Interludio

Alyce y Joan avanzaban lentamente junto con el pasaje entero hacia la terminal del aeropuerto. Llevaban solo unos minutos en aquel aire denso y lleno de humo, y Joan contaba con el brazo de Alyce Sigurdardottir para apoyarse. Pero se sentía como si estuviera derritiéndose.

Y, al bajar del avión, lo primero que había sentido había sido un terremoto. Fue una sensación extraordinaria, un cambio tan radical que rozaba lo onírico, y que había terminado antes casi de empezar.

El causante del terremoto había sido Rabaul, claro.

Bajo la isla de Papúa Nueva Guinea, estaba despertando el magma: roca fundida, una tonelada cúbica de ella. Aquella gran hemorragia había estado ascendiendo por fallas de la fina corteza exterior de la Tierra en dirección a la colosal y antiquísima caldera llamada Rabaul, a una velocidad de diez metros al mes. Era un ritmo asombroso para un evento geológico, que atestiguaba la presencia de poderosas energías. La masa ascendente había empujado la roca que tenía encima, sometiendo la tierra a una tensión terrible.

Rabaul había experimentado cataclismos tectónicos en muchas ocasiones. Los científicos humanos habían identificado dos erupciones de aquel calibre, una, hacía casi mil quinientos años, y otra, unos dos mil años antes que la primera. Era inevitable que volviera a ocurrir en algún momento.

Los demás pasajeros, mientras, convergían en grupo en la pequeña terminal bajo el humo, aparentemente ajenos al terremoto. Bex Scott se había reunido con su madre, Alison, y con su hermana, que tenía los ojos dorados y el pelo verde. Bajo un cielo teñido por fuegos remotos, mientras la Tierra se estremecía debajo de ellas sin que le prestaran la menor atención, las preciosas chicas genenriquecidas charlaban animadamente con su elegante madre. Joan se fijó en que todavía llevaban los audífonos en el interior de sus pequeñas orejas. Era como si caminaran envueltas en una nube de neón.

Joan recordó con una punzada de culpabilidad el absurdo comentario que había hecho: que Bex tenía que ser una auténtica gafe para que Rabaul saltara por los aires justo cuando ella estuviera cerca. Allí y ahora, sobre aquel suelo tembloroso, su anterior certeza parecía absurda. Pero todavía era posible que tuviera razón. La montaña podía volver a dormirse. De una forma u otra, la mayoría de la gente no pensaba en ello. Era un mundo abarrotado, con innumerables problemas más inmediatos que los estertores de un volcán.

El paseo hasta la terminal parecía interminable. El vestíbulo del aeropuerto era un lugar tétrico, a pesar de los logotipos de las corporaciones, que se veían por todas partes.

El estremecimiento intermitente de la tierra era una perturbación primitiva y el colosal zumbido de los motores sonaba como los gruñidos de unos animales decepcionados.

Entonces, Joan escuchó un estallido lejano, como si hubieran arrojado a una chimenea unos maderos mojados.

—Mierda. ¿Eso ha sido un disparo?

—Hay manifestantes junto a las vallas del aeropuerto —dijo Alyce Sigurdardottir—. Los he visto cuando entrábamos. Un grupo numeroso de desarrapados, como un poblado chabolista en movimiento.

—¿Por nosotros?

Alyce sonrió.

—No se puede montar una conferencia sobre la globalización respetable sin que aparezcan manifestantes. Vamos, es una tradición: llevan tanto tiempo saboteando eventos que los veteranos celebran reuniones. Deberías sentirte halagada de que te lomen en serio.

Joan replicó con tono sombrío:

—Entonces habrá que trabajar más duro para convencerlos de que tenemos algo nuevo que ofrecer… Tengo la sensación de que no te gusta Alison Scott.

—La vida entera de Scott, su trabajo, no es más que un espectáculo. Hasta sus hijas han sido cooptadas… no, creadas, para participar de la representación. Pero míralas…

Joan se encogió de hombros.

—Pero no puedes culparlas por genenriquecer a sus hijas. —Se acarició el vientre—. Yo no lo querría para mi pequeño. Pero la gente siempre aspira a darle a sus hijos las mejores posibilidades. El mejor colegio, la mejor lanza con punta de sílex, la mejor rama de la higuera…

Sus palabras consiguieron hacer sonreír a Alyce. Pero continuó:

—El genenriquecimiento sería deseable, al menos en cierta medida, si todo el mundo pudiera permitírselo. No hay nada fisiológicamente inevitable en la limitada capacidad de regeneración de nuestros cuerpos. Por ejemplo, ¿por qué no podemos volver a crear los miembros perdidos, como las estrellas de mar? ¿Por qué no tenemos varias filas de dientes en lugar de solo dos? ¿Por qué no podemos reemplazar las articulaciones cuando se desgastan o sufren de artritis?

»Pero ¿tú crees que eso es lo que ha hecho Alison Scott con su dinero? Mira a sus hijas, mira su pelo, sus dientes, su piel. Las entrañas son invisibles. ¿Qué sentido tiene gastar dinero si no puedes hacer ostentación de ello? El noventa por ciento del dinero que se gasta actualmente en genenriquecimiento se invierte en mejoras cosméticas, en lo visible. Las desgraciadas hijas de Scott no son más que vallas publicitarias para anunciar su riqueza y su poder. No lo llaman «genenriquecimiento» por que sí. Nunca he visto nada tan decadente.

Joan le pasó un brazo alrededor de la cintura.

—Puede que sí. Pero tenemos que ser una iglesia muy amplia. Necesitamos las contribuciones de Scott tanto como las tuyas… ¿Sabes?, me siento como si llevara un ladrillo en el estómago —dijo sin resuello.

Alyce hizo una mueca.

—Dímelo a mí. Yo tuve tres. Pero con los tres volví a Islandia a la hora de parir. Ah…, ¿un error de cálculo?

Joan sonrió.

—Un accidente. La conferencia lleva dos años programada. En cuanto al niño…

—La naturaleza sigue su curso, como siempre ha hecho, al margen de nuestras insignificantes preocupaciones. ¿Y el padre?

Otro paleontólogo, se había visto atrapado en medio de la absurda guerra que devastaba el inexistente estado de Kenia. Estaba tratando de proteger unos yacimientos de fósiles de homínidos de los ladrones. Un señor de la guerra pensó que estaba escondiendo plata, o diamantes, o vacunas del SIDA. La experiencia, y el embarazo que era su legado, habían reforzado la determinación de Joan a hacer de la conferencia un éxito.

Pero no quería hablar de ello en aquel momento.

—Es una larga historia —dijo.

Alyce pareció comprenderlo.

Finalmente lograron entrar en la terminal del aeropuerto. El frescor del aire acondicionado cayó sobre Joan como una ducha fría, aunque sintió un cierto remordimiento al pensar en los kilowatios de calor que se estaba bombeando al aire turbio en algún otro lado. Una azafata de Qantas, una aborigen, las condujo discretamente hasta una sala de recepción.

—Ha habido algunos problemas —repetía una y otra vez a los pasajeros cuando entraban—. No estamos en peligro. Pronto habrá un anuncio…

Fatigadas, Alyce y Joan se acercaron a un sofá metálico vacío. Alyce fue a comprar refrescos para las dos.

La sala de espera tenía paredes inteligentes, que ofrecían información sobre las líneas aéreas, boletines de noticias, programas de entretenimiento y servicios de telefonía. Los pasajeros estaban inquietos y cuchicheaban. Muchos de ellos habían venido para acudir a las conferencias; Joan reconoció algunas de las caras que había visto en el programa y en varios sitios web. Todos sufrían de un evidente jet-lag y parecían desorientados, exhaustos, sobreexcitados, o una mezcla de todo ello.

Un hombrecillo barrigudo con lo que en algún momento podría haberse llamado una camisa hawaiana se aproximó con timidez a Joan. Calvo, sudoroso y con una sonrisa aparentemente perenne colgada del rostro, llevaba una pequeña placa en la que alternaban a intervalos regulares imágenes de Marte, del nuevo vehículo de aterrizaje cibernético de la NASA y de un cielo anaranjado. De pequeña, Joan habría pensado que era un empollón. Pero no tenía más de treinta y cinco años. Un empollón de segunda generación, pues. El sujeto extendió la mano.

—¿Señora Useb? Me llamo Ian Maughan. Vengo del LPC. Eh…

—El Laboratorio de Propulsión de Cohetes. NASA. Recuerdo su nombre, por supuesto. —Joan se puso de pie y le estrechó la mano—. Me alegro mucho de que haya decidido venir. Especialmente a estas alturas de su misión.

—Todo marcha bien, gracias al gran Ju-ju —dijo. Pulsó la superficie de la placa—. Son imágenes en vivo, con la natural demora debida a la distancia, claro… Johnnie ha montado ya la planta productora de combustible y está empezando a extraer el metal.

—Hierro, de la oxidada roca marciana.

—Exacto.

El nombre de «Johnnie» se debía a John von Neumann, el pensador americano del siglo XX a quien se atribuía la idea de los replicadores universales, máquinas que, si contaban con la necesaria materia prima, eran capaces de manufacturar cualquier cosa, incluida una o más copias de sí mismas. «Johnnie» era un prototipo de replicador, cuyo objetivo final era fabricar una copia de sí mismo a partir de la materia prima que se podía encontrar en el propio planeta.

—Está siendo todo un éxito de público —dijo Maughan—. A la gente le encanta mirarlo. Creo que es la sensación de propósito, de logro, que transmite al terminar cada pieza.

—Realidad televisiva en directo desde Marte.

—Algo parecido, sí. Mentiría si dijera que esperábamos estas cifras de audiencia. Después de setenta años de historia, la NASA sigue sin saber manejar las relaciones públicas. Pero agradecemos la atención, sin duda.

—¿Cuándo calcula que Johnnie… hmm… dará a luz? ¿Antes de mi propio intento de replicación?

Maughan soltó una carcajada forzado, abochornado por la referencia de Joan a su humana biología.

—Bueno, es posible. Pero está avanzando a su propio ritmo. Esa es precisamente la belleza del proyecto, claro. Johnnie es autónomo. Ahora que está allí no necesita nuestra ayuda. Y como ni él ni sus hijos nos van a costar un centavo más, en realidad puede decirse que se trata de un proyecto de bajo presupuesto.

Joan pensó, ¿hijos?

—Pero Johnnie es un logro de la ingeniería más que de la ciencia —dijo Alyce. Había regresado con sendos vasos de cola para Joan y para ella—. ¿No es cierto?

Maughan esbozó una sonrisa desenvuelta. Joan comprendió al fin que, a pesar de su fachada, puede que fuera uno de los empleados del LPC con mayores dotes para las relaciones públicas. De lo contrario, no se encontraría allí.

—Esa es nuestra manera de hacer las cosas. En la NASA, la ingeniería y la ciencia siempre han de ir de la mano. —Se volvió de nuevo hacia Joan—. Pero es un honor que me hayan invitado. Sigo sin saber por qué. No soy lo que se dice un experto en biología. Básicamente, soy un científico informático. Y Johnnie no es más que otra sonda espacial, un montón de silicio y aluminio.

Joan dijo:

—Esta conferencia no trata solo sobre biología. Quería que vinieran las mejores y más brillantes mentes de muchos campos diferentes y se pusieran en contacto. Tenemos que aprender a pensar de otra manera.

Alyce sacudió la cabeza.

—Y a pesar de mi escepticismo sobre ese proyecto en concreto, creo que se subestima usted, Dr. Maughan. Piense en ello. Llega usted desnudo al mundo. Coge lo que la Tierra le ofrece, aceite, metal, y lo moldea, le otorga inteligencia, y lo arroja al espacio, en busca de otro mundo. La NASA ha tenido siempre una imagen pésima. Pero en realidad, lo que hacen es muy… romántico.

Maughan se escondió tras un chiste malo:

—Vaya, señora, tendré que invitarla la próxima vez que me presente ante el comité de revisión laboral.

La sala seguía llenándose de pasajeros. Joan dijo:

—¿Alguien sabe qué está ocurriendo?

—Son los manifestantes —dijo Ian Maughan—. Están lanzando piedras contra el recinto del aeropuerto. La policía está tratando de expulsarlos, pero es un caos. Nos han permitido aterrizar pero de momento no es seguro recoger el equipaje o abandonar el aeropuerto.

—Genial —dijo Joan—. Así que vamos a estar bajo asedio durante toda la conferencia.

Alyce preguntó:

—¿Quién es el responsable?

—Principalmente, el Cuarto Mundo. —Un grupo muy amplio, surgido de la escisión de una secta cristiana, que aseguraba representar los intereses del proletariado global: el llamado Cuarto Mundo, un colectivo menos visible aún que las naciones y grupos que conformaban el Tercer Mundo, formado por los más pobres y excluidos, situados por debajo del radar de las opulentas naciones septentrionales—. Creen que el propio Pickersgill está en Australia.

Joan sintió una punzada de inquietud. El británico Gregory Pickersgill era el carismático líder del culto central. Los peores problemas, a veces con resultado de muertes, lo acompañaban allá donde iba. Deliberadamente, apartó la preocupación de sí.

—Es cosa de la policía. Nosotros tenemos que organizar una conferencia.

—Y salvar un mundo —dijo Ian Maughan, sonriendo.

—Sí, señor.

En un rincón de la terminal se produjo una conmoción cuando entró un cajón blanco sobre unas ruedas. Era como un inmenso refrigerador. Se encendieron varias luces y las cámaras enfocaron el rostro de Alison Scott.

—He ahí un equipaje que no podía esperar —murmuró Alyce.

—Creo que se trata de material vivo —dijo Maughan—. Les he oído comentar algo sobre ello.

En aquel momento, la pequeña Bex Scott se acercó corriendo a Joan. Joan se dio cuenta de que los ojos de Ian Maughan se abrían como platos al reparar en el azul de su pelo y el rojo de sus ojos. Puede que estuvieran un poco atrasados en Pasadena.

—Oh, Dra. Useb, quiero que vea lo que ha traído mi madre. Y usted también, Dra. Sigurdardottir. Vengan, por favor. Eh… han sido muy amables conmigo en el avión. La verdad es que estaba muy asustada con todo ese humo y la vibración.

—No hemos corrido peligro real.

—Lo sé. Pero a pesar de ello era aterrador. Ustedes estaban allí y se portaron muy bien. Vengan, me encantaría que pudieran verlo.

De modo que Joan, seguida por Alyce y Maughan, se dejó conducir por la sala.

Alison Scott estaba hablando a las cámaras. Era una mujer alta e imponente.

—… especializada en la evolución del desarrollo. Evo-desa, como se conoce en los medios. Su objetivo es descubrir cómo se puede llegar a regenerar, por ejemplo, un dedo perdido. Lo hacemos estudiando genes ancestrales. Si juntamos un pájaro y un cocodrilo podemos vislumbrar el genoma de su antepasado común, un reptil anterior a los dinosaurios que existió hace unos doscientos cincuenta millones de años. Incluso antes del final del siglo XXI, un grupo de científicos fue capaz de «activar» la aparición de dientes en el pico de una gallina. Los circuitos ancestrales siguen ahí, dedicados a otros propósitos. Lo único que hace falta es encontrar el interruptor molecular correcto…

Joan levantó las cejas.

—Vaya por Dios. Ni que la reunión fuera suya…

—El oficio de esa mujer es el espectáculo —dijo Alyce con fría desaprobación—. Ni más ni menos.

Con un ademán teatral, Alison Scott dio unos golpecitos al cajón que había a su lado. La pared se volvió transparente. Un jadeo de sorpresa escapó de la multitud de curiosos… y, por detrás de este, se oyó un aullido apagado. Scott dijo:

—Les ruego que tengan presente que lo que ven es una reconstrucción genética, nada más. Ciertos detalles como el color de piel y el comportamiento han tenido que ser esencialmente inventados…

—Dios mío —dijo Alyce.

La criatura de la caja parecía, a primera vista, un chimpancé. De apenas un metro de alto, era una hembra. Sus senos y genitales eran prominentes. Pero era capaz de caminar erguida. Joan lo supo al ver la peculiar geometría de las caderas. Sin embargo, en aquel momento no estaba caminando. Estaba acurrucada en un rincón, aterrada, con las largas piernas dobladas sobre el pecho.

Bex dijo:

—Ya se lo dije, Dra. Useb, ya no tiene por qué escarbar el suelo en busca de huesos. Ahora puede conocer a sus antepasados.

A su pesar, Joan estaba fascinada. , pensó. Conoces a mis antepasadas, todas esas abuelas peludas. Ese ha sido el trabajo de mi vida y es evidente que Alisan Scott comprende el impulso. Pero ¿puede ser real esa pobre quimera? Y si no… ¿cómo eran realmente?

Bex le cogió la mano impulsivamente.

—¿Lo ve? —Sus ojos carmesí refulgían—. Le dije que no tenía que estar preocupada por la desaparición de los bonobos.

Alyce suspiró.

—Pero, hija, si no tenemos sitio para los chimpancés, ¿de dónde lo vamos a sacar para ella?

La falsificada australopitecina, aterrada, enseñó los dientes con una sonrisa de pánico.