Otra banda de niños salvajes había sido avistada, esta vez en la isla Bartolomé. Así que Joan y Lucy habían cargado sus redes, sus tásers y sus rifles hipodérmicos y estaban avanzando por el Pacífico en su lancha de motor solar.
La luz del Sol ecuatorial se reflejaba sobre las aguas e incidía en la piel picada de Joan. Tenía cincuenta y dos años, pero aparentaba muchos más, por culpa de los daños que el medio le había infligido a su piel, por no hablar de su pelo, desde lo de Rabaul. Pero Lucy había conocido a muy poca gente de verdad en el transcurso de su corta vida y tenía pocos elementos de comparación; para ella, Joan solo era Joan, su madre, su mejor amiga.
El día era luminoso y las pocas nubes que había en el cielo eran altas y finas. El Sol caía con fuerza sobre la gran vela solar que Lucy tenía encima. Sin embargo, llevaban los ponchos de campaña y cada pocos minutos levantaban la mirada al cielo. Temían que la lluvia volviera a rociarlas con las partículas tóxicas, y a veces radiactivas, que antaño habían sido campos de cultivo, ciudades y personas y que ahora rodeaban el planeta como una manta de color gris.
Y como siempre, Joan Useb parloteaba y parloteaba:
—… los británicos, Dios los tenga en su gloria, siempre fueron mi punto débil. En los días de su apogeo no siempre se comportaron bien, claro. Pero la historia del hombre y las islas Galápagos ha sido siempre triste: granjeros noruegos locos, campos de prisioneros ecuatorianos y todo el mundo devorando todo lo devorable como si fuera a acabarse el mundo. Los americanos las utilizaron para probar sus bombas. Pero lo único que hicieron los ingleses en las Galápagos fue enviar a Darwin cinco semanas, y lo único que sacaron de allí fue la teoría de la evolución…
Lucy dejó que las palabras de Joan, ecos incomprensibles de un mundo que nunca había conocido, resbalaran sobre ella.
Una bandada de pelícanos volaba sobre sus cabezas, siguiendo su lancha como siempre habían seguido las embarcaciones pesqueras y de turismo que navegaban por aquellas aguas. Eran grandes aves esbeltas y de plumaje negro que a Lucy le recordaban nada menos que a los pterosaurios de los libros de su madre. En el agua vio lo que parecía un león marino, atraído quizá por el zumbido del motor eléctrico de la lancha. Pero aquellos bonitos mamíferos eran muy raros últimamente, por culpa de la basura tóxica que seguía circulando por los lentos océanos.
Las Galápagos estaban formadas por un puñado de conos volcánicos levantados pocos millones de años atrás sobre las aguas del Pacífico, allí en el ecuador, mil kilómetros al oeste de Sudamérica. Algunos de estos conos no eran más rocas volcánicas apiladas unas encima de otras. Pero otros habían experimentado su propia evolución geológica. En Bartolomé, por ejemplo, la capa externa de los más viejos se había desgastado y los resistentes núcleos de su interior se habían teñido de rojo a medida que el hierro que contenían se oxidaba. Luego, las formaciones viejas habían sido recubiertas por lava más reciente, campos de bombas, tubos y conos de lava, como si un paisaje lunar de color negro y gris estuviera emergiendo a los pies de los tozudos y viejos monumentos.
Pero había vida, allí, en aquellas islas nuevas y a medio formar: por supuesto que la había, un retazo de vida que una vez había sido la más famosa del mundo.
Un ave negra y enjuta se había posado sobre un pequeño promontorio. Era un cormorán: desaliñado y negro, una criatura con alas atrofiadas e inútiles y un plumaje grasiento. De pie y solo sobre su fragmento de roca volcánica, estaba contemplando el mar, paciente e inmóvil como la mayoría de la vida salvaje de aquel lugar en el que no había depredadores, como si estuviera esperando algo.
—… Feos, feos —murmuró Joan—. Las islas, los pájaros y los animales. Maravillosos, sí, pero feos… Las islas siempre han sido grandes laboratorios de la evolución. Es por el aislamiento. Vacías, pobladas por un puñado de especies que llegan volando arrastradas por la vegetación flotante y que después llenan todos los nichos ecológicos existentes. Como ese cormorán: a eso es a lo que se llega en tres millones de años, según parece, a estar a medio camino entre un pelícano y un pingüino. Pero si le das unos pocos miles de años más, esas alas inútiles se convertirán en aletas genuinas, y las plumas se volverán resistentes al agua. Me pregunto en qué se convertirá entonces… No me extraña que este lugar le abriera los ojos a Darwin. Aquí se ve cómo trabaja la selección natural.
—Madre…
—Ya lo sabes, sí. —Hizo una mueca. La máscara de su rostro se arrugó—. ¿Sabes?, el destino de los viejos es acabar convirtiéndose en sus propios padres. Mi madre me hablaba justo así. No había conversación que no se convirtiera en una conferencia…
Recalaron junto a una playa baja. La lancha llegó a tierra por sí sola y las sandalias de sus pies crujieron sobre la áspera arena negra. Lucy volvió para ayudar a su madre y, luego, las dos juntas descargaron rápida y eficientemente sus cosas.
Mientras Joan empezaba a montar las trampas, Lucy cogió un par de rifles hipodérmicos y salió a patrullar por la playa.
Era un lugar espeluznante. La arena negra estaba cubierta de rocas igualmente negras. Hasta el agua parecía negra, como un mar de petróleo, a causa del color del lecho. En la lejanía se veían mangles, árboles capaces de vivir del agua salada, una mancha verde contra un escenario de negros y rojos colores minerales.
Había iguanas marinas allí, como esculturas de un metro de longitud, con el rostro inexpresivo vuelto hacia el Sol. Como eran tan negras y estaban tan inmóviles, tuvo que mirarlas dos veces para darse cuenta de que eran criaturas vivas y no una extraña formación de cordadas de lava. Extraviadas allí, en el laboratorio de Darwin, arrastradas sobre la vegetación junto con varias especies de tortugas, las antepasadas de las iguanas habían sido criaturas de tierra firme que moraban en los árboles. Gradualmente se habían adaptado a vivir de las algas marinas. Pero tenían que escupir el exceso de sal —el aire estaba lleno con sus siseos, y los chorros que expulsaban sus bocas despedían destellos a la luz del Sol— y dependían del calor del Sol para que cocinara el alimento en el interior de sus estómagos.
Lucy tenía el rifle preparado. Si había chicos salvajes por allí, convenía estar preparada.
En la lucha por el espacio en los últimos barcos que regresaban al continente, algunos padres desesperados habían dejado allí a sus hijos. Los más débiles habían muerto rápidamente, y sus cuerpos tapizaban ahora las playas y las rocas, junto a los de los leones marinos, las iguanas y los albatros. Pero algunos habían sobrevivido. De hecho, la palabra «chicos» conducía a interpretaciones equivocadas, porque algunos de ellos formaban parte de una segunda generación, jóvenes que habían crecido sin conocer otra cosa que aquellas extensiones inhóspitas de roca y el océano interminable, con menos cultura y conocimientos aún que sus padres. Chicos salvajes, sin herramientas, con apenas un lenguaje rudimentario… pero humanos al fin y al cabo, a los que se podía recoger, educar y ayudar.
Pero que también podían morderte en una pierna.
Las trampas de Joan eran muy sencillas: una red con un cebo hecho de comida de aroma suculento. Una vez que estuvieron preparadas, Lucy y ella se ocultaron a la sombra de un afloramiento de roca volcánica medio erosionada, y se prepararon para esperar a que llegaran los salvajes.
Desde lo de Rabaul, la vida había sido dura para Joan y su hija, pero había gente en el planeta para la que lo había sido mucho más. A pesar de que su gran proyecto se había desmoronado, Joan no había dejado de trabajar. Seguida por la pequeña y curiosa Lucy, se había retirado allí, a las Galápagos.
Paradójicamente, aquellas frágiles islas habían emergido bastante intactas de la gran catástrofe global. En el pasado, vivían allí diecisiete mil personas, la mayoría de ellos ecuatorianas. Antes de lo de Rabaul, había una constante fricción entre las necesidades de la creciente comunidad y la fauna única de aquel enclave, teóricamente protegida por la legislación de Ecuador. Pero las islas siempre habían dependido del apoyo de la metrópoli. Cuando todo se vino abajo, cuando los barcos dejaron de llegar con alimentos, la mayoría de la población había huido a casa.
Así que las islas, casi despobladas —tanto de gente como de sus eternos acompañantes, las ratas y las cabras, y de sus residuos, desechos orgánicos y petróleo— habían empezado, a su modesta manera, a prosperar de nuevo.
Joan y Lucy y un puñado de personas más, entre las que se encontraba Alyce Sigurdardottir hasta el día de su muerte, se habían establecido en las ruinas de lo que una vez había sido el Centro de Investigaciones Charles Darwin, en Santa Cruz y desde allí, con la ayuda de los lugareños, se habían dedicado a ayudar a las criaturas que tanto intrigaran a Darwin en su día a superar la extinción.
Las comunicaciones duraron algún tiempo. Pero entonces, en el cénit de las guerras multipolares, alguien había decidido utilizar bombas anti-electrónica en la ionosfera y cuando los últimos satélites fueron destruidos, fue el fin de la televisión y de la radio. Joan había seguido rastreando las frecuencias con regularidad mientras habían durado los aparatos y la energía, pero habían pasado años desde que escuchara algo.
No había radio. Ni artefactos en el cielo ni barcos en el horizonte. A todos los efectos, no existía el mundo exterior.
Estaban acostumbrándose al aislamiento. Tenían que recordar que cuando algo se estropeaba, se había estropeado para siempre. Pero los suministros dejados por los miles de personas que habían huido, herramientas, ropa, baterías, antorchas, papel e incluso comida enlatada, bastarían para sustentar a la pequeña comunidad de menos de cien personas durante toda su vida.
Puede que fuese el fin del mundo, pero no allí, aún no.
La humanidad no se había esfumado; por supuesto que no. Al drama terminal que estaba desarrollándose por todo el planeta le quedaban todavía muchos años, incluso décadas, para terminar. Pero algunas veces, cuando Joan pensaba en el futuro, se daba cuenta de que no veía nada para Lucy, con sus apenas dieciocho años, ni para sus hijos: nada de nada. Así que intentaba no pensar en ello. ¿Qué otra cosa podía hacer?
A los pies de Lucy, paseaban los cangrejos entre las rocas, rojos contra la superficie negra, con aquellos ojos montados sobre antenas alargadas.
—Mamá.
—¿Sí, cariño?
—¿Alguna vez te preguntas si hacemos lo que debemos con esos niños? O sea, ¿qué habría pasado si los padres de esas iguanas les hubiesen dicho, «no, no puedes comer eso del mar. Vuelve a los árboles, que es tu sitio.»?
Joan tenía los ojos cerrados.
—¿Piensas que deberíamos dejar que los niños evolucionaran, como las iguanas?
—Bueno, igual sí.
—Para que los descendientes de un puñado de chicos pudieran adaptarse, la mayoría tendría que morir. Me temo que los humanos carecemos de la flexibilidad moral necesaria para sentarnos de brazos cruzados y dejar que eso ocurra. Pero si llega el día en que no podamos ayudarlos… bueno, entonces será el momento de que papá Darwin se haga cargo. —Joan se encogió de hombros—. Se adaptarían, eso es seguro. Pero el resultado no tendría por qué parecerse a nosotros. Para sobrevivir aquí, los cormoranes tuvieron que perder la capacidad de volar, quizá el más precioso de todos los dones. Me pregunto lo que perderíamos nosotros… Por supuesto, todo esto son prejuicios míos. Quizá sea mejor pensar que, por muy duro que nos parezca el proceso evolutivo, tal vez alumbrase la aparición de algo mucho mejor que nosotros mismos, ¿no?
Lucy le cogió la mano.
—Madre, tengo que decírtelo: tu visión del mundo es totalmente atea.
Joan se apartó un poco.
—Ah. Sabía que llegaría este día. Así que ya has descubierto al gran Ju-ju del cielo.
Lucy se puso a la defensiva.
—Tú eres la que siempre me ha animado a leer. Lo que pasa es que me cuesta creer que Dios no sea otra cosa que una construcción antropomórfica. O que este mundo sea solo… una vasta máquina que devora a nuestros hijos como si fueran un puñado de algas en un plato.
—Bueno, puede que haya lugar para Dios. Pero ¿qué clase de Dios estaría interviniendo constantemente? ¿No crees que la historia es maravillosa por sí sola?
»Míralo de este modo. Piensa en tus abuelas. En cada generación tienes muchos antepasados, pero solo una abuela materna. Así que hay una cadena molecular que llega hasta nosotras desde el pasado más profundo. Tienes diez millones de abuelas, Lucy. Desde que ese cometa aniquiló a los dinosaurios y les dio a aquellos pequeños y furtivos mamíferos su primera oportunidad, diez millones. Imagínate que estuvieran todas en fila, una detrás de otra, tu abuela detrás de su madre y la madre de esta detrás…
»Rostros humanos al principio, sí. —Entre aquellos rostros estarían las discípulas de Madre, antepasados del pueblo africano del que Joan descendía. Y si Lucy hubiera podido seguir la pista al linaje europeo de su padre hasta el principio, habría visto, entre los rostros cambiantes, al de Juna de Cata Huuk, y un poco más allá, el de Jahna, la chica que había conocido al último neandertal, descendientes a su vez del grupo de Madre—. Pero entonces —dijo Joan—, entonces empezarías a ver cambios sutiles, de generación en generación. Gradualmente, su mirada perdería la luz del entendimiento. Implosiones: una frente en retroceso, un cuerpo menguante, rostros simiescos y por fin, el gran rediseño anatómico, hasta que volvieras a ver a las criaturas de grandes ojos que vivían en los árboles: y más allá. Menguando y encogiéndose cada vez más, ojos más grandes, mentes más simples… —El último antepasado común de los humanos y las demás especies de homínidos, el neandertal, se encontraba a un cuarto de millón de años de distancia. Más allá, la brillante línea pasaba por Lejos y su hermoso pueblo erguido, y luego por los pitecinos, hasta el bosque de Capo, y más allá, hasta Purga, quien corría entre las patas de los dinosaurios a la luz de un cometa—. Y sin embargo —dijo Joan—, cada uno de aquellos diez millones de animales, carentes la gran mayoría de ellos de la facultad del raciocinio, uno detrás de otro como secuencias de una película, es tu antepasado. Pero nunca llegaste a conocerlos, Lucy, y nunca los conocerás. Ni siquiera a mi madre, tu abuela. Porque todas han desaparecido, han muerto, están enterradas en la tierra: «No tiene ya movimiento, ni fuerza / Ni oye ni ve / Rueda en el diurno curso de la Tierra / con rocas y piedras y árboles».
Lucy dijo con sequedad:
—Wordsworth, ¿no? Otra persona muerta.
—Desgraciadamente, el mundo está lleno de personas muertas. Esa es nuestra historia. Pero, en lo que he podido entrever de gran mecanismo que nos ha moldeado a todos, me ha parecido detectar la acción de algo trascendente. No necesito más Dios que ese. —Suspiró—. Por supuesto, estas son cosas que tendrás que decidir por ti misma… y eso es lo divertido del asunto.
—Mamá, ¿tú has sido feliz?
Joan frunció el ceño.
—Nunca me habías preguntado algo así.
Lucy guardó silencio. No quería desviarse del tema.
Joan lo pensó.
Como todas sus antepasadas, había emergido de las profundidades del tiempo. Pero a diferencia de muchas de ellas, había podido asomarse a los abismos oscuros que rodeaban su existencia. Había llegado a saber que sus antepasados eran completamente diferentes a cualquier cosa que hubiera sobre la faz de la Tierra y que nada como ella sobreviviría en el futuro lejano. Pero sabía también que la vida continuaría —si no su vida, si no aquella vida— mientras existiera la Tierra y puede que más aún. Y eso tendría que haber bastado para cualquiera.
—Sí —le dijo a su hija, y la abrazó—. Sí, mi amor. He sido feliz…
Lucy la silenció con un gesto. Joan lo oyó también: un crujido, un llanto apagado. Se asomaron sobre la roca.
La red había atrapado a una niña pequeña. No debía de tener más de cinco años, estaba desnuda, tenía el pelo enmarañado y lloraba porque no era capaz de alcanzar el plato de verduras que Joan había dejado allí.
Joan y Lucy salieron de su escondite. La niña se encogió.
Cautelosamente, con las manos abiertas, pasos medidos y palabras tranquilizadoras, se aproximaron a la niña salvaje. Se quedaron allí hasta que se calmó. Entonces, delicadamente, empezaron a quitarle la red.