11. EL CONSEJO

Alvin seguía sorprendido pero de pronto reaccionó y comenzó a entender lo que había sucedido. Su robot no podía ser forzado a desobedecer las órdenes que se le dieron hacía ya tanto tiempo, pero podía hacerse un duplicado con todos sus conocimientos pero con el irrompible e inalterable bloque memorístico cambiado. La solución desde luego era magnífica y sólo podía haber sido pensada por una inteligencia inconmensurable. La mente humana ni siquiera podía figurarse la especie de poderes energéticos e inteligentes que hicieron posible esa solución y el nacimiento, en pocos instantes, de un duplicado exacto de una máquina tan complicada como el robot de Shalmirane.

Los dos robots se movieron de manera uniforme, concordada, como si fuesen sólo uno. Alvin dio sus órdenes como había hecho en otras ocasiones para satisfacer a Rorden. Y preguntó de nuevo aquello que ya había preguntado muchas veces con las más diversas palabras.

—¿Puedes decirme cómo tu primer maestro llegó a Shalmirane? —fue la pregunta concreta en esta ocasión.

Rorden hubiera deseado que su mente pudiera interceptar las respuestas silenciosas, pero contrariamente de lo que le sucedía con sus máquinas archivadoras y ordenadoras de pensamientos y hechos, jamás había podido captar el más mínimo de los «pensamientos» del robot de Alvin. Sin embargo, en esta ocasión tampoco hubiera tenido necesidad de ello, pues la sonrisa que se dibujó en la cara de Alvin fue una respuesta más que suficiente y tranquilizadora.

El muchacho se lo quedó mirando con aire triunfante.

—El Número Uno continúa mudo como siempre, pero el Número Dos está dispuesto a hablar —le dijo.

—Creo que es conveniente esperar hasta que lleguemos a casa para empezar a hacer las preguntas —observó Rorden tan práctico como siempre—. Necesitaremos los asociadores y los archivadores cuando comencemos el interrogatorio.

Pese a su impaciencia Alvin tuvo que admitir que su amigo tenía razón y reconoció la sabiduría del consejo. Cuando dio la vuelta para salir de allí, Rorden sonrió ante su impaciencia y le preguntó con tranquilidad:

—¿No olvidas algo?

La luz roja del intérprete mecánico seguía brillando intermitentemente y el segundo mensaje aún figuraba en su pantalla electrónica:

POR FAVOR COMPRUEBE Y FIRME

Alvin se dirigió a la máquina y examinó el papel que había por debajo del lugar donde la luz roja se encendía y se apagaba. En el panel había una especie de ventana constituido por una extraña sustancia casi invisible que sostenía un bolígrafo que lo atravesaba verticalmente. La punta de bolígrafo descansaba sobre una hoja de material blanco que ya llevaba varias firmas y fechas. La última fecha era de unos cincuenta mil años antes y Alvin reconoció el nombre como el de un reciente presidente del Consejo. Sobre él sólo se veían otros dos nombres pero ninguno de ellos significaba nada para el muchacho ni para Rorden. Esto no podía sorprender a nadie pues esas firmas habían sido estampadas treinta y tres millones y cincuenta siete millones de años antes.

Alvin no podía comprender el sentido de ese ritual de firma, pero sabía que no debía tratar de suponer los métodos trabajo de las mentes que habían construido aquel lugar. Con ligero sentimiento de irrealidad tomó el bolígrafo y empezó escribir su nombre. El instrumento parecía tener completa libertad de moverse horizontalmente, siguiendo la línea normal de la escritura, pues en esa dirección la sustancia que lo sostenía no ofrecía más resistencia de la que pudiera oponer una pompa de jabón. Pero ni haciendo uso de toda su fuerza podía lograr moverlo verticalmente. Se dio cuenta de ello porque lo intentó, sin saber por qué, como un simple capricho.

Con el mayor cuidado escribió la fecha y dejó el bolígrafo. Éste se movió lentamente hasta recobrar su posición inicial sobre la hoja… Y de inmediato el panel con su luz roja intermitente desapareció.

Mientras Alvin se alejaba de allí se preguntaba cuál habría sido la razón que llevó a los hombres que lo precedieron, cuyas firmas figuraban sobre la suya, a visitar aquella cámara. No le cabía duda de que dentro de miles o millones de años en el futuro otros hombres mirarían el panel y se preguntarían a sí mismos: «¿Quién era Alvin Loronei?» O tal vez en vez de ello aquellos hombres del futuro conocerían su nombre, convertido en famoso, y exclamarían: «¡Mira…! ¡Aquí…! ¡Ésta es la firma de Alvin…!»

Ese pensamiento no era raro en él y en esa situación optimista, después de su éxito en la excursión fuera de los muros de Diaspar y la posibilidad de descifrar el misterio de Shalmirane, resultaba casi justificado. Sin embargo, se guardó el pensamiento y no se lo comunicó a su amigo por temor a que éste se burlara de su vanidad.

Cuando llegaron a la entrada del corredor se volvieron para mirar hacia atrás y la ilusión fue más fuerte que nunca. Allí, tras ellos, quedaba la ciudad muerta con esos extraños edificios, una ciudad iluminada fantasmagóricamente por una luz que no estaba concebida para el ojo humano. Pero tal vez la palabra no era «muerta» pues aquella «ciudad» jamás tuvo vida, al menos en el sentido humano de la palabra. Alvin sabía que cuando, quién sabe tras cuantos millones o billones de años, Diaspar hubiera desaparecido, aquellas máquinas seguirían allí, sin poder jamás apartar de sus mentes artificiales los pensamientos que los grandes genios humanos que las crearon les habían dado y a los que debían servir eternamente.

Alvin y Rorden casi no hablaron en su camino de regreso a casa mientras cruzaban las calles de Diaspar iluminadas por la luz solar que parecía pálida y desfallecida en contraste con la que acababan de dejar en la ciudad de los robots. Cada uno de ellos, a su manera, iba pensando en el conocimiento que en breve alcanzarían y consecuentemente no tuvieron la menor consideración por la belleza de las grandes torres entre las que caminaban o por las miradas curiosas que les dirigían sus conciudadanos.

Resultaba extraño, pensó Alvin, cómo todo lo sucedido le había arrastrado hasta situarlo en ese momento. Sabía bien que los hombres eran los creadores de sus propios destinos, pero en su caso, sobre todo desde que se encontró con Rorden, todo parecía haberse movido de un modo automático, predestinado, conduciéndolo a un objetivo predeterminado. El mensaje de Alaine… Lys… Shalmirane… en cada una de las etapas de su aventura podía haber dado la vuelta, sin ver muchas de las cosas que había a su alrededor; pero había una fuerza extraña, un algo, que le había impulsado hasta el fin de su aventura. Resultaba agradable pensar que el Destino le había favorecido precisamente a él, pero su mente racional sabía que había otra explicación mejor, más próxima a la verdad. Cualquier otro hombre podía haber hallado la misma senda que recorrieron sus pasos e incontables veces, en el pasado, muchos otros debieron llegar casi tan lejos como él. Simplemente ocurrió que había tenido más suerte. O, mejor dicho, fue el primero en tener suerte.

¡El primero en tener suerte!

Las palabras parecían repetirse como un eco burlón en su mente cuando cruzaron el umbral de la puerta del despacho de Rorden. Tranquilo, esperándolos, con las manos cruzadas pacientemente sobre sus rodillas, había un hombre que vestía una curiosa túnica como Alvin jamás viera otra con anterioridad, El desconocido miró a Rorden con una expresión interrogadora y se sintió instantáneamente conmovido, sorprendido, por la palidez de su cara. En esos momentos se dio cuenta de quién era el visitante.

Éste se levantó cuando entraron e hizo una leve reverencia cortés. Sin una palabra le extendió a Rorden un pequeño cilindro. Éste lo tomó y rompió el sello que cerraba el mensaje. La rareza, casi inconcebible en esos días, de un mensaje escrito hizo el intercambio silencioso aún más impresionante. Cuando Rorden terminó, devolvió el cilindro con otra leve reverencia, ante lo cual, y pese a toda su ansiedad, Alvin no pudo evitar una sonrisa.

Rorden pareció recobrado de la impresión rápidamente, pues cuando comenzó a hablar sus palabras tenían una entonación completamente normal.

—Al parecer el Consejo quiere tener unas palabras con nosotros, Alvin. Temo que ya les hemos hecho esperar más de la cuenta.

Eso exactamente era lo que Alvin había esperado. La crisis había llegado pronto, mucho más pronto de lo que había confiado. Pero, se dijo, no sentía el menor temor ante el Consejo, aunque le disgustaba la interrupción que la visita significaba en sus investigaciones. Eso le volvía loco. Sus ojos se dirigieron, involuntariamente, hacia los dos robots.

—Tendrás que dejarlos aquí —dijo Rorden con firmeza.

Sus ojos se encontraron y se entendieron. Después Alvin se volvió al Mensajero.

—Muy bien, estoy dispuesto —dijo con calma.

El grupo caminó en silencio hasta la Cámara del Consejo. Alvin iba meditando sobre los argumentos que debía exponer, pues hasta ese momento jamás se había ocupado de poner en orden sus pensamientos, pensando que pasarían años antes de tener que dar una explicación. Se sentía más enojado que alarmado y sentía rabia contra sí mismo por haberse dejado llevar a una situación así, sin estar preparado por completo para enfrentarse con ella.

Esperaron en la antesala sólo unos pocos minutos, pero fueron lo suficientemente largos para que Alvin se preguntara por qué, si no tenía miedo, sus piernas le temblaban de aquel modo. Pronto las enormes puertas se contrajeron y entraron en la Sala en la que veinte hombres estaban sentados en torno a su famosa mesa.

Ésta, Alvin lo sabía, era la primera reunión del Consejo en todo lo que él llevaba de vida y se sintió halagado al ver que no había ni una silla vacía. Todos los miembros del Consejo estaban allí, entre ellos Jeserac, lo que causó sorpresa a Alvin que nunca había supuesto que su maestro formara parte del Consejo. Cuando dirigió una mirada sorprendida y curiosa a su anciano profesor, éste se agitó nerviosamente en su silla y le dedicó una débil sonrisa como si quisiera decirle: «Esto no tiene nada que ver conmigo». Los demás miembros del Consejo eran personas que Alvin había supuesto ostentaban ese importante cargo y sólo dos de ellos le resultaban completamente desconocidos.

El Presidente comenzó a dirigirse a ellos con voz amistosa y, al mirar a los rostros familiares que tenía ante sí, Alvin no pudo comprender la causa de la alarma de Rorden. Comenzó a recuperar su confianza: Rorden, pensó, es un poco cobarde. Con ese juicio, desde luego, no hacía justicia a su amigo, pues si ciertamente el valor no había sido nunca una de sus cualidades más destacadas, en esos momentos su preocupación se refería más a su puesto que a su propia persona. Nunca en toda la historia de Diaspar, un Archivero Mayor había sido depuesto de su cargo. Rorden no quería, en modo alguno, ser el primero en crear semejante precedente.

A los pocos minutos de haber entrado en la Cámara del Consejo, los planes originales de Alvin sufrieron un cambio notable. El discurso que había preparado tan cuidadosamente estaba olvidado; las rebuscadas frases que había elegido fueron descartadas a disgusto. En su apoyo había llegado su más traidor aliado, ese sentido del ridículo que siempre hizo que resultara imposible para él tomarse en serio las más solemnes ocasiones. El Consejo podía reunirse quizá una vez en mil años, podía controlar los destinos de Diaspar… pero sus Consejeros, aquéllos que se sentaban en torno a la mesa de deliberaciones, no eran más que un grupo de hombres viejos y cansados. Alvin conocía muy bien a Jeserac y no creía que los otros fuesen muy distintos a él. Sintió una piedad desconcertante hacia ellos, una piedad que tenía mucho de menosprecio y de repente recordó las palabras de Seranis en Lys: «Hace muchos años, nosotros sacrificamos nuestra inmortalidad, pero Diaspar aún sigue fiel a ese falso sueño». Sí, realmente, esos hombres habían seguido fieles a ese sueño y él no podía creer que eso les había traído felicidad.

Así, cuando a petición del Presidente, Alvin comenzó a relatarle su viaje a Lys, lo hizo como si no fuese más que un muchacho que, por casualidad, había hecho un descubrimiento que creía de poca importancia, pero que ellos, con su mayor sabiduría, consideraban de manera distinta. No había en el relato de Alvin nada que pudiera hacer pensar que había actuado movido por un propósito determinado, profundo y grave. Sólo la curiosidad, una curiosidad natural, le había llevado a salir de Diaspar. Eso podía haberle ocurrido a cualquiera, aunque, sin embargo, el muchacho contribuyó con sus palabras a crear la impresión de que esperaba un poco de alabanza por su listeza. No se refirió en lo más mínimo a Shalmirane ni a sus robots.

Había sido una buena representación teatral, aunque sólo Alvin estaba en condiciones de poderla apreciar en todo lo que valía. El Consejo, en conjunto, pareció favorablemente impresionado, pero en la expresión de Jeserac se reflejaba la lucha interna que en él se desarrollaba entre el alivio y la incredulidad. En cuanto a Rorden, Alvin ni siquiera se atrevió a mirarlo.

Cuando Alvin terminó su declaración hubo un breve silencio, durante el cual el Consejo pareció deliberar. Poco después el Presidente volvió a tomar la palabra.

—Apreciamos plenamente —dijo con voz solemne eligiendo cuidadosamente las palabras— que has actuado movido por los mejores motivos. Sin embargo, con tu conducta has creado una situación que resulta difícil para nosotros. ¿Estás seguro de que tu descubrimiento ha sido accidental y que nadie te ha, digamos, inducido o influenciado en ningún sentido?

El Presidente miró preocupado a Rorden.

Por última vez Alvin recurrió a la rapidez astuta de su mente.

—No lo diría yo así —dijo después de aparentar que reflexionaba considerablemente la respuesta. Se produjo un rápido movimiento de inquietud e interés en los miembros del Consejo y también Rorden se sintió inquieto y tembló en su silla. Alvin dedicó a la audiencia una sonrisa que parecía encerrar todo el candor del mundo y añadió, seguidamente, en una voz que parecía totalmente inocente:

—¡Estoy seguro de que mucho de mi interés se lo debo a mi mentor!

Ante este reconocimiento tan singular y peligroso, pero expresado por él en tono de la mayor gratitud y reconocimiento, todos los ojos se volvieron hacia Jeserac, que se ruborizó y fue a comenzar a hablar, pero lo pensó mejor y decidió guardar silencio. Éste se prolongó hasta que el Presidente volvió a tomar la palabra.

—¡Muchas gracias! —dijo—. Deberás esperar aquí hasta que lleguemos a una conclusión.

Rorden soltó un suspiro de alivio claramente audible y éste fue el último sonido que Alvin oyó en algún tiempo. Una capa de silencio cayó sobre él y aunque podía ver al Consejo discutir con calor, no llegaba a él ni una sola de las palabras de su deliberación. Al principio resultaba divertido ver gesticular y mover los labios a todos aquellos personajes sin que se oyera el menor sonido, pero al cabo de observarlos un rato Alvin se aburrió de ello, así que se sintió dichoso cuando le devolvieron su sentido del oído y pudo escucharlos de nuevo.

—Hemos llegado a una conclusión —dijo por fin el Presidente—: Que se ha producido un hecho desgraciado del que realmente nadie puede ser considerado responsable… aunque por otra parte pensamos que el Archivero Mayor debiera habernos avisado de lo ocurrido con mayor rapidez. Debemos considerar además que quizá resulte provechoso que haya sido hecho este peligroso descubrimiento, pues ahora estamos en condiciones de poder tomar las medidas oportunas para evitar que vuelva a repetirse. Ya nos ocuparemos del sistema de transporte que has descubierto. En cuanto a usted —el Presidente se volvió para dirigirse a Rorden— debe ocuparse de que todas las referencias a Lys sean borradas de los registros de sus archivos.

Hubo un murmullo de aprobación y una expresión de satisfacción se extendió por los rostros de los Consejeros. Una situación difícil había sido resuelta rápida y eficazmente. Se había evitado la necesidad de dar una reprimenda a Rorden, lo cual les hubiera resultado muy desagradable y ahora cada uno de ellos podía volver a su vida normal con el sentimiento de que como ciudadanos responsables del bien de Diaspar, habían sabido cumplir con su deber. Con buena suerte, quizá pasarían varios siglos sin necesidad de volverse a reunir.

Incluso Rorden, pese a hallarse disgustado por la conducta de Alvin, y porque debían prescindir de seguir adelante con sus proyectos, se sintió satisfecho con el resultado. Las cosas podían haber acabado mucho peor…

Una voz que nunca había oído anteriormente lo sacó de sus pensamientos consoladores e hizo que los Consejeros se quedaran mudos, helados, en sus sillas.

—¿Y, precisamente, cuál es la razón por la que van ustedes a cerrar el camino que conduce a Lys?

Hubo de transcurrir un tiempo hasta que la mente de Rorden, que no deseaba admitir el desastre, aceptara que aquélla había sido la voz de Alvin.

El éxito de su subterfugio sólo le había dado a Alvin una momentánea satisfacción. Durante el discurso del Presidente su furia había ido continuamente en aumento, al darse cuenta de que pese a su truco y su astucia, sus planes no podrían ser proseguidos como él deseaba. Los sentimientos que había experimentado en Lys, cuando Seranis le presentó su ultimátum, habían vuelto a él con redoblada fuerza. Había ganado la prueba y el sabor del poder seguía siendo dulce en sus labios.

En esa ocasión no disponía de ningún robot que pudiera ayudarle y no sabía cuál sería el resultado de su atrevimiento, pero ya no sentía el menor temor de esos estúpidos viejos que se creían y se llamaban a sí mismos los gobernantes de Diaspar. Había visto a los verdaderos gobernantes de la ciudad y había hablado con ellos en el profundo silencio de su mundo brillante y subterráneo. Así, dominado por su furia y su arrogancia, Alvin se despojó del disfraz de humildad e inocencia y los Consejeros trataron de encontrar inútilmente de nuevo al muchacho cortés y comedido que sólo unos minutos antes había hablado con ellos tan respetuosamente.

—¿Por qué quieren ustedes cerrar el camino a Lys?

Se hizo un profundo silencio en la Cámara del Consejo, pero los labios de Jeserac se contrajeron en una sonrisa disimulada y breve. Ese Alvin resultaba nuevo para él, pero menos extraño y lejano que el otro, el que había hablado unos momentos antes.

En un principio, el Presidente pareció ignorar el desafío a su autoridad que implicaba la rotunda pregunta de Alvin. En realidad no lograba aceptar la idea de que se trataba simplemente de la pregunta inocente de los labios de un muchacho, sobre todo debido al tono violento con que había sido pronunciada.

—Se trata de un asunto de alta política que no puede ser discutido aquí —dijo pomposamente—, pero Diaspar no puede arriesgarse a ser contaminado por otras culturas.

Al terminar sus palabras le dirigió a Alvin una sonrisa benevolente y un tanto teñida de superioridad.

—Resulta extraño que en Lys se me dijera lo mismo —replicó Alvin fríamente— sobre Diaspar…

Se sintió satisfecho al ver una expresión de enojo y preocupación en su audiencia, pero no les dio tiempo a que lo interrumpieran.

—Lys —continuó— es mucho mayor que Diaspar y su cultura, ciertamente, no es inferior a la nuestra. Ellos siempre supieron de nuestra existencia pero decidieron que era mejor hacer como que la ignoraban para… como usted ha repetido, evitar la contaminación. ¿No resulta obvio que ambos estamos equivocados?

Miró expectante a la fila de rostros pero no pudo leer en ninguno de ellos la menor comprensión para sus palabras. De repente su odio contra aquellos hombres viejos, de ojos fatigados, fue in crescendo. La sangre le afluyó a las mejillas y su voz se hizo más alta y había en ella una nota de helado desprecio que incluso el más pacífico y tranquilo de los Consejeros no podía ignorar.

—Nuestros antepasados —comenzó Alvin— construyeron un imperio que llegaba hasta las estrellas. Los hombres iban y venían a su voluntad de uno a otro de esos mundos… Y ahora sus descendientes tienen miedo de salir fuera de los muros de su propia ciudad. ¿Debo decirles por qué?

Hizo una pausa. No hubo el menor sonido ni el menor movimiento en la amplia sala.

—Porque tenemos miedo —añadió seguidamente—, miedo de algo que sucedió al principio de nuestra historia. Se me dijo la verdad en Lys, pero ya anteriormente yo había supuesto algo semejante. ¿Tenemos que escondernos para siempre en Diaspar, como unos cobardes, pretendiendo creer que no existe nada fuera de nuestros muros… sólo porque hace medio billón de años los Invasores nos obligaron a regresar a la Tierra?

Alvin había puesto el dedo en la llaga de su terror secreto, ese miedo que él jamás sintió como los demás habitantes de Diaspar y cuyo poder no podía comprender. Ahora esos ancianos podían hacer lo que desearan: él había dicho la verdad.

Su furia se fue desvaneciendo y pronto volvió a ser el mismo Alvin de siempre. Incluso llegó a sentirse un poco alarmado por lo que había hecho.

Pero no quiso demostrar su leve inquietud y, en un último gesto de independencia, se volvió hacia el Presidente, que aún no había salido de su asombro.

—¿Tengo su permiso para marcharme?

Nadie pronunció una palabra, pero la ligera inclinación de cabeza del Presidente le devolvió su tranquilidad perdida parcialmente por unos brevísimos instantes. La gran puerta se abrió ante él y no fue hasta mucho tiempo después de que de nuevo volviera a cerrarse, cuando la tormenta estalló en el interior de la Cámara del Consejo.

El Presidente esperó hasta que los ánimos se hubieron serenado un poco. Seguidamente se volvió hacia el anciano Jeserac, el mentor de Alvin.

—Me parece —dijo— que en primer lugar lo que debemos hacer es escuchar las explicaciones que esté en condiciones de darnos.

Jeserac consideró minuciosamente las palabras del Presidente del Consejo tratando de ver si en ellas podía existir alguna trampa peligrosa para él. Luego se decidió a contestar.

—Creo que Diaspar está a punto de perder uno de sus más destacados cerebros.

El Presidente pareció no entender lo que el anciano insinuaba.

—¿Qué es lo que quiere usted decir?

—¿No es obvio? Ahora el joven Alvin estará a medio camino ya de la tumba de Yarlan Zey. No, no creo que debamos interferir. Sentiré mucho perder a ese muchacho aunque él jamás se preocupó demasiado por mí…

Suspiró ligeramente y después continuó con cierta tristeza:

—La verdad es que jamás se preocupó demasiado por nadie salvo de Alvin de Loronei.