19
Un futuro muy distante

MONTANA, EN EL CENTRO DE NUEVA PANGEA,

C. 500 MILLONES DE AÑOS DESPUÉS DE NUESTROS DÍAS.

I

Postrera estaba escarbando en la tierra con la esperanza de encontrar un escorpión o un escarabajo. Era un mechón de pelaje de color naranja sobre el suelo teñido de óxido.

Estaba en una llanura lisa y reseca de roca de color carmesí y arena. Era como si alguien hubiese segado toda la vegetación con una vasta hoz y luego el viento hubiese barnizado el lecho de roca hasta darle un lustre cobrizo. Antaño, al oeste de allí se habían levantado unas montañas, conos de color púrpura y gris que aliviaban la monotonía del paisaje. Pero hacía tiempo que el viento había aniquilado las montañas, dejando solo grandes abanicos de rocas dispersas sobre las llanuras, rocas que luego habían sido erosionadas hasta que no quedó ni rastro de ellas.

Medio millar de millones de años después de la muerte del último humano, se había formado un nuevo supercontinente. Dominado por el desierto, tan rojizo como el antiguo corazón de Australia, era como un enorme escudo pegado a la cara azulada de la Tierra. En esta Nueva Pangea, no había barreras ni lagos ni cordilleras. Podías ir de un lado a otro del mundo, del polo al ecuador, de este a oeste, pero todo era idéntico. Hasta el aire estaba lleno de polvo en suspensión, arrastrado por las habituales tormentas de arena que convertían al suelo en una cúpula de color caramelo. Se parecía más a Marte que a la Tierra.

Pero el Sol era un disco feroz que arrojaba calor y luz, con mucha más intensidad que en el pasado. Un humano se hubiera escondido, aterrado, de la bola de fuego que dominaba el cielo.

Bajo aquella mirada furiosa y tremenda, el calor caía pesadamente sobre la tierra, día y noche. No había otro sonido que el viento y el que hacían al arañar el suelo las escasas criaturas vivientes. Nada indicaba que antaño las cosas hubieran sido diferentes en aquel planeta rojo. La tierra parecía vacía, un lugar inmenso de resonante silencio, un escenario abandonado por los actores.

Muy por debajo de la tierra que Postrera estaba excavando —bajo quinientos millones de años de depósitos, bajo la sal y la arenisca de Nueva Pangea— se encontraba el lugar que en su día se había conocido como Montana. Postrera, de hecho, no se encontraba muy lejos de Hell Creek, donde los huesos de la madre de Joan Useb se había reunido por fin con los de los dinosaurios y los mamíferos arcaicos en los estratos que ella había explorado con tanto fervor.

Postrera no podía saber el papel que desempañaba en la historia, y mucho menos comprenderlo. Pero, en cualquier caso, era uno de los últimos miembros de su especie.

Postrera regresó a su casa. Su casa era un agujero tallado en la roca más dura, que le ofrecía alguna protección frente al viento. Allí era donde Postrera y su raza vivían sus penosas existencias.

El pozo parecía poco profundo. El suelo era suave y las aterrazadas paredes, poco empinadas. De hecho se trataba de una cantera, abierta quinientos millones de años antes por los seres humanos en el lecho de la roca. Aun pasado todo este tiempo, mientras las montañas aparecían y desaparecía, la cantera había sobrevivido casi intacta, como un mudo memorial a las obras del hombre.

En el fondo del pozo crecían algunos árboles borametz, solitarios y majestuosos, como centinelas, rodeados por todas partes por los termiteros que siempre los acompañaban. Eran árboles achaparrados y feos, un desafío frente al tiempo. Poco más vivía allí, aparte la gente y los demás organismos simbióticos, y muchas, muchas criaturas minúsculas que excavaban el suelo.

Mientras Postrera descendía por las paredes del pozo, cambió el viento y empezó a soplar desde el oeste, desde la dirección del océano interior. Poco a poco, el nivel de humedad fue aumentando. Finalmente, sobre los restos de las montañas que se alzaban al oeste empezaron a formarse unas nubes negras.

Postrera escudriñó el cielo del oeste. En toda su vida, nunca había llovido allí. La mayoría de las nubes que llegaban desde el lejano océano soltaban su carga de lluvia mucho antes de llegar a un lugar como aquel, situado tan al interior del supercontinente. Haría falta una tormenta poderosísima para derribar las inmensas defensas de la árida llanura, un monstruo de los que solo se veían una vez en la vida. Pero eso era precisamente lo que estaba aproximándose en aquel momento. Podía sentirse en el aire, algo andaba mal.

La gente regresó corriendo a su Árbol y se encaramó a sus ramas protectoras. Corriendo, sí… pero a pesar de ello, con lánguida lentitud, como si estuvieran nadando por el denso calor de la atmósfera.

A sus diez años, Postrera parecía un monito. Tenía miembros largos, un torso estrecho y hombros pequeños: incluso ahora, en aquellos descendientes lejanos de la humanidad, la tipología corporal básica todavía perduraba. Su esbelto cuerpo estaba cubierto de un pelaje tupido, de color rojo brillante, como la arena. Poseía una cabeza pequeña de amplio ceño y una cara móvil y expresiva: una cara muy humana, de hecho. Poseía pequeñas aletas de piel, parecidas a párpados, con las que podía cubrir las orejas, la nariz, el ano y la vagina para atrapar la preciada humedad. Su ceño era muy protuberante, casi como si su raza hubiera vuelto a desarrollar los grandes cerebros de la época humana, pero tras aquella frente no había más que hueso esponjoso, una serie de cavidades que funcionaba como sistema de refrigeración para mantener el cerebro fresco.

Y, aunque era ya adulta, su cuerpo parecía el de un niño. Funcionalmente hablando, era hembra —la gente todavía daba a luz— pero ya no había machos y el género carecía de significado. No tenía pechos, ni siquiera un vestigio de pezones. En aquellos tiempos, la leche materna no era necesaria, ni tampoco la elaborada superestructura de un cerebro de gran tamaño. El Árbol se encargaba de todo por ti.

Y no era bípeda. Eso resultaba evidente al ver cómo avanzaba por el árbol: sus brazos y piernas estaban hechos para columpiarse y para trepar, y sus pies para asir, no para caminar erguida. El experimento locomotivo del bipedismo había caído en el olvido hacía mucho tiempo. Comparada con sus ancestros, era lenta, letárgica, como toda su raza.

Una vez en el Árbol, Postrera buscó a su hija.

El capullo vegetal de la pequeña estaba apoyado en la esquina de una rama baja. Con la frente cubierta de mechones de pelo anaranjado, la pequeña estaba a salvo en el interior de las hebras blancas. Mientras la savia del Árbol pasaba por la pálida raíz umbilical que comunicaba el Árbol con su estómago, la cría se agitó y murmuró. Tenía el pulgar firmemente encajado en la boca y disfrutaba de sueños vegetales.

… Algo iba mal. La capacidad analítica de Postrera no era gran cosa, pero su instinto le decía que era así. Palpó el pelaje rojizo y enmarañado del vientre de la cría y alisó con las manos las hebras algodonosas del capullo. La pequeña emitió un suave maullido y se volvió en sueños. Nada de lo que Postrera hizo pudo calmar su desazón. Intranquila, volvió a cerrar las paredes del capullo.

Se levantó la brisa, como una inmensa exhalación.

Postrera se encaramó un poco más a las ramas del Árbol. Apresuradamente, envolvió su propio cuerpo en su capullo y se encerró entre las hojas. Eran gruesas y duras, como placas de cuero reforzado. Los demás estaban subiendo a las ramas y haciendo lo mismo, y era como si al árbol estuvieran creciéndole de repente enormes frutos negros.

Las nubes empezaron a acumularse sobre ellos, bloqueando el calor de aquel Sol demasiado intenso. Postrera levantó la mirada. La curiosidad no era muy útil allí, en las inmensas extensiones de tiempo y espacio de un mundo en el que había tan pocas diferencias, pero aquel día ocurría algo diferente. Nunca había sentido un aire tan húmedo, pesado y opresivo como aquel, nunca había visto nubes negras que se hincharan de aquel modo.

Y en el último momento antes de que se desencadenara la tormenta, vio algo completamente nuevo.

Sobre la llanura desgastada por el tiempo, había una esfera. Era dos veces más alta que ella. No era azul como el cielo de la tarde, ni rojo óxido como la superficie, ni del color de la arena y la tierra, como la mayoría de las criaturas del mundo. Su color era una mezcla reluciente y trémula de púrpura y negro, colores de la noche.

En aquel día de cosas insólitas, aquello era algo extraordinario. Incapaz de comprenderlo, lo contempló, boquiabierta. Pero tuvo la sensación de que aquella cosa nueva no era de aquel mundo. Y en esto tenía razón.

Pero entonces se oyó el crujido de un rayo y Postrera, con un maullido, enterró la cara entre el follaje. Las hojas se cerraron sobre ella y sellaron el capullo por completo. En la cálida oscuridad, el aire se volvió húmedo y confortable. Pero cuando apareció la raíz umbilical tanteando en busca del orificio-válvula de su estómago, la apartó. Estaba allí buscando refugio; aquel día no tenía nada para el Árbol.

Y entonces se desencadenó la tormenta.

Desde el oeste llegaron vientos y nubes de polvo, como una muralla roja. Las plantas secas quedaron reducidas a fragmentos. Hasta los Árboles se vieron sacudidos y perdieron algunas ramas. La gente y las otras criaturas simbióticas, zarandeadas en el interior de sus capullos, estaban aterrorizadas.

Las primeras gotas de lluvia, pesadas como balas, presagiaban un inmenso aguacero. La lluvia era tan densa que empezó a erosionar incluso las superficies rocosas de los antiguos termiteros. No había nada que pudiera absorber el agua, ni hierba para consolidar los suelos. En cuestión de pocos minutos, discurría aceleradamente por los surcos del suelo y los lechos de arroyos antiguos. Una gran ola de lodo descendió como una cascada sobre la cantera. El agua corría turbulenta por entre las raíces del Árbol, teñida de rojo por el lodo.

Pero la lluvia se disipó tan deprisa como había llegado. Las nubes desaparecieron, empujadas a enorme velocidad hacia el interior del supercontinente. La inundación remitió, engullida en cuestión de instantes por la tierra reseca.

No se había visto una tormenta como aquella desde que la madre de Postrera abriera los ojos por primera vez. Nada en la experiencia de Postrera la había preparado para un aguacero tan catastrófico, pero el Árbol, a su lenta y vegetal manera, comprendió lo que estaba ocurriendo.

Mientras Postrera se encogía, aterrada y confundida, en el interior de su capullo, sintió una palpitación coriácea a su alrededor. Quería quedarse allí, en la húmeda oscuridad, en lugar de afrontar lo que quiera que hubiese tras las paredes protectoras. Pero el objetivo de aquel movimiento era hacer que se sintiera intranquila, inquieta. El Árbol quería que se marchara, que se pusiera a trabajar.

Apoyó la espalda en la pared del capullo y empujó. Las hojas se separaron unas de otras con un húmedo sonido de succión. Cayó del Árbol y aterrizó sobre el lodo.

Sus congéneres estaban cayendo también a su alrededor. Daban pasos temerosos, apoyándose sobre los nudillos. El barro era extraño: pesado, pegajoso, se adhería a sus brazos, sus manos y sus piernas.

El Sol feroz estaba brillando de nuevo y el lodo ya había empezado a secarse. El agua se evaporaba y la superficie volvía a endurecerse. Pero durante aquellos minutos escasos e insólitos, la superficie fue una cacofonía de ruidos y movimiento. Delante de sus mismos ojos estaban brotando zarcillo, hojas e incluso flores. Eran semillas que llevaban siglos latentes y que el agua había hecho despertar. Pasados unos momentos, empezaron a reventar los sacos con un ruido seco y las semillas salieron despedidas por todas partes. Ciclos reproductivos enteros se completaron en cuestión de minutos.

Emergieron insectos de sus escondrijos para bailar y aparearse sobre los pasajeros charcos. El suelo estaba lleno de insectos, hormigas, escorpiones, cucarachas, abejorros y sus descendientes, algunos de ellos insólitos. Muchas de las hormigas se alimentaban de hojas y Postrera vio filas de ellas que se dirigían hacia los tiernos brotes que estaban emergiendo y se llevaban la vegetación a sus hormigueros.

Y había también muchísimos lagartos. El tono de su piel se parecía tanto al color del suelo que costaba verlos. Estaban cazando. Algunos de ellos utilizaban estrategias tan simples como esperar con la boca abierta a que las filas de torpes insectos se introdujeran en ella.

Una pequeña y resistente planta parecida a un cacto, una bola de piel coriácea erizada de espinas defensivas, arrancó sus raíces superiores del suelo y abandonó el profundo y extenso sistema de raíces al que estaba unida. Sobre unos zarcillos que temblaban como patas en miniatura, se arrastró hacia el agua que todavía quedaba sobre el suelo. Al llegar allí, casi con un suspiro, la planta ambulante se dejó caer sobre el barro. Al instante, los ineficientes músculos vegetales que la habían propulsado durante su corta travesía empezaron a disolverse y unas raíces nuevas se adentraron en la tierra.

Por toda la cantera, la gente estaba alimentándose de las plantas, los reptiles, los anfibios y los insectos. En su mayoría eran adultos: los niños eran raros en aquellos tiempos de escasez: el Árbol se encargaba de ello.

Postrera, que nunca había vivido una tormenta, contemplaba aquel espectáculo con la boca abierta.

Una criatura parecida a un sapo emergió del suelo. De un salto, se llegó hasta el más cercano de los estanques, donde empezó a croar ruidosamente para indicar la dirección a las hembras que habían salido detrás de él. En cuestión de segundos, el charco era un chapoteante frenesí de apareamiento anfibio. Postrera cogió uno de los anfibios. Era como un saco flojo lleno de agua. Se lo metió en la boca. Durante un segundo, sintió su frescor, los latidos de su corazón contra su lengua, acelerados, como si estuviera indignado al darse cuenta de que su larga espera de un siglo en un capullo de barro endurecido iba a terminar con semejante ignominia. Entonces lo mordió y el agua y la deliciosa y salina sangre resbalaron por su garganta.

Pero los charcos ya estaban secándose y el agua desaparecía con un siseo en la tierra quebrada. Los renacuajos habían eclosionado y estaban alimentándose de las algas, de diminutos crustáceos y de sus congéneres. Salieron del agua detrás de sus padres… y cayeron en las fauces de una hueste de pequeños lagartos, embargados por un salvaje frenesí devorador. Pero los jóvenes sapos supervivientes estaban ya excavando el barro, construyéndose sarcófagos de barro cubiertos de moco en los que pasarían décadas esperando a la llegada de la siguiente tormenta, con la piel endurecida y el metabolismo ralentizado hasta convertirse en una especie de animación suspendida.

La gente estaba alejándose de allí. Algunos de ellos cargaban las pesadas semillas del Árbol, tan grandes como sus propias cabezas. Al igual que le ocurría a las ranas, para el Árbol aquel día insólito representaban su única oportunidad en un siglo entero para hacer que su ejército de simbiontes enterrara sus semillas.

Postrera vio que Cacto estaba persiguiendo a un furtivo lagarto con una cola gruesa llena de grasa almacenada.

Cacto había nacido aproximadamente al mismo tiempo que ella. Habían crecido y aprendido a desenvolverse en el mundo juntas, compartiendo, compitiendo y luchando. Cacto era menuda y rechoncha —cosa rara en su especie, que tendía a ser delgada y de miembros largos, para facilitar la refrigeración del cuerpo— y tenía mal genio, como un cacto, en efecto. Era una especie de compañera, o de hermana, pero no era amiga de Postrera. Para llamar amigo a alguien había que poder concebir su punto de vista y esa capacidad la habían perdido sus antepasados hacía mucho tiempo. La gente ya no tenía amigos… aparte del Árbol.

Postrera quería seguir a Cacto. Pero algo la distrajo. De repente, le apetecía sal. Era el mensaje que el Árbol le había implantado en la química de su organismo mientras estaba en el capullo. El Árbol necesita sal. Y ella tenía que encontrarla. Recordaba dónde había una placa salina, a unos centenares de metros de allí. Sin poder evitarlo, se encaminó hacia allí.

Pero en aquella dirección estaba la esfera, la enigmática bola de color negro y púrpura que flotaba en silencio sobre aquel paisaje repentinamente rebosante de vida.

Titubeó, atrapada entre dos impulsos contradictorios. Sabía que la esfera era algo malo. La gran marea de la inteligencia humana había bajado hacía mucho, pero la gente había conservado una aguda capacidad de comprender el medio, su geografía y recursos: la capacidad de encontrar alimento de forma eficiente era esencial si uno quería sobrevivir en aquel medio árido. Así que sabía perfectamente que la esfera no debía estar allí. Pero aquella era la dirección de la sal.

A pesar de su intranquilidad, se puso en marcha.

La placa salina se encontraba casi a los pies de la esfera. El barro había manchado la extraña y resplandeciente superficie. Trató de ignorar la esfera, y empezó a escarbar en el pegajoso barro.

La sal era algo que no escaseaba. Cien millones de años antes, mientras los continentes danzaban hacia su espontáneo encuentro en esta Nueva Pangea, se había formado un mar interior sobre gran parte de Norteamérica. Aislado de las grandes superficies marinas, había quedado reducido a una serie de lagos dispersos de agua salada. Pero en su desaparición, había dejado tras de sí un vasto lecho de depósitos de sal, una resplandeciente llanura que se extendía a lo largo de cientos de kilómetros. El lecho de sal había sido cubierto por los sedimentos de la destrucción de las montañas y ahora estaba enterrado cientos de metros por debajo de la arena rojiza, pero seguía allí.

Postrera no tardó apenas en hacer un agujero tan profundo como su brazo y empezó a sacar la tierra a puñados, mezclada con la blanquecina sal. Se la metía en la boca, dejaba que los cristales de sal se fundieran y luego escupía la tierra. Una vez que la sal estuvo almacenada en su vientre, de donde más tarde podría extraerla el Árbol, Postrera se vio libre de su compulsión.

Y entonces, de nuevo, su atención se vio irremisiblemente dirigida hacia la esfera. Desde la primera vez que la viera, se había desplazado. Flotaba sobre el suelo: se veía un dedo de luz debajo de ella.

Se aproximó caminando sobre las patas traseras y los nudillos, con una tenue luz de curiosidad en los ojos. Su miedo no era muy intenso. En aquel mundo desértico había pocas novedades y, por la misma razón, había pocas amenazas. En un paisaje que era una planicie ininterrumpida, los depredadores tenían dificultades para tender emboscadas incluso a las víctimas más torpes.

Tocó la esfera con un dedo. No estaba ni fría ni caliente. Pero era suave, más suave que cualquier otra cosa que hubiera tocado nunca. Se le erizó el pelaje de la mano, como si tuviese electricidad estática. Y su olfato captó algo, algo que era como la esencia misma del desierto, un aroma eléctrico a consunción, a combustión, a sequedad.

El metálico aroma era de hecho el resultado de la exposición al vacío absoluto: un legado del espacio.

Una vez terminaron de recolectar la comida, regresaron todos, uno a uno, al Árbol, treparon a sus ramas y se recogieron en la seguridad de sus ramas.

Postrera se tapó el cuerpo con las hojas coriáceas. La raíz umbilical apareció casi inmediatamente y empezó a sondear la válvula de su estómago, donde se acopló al cabo de unos instantes. Mientras los fluidos colmados de sal empezaban a circular hacia el Árbol, Postrera se veía recompensada con una apacible sensación de paz, de tranquilidad. Aquel estado de ánimo era inducido por los compuestos químicos que entraban en su cuerpo junto con la savia del Árbol, pero no por eso resultaba menos tranquilizador. Aquella era su recompensa inmediata por sus servicios al Árbol, del mismo modo que su vida era la recompensa a largo plazo. El Árbol no recibía sin dar algo a cambio. Ni el Árbol ni aquellos post-humanos eran parásitos. Su relación era una auténtica simbiosis.

Pero algo andaba mal. Postrera se sentía intranquila, carcomida por una inquietud sin palabras.

Aunque la cálida savia llenaba su cabeza de verde y agradable sopor, seguir pensando en su hija en el capullo, con el pulgar en la boca y la raíz umbilical en el cuerpo Algo andaba mal. Su instinto se lo decía.

El Árbol bombeó más savia hacia su estómago y los productos soporíferos inundaron su organismo. Aquella inyección drástica significaba que el Árbol quería que se quedara allí, donde estaba, a salvo en su capullo. Pero a pesar de todo, la sensación de intranquilidad no la abandonaba.

Se sacó la raíz umbilical del estómago y empujó fuerte con los hombros y las piernas. El capullo se abrió y ella cayó al suelo.

La luz y el calor la desorientaron durante unos segundos. Aunque seguía siendo de día, el Sol estaba bastante bajo. Dentro del capullo el tiempo pasaba a un ritmo diferente, el ritmo escogido por el Árbol. Pero el suelo estaba duro y cubierto de polvo seco. Salvo por los rastros dejados por algunos goterones, era como si la tormenta nunca se hubiera producido.

No había nadie allí. Todos los capullos estaban cerrados, salvo uno. Cacto, cuya cabecita sobresalía entre las hojas del suyo, la estaba mirando. Con una expresión juguetona, salió de entre las hojas y se dejó caer al suelo, junto a Postrera.

La ansiedad de esta seguía creciendo.

Rodeó apresuradamente la base del Árbol para buscar el capullo de su bebé entre las ramas. Pero estaba cerrado del todo y, por mucho que intentó abrirlo, no cedió. Como si se tratara de un juego, Cacto se unió a ella. Los dos introdujeron las manos entre las hojas y, gruñendo y resoplando, empezaron a tirar.

A uno de sus antepasados se le habría ocurrido utilizar una herramienta para abrir la vaina. Pero a ellas no. Ya no se usaban herramientas y todos los artefactos del hombre se habían desintegrado hacía mucho salvo algunos nódulos hechos por los pitecinos y enterrados ahora en profundos estratos perdidos. Y además, Postrera y Cacto no eran muy hábiles resolviendo problemas inusuales, porque en su monótono mundo se encontraban con muy pocas novedades.

Al final, no obstante, el capullo se abrió con un ruido sordo.

Allí estaba el hijo de Postrera, envuelto todavía en el material algodonoso del interior del capullo. Pero inmediatamente se percató de que la sustancia se había vuelto más tupida. Se había cerrado alrededor de la cara del niño y unos zarcillos se le habían introducido por la boca, la nariz, los ojos y las orejas.

Cacto se encogió con una expresión de repulsión en el rostro.

Los dos sabían lo que aquello significaba. Ya lo habían visto antes. El Árbol estaba matando al niño de Postrera.

Una Nueva Pangea. Cien millones de años después de que Remembranza bajara a su anónima tumba, las Américas habían empezado de nuevo a deslizarse hacia el este. Mientras el Atlántico se cerraba, África hacía lo mismo al norte del ecuador, empujando a Eurasia hacia el polo. Al mismo, la Antártida avanzó hacia el norte y chocó con Australia, y las dos juntas empezaron a desplazarse hacia el este, en dirección a Eurasia. Así había nacido el nuevo supercontinente. África era la placa central, empujada por las Américas desde el Oeste, Eurasia desde el norte y Australia y la Antártida desde el este y el sur. En el interior, lejos del influjo suavizante de los océanos, las condiciones eran muy duras: veranos ferozmente cálidos y áridos e inviernos mortalmente fríos.

Todas las barreras habían sido eliminadas. La libertad de movimiento para los animales era absoluta, brutal, y la aprovecharon para emigrar en todas direcciones. Fue un proceso parecido a la gran mezcolanza global que los humanos habían impuesto durante sus escasos milenios de dominancia y, al igual que había ocurrido entonces, un mundo unido equivalía a un mundo reducido. Las extinciones se sucedieron con rapidez.

A media que pasaba el tiempo, las cosas fueron empeorando.

El nuevo supercontinente empezó a envejecer inmediatamente. Las colisiones tectónicas habían levantado nuevas montañas y, al erosionarse estas, sus sedimentos enriquecieron las llanuras con nutrientes químicos, como el fósforo. Pero ahora no estaban apareciendo cordilleras nuevas ni produciéndose levantamientos tectónicos. Las últimas montañas se desgastaron. Las aguas, tanto pluviales como corrientes, en el proceso de percolación hacia los estratos profundos, se llevaron los últimos nutrientes, y cuando estos desaparecieron, no quedó nada para reemplazarlos.

Los sedimentos formaron nuevas areniscas de color rojo óxido, tan rojas como el desierto sin vida del desaparecido Marte: era la señal que atestiguaba la ausencia de vida, la erosión y el viento, el calor y el frío. El supercontinente se convirtió en una vasta llanura de color carmesí que se extendía a lo largo de miles de kilómetros y no contenía más que los restos erosionados de las últimas montañas.

Al mismo tiempo, el descenso del nivel del mar expuso a la luz del Sol las primeras terrazas continentales. Su proceso de desecamiento se vio acompañado por otro, paralelo, de erosión, que consumió grandes cantidades de oxígeno de la atmósfera. En tierra firme, muchos animales se asfixiaron hasta morir. En los océanos, a medida que el gradiente de temperaturas polo-ecuador disminuía, la circulación marina empezó a perder fuerza. Las aguas se estancaron.

En tierra, en el mar, las especies caían como hojas de otoño.

En un mundo en proceso de desecación, los viejos juegos de la competición, del depredador y la presa, no eran ya tan eficaces como antes. El mundo carecía de la energía necesaria para seguir sustentando cadenas y pirámides tróficas complejas.

Así que la vida había recurrido a estrategias mucho más antiguas.

Compartir los recursos era una de ellas, tan antigua como el mundo. Hasta las células que formaban el cuerpo de Postrera eran el resultado de la fusión de formas de vida más primitivas. Las bacterias más antiguas habían sido organismos muy sencillos, que vivían del azufre y el calor de la infernal Tierra de los primeros tiempos. Para ellas, la aparición de las cianobacterias —las primeras criaturas capaces de llevar a cabo la fotosíntesis, la transformación del dióxido de carbono en carbohidratos y oxígeno por medio de la luz solar— fue un desastre, porque el oxígeno era letal para ellas.

Los supervivientes salieron adelante recurriendo a la cooperación. Un devorador de azufre se fusionó con otra forma primitiva, un organismo nadador. Más tarde, una bacteria capaz de respirar oxígeno se sumó al conjunto. La entidad tripartita —nadador, amante del azufre y organismo que respiraba oxígeno— era capaz de reproducirse por división celular y de engullir partículas de comida. En una cuarta absorción, algunos de estos complejos cada vez más grandes incorporaron bacterias fotosintéticas de brillante color verde. El resultado fue un alga verde, ancestro de todas las células vegetales.

A lo largo de la historia de la vida se habían producido fenómenos similares, incluso compartiendo el material genético. Los propios seres humanos y sus descendientes, Postrera incluida, eran como colonias de seres cooperativos, desde las útiles bacterias del sistema digestivo que procesaban la comida, hasta las mitocondrias absorbidas siglos atrás y que daban energía a sus células.

Así era ahora. Las sospechas de Joan Useb, hacía tanto, se habían confirmado: de un modo o de otro, el futuro de la humanidad estribaba en la cooperación, entre los propios seres humanos y con las criaturas que los rodeaban. Pero ella nunca podría haber previsto la expresión final de aquella cooperación.

El Árbol, un descendiente remoto del borametz de tiempos de Remembranza, había tomado el principio de la cooperación y lo había llevado hasta sus extremos. Ahora, el Árbol no podía sobrevivir sin las termitas y otros insectos que traían nutrientes a sus raíces y los mamíferos peludos y de ojos brillantes que le traían comida, agua y sal y se encargaban de plantar sus semillas. Hasta las hojas, estrictamente hablando, pertenecían a otra planta, que vivía en su superficie y se alimentaba de su savia.

Pero del mismo modo, los simbiontes, incluidos los descendientes de los humanos, no podrían haber sobrevivido sin el socorro del Árbol. Sus duras hojas los protegían de los depredadores, del feroz calor del Sol y hasta de las rarísimas tormentas. Les proporcionaba savia a través de las raíces umbilicales, las mismas que utilizaban ellos para darle los nutrientes: los bebés no se alimentaban de la leche de sus madres, sino de la savia del Árbol, administrada por medio de estos conductos vegetales. La savia, que se nutría de las aguas subterráneas más profundas, los mantenía con vida en medio de las sequías más graves y, repleta de beneficiosos compuestos químicos, los ayudaba a recuperarse de las heridas y enfermedades.

El Árbol se había entrometido incluso en la reproducción humana.

Seguía habiendo sexo, pero solo homosexual, porque ya solo quedaba un género. El sexo solo servía para cimentar los vínculos sociales, para proporcionar placer y consuelo. La gente ya no lo necesitaba para reproducirse, ni siquiera para mezclar su material genético. El Árbol se encargaba de todo. Cogía los fluidos corporales de un «padre», los mezclaba con otros de los que circulaban por su interior y los inyectaba en otro.

La gente seguía dando a luz, eso sí. La propia Postrera lo había hecho con el niño que estaba ahora enterrado en su cuna vegetal. Este rasgo, el lazo entre madre e hijo, había demostrado ser demasiado vital como para desaparecer. Pero las madres ya no amamantaban a sus hijos. Lo único que tenían que darles era atención y cariño. Ya no los criaban. El Árbol, con los mecanismos orgánicos que contenían sus capullos de hojas, se encargaba de todo.

Por supuesto, seguía existiendo la selección natural, o algo parecido a ella. Solo los individuos que colaboraban con el Árbol y con sus congéneres recibían protección y permiso para contribuir a la corriente circulatoria del material germinal. Los enfermos, los débiles, los deformados, eran expulsados con vegetal desprecio.

Semejante convergencia de biologías animales y vegetales podía parecer insólita. Pero lo cierto es que, si se les daba el tiempo suficiente, la adaptación y la selección eran capaces de convertir a un pez medio ahogado de cuatro aletas en un dinosaurio, o en un humano, un caballo, un elefante y un murciélago… o incluso, completando el circuito, en una ballena, una criatura marina. Comparada con esto, la transformación genética que permitía unir a personas y árboles por medio de una conexión umbilical era una trivialidad.

En los mitos de la desaparecida humanidad había existido siempre el profético vislumbre de algo parecido a esto. En la Edad Media, las leyendas de la tierra de Tartaria hablaban del borametz, un árbol cuyos frutos contenían pequeños corderos. Todas las leyendas del hombre habían caído en el olvido, pero el relato del borametz, con su fusión de plantas y animales, había encontrado un eco extraño en estos días postreros.

Claro que había costes, como siempre. La compleja simbiosis con el Árbol había impuesto a los post-humanos una especie de parálisis letárgica. Con el paso del tiempo, los cuerpos se habían especializado en condiciones de calor y aridez, se habían simplificado para ganar en eficiencia. Una vez realizada la crucial conexión, el Árbol y los hombres se habían adaptado tan bien entre sí que habían perdido la capacidad de cambiar con rapidez.

Desde que las raíces umbilicales habían empezado a introducirse reptando en el vientre de los post-humanos, desde que la gente había empezado a buscar cobijo entre las hojas del borametz, habían transcurrido doscientos millones de años sin que se produjeran cambios.

Pero incluso ahora, después de todo este tiempo, los lazos simbióticos eran débiles comparados con otras fuerzas más antiguas.

Con la lentitud propia de un organismo vegetal, el Árbol había llegado a la conclusión de que su pueblo no podía permitirse otro niño. El hijo de Postrera estaba siendo reabsorbido para que su sustancia revertiera al Árbol.

Era un cálculo ancestral: en tiempos de penurias, compensaba sacrificar a los vulnerables jóvenes y mantener con vida a los individuos maduros que, cuando cambiaran las cosas, podrían volver a reproducirse.

Pero el niño era casi lo bastante mayor para alimentarse a sí mismo. Un poco más y habría sobrevivido como criatura independiente. Y era el hijo de Postrera: el primero que había tenido, puede que el único que se le permitiera tener en toda su vida. Aquella batalla de instintos representaba un fracaso de adaptación. Era una aritmética primordial, una vieja historia repetida una vez tras otra, en tiempos de Purga, en los de Juna, por incontables madres perdidas en la oscuridad e inimaginables. Pero para Postrera, allí, al final de los tiempos, el dilema era tan doloroso como si acabaran de arrojarla a las hogueras del incendio.

Tardó varios segundos en resolverse. Pero al final, los lazos entre madre e hijo derrotaron a los vínculos de la simbiosis. Introdujo las manos entre el material algodonoso y sacó a su hijo del capullo. Arrancó la raíz umbilical del vientre del niño y le sacó las fibras de la nariz y la boca. Con un sonido de succión, el pequeño abrió la boca y movió la cabeza de un lado a otro.

Cacto la miró, asombrado. Postrera estaba allí, jadeando, con la boca abierta.

¿Y ahora qué? Allí de pie, con su hijo en brazos —desafiando al Árbol que le había dado la vida— Postrera estaba sola, sin que el instinto o la experiencia pudieran ayudarla. Pero el Árbol había tratado de matar a su hijo. No había tenido alternativa.

Se alejó un paso. Luego otro. Y otro.

Y entonces echó a correr, pasando junto al lugar en el que había desenterrado la sal —la esfera había desaparecido ya, y tampoco quedaba ni rastro de ella en su memoria—, y siguió corriendo, con el niño en brazos, hasta que llegó a las paredes de la cantera, que escaló en un abrir y cerrar de ojos.

Se volvió un momento para mirar el pozo, cuyo fondo estaba tapizado con las formas compactas y silenciosas de los árboles borametz. Y entonces vio que por allí venía Cacto, corriendo detrás de ella con una sonrisa desafiante.

II

La tierra estaba desnuda. Había algunos árboles raquíticos, y unos matorrales con corteza dura como la roca y hojas afiladas como agujas; y cactos, pequeños y duros como guijarros y equipados con espinas cargadas de componentes tóxicos. Aquellas plantas protegían su agua con un arsenal completo y Cacto y Postrera sabían que no convenía arriesgarse a provocar su ira hasta que no quedase otro remedio.

Había que mirar dónde ponías los pies y las manos.

En el suelo del desierto había fosos. Eran de un color rojo brillante, un poco como flores, apenas visibles entre el óxido, pero con nudos de oscuridad en el centro. Algunos lagartos y anfibios descuidados, e incluso algún que otro mamífero, se metían en ellos sin darse cuenta… y no volvían a salir, porque estos fosos eran bocas.

Las letales fauces pertenecían a criaturas que vivían en madrigueras estrechas bajo el suelo. Sin pelo, sin ojos, con las piernas reducidas a unos muñones que parecían aletas y terminados en garras que utilizaban para enterrarse en la arena, eran roedores, los últimos descendientes de los linajes que antaño habían dominado el planeta.

Esta era de espacios abiertos y sin escondrijos no favorecía a los grandes depredadores, y los supervivientes se habían visto obligados a desarrollar nuevas estrategias. Abandonada tiempo atrás la frenética actividad y sociabilidad de sus antepasados, estas ratas-boca del subsuelo pasaban la vida enterradas bajo la superficie, esperando a que algo les cayera dentro. Protegidas frente a los excesos del clima, inmóviles salvo en las escasas ocasiones en las que emergían de sus madrigueras para aparearse, las ratas-boca poseían un metabolismo lento y un cerebro muy pequeño. Exigían poco de la vida y a su manera estaban contentas.

Pero para unas criaturas tan inteligentes como Postrera y Cacto, las ratas-boca no eran difíciles de evitar. Juntas, las dos compañeras siguieron adelante.

Llegaron a una pequeña barranca. Estaba casi inundada: la tormenta la había llenado de guijarros y rocas. Pero todavía corría un pequeño reguero de agua por el fondo. Postrera y Cacto se arrodillaron para beber. Postrera protegió a su hijo con los brazos e introdujo el hocico en el agua.

Había algo verde allí, en la humedad. Era una especie de hoja, postrada, oscura, arrugada. Su especie era muy antigua, tan primitiva que ni había desarrollado el impulso de crecer hacia la luz. De hecho, era la descendiente de una hepática, casi inalterada por el tiempo, la copia levemente modificada de una de las primeras plantas que habían colonizado la tierra firme… una tierra firme que no se diferenciaba mucho de aquel lugar inhóspito. El tiempo había descrito un ciclo entero y la hepática volvía a tener sitio para vivir. Llena de curiosidad, Postrera arrancó la hoja de la roca a la que se aferraba, la masticó —era cerúlea, pegajosa— y dio un beso a su bebé para que parte de los trocitos de hoja pasaran a su boca. El pequeño masticó con un sonido de succión y puso los ojos en blanco.

Cerca de uno de los cactus esféricos, Postrera vio un escarabajo de caparazón plateado que empujaba una bolita de excremento endurecido a lo largo de una fisura en la roca. Postrera se dispuso a cogerlo.

Pero mientras el escarabajo pasaba por la sombra del cacto, una pequeña forma de color carmesí salió disparada de la oscuridad. Era un lagarto, más pequeño que el meñique de Postrera. De hecho, su cabeza era bastante más pequeña que el propio escarabajo. Pero a pesar de ello, el lagarto cerró las fauces sobre la parte trasera del insecto. Postrera oyó el minúsculo crujido: el escarabajo sacudió las patas y las antenas pero no pudo escapar. El lagarto, tras haber consumido su energía en aquel ataque relámpago, extendió unos abanicos parecidos a velas en el cuello y las patas. Con los abanicos refrigerantes doblaba su tamaño, aunque su color rojo le ofrecía un buen camuflaje sobre el polvo de Pangea. Ahora que no corría el peligro de sufrir un calentamiento excesivo, inició el lento y placentero proceso de absorber el salado organismo del escarabajo del interior del caparazón.

Pero no iba a poder hacerlo. Porque de repente, como de la nada, apareció un pájaro de pequeño tamaño. De plumaje negro y con las protuberancias de unas alas vestigiales debajo de la piel, no era un ave voladora. Sin vacilar un instante y con letal precisión, se abalanzó sobre el lagarto con un pico amarillento lleno de minúsculos dientes. El lagarto soltó al escarabajo y, plegando los abanicos, trató de esconderse debajo del cacto. Pero el ave lo había atrapado por uno de los abanicos, lo sacó a la luz y sacudió su diminuto cuerpo con el pico.

El escarabajo mutilado trató de escapar, pero la pequeña zarpa de Cacto lo recogió y se lo metió en la boca.

Había muchos pájaros por todas partes; este antiguo linaje era demasiado adaptable como para no haber encontrado su sitio, aunque fuera en un mundo tan duro y cambiado como aquel. Pero en estos tiempos eran muy pocos los pájaros que volaban. ¿Para qué volar, si no había ningún sitio al que escapar, ningún sitio que estuviera a una altura diferente? Así que las aves se habían quedado en tierra y, en medio del gran marchitamiento de la tierra, habían adoptado numerosas formas.

Entretanto, perturbados por el ataque del pájaro, otros lagartos emergieron de debajo del cacto. Eran muchos, y todos ellos más pequeños que el que había caído, más pequeños aún que el meñique de Postrera. Eran tan minúsculos, vio Postrera, que tenían que escalar sobre los guijarros y las irregularidades del suelo como si fueran colinas y valles. Despiertos en mitad de su siesta diurna, huyeron en todas direcciones, tratando de encontrar refugio entre las rocas o los guijarros.

Postrera lo observaba todo, fascinada.

A medida que continuaba el desecamiento de Pangea, las especies más grandes habían ido desapareciendo. En la inhóspita monotonía del supercontinente no había ningún sitio donde pudiera esconderse una criatura del tamaño de Postrera, y mucho menos una gacela o un león. El ancestral juego del depredador y la presa se había interrumpido entre las criaturas de gran tamaño.

Pero a pequeña escala, había proliferado una ecología nueva. Bajo los pies de Postrera había agujeros en las rocas, cavidades en la arenisca, grietas en los troncos de los borametz, escondrijos en los sistemas de raíces. Hasta el paisaje más llano escondía una topografía donde uno podía esconderse de los depredadores, acechar a las presas o simplemente enterrarse y olvidarse del resto del mundo… si era lo bastante pequeño.

Pero si el mundo de las escalas pequeñas seguía siendo rico en oportunidades, las criaturas de sangre caliente estaban específicamente excluidas de él.

Todos los organismos de sangre caliente tenían que mantener una elevada temperatura corporal. Pero la cantidad de vello y grasa aislante que un cuerpo podía desarrollar antes de convertirse en una bola peluda incapaz de moverse tenía un límite. Los últimos y menguantes hombres-topo, cuyos corazones se veían obligados a hacer esfuerzos titánicos para mantenerlos con vida, apenas superaban el centímetro de longitud. Por debajo de esto, había muchísimo espacio, muchísimas formas diferentes de vivir.

Pero todos estos nichos fueron ocupados por insectos, reptiles y anfibios. Pequeños y delgados, los seres de sangre fría se ocultaban para escapar del calor del Sol y del frío de la noche, debajo de las rocas o a la sombra de cactos y árboles. En un puñado de tierra era posible ahora encontrar diminutos y perfectamente formados descendientes de las ranas, las salamandras, las serpientes… y hasta puede que los inmortales cocodrilos. Había minúsculos peces pulmonares, criaturas plateadas que se habían adaptado apresuradamente a la vida en tierra mientras sus aguas se desecaban. El mayor de los continentes estaba dominado por las más pequeñas criaturas.

Sin la ayuda del Árbol, unas criaturas de sangre caliente tan grandes como Postrera y los suyos nunca habrían sobrevivido. Eran como reliquias de tiempos más fáciles, y en aquel entorno marginal estaban fuera de su elemento. A medida que continuaba el implacable calentamiento de la Tierra, a medida que se prolongaba la desecación, hasta las comunidades basadas en Árboles iban menguando y desapareciendo, una a una. Y sin embargo allí estaban; y sin embargo allí estaba Postrera, el último eslabón de una cadena que se remontaba a través de cien millones de antepasadas, en constante proceso de metamorfosis y cambio, de amor y muerte, hasta la propia Purga, y al pasado informe y aún más remoto que la precedía.

Postrera y Cacto observaron la escena que se desarrollaba sobre la arena. Entonces, aullando, los post-humanos cayeron sobre las lagartijas. La mayoría de ellas eran tan pequeñas que no podían ni cogerlas —podías cerrar el puño sobre una y ver cómo aparecía reptando al instante siguiente entre tus dedos— y, incluso cuando lograban meterse alguna en la boca, era un bocado demasiado pequeño para resultar satisfactorio.

Pero no lo hacían para alimentarse. Estaban jugando. Incluso en estos tiempos había diversión. Pero, en el silencio de Nueva Pangea, sus aullidos y gritos resonaban contra las rocas desnudas y, hasta donde alcanzaba la vista, eran las únicas criaturas de gran tamaño que había.

La puesta de sol llegó rápidamente.

Las lluvias habían limpiado el aire de polvo. En cuanto el Sol tocó el horizonte, una oscuridad cuajada de sombras como barrotes, proyectadas por las pequeñas lomas erosionadas, dunas y peñascos, se extendió por todas partes. En el cielo, la luz pasó de azul a púrpura y, en su cénit, a un negro que descendía hacia ellos. Era como una puesta de sol en la Luna.

Postrera y Cacto se acurrucaron juntas, con el niño entre las dos. Postrera había pasado todas las noches de su vida en el protector abrazo vegetal del árbol. Ahora, las sombras eran como dedos de raptor extendiéndose hacia ellas.

Sin embargo, a medida que descendía la temperatura, los mecanismos de adaptación al desierto de Postrera empezaron a ponerse en funcionamiento.

Su piel estaba caliente al tacto. Durante el día, su cuerpo almacenaba calor en las capas de grasa y tejido. En el frío de la noche, era capaz de irradiar mucho calor al medio. De no haber contado con este sistema de refrigeración, habría tenido que perder calor sudando, y eso habría supuesto un derroche de líquido que no podía permitirse. Cacto y ella empezaron a respirar profunda y lentamente. De este modo, se extraía un máximo de oxígeno con cada inhalación y se perdía un mínimo de agua. Además, el cuerpo de Postrera poseía la capacidad de manufacturar agua a partir de la comida que había tomado. Su cuerpo acabaría la noche con mayores reservas de agua de las que tenía al principio.

Sin embargo, a pesar de toda esta ingeniería fisiológica tan asombrosa, no podían hacer mucho más que sentarse allí y pasar la noche, respirando lentamente y sumiéndose en una especie de sopor semi-onírico, mientras el funcionamiento de su organismo se ralentizaba hasta casi detenerse.

Sobre ellas se desplegó un cielo asombroso.

Postrera tenía un asiento de primera fila para contemplar el espectáculo de la galaxia. Los enormes brazos de la espiral eran corredores de luminosidad que se extendían por todo el cielo, salpicados de puntitos de luz de colores, el azul zafiro de las estrellas más jóvenes y el rojo rubí de las nebulosas. En el centro del disco se encontraba el núcleo galáctico, una protuberancia de estrellas amarillas y anaranjadas que parecía la yema de un huevo frito: la luz había tardado veinticinco mil años en llegar hasta la Tierra desde aquel abarrotado centro.

En los tiempos del hombre, el Sol estaba enclavado en el plano de este enorme disco, por lo que la galaxia se veía solo de refilón y las nubes de polvo que contenía disminuían en gran medida su gloria. Pero ahora el Sol, siguiendo su órbita alrededor del núcleo, había abandonado el plano de la galaxia. En comparación con los escasos y dispersos miles de luces que iluminaban el cielo de la Tierra en tiempos del hombre, aquello era como contemplar una ciudad desde lo alto.

Postrera estaba aterrada.

Un garfio de color hueso se levantó en el cielo. Era la Luna, claro, una luna ya vieja, que aquella noche entraba en cuarto menguante. La misma cara paciente que había contemplado la superficie de la Tierra desde antes del nacimiento del hombre seguía allí, casi intacta tras quinientos millones de años. Y, sin embargo, aquella pequeña luna brillaba con más fuerza sobre el supercontinente de lo que lo hubiera hecho nunca en las tierras del pasado. Porque la Luna reflejaba la luz que enviaba el Sol, y el Sol se había vuelto más brillante.

De haber sabido dónde tenía que mirar, Postrera habría podido distinguir un tenue manchón de luz en el cielo, lejos del disco de la Vía Láctea, fácilmente discernible en las noches más claras. Aquella remota mancha era la galaxia conocida como Andrómeda, dos veces más grande que su vecina. Estaba a un millón de años luz de la galaxia de la Tierra, pero en tiempos del hombre había estado dos veces más lejos, e incluso entonces podía verse a simple vista.

Andrómeda y la Vía Láctea seguían una trayectoria de colisión, que se produciría dentro de otros quinientos millones de años. Los dos grandes cuerpos estelares se fundirían como si fueran nubes y las colisiones directas entre estrellas serían raras. Pero se produciría un auténtico frenesí de formación de astros nuevos, una explosión de energía que inundaría de radiación dura los discos de ambas galaxias.

Sería un alucinante y letal espectáculo de fuegos artificiales.

Pero para entonces quedaría muy poca cosa en la Tierra para preocuparse por la catástrofe. Porque el aumento de la intensidad del Sol era la última emergencia a la que se enfrentaría la vida.

La mañana llegó con su acostumbrada brusquedad. Los lagartos e insectos que habían salido a explorar desaparecieron en los agujeros y escondrijos en los que pasarían el día, esperando al regreso de las oportunidades del crepúsculo y la noche.

El bebé empezó a llorar. Tenía el pelaje apelotonado, y la bolsa en la que debía acoplarse la raíz umbilical parecía inflamada. Siguió quejándose, sacudiendo la bulbosa cabeza de un lado a otro, hasta que Postrera masticó un poco más de hepática y se la metió en la boca. Cacto también estaba refunfuñando, mientras se limpiaba la tierra y los trocitos de excrementos secos del pelaje.

Aquella mañana, no parecía tan buena idea estar allí, en medio de la nada, tan lejos de casa. Pero al abrazar a su bebé, Postrera supo que había tenido que alejarse del Árbol… o habría perdido a su hijo. Se aferró con todas sus fuerzas a este hecho irreducible.

Cacto y ella partieron sin destino fijo, en una dirección que marchaba más o menos en sentido contrario a la cantera. Al igual que el día anterior, comieron lo que encontraron —aunque no dieron con agua— y evitaron las bocas-rata y otros peligros.

Y, en algún momento, pasado el mediodía, cuando el Sol había emprendido el descenso por el cielo, Postrera volvió a encontrarse de repente frente a la esfera plateada.

Había olvidado su existencia. No se le ocurrió preguntarse cómo habría podido un objeto tan inmenso llegar hasta donde estaba desde allí, desde la cantera.

Cacto, una vez que se dio cuenta de que la esfera no era comestible, dejó de prestarle atención. La rodeó, refunfuñando para sus adentros y limpiándose la tierra de color carmesí del pelaje.

Con el bebé dormido en sus brazos, Postrera se aproximó a la masa púrpura y negra de la esfera. La olisqueó y, esta vez, además la probó. Una vez más, aquel olor eléctrico imposible de identificar despertó una extraña emoción en su interior. Permaneció allí quieta un instante, como apagada.

Pero entones Cacto empezó a gritar y a golpear el suelo con los puños. Postrera se volvió y se agazapó. Cacto tenía la pierna izquierda atrapada y su pie sangraba copiosamente. Postrera escuchó un crujido de huesos, como si el miembro de la pobre Cacto hubiera caído dentro de una inmensa boca.

Pero no se veía ninguna boca.

Cacto no estaba atrapada por colmillos o garras. Pero en su pecho y su torso aparecieron heridas como navajazos, de las que empezó a brotar, como de la nada, una sangre tan brillante que daba miedo. Sacudió los puños, lanzó puntapiés y trató de morder mientras seguía gritando. Sus golpes hacían blanco: Postrera oía el sonido blando de la carne golpeada y veía manchas decoloradas en el aire, sobre Cacto, púrpuras y azules. Y además, la sangre de su compañera estaba empezando a perfilar la forma de su asaltante con regueros rojos. Postrera distinguió un torso cilíndrico, unas piernas cortas y gruesas, una boca enorme y furiosa.

Pero Cacto estaba perdiendo la pelea. Sus piernas y la parte superior de su cuerpo estaban atrapadas bajo la reluciente masa. Se volvió hacia Postrera y extendió la mano.

En el interior de Postrera batallaron los instintos. Puede que el desenlace hubiera sido distinto si hubiera podido imaginar lo que Cacto estaba sintiendo, el miedo mortal que la recorría. Pero Postrera no podía; la empatía se había perdido con la catástrofe del hombre, junto con muchas otras cosas.

Vaciló demasiado.

La borrosa masa se elevó y se precipitó sobre Cacto. Una sangre más espesa y rojiza brotó de la boca de la post-humana.

El shock de Postrera se evaporó. Con un chillido de terror, se volvió y echó a correr, con el aullante bebé sujeto al pecho. Sus pies y la mano que no tenía ocupada traqueteaban contra las piedras del suelo. Siguió corriendo hasta llegar a un risco de erosionada roca de color carmesí.

Se pegó al suelo y volvió la vista hacia atrás. Cacto seguía inmóvil. Postrera no veía ni rastro de la criatura vasta y transparente que la había destruido. Pero habían aparecido nuevas criaturas, como de la nada. Parecían ranas de cuerpos chatos, piel coriácea, pies palmeados y terminados en garras y grandes bocas equipadas con dientes afilados como navajas. La primera de ellas había abierto ya el pecho de Cacto y estaba devorando los órganos todavía calientes del interior.

El invisible depredador había hecho su trabajo. Estaba tendido, exhausto, en el charco de la sangre de Cacto. Estaba demasiado cansado hasta para alimentarse y dependía de los trozos que le arrojaban sus voraces congéneres. Se veía cómo desgarraban sus dientes la carne, la pasaban al gaznate y desde allí al estómago, donde los jugos gástricos empezaban a absorberla y transformarla.

Mientras el mundo se vaciaba y erosionada, la falta de escondrijos había sido el mayor de los asesinos. En un paisaje que era como una mesa de billar, no podías esconder una salamandra de una tonelada, por mucho que estuviera pintada del mismo color que las rocas. Por eso, la mayoría de los grandes animales había desaparecido rápidamente, incapaces de competir con sus parientes de menor tamaño.

Pero aquellas criaturas habían adoptado una estrategia novedosa: el camuflaje definitivo. El nuevo diseño había tardado millones de años en completarse.

La invisibilidad —o al menos la transparencia— era una estrategia que ya habían adoptado algunos peces en el pasado. Para la mayoría de los componentes bioquímicos del cuerpo existían alternativas transparentes. Por ejemplo, hubo que encontrar una para la hemoglobina, la proteína de intenso color rojo que, en las células sanguíneas, se combinaba con el oxígeno para transportar el vital elemento por todo el organismo.

Por supuesto, las criaturas terrestres nunca podrían llegar a ser realmente invisibles. Incluso en estos tiempos de aridez, todos los animales seguían siendo en esencia bolsas de agua. Si estabas sumergido en agua —el medio de aquellos peces extintos tiempo atrás—, podías llegar a alcanzar algo parecido a la invisibilidad. Pero la luz se movía de forma diferente en el aire y en el agua. En el aire, una criatura «invisible» parecía una gran bolsa de líquido apoyada en el suelo.

No obstante, funcionaba bastante bien. Mientras te mantuvieras inmóvil no era fácil detectarte: apenas se percibía una trepidación, una leve distorsión aquí y allá que se podía atribuir a las ondas de calor. Podías pegarte a una roca, y situarte de tal modo que presentaras el ángulo menos visible a tus presas. Aquellas criaturas tenían incluso un pelaje, transparente como los cables de fibra óptica, que transmitía el color del fondo para confundir más aún a sus presas.

Pero a pesar de todo, muy pocas especies habían adaptado la invisibilidad porque también era una maldición.

Las criaturas invisibles eran ciegas. No había retina transparente que pudiera atrapar la luz. Además, la bioquímica de estas criaturas, limitada al uso de sustancias transparentes, era mucho menos eficiente. Y sus cuerpos, incluso los órganos internos, estaban menos protegidos de la luz feroz, el calor y la radiación ultravioleta del Sol, o de la radiación cósmica que siempre había martilleado el planeta a pesar de su escudo magnético. Sus órganos eran transparentes, pero no tanto como para dejar pasar toda la radiación dañina.

La criatura que había asesinado a Cacto estaba ya agonizando, y muy pronto, los tumores que estaban desarrollándose en su estómago transparente la matarían. Y, desde el punto de vista sexual, seguía en fase larvaria. Moriría sin llegar a la pubertad. De hecho, ninguna criatura invisible había vivido el tiempo suficiente para engendrar descendencia, además de que su material genético, dañado por la radiación, nunca habría sido capaz de producir vástagos viables.

Enfermas e impotentes desde su nacimiento, estas criaturas miserables empezaban a morir antes de haber emergido de los huevos.

Pero daba igual, porque desde el punto de vista genético, la familia salía beneficiada.

Aquella especie de anfibios había alcanzado un compromiso. La mayoría de los jóvenes eran normales. Pero uno de cada diez, aproximadamente, nacía invisible. Como los trabajadores estériles de una colmena, los invisibles llevaban vidas cortas y dolorosas y morían jóvenes, y todo ello con un solo propósito: conseguir comida para sus congéneres. A través de ellos —de la descendencia de sus parientes, no la suya— el legado genético de los invisibles perduraba.

Era una estrategia costosa. Pero era mejor sacrificar uno de cada diez individuos de una generación a una fugaz vida de agonía que sucumbir a la extinción.

Naturalmente, la presencia de la comida en su estómago y de los desechos en la parte baja de su intestino, haría que el invisible dejara de serlo por algún tiempo. Así que sus hermanos, cuando hubieran digerido aquella presa, dejarían que pasara hambre y esperarían a que todos los desechos hubieran abandonado su organismo para que volviera a ser lo más transparente posible. Y entones volverían a ponerse en marcha, bajo el Sol letal, confiando en que pudiera conseguir un último trozo de carne para ellos antes de morir.

La esfera había realizado sus propias observaciones sobre el acontecimiento.

Era una criatura viviente, y al mismo tiempo no lo era. Era un artefacto, y al mismo tiempo, tampoco lo era. No tenía nombre para sí misma ni para sus iguales. Y sin embargo, era consciente.

Formaba parte de la horda que se extendía por las estrellas, en una gran franja de colonización que estaba recorriendo aquella extremidad de la galaxia. Y sin embargo había acudido allí, a ese mundo en ruinas, en busca de respuestas.

Su memoria tenía profundas raíces. Entre su especie, la identidad era una cosa fluida, algo que se fraccionaba y compartía y se transmitía a través de componentes y diseños tipo. La esfera podía remontar su memoria a través de millares de generaciones… Pero era una memoria que concluía en la niebla. Las hordas de replicadores habían olvidado de dónde venían.

A su manera, la esfera anhelaba saber. ¿Cómo se había originado aquel enjambre de robots viajeros? ¿Había sido la suya una especie de mecánica generación espontánea, una fortuita reunión de engranajes y circuitos producida en un asteroide metálico? ¿O había existido un Diseñador… un otro, que había dado vida a las masas incontables?

Durante un millón de años, la esfera había estudiado la distribución de los replicadores por la galaxia. No había sido fácil, porque el disco había dado dos vueltas completas desde el nacimiento de su especie, y las estrellas habían navegado por los cielos, llevando consigo a sus cibernéticos colonos. Había construido modelos matemáticos para interpolar esta diáspora, para restaurar las estrellas a su disposición original, para cartografiar en sentido contrario la expansión casi olvidada de los replicadores.

Y finalmente, la esfera había convergido en aquel sistema y había concluido que aquel mundo —uno entre un puñado de otros— era el origen de la raza. Había encontrado un mundo de química orgánica, con criaturas que, a su modo, resultaban interesantes. Pero era un mundo agonizante, sobrecalentado por su estrella, cuyas formas de vida estaban confinadas en las márgenes de un continente desierto. No había señales de inteligencia organizada.

… Y, sin embargo, aquí y allá, las rocas ancestrales del supercontinente mostraban marcas deliberadas, le parecía a la esfera, cortes y perforaciones y grandes cavidades que no eran naturales. Una mente había vivido allí… quizá. Pero si era así, se había desvanecido, abandonado a aquellas criaturas miserables que reptaban por el polvo.

La esfera representaba un nuevo orden de vida. Y sin embargo, era como un niño, en busca de su padre perdido. Los últimos vestigios del diseño original del robot marciano, construido por ingenieros de la NASA en laboratorios de California y Nueva Inglaterra hacía una eternidad, se habían perdido. Parecía apropiado que aquel, el mayor y más extraño de todos los legados de la especie humana, hubiera sido creado enteramente por accidente… y que hubiera prosperado abandonado a su suerte.

No había nada más que averiguar allí. Con el equivalente a un suspiro, la esfera regresó a las estrellas. El pequeño mundo desapareció debajo de ella.

Postrera permaneció agazapada hasta que los anfibios terminaron de alimentarse. Entonces se alejo, con su cría apretada contra el pecho, sin percatarse siquiera de que la esfera había desaparecido.

III

Postrera siguió su marcha hacia el oeste, alejándose de la cantera de los borametz.

De noche se refugiaba con su pequeño en alguna grieta de las rocas, tratando de emular la confortable calidez del capullo del Árbol. Comía lo que encontraba: sapos medio secos, ranas enterradas en el barro, lagartijas, escorpiones y carne de las raíces de los cactos. A su hijo lo alimentaba con carne y pulpa vegetal masticadas. Pero el niño las escupía. Echaba de menos su raíz umbilical y maullaba y se quejaba constantemente.

Postrera caminaba, caminaba y caminaba.

No tenía otra estrategia en mente que seguir caminando, alejar a su pequeño de las garras del Árbol y esperar a ver lo que pasaba. Si hubiese poseído una mente más sofisticada, podría haber albergado la esperanza de encontrar más gente, en alguna parte en la que pudiera quedarse… puede que incluso que una comunidad que viviese independiente de los Árboles. Pero habría sido una esperanza fútil, porque en toda la Tierra ya no quedaba ninguna comunidad así. Ella no lo sabía, pero no tenía ningún sitio adonde ir.

La tierra empezó a elevarse lentamente. Postrera se encontró caminando sobre arena áspera y abanicos de grava.

Tras medio día de marcha llegó a un lugar cubierto de lomas bajas. Las erosionadas formas se extendían hasta el horizonte, al norte y al sur, kilómetro tras kilómetro, hasta el cielo teñido de polvo oxidado y más allá. Había llegado a lo que quedaba de una antigua cadena montañosa, levantada por la ancestral colisión de los continentes. Pero los vientos cargados de polvo de Nueva Pangea habían desgastado hacía tiempo las montañas, convirtiéndolas en humildes lomas.

Al mirar atrás, pudo ver sus propias pisadas, acompañadas por las marcas de sus nudillos, interrumpidas solo en aquellos sitios donde se había detenido para alimentarse o hacer sus necesidades o dormir. Era el único rastro que había en aquellas silenciosas colinas.

Tardó dos días en cruzar las montañas.

Y después, la tierra volvió a descender.

En la llanura crecía un poco de vegetación. Había árboles nudosos de ramas retorcidas y cubiertas de hojas afiladas como navajas, como agujas de pino. Alrededor de las raíces vivían algunos ratones saltarines —resistentes roedores que habían perfeccionado las estrategias de ahorro de agua— y muchos, muchos lagartos e insectos. Cazó criaturas diminutas como geckos e iguanas y devoró su carne. Pero en aquella región tenía que andar vigilante, por si las ratas-boca del suelo y los depredadores invisibles.

A medida que la tierra descendía, el oeste se desplegó ante sus ojos. Vio una gran planicie. Más allá de una especie de margen costera, la tierra era blanca, tan blanca como el hueso, una capa que se extendía hasta un horizonte de una rectitud geométrica. Una débil brisa soplaba en su rostro. En su aliento captó el olor de la sal. Nada se movía hasta donde alcanzaba la vista.

Había llegado a un fragmento del agonizante océano interior. Todavía quedaba agua allí —hacía falta mucho, mucho tiempo para desecar un mar entero— pero era un jirón cada vez más estrecho de un líquido tan salino que nada podía vivir en él, y estaba rodeado por una amplia corona de placas de sal, una película que se extendía hasta el horizonte.

Con el bebé pegado al pecho, Postrera emprendió el descenso.

Llegó al lugar donde empezaba la sal. Unas bandas paralelas de enorme tamaño señalaban el límite que las aguas habían alcanzado en el pasado. Recogió un poco de tierra salina y la lamió. Tuvo que escupirla inmediatamente. Allí crecía vegetación, especies que toleraban la salinidad del suelo. Había unos matorrales pequeños, cubiertos de espinas y de color amarillo que se parecían al acebo desértico, el titímalo y el tártago que antaño crecieran en los desiertos californianos de Norteamérica. Arrancó un trozo de vegetación y se lo metió en la boca, pero era demasiado duro. Frustrada, arrojó el trozo sobre la sal.

Y entonces vio las huellas.

Llena de curiosidad, introdujo sus propios pies en las marcas poco profundas del suelo. Allí había dedos del pie, aquí una depresión que podía haber sido causada por un nudillo al apoyarse. Puede que no fueran muy recientes. El barro era tan duro como la roca y su propio peso no dejaba ninguna marca en él.

El rastro se alejaba, en línea recta como una flecha, sobre la llanura salina, en dirección al horizonte vacío. Lo siguió durante un paso o dos. Pero la sal era dura y molesta y estaba muy caliente y cuando se le metía en los pequeños cortes y arañazos de las manos y los pies, picaba mucho.

Las huellas, en cambio, continuaban. Quienquiera que las hubiera dejado, no había regresado. Puede que hubiera tratado de llegar al océano, atravesando toda Norteamérica; a fin de cuentas, ya no existían barreras.

Postrera sabía que no podía seguirlas, no hacia el vientre de aquel mar muerto.

Y aunque hubiera podido, no habría supuesto la menor diferencia. Aquello era Nueva Pangea. Allá donde fuese, encontraría la misma tierra carmesí, el mismo calor insoportable.

Se quedó en aquella playa desolada y silenciosa el resto del día. El Sol, en su descenso por el cielo, se hizo inmenso. Su borde circular temblaba y la áspera luz que proyectaba teñía la llanura salina de un rosa desvaído.

Aquel había sido el último viaje reseñable que emprendía algún miembro de aquel ancestral linaje de vagabundos. Pero había terminado. Aquella playa seca y cuarteada era su punto final. Los hijos de la humanidad habían terminado de explorar.

Mientras empezaba a hacerse de noche, emprendió el camino de regreso por la ladera. No miró atrás.

En los años que sucederían a la muerte de Postrera, la Tierra seguiría girando, cada vez más despacio. Poco a poco, su antiguo vals con la Luna perdería fuerza y acabaría muriendo.

Y el Sol, obedeciendo a la lógica del hidrógeno, brillaría cada vez con más fuerza.

El Sol era un horno de fusión. Pero su corazón estaba cada vez más cargado de cenizas de helio y las capas circundantes estaban empezando a colapsarse: estaba menguando. No era un proceso muy rápido —alrededor de un uno por ciento cada cien millones de años— pero era inevitable.

Durante la mayor parte de su historia en la Tierra, la vida había logrado protegerse de este gradual calentamiento. El planeta, como una criatura viva, utilizaba su «corriente sanguínea» —los ríos y los océanos y la atmósfera y los ciclos de las rocas y las interacciones de billones de organismos— para eliminar desechos y enviar nutrientes allí donde eran necesarios. El dióxido de carbono, responsable del vital efecto invernadero y materia prima para la fotosíntesis vegetal, regulaba la temperatura. Era un ciclo cerrado. Cuanto más aumentaba la temperatura, más dióxido de carbono absorbían las rocas, menor era el efecto invernadero y la temperatura se ajustaba. Era un termostato que había mantenido estable la temperatura de la tierra durante eones.

Pero a medida que aumentaba la temperatura del Sol, más dióxido de carbono quedaba atrapado en las rocas y menos quedaba para las plantas.

Con el paso de tiempo, cincuenta millones de años después de la desaparición de Postrera, la propia fotosíntesis empezaría a fallar. Las plantas se marchitarían: herbáceas, flores, helechos, árboles… todos desaparecerían. Y las criaturas que vivían de ellas morirían también. Grandes reinos de la vida se colapsarían. Habría un último reptil, un último roedor y un último mamífero. Y después de que desaparecieran los organismos vegetales superiores, lo mismo harían los hongos, los ciliados y las algas. Sería como si, en aquellos últimos y duros días, la evolución hubiera revertido el sentido de su avance y la complejidad de la vida, labrada a sangre y fuego, mermara infinitamente.

Al final, bajo un Sol abrasador, solo sobrevivirían las bacterias termófilas. Muchas de ellas descendían, con pequeñas modificaciones, de las primeras formas de vida, de sencillos organismos que se alimentaban de metano y que habían vivido antes de que la atmósfera se llenara de venenoso oxígeno. Para ellas sería como los buenos tiempos anteriores a la fotosíntesis: las plantas áridas del último supercontinente se engalanarían fugazmente con colores chillones y desafiantes, púrpuras y carmesíes tendidos como banderolas sobre las rocas erosionadas.

Pero el calor seguiría aumentando, implacable. El agua se evaporaría y océanos enteros quedarían suspendidos en la atmósfera. Al fin, algunas de las grandes nubes llegarían a la estratosfera, la capa molecular de la atmósfera. Allí, sometidas al asalto de los rayos ultravioleta del Sol, las moléculas de agua se dividirían en hidrógeno y oxígeno. El hidrógeno se perdería en el espacio… y con él, la posibilidad de que volviera a formarse agua. Sería como si se hubiera abierto una válvula. Toda el agua de la tierra se filtraría rápidamente al espacio.

Cuando el agua hubiera desaparecido, la temperatura ascendería tanto que arrancaría el dióxido de carbono de las rocas. Bajo una atmósfera tan densa como un océano, los lechos secos de los mares se volverían tan calientes como para fundir el plomo. Hasta las termófilas sucumbirían. Sería el último de todos los eventos de extinción.

Pero en la roca de la superficie, como si fuera el suelo de un horno, las bacterias dejarían tras de sí esporas desecadas. En el interior de aquellos caparazones virtualmente indestructibles, las bacterias, aletargadas, contemplarían el paso de los años.

Habría nuevas convulsiones, asteroides y cometas que periódicamente caerían sobre el planeta, nuevos Chixculub que nadie presenciaría. Ya no quedaría nada que matar, claro. Pero con las terribles convulsiones de la superficie, la Tierra arrojaría grandes cantidades de roca al espacio.

Parte de este material, arrancado en los márgenes de las zonas de impacto, no se vería afectado por las fuerzas destructivas de la colisión… y, por tanto, llegaría al espacio casi intacto. Así es como las esporas bacterianas abandonarían la Tierra.

Se alejarían flotando del planeta e, impulsadas por la delicada pero constante presión de la luz del Sol, crearían una nube vasta y difusa alrededor del Sol. Enquistadas en el interior de sus esporas, las bacterias eran casi inmortales. Y eran viajeros interplanetarios muy resistentes. Habían revestido sus cadenas de ADN de pequeñas proteínas que endurecían las formas helicoidales y repelían las agresiones químicas. Cuando una espora germinaba, podía movilizar encimas especializadas para reparar cualquier daño sufrido por el ADN. Hasta el daño provocado por la radiación podía repararse si no era demasiado grave.

El Sol continuaría con su incesante rotación alrededor del corazón de la galaxia, arrastrando sus planteas, sus cometas, su nube de esporas y todo lo demás.

Al final, su recorrido por el espacio lo llevaría hasta una vasta nube molecular. Aquel era el lugar en el que nacían las estrellas. El cielo estaba abarrotado, repleto de estrellas jóvenes y vigorosas, como un enorme enjambre. El furioso Sol con su séquito de planetas arruinados sería como una anciana amargada irrumpiendo en una guardería.

Pero, de vez en cuando, aquí y allá, una de las esporas espaciales del Sol toparía con un grano de polvo interestelar, colmado de moléculas orgánicas y hielo.

Golpeado por la radiación de una supernova cercana, un fragmento de la nube se colapsaría. Nacería un nuevo sol, un nuevo sistema de planetas, gigantes gaseosos y sólidos mundos de roca. Lloverían cometas sobre la superficie de los nuevos mundos, igual que había ocurrido en su tiempo con la Tierra.

Y en algunos de estos cometas habría bacterias nativas de la Tierra. Solo unas pocas. Pero es que solo harían falta unas pocas.

El Sol seguiría envejeciendo. Se hincharía hasta alcanzar proporciones monstruosas y se teñiría de un rojo intenso y furioso. La Tierra seguiría flotando alrededor de su corpachón, como una mosca y un elefante. El paroxismo final consumiría el gas y el polvo que todavía quedaban alrededor de la estrella. El sistema solar se convertiría en una nebulosa planetaria, una esfera de colores fabulosos visible a años luz de distancia.

Estos espasmos gloriosos marcarían la muerte definitiva de la Tierra. Pero en un nuevo planeta de una nueva estrella, la nebulosa no sería más que una luz en el cielo. Lo que importaba era el aquí y el ahora, los océanos y las tierras en los que se ensamblaban nuevos ecosistemas, en los que las formas cambiantes de las criaturas seguían el rastro de las transformaciones de su medio, en los que la variación y la selección habían reemprendido su ciego trabajo, moldeando y diversificando.

La vida siempre había sido dura y azarosa. Y ahora había encontrado el modo de escapar al evento de extinción definitivo. En océanos nuevos y tierras nuevas, la evolución había empezado de nuevo.

Pero ya no tenía nada que ver con el hombre.

Exhausta, cubierta de polvo, con el cuerpo repleto de arañazos, magulladuras y pequeñas heridas y el bebé en los brazos, Postrera se aproximó cojeando al centro de la antigua cantera.

La tierra parecía tan desnuda allí, con el Sol encima como un inmenso puño llameante, que daba miedo. Y a primera vista no parecía que hubiera nada vivo en aquel desierto, nada en absoluto.

Se acercó al Árbol. Vio la grandes y colgantes formas de los capullos con sus hermanos, inertes y negros dentro. El Árbol seguía allí, inmóvil y silencioso, sin reprobar ni perdonar su pequeña traición.

Sabía lo que tenía que hacer. Encontró una bola de hojas plegadas. Las separó cuidadosamente y les dio la forma de una cuna improvisada. Entonces metió al niño dentro.

El pequeño se estremeció y gorjeó. Se sentía cómodo y protegido entre las hojas. Pero Postrera vio que el apéndice umbilical había empezado ya a arrastrarse hacia el orificio de su vientre. Los zarcillos blancos estaban brotando de los poros de las hojas del capullo y se extendían tanteando hacia las orejas, la nariz y los ojos del bebé.

No sería doloroso. Se le había dicho así, y eso al menos la consolaba. Acarició la mejilla del pequeño una última vez. Entonces, con pesar, plegó las hojas y volvió a sellarlas.

Trepó al árbol, encontró su capullo favorito, se introdujo en él y se cubrió con las grandes y coriáceas hojas. Permanecería allí hasta que llegara un momento mejor: un día milagrosamente más fresco y más húmedo que el anterior, un día en el que el Árbol podría liberar a Postrera de su protector abrazo, enviarla al mundo una vez más… hasta puede que sembrar en su vientre la semilla de una nueva generación.

Pero no habría más embarazos, ni más nacimientos, ni más niños condenados.

Uno por uno, los capullos se marchitarían, serían absorbidos por el borametz, y al final, el propio borametz, por supuesto, sucumbiría, tras miles de años de vida, duro y desafiante hasta el final. La resplandeciente cadena molecular que se extendía desde Purga, a través de generaciones de criaturas que habían trepado y saltado y aprendido a andar, y pisado la tierra de otro mundo, y decrecido de nuevo y, tras renunciar a la consciencia, regresado a los árboles, aquella cadena se había roto ahora que la última de las descendientes de Purga se había enfrentado a una barrera que no había podido superar.

Postrera era la última madre de todas. Y no había podido salvar a su propia hija. Pero estaba en paz.

Acarició la raíz umbilical y la ayudó a penetrar en sus entrañas. Las sustancias anestésicas y curativas del Árbol aliviaron su cuerpo dolorido, cerraron sus pequeñas heridas. Y, mientras los sicotrópicos vegetales se llevaban el intenso y penoso recuerdo de su hijo perdido, la embargó una dicha verde que, parecía, podría durar para siempre.

No era un final tan malo para tan larga historia.