Mientras descendía hacia Darwin, el avión penetró en una densa nube de humo negro. Las ventanas se oscurecieron de repente, bloqueando la luz estival de Autralasia, y los motores protestaron. Joan había estado hablando en voz baja con Alyce Sigurdardottir. Pero en ese momento, al sentir la incómoda tensión del cinturón sobre el vientre, se movió en su asiento. Era un avión espacioso y confortable, en el que hasta los asientos de clase turista estaban organizados en grupos de cuatro o seis alrededor de pequeñas mesas, unas condiciones muy diferentes a las que recordaba Joan de una infancia pasada viajando por el mundo con su madre, una paleontóloga, en aviones que parecían transportes de ganado. En el año 2031, una época agitada, la gente que viajaba no era demasiado numerosa, y aquellos que lo hacían tenían garantizado un poco más de confort.
De repente, al sentir el roce del peligro, cobró consciencia del lugar en el que se encontraba y de la gente que la rodeaba.
Observó a la chica que se sentaba frente a Alyce y ella. La chica, que a primera vista parecía rondar los catorce años, tenía un aparato plateado pegado a la oreja y había estado viendo en la pantalla imágenes de la nave de Marte. Incluso allí, a diez mil metros sobre el mar de Timor, estaba conectada a la red electrónica que unía a la mitad de la población del planeta, inmersa en ruido e imágenes relucientes y danzarinas. Su pelo era de un color azul pálido… puede que aguamarina. Y sus ojos eran de un brillante naranja, el mismo color del polvo marciano que llenaba la pantalla. Sin duda, pensó Joan con amargura, tendría muchas otras «mejoras» menos visibles. Sumergida en el capullo de su propia consciencia expandida, la chica no había notado siquiera la presencia de las dos mujeres de mediana edad que se sentaban frente a ella. Su única reacción había sido un leve movimiento de los ojos al ver la figura de Joan, mientras se sentaba, que Joan había podido leer como si fuese un libro abierto: ¿Embarazada a esa edad? Puaj…
Pero mientras el avión descendía trabajosamente por el cielo lleno de nubes, la chica, distraída por un momento de su burbuja de alta tecnología, había vuelto la mirada hacia la oscuridad de la ventana, y la inmaculada tez de su frente se había arrugado. Puso cara de temor… un temor bien justificado, pensó Joan. Toda su perfección genética no valdría un céntimo si el avión se estrellaba. Joan sintió una punzada de malicia, de una envidia absolutamente inapropiada en una mujer de treinta y cuatro años. Sé adulta, Joan. Todo el mundo, enriquecido genéticamente o no, necesita contacto humano. ¿No es ese el argumento central de tu conferencia, que el contacto humano va a salvarnos a todos?
Se inclinó hacia la chica y extendió la mano.
—¿Te encuentras bien, querida?
La chica esbozó una sonrisa llena de unos dientes tan blancos que casi resplandecían.
—Estoy bien. Es que… ya sabe, el humo. —Tenía el acento nasal de la costa oeste de los Estados Unidos.
—Incendios —dijo Alyce Sigurdardottir, mientras su rostro curtido se plegaba en una sonrisa. La primatóloga era una mujer esbelta de unos sesenta años, pero las arrugas de su cara le hacían parecer mayor—. No es nada más que eso. Los incendios estacionales de Indonesia y de la costa este de Australia. Hoy en día duran meses, todos los años.
—Oh —dijo la chica. No parecía muy aliviada—. Pensé que podía ser Rabaul.
Joan dijo:
—¿Y tú sabes algo de Rabaul?
—Lo que todo el mundo —dijo la chica con un deje de presunción en el tono de voz—. Es una enorme caldera volcánica en Papúa Nueva Guinea. Al norte de Australia, ¿verdad? El siglo pasado sufría pequeños terremotos y erupciones cada dos años, más o menos. Y en las dos últimas semanas ha habido terremotos de magnitud uno en la escala Richter casi todos los días.
—Estás bien informada —dijo Alyce.
—Me gusta saber adónde voy.
Joan asintió y reprimió una sonrisa.
—Muy sensata. Pero Rabaul no ha sufrido una erupción importante desde hace casi mil años. Sería una auténtica desgracia que ocurriera precisamente cuando tú estás a pocos cientos de kilómetros, eh…
—Bex. Bex Scott.
Bex —¿de Rebecca?— Scott. Pues claro. Alison Scott era una de las participantes más destacadas de la conferencia, una programadora genética a la que adoraban los medios de comunicación y que tenía varias hijas preciosas y manipuladas genéticamente.
—Bex, en serio, el humo del exterior es cosa de los incendios. No estamos en peligro.
Bex asintió pero Joan se dio cuenta de que no estaba del todo convencida.
—Bueno —dijo con voz animosa—, si vamos a achicharrarnos en una caldera volcánica, será mejor que nos conozcamos primero. Me llamo Joan Useb. Soy paleontóloga.
Bex dijo:
—¿Una cazadora de fósiles?
—Más o menos. Y esta señora…
—Me llamo Alyce Sigurdardottir. —Alyce extendió una mano muy esbelta—. Encantada de conocerte, Bex.
—Perdonad, pero tenéis unos nombres bastante raros —dijo Bex, mirándolas fijamente.
Joan se encogió de hombros.
—Useb es un nombre San… o su versión inglesa. El auténtico es mucho más difícil de pronunciar. Mi familia tiene profundas raíces en África… muy profundas.
—Y yo —dijo Alyce— soy de padre americano y madre islandesa. Un romance militar. Es una larga historia.
Joan dijo:
—Vivimos en un mundo mezclado. El hombre ha sido siempre una especie vagabunda. Los nombres y los genes están dispersos por todas partes.
Bex miró a Alyce con el ceño fruncido:
—Me suena tu nombre. ¿Chimpancés?
Alyce asintió.
—He seguido parte del trabajo de Jane Goodall.
Joan dijo:
—Alyce forma parte de una larga línea de importantes primatólogas… Siempre me he preguntado por qué es un campo en el que destacan las mujeres.
Alyce sonrió.
—Eso es generalizar un poco, ¿no, Joan? Pero… bueno, los estudios sobre el comportamiento de los primates en el medio salvaje requieren… requerían décadas de observación, porque eso es lo que los animales tardan en vivir sus vidas. Así que hace falta paciencia y capacidad de observar sin interferir. Puede que estos sean rasgos femeninos. O puede que lo que nos guste sea escapar de las jerarquías masculinas del mundo académico. La jungla es bastante más civilizada.
—No obstante —dijo Joan—, es una tradición consolidada. Goodall, Birute Galdikas, Dian Fossey…
—Soy la última de una especie en extinción.
—Como tus chimpancés —dijo Bex con sorprendente brutalidad. El silencio de las dos mujeres la hizo sonreír—. Han desaparecido de la jungla, ¿no? Destruidos por el cambio climático.
Alyce sacudió la cabeza.
—En realidad no. El culpable fue el comercio de carne animal.
Sin prodigarse demasiado en detalles le contó que hacia el final, mientras ella estaba trabajando en Camerún, los madereros se habían abierto camino hacia el corazón de las junglas tropicales, seguidos por los cazadores.
—¿Pero eso no es ilegal? —preguntó Bex—. Pensaba que todas esas especies antiguas estaban protegidas.
—Por supuesto que era ilegal. Pero la carne equivale a dinero. Oh, los nativos siempre han cazado monos. La carne de gorila era una comida muy prestigiosa. Si tu suegro venía de visita, no podías darle pollo. Pero cuando llegaron los madereros de Europa, la cosa empeoró mucho. La carne de mono se puso de moda.
La teoría del agujero negro de la extinción, pensó Joan. Toda vida, toda ella, desaparece en última instancia en los agujeros negros que los seres humanos tienen en el centro de la cara. Pero ¿qué sería lo siguiente? ¿Seguiremos abriéndonos camino a mordiscos por el gran árbol de la vida hasta que no quede nada más que nosotros y las algas?
—Pero —dijo Bex en una demostración de sensatez—, en los zoológicos sigue habiendo gorilas y chimpancés, ¿verdad?
—No todas las especies lo consiguieron —dijo Alyce—. Incluso aquellas que sí conseguimos salvar, como los chimpancés comunes, no se reproducen bien en cautividad. Son demasiado listos. Mira: los chimpancés son nuestros parientes vivos más cercanos. En la jungla vivían en familias. Utilizaban herramientas. Libraban guerras. Kanzi, el chimpancé que logró aprender un lenguaje de signos sencillo, era un chimpancé bonobo. ¿Has oído hablar de él?… Pues ahora los bonobos se han extinguido. Extinguido. Eso significa que han desaparecido para siempre. ¿Cómo podemos llegar a comprendernos si nunca hemos llegado a comprenderlos a ellos?
Bex estaba escuchando educadamente pero parecía un poco distante. Se había criado con discursos como aquel, pensó Joan. Para ella debían de significar poco o nada, ecos de un mundo desaparecido antes siquiera de que ella hubiera nacido.
Alyce se apartó y en su rostro se dibujó una antigua frustración. Y, mientras tanto, el avión siguió avanzando a ciegas por el cielo inundado de humo.
Para romper la pequeña tensión creada —no había pretendido darle lecciones a la chica, solo distraerla— Joan cambió de tema.
—Alyce estudia criaturas que están vivas. Pero yo estudio a los seres del pasado…
Aquello pareció interesar a Bex y, en respuesta a sus preguntas, Joan le contó que había seguido el ejemplo de su propia madre y que su trabajo se había desarrollado principalmente en los desiertos de Kenia.
—La gente no deja muchos fósiles, Bex. Tardé varios años en aprender a encontrar esos fragmentos diminutos en el suelo. Es un mal lugar para trabajar, seco como un sarmiento, un lugar en el que todos los arbustos tienen espinas para impedir que les robes el agua… Y después de eso regresas al laboratorio y pasas los siguientes años analizando los fragmentos, tratando de descubrir más sobre cómo vivía aquel hom de hace un millón de años, cómo murió y quién era.
—¿Hom?
—Perdona. Homínido. Jerga profesional. Los homínidos son las criaturas más próximas al hombre que los chimpancés: los pitecinos, el Homo erectus, los Neandertales…
—¿Y todo eso lo sacas de unos trozos de hueso?
—Todo sale del hueso, sí. ¿Sabes?, tras varios siglos de trabajo, no hemos desenterrado más que dos mil individuos de nuestra prehistoria: dos mil personas, nada más, de los miles de millones que nos precedieron en la oscuridad. Y a partir de ese puñado de huesos hemos tratado incluso de inferir la enrevesada historia de la humanidad y de las especies precursoras, desde los tiempos del cometa que aniquiló a los dinosaurios… —Y sin embargo, pensó con nostalgia, a falta de una máquina del tiempo, la paciente labor de la arqueología era lo único que había, la única ventana al pasado.
Bex estaba volviendo a parecer distante.
Joan recordó un viaje que había hecho a Hell Creek, Montana, cuando tenía la edad de aquella chica, trece o catorce. Su madre trabajaba allí porque era un famoso campo de restos de dinosaurios. Allí podían encontrarse pruebas del tremendo acontecimiento que había puesto fin a la era de los dinosaurios, en las rocas, en una capa de arcilla gris más pequeña que su mano. Era la arcilla que marcaba la frontera entre el Cretácico y el Terciario, el material que se había posado los primeros años tras el impacto. Estaba llena de ceniza, el detrito de un desastre colosal.
Y debajo de aquella arcilla, un día, su madre había encontrado un diente.
—… Joan, esto no es solo un diente. Creo que es un diente de Purgatorius.
—¿Qué?
Su madre era grande, estaba acalorada y tenía el rostro cubierto de una película de polvo y sudor.
—Un Purgatorius. Un mamífero de la era de los dinosaurios. Estaba justo debajo de la arcilla fronteriza.
—¿Todo eso puedes averiguarlo con un solo colmillo?
—Claro. Míralo. Es una pieza precisa de ingeniería dental, resultado de ciento cincuenta millones de años de evolución. Verás, está todo relacionado. Si eres mamífero, necesitas dientes especializados para poder desgarrar la carne más deprisa, porque tienes que alimentar un metabolismo más rápido. Pero si tu madre da leche, no necesitas los dientes definitivos desde el principio. Las herramientas especializadas crecen más adelante. ¿Nunca te habías preguntado por qué tienes dientes de leche?… Joan, esto va a importarle a mucha gente. ¿Sabes por qué? Porque es un primate. Este pequeño fragmento podría ser lo único que queda de nuestro antepasado más antiguo… nuestro y de todo el mundo… y de los chimpancés, los gorilas, los lémures…
Y así continuaba. El discurso habitual de la gran profesora Useb. Con trece años, a Joan le interesaban bastante más los espectaculares cráneos de dinosaurio que un pequeño e insignificante diente como aquel. Pero sin embargo, había algo en ello que se había grabado en su mente. Y al final, momentos como aquel eran los que habían dado forma a su vida.
—… Este es el argumento principal de la conferencia, Bex —estaba diciendo Alyce—. Es una síntesis. Queremos reunir a los mayores expertos, la gente que mejor sabe cómo hemos llegado aquí, nosotros los humanos. Queremos contar la historia de la humanidad. Porque ahora tenemos que decidir cómo vamos a enfrentarnos con el futuro. Nuestro tema es: «La globalización de la empatía».
Era cierto. El auténtico propósito de la conferencia, conocido solo por Joan, Alyce y unos pocos colegas, era fundar un nuevo movimiento, establecer una nueva forma de pensar. Una nueva visión, que tal vez pudiese evitar las extinciones provocadas por el hombre.
Bex se encogió de hombros.
—¿Crees que alguien va a escuchar a un puñado de científicos? No te ofendas, pero nadie lo ha hecho hasta la fecha.
Joan se obligó a sonreír.
—No me ofendo. Vamos a intentarlo de todos modos. Alguien tiene que hacerlo.
—Pero todo eso ya no tiene sentido, ¿no? Me refiero a la arqueología.
Joan frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Bex se tapó la boca con una mano.
—No pienso decir nada más. Mi madre se pondría furiosa. —Sus ojos marcianos brillaban con fuerza.
Alyce se había ensimismado de nuevo. Su mirada estaba perdida en los ardientes rescoldos de los incendios, situados a mil kilómetros de allí.
Supongamos que te introduzco en esos estratos, que damos marcha atrás en el tiempo, le había dicho su madre a Joan. Después de solo cien mil años, perderías esa bonita frente alta que tienes. Tus piernas erguidas habrían desaparecido después de cuatro o cinco millones de años. La cola volvería a crecerte después de veinticinco millones de años. Después de treinta y cinco perderías tus últimos rasgos humanoides, como por ejemplo los dientes. No serías más que un mono, pequeña. Y luego seguirías menguando. Cuarenta años después parecerías un lémur. Y finalmente…
Finalmente sería un minúsculo roedor, corriendo para ocultarse de los dinosaurios.
Algunas veces le habían dado permiso para dormir al raso, en el aire fresco de los páramos. El cielo de Montana era enorme y estaba abarrotado de estrellas. La Vía Láctea, visión lateral de una gigantesca galaxia en espiral, era una autopista que cruzaba el firmamento. Se tumbaba mirando al cielo e imaginaba que la rocosa Tierra había desaparecido, con su cargamento de fósiles y todo, y que estaba flotando en el espacio. Se preguntaba si aquella pequeña alimaña, aquel Purgatorias, habría visto el mismo cielo. ¿Nadaban las estrellas por el cielo hacía sesenta y cinco millones de años? ¿Giraba la galaxia como una enorme peonza en la noche?
Pero hoy, pensó, el humo del volcán habría ocultado las estrellas.