—Como puede ver —concluyó Alvin— cumplirá cualquier orden que yo le dé, por complicada que sea. Pero tan pronto le hago alguna pregunta sobre su origen se queda «congelado», como ahora.
La máquina de Shalmirane flotaba inmóvil sobre el asociador principal y sus lentes cristalinas brillaban a la luz plateada como las piedras de una maravillosa joya.
De todos los robots que Rorden había encontrado en su vida éste era el más sorprendente. Estaba casi completamente seguro que había sido construido por una civilización no humana. Con tales sirvientes eternos no resultaba sorprendente que la personalidad del Maestro hubiera logrado sobrevivir tantas eras históricas.
El regreso de Alvin trajo consigo tantos problemas que Rorden casi se sentía asustado sólo de pensar en ellos. Él mismo no había encontrado sencillo aceptar la existencia de Lys con todas las implicaciones que eso envolvía y se preguntaba cómo reaccionaría Diaspar ante el nuevo conocimiento. Posiblemente la enorme inercia de la ciudad sería como un colchón que suavizaría el shock. Ciertamente, tendrían que pasar muchos años antes de que sus habitantes apreciaran en su importancia plena el hecho de que no eran los únicos habitantes de la Tierra.
En cuanto a Alvin, tenía su propia forma de hacer las cosas y por ello su camino era mucho más rápido. Llegó a haber momentos en los que Rorden lamentó el fracaso del plan de Seranis… ¡Todo hubiera sido mucho más simple si Alvin hubiera perdido por completo la memoria de lo que le había sucedido y había visto fuera de Diaspar! El problema era inmenso y, por segunda vez en su vida, Rorden no podía decidir cuál era el curso de acción correcto. Se preguntaba cuántas veces más Alvin se colocaría en dilemas parecidos y sólo de pensarlo aparecía en sus labios una sonrisa mitad irónica mitad amarga. Para él, desde luego, aquello no implicaba diferencia alguna, pues estaba convencido de que Alvin haría siempre las cosas que le vinieran en gana.
De momento sólo una decena de personas, fuera de la familia del muchacho, conocían lo sucedido. Sus padres, con los cuales tenía tan poco en común, a los que se pasaba semanas sin ver, parecían seguir creyendo todavía que, simplemente, había pasado esos días en otra parte de la ciudad. Jeserac fue la única persona que reaccionó con determinada violencia y una vez que hubo superado la impresión se enfrascó en una dura disputa con Rorden y desde entonces casi no se dirigían la palabra. Alvin, que hacía ya tiempo que veía venir este estado de cosas entre ambos, sólo podía suponer las razones generales de la disputa pero, para su disgusto y desilusión, ninguno de los protagonistas quiso hablar con él del asunto.
Posteriormente llegaría el momento de ver cómo reaccionaba Diaspar ante esa verdad: de momento Alvin estaba tan interesado en el robot que no le quedaba tiempo para preocuparse por ninguna otra cosa. Sentía, y este sentimiento era compartido por Rorden, que la leyenda que había oído en Shalmirane sólo era un fragmento de otra mucho más extensa. Al principio, Rorden se había mostrado escéptico y seguía creyendo que «Los Grandes» no eran otra cosa que uno de los innumerables mitos religiosos que habían pasado por la Tierra. Sólo el robot sabía la verdad, pero había logrado desafiar, victoriosamente, a un millón de siglos de preguntas sobre su origen y parecía dispuesto a seguir haciéndolo durante muchos milenios más.
—El problema principal estriba en que ya no quedan ingenieros en el mundo —comentó Rorden.
Alvin se lo quedó mirando extrañado. Pese a sus contactos con el Archivero Mayor, que habían aumentado bastante su vocabulario, aún seguían existiendo muchas palabras arcaicas, como por ejemplo «ingeniero», que no entendía.
—Un ingeniero —explicó Rorden— era un hombre que diseñaba, planeaba y construía máquinas y aparatos. Para nosotros resulta imposible imaginar una era sin robots, pero todas las máquinas que existen en el mundo tuvieron que ser inventadas en una u otra ocasión. Hasta que se construyó el Robot Maestro hacía falta la existencia de hombres bien preparados para cuidarse de los robots. Una vez que se construyeron máquinas capaces de cuidar de las otras, los ingenieros humanos dejaron de ser necesarios. Creo que ésta es una explicación lógica aunque desde luego no sea más que una charla sin trascendencia. Todas las máquinas que existen y que poseemos, existían ya al comienzo de nuestra historia e, incluso, muchas otras desaparecieron antes de que nuestra civilización comenzara.
—Como aparatos voladores y naves espaciales —añadió Alvin.
—Sí —añadió Rorden—, como los grandes comunicadores que podían alcanzar las estrellas. Todas estas invenciones desaparecieron cuando dejaron de ser necesarias.
—Sigo creyendo —dijo Alvin meneando la cabeza— que la desaparición de las naves espaciales no puede ser explicada de manera tan sencilla. Pero volvamos a referirnos a las máquinas: ¿cree usted que el Robot Maestro puede ayudarnos? Yo jamás he visto uno, desde luego, y no sé mucho sobre ellos.
—¿Ayudarnos? ¿De qué modo?
—No estoy seguro —dijo Alvin vagamente—. Tal vez ellos puedan forzarlo a obedecer todas mis órdenes. ¿No están para reparar? Supongo que eso será como una especie de reparación…
La voz fue desfalleciendo paulatinamente como si él mismo hubiera sido incapaz de convencerse de que sus palabras eran acertadas y lógicas.
Rorden sonrió: la idea era demasiado ingenua como para poner en ella mucha fe. Sin embargo, este trabajo de investigación histórica era el primer esquema por el que podía entusiasmarse… Y de momento no era capaz de encontrar un plan mejor.
Caminó hacia el asociador, sobre el cual seguía flotando el robot como en una postura de estudiada indiferencia. Cuando comenzó, casi de manera automática, a colocar sus preguntas en el teclado, se sintió de repente tan conmovido por su incongruencia que rompió a reír.
Alvin se quedó mirando a su amigo con sorpresa cuando Rorden se dirigió a él.
—Alvin —dijo entre risas—. Temo que aún tenemos que aprender muchas cosas sobre las máquinas.
Dejó sus manos sobre el suave acero del cuerpo del robot y añadió:
—Las máquinas no comparten los sentimientos humanos, como bien sabes. No era necesario, de ningún modo, que habláramos en voz baja, como hemos hecho, como si temiéramos herir sus sentimientos.
* * *
Este mundo, Alvin lo sabía, no había sido hecho para el hombre. Bajo el resplandor de las luces tricromáticas —tan fuertes y oscilantes que hacían doler los ojos— los largos y anchos pasillos se extendían hasta el infinito. Por esos pasillos entraban todos los robots de Diaspar al final de su vida paciente y servil, pero sólo una vez en un millón de años se oía el eco de unos pasos humanos.
No había resultado difícil localizar los mapas de la ciudad subterránea, la ciudad de las máquinas sin las cuales Diaspar no podía existir. A unos pocos cientos de metros hacia adelante se abría a una cámara circular de más de dos kilómetros de anchura, con el techo soportado por grandes columnas que debían soportar el inimaginable peso de la Central de Energía. Aquí, si el mapa decía la verdad, los Robots Maestros, las mayores de todas las máquinas inteligentes, vigilaban el buen funcionamiento de Diaspar.
Sí, la cámara estaba allí y era mucho mayor de lo que Alvin se había imaginado, pero ¿dónde estaban las máquinas? Alvin se detuvo un momento, sorprendido, ante el tremendo espectáculo, y al mismo tiempo carente para él de significado, que se ofrecía a sus ojos. El corredor terminaba en la alta pared de la cámara —seguramente la mayor cavidad jamás construida por el hombre— y a ambos lados había rampas que descendían a los pisos inferiores. Cubriendo el total de ese enorme espacio, brillantemente iluminado, había centenares de grandes estructuras blancas que surgían de un modo tan inesperado que, por un momento, Alvin tuvo la impresión de hallarse en una ciudad humana subterránea y que éstos eran sus edificios. La impresión era vívida y resultaba verdaderamente imposible librarse de ella por completo. Por ninguna parte veía señal de lo que había esperado: el brillo familiar del metal que desde el comienzo de esas Eras el hombre estaba acostumbrado a asociar con sus sirvientes mecánicos.
Allí estaba el fin de una evolución casi tan larga como la del hombre. Sus comienzos se perdían en las nieblas de la Era del Alborear, cuando la humanidad había aprendido a utilizar la energía y a enviar sus máquinas a circular por el mundo.
El vapor, el agua, el viento, y muchas otras cosas, habían ido utilizados durante un corto período y después fueron abandonados. Durante siglos, la energía de la materia sirvió para mover todas las máquinas del mundo hasta que a su vez también fue superada y sustituida. Con cada cambio, las máquinas viejas tenían que ser sustituidas y eran abandonadas, olvidadas, cuando las nuevas las reemplazaban. Lentamente, durante un período de millones de años, se llegó a una aproximación muy cercana de la máquina ideal, perfecta. Un ideal que primero fue un sueño, después un proyecto próximo y, finalmente, una realidad:
Ninguna máquina debía tener piezas móviles.
Allí estaba la última expresión de ese ideal. Su realización le costó al hombre, tal vez, un millar de millones de años y después de conseguido este triunfo, le volvió para siempre la espalda a las máquinas.
El robot que ellos buscaban no era tan grande como la mayor parte de sus compañeros, pero Alvin y Rorden se sintieron como enanos cuando estuvieron frente a él. Sus cinco hileras con sus líneas horizontales le daban la impresión de una bestia agazapada y, al compararlo con su propio robot, Alvin no pudo menos de extrañarse de que ambas máquinas pertenecieran al mismo mundo.
A un metro aproximadamente del suelo un amplio panel transparente ascendía cubriendo casi la totalidad de la estructura. Alvin apoyó su frente contra el extraño y cálido material y miró en el interior de la máquina. Al principio no logró ver nada, pero después, cuando sus ojos se habituaron, pudo distinguir millares de débiles puntitos luminosos que parecían flotar en la nada. Estaban alineados tridimensionalmente en una extraña celosía cuya forma no significaba nada para él, como las estrellas tampoco significaron nada para el hombre antiguo.
Rorden se le había unido y juntos miraron las entrañas del gigantesco monstruo mecánico. Aun cuando estuvieron estudiándolo durante varios minutos, ni uno solo de los millares de puntitos de luz se movió de su sitio ni varió la intensidad de su brillo. Poco después, Alvin se separó de la máquina y se volvió a su amigo.
—¿Qué tipo de máquinas son éstas? —preguntó Alvin lleno de perplejidad.
—Si nosotros pudiéramos mirar en nuestras propias mentes —respondió indirectamente Rorden—, veríamos que su esquema resulta igualmente falto de significado para nosotros. Esos robots nos parecen inmóviles porque nosotros no somos capaces de leer sus pensamientos.
Por vez primera Alvin miró la larguísima avenida, jalonada de titanes, con cierto sentido de comprensión. Durante toda su vida había aceptado la existencia de robots y otras máquinas automatizadas como lo más natural. Había admitido el milagro de los sintetizadores que durante siglos y siglos estuvieron dotando incansablemente a la ciudad de todo lo que necesitaba. Miles de veces había observado el acto de creación que esas máquinas ejecutaban, sin pararse a pensar que en algún lugar tenía que estar el prototipo de aquellas cosas que él había visto venir al mundo.
Al igual que una mente humana puede ocuparse durante algún tiempo con un solo pensamiento, así esos grandes cerebros podían captar y conservar para siempre las ideas más intrincadas. Los modelos de todas las cosas creadas debían estar conservados para siempre en sus mentes eternas, sin necesitar otra cosa que la orden de una voluntad humana para producirlas con plena realidad.
El mundo había caminado muy deprisa, quemando etapas, desde que el primer hombre de las cavernas afiló pacientemente la punta pétrea de su flecha y el filo de sus cuchillos de pedernal.
—Ahora nuestro problema está en entrar en contacto con el gran Robot Maestro —explicó Rorden—. No puede tener ningún conocimiento directo del hombre porque no existe medio alguno para que nosotros podamos afectar su conciencia. Si mi información es correcta, en alguna parte debe haber una máquina intérprete. Se trata de un tipo especial de robot que puede convertir las instrucciones humanas en órdenes al alcance de la comprensión del Robot Maestro. Son máquinas dotadas de inteligencia pura con muy escasa memoria, es decir, todo lo contrario de estas otras, que poseen una memoria tremenda y una inteligencia relativamente pequeña.
Alvin meditó un momento. Después señaló a su propio robot.
—¿Por qué no lo utilizamos a él? —sugirió—. Los robots poseen unas mentes muy formalistas. No se negará a transmitir nuestras instrucciones, aunque dudo de que el Robot Maestro jamás se haya encontrado en una situación semejante.
Rorden se echó a reír.
—Eso creo yo también, pero puesto que por aquí hay una máquina especialmente construida para este trabajo, opino que lo mejor que podemos hacer es valernos de ella.
El intérprete era un aparato relativamente pequeño construido en forma de herradura en torno a una pantalla visual que se iluminó cuando se acercaron a ella. De todas las máquinas que se guardaban en aquella caverna ésa fue la única que demostró reconocer y reaccionar ante la presencia del hombre, pero su saludo resultó un poco seco. En la pantalla aparecieron las siguientes palabras:
EXPONGA SU PROBLEMA
POR FAVOR PIENSE CON LA MAYOR CLARIDAD
Ignorado el insulto implícito en la advertencia, Alvin comenzó a exponer su historia. Aunque se había comunicado frecuentemente con robots, mediante la palabra o el pensamiento, sintió la impresión de que en esa ocasión se estaba dirigiendo a algo que era más que un aparato mecánico, más que una máquina. Pese a que se trataba de una cosa sin vida, poseía una inteligencia que podía ser mayor que la suya propia. Era un extraño pensamiento pero no llegó a deprimirlo hasta un punto desagradable, si bien no pudo evitar el preguntarse de qué servía la inteligencia si se daba sola, sin estar acompañada de otras cualidades y características.
Sus palabras cesaron y de nuevo cayó sobre ellos el silencio sobrecogedor de esa sala cargada de energía invisible, inmóvil e impasible. Por un momento la pantalla se vio cruzada por jeroglíficos, signos ininteligibles y puntos y líneas aparentemente desordenados. Después todo aquello se aclaró y en la pantalla apareció escrita la respuesta de la máquina:
REPARACIÓN IMPOSIBLE
ROBOT DE TIPO DESCONOCIDO
Alvin se volvió a su amigo con un gesto de desilusión, pero aun antes de que pudiera expresar en palabras su desengaño, las letras de la pantalla cambiaron y un segundo mensaje apareció en ella:
COMPLETADA DUPLICACIÓN
POR FAVOR COMPRUEBE Y FIRME
Al mismo tiempo una luz roja comenzó a lucir intermitentemente sobre un panel horizontal que Alvin no había observado antes, aunque estaba seguro de que no tenía más remedio que haberlo visto si hubiera estado allí con anterioridad. Intrigado se aproximó hacia él, pero un grito de Rorden le hizo detenerse sorprendido. Rorden estaba señalándole el gran Robot Maestro donde Alvin había colocado su máquina unos minutos antes.
El robot de Shalmirane no se había movido en lo más mínimo pero se había multiplicado, más exactamente se había duplicado. En el aire, a su lado, había otro robot que era una copia exactamente igual, un doble perfecto, tan perfecto que Alvin ni siquiera podía saber cuál era el original y cuál el duplicado que acababa de nacer.
Rorden también parecía igualmente sorprendido aun cuando su capacidad de reacción aparentemente era mayor que la de su joven amigo.
—Por casualidad —le explicó a Alvin con tono excitado— estaba mirando allí cuando sucedió. Me dio la impresión de que, de manera repentina, adquirieran existencia millones de copias a cada lado del robot original. Después todas ellas desaparecieron hasta quedar sólo esas dos. La que está a la derecha es el original.