lejos de ahí pero de momento me quedaré donde estoy.
Theon se echó a reír alegremente.
—Creo que haces bien —dijo—. Mi madre te ha perdonado pero no así el Consejo Central. En estos momentos se está celebrando una conferencia a puerta cerrada. Yo tengo que evitar que nadie se acerque.
—¿De qué se trata en esa reunión?
—Se supone que yo no debo saberlo pero me han preguntado todo tipo de cosas sobre ti. Y tuve que decirles lo que había sucedido en Shalmirane.
—Eso no tiene mucha importancia —le replicó Alvin—. Han ocurrido muchas otras cosas más importantes desde entonces. Me gustaría tener una charla con ese Consejo Central vuestro.
—¡Oh…! La totalidad del Consejo no está aquí, naturalmente, pero tres de sus miembros han estado haciendo averiguaciones desde que te fuiste.
Alvin sonrió. No le costaba trabajo creerlo. Donde quiera que iba parecía dejar tras él una estela de preocupaciones y dolores de cabeza.
El confort y la seguridad de la nave espacial le daban una confianza que raramente había sentido anteriormente. Realmente cuando, identificado con el robot, siguió a Theon al interior de la casa, se sentía completamente dueño de la situación. La puerta de la sala de conferencias estaba cerrada y transcurrió algún tiempo hasta que Theon logró hacer notar su presencia. Cuando lo logró las paredes se abrieron como a disgusto y Alvin hizo que el robot entrara en la sala.
La habitación ya le era familiar, pues en ella tuvo lugar su última entrevista con Seranis. Sobre sus cabezas brillaban las estrellas como si no hubiera encima techo ni otro piso y una vez más Alvin, que sabía que sí lo había, se preguntó cómo se lograba aquel efecto. Los tres consejeros se quedaron inmóviles, como atornillados a sus sillas, al ver al flotante robot que se aproximaba hacia ellos. Pero por el rostro de Seranis sólo cruzó una ligera chispa de sorpresa.
—¡Buenas tardes! —saludó Alvin por medio del robot como si aquella entrada imprevista fuera la cosa más natural del mundo—. He decidido regresar.
La sorpresa de los presentes excedió a todo lo que Alvin había esperado. Uno de los consejeros, un hombre joven con el pelo gris, fue el primero en recobrarse de su impresión y se dirigió al muchacho:
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —murmuró.
Alvin creyó conveniente eludir la respuesta; la forma como la pregunta había sido hecha le pareció sospechosa y se preguntó si el sistema de transporte subterráneo habría sido puesto fuera del servicio.
—¿Cómo…? Exactamente como la otra vez —mintió.
Dos de los consejeros se quedaron mirando fijamente al tercero, quien abrió los brazos como en gesto de muda resignación. El joven que se había dirigido a él antes, volvió a preguntarle:
—¿No ha tenido ninguna… dificultad?
—Ninguna en absoluto —dijo Alvin determinado a aumentar la confusión de los miembros del Consejo. Y se dio cuenta de que lo estaba logrando.
—He regresado por mi propia y libre voluntad —continuó—, pero en vista de nuestro anterior desacuerdo he decidido permanecer lejos de su vista de momento. Si aparezco personalmente, ¿me prometen solemnemente que no tratarán de nuevo de restringir mis movimientos?
Durante unos instantes nadie dijo nada y Alvin se preguntó qué tipo de pensamientos estarían intercambiando entre ellos. Después, fue Seranis la que habló en nombre de todos.
—Pienso que ya no tiene objeto el hacerlo así. Diaspar debe estar ya enterada de nuestra existencia y saber todo sobre nosotros.
Alvin se sintió ligeramente conmovido ante el tono de reproche que creyó notar en la voz.
—Sí, Diaspar ya lo sabe —replicó—. Pero no quiere tener nada que ver con ustedes. Su deseo principal es evitar la contaminación que podía llegarle del contacto con una cultura inferior.
Resultó satisfactorio, casi un placer, observar la reacción de los consejeros e incluso Seranis se ruborizó un poco al oír sus palabras. Si Alvin lograba que Lys y Diaspar se sintieran lo suficientemente indignados uno contra otro, Alvin pensó que eso podría significar la solución de su problema. Estaba aprendiendo, aunque inconscientemente, el sutil y largo tiempo olvidado arte de la política.
—Bien, yo no quiero quedarme aquí toda la noche, así que, ¿tengo la palabra de ustedes?
Seranis suspiró y una débil sonrisa jugó en sus labios.
—¡Sí, la tienes! —dijo—. No trataremos de controlarte de ningún modo. Aunque ya ves que la otra vez tampoco tuvimos mucho éxito en la empresa.
Alvin esperó hasta que el robot hubo regresado. Con el mayor cuidado impartió sus instrucciones a la máquina e hizo que el robot se las repitiera. Después dejó la nave y la puerta se cerró silenciosamente tras él.
No se oía otro ruido que el leve murmullo del viento. Por un momento una sombra tapó el resplandor de las estrellas.
Inmediatamente después, el navío espacial había desaparecido. No fue hasta ese momento cuando Alvin se dio cuenta de que había cometido un grave error de cálculo. Había olvidado que los sentidos de los robots eran muy distintos a los suyos propios y la noche mucho más oscura de lo que había esperado. En más de una ocasión se salió del camino y varias veces estuvo a punto de darse de narices contra un árbol. En el interior del bosque, la oscuridad era casi completa y en una ocasión algo bastante largo se aproximó hacia él entre las hierbas. Oyó el ruido de la hierba al ser pisada y dos ojos verdes y brillantes como esmeraldas lo miraron fijamente a una altura como a nivel de su cintura. Alvin pronunció unas palabras tranquilizadoras en tono suave y amable y una lengua increíblemente larga y rasposa recorrió su mano. Un momento después, un cuerpo poderoso se frotó cariñosamente contra él y, después, aquella cosa se alejó tan silenciosamente como había llegado. Alvin no tenía la menor idea de qué podía haber sido.
Pronto las luces de la ciudad brillaron por entre las ramas de los árboles. Pero precisamente ya no necesitaba esa guía, pues la senda que tenía bajo sus pies se había convertido en una especie de río de delicado fuego azul. El suelo sobre el que caminaba era luminiscente y sus pasos dejaban unas huellas oscuras que desaparecían lentamente detrás de él. Aquello resultaba muy agradable a la vista y cuando Alvin se detuvo y se agachó para coger un puñado de la tierra extraña, ésta brilló por unos momentos en la cavidad de sus manos antes de que su fluorescencia muriera.
Theon lo estaba esperando a la puerta de la casa y por segunda vez fue introducido en la habitación donde se encontraban los tres miembros del Consejo. Se dio cuenta, con cierta preocupación, que estos prohombres no ocultaron su sorpresa. Sin darse cuenta de las ventajas que su juventud le daba y de las cuales no se aprovechaba en absoluto, al menos conscientemente, nunca se preocupaba de recordársela a los demás.
Apenas hablaron mientras el muchacho se refrescaba y Alvin se preguntó qué notas mentales estarían comparando. Él conservó su mente todo lo vacía de pensamientos importantes que pudo conseguir hasta que terminó. Después comenzó a hablar como nunca antes lo hiciera.
El tema fue Diaspar. Les describió la ciudad tal y como él la conocía, soñando al borde del desierto, con sus torres brillantes alzándose en el cielo como globos cautivos, como arcos iris artificiales gracias a sus luces multicolores. Desde el tesoro de su memoria sacó los cantos que hicieron poetas de otras edades en honor y loa de Diaspar. Se refirió a los incontables hombres que habían consumido sus vidas en un incansable esfuerzo para aumentar su belleza. Nadie ahora, les dijo, podría gastar ni la centésima parte de los tesoros que allí se guardaban, por larga que fuese su vida. Durante un buen rato fue explicando las maravillas que habían logrado los habitantes de Diaspar. Trató de reflejar aunque sólo fuese una débil chispa de la gran belleza que artistas tales como Shervane y Perildor habían creado para admiración eterna de los hombres. Y habló también de Loronei cuyo apellido él llevaba y sugirió que bien podía ser cierto lo que de él se decía: que su música había sido la última que el hombre radió a las estrellas.
Los Consejeros de Lys lo oyeron sin interrumpirlo ni hacerle pregunta alguna. Cuando Alvin terminó su discurso era muy tarde y se sintió más cansado que nunca lo había estado antes, al menos en lo que podía recordar. La excitación y la emoción de todas las cosas que le habían sucedido aquel día cayeron sobre él como un pesado fardo de sueño y, casi de improviso se quedó dormido.
Alvin aún estaba cansado cuando dejó el pueblo poco después del alba. Aunque era muy temprano no fue el primero en encontrarse en la carretera. Junto al lago, Alvin se encontró con los tres consejeros y se saludaron cortésmente. Alvin sabía perfectamente a dónde se dirigía aquel comité de investigación y pensó que le agradecerían si les evitaba un trabajo inútil. Se detuvo cuando llegaron al pie de la ladera de la colina y se volvió a sus acompañantes.
—Siento tener que decirles que ayer les engañé a ustedes. —Dijo con aire compungido—. La verdad es que no he venido a Lys por el viejo camino, así que no tienen por qué intentar cerrarlo.
Los rostros de los consejeros fueron un estudio en relieve de la mayor perplejidad.
—En ese caso, ¿cómo viniste?
El principal de los tres consejeros fue quien hizo la pregunta y Alvin se dio cuenta de que estaban empezando a sospechar la verdad. Se preguntó si habían logrado interceptar las órdenes que su mente había estado enviando en los momentos en que se encontraron en el camino. Pero no dijo nada y se limitó a señalar, en silencio, hacia el cielo, en dirección Norte.
Demasiado veloz para que sus ojos pudieran seguirla, una aguja de luz plateada se alzaba sobre las montañas dejando tras sí una cola de varios kilómetros de luminiscencia. A unos siete mil metros de altura sobre Lys la nave se detuvo. No hubo desaceleración, ni un frenado lento de su colosal velocidad sino que todo se produjo instantáneamente, hasta tal punto que los ojos se adelantaron siguiendo la supuesta trayectoria que la nave debía haber seguido en el espacio, antes de que el cerebro pudiera detener su movimiento. Desde el cielo llegó un trueno violento, prolongado, el sonido del aire conmovido y golpeado por la violencia que la nave causaba en él al surcarlo a tan tremenda velocidad. Poco después, el navío espacial, brillando espléndidamente bajo la luz del sol, llegó a posarse junto a la colina a unos cien metros de distancia de donde ellos se encontraban.
Costaba trabajo decir quién quedó más sorprendido. Pero la verdad es que Alvin fue el primero en reponerse. Cuando se dirigieron hacia la nave —casi corriendo— se preguntó si siempre se detenía de aquella forma abrupta. El pensamiento era desconcertante, pues cuando estuvo dentro de la nave no tuvo la menor sensación de velocidad ni de detención en seco. También resultaba sorprendente, tal vez más, el que el día anterior esa espléndida criatura metálica había estado oculta bajo una típica capa de roca dura como el hierro. No fue hasta después de que Alvin llegó a la nave y se quemó los dedos al tocar inadvertidamente la cubierta todavía caliente de la máquina, que comprendió perfectamente lo que había ocurrido. Cerca de la popa habían quedado algunos restos de tierra ahora convertidos en lava. El resto del polvo y tierra había desaparecido de la superficie de aquel metal durísimo e incorruptible que ni el tiempo ni ninguna otra fuerza natural podía alterar.
Con Theon a su lado, Alvin se colocó junto a la puerta abierta y se volvió para mirar a los tres consejeros que permanecían silenciosos. Se preguntó qué estarían pensando, pero su expresión no delataba, en absoluto, lo que ocupaba sus cerebros.
—Tengo que pagar una deuda en Shalmirane —dijo—. Por favor, díganle a Seranis que estaré de regreso al mediodía.
Los consejeros esperaron hasta que la nave, moviéndose al principio con bastante lentitud —el camino que debía recorrer era muy corto— desapareció en dirección Sur. Seguidamente, el más joven del grupo se encogió de hombros filosóficamente.
—Ustedes siempre se opusieron a cualquier cambio —dijo— y hasta el momento se habían salido con la suya, pero ahora no creo que el futuro esté de su parte. Lys y Diaspar están llegando al final de una Era y creo que debemos tratar de sacar el máximo provecho de ello.
Se hizo un corto silencio. Después, uno de sus compañeros habló con tono preocupado.
—No sé nada de arqueología, pero estoy completamente seguro de que ese aparato es demasiado grande para ser una máquina voladora normal. ¿No creen ustedes que, posiblemente, se trate de…?
—¿Un navío espacial? Si es así, podemos estar seguros de que habremos de enfrentarnos a una crisis decisiva.
El tercero de los consejeros también había estado pensando en silencio y profundamente.
—La desaparición de las máquinas voladoras así como de las naves espaciales, constituye uno de los mayores misterios del Interregnum. Esa máquina puede ser una de las dos cosas. De momento creo que debemos asumir lo peor. Si se trata de un navío espacial debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para impedir que el muchacho abandone la Tierra. Si lo hiciera existe el peligro de que su conducta atraiga de nuevo a los Invasores. Y eso sería el fin de todos.
El silencio, agobiante, pesó sobre el grupo durante un rato hasta que finalmente el jefe volvió a hablar.
—Esa máquina procede de Diaspar —dijo lentamente Alguien allí debe saber la verdad. Creo que debemos cambiar impresiones con nuestros primos… si es que consienten en hablar con nosotros.
Así, mucho antes de lo que Alvin había supuesto, la semilla por él plantada estaba comenzando a germinar.
Las montañas seguían todavía flotando en las sombras cuando llegaron a Shalmirane. Desde la altura, la cavidad que constituía la fortaleza parecía muy pequeña. Semejaba imposible la idea de que todo el destino de la Tierra se jugó una vez, definitivamente, en ese pequeño cráter negro.
Cuando Alvin posó la nave entre las ruinas, la desolación del lugar hizo que un escalofrío atravesara su alma. De momento no vio la menor señal del anciano ni su robot y tuvo ciertas dificultades en dar con la entrada del túnel. En la parte superior de la escalera, Alvin gritó para avisar de su llegada. No tuvieron respuesta y siguieron adelante pensando que tal vez el anciano se había quedado dormido.
Sí, parecía dormido, con las manos descansando pacíficamente sobre el pecho. Tenía los ojos abiertos, fijos en el techo macizo y poderoso como si pudiera ver a través de él las estrellas lejanas. En sus labios se dibujaba una débil sonrisa. La muerte no había llegado a él como un enemigo despiadado sino, casi, con la ternura de una mano amorosa y delicada.