5. EL PAÍS DE LYS

Todo había sido así de sencillo. Nada parecía indicar que acababa de realizar un viaje que sería más influyente y decisivo que ningún otro en la historia del Hombre.

Cuando comenzó a buscar el camino para salir de la cámara, Alvin tuvo ya la primera indicación de que se encontraba en una civilización muy distinta de la que acababa de dejar. El camino a la superficie estaba iluminado y conducía por un bajo túnel, situado en un extremo de la caverna. Y por el túnel se llegaba a unas escaleras. Una cosa así era algo casi completamente desconocido en Diaspar. A las máquinas no les gustan las escaleras y los arquitectos de la ciudad habían construido rampas o corredores inclinados cuando había un cambio de nivel del suelo. ¿Era posible que en Lys no existiesen máquinas? La idea resultaba tan fantástica que Alvin la rechazó de inmediato.

La escalera era corta y terminaba junto a unas puertas que se abrieron cuando se aproximó a ellas. Cuando se cerraron silenciosamente tras él, Alvin se encontró una amplia habitación cúbica que no parecía tener otra salida que aquélla por la que había llegado. Se quedó extrañado por un momento y comenzó a examinar la pared opuesta. Lo estaba haciendo así cuando la puerta por la que había entrado se abrió de nuevo. Sintiéndose un tanto descorazonado, Alvin abandonó el lugar… para encontrarse en otro distinto al que dejara al entrar en la habitación cúbica: un pasillo abovedado que conducía, en reducida pendiente, hasta una arcada que servía de marco a un semicírculo de firmamento. Comprendió que debía haber ascendido algunos cientos de metros mientras estuvo en la habitación cúbica pero no había notado la menor sensación de movimiento. Se apresuró a dirigirse hacia la salida, al otro lado de la cual brillaba el sol.

Se encontró en la falda de una colina baja y por un momento tuvo la impresión de que se encontraba de nuevo en el Parque central de Diaspar. Pero si aquello era realmente un parque resultaba demasiado enorme para que su mente pudiera aceptarlo. La ciudad que había esperado encontrar no aparecía por parte alguna. A todo el alcance de su vista no había más que bosques y llanuras cubiertas de hierba.

Después, Alvin alzó sus ojos hacia el horizonte y allí, por encima de los árboles, deslizándose en un gran arco de izquierda a derecha que parecía rodear al mundo, se alzaba una línea pétrea que dejaba reducidos a enanos los más altos edificios de Diaspar. Aquello se hallaba tan distante que los detalles se perdían en la lejanía, pero, pese a eso, Alvin pudo observar en su silueta algo que le causó extrañeza. Cuando sus ojos se acostumbraron a la inmensidad colosal del paisaje, se dio cuenta de que esas enormes murallas lejanas no podían haber sido construidas por el Hombre.

El tiempo no había logrado conquistarlo todo. ¡La Tierra seguía teniendo montañas de las cuales podía sentirse orgullosa!

Durante un buen rato Alvin se quedó en la boca del túnel acostumbrándose lentamente al mundo extraño en el que se encontraba. Miró a todas partes sin poder descubrir el menor rastro de vida humana. Pero la carretera que conducía hacia el pie de la colina parecía bien cuidada. No tenía más remedio que seguirla.

Al pie de la colina, la carretera desaparecía entre árboles tan altos que casi ocultaban el sol. Cuando Alvin caminó bajo ellos, a su sombra, una extraña mezcla de aromas y sonidos pareció saludarle. El sonido del viento entre las hojas ya lo había conocido anteriormente, pero, aparte de éste, nuevos y vagos sonidos, millares de ellos, no decían nada a su mente. Le invadieron olores desconocidos, aromas que ya habían desaparecido incluso en la memoria de su raza. El agradable calor, la profusión de olores y colores y la invisible presencia de un millón de criaturas vivas le sacudieron con una violencia casi física.

De improviso se encontró frente a un lago. A su derecha desaparecieron los árboles para dejar paso a una gran extensión de agua manchada por algunas pequeñas islas. Jamás en su vida había visto Alvin tan grandes cantidades de tan precioso líquido. Caminó por las orillas del lago y dejó que el agua cálida acariciara sus dedos al deslizarse por entre ellos.

El gran pez plateado que pasó nadando rápidamente bajo las aguas, fue el primer ser vivo no humano que Alvin viera en su vida. Alvin, sin embargo, no pudo menos que preguntarse por qué esa silueta le era tan familiar. Y recordó acto seguido, los registros y grabaciones visuales que Jeserac le había mostrado cuando niño y supo dónde había visto antes esas líneas tan llenas de gracia. La lógica podría decirle que el parecido tal vez fuera sólo obra de la casualidad, pero semejante lógica, en esta ocasión, hubiera fallado.

A través de las Edades, los artistas se habían sentido inspirados por la singular belleza de las grandes naves espaciales que unían un mundo con otro. Antaño hubo artesanos que no se habían limitado a trabajar sobre el metal fundido o la piedra tallada, sino también con el más imperecedero de todos los materiales: carne, huesos y sangre. Pese a que su raza y todos ellos habían sido olvidados por completo, uno de sus sueños había sobrevivido a la ruina de las ciudades y al hundimiento de los continentes.

Finalmente, Alvin se libró del encanto del lago y continuó su camino por la sinuosa carretera. Volvió el bosque a circundarlo nuevamente, pero sólo durante unos momentos. A continuación el camino desembocaba en un gran calvero que tendría un kilómetro de anchura y el doble de longitud. Entonces, Alvin comprendió por qué no había visto rastro alguno de ser humano.

El calvero estaba lleno de bajos edificios de sólo dos pisos, con sus fachadas pintadas con colores suaves que ofrecían un dulce descanso a los ojos pese a la fuerza de los rayos solares. Su diseño era recto, limpio, con una tendencia a lo funcional, pero algunos de ellos estaban construidos en un complejo estilo arquitectónico que incluía el empleo de columnas estriadas y piedras graciosamente labradas. En esos edificios, que parecían muy antiguos, aún se usaba el arco ojival, tan inconmensurablemente arcaico.

Mientras marchaba lentamente hacia el pueblo, Alvin seguía esforzándose en adaptarse al nuevo ambiente que le rodeaba. Nada había allí que le resultara familiar: incluso el aire que respiraba le parecía distinto. Y las gentes altas, de pelo dorado, que iban de un lado a otro entre los edificios, resultaban muy distintos de los apáticos, lánguidos y desinteresados habitantes de Diaspar.

Alvin estaba ya a punto de alcanzar el pueblo, cuando vio a un grupo de hombres que se acercaba intencionadamente hacia él. Sintió una repentina y profunda excitación y la sangre latió más apresuradamente en sus venas. Por un instante pasó por su mente la memoria de todos los encuentros transcendentales del hombre con otras razas. Y se detuvo a poca distancia del grupo que acudía a recibirle.

Sus componentes parecían sorprendidos de verlo, pero no tanto como él había esperado. Rápidamente comprendió la razón. El que parecía el jefe del grupo le tendió la mano con ese gesto anticuado de amistad.

—Decidimos que era mejor que le esperásemos aquí —dijo—. Nuestro hogar es muy distinto a Diaspar y el camino desde la estación de llegada hasta aquí ofrece a nuestros visitantes la oportunidad de que se… aclimaten.

Alvin aceptó la mano abierta que se le ofrecía y, por un instante, estuvo demasiado atónito y sorprendido como para responder.

—¿Sabían ustedes mi llegada? —pudo preguntar con tono vacilante al cabo de unos instantes.

—Siempre nos enteramos cuando el transportador se pone en movimiento. Pero no esperábamos a una persona tan joven como usted. ¿Cómo descubrió el camino?

—Creo que es mejor que contengamos de momento nuestra curiosidad, Gerane —dijo otro de los componentes del grupo—. Seranis está esperando.

El nombre de «Seranis» fue precedido de una palabra que a Alvin le resultaba desconocida. En cierto modo parecía contener una expresión de respeto suavizado por el afecto.

Gerane pareció mostrarse conforme con las palabras del que le había interrumpido y el grupo, con Alvin, se puso en camino hacia el pueblo. Mientras caminaban, Alvin estudió el rostro de sus acompañantes. Parecían hombres afectuosos, bondadosos e inteligentes. No había en sus faces esos signos de aburrimiento o de fatiga mental y brillante decadencia que un visitante de Diaspar hubiera encontrado en un grupo semejante. Con su mente despejada tuvo la impresión de que todos ellos poseían muchos de los dones humanos que su propio pueblo había perdido. Cuando sonreían, lo que hacían frecuentemente, mostraban sus filas de dientes marfileños, esas perlas que el Hombre había perdido y vuelto a ganar, para perderlas de nuevo, en la larguísima historia de su evolución.

Los habitantes del pueblo lo contemplaron con franca curiosidad cuando cruzó las calles en compañía de los que acudieron a recibirle. Se sintió divertido al ver la profunda sorpresa con que le contemplaban algunos niños. Ningún otro hecho aislado le hizo pensar con tanta intensidad en la enorme diferencia que separaba a este mundo del que a él le era habitual. Diaspar había pagado, y muy caro, el precio de la inmortalidad.

El grupo se detuvo ante el mayor de los edificios que Alvin había visto desde su llegada al pueblo. Estaba en su centro y de un asta que se alzaba sobre su pequeña torre circular pendía un estandarte verde que se mecía al viento.

Todos, con la excepción de Gerane, se echaron a un lado y se colocaron detrás de él cuando entraron en el edificio. En el interior reinaba un gran silencio y la temperatura era fresca y agradable. Los rayos penetraban suavizados por las paredes translúcidas y lo iluminaban todo con un resplandor delicado y tranquilizador. En las paredes, artistas de gran habilidad y poder creativo habían representado escenas de la vida en el bosque. Mezclados con éstos, había otros murales que representaban cosas que no decían nada a la mente de Alvin, pero que resultaban armónicas y agradables a la vista. Embutido en una de las paredes había algo que no había esperado encontrar allí ni por lo más remoto: un receptor visiofónico, de gran belleza, cuya pantalla conformaba un laberinto de brillantes colores.

Subieron una corta escalera de caracol que les condujo al piso principal del edificio. Desde ese punto se ofrecía a la vista la panorámica de todo el pueblo y Alvin se dio cuenta de que estaba formado por unas cien casas. En la distancia, los árboles se extendían por doquier y entre ellos circulaban arroyuelos anchos y límpidos. Pudo ver algunos animales en el bosque, pero su conocimiento de zoología y biología era demasiado superficial como para poder adivinar su naturaleza.

En la penumbra de la torre había dos personas sentadas junto a una mesa que lo observaron con atención e intensidad. Cuando se levantaron para saludarle, Alvin se dio cuenta de que una de ellas era una mujer majestuosa, muy bella, cuyos cabellos rubios como el oro estaban surcados por mechones grises. Supuso que esta mujer debía ser Seranis. Al mirarla a los ojos, le parecía ver la expresión de esa sabiduría y profunda experiencia que en ocasiones parecía encontrar en Rorden, cuando se hallaba a su lado, y más raramente en Jeserac.

El otro era un muchacho, poco mayor que él en apariencia, y Alvin no necesitó una segunda mirada para darse cuenta de que era el hijo de Seranis. Las facciones limpias y serenas eran las mismas aun cuando sus ojos expresaban sólo amistad y no esa sabiduría y conocimientos casi aterradores de los de su madre. El cabello también era distinto, negro en vez de dorado. Y, no obstante, a nadie podía habérsele escapado el parentesco existente entre ellos.

Alvin se sintió demasiado impresionado y se volvió hacia su guía en busca de apoyo. Pero Gerane había desaparecido. En esos momentos, Seranis sonrió y Alvin sintió que se desvanecía su temor.

—¡Bienvenido a Lys! —le dijo—. Yo soy Seranis y éste es mi hijo Theon que un día me sucederá en mi cargo. Tú eres el visitante más joven de los que han venido de Diaspar. Dime cómo descubriste el camino.

Vacilando al principio, y después cada vez con mayor confianza y seguridad, Alvin le relató su historia. Theon parecía entusiasmado con ella y escuchaba sus palabras con avidez, como si no deseara perderse ni una sola de ellas. No cabía duda de que Diaspar debía ser para él un mundo tan extraño como Lys lo era para Alvin. Pero el joven se dio cuenta de que, contrariamente a su hijo, Seranis parecía saber todo lo que le estaba explicando y en una o dos ocasiones le hizo preguntas que demostraban que, en algunos asuntos relacionados con Diaspar, su conocimiento superaba incluso al del propio Alvin. Cuando éste terminó su relato, se hizo un silencio que nadie rompió por unos momentos. Después, Seranis se le quedó mirando y le dijo con tranquilidad:

—¿Por qué has venido a Lys?

—Quería explorar el mundo —replicó—. Todo el mundo me decía que aparte de Diaspar sólo existía el desierto que nos rodeaba, pero yo deseaba asegurarme por mí mismo.

Los ojos de Seranis tenían una expresión de gran simpatía e incluso cierta compasión cuando habló de nuevo:

—¿Y fue ésa la única razón?

Alvin vaciló. Cuando respondió, no fue el explorador el que habló sino el muchacho apenas salido de la infancia.

—No, no fue la única razón, aunque la otra no acabé de conocerla hasta ahora: me encontraba solo.

—¿Solo? ¿En Diaspar?

—Sí —dijo Alvin—. Yo he sido el único niño que ha nacido allí en los últimos siete mil años.

Aquellos ojos maravillosos seguían fijos en él y parecían explorar lo más profundo de sus pensamientos. Alvin llegó a la conclusión de que Seranis podía leer en su mente. Y cuando tuvo ese pensamiento se dio cuenta de que en el rostro de Seranis hubo una momentánea expresión de sorpresa… por lo que advirtió que su suposición había sido acertada. Antaño, en tiempos pretéritos, las máquinas y los hombres tuvieron ese poder y todavía las máquinas, que no habían cambiado en todo ese tiempo, seguían disfrutando de ese poder de leer las órdenes de sus dueños. Pero en Diaspar, el Hombre había perdido ese don que había dado a sus esclavos mecánicos.

Con extraordinaria rapidez, Seranis interrumpió sus pensamientos.

—Si lo que andas buscando es otro tipo de vida —le dijo— tus investigaciones han llegado a su fin. Aparte de Diaspar y nosotros, más allá de nuestras montañas sólo existe el desierto.

Resultó extraño que Alvin, que con anterioridad siempre había puesto en tela de juicio expresiones tan concretas expuestas por otros, en esta ocasión no tuvo la menor duda de que las palabras de Seranis respondían a la verdad. Su única reacción fue de tristeza, al pensar que todo lo que habían dicho en Diaspar estuviera tan cerca de la verdad.

—Dígame algo de Lys —preguntó—. ¿Por qué han vivido separados de Diaspar durante tanto tiempo si ustedes conocían nuestra existencia?

Seranis sonrió al escuchar esta pregunta.

—No es fácil responder a esa pregunta en pocas palabras, pero haré todo lo que esté en mi poder para explicártelo: debido a que has vivido en Diaspar toda tu vida, has llegado a pensar que el hombre es un ente de ciudad. Y eso no es cierto, Alvin. Desde que las máquinas nos trajeron la libertad, siempre existió una rivalidad entre dos distintos tipos de civilización. En la Era del Alborear existían millares de ciudades, pero una gran parte de la raza humana vivía en comunidades parecidas a este pueblo nuestro.

»No tenemos documentos históricos en nuestros archivos —continuó Seranis— que nos digan cuándo fue fundado nuestro pueblo, Lys, pero sí sabemos que nuestros más remotos antepasados odiaban intensamente la vida en la ciudad, y no querían integrarse en ellas. Pese a la evolución y al transporte universal, se mantuvieron apartados del resto del mundo y desarrollaron una cultura independiente que llegó a ser una de las más elevadas entre las distintas razas humanas en sus millones y millones de años de existencia. Transcurrieron las distintas Eras de la raza humana y cada una de estas dos culturas continuó avanzando por distintos caminos, y con el transcurrir de los siglos y milenios la diferencia, el abismo que separaba esas dos culturas, se fue haciendo cada vez mayor. La brecha que separaba a Lys de las ciudades se hizo mucho más profunda. Sólo hubo un puente entre ellos y nosotros en épocas de la Gran Crisis: cuando la Luna cayó, sabemos que su destrucción fue planeada y llevada a cabo por los científicos de Lys. Lo mismo ocurrió cuando hubo que defender la Tierra contra los Invasores, y fuimos nosotros quienes los contuvimos en la Batalla de Shalmirane.

»El gran esfuerzo —siguió la bella mujer— dejó exhausta a la humanidad. Una tras otra, las grandes ciudades fueron muriendo y el desierto las invadió. Cuando la población comenzó a descender, la humanidad se lanzó a una migración que habría de hacer de Diaspar la última y la mayor de todas las ciudades. La mayoría de esos cambios pasaron también sobre nosotros, pero no nos afectaron demasiado. Sabíamos que teníamos que vencer nuestra última batalla, la batalla contra el desierto. La barrera natural que nos ofrecían las montañas no era suficiente y hubieron de pasar muchos miles de años antes de que lográramos asegurar nuestra tierra. Enterradas profundamente, muy por debajo de la superficie de Lys, hay máquinas que nos seguirán dando agua en abundancia en tanto que no se hayan agotado todas las reservas de la Tierra, o, mejor dicho, en tanto que exista la Tierra, pues los Océanos siguen existiendo todavía, ocupando miles y miles de kilómetros cuadrados de la superficie del planeta.

Seranis hizo una pausa. Alvin estaba impresionado.

—Ésta es, brevemente, nuestra historia —continuó Seranis—. Ya puedes ver que, incluso en las Eras del Alborear, no tuvimos demasiadas relaciones con las ciudades, aun cuando sus habitantes venían frecuentemente al campo, a visitarnos. Jamás se lo impedimos, puesto que muchas de nuestras más grandes personalidades llegaron del Exterior. Sin embargo, cuando las ciudades comenzaron a desintegrarse, a morir, no quisimos mezclarnos en su decadencia. Con el final del transporte aéreo, sólo quedó un medio posible para llegar a Lys: el sistema de transportadores de Diaspar. Hace cuatrocientos millones de años ese camino fue cerrado por acuerdo mutuo. Pero nosotros siempre nos acordamos de Diaspar y no acabo de comprender por qué vosotros os olvidasteis de Lys.

Seranis sonrió débilmente, no sin cierto rasgo de ironía.

—Realmente Diaspar nos ha sorprendido. Esperábamos que siguiera la suerte de las demás ciudades, pero en vez de morir, logró una cultura estable que es muy posible que se mantenga en tanto que viva nuestro planeta, la Tierra. No es, precisamente, una cultura que nosotros podamos admirar, pero la verdad es que nos alegramos de que quienes intentaron escapar del final común lo lograran. Son muchos más de cuanto puedes pensar los que han hecho el mismo camino que acabas de realizar. Y todos ellos fueron hombres notables entre nosotros.

Alvin se preguntó cómo podría Seranis estar tan segura de la veracidad de sus palabras, de que respondían a los hechos. Naturalmente no aprobaba su actitud con respecto a Diaspar. Él había «escapado», pero, después de todo, la forma de vida de Diaspar no era completamente absurda.

En algún lugar vibró una gran campana con un «boom» que murió armónicamente en el aire tranquilo. Sonó seis veces y cuando la última nota se desvaneció en el silencio, Alvin se dio cuenta de que el sol estaba ya muy bajo en el horizonte y que, en Oriente, el cielo anunciaba ya la llegada del crepúsculo.

—Tengo que regresar a Diaspar —dijo—. Rorden debe estar esperándome.