18
El reino de las ratas

ÁFRICA ORIENTAL, C. 30 MILLONES DE AÑOS DESPUÉS DE NUESTROS DÍAS.

I

El asteroide había recibido el nombre de Eros hacía mucho tiempo.

Poseía su propia geografía en miniatura. Su superficie estaba cubierta de cráteres, restos de escombros y detritos, y extraños estanques de polvo azulado y muy fino, cargado de electricidad por el Sol implacable. Tres veces más largo que ancho, era la isla de Manhattan arrojada al espacio.

Eros era tan viejo como la Cola del Diablo. Al igual que el cometa de Chicxulub, era una reliquia de la formación del propio sistema solar. Pero, a diferencia del cometa, este asteroide había encajado perfectamente en el mecanismo de relojería del sistema interior, dentro de la órbita de Júpiter. En los primeros tiempos se habían producido destrucciones en masa de asteroides jóvenes que, siguiendo sus órbitas descontroladas, había chocado unos con otros. La mayoría de ellos se habían convertido en nubes de polvo o se habían precipitado hacia las inmensas fauces de Júpiter, o al abarrotado y peligroso interior del sistema. Los supervivientes, diezmados, seguían ahora órbitas perfectas alrededor del Sol.

Pero incluso ahora, la fantasmal tensión de las fuerzas gravitatorias provocaban que las órbitas de los asteroides resonaran como cuerdas tañidas.

Salió de mala gana a la luz del Sol.

Había tenido otro mal sueño. Estaba mareada y tenía los miembros tiesos. Más allá del tosco techo de su nido, situado en la copa del árbol, entrevió el verdor crujiente del dosel superior y algunos jirones azules del cielo tropical. Al igual que el jergón sobre el que se había acostado, el techo no era más que una masa de ramas, hojas y palos doblados, construida apresuradamente en las horas previas al crepúsculo y que pronto abandonaría.

Estaba de espaldas, con la cabeza apoyada en el brazo derecho y las piernas sobre el vientre. Su cuerpo desnudo estaba cubierto por un fino vello dorado. A los quince años estaba en la flor de la vida. Las estrías de su vientre y sus pequeños pechos demostraban que ya había tenido descendencia. Los ojos, cubiertos de legañas, eran grandes, negros y vigilantes: la marca de una readaptación a la vida nocturna. Sobre ellos, una frente chala conducía a la pequeña cavidad cerebral, cuya modesta forma quedaba oculta tras una mata de pelo negro y enredado.

Una parte de ella nunca dormía profundamente, por muy bien que hubiera construido el nido. Sus sueños siempre sufrían el acecho de los inmensos abismos abiertos a sus pies, y la amenaza de caer a ellos. Los árboles eran el único lugar seguro para su pueblo, así que aquello no tenía demasiado sentido, pero así era de todos modos. La gente necesitaría más tiempo para acostumbrarse a su regreso a los árboles.

Por supuesto, no ayudaba demasiado el hecho de que el único hijo que había tenido hasta el momento se lo hubiera llevado el abismo, arrancado de sus manos por la lluvia y arrojado a las profundidades verdes.

Nunca había hablado de ellos con nadie. De hecho, nadie hablaba ya. Los días de interminables charlas habían pasado, pues las laringes y capacidades cognitivas de las especies locuaces, irrelevantes para la vida en los árboles, habían sido abandonadas.

Ni siquiera tenía un nombre. Pero es posible que parte de ella retuviera un recuerdo lejano de días ya pasados, días diferentes. Llamémosla Remembranza.

Escuchó un crujido entre la vegetación que había debajo, una cáscara de fruta que caía entre las hojas y los primeros aullidos tentativos de los machos.

Rodó sobre sí misma y pegó la cara al lecho de ramas. Apenas distinguía la propia colonia, una masa oscura y oscilante en las capas superiores de la copa, como un submarino de madera colgado de algún modo de la vegetación. Por todas partes se movían, trepaban y disputaban las figuras esbeltas de sus congéneres. El día echaba a andar. Y no convenía llegar tarde.

Remembranza se puso en pie y abrió el jergón, como si fuera una cría de ave saliendo del cascarón. Con la pequeña cabeza un metro sobre el suelo de la rama, recorrió su mundo con la mirada.

El bosque se extendía en todas direcciones en verdes capas de vida. La última de ellas era un techo situado muy por encima de Remembranza. Al norte, el oeste y el este, más allá de los árboles, su mirada atisbó un resplandor azulado y cubierto de destellos. La luz del océano siempre la había intrigado. Y aunque su vista no alcanzaba la costa meridional, tenía la intuición de que el océano continuaba incluso allí, formando un gran cinturón alrededor de la tierra. Y tenía razón: sabía que vivía en una vasta isla. Pero el océano no era más que otra irrelevancia, algo demasiado lejano para preocuparla.

Aquel bosque especialmente denso había brotado de una profunda quebrada abierta en el lecho de roca. Protegido por paredes de roca dura y alimentado por los arroyos que discurrían por la base de la quebrada, era un lugar vibrante y rebosante de vida, aunque aquí y allá había claros abiertos por los árboles borametz y sus servidores, una forma de vida nueva.

Pero la quebrada no era natural. Excavada hacía mucho tiempo en el ancestral lecho de roca, era el resultado de una obra humana, la construcción de una autopista. La erosión había hecho su trabajo: cuando los canales de drenaje y las alcantarillas dejaron de mantenerse, las laderas excavadas se habían desplomado. Pero, con todo, un geólogo paciente hubiera podido detectar una fina capa oscura en la arenisca que se había ido formando lentamente en el fondo de la quebrada. La capa estaba hecha de brea metamórfica, un estrato que afloraba aquí y allá junto con los fragmentos de los vehículos que antaño habían recorrido la carretera.

Incluso ahora, la marca de los humanos seguía allí.

Una sombra fugaz, rápida, silenciosa pasó sobre las hojas, que se agitaron a su alrededor. Se acurrucó rápidamente, buscando la protección del follaje. Era un pájaro, claro. Los depredadores de las capas superiores habían despertado y no convenía estar demasiado a la vista.

Con una última mirada a los restos de su nido, manchados de excrementos y orines y cubiertos de pelo, empezó a descender.

Conforme avanzaba el día tropical, la gente se había desperdigado por los árboles, ágil y esbelta, para empezar la cotidiana búsqueda de fruta, insectos de la corteza y agua acumulada en las hojas.

Remembranza, inquieta todavía, los observaba.

Había machos y hembras, algunas de ellas con sus crías pegadas a la espalda. Los machos hacían sus características exhibiciones, aullando y dando agresivos saltos de un lado a otro. Eso era algo que no había cambiado en los largos años: la organización de la sociedad de los primates seguía siendo la misma, una llamativa superestructura masculina impuesta sobre una estructura orgánica de pacientes clanes femeninos.

En las capas medias del dosel del bosque, los árboles más altos dejaban atrás las multitudes de sus parientes menores. En aquellos espacios intermedios, ni altos ni bajos, la gente estaba relativamente a salvo de las amenazas de arriba y las de abajo. Y era allí, rodeados por las formas altas y esbeltas de los troncos de los grandes árboles, donde habían erigido su colonia.

Era una esfera de unos diez metros de diámetro. Sus gruesas paredes estaban hechas de ramas y hojas muertas, toscamente embuchadas. Habían ablandado las hojas mordisqueándolas antes de meterlas a presión en las cavidades de la estructura. El nido descansaba sobre las ramas más robustas del árbol, sobre el que lo habían ido construyendo a lo largo de varias generaciones. Y la vida florecía en su interior: un fino reguero de excremento y pis resbalaba por las paredes del árbol, el sistema de alcantarillado alimentado por las numerosas aberturas que salpicaban la base de la colonia.

Aquella esfera de rama y hojas mascadas era la estructura arquitectónica más avanzada que los post-humanos eran capaces de construir. Pero era obra del instinto, no de la mente, tan ajena a la planificación consciente como el nido de un pájaro o un termitero.

Remembranza veía rostros pequeños que se asomaban con timidez por los agujeros del tosco muro de la colonia. Recordó cuando ella vivía con su hijo tras aquellas húmedas y apestosas paredes. El propósito básico de la colonia era proteger a sus miembros más vulnerables frente a los depredadores del bosque: de noche, los más jóvenes, los viejos y los enfermos se apiñaban entre sus paredes. Pero durante el día solo se permitía que se quedaran los niños más pequeños y sus madres, mientras el resto salía al bosque para buscar comida.

Cuando los rayos de sol filtrados por el dosel vegetal incidieron sobre la colonia, las paredes empezaron a resplandecer. Entre las ramitas y hojas apiñadas había piedrecillas brillantes recogidas por los congéneres de Remembranza en el suelo del bosque. Incluso había algunos fragmentos de vidrio. Después de millones de años, el vidrio se volvía inestable, se formaban cristales en su interior y se volvía opaco, pero a pesar de ello, aquellos fragmentos, restos de parabrisas o faros o botellas, habían conservado la forma y ahora decoraban los muros de aquel edificio informe.

Parecía un elemento decorativo, pero no lo era. El cristal y las piedras brillantes estaban allí por razones defensivas. Incluso ahora, los depredadores de aquellos posthumanos, impulsados por instintos atávicos enterrados en su código genético desde los tiempos de los depredadores más terroríficos de la historia, sentían pavor a los restos de edificios, las piedras brillantes y el vidrio. Así que el pueblo de Remembranza, sin saber siquiera lo que estaba haciendo, imitaba las estructuras de sus antepasados.

Antaño, claro está, los árboles habían sido el dominio de los primates, un espacio por el que podían vagar a sus anchas sin temor. Los monos y los chimpancés no necesitaban fortalezas de hojas y ramas. Los tiempos habían cambiado.

Al ver que Remembranza se retrasaba, un joven macho le gruñó. Tenía una insólita mata de pelo blanco en la espalda, parecida a la de un conejo. Ella sabía lo que pensaba: temía que tratara de robarle el fragmento de corteza que estaba trabajando con su madre y sus hermanos. La mente de estas criaturas no era comparable a la de sus antepasados, pero Remembranza era todavía capaz de intuir las creencias e intenciones de otros.

El grupo de Mancha-Blanca parecía más débil aquel día. Desde la última vez que Remembranza los había visto, su hijo mayor había desaparecido. Puede que se hubiese marchado en busca de otra colonia, suspendida en algún lugar de las profundidades del bosque. O puede, claro está, que hubiera muerto. Los miembros de la familia mostraban que todavía eran conscientes de la ausencia de uno de los suyos en su forma de volver la cabeza en busca de alguien que no estaba allí o al dejar un espacio para un macho que no lo ocupaba, pero muy pronto la herida en sus recuerdos se cerraría y el hermano perdido se hundiría en la oscuridad del pasado ignorado, tan olvidado como todos los hijos del hombre desde la construcción de la última lápida.

La propia Remembranza nunca sabría lo que había sido de aquel macho. Aquella no era una época de la información. Nadie le decía ya nada a nadie. Lo único que sabía con seguridad era lo que veía con sus propios ojos.

Para Remembranza, sin embargo, aquello representaba una oportunidad. Probablemente podría obtener un lugar en el árbol luchando contra aquel grupo debilitado. Pero había dormido mal y se sentía frágil, inquieta. Era igual desde que perdiera a su hijo. La muerte de la criatura se había producido más de un año antes, pero el dolor era tan intenso, tan vívido en su mente caleidoscópica y desestructurada que parecía como si hubiera sido ayer mismo. Al igual que todos los de su especie, Remembranza no actuaba obedeciendo a un propósito planificado sino por impulsos. Y aquel día su impulso no era pelear contra aquellos enclenques por el privilegio de un lugar en la abarrotada rama para poder arrancar un trozo de corteza en busca de gusanos.

Le dio la espalda y echó a andar por la maraña del bosque.

Mientras trepaba, corría y saltaba de rama en rama, empezó a sentirse un poco mejor. Poco a poco, sus músculos empezaron a relajarse, y fue como si empezara a despertar de verdad. Hasta olvidó, por un breve instante, la desaparición de su hijo. Era todavía joven: los de su especie alcanzaban a menudo los veinticinco o incluso los treinta años. Y mucho tiempo después de que sus antepasados lejanos hubieran salido arrastrándose de las alcantarillas para encontrarse, estupefactos, con la luz del Sol, su cuerpo, si no los rincones más profundos de su mente, estaba bastante bien adaptado a aquella forma nueva de vida.

Sí, mientras se desplazaba a gran velocidad por entre la vegetación, sentía una especie de júbilo. ¿Por qué no? Mucho se había perdido, pero eso no significaba ninguna diferencia para ella. Su breve momento bajo el Sol era aquel, y estaba allí para disfrutarlo. Mientras corría bajo el denso crepúsculo del bosque, sus labios se abrieron y lanzó una risotada furiosa. Era un reflejo que los hijos del hombre nunca habían perdido, a pesar de que, sobre la faz de una Tierra en proceso de curación, treinta millones de veranos habían llegado y habían pasado ya.

El bosque tropical de Remembranza formaba parte de un vasto cinturón forestal que rodeaba el talle del planeta, interrumpido solo por océanos y montañas. Eran bosques exuberantes, aunque habían tenido que pasar miles de años tras el cese de las feroces depredaciones del hombre para que recobraran algo parecido a su antigua riqueza.

Este mundo reconstruido, cubierto de bosque, había dejado poco espacio para los descendientes de la humanidad. Así que los antepasados de Remembranza habían dejado la superficie y habían regresado al verde útero de las copas de los árboles. Había primates allí: monos cuyos antepasados habían logrado eludir a los famélicos humanos de los últimos días, supervivientes del gran evento de extinción. Al principio, los post-humanos eran más torpes que los monos. Pero seguían siendo relativamente inteligentes y estaban desesperados. No tardaron en completar la extinción que sus antepasados habían dejado inconclusa.

Después de eso, empezaron a proliferar. Pero la presión que los había expulsado de la superficie seguía allí.

Remembranza no sabía nada de esto. Sin embargo, en su interior conservaba un recuerdo molecular, una cadena ininterrumpida de material genético que se remontaba hasta el pueblo desaparecido que había tallado la roca para construir una carretera… y, a través de él, mucho más allá, hasta los tiempos en los que unas criaturas no muy diferentes a ellas habían trepado por árboles no muy diferentes a aquel.

Se detuvo en una rama cubierta de racimos de unas frutas grandes y rojas. Se sentó en cuclillas y empezó a alimentarse con rapidez: abría la cáscara, engullía el blando contenido y dejaba caer la cáscara a la oscuridad. Pero comía con la espalda pegada al tronco, y mientras lo hacía su mirada no dejaba de moverse de acá para allá, contemplando las sombras con temor, con movimientos rápidos y furtivos.

A pesar de su vigilancia, se dio un buen susto cuando el primer trozo de cáscara cayó sobre su cabeza.

Pegada todo lo posible al árbol, levantó la mirada. De las ramas que había sobre ella colgaba algo que parecían frutos: gruesos, oscuros y oscilantes. Pero a estos «frutos» les estaban saliendo manos, piernas, cabezas y ojos brillantes, y manos hábiles que le arrojaban cáscaras y trozos de corteza y ramitas. Probablemente habían aguardado mientras se aproximaba y luego, silenciosamente, habían convergido sobre su posición. Hasta le arrojaron trozos de excrementos todavía calientes.

Y entonces empezaron los graznidos. Era una jerigonza estrepitosa y carente de sentido que llenó su cabeza y la desorientó, como era su propósito. Se acurrucó contra la rama, con las manos en los oídos.

Los Chillones eran parientes de la especie de Remembranza. También descendían del hombre. Pero vivían de forma diferente. Eran cazadores cooperativos. Todos ellos, desde que eran muy pequeños, participaban con una fría e instintiva disciplina en el acoso a cualquier presa o la defensa contra cualquier depredador. Era una estrategia que funcionaba: Remembranza había visto caer a más de uno de los suyos frente a aquel ejército.

A pesar de sus diferencias, hasta hacía un par de millones de años, las dos especies hubiesen podido cruzarse, aunque su descendencia habría sido infértil. Pero ahora era imposible. Se había producido una nueva división de especies, una de tantas. Para la Gente Chillona, Remembranza no era más que una amenaza potencial… o puede que una presa.

Estaba atrapada. Parecía haber Chillones en todas las ramas. Nunca podría pasar por encima de ellos para llegar a otro árbol. Solo había una forma de escapar: por la superficie.

No titubeó. Empezó a descender por el tronco, se dejó caer, utilizando las ramas para frenar su descenso, y escapó hacia las densas sombras del suelo del bosque.

Al principio los Chillones fueron tras ella, y los trozos de fruta y excrementos que le arrojaban caían como una lluvia a su alrededor, rebotando contra la corteza. Los oía mientras se extendían como un enjambre por el árbol en el que la habían acorralado, lanzando chillidos y gritos de absurdo triunfo.

Finalmente llegó al suelo. Su intención era alcanzar otro tronco, situado a unos cien metros de allí, lo que tal vez bastase para que los Chillones le permitiesen regresar sana y salva a la zona en la que vivían los suyos.

Avanzó, con los ojos muy abiertos y alerta, erguida.

Remembranza tenía caderas estrechas y piernas largas, reliquias de los tiempos de bipedismo de los simios que moraban en la sabana. Caminaba más erguida que cualquier chimpancé, más que la raza de Capo. Pero incluso erguida, sus piernas seguían ligeramente dobladas y su cuello un poco encorvado. Tenía hombros finos, brazos largos y fuertes. Y pies de buen tamaño, equipados con pulgares oponibles: en conjunto, estaba bien equipada para trepar y saltar. La vida en los árboles había moldeado a su especie, la selección había echado mano de diseños muy antiguos que, aunque extremadamente modificados, nunca se habían abandonado del todo.

En la superficie no se sentía cómoda. Al levantar la mirada, vio capas y capas de follaje, árboles que competían por la energía del Sol, absorbiendo toda luz salvo la más difusa. Era como dirigir la mirada hacia otro mundo, hacia una ciudad tridimensional.

En cambio, el suelo del bosque era un lugar húmedo y oscuro. Bajo su eterno crepúsculo crecían solo matorrales, algunas especies de plantas herbáceas y hongos. Aunque caía constantemente una lluvia de hojas y otros materiales desde las galerías superiores, la capa de materia superficial era muy fina: las hormigas y las termitas, cuyas ciudades se erguían por todas partes como monumentos desgastados por la erosión, se encargaban de ello.

Llegó junto a un enorme champiñón. Se detuvo y empezó a meterse la carne blanca y sabrosa en la boca. Había comido muy poco aquel día y había consumido mucha energía para escapar de los Chillones.

Detrás de un puñado de flacos retoños de árbol, algo se movía entre las sombras: formas enormes que gruñían y husmeaban el suelo. Remembranza se ocultó tras el champiñón.

Las criaturas emergieron de las sombras, vagamente perfiladas en la oscuridad verdosa. Poseían cuerpos fornidos e hirsutos, grandes cabezas y trompas cortas que escarbaban el suelo y recogían follaje y fruta de las ramas inferiores de los árboles. Con sus dos metros de altura, parecían elefantes de bosque, pero sin cuernos.

Sus pequeñas orejas puntiagudas y sus extrañas colas curvadas atestiguaban su auténtico linaje. Eran cerdos, supervivientes de una de las pocas especies domesticadas que había sobrevivido a la gran destrucción y dotados por la evolución de aquella forma eficiente. De hecho, los últimos elefantes auténticos se habían extinguido junto con el hombre.

Otras criaturas grandes y peludas aparecieron ante Remembranza. Se parecían también a los elefantes por su forma, y eran tan grandes como las anteriores. Pero mientras que aquellas tenían trompa pero carecían de colmillos, estos, sin trompa, poseían unos cuernos curvos que les servían, como en su tiempo los colmillos de los elefantes, para escarbar en la tierra y desenterrar raíces y tubérculos. Más asustadizos y agresivos que los cerdos, estos animales descendían de otra especie superviviente de las granjas del hombre, la cabra.

Los dos grupos de imitadores de elefante, las cabras y los cerdos, eran lo bastante diferentes como para compartir un mismo espacio, de modo que podían ignorar la presencia de los otros. Remembranza, aterrorizada, esperó a que se presentara la ocasión para escapar de aquellos descendientes de animales domésticos.

Y entonces olió un aliento en su nuca: el más tenue rastro de calidez, el aroma pútrido de la carne.

Inmediatamente, se echó al suelo. Ignorado a los cerdos y las cabras, corrió hacia el tronco del árbol y trepó lo más deprisa posible sujetándose a los pliegues de la corteza. No vaciló un segundo, ni siquiera para mirar atrás y ver qué era lo que se le había acercado tanto.

Pero lo vislumbró alguna vez mientras huía. Era una criatura del tamaño de un leopardo, de ojos rojos, miembros largos, grandes zarpas y poderosos incisivos.

Sabía lo que era. Era una rata. Cuando uno olía a una rata, echaba a correr.

Pero la rata lo seguía.

Para poder perseguir a sus presas a los árboles, las ratas-leopardo habían aprendido a trepar. Tenían zarpas, dedos oponibles para sujetarse a las ramas, unos antebrazos lo bastante largos como para columpiarse de rama en rama e incluso una cola prensil. No trepaban tan bien como los mejores primates, como Remembranza. Aún no. Pero tampoco necesitaban ser tan buenos como los mejores. Solo hacerlo mejor que los peores, los débiles, los enfermos… y los desafortunados.

Así que Remembranza trepó y trepó hacia la pálida luz verde de los estratos superiores del bosque, cada vez más deprisa, ignorando el dolor abrasador que le recorría los brazos. De repente, se encontró con una luz cegadora. Estaba llegando a las últimas capas. Pero siguió trepando, porque no tenía alternativa.

Hasta que salió al exterior.

Había abandonado el verde tan precipitadamente que estuvo a punto de tropezar. Se agarró con todas sus fuerzas a una rama estrecha, que se inclinó alarmantemente bajo sus pies. La rama estaba cubierta de hojas que, verdes y brillantes, parecían beberse la luz del Sol.

Había alcanzado las ramas superiores de los árboles más altos. El dosel de vegetación era un manto verde que se extendía hasta el océano. Pero se veían los rocosos bordes del barranco en el que crecía su bosque, la antiquísima carretera de sus antepasados. No tenía a donde ir. Jadeando, exhausta con los músculos agotados temblando, no podía más que permanecer aferrada a aquella ramita. El Sol caía sobre ella, demasiado caluroso. A diferencia de sus antepasados, no estaba preparada para vivir al raso. Su raza había perdido la capacidad de sudar.

Pero la rata no la había seguido. Le pareció ver sus ojos rojizos un instante, como un destello, antes de volver a perderse en la oscuridad del bosque.

Durante una fracción de segundo, sitió una alegría desbordante. Echó la cabeza atrás y lanzó un grito de júbilo.

Puede que fuera eso lo que la delatara.

Primero sintió una brisa. Entonces hubo un frufrú casi metálico de plumas y una sombra que se cernía sobre ella.

Las garras se clavaron profundamente en la carne de su hombro. Sintió un dolor agonizante… que se multiplicó de pronto, cuando las garras la levantaron en volandas, suspendido el peso entero de su cuerpo de aquellos jirones de carne. Estaba volando. Por un instante vio la tierra debajo de sí, dando vueltas, jirones de bosque, franjas de pastizales y arboledas de borametz, de color pardo, dispuesto todo ello sobre un paisaje volcánico roto y erosionado, y envuelto en un cinturón de agua resplandeciente.

En el mundo de Remembranza había depredadores feroces. Tanto en la superficie como en el cielo, como bocas rojas a tu alrededor, esperando para castigar el menor descuido. Al escapar de un peligro se había arrojado en brazos de otro.

El ave, con un feroz pico amarillo y ojos redondos orientados al frente, adaptados para las depredaciones en las tinieblas del interior del bosque, parecía un cruce entre una lechuza y un águila. Pero no era ninguna de las dos cosas. Aquel feroz asesino era en realidad descendiente de los pinzones, otro superviviente de la catástrofe humana.

El pinzón la estaba llevando hacia un complejo elevado de chimeneas volcánicas, el corazón erosionado de un volcán muy antiguo. A poca distancia, la hierba teñía de verde el suelo cubierto de restos, aunque interrumpido aquí y allá por el marrón de las arboledas de borametz. En lo alto de las repisas rocosas, Remembranza avistó nidos: nidos llenos de bocas rosas muy abiertas.

Sabía lo que pasaría si el pinzón conseguía llevarla hasta su nido.

Empezó a chillar, a debatirse y a propinarle puñetazos al pájaro en las patas y el vientre. Con la lucha, la carne de su hombro, donde las garras habían hecho presa, se desgarró aún más y el pelaje de los hombros se le llenó de sangre, pero a pesar de todo ignoró los latigazos de agonizante dolor.

El enfurecido pinzón graznó y batió furiosamente las alas, que la golpearon en la cabeza y la espalda. Su pico despedía un tufo como de carne podrida. Pero Remembranza era una presa muy grande, demasiado hasta para un ave gigante como aquella. Mientras se trababan en una torpe batalla aérea, homínido y ave se precipitaron a tierra. Finalmente, Remembranza logró hundir los colmillos en la carne más blanda que había sobre las garras escamosas del ave. Esta gritó y se estremeció con un espasmo. Abrió las garras.

… y Remembranza empezó a caer en medio de un repentino silencio. Lo único que oía era su respiración entrecortada y el azote del aire, como si se hubiese levantado viento. Todavía veía al pájaro. Una sombra que volaba en círculos sobre ella, cada vez más lejana. Alargó los brazos en busca de ramas o rocas, pero no había sitio donde sujetarse.

Curiosamente, ahora que estaba perdida en su peor pesadilla, precipitándose en el vacío, había dejado de tener miedo. Su cuerpo quedó fláccido, expectante.

Chocó contra un árbol. Las hojas y ramas le arañaron dolorosamente la piel al pasar como un proyectil entre ellas. Pero el follaje frenó su caída, y finalmente cayó sobre el suelo cubierto de hierba. Lastimada, cubierta de arañazos y magulladuras, pero entera. Durante varios segundos fue incapaz de moverse.

El shock hubiese sido mayor para un ser humano. ¿Quién era el culpable de aquella secuencia de calamidades? ¿La rata, el ave de presa, el conjuro de un enemigo, un dios malicioso? ¿Por qué había ocurrido? ¿Por qué a mí? Pero Remembranza no se planteó estas preguntas. Para ella, la vida no era algo que se controlaba. La vida era una sucesión de episodios, fortuita, carente de propósito.

Así eran las cosas para los descendientes del hombre. Uno no vivía mucho. No moldeaba el mundo a su alrededor. Apenas entendía una parte pequeña de lo que le ocurría. Solo podía pensar en el ahora: respirar, buscar comida, escapar del próximo asesino.

Esperar y ver qué ocurría a continuación.

Cuando recobró el aliento, se puso a cuatro patas y se escabulló bajo la sombra del árbol que había frenado su caída.

II

Aquellos tiempos podrían haberse bautizado como Edad Atlántica.

Desde la desaparición del hombre, la danza tectónica de los continentes había continuado. El gran océano, nacido como una grieta en Pangea unos doscientos millones de años antes, seguía creciendo, impulsado por la materia volcánica que la grieta que separaba sus dos mitades seguía escupiendo al lecho. Las Américas se habían desplazado hacia el oeste y Sudamérica se había separado de su hermana del norte para reanudar su interrumpida carrera como continente aislado. Al mismo tiempo, los continentes que rodeaban a Asia se habían desplazado hacia el este, de modo que el Pacífico estaba cerrándose lentamente. Alaska ya había entrado en contacto con Asia y el puente continental que, sobre el estrecho de Bering, había aparecido y desaparecido a lo largo de toda la Edad de Hielo, volvía a estar abierto.

Se habían producido tremendas colisiones prolongadas en el tiempo. Australia había migrado hacia el norte hasta clavarse en el sur de Asia, y África había embestido las costas meridionales de Europa. Era como si los continentes estuvieran reuniéndose en el hemisferio norte, dejando el sur abandonado a la solitaria vigilancia de la helada Antártida. Pero la propia África se había fragmentado, pues la terrible herida ancestral del Rift Valley se había hecho más profunda.

Allí donde se encontraban los continentes, aparecían nuevas montañas. En el lugar que en su día habían ocupado las aguas del Mediterráneo se levantaba ahora una poderosa cordillera que se extendía hacia el este, hacia el Himalaya. Era la extinción definitiva del ancestral Tethys. No quedaba ni rastro de Roma: los huesos de emperadores y filósofos habían sido aplastados, fundidos y sumergidos en las entrañas de la propia Tierra. Pero mientras se erigían algunas montañas, otras se evaporaban como el rocío. El Himalaya había desaparecido, reducido por la erosión a una cadena de colinas, lo que había abierto nuevas vías migratorias entre la India y Asia.

Nada de lo que el hombre había hecho en su corta y sanguinaria historia había supuesto la menor diferencia en esta paciente reconstrucción geográfica.

Y mientras tanto, la Tierra, abandonada a sus propios recursos, había desplegado una serie de mecanismos curativos, tanto físicos como químicos, biológicos y geológicos, para recobrarse de las devastadoras acciones de sus habitantes humanos. La luz del Sol había disuelto los contaminantes de la atmósfera y el viento los habían dispersado. La turba había absorbido gran parte de los desechos metálicos. La vegetación había recolonizado los medios abandonados y las raíces habían fragmentado el cemento y el asfalto, mientras las zanjas y los canales desaparecían debajo del follaje. La erosión del viento y el agua había provocado el desplome final y las últimas estructuras habían acabado convertidas en arena.

Al tiempo que todo esto ocurría, el implacable proceso de variación y selección había seguido operando para repoblar un mundo vacío.

El Sol seguía ascendiendo. A pesar de todo lo que le había ocurrido a Remembranza, todavía no era ni mediodía.

Estaba perdida en una llanura cubierta de pasto, desde la que se veían, en la distancia, unas colinas volcánicas de color púrpura, algunos árboles y matorrales dispersos y alguna que otra arboleda de borametz, la nueva especie de árboles. Allí, a la sombra de aquellas colinas púrpura, la lluvia era intermitente y errática. El suelo solía estar reseco y en tales condiciones era imposible que los árboles se establecieran, con lo que se perpetuaba la ancestral dominación de las plantas herbáceas… o casi. Hasta las comunidades vegetales evolucionaba. Y ahora había aparecido un nuevo competidor frente a las herbáceas: los borametz.

El árbol que la había salvado en su caída no tenía frutos. Estaba agrietado y se aferraba afanosamente a la vida en el suelo reseco de aquel pastizal. Allí no había nada para comer, aparte de los escorpiones y escarabajos que se escabullían cuando levantaba las rocas, bichos que reventaban en su boca cuando los mordía.

En la lejanía vio un bosquecillo, a la sombra de las lejanas colinas de color púrpura, resplandeciente bajo la calima matutina. De forma vaga, comprendió que si conseguía llegar hasta allí estaría a salvo. Puede que encontrase comida, e incluso otros como ella.

Pero el bosque estaba lejos. Los antepasados lejanos de Remembranza habrían recorrido sin miedo aquella franja de sabana. Pero ella no. Era una caminante demasiado torpe. Y, al igual que Capo, un chimpancé de otra época, su especie había recobrado el pelaje y había olvidado cómo se sudaba.

Así que se sentó allí, sin ningún plan en mente, esperando a que ocurriera algo.

De repente, una esbelta cabeza descendió desde el cielo. Remembranza chilló y se pegó al tronco del árbol. Vio unos ojos redondos y negros, colmados de asombro, en una cara fina y cubierta de pelaje, y dos largas orejas que caían sobre un elegante cuello. Era una cabeza de conejo, pero era grande, tan grande como la de una gacela.

El conejo-gacela decidió evidentemente que aquel asustado homínido no representaba ninguna amenaza para él. Siguió pastando en la hierba rala que crecía a la sombra del árbol.

Cautelosamente, Remembranza se arrastró hacia él.

Su visitante formaba parte de una manada que pastaba pacientemente por toda la llanura. Eran criaturas altas, dos veces más altas que ella. Delgadas y elegantes, parecían gacelas, pero eran, en efecto, descendientes de los conejos, como atestiguaban sus largas orejas y sus pequeñas colitas blancas.

Sus patas eran también de gacela. Las delanteras eran rectas y podían encajarse de modo que soportaran todo el peso del animal con poco esfuerzo. Pero desde la mitad de sus patas traseras hacia abajo, poseían unas articulaciones capaces de doblarse hacia atrás que, de hecho, eran tobillos. La parte inferior de la pata era como un pie alargado apoyado sobre dos dedos con forma de casco, mientras que la rodilla estaba cerca del torso, oculta bajo el pelaje. Las patas traseras estaban constantemente flexionadas, en una postura propia de un velocista, preparadas para echar a correr, la tarea más vital de la existencia de aquellas criaturas. Los pequeños triscaban entre las patas de los adultos. La manada se mantenía compacta y no había un solo momento en que alguno de ellos no estuviera vigilando el pastizal.

La razón para esto no tardó en hacerse evidente. Uno de los machos más grandes levantó la cabeza, se puso rígido y huyó a la carrera. El resto de la manada lo siguió inmediatamente, levantando una nube de polvo.

Una figura negra y esbelta salió de detrás de un farallón rocoso. Era otra rata, de una variedad capaz de correr con la potencia de un guepardo. La rata-guepardo desapareció en el polvo, en pos de la manada de conejos.

Volvió la quietud. Durante un momento, nada se movió en la llanura, nada aparte de la trepidación del aire. El Sol empezó a descender desde su cénit. Pero el calor no perdió fuerza, y Remembranza empezó a sentir mucha sed.

Salió arrastrándose de su escondite. Su rostro casi humano, con la nariz recta, la boca y la barbilla pequeñas, se arrugó bajo la luz del atardecer. Se irguió cuan larga era y husmeó el aire. Se oía un mugido y un entrechocar de cuernos que parecía venir de la dirección opuesta al Sol, del este. Y olía a agua.

Empezó a correr hacia allí. Se movía a hurtadillas, saltando de sombra en sombra, apoyándose con frecuencia en manos y piernas. Aquella hija de la humanidad corría como un chimpancé.

Finalmente llegó a la cima de un farallón bajo de arenisca desgastada. Frente a ella se extendía un lago. Lo nutrían unos arroyos que descendían serpenteando desde las colinas lejanas, pero estaba cubierto de juncos y rodeado por una amplia corona de lodo. Encontró una acacia bajo la que refugiarse y se asomó desde allí, tratando de dar con el modo de llegar al agua.

En el agua, como siempre, se habían reunido los herbívoros para beber.

Había más conejos. Por un lado estaban las criaturas con aire de gacela como la que había visto antes. Pero también había grandes y fornidas criaturas que parecían bisontes y, corriendo entre sus patas, otras más pequeñas que brincaban y saltaban. Los conejos, numerosos y rápidos a la hora de reproducirse, se habían extendido y adaptado rápidamente tras la desaparición del hombre. Pero no todas las especies habían abandonado las antiguas costumbres. Había todavía pequeños herbívoros, especialmente en los bosques, criaturas saltarinas y furtivas como sus antepasados.

Mientras tanto, los jabalíes salvajes, ajenos aparentemente al paso del tiempo, gruñían y hozaban entre el lodo. Si no había necesidad de cambiar, la naturaleza era conservadora. Y Remembranza distinguió también criaturas enormes y lentas que marchaban serenamente por las aguas poco profundas. Estaban emparentadas con las cabras que había visto en el bosque, solo que eran mucho más grandes, con patas gruesas como troncos y cuernos curvos como los colmillos de los mamuts. No tenían trompa —ninguno de aquellos rumiantes había desarrollado aquel truco anatómico tan particular— pero, como las jirafas, poseían grandes cuellos que les permitían alcanzar las suculentas hojas de las ramas más bajas o el agua del lago.

En el agua había también una manada de otros descendientes de las cabras. Tenían pies palmeados que impedían que se hundieran en el lodo y la arena. Cada uno de ellos tenía una máscara parecida a un pico delante de la cara. Hechos de cuerno, estos picos se utilizaban para escarbar entre los juncos suaves que crecían en la orilla de los lagos. Allí, pastando apaciblemente la vegetación de la orilla, aquellas cabras parecían nada menos que hadrosaurios, los dinosaurios con pico que se habían extinguido hacía muchísimo tiempo.

Y, al igual que los hadrosaurios habían sido el grupo más diverso de dinosaurios antes de la llegada del cometa, el redescubrimiento de una antiquísima estrategia estaba permitiendo que se produjera una nueva variación. En muchos de los cursos fluviales de las regiones tropicales del mundo, y en otras zonas, podían encontrarse ya muchas especies de cabras con pico, sutilmente diferenciadas entre sí por detalles en el diseño de los cuernos, el tamaño y las preferencias alimenticias.

Mientras tanto, alrededor de esta escena de herbívoros relativamente pacíficos que aplacaban su sed, vigilaban —como siempre había sido— los ojos intensos y calculadores de los carnívoros.

Si uno hubiese contemplado la escena con los ojos entornados, no le habría sido del todo imposible imaginar que los animales aniquilados por la acción del hombre habían reaparecido. Pero en aquella nueva sabana africana los antiguos roles eran ahora desempeñados por nuevos actores, descendientes de criaturas que habían sobrevivido a la extinción del hombre y a las que habían resistido todos los intentos de este por extirparlas: las alimañas, especialmente las generalistas —estorninos, pinzones, conejos— y los roedores como las ratas y los ratones. Así que había conejos con forma de gacelas y ratas que ejercían de guepardos. Solo algunos detalles sutiles habían cambiado: el nerviosismo de los conejos y la intensidad y dureza de las ratas, que había sustituido a la lánguida elegancia de los felinos.

De repente ocurrió algo, un estrépito enorme, como si estuvieran partiéndose unos huesos. Dos de las grandes cabras-elefante habían iniciado una disputa. Sus cabezas se balanceaban sobre los grandes cuellos y los cuernos, elaboradamente curvados delante de sus caras, chocaron como barrocas espadas.

Remembranza se acurrucó bajo la sombra de su acacia. Mientras los herbívoros, perturbados por la batalla, empezaban a agolparse a su alrededor, se dio cuenta de que no estaba a salvo. El árbol, con tronco y todo, podía ser derribado y devorado en cuestión de segundos.

Y entonces los vigilantes depredadores se aprovecharon de la confusión.

Una manada de ellos emergió de su escondite. Eran más ratas, esbeltas y vulpinas, con largas y poderosas zancas y pies almohadillados. Moviéndose coordinadamente, avanzaron en formación triangular para separar a una de las cabras-elefante más viejas del resto de la manada. El gran macho, con los enormes cuernos astillados y desgastados por una vida entera de batallas, lanzó un rugido de furia y temor y emprendió la huida. Las ratas, corriendo muy juntas, salieron en su persecución.

Aquellos descendientes de las ratas eran como perros, pero al mismo tiempo no lo eran. Los característicos incisivos de los roedores habían sufrido sutiles modificaciones y habían pasado de ser dientes diseñados para procesar semillas e insectos a cuchillos de punta afilada. Sus molares posteriores eran como trituradoras, capaces de desgarrar la carne. Y se movían con mayor coordinación de la que nunca había poseído manada alguna de caninos, con una potencia líquida y deslizante. Pero, al igual que los caninos, su estrategia principal era seguir a su presa hasta que estuviera exhausta.

Muy pronto, tanto la presa como sus perseguidores se habían perdido de vista. Las cabras-elefante reanudaron sus juegos y sus luchas, aunque algunos de ellos volvieron la mirada hacia el lugar en el que antes estaba el camarada desaparecido, recordando su ausencia.

Remembranza aprovechó el momento para salir de la sombra.

El agua estaba llena de porquería. Pero la recogió con las manos y se la echó en la boca, dejándose las palmas y los dedos cubiertos de légamo verde.

Desde el agua, dos ojos amarillos la observaban con abstracto instinto. Era un cocodrilo, por supuesto. Estos ancestrales supervivientes habían escapado del apocalipsis humano como tantas veces antes: recurriendo a la cadena trófica marrón de la agonizante tierra firme y enterrándose en el barro en las épocas de sequía. Y aun ahora, ningún animal, cerdo, conejo, primate, pez o ave, reptil o anfibio, había logrado desalojarlos de sus acuosos dominios.

Remembranza se estremeció y se apartó de la orilla.

Un nuevo depredador cruzó el farallón para acercarse al lago. Remembranza volvió a buscar refugio en la sombra, tapada por los colosales e impasibles cuerpos de la manada de cabras picudas.

Aquel depredador era también un roedor; una especie de ratón, de hecho. Pero no era como los felinos o los caninos. Llegó hasta la orilla del agua y se levantó sobre sus enormes patas traseras. Los herbívoros de la orilla se apartaron, asustados. Pero el ratón-raptor no estaba interesado en ellos. Con señorial desdén, introdujo su feroz hocico en el agua para probarla. A continuación, regresó a tierra firme, donde utilizó sus pequeñas manos, de aspecto débil, para arrancar matojos de hierba, como si quisiera hacer una demostración de fuerza.

Se parecía a los dinosaurios carnívoros del Cretácico. Sus antebrazos eran pequeños, poseía una cola gruesa para equilibrarse y sus patas traseras eran máquinas de hueso y músculo asombrosamente poderosas. Sus incisivos se habían desarrollado hasta convertirse en feroces armas cortantes, que utilizaba con acometidas de la poderosa cabeza. El ratón-raptor era un tiburón de tierra firme, como un tiranosaurio, dueño de un diseño corporal redescubierto y dotado de devastadora eficacia. Y sin embargo, la arrogante criatura conservaba aún las mismas orejillas y el mismo pelaje marrón de los diminutos roedores de los que descendía.

El ratón-raptor pareció contentarse con el agua y la hierba. Lanzó un chillido, escupió y golpeo el suelo con la cola. Desde la distancia llegaron otras voces semejantes en respuesta, y más golpes.

Varios ratones-raptor se aproximaron al lago. Se dispersaron en abanico y olisquearon el aire. Algunas crías correteaban entre las patas de los adultos, forcejeando unas con otras y lanzándose dentelladas, con la misma curiosidad juguetona de los depredadores de todas las épocas.

Una vez estuvieron todos reunidos, los adultos se volvieron, abrieron la garganta y emitieron una especie de aullido sincronizado. Como respuesta, una manada de animales de una especie diferente se aproximó pesadamente al lago.

Eran criaturas grandes, tan grandes como las cabras-elefante. Avanzaban en grupo, con lentitud, empujándose unas a otras. Mientras se aproximaban a la orilla, aparentemente dirigidas por los ratones-raptor, iban mordisqueando la hierba que había bajo sus pies.

Sus cuerpos estaban recubiertos de un pelaje ralo. Tenían una cresta ósea en lo alto de la cabeza, y la forma de sus cráneos les permitía anclar los tremendos músculos de las mejillas que movían las inmensas mandíbulas inferiores. De hecho, sus cabezas se parecían bastante a la de aquellos pitecinos del pasado, los robustos. Sus orejas, como pegotes que sobresalían de los grandes cráneos, eran enormes y venosas, grandes aletas radiadoras diseñadas para refrigerar los enormes cuerpos. Aunque sus patas anteriores eran enormes para poder soportar su gran peso, tenían la misma y peculiar forma invertida de la de los conejos-gacela: patas concebidas para la huida.

Eran animales feos, grandes como elefantes. Pero no descendían de las cabras ni de los cerdos. Sus enormes y oscuros ojos, bajo el grueso arco superciliar, miraban el mundo hacia delante, con miedo y perplejidad. Caminaban a cuatro patas, pero se apoyaban en los nudillos de las manos plegadas, como los gorilas de antaño.

Al igual que Remembranza, sus antepasados habían sido humanos.

Remembranza esperó a que las grandes y torpes criaturas hubiesen empezado a beber, empujándose unas a otras, con las grandes orejas extendidas bajo el aire de la tarde. Entonces escapó a hurtadillas.

El gran rebrote de la vida había tardado millones de años en completarse. En esta época, al norte del bosque tropical de Remembranza, se extendía una franja de bosque de latitudes templadas y pastos, una franja que se extendía por toda la Tierra, desde Europa-África a Norteamérica. Allí moraban criaturas parecidas a conejos, que se alimentaban del fresco follaje, mientras otras, parecidas a jabalíes y cerdos, escarbaban entre la maleza. En los árboles había ardillas y aves, y muchos, muchos murciélagos. Este grupo diverso de mamíferos había continuado proliferando y divergiendo y ahora existían algunas variedades nocturnas que habían perdido los ojos del todo, junto a otros que habían aprendido a competir con los pájaros por las presas más suculentas y numerosas que ofrecía el día.

Más al norte se extendían los bosques de coníferas, árboles de hojas perennes y puntiagudas, siempre preparadas para aprovecharse del menor rayo de luz. Había anímales que se alimentaban de las ramitas y agujas jóvenes en verano, y de corteza, moho y líquenes el resto del año. La mayoría de ellos descendían de las cabras. Las variedades dotadas de pico, las que se parecían a los hadrosaurios, eran especialmente numerosas. Entre los depredadores se contaban los ubicuos ratones y ratas, pero había también ardillas carnívoras y enormes aves de presa que parecían estar tratando de emular a los pterosaurios de los cielos ricos en oxígeno del Cretácico.

En el extremo meridional de los continentes se había formado un cinturón de tundra. Allí, los descendientes de los cerdos y las cabras mordisqueaban el fino follaje del verano y se acurrucaban para pasar el invierno. Al igual que los desaparecidos mamuts, algunas de aquellas criaturas habían alcanzado proporciones asombrosas para poder retener el calor, como inmensos peñascos redondos hechos de carne. En la tundra, las ratas depredadoras habían convertido sus incisivos en inmensos instrumentos perforantes que les permitían penetrar esas gruesas capas de pelaje y grasa. Se parecían en cierto modo a los tigres de dientes de sable del pasado. Existían incluso poblaciones de murciélagos migratorios que habían aprendido a subsistir de los vastos enjambres de insectos que se formaban durante las breves primaveras de la tundra.

Ninguna de aquellas especies, claro está, tendría jamás un nombre humano.

Había una diferencia clave en esta última recuperación de la vida, comparada con la que se había producido tras el gran trauma de Chixculub. Los roedores no habían evolucionado hasta diez millones de años después del impacto del cometa. Esta vez, en cambio, cuando había llegado el momento de la recuperación, había roedores por todas partes.

Los roedores eran competidores formidables. Nacían con incisivos preparados para roer. Estos dientes poseían raíces profundamente implantadas en poderosas mandíbulas: las ratas del pasado podían hasta desgastar el hormigón. Aquella dentadura les permitía aprovechar fuentes de sustento inaccesibles para otros mamíferos. Pero lo más importante era su capacidad de adaptación y proliferación. Los roedores crecían deprisa y se reproducían pronto. Incluso entre las especies gigantes, como por ejemplo las ratas-guepardo, las hembras tenían períodos de gestación cortos y camadas muy numerosas. Muchas de las crías morían, pero cada uno de los bebés muertos era materia prima para el implacable proceso de adaptación y selección.

Si se les daban espacios vacíos para extenderse, los roedores eran capaces de evolucionar con mucha rapidez. En la gran recuperación que había sucedido a la extinción del hombre, los roedores habían sido los grandes triunfadores. A estas alturas, al menos en tierra firme, la Tierra podía definirse como el reino de las ratas.

Todo esto dejaba muy poco espacio a los descendientes de los humanos.

Arrinconados por los cada vez más feroces y confiados roedores, los post-humanos habían renunciado a la estrategia —una inteligencia superior— que había permitido su triunfo y había acarreado su desastre. Se habían retirado, buscando nichos seguros y utilizando estrategias pasivas. Algunos de ellos se habían convertido en corredores de pequeño tamaño, tímidos y rápidos en reproducirse. Eran como alimañas. Otros se habían escondido en la tierra. La especie de Remembranza había regresado al reino ancestral de los árboles, pero ahora, incluso este estaba sufriendo la invasión de las ratas.

Los humanos elefantinos habían explorado otra posibilidad: crecer tanto que su inmenso tamaño les ofreciera protección. Pero no habían alcanzado un éxito completo. Eso se veía en sus patas traseras de gacela. Puede que los elefantes de verdad no fueran capaces de correr muy deprisa; en sus días no había depredador que representara una auténtica amenaza para un proboscideano adulto. Frente al poder de las familias de depredadores roedores, los post-humanos elefantinos habían tenido que conservar la capacidad de huir.

Pero ni siquiera esto había sido suficiente.

Los ratones-raptor eran criaturas sociales. Su sociabilidad estaba profundamente enraizada y se remontaba a las estructuras coloniales de las marmotas y los perrillos de las praderas, que habían vivido en «ciudades» jerárquicas de millones de habitantes. Exploraban el territorio, en busca de presas o agua. Montaban turnos de guardia. Cazaban cooperativamente. Se comunicaban: los adultos se llamaban unos a otros continuamente con chillidos, gritos y golpes de las poderosas colas, cuya trepidación podía llegar muy lejos.

Para los post-humanos, la sociabilidad de estos raptores los convertía, sencillamente, en unos depredadores demasiado efectivos. El número de grandes herbívoros había empezado a disminuir.

Pero eso tampoco convenía a los raptores. De modo que, con el tiempo, los elefantinos y los ratones-raptor habían desarrollado una especie de simbiosis. Los roedores aprendieron a proteger a las manadas de torpes y estúpidos elefantinos. Su presencia mantenía a raya a otros depredadores. Utilizando su comportamiento y ciertas señales, podían advertir a los elefantinos de otros peligros, como por ejemplo los incendios. Podían conducirlos hasta el agua y los pastos.

Lo único que pedían a cambio era su libra de carne.

Los elefantinos lo aceptaban pasivamente. No tenían alternativa. Y, con el paso del tiempo, la selección los había adaptado a sus nuevas condiciones. Si los raptores alejaban a los demás depredadores, ¿para qué ser rápido? Y si se encargaban de pensar por ti, ¿para qué ser listo?

Al mismo tiempo que sus cuerpos crecían, los descendientes del hombre se habían despojado del peso del pensamiento y sus mentes habían menguado. Eran como gallinas domesticadas, criaturas que habían sacrificado el cerebro a cambio de mejores intestinos y un sistema digestivo más eficaz. Cuando uno se acostumbraba a ello, no era tan malo. Bajo la tutela de los ratones-raptor, incluso había aumentado su número. No era tan malo, siempre que apartaras la mirada cuando sacrificaran a tu hermana o tus hijas.

Ser el ganado de los roedores no estaba tan mal.

El cielo empezó a oscurecerse. Así que Remembranza encontró un grupo de acacias y trepó cautelosamente a la copa de la más alta. Tendría que servirle. Al menos no estaba en el suelo.

Al desaparecer la luz, aparecieron las estrellas: era un cielo abarrotado.

El sistema solar, en su interminable avance por la galaxia, estaba ahora pasando por una nube de polvo y gases interestelares, tan grande que se extendía a lo largo de varios años luz. Los astrónomos humanos lo habrían visto venir. Era la vanguardia de una poderosa burbuja de gas dejada por la explosión de una supernova ancestral, y su núcleo era una región en la que se formaban estrellas. Así que el cielo era una imagen espectacular, llenos de estrellas brillantes y nuevas.

Pero no había nadie en la Tierra que pudiera entenderlo. Remembranza pasó una noche en vela escuchando los chillidos, golpes y rugidos de los depredadores, mientras en el cielo flotaban constelaciones sin nombre.

III

Los primeros cientos de asteroides que los astrónomos habían descubierto orbitaban en un cinturón situado entre Marte y Júpiter, razonablemente lejos de la Tierra. Estas rocas espaciales eran una curiosidad, apenas un desafío teórico para los estudiosos de los orígenes del sistema solar.

El hallazgo de Eros había levantado una auténtica polvareda.

Los científicos descubrieron que Eros orbitaba alrededor de Marte: de hecho, en su punto de máxima proximidad a la Tierra cubría más de las tres cuartas partes de la distancia que separaba a ambos planetas. Más tarde, se descubrió que había otros asteroides que llegaban a cruzarse con la órbita de la Tierra, lo que los convertía en candidatos para una colisión potencial con nuestro planeta.

Eros, el primer descarriado, no fue olvidado nunca. Mientras hubiera gente para preocuparse por tales cosas, el asteroide sería una especie de héroe silencioso entre los suyos, mejor conocido que ninguno.

Al comienzo del siglo XXI, Eros fue el destino de la primera sonda espacial que se enviaba a un asteroide. La sonda se llamaba NEAR, por Near Earth Asteroid Rendezvous («encuentro con un asteroide próximo a la Tierra»). Al terminar la misión, se hizo aterrizar la sonda en la antiquísima superficie del asteroide. Los primeros astrónomos le habían puesto el romántico nombre del dios griego del amor. Hubo muchas bromas sobre el «beso» que la sonda había dado a la roca del asteroide y a la prensa, como cabía esperar, le encantó que el contacto se produjera un día antes del Día de san Valentín.

Pero en aquellas circunstancias, el nombre del asteroide no podía haber sido más inapropiado.

Hacía tiempo que se había llegado a la conclusión de que Eros, con su excéntrica órbita alrededor de Marte, no corría el peligro de colisionar con la Tierra. De hecho, parecía mucho más probable que acabase por chocar con el propio Marte.

Pero Marte ya no estaba.

Y el asteroide, a lo largo de un período suficientemente prolongado, había respondido a las sutiles presiones del campo gravitatorio de los planetas, la rotación del Sol y sus propias y complejas inestabilidades dinámicas, y su órbita había evolucionado. Un millón de años después de la desaparición de la humanidad, Eros se había aproximado a la Tierra… se había aproximado mucho, lo suficiente, de hecho, para ser visible en su cielo, como un gran ojo, de haber existido alguien para mirarlo.

Unos veintinueve millones de años después, estaba aproximándose más aún.

Atrapada en su acacia, Remembranza sentía molestias en la piel. Se rascó el vello tratando de quitarse las garrapatas e insectos que se alimentaban de su sangre o ponían sus irritantes huevos bajo su piel. Pero había sitios a los que no llegaba, como la parte trasera de la espalda, y, naturalmente, era allí donde se concentraban los parásitos.

Era una molestia que le recordaba lo sola que estaba. A medida que declinaba el lenguaje, el hábito de rascarse y acariciarse había regresado para recobrar su antigua función de servir como cimentador de la sociedad. (Nunca había llegado a desaparecer por completo, de todos modos.) Pero Remembranza no había disfrutado de las manos de ningún congénere desde la pasada noche, cuando estaba acurrucada junto con su madre en su nido.

Acalorada, molesta, hambrienta, sedienta, esperó entre las acacias hasta que el Sol volvió a levantarse en el cielo.

Entonces, al fin, bajó de su árbol.

La gente-elefante y sus guardianes roedores habían desaparecido. Por los vacíos y polvorientos pastizales apenas se movía nada. Más allá de una neblina, al este, atisbó una mancha negra que tal vez fuera una manada de elefantinos, cerdos o cabras, o puede que incluso homínidos. Al oeste se movía algo, alguna criatura de pelaje marrón. Puede que fuera una rata depredadora con sus cachorros.

Al norte, donde se levantaban las montañas de color púrpura, se levantaba aquella extensión de vegetación. Volvió a sentir el impulso de dirigirse en línea recta hacia el tentador abrazo del bosque.

Desnuda y con las manos vacías, se puso en marcha por la llanura. De vez en cuando se encorvaba para dejar que sus nudillos cargaran con parte del peso. Era una figura diminuta atravesando una enorme y desnuda parcela, con la única compañía de la sombra que pisaban sus pies.

No encontró agua, ni nada que echarse a la boca aparte de algunos puñados de hierba. A medida que avanzaba, su sed iba en aumento. Reinaba un silencio pesado. Al poco tiempo, era como si en su vida no hubiera otra cosa que aquella caminata, como si sus recuerdos de una vida entre la vegetación y la familia fueran tan absurdos como los sueños en los que caía.

De repente se encontró bajando una ladera en dirección a una cuenca de varios kilómetros de diámetro. Ante aquella inmensa depresión, titubeó.

Había un valle tallado en el fondo de la cuenca —un valle excavado tiempo atrás por un río— pero desde donde se encontraba se podía ver que el valle estaba seco. La vegetación era diferente a la de la llanura. No había árboles, los matorrales eran muy escasos y el verde solo aparecía aquí y allá, en manchones dispersos. Pero, en cambio, todo estaba cubierto por una capa de hojas de color violeta que trepidaban bajo el viento.

Desconfiar de todo lo nuevo era una buena regla de tres. Pero aquella cuenca se encontraba justo en su camino y para llegar al bosque, todavía muy lejano, no tenía otro remedio que atravesarla. Además, no había animales en ella, ni herbívoros ni depredadores.

Así que volvió a ponerse en marcha, cauta, vigilante.

El manto de color violeta estaba formado por flores que crecían en grandes matojos, algunos de ellos tan altos que le llegaban a la altura del talle, entre briznas de hierba pálidas y finas. Se adentró entre las flores hasta que la rodearon por completo. Pero siguió sin encontrar agua.

Antaño allí se había levantado una ciudad. Incluso ahora, mucho después de la caída de la civilización, el suelo estaba tan polucionado que solo las plantas capaces de tolerar el metal podían sobrevivir allí, como por ejemplo aquellas flores de pétalos violetas.

Al cabo de un rato, las llores empezaron a desaparecer. En el corazón mismo de aquel extraño lugar llegó a la orilla del antiguo río. El lecho estaba seco, lleno solo de polvo: antiquísimas transformaciones geológicas se habían llevado hacía tiempo el agua que corría por aquel canal. Remembranza bajó al fondo y trató de escarbar el polvoriento sustrato, pero tampoco allí pudo encontrar ninguna humedad.

Tras salir del lecho seco del río, no tardó mucho en encontrar un nuevo obstáculo.

Había árboles, retorcidos, de aspecto resistente, junto a termiteros y antiguos hormigueros, como estatuas en medio de una llanura seca y sin vida. No era un bosque, sino más bien algo parecido a un parque, con árboles aquí y allá, rodeados por jardincillos de termiteros y hormigueros. Eran los árboles borametz, la especie nueva. La visión despertó profundos e instintos sentimientos de intranquilidad en Remembranza. Algo en su interior sabía que aquel no era el tipo de paisaje en el que habían evolucionado los homínidos.

Pero aquel país de hormigas y termitas era otra barrera levantada en su camino, y se extendía a derecha e izquierda hasta donde alcanzaba la vista. El Sol acababa de emprender el descenso hacia el horizonte y ella estaba cada vez más hambrienta y sedienta.

Dio un paso adelante.

Algo le hizo cosquillas en el pie. Dio un grito y retrocedió de un salto.

Había interrumpido una fila doble de hormigas. Iban y venían desde un hormiguero —se veían los agujeros en el suelo—, siguiendo un camino que conducía a las raíces de uno de los árboles. Se agachó y empezó a recoger las hormigas con las manos. Cogió más tierra que insectos, pero al menos logró meterse algunas en la boca y las masticó. Las demás, ajenas al destino sufrido por sus congéneres, siguieron pasando por encima de sus pies.

El árbol hacia el que se encaminaban aquellas hormigas no tenía nada de espectacular: era bajo y achaparrado, con un tronco grueso y nudoso, las ramas cubiertas por pequeñas hojas redondeadas y raíces muy anchas que se extendían unos centímetros por el suelo antes de hundirse en él como dedos excavadores.

Remembranza se aproximó al Borametz y lo inspeccionó con escepticismo. No había frutos en sus ramas. En la base del árbol, cerca de las raíces, crecían unos racimos de algo que parecían nueces de cáscara dura. Pero eran muy poco numerosas, apenas una docena. Al tratar de arrancarlas descubrió que eran demasiado sólidas y las cáscaras, demasiado duras para sus dientes. Arrancó algunas hojas y las probó. Eran amargas y secas.

Al final abandonó. Tiró las hojas y se aproximó a una fuente de alimentó más prometedora. El termitero más próximo, un gran cono de barro endurecido y con forma irregular, era tan alto como ella. Regresó al árbol a buscar una ramita. En el pasado había practicado la pesca de termitas, aunque no se le daba tan bien como a Capo. Ni siquiera era tan experta como los chimpancés de tiempos del hombre. Pero tal vez pudiera conseguir las suficientes para aplacar su hambre…

De repente, entrevió una cabeza puntiaguda y unos incisivos como cuchillas que cortaban el aire. Rata. Saltó para encaramarse a las ramas del borametz. Eran estrechas, enmarañadas y difíciles de asir. Pero se subió a ellas a pesar de todo, porque era lo único que tenía.

Era un ratón-raptor: un miembro de la colonia que había llevado a los homínidos elefantinos hasta el lago. Con un agudo chillido de rabia, el raptor se levantó sobre las patas posteriores, arrancó el follaje con los incisivos ensangrentados y golpeó como un ariete el tronco del borametz con su poderoso cráneo.

Joven, inquieto, inquisitivo, el raptor nunca había cazado una criatura como aquella. Seguir el rastro de Remembranza hasta allí había sido un juego divertido. Pero ya se había cansado de jugar y había empezado a sentir deseos de probar a qué sabía.

La nudosa corteza del borametz le arañaba la piel a Remembranza. El raptor no podía alcanzar las ramas. Pero bajo las poderosas acometidas de su cabeza, el tronco entero se estremecía, y Remembranza se dio cuenta de que no tardaría mucho en caer, como una fruta madura. Embargada por el pánico, trepó por las ramas, tratando de alejarse lo máximo posible del raptor.

Pero las ramas del borametz eran frágiles y se partían con facilidad. Habían evolucionado así para impedir que los pájaros, los murciélagos y los mamíferos trepadores se establecieran allí.

La rama en la que se apoyaba cedió de repente. Cayó al suelo… pero la tierra se colapso debajo de ella en una nube de polvo.

Sorprendida, volvió a caer una distancia parecida y se dio un fuerte golpe contra algo. Se volvió, aturdida. Sobre ella se veía un jirón de cielo y, delante de él, la cabeza de un raptor enmarcada por un techo roto e irregular de tierra compactada.

Y entonces la superficie sobre la que se encontraba volvió a ceder. Cayó de nuevo, acompañada por polvo y trozos de tierra. Chocó de nuevo con algo, más abajo aún. Los escombros le cubrieron la cara, y la boca y la nariz se le llenaron de polvo.

Olía como a leche: leche mezclada con orina y heces. Algo pasó sobre el vientre de Remembranza, algo pequeño pero pesado, caliente y sin pelo. Alargó la mano a ciegas. Sus dedos se cerraron alrededor de un torso desnudo, resbaladizo, húmedo. Unos brazos y piernas diminutos la golpearon débilmente. Estaba sujetando un niño sin pelo.

Pero entonces una de aquellas manitas se alargó hacia su pecho y unas garras se clavaron en su carne. Dio un grito y lanzó lejos la criatura. Oyó que chocaba contra algo con un ruido sordo y se escabullía en la oscuridad.

Entonces los sintió a su alrededor, por todas partes. Los oyó en la oscuridad, deslizándose, los vio a la tenue luz que reinaba allí.

Hombres-topo. Eso era lo que parecían. Tenían una piel floja y carnosa que les colgaba del cuello y del cuerpo. Eran lampiños: no tenían pelo en la cabeza, en los cráneos de color rosado y ni siquiera en las cejas y los párpados. Sus orejas eran pequeñas, vestigios del pasado, y su nariz tenía forma de hocico. Hasta poseían bigotes. Pero, en cambio, no tenían ojos: en el lugar en que debían de haber estado no había más que capas de piel cubriendo las cuencas oculares.

Tenían brazos, piernas, torsos y cabezas de humanos. Pero eran de pequeña talla, como los jóvenes de la raza de Remembranza, aunque muchos de ellos eran adultos. Vio senos y penes atrofiados en aquellos cuerpecillos.

Ciegos o no, se apartaban de la luz como si les hiciera daño. Como un enjambre de alimañas, desaparecieron por los túneles que excavaban la tierra. Sus manos terminaban en garras con las que excavaban la tierra. Un roce de aquellas garras le había dejado profundas marcas en el hombro.

Estaba en un nido, un nido de gente que chillaba y excavaba la tierra. Impulsada por el profundo horror que le inspiraban aquellas caricaturas de post-humanos, un horror que no terminaba de comprender, gritó y alargó los brazos hacia la luz.

Y se encontró mirando a los ojos del ratón-raptor. El depredador lanzó un siseo y se preparó para saltar sobre ella.

Escapó por un túnel vacío.

Las paredes habían sido compactadas y pulidas por el paso de muchos, muchos cuerpos húmedos y el característico aroma a leche y excrementos flotaba por todas partes. Los hombres-topo habían construido aquella red de túneles para sus cuerpos delgados y pequeños, claro está, así que eran demasiado pequeños para Remembranza. Tuvo que arrastrarse estirada sobre el suelo. Los brazos y las piernas empezaron a dolerle enseguida. Era como estar atrapada en una tumba, en una pesadilla.

Pero al menos había luz. Unas chimeneas estrechas y sinuosas ascendían hasta la superficie. Finas y angulosas, su propósito era dejar que pasara el aire y ningún depredador. Pero la escasa luz que se colaba por ellas le permitió extraer una imagen parcial del lugar que estaba recorriendo.

Túneles, túneles por todas partes, un auténtico laberinto de ellos. Escuchó el eco de los espacios que la rodeaban, cámaras y túneles y nichos que se extendían en todas direcciones. De vez en cuando veía por un momento a los hombres-topo: un miembro que arañaba o unas posaderas que se alejaban o una cuenca ocular lisa que miraba sin ver.

El miedo llenaba su mente. Pero no tenía más alternativa que seguir adelante.

Sin previo aviso, atravesó una pared fina y cayó de bruces en una cámara abarrotada. Los cachorros la rodearon como un enjambre, mordiendo y chillando.

La gran cámara estaba llena de crías, versiones en miniatura de los adultos que había visto antes. El hedor que flotaba en el lugar, una mezcla de excrementos, leche y vómito, era abrumador.

Con esfuerzo, se quitó las crías de encima. Casi todas ellas eran hembras. Sus suaves, cálidos y pequeños cuerpos eran aún más repulsivos que los de los adultos. Se volvió y trató de regresar al túnel por el que había entrado.

Pero entonces vio que varios adultos venían por allí. Estos no retrocedieron como los primeros con los que se había encontrado. Estos hombres-topo eran soldados, que acudían para proteger la cámara de las crías de la intrusa.

El primero saltó sobre ella con las garras extendidas. Remembranza levantó el brazo para protegerse la garganta. Bajo el peso de la criatura-topo cayó sobre la masa de pequeños.

El soldado era un adulto, una hembra. Pero sus pechos eran tan pequeños como los de un cachorro y sus genitales no estaban desarrollados. Era estéril. Sin embargo, chillando, mordiendo y arañando, luchaba tan ferozmente como si sus propios hijos estuviesen en peligro.

Remembranza podía haber sucumbido al asalto del Soldado, pero logró propinarle una patada a su enemiga por debajo del esternón. La pequeña criatura salió despedida hacia atrás y chocó con las que estaban tratando de seguirla, que se disolvieron en una temblorosa masa de miembros y garras.

En ese momento, Remembranza creyó ver la boca de un túnel al otro extremo de la cámara y se precipitó hacia allí. Corría a cuatro patas, entre los chillidos de las crías.

Pero los soldados fueron tras ella. Corrió por los túneles, eligiendo las intersecciones al azar. No sabía si estaba ascendiendo o adentrándose en la oscuridad. Pero de momento, lo único que importaba era escapar.

Atravesó otra pared, cayó, aterrizó sobre algo duro, un montón de rocas. No, no eran rocas, eran frutos, frutos grandes y duros, los frutos del borametz. Tropezó otra vez y cayó sobre una inmensa pila de semillas y raíces. La enorme cámara estaba repleta de comida.

Entonces llegaron los soldados, pegados unos a otros, husmeando.

Remembranza salló hacia el otro lado de la caverna y se pegó a la pared, tras una pila de semillas muy gruesas. Recogió frutos y empezó a arrojárselos con todas sus fuerzas. Era casi imposible fallar en aquel lugar estrecho y abarrotado y, en efecto, recibió la recompensa del crujido de las cáscaras contra las cabezas sin ojos de sus enemigos. Hubo chillidos y se extendió la confusión cuando la primera línea, al tratar de escapar de aquel demonio que los atacaba con proyectiles, empujó a los soldados que venían detrás.

Pero no todos los soldados retrocedieron. Varios se quedaron en la boca del túnel, siseando.

A Remembranza, exhausta y magullada, no le importaba ya demasiado. No podía salir de allí, pero los soldados tampoco podían alcanzarla. Dejó de lanzarles nueces.

Olía a humedad. Encontró un lugar en la pared de tierra, tras ella, en el que sobresalía una fina raíz de árbol. La había roto sin darse cuenta y ahora rezumaba una savia acuosa. Pegó la boca a la raíz y empezó a chupar la savia. Tenía un sabor dulce y le refrescó la reseca garganta. Luego encontró algunos tubérculos bajo el montón de nueces. En aquella oscuridad casi completa, mordió su dulce carne y sació su hambre Se tumbó en el suelo, con varios frutos apretados contra el pecho. Al poco rato, el siseo de los impotentes soldados dejó de parecerle más perturbador que el ruido de una tormenta lejana. Exhausta, confundida, aterrada, se quedó dormida.

Pero entonces algo se movió por la cámara, arañando, deslizándose. De mala gana, asomó la cabeza por encima de la barrera de nueces. Vio que había otros hombres-topo allí, pero no eran soldados. Parecían haberse olvidado de su presencia. Estaban recogiendo los frutos y, pasándoselos unos a otros, sacándolos de la cámara. No tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Ni siquiera poseía la capacidad intelectual necesaria para formularse la pregunta. Lo único que le importaba era que no representaban una amenaza para ella.

Volvió a tumbarse sobre su improvisado nido y, mordisqueando un trozo de tubérculo, se quedó dormida.

La forma de vida subterránea de los hombres-topo había nacido como respuesta a la aridez de aquel lugar y a la feroz amenaza de los depredadores. Ni siquiera las ratas podían alcanzarte si te enterrabas en el suelo.

Por supuesto, había que pagar algún precio. Generación tras generación, la gente había ido menguando para adaptarse a la creciente complejidad de los túneles. Y con el paso del tiempo, sus cuerpos habían sido moldeados por las restricciones de la vida en el subsuelo: los ojos, inútiles, habían desaparecido, las uñas se habían convertido en garras excavadoras, el vello corporal se había evaporado, con la excepción de los bigotes, que crecían de unos hocicos cada vez más grandes, y que representaban una gran ayuda para orientarse en la oscuridad.

La aridez había promovido la cooperación.

Los hombres-topo vivían de las raíces y los tubérculos, tesoros enterrados en la tierra. Pero en la sequedad de aquella región, los tubérculos crecían muy separados unos de otros y alcanzaban gran tamaño. Para las plantas era mejor así, porque los tubérculos grandes no se secaban con tanta facilidad. Sin embargo, un solo hombre-topo, excavando al azar, tenía muchas posibilidades de morirse de hambre antes de dar con uno de ellos. Pero si estaba dispuesto a compartir lo que encontraba, la colaboración de muchos congéneres excavando en todas direcciones ofrecía mayores posibilidades de éxito para el grupo en su conjunto.

Todos los post-humanos eran criaturas sociales, como sus antepasados, pero cada una de sus variedades se especializaba en la forma de desarrollar este carácter social. Los hombres-topo la habían refinado al máximo. Habían acabado viviendo como insectos sociales, como hormigas, abejas o termitas. O puede que, más bien, como ratas excavadoras, los peculiares roedores que en el pasado habían infestado Somalia, Kenia y Etiopía y que se habían extinguido hace mucho tiempo.

Aquello era una colmena. No había ninguna mente consciente gobernándola. Pero tampoco era necesaria. La organización global de la colmena emergía de la suma de las interacciones de sus componentes.

La mayoría de los habitantes de la colmena eran hembras pero solo unas pocas de ellas eran fértiles. Estas «reinas» habían engendrado a las crías con las que Remembranza había topado en la cámara anterior. El resto de las hembras eran estériles. De hecho, nunca habían entrado en la pubertad y sus vidas estaban consagradas al cuidado, no de sus propias crías, sino de las de sus hermanas y parientes.

Desde el punto de vista genético tenía sentido, claro. De lo contrario no habría ocurrido. La colonia era una vasta familia, unida por lazos de consanguinidad. Al asegurar la preservación de la colonia, asegurabas que tu propio legado genético se transmitiera al futuro, aunque no fuera directamente a través de tu propia descendencia. De hecho, si uno era estéril, ese era el único modo de poder transmitir sus genes.

Más sacrificios. A medida que los cuerpos de los habitantes de aquella colonia menguaban, lo mismo le había ocurrido a sus cerebros. Allí el cerebro era algo superfluo. La colonia se encargaba de ti, al igual que los ratones-raptor se encargaban de los hombres-elefante que esclavizaban. Había cosas más importantes que hacer con la energía corporal que derrocharla en un órgano innecesario como el cerebro.

Y, con el tiempo, los hombres-topo estaban renunciando incluso a la más preciada de todas las características de los mamíferos: la sangre caliente. Como solo salían en raras ocasiones de sus madrigueras, no necesitaban una maquinaria metabólica tan costosa —y, además, los exploradores de sangre fría consumían menos comida que los de sangre caliente—. La transformación se llevaba a cabo sin sentimentalismos. Con el tiempo, el tamaño de la colonia decrecería más aún, hasta quedar reducida a un tamaño imposible de manejar para ningún mamífero. En cuestión de un millón de años, los hombres-topo serían como diminutos lagartos y competirían con los reptiles y los anfibios que siempre habían habitado la micro-ecología.

Así que los hombres-topo siguieron escabullándose por sus corredores tapizados de esputo, moviendo los bigotes, temerosos e ignorantes. Pero en su sueño, sus ojos residuales, cubiertos de carne, se moverían velozmente mientras los asaltaban extrañas imágenes de llanuras abiertas en las que corrían y corrían.

Perdió la noción del tiempo. Suspendida en el sofocante calor de la cámara, dormía, comía raíces y tubérculos, y bebía agua de las raíces de los árboles. Los hombres-topo no la molestaban. Pasó allí días, sin pensar, sin otro impulso que el de comer, orinar, excretar, dormir.

Al final, sin embargo, algo la perturbó. Despertó y levantó la mirada, adormilada.

A la tenue y difusa luz de la cámara, vio que los hombres-topo entraban y salían por un estrecho pasadizo que había en el techo. Se movían en fila de a uno, a empujones pero con orden. La fláccida piel de sus pálidos cuerpos se arrugaba al apretarse unos contra otros. Los bigotes se estremecían. Las manos arañaban la tierra.

Aunque el ratón-raptor y otros peligros estaban todavía presentes en el fondo de sus pensamientos, Remembranza se encontró anhelando los espacios abiertos, la luz del día, el aire fresco, el verdor.

Esperó hasta que terminaron de pasar los hombres-topo. Entonces salió trepando de detrás del montículo de frutos y se abrió camino hasta la estrecha abertura del techo.

Era una especie de chimenea que ascendía hacia una grieta, tras la que asomaba un cielo tan púrpura que era casi negro. Aquella visión la impulsó, e introdujo el cuerpo por la abertura estrecha e irregular, arañando la tierra con las manos y los pies, los codos y las rodillas, obligando a sus pechos y sus caderas a pasar por espacios que parecían demasiado pequeños para ellos.

Finalmente, su cabeza emergió al exterior. Aspiró el aire fresco a bocanadas y al instante sintió que recuperaba fuerzas. Pero el aire era frío. Era de noche, el momento más lógico para que los hombres-topo se aventuraran a salir. Sacó los brazos del agujero, se apoyó en la superficie, y con la fuerza de un animal acostumbrado a trepar a los árboles, se impulsó hacia arriba y extrajo su cuerpo del agujero como un corcho de una botella.

Había hombres-topo por todas partes, corriendo sobre las patas traseras y los nudillos, husmeando, arrastrando los pies y retorciéndose. Pero se movían coordinadamente. Marchaban en columnas que avanzaban entre los termiteros y hormigueros e iban y venían desde los borametz. Estaban recogiendo los frutos que crecían en racimos en las raíces de los árboles, frutos que a veces eran tan grandes como sus cabezas. Pero no trataban de abrirlos para sacar la carne. Ni siquiera los guardaban en sus despensas subterráneas. De hecho, vio Remembranza de repente, estaban sacando algunos de las cavernas.

Llevaban los frutos, uno por uno, hasta el límite de la arboleda. Una vez allí, los trabajadores excavaban en el suelo pequeños agujeros, en los que arrojaban las nueces antes de taparlos.

Cada borametz era el centro de una comunidad simbiótica de insectos y animales.

Las simbiosis entre las plantas y otros organismos eran muy antiguas: de hecho, las plantas con flores y los insectos sociales habían evolucionado al unísono, sirviendo a las necesidades de los otros. Y eran los insectos sociales, las hormigas y las termitas, los que primero se habían asociado a las estrategias reproductivas de la nueva especie forestal.

La simbiosis era una especie de trueque. Los servidores del árbol, fueran insectos o mamíferos, recogían las semillas de la base de los árboles, pero no las devoraban. Las almacenaban. Y cuando se daban las condiciones precisas, las transportaban a un lugar apropiado para plantarlas, normalmente en el linde de una arboleda ya existente, donde no tendrían que sufrir la competencia de otros árboles o plantas herbáceas ya existentes. Y de este modo, la arboleda se extendía. A cambio de su trabajo, los servidores de los árboles recibían agua: agua extraída incluso en las regiones más áridas por las raíces del borametz, que excavaban el suelo hasta profundidades extraordinarias.

A los hombres-topo, con su sociedad cooperativa, sus cerebros de primate y sus manos todavía ágiles, no les había costado demasiado aprender a emular a las termitas y hormigas y empezar a cuidar a los borametz. De hecho, como eran más grandes, podían mover pesos mayores que los insectos, lo que había provocado el desarrollo de nuevas especies de borametz con semillas más grandes.

Para el borametz era una cuestión de eficiencia. Para plantar una generación nueva, tenía que invertir mucha menos energía que sus competidores. Así que aquella estrategia le permitía florecer en espacios donde los demás no podían ni sobrevivir. Poco a poco, a medida que sus servidores llevaban sus semillas incluso a las llanuras, los borametz estaban empezando a invadir los pastizales. Al fin, más de cincuenta millones de años después del triunfo de las plantas herbáceas, los árboles habían encontrado un medio para contraatacar.

Los borametz encarnaban la primera revolución vegetal desde la aparición de las plantas con flores, en los tiempos anteriores a Chicxulub. Y en las edades venideras —al igual que había ocurrido con la primera aparición de las plantas en la tierra, que había permitido a los animales abandonar el mar— esta nueva revolución vegetal tendría un profundo impacto en todas las formas de vida.

Mientras estaba allí sentada, todavía jadeando, observando el extraño comportamiento de los hombres-topo, Remembranza escuchó unas pisadas suaves y familiares y el siseo espantoso de un aliento. Volvió la cabeza, lentamente, tratando de permanecer invisible.

Era el ratón-raptor, la misma joven criatura que se había alejado de la manada de hombres-elefante para seguirla hasta allí. Se aproximaba a una fila de hombres-topo, que iban de acá para allá, plantando sus árboles, ajenos a la amenaza que se cernía sobre ellos.

Era como si quisiera cobrarse una pequeña venganza. Pocos roedores eran capaces de perforar las poderosas cáscaras de los frutos del borametz. A medida que esta especie de árbol se difundiera, las criaturas que se alimentaban de semillas y de las que derivaba aquel raptor —junto con aves y otras especies— se verían amenazadas por la merma de sus reservas de alimento, quedarían confinadas a espacios cada vez más limitados y, en algunos casos, acabarían por extinguirse.

El raptor tomó al fin una decisión. Se inclinó, utilizando su larga cola para equilibrarse y con sus delicadas zarpas delanteras, atrapó y levantó a una perpleja mujer-topo. Le dio la vuelva y, casi con delicadeza, le acarició el suave vientre.

La mujer-topo, aislada de la colonia por primera vez en su vida, divorciada de las sutiles presiones sociales que conocía, se debatió débilmente. Fue como si de repente hubiera emergido de un océano de sangre y leche, y estaba, por primera y última vez, completamente aterrorizada. Entonces, la cabeza del raptor descendió sobre ella.

Sus congéneres, apenas perturbados, siguieron pasando junto a los pies de su asesino.

El ratón-raptor se volvió, sacudiendo las orejillas. Y su mirada se clavó en Remembranza.

Sin dudarlo un momento, ella volvió a meterse bajo tierra.

Remembranza se quedó en la despensa varios días más. Pero ya no fue capaz de volver a sumirse en el sopor exhausto que hasta entonces la había rodeado.

Al final, fue la locura de los hombres-topo lo que la obligó a salir.

La estación había sido seca hasta para aquella región tan árida. Los hombres-topo estaban teniendo cada vez más dificultades para encontrar las raíces y tubérculos de los que se alimentaban. Las reservas de la despensa estaban mermando a marchas forzadas, y empezaron a ser reemplazadas por otras plantas, como las hojas violetas de las flores cobrizas. Pero aquella dieta contenía elementos tóxicos. Gradualmente, el veneno se fue acumulando en la corriente sanguínea de los hombres-topo.

Y al final, todo se vino abajo.

Una vez más, los movimientos de los moradores de la caverna por la vacía despensa despertaron a Remembranza con un sobresalto. Pero esta vez no se movían en columnas ordenadas hacia las salidas, sino que corrían como un enjambre enloquecido, derribando paredes y techos en su afán por alcanzar la superficie.

Remembranza no se interpuso en el camino de sus garras ciegas y los siguió con cautela una vez hubieron pasado. Esta vez emergió a plena luz del día.

A su alrededor había un auténtico enjambre de hombres-topo. Eran muchos, muchísimos, corriendo por todas partes como un manto de carne temblorosa. En el aire flotaba su lechoso hedor y el ruido que hacían sus garras al arañar el suelo. Había muchos más de los que contenía la colonia: muchas colmenas se habían vaciado mientras aquella plaga de locura se extendía por las poblaciones envenenadas y medio embriagadas.

Los depredadores estaban empezando a mostrar su interés. Remembranza distinguió la forma sigilosa de una rata-guepardo y una manada de ratones parecidos a perros, mientras, sobre su cabeza, empezaban a descender las aves de presa. Para quienes se alimentaban de carne, aquello, una eclosión de pequeñas raciones del mismo suelo, era un auténtico milagro.

Todo formaba parte de una respuesta a la escasez de comida. Las abarrotadas madrigueras de los hombres-topo se habían vaciado al salir sus moradores a buscar comida en cualquier parte. Pero en el estado de embriaguez en el que se encontraban eran incapaces de protegerse o mostrar cautela. La mayor parte de aquella horda moriría aquel mismo día, en las bocas de los depredadores. Aunque, a la larga, no sería muy importante para las colmenas. Cada colonia retenía las suficientes reservas genéticas para sobrevivir. Y además, en aquellos tiempos de privaciones, no era necesariamente algo malo que su número se redujera. Los hombres-topo se reproducían con rapidez y en cuanto volviera a aumentar el suministro de comida, las vacías cámaras y madrigueras volverían a llenarse.

Los genes sobrevivirían: eso era lo único que importaba. Incluso aquella demencia periódica formaba parte de un diseño a mayor escala. Pero muchas mentes pequeñas se extinguirían aquel día.

Mientras los depredadores empezaban a alimentarse, mientras el aire se llenaba con los crujidos del hueso y el cartílago, los chillidos de los agonizantes y la peste de la sangre, Remembranza escapó a hurtadillas de aquel lugar de locura y muerte, y reemprendió su interrumpida marcha hacia las lejanas colinas púrpura.

IV

Remembranza llegó al fin a una gran bahía, un lugar en el que el océano se adentraba en la tierra.

Descendió por la cara de farallones de arenisca. Antaño aquella zona había estado completamente sumergida y durante millones de años se habían posado capas sedimentarías sobre ella. Pero la tierra se había levantado, y los ríos y arroyos habían abierto enormes cavidades en el lecho marino emergido, con densos y profundos estratos, algunos de los cuales escondían todavía, atrapados entre espesas capas de arenisca, los restos de naufragios o los escombros de ciudades desaparecidas.

Remembranza llegó a la playa. Paseó sin acercarse mucho a las aguas, bajo la sombra de rocas y matorrales. La arena crujía bajo sus pies y sus nudillos, y se le metía entre el pelaje. Era una playa joven y la arena, demasiado reciente para haber cedido a la acción de la erosión, tenía todavía bordes afilados.

Llegó a un arroyo de agua dulce que descendía desde unas rocas hacia la playa. Donde el agua desembocaba sobre la arena había un grupillo de árboles que se aferraba a la vida. Se agachó e introdujo la boca en el agua y empezó a beber a grandes tragos. Luego se metió en el agua y se echó agua sobre el pelaje, tratando de quitarse la arena, las moscas y las garrapatas.

Hecho esto, se echó a descansar a la sombra de los árboles. No había fruta en sus ramas, pero al menos el suelo cubierto de hierbas, fresco y húmedo, albergaba una nutrida comunidad de insectos, que engulló con avidez.

Frente a ella, el mar lamía suavemente la costa. El agua brillaba bajo la luz cegadora del Sol, que estaba muy alto. El mar no significaba nada para ella, pero su distante resplandor la había atraído siempre y estar allí le proporcionaba un extraño placer.

De hecho, el mar había sido el salvador de su especie.

Sometido a la acción de las fuerzas tectónicas, el Rift Valley había terminado por convertirse en un auténtico desgarrón en el tejido del continente africano. El mar había invadido la tierra y toda el África oriental, separada del continente, se había adentrado en lo que antes se llamaba el océano Índico para buscar su propio destino. El inmenso proceso se había desarrollado con tan tectónica lentitud que las criaturas que vivían en la nueva isla apenas se habían percatado de ello. Y sin embargo, para la especie de Remembranza, había sido un acontecimiento crucial.

Tras la caída de la humanidad, habían quedado reductos de supervivientes por todo el planeta. En casi todas partes, la competencia de los roedores había sido demasiado dura. Solo allí, en aquel fragmento aislado de África, un accidente geológico había salvado a los post-humanos al darles tiempo a desarrollar formas de sobrevivir a la implacable presión de los roedores.

Antaño aquel lugar, el África oriental, había sido la cuna de la humanidad. Ahora era el último refugio de los últimos hijos del hombre.

Había algo en el agua. Cautelosamente, Remembranza se pegó un poco más al árbol.

Era una gran forma negra, esbelta y poderosa, que nadaba con parsimonia. Pareció dar una vuelta sobre sí misma y una aleta que parecía el ala de un pájaro salió al aire. Remembranza distinguió una cabeza bulbosa que se levantaba sobre la superficie del agua, con un pico que parecía un colador. En lo alto de este pico había dos fosas nasales que, con un ruido estruendoso, expulsaron sendos chorros de agua. Entonces el cuerpo se flexionó y se hundió bajo la superficie. Remembranza vio una cola por un instante, y entonces la criatura desapareció sin apenas dejar una onda en el agua, a pesar de su inmenso tamaño.

Tras la estela de aquel gigante, saltaron del agua otras formas poderosas y esbeltas, tres, cuatro, cinco de ellas. Describieron arcos elegantes por el aire, volvieron a sumergirse y luego repitieron la maniobra, una vez tras otra. Sus cuerpos tenían forma de pez, pero era evidente que aquellas criaturas, parecidas a delfines, no eran peces. Estaban equipadas con picos como los de las aves, terminados en largas pinzas de color naranja.

Detrás de los «delfines», a su vez, venían más seguidores, saltando y jugando como ellos sobre la superficie del océano. Mucho más pequeños, estos sí que eran peces. Sus húmedas escamas relucían y, al hacer sus cortos y convulsos vuelos sobre la superficie del agua, los cuerpos dorados sacudían a ambos lados unas aletas que por un momento parecían alas.

La «ballena» no era una auténtica ballena, ni los «delfines» eran delfines. Los grandes mamíferos marinos habían precedido al hombre en la extinción. Estas criaturas descendían de las aves: en concreto, de los cormoranes de las islas Galápagos del Pacífico que, empujados hasta allí desde el continente sudamericano por vientos contrarios, habían renunciado al vuelo y habían decidido explorar las aguas. Las alas y patas de sus descendientes se habían convertido en aletas, y sus picos en instrumentos especializados —para romper y cribar— que utilizaban para extraer comida del océano. A algunas de las especies de «delfines», incluso, habían vuelto a crecerles los dientes de sus antepasados reptiles: el diseño genético para los dientes había permanecido latente en su genoma durante doscientos millones de años, esperando a que fuera necesario que volviera a manifestarse.

Tan lentas que resultaban invisibles a la escala temporal en la que existía el ser humano, la adaptación y la selección eran sin embargo capaces, si se les daban treinta millones de años, de convertir a un cormorán en una ballena, un delfín o una foca.

Y, curiosamente, todas las aves natatorias que Remembranza estaba viendo eran un legado indirecto de Joan Useb.

Mientras contemplaba la escena, una de las criaturas parecidas a delfines emergió del agua en mitad de una bandada de peces voladores. Los peces se dispersaron batiendo las rapidísimas alas, pero el pico del «delfín» se cerró sobre una, dos, tres de ellas, antes de que su cuerpo esbelto volviera a sumergirse.

El Sol estaba iniciando su largo descenso hacia el mar. Remembranza se levantó, se limpió la arena y reanudó su cautelosa marcha por la playa. Pero algo que había en el cielo la distrajo. Levantó la mirada temiendo que fuera otra ave de presa. Era una luz, como una estrella, pero el cielo estaba demasiado brillante como para que se vieran las estrellas.

La luz del cielo era Eros.

NEAR, la humilde sonda, muerta mucho tiempo atrás, había pasado treinta millones de años navegando sobre su asteroide por los espacios que se extendían más allá de Marte. La superficie expuesta había sufrido una erosión muy profunda y las paredes de papel habían quedado reducidas a un grosor de papel por interminables impactos microscópicos. El contacto de una mano humana hubiera bastado para que se desintegrara como una escultura de polvo.

Pero NEAR había sobrevivido hasta entonces, uno de los últimos artefactos creados por el hombre. Si Eros hubiese continuado con su excéntrico baile alrededor del Sol, puede que NEAR hubiera sobrevivido más tiempo. Pero no iba a tener la oportunidad.

El paso del asteroide por la atmósfera sería piadosamente rápido. La frágil sonda, en su regreso al planeta donde había nacido, se vaporizaría con un destello, una fracción de segundo antes de que el cuerpo con el que se había encontrado tanto tiempo atrás fuera aniquilado.

Los laboratorios evolutivos del planeta Tierra habían sido zarandeados muchas veces por monstruosas intervenciones del exterior. Esta era una más de ellas. Sobre la brillante escena que Remembranza estaba contemplando iba a correrse muy pronto una cortina.

La propia Remembranza sobreviviría, al igual que los hijos que tendría en el futuro. Una vez más, el gran trabajo volvería a iniciarse: una vez más los procesos de variación y selección esculpirían a los descendientes de los supervivientes para que pudieran repoblar los maltrechos sistemas ecológicos.

Pero la capacidad de adaptación de la vida no era infinita.

En la Tierra de Remembranza, había muchas cosas nunca vistas entre las nuevas especies. Y, sin embargo, todas ellas no eran sino variaciones sobre temas ya antiguos.

Todos los animales nuevos compartían el mismo esquema corporal tetrápodo, heredado del primer pez que, jadeando, había emergido del lodo. Y todas las criaturas con columna vertebral formaban parte de un mismo phylum: un vasto imperio de vida. El primer triunfo de la vida multicelular había sido la llamada explosión cámbrica, unos quinientos millones de años antes de la era del hombre. En medio de un frenesí creativo, habían aparecido cientos de phyla, cada uno de los cuales era un grupo de especies significativo que representaba un diseño fisiológico fundamental. Todas las criaturas con columna vertebral pertenecían al phylum de los cordados. El phylum de los artrópodos, el más numeroso de todos, incluía a criaturas como los insectos, los ciempiés, los miriápodos, los arácnidos y los crustáceos. Y así sucesivamente. Treinta phyla habían sobrevivido a la primera gran explosión de la vida.

Desde entonces, habían aparecido y desaparecido especies, y la vida había sufrido grandes desastres y recuperaciones, una vez tras otra. Pero no había aparecido una phylum nueva, ni una sola, ni siquiera después del gran evento de extinción de Pangea, la mayor de todas las catástrofes. Incluso en aquel pasado remoto, la capacidad de innovación de la vida estaba muy limitada.

La materia prima de la vida era plástica y el inconsciente proceso de variación y selección, inventivo. Pero no infinitamente. Y con el paso del tiempo, cada vez lo era menos.

La culpa era del ADN. A medida que pasaban los años, el software molecular que controlaba el desarrollo de las criaturas había ido evolucionando también, y se había vuelto más rígido, más robusto, más controlado. Era como si, con cada reconstrucción del genoma, se hubieran eliminado defectos y material inútil, se hubiera desarrollado la coherencia del conjunto… pero al mismo tiempo se hubiera podado la capacidad de innovación, de experimentar cambios importantes. Extraordinariamente antigua pero teñida de conservadurismo por la complejidad endogámica de los propios genomas, la vida ya no era capaz de grandes novedades. Hasta el ADN se había hecho viejo.

Esta incapacidad de innovar era una oportunidad perdida. Y la vida no podía soportar muchos más golpes.

La luz del cielo se volvió extraña. Pero, decidieron rápidamente los instintivos cómputos mentales de Remembranza, no suponía ninguna amenaza. Se equivocaba. Purga, que había presenciado cómo se abatía sobre la atmósfera la Cola del Diablo de forma muy parecida, hubiese podido decírselo.

Antes de que el Sol hubiera tocado al horizonte, llegó por fin al bosque que llevaba días buscando, al pie de las colinas volcánicas. Levantó la mirada hacia los altos árboles que se extendían sobre ella, las copas que, parecía, intentaban alcanzar el cielo. Creyó ver formas esbeltas trepando por allí, y puede que aquellas sombras imprecisas fueran nidos.

No eran los suyos. Pero era gente, y puede que les gustara.

Abandonando la superficie, emprendió el ascenso hacia el confortable verdor de las copas.

Algo pasó volando junto a su cabeza. Era un pez volador que venía del mar. Mientras ella lo seguía con la mirada, ascendió hasta las copas, batiendo las alas con fuerza, y se posó torpemente en un nido, resollando con sus primitivos pulmones.