1. LA PRISIÓN DE DIASPAR

La lección había terminado. El soporífero murmullo del hipnono, alcanzó de repente un tono agudo, de pitido, y cesó de pronto con una triple nota de mando. Después, la máquina se difuminó y desapareció mientras Alvin seguía con los ojos perdidos en el vacío y su mente regresaba desde las edades más remotas para reencontrarse con la realidad.

Jeserac fue el primero en hablar; su voz parecía preocupada y un tanto insegura.

—Éstos son los ficheros más antiguos del mundo, Alvin. Sólo en ellos está registrado cómo era la Tierra antes de la llegada de los Invasores. Y muy pocos son los que han tenido ocasión de verlos.

Lentamente, el muchacho se dio la vuelta para mirar a su profesor. Había algo en sus ojos que preocupaba al anciano y, una vez más, Jeserac lamentó su acción. Comenzó a hablar con rapidez, como si quisiera así liberar su conciencia.

—Ya sabes que nunca hablamos de los tiempos antiguos, y si te he mostrado esos archivos ha sido sólo porque parecías ansioso por verlos. No debes dejar que te disgusten demasiado. En tanto que sigamos siendo felices, ¿importa mucho cuál sea la parte del mundo que ocupemos? El pueblo al que hemos estado vigilando dispone de mucho más espacio, pero se siente mucho menos satisfecho de lo que estamos nosotros.

¿Era esto cierto?, se preguntó Alvin. Pensó de nuevo en el desierto que rodeaba a la isla que era Diaspar y su mente regresó al mundo que había sido la Tierra. Volvió a ver las grandes superficies de las aguas azules, infinitas, mucho más grandes que las tierras secas, cuyas olas llegaban rodando para acariciar las playas arenosas y doradas. En sus oídos parecía resonar todavía ese rumor de las aguas rompiendo contra las playas, que había cesado hacía ya medio millón de años. Y se acordó de las praderas y los bosques y de las extrañas bestias que antaño compartieron el mundo con el hombre.

Todo eso había pasado ya. Nada quedaba de los océanos, salvo los grandes desiertos salinos, agitados y sacudidos por los vientos. Sal y arena de un Polo a otro con sólo las luces de Diaspar brillando en medio de ese enorme desierto que un día acabaría también por engullírsela.

Y ésas eran las últimas cosas que el hombre conservaba, mientras sobre la tremenda desolación las estrellas olvidadas seguían brillando como siempre.

—Jeserac —dijo finalmente Alvin—, en una ocasión estuve en la Torre de Loranne. Ya nadie vivía allí, y pude dirigir mi vista por encima del desierto. Reinaba la oscuridad y no podía ver el suelo, pero el cielo estaba lleno de luces coloreadas. Lo estuve mirando durante mucho rato y esas luces permanecieron inmóviles. En vista de ello me alejé de allí. Esas luces eran las estrellas, ¿verdad?

Jeserac se sintió alarmado. Era cosa de investigar detenidamente cómo había sido posible que Alvin llegara a la Torre de Loranne. La curiosidad del muchacho se estaba haciendo peligrosa.

—Sí, esas luces eran las estrellas —respondió brevemente—. ¿Qué ocurre con ellas?

—Antes solíamos visitarlas, ¿no es verdad?

—Sí —la respuesta llegó después de una larga pausa.

—¿Por qué dejamos de hacerlo? ¿Quiénes fueron los Invasores?

Jeserac se puso de pie. Su respuesta pareció el eco de algo que todos los maestros del mundo hubieran estado repitiendo a lo largo de todos los tiempos.

—Ya basta por hoy, Alvin. Más tarde, cuando seas mayor ya te explicaré más cosas, pero por ahora ya es suficiente. Creo que sabes demasiado.

Alvin nunca volvió a plantear de nuevo esa pregunta. Más tarde no tendría necesidad de una respuesta, que ya sería clara y concisa para él. Y en Diaspar existían muchas cosas para ocupar la mente, tantas que, durante meses, pareció olvidar la extraña inquietud que sólo él parecía sentir.

Diaspar era un mundo en sí. Allí el hombre había reunido todos sus tesoros, todo lo que había podido salvarse de la ruina del pasado. Todas y cada una de las ciudades antaño existentes, le dieron algo a Diaspar. Incluso antes de que llegaran los Invasores, el nombre de Diaspar había sido ya conocido en todos los mundos que el hombre había perdido.

En la construcción de Diaspar se concentraron toda la habilidad, toda la capacidad y todo el talento artístico de las Eras del Alborear. Cuando esos maravillosos días se encaminaban a su fin, los hombres geniales remoldearon la ciudad y la dotaron de las máquinas que habrían de convertirla en inmortal. Aun cuando todo llegara a ser olvidado, Diaspar seguiría viviendo y conduciría a la salvación a los descendientes del hombre por la corriente interminable del tiempo.

Los habitantes de Diaspar se sentían, quizá, tan contentos y satisfechos como cualquiera de las razas que conoció el mundo. Y, a su manera, eran felices. Pasaban sus largas vidas entre una belleza jamás superada, pues el trabajo de millones de siglos fue dedicado a la gloria de Diaspar.

Ése era el mundo de Alvin, un mundo que hacía ya muchas Eras históricas se precipitaba, graciosamente, en la decadencia. Esto era algo de lo que Alvin no tenía una completa noción, pues el presente estaba tan pleno de maravillas, que resultaba sumamente fácil olvidar el pasado. ¡Había tanto que hacer, tanto que aprender antes de que los largos siglos de su juventud transcurrieran en el tiempo!

La música fue la primera de las artes que despertaron su interés y, durante mucho tiempo, estuvo experimentando con diversos instrumentos. Pero ésta, la más antigua de todas las artes, se había convertido en algo tan complejo que se precisaban mil años para dominar todos sus secretos y, en vista de ello, acabó por abandonar sus ambiciones. Podía escuchar y deleitarse con la música, pero era incapaz de crearla y sabía que nunca podría hacerlo.

Durante mucho tiempo, el convertidor de pensamientos le causó gran satisfacción. En sus pantallas había configurado modelos, y maquetas de colores, y formas distintas —deliberadamente o no—, usualmente copias de los grandes maestros de la antigüedad. Cada vez con mayor frecuencia, se vio creando paisajes soñados del desvanecido Mundo Hundido y, frecuentemente, sus pensamientos se volvieron anhelantes hacia las fichas que Jeserac le había mostrado. Así, la fungible llama de su descontento se agotaba al alcanzar los niveles de la conciencia, aunque todavía se sentía tremendamente aburrido y preocupado por la vaga inquietud que frecuentemente le embargaba.

Pero a lo largo de los meses y los años esa inquietud fue aumentando. Antaño, Alvin se había sentido satisfecho por compartir los placeres y los intereses de Diaspar, pero sabía que eso no le bastaba ya. Sus horizontes estaban extendiéndose y el saber que toda su existencia se vería limitada siempre por los muros de la ciudad se le hizo intolerable. Conocía perfectamente que no había otra alternativa, pues las arenas del desierto cubrían todo el mundo.

Había visto el desierto tan sólo unas cuantas veces en su vida, y tampoco conocía a nadie que lo hubiera visto en toda su extensión. El temor de las gentes hacia el mundo exterior era algo que no podía comprender. Él no lo sentía y sí solamente curiosidad por el misterio. Y esa llamada se le presentaba, como en esta ocasión, cada vez que se sentía aburrido de Diaspar.

Los caminos móviles se deslizaban transportando vida y color con las gentes de la ciudad que se dirigían a resolver sus asuntos. Aquellos con los que se encontraba, sonreían a Alvin cuando éste se dirigía hacia la Central a gran velocidad. Algunos lo saludaban llamándolo por su nombre. Antes se había sentido halagado por el pensamiento de que todo el mundo lo conocía en Diaspar, pero en estos momentos eso le causaba muy poca satisfacción.

En pocos minutos el canal expreso le sacó fuera del núcleo superpoblado de la ciudad y sólo había pocas personas al alcance de su vista cuando se detuvo suavemente en una ancha plataforma de mármol brillantemente coloreado. Los caminos móviles formaban parte tan integrante de su vida, que Alvin jamás llegó a imaginar que pudieran existir otras formas de transporte. Un ingeniero del mundo antiguo se hubiera vuelto loco poco a poco, al tratar de comprender cómo una carretera sólida podía estar fija en sus extremos, mientras que su centro se movía a cientos de kilómetros por hora. Algún día, tal vez, Alvin se sentiría intrigado por ello, pero en el presente aceptaba su medio ambiente tan libre de críticas como los demás ciudadanos de Diaspar.

La parte de la ciudad a la que había llegado se hallaba desierta. Aun cuando la población de Diaspar no se había alterado numéricamente desde hacía milenios, era costumbre que las familias se mudaran frecuentemente de lugar. Un día, la marea de la vida volvería a invadir esa zona, pero las grandes torres viviendas llevaban ya cientos de miles de años abandonadas.

La plataforma de mármol terminaba junto a un muro atravesado por túneles brillantemente iluminados. Sin vacilación, Alvin eligió uno de ellos y se metió en él. El campo peristáltico lo captó inmediatamente y le impulsó hacia adelante mientras se tumbaba, cómodamente, para contemplar lo que le rodeaba.

No parecía posible, en absoluto, que se encontrara en un túnel excavado profundamente bajo la superficie. El arte que había utilizado Diaspar para sus cuadros estaba presente con plena intensidad y sobre Alvin los cielos parecían abiertos a los vientos de la gloria. A su alrededor estaban los edificios en espiral de la ciudad, resplandecientes bajo la luz solar. No era la ciudad propia, tal y como él la conocía, sino un Diaspar de remotos tiempos. Y aun cuando la mayor parte de los grandes edificios le resultaban familiares, había en ellos sutiles diferencias que aumentaban el interés de la escena. Alvin hubiese querido marchar más lentamente, pero jamás pudo descubrir un medio de retrasar su avance por el túnel.

Demasiado pronto para su gusto, se encontró depositado en una amplia cámara de forma elíptica, completamente rodeada de ventanas. A través de ellas pudo contemplar un exuberante paisaje de jardines llenos de las más brillantes flores. Aún había jardines en Diaspar, pero aquéllos existían sólo en la mente del artista que los había concebido. Ciertamente, ya no existían flores como ésas en el mundo actual.

Alvin atravesó una de aquellas puertas-ventanas y la ilusión desapareció. Se halló en un pasaje circular que se curvaba lentamente hacia arriba. Bajo sus pies, el suelo comenzó a avanzar lentamente como si no deseara conducirlo a su destino. Dio unos cuantos pasos hasta que su velocidad fue tan grande que cualquier movimiento por su parte hubiera sido un esfuerzo inútil.

El corredor seguía inclinado hacia arriba y al cabo de unos cien metros formó un ángulo recto. Pero eso sólo se percibía en su análisis geométrico: para los sentidos era como si fuese transportado velozmente por un corredor totalmente plano. El hecho de que estaba viajando realmente en trayectoria vertical, a miles de metros de altura, no le causaba a Alvin el menor sentimiento de inseguridad, pues no podía pensarse en un fallo del campo polarizante.

De nuevo el corredor comenzó a inclinarse «hacia abajo» hasta que otra vez formó un ángulo recto. El movimiento del suelo se fue haciendo imperceptiblemente más lento hasta que se detuvo al final de una amplia sala, cuyas paredes estaban cubiertas de espejos. Alvin sabía que en esos momentos se encontraba en la cúspide de la Torre de Loranne.

Se detuvo por un momento en la sala de los espejos que tenía una fascinación única. Por lo que Alvin sabía, no había nada comparable en todo Diaspar. Debido a un extraño don del artista, sólo muy pocos de los espejos reflejaban la escena tal y como era en realidad e incluso éstos cambiaban constantemente su posición. Alvin estaba convencido de ello. El resto reflejaba algo y resultaba verdaderamente desconcertante el verse a sí mismo caminando en medio de un paisaje siempre cambiante y completamente imaginario. Alvin se preguntó qué haría si, de pronto, viera a alguien aproximándose a él en ese mundo de espejos, pero hasta entonces esa situación jamás se había producido.

Cinco minutos más tarde se encontró en una habitación pequeña y desnuda, por la que soplaba continuamente un viento cálido. Formaba parte del sistema de ventilación de la torre y el aire en movimiento salía por una serie de amplias aberturas que horadaban la pared del edificio. Por esos agujeros podía verse el mundo que existía debajo de Diaspar.

Tal vez sería exagerado decir que Diaspar había sido edificado deliberadamente para que sus habitantes no pudieran ver nada del mundo exterior. Resultaba extraño que desde ninguna otra parte de la ciudad, por lo que Alvin sabía, pudiera verse el desierto. Las torres más externas de Diaspar formaban una muralla en torno a la ciudad, vuelta de espaldas al mundo hostil que quedaba al otro lado. Alvin volvió a pensar en ese pueblo extraño que se negaba a hablar e, incluso, a pensar en nada situado fuera de su reducido universo.

A miles de metros por debajo de él, la luz del sol se despedía del desierto. Los rayos casi horizontales formaban dibujos luminosos en la pared oriental de la pequeña cámara y la sombra de Alvin se agigantaba monstruosamente detrás de él. Con la mano protegió sus ojos del brillo del sol y se quedó mirando el campo por donde, desde hacía un número desconocido de Eras, no había caminado el hombre.

Realmente no había mucho que ver: sólo las anchas sombras de las dunas arenosas y, mucho más lejos, hacia el Oeste, una baja hilera de colinas discontinuas tras las cuales se estaba ocultando el sol. Resultaba extraño pensar que de los millones de seres humanos que vivían en Diaspar, sólo él había contemplado este panorama.

No hubo crepúsculo. Al marcharse el sol, la noche cayó repentinamente como un viento que cruzara el desierto repartiendo las estrellas por el cielo. Arriba, hacia el Sur, ardía una extraña formación que ya había intrigado anteriormente a Alvin: un círculo perfecto de seis estrellas de color con una gigantesca estrella blanca en el centro. Muy pocas otras estrellas tenían tal brillo, pues los grandes soles que antaño ardieron tan poderosamente en los días de gloria de su juventud, se apagaban ya, lentamente, camino de su extinción.

Durante mucho tiempo, Alvin estuvo mirando afuera, observando las estrellas alejadas del Oeste. Allí, en la profunda oscuridad, muy por encima de la ciudad, su mente parecía trabajar con una claridad supernormal. Había muchos vacíos en su conocimiento, pero poco a poco el problema de Diaspar se le estaba revelando.

La raza humana había cambiado y él no. Antaño, aquella curiosidad y deseo de saber que le diferenciaban del resto de las gentes, había sido un sentimiento común compartido por todos. Muy atrás en el tiempo, millones de años antes, debió ocurrir algo que cambió por completo a la humanidad. Esas inexplicables referencias a los Invasores, ¿contenían tal vez la respuesta?

Era hora de regresar. Cuando se levantó para marcharse, Alvin se sintió asaltado de repente por un pensamiento que nunca antes se le había ocurrido. El agujero de ventilación era casi horizontal y de unos cuatro metros aproximadamente de longitud. Siempre imaginó que debía terminar en la misma muralla de la torre, pero eso no era más que una simple presunción. En esos momentos se le ocurrió que existían muchas otras posibilidades. Desde luego era más que probable que hubiera un obstáculo de cualquier tipo en la abertura, aun cuando sólo fuese por razones de seguridad. Ahora era ya demasiado tarde para explorarlo, pero al día siguiente volvería…

Sentía pena por haber tenido que mentir a Jeserac, pero como el anciano desaprobaba sus excentricidades, se trataba de una mentira piadosa encaminada a evitarle un disgusto. Alvin, además, no podía decir con claridad qué era lo que pensaba descubrir. Sabía perfectamente que si, de un modo u otro, conseguía salir de Diaspar, tendría que regresar pronto. La excitación propia de un escolar al pensar en una posible aventura, era su única justificación.

No le resultó difícil abrirse camino a lo largo del túnel, aunque tampoco le habría sido más fácil el año anterior. El pensamiento de una posible caída desde una altura de mil quinientos metros no preocupaba en absoluto a Alvin, puesto que el Hombre había perdido totalmente su temor a las alturas. En realidad el salto fue sólo de un metro hasta una amplia terraza que se extendía a izquierda y derecha por delante de la cara de la torre.

Alvin se deslizó hasta fuera con la sangre latiéndole agitadamente en las venas. Ante él, en toda su amplitud, sin la limitación anterior del marco de un estrecho rectángulo de piedra, se extendía la inmensidad del desierto. Sobre él, la fachada de la torre se alzaba unos cientos de metros más hacia el cielo. Lo edificios vecinos se extendían al Norte y al Sur, formando un avenida de titanes. La Torre de Loranne, observó Alvin con interés, no era la única que tenía aberturas de ventilación sobre el desierto. Por un momento se quedó de pie, extasiado ante el tremendo paisaje que se abría ante sus ojos; seguidamente examinó el saliente sobre el que se encontraba.

Tenía algo así como unos seis o siete metros de ancho y terminaba abruptamente en el vacío. Sin temor alguno, Alvin se colocó al borde del precipicio y pudo observar que el desierto estaba como a unos ochocientos metros por debajo de él. No había la menor oportunidad de escapar por allí.

Más interesante resultaba el hecho de que en uno de los extremos de la terraza había una escalera que, aparentemente, conducía a otra terraza, o saliente, situada unos cien metros más abajo. Los escalones estaban tallados en el muro de la torre y Alvin se preguntó si llegarían hasta la superficie de la tierra. Era una oportunidad verdaderamente excitante. En su entusiasmo, no quiso tomar en cuenta el enorme esfuerzo físico que requería ese descenso de más de mil quinientos metros.

La escalera, sin embargo, sólo descendía unos cien metros. Se detenía, de manera repentina, en un gran bloque de piedra que parecía haber sido colocado allí, adrede, para cortar el paso. No había forma de salvar el obstáculo. Sí, estaba seguro de que el camino había sido cortado deliberada y concienzudamente.

Alvin se aproximó al obstáculo con un gran desánimo en el corazón. Había olvidado la completa imposibilidad de subir una escalera de más de un kilómetro y medio de altura en el caso de que hubiese podido completar el descenso, y sintió un gran disgusto al pensar que había llegado tan lejos sólo para toparse cara a cara con la derrota.

Se acercó a la gran piedra y, entonces, por vez primera, vio el mensaje grabado en ella. Las letras eran arcaicas, pero pudo descifrarlas con bastante facilidad. Leyó tres veces la sencilla inscripción. Después sentóse en los bordes de la piedra, y miró de nuevo el inalcanzable paisaje que se extendía a sus pies. La inscripción sobre la piedra decía:

HAY UN CAMINO MEJOR

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Alaine de Lyndar