17
Una larga sombra

LUGAR Y TIEMPO DESCONOCIDOS

I

Despertar del sueño frío no era como un despertar normal, en su cama, al lado de su esposa. Era más bien como emerger de una buena borrachera tirado en un tanque lleno de un fluido pegajoso y frío.

Pero entonces algo quebró la oscuridad, un círculo de luz cada vez más grande centrado en una cara borrosa. La cara pertenecía a Ahmed, el capilot —capitán piloto— y no al comandante. Ese fue para Snowy el primer indicio de que algo andaba mal.

Ahmed repitió:

—¿Estás bien? ¿Estás bien?

Antes de recibir las inyecciones, le habían dado una charla sobre el momento del despertar y las reacciones que experimentaría su cuerpo. Sonrió y levantó el dedo medio de la mano derecha.

—Cualquier aterrizaje del que sales con vida puede considerarse un éxito. —Tenía la voz cascada y la boca seca como un desierto.

—Aún no has salido, listillo —dijo Ahmed con voz sombría.

—¿Dónde está Ladrador? —Robbert «Ladrador» Madd, bendecido con uno de los motes menos imaginativos de la Marina Real, era el comandante de la unidad.

—Ya hablaremos luego. —Se apartó, dejando a Snowy con la mirada clavada en las paredes metálicas del Pozo. Le dejó un paquete de raciones sobre la cama—. Sal de ahí. Ayúdame con los demás.

Snowy —Robert Wayne Snow, treinta y un años— era teniente de la Marina Real Británica, cuya instrucción le había conferido al menos la inclinación a seguir las órdenes, por muy extrañas que fueran. Así que hizo lo que pudo por levantarse.

El Pozo era un cilindro de metal gris, cuyas paredes no tenían otro adorno que los instrumentos y las consolas de control. Unos fluorescentes de bajo consumo lo cubrían todo de una luz enfermiza. Todos los instrumentos estaban desconectados y las pantallas apagadas. Era como estar dentro de un tanque de gasolina. Y el Pozo estaba lleno de camastros, veinte en total, apilados. Las camas estaban cubiertas con caparazones de plástico. Ahmed estaba trabajando como un poseso, abriendo los caparazones uno a uno y volviendo a cerrar la mayoría de ellos.

Snowy estaba completamente desnudo, pero no sentía frío. Recogió el paquete con la comida. Era una bolsa envasada al vacío que contenía plátano seco, chocolate y otros alimentos. La abrió con la única herramienta de que disponía, los dientes. La bolsa se abrió y le entró aire con un siseo. Echó la comida sobre la cama y se metió un poco de plátano en la boca. Se sentía como si acabara de correr una maratón. Había pasado por el sueño frío en dos ocasiones, durante el entrenamiento y las pruebas de evaluación, una semana cada vez. Una peculiaridad del proceso era que no sentías frío, en ningún momento, pero en cambio despertabas con un hambre de lobo; según los médicos, tenía que ver con el hecho de que tu cuerpo iba consumiendo poco a poco las reservas para mantenerte con vida.

Pero algo le pasaba a su camastro. Se veía dónde había estado tendido: su cuerpo había dejado una marca muy clara, como la espeluznante escena de la madre muerta en la cama, en Psicosis. Palpó el colchón. Estaba duro y apelmazado y las sábanas que lo habían estado cubriendo se deshicieron entre sus manos, como las vendas de una momia.

Empezó a sentir miedo.

Ahmed estaba ayudando a una chica de uno de los camastros superiores. Se llamaba June, así que, naturalmente, la llamaban Luna. Era muy mona, con ropa o sin ella. Pero ahora, desnuda, parecía frágil, enferma incluso, y Snowy no sintió otra cosa que el impulso de ayudarla mientras salía con torpeza del camastro, encogiéndose al rozar el metal con la piel desnuda. Ahora que Luna estaba despierta, Snowy empezó a sentir pudor. Metió la mano debajo de la cama para buscar su ropa.

… pero el suelo parecía inclinado. Se incorporó, suponiendo que sería cosa de su cabeza, pero el suelo parecía ladeado y las líneas verticales del camastro estaban inclinadas. Aquí pasa algo malo, pensó. No se le ocurría nada bueno que hubiera podido inclinar de aquel modo las veinte toneladas en cuyo interior se encontraban en aquel momento.

Volvió a meter la mano bajo la cama. La caja de cartón que contenía su ropa había desaparecido. La ropa seguía allí, tirada. Pero cuando la cogió, se desintegró, como antes las sábanas.

—Olvídate de eso —dijo Ahmed mientras lo llamaba con gestos—. Ponte el mono de vuelo. Parece que han aguantado.

—¿Aguantado?

—Cosa del plástico, creo.

Snowy hizo lo que le decía. Las botas, fabricadas también de algún imperecedero material artificial, estaban allí. Pero no encontró calcetines, ni un par. Eso podía ser un problema.

Ayudó a Luna a comer algo mientras Ahmed continuaba con su ronda.

Los que habían despertado se reunieron formando un círculo, sentados en la última fila de literas. Pero solo eran cinco, cinco de los veinte que habían estado allí. Estaban Snowy, Ahmed, Delado, la chica, Luna, y un joven piloto llamado Bonner.

Durante un rato, mientras comían plátano y bebían un poco de agua, nadie dijo nada. Snowy sabía que era lo mejor. Cuando te ves de repente en una situación nueva, siempre conviene que te des un poco de tiempo para escuchar, pensar y adaptarte.

Le había vuelto a preguntar a Ahmed por el comandante. Ahmed se lo había enseñado. El cuerpo de Ladrador Madd estaba marchito y encogido, literalmente momificado, como si no fuera más que un tejido de carne endurecida sobre los huesos. El resto, los otros catorce, estaban igual.

Delado, como cabía esperar, fue incapaz de mantener la boca cerrada. Era un oficial especializado en la guerra aérea. Un hombre flaco y vehemente, se había ganado su apodo por la costumbre que tenía de moverse hacia los lados, como si fuera un cangrejo, siempre que sus pies tocaban una pista de baile. Recorrió el pequeño grupo con la mirada.

—La puta hostia —le dijo a Snowy—. Pues vaya con los márgenes de seguridad.

—Cierra el pico —le espetó Ahmed.

Bonner preguntó a Ahmed.

—¿Y a qué se debe la campanada?

«Campanada» era como ellos llamaban a la señal de alarma que los sacaba del letargo.

—No la ha habido —dijo Ahmed sin rodeos.

—Pues si no ha habido una campanada, ¿qué nos ha despertado?

Ahmed se encogió de hombros.

—Puede que el Pozo tuviera un temporizador automático. O puede que se haya averiado y nos haya sacado a todos.

Bonner era un muchacho bien parecido, aunque una de las plagas que afectaban a los modificados genéticamente lo había dejado completamente lampiño, de la cabeza a los pies. Se pasó una mano por el pelado cráneo. Tenía un leve acento galés.

—Puede que le hayamos pedido demasiado. Se suponía que el Pozo sería una reserva criogénica de semillas y embriones animales, cosas así. Un seguro de vida contra una extinción masiva. No para los seres humanos…

—Especialmente los seres humanos como tú, Bonner —dijo Snowy—. A lo mejor tus pedos han reventado las juntas.

Aquella muestra de humor negro pareció relajar al grupo, como Snowy pretendía.

Ahmed dijo:

—Puede que este Pozo se construyera originalmente para embriones de elefante o lo que sea, pero estaba adaptado para el ser humano. Todos hemos visto las lecturas de los parámetros de seguridad y los niveles de fiabilidad del sistema.

—Claro —dijo Delado—. Pero todos los sistemas fallan, por muy bien que estén diseñados y construidos. —Eso los dejó callados, y Delado dijo—. ¿Alguien se ha fijado en el reloj?

La mayoría de los instrumentos del Pozo no funcionaban. Pero había un reloj mecánico de emergencia que se alimentaba de la energía termal de las raíces de las plantas. Antes de que se sometieran al sueño les habían hecho una demostración del funcionamiento del reloj: los engranajes de diamante que nunca se desgastarían, los diales que se movían por el inimaginable lapso de cincuenta años y así sucesivamente. Había sido un ardid psicológico no demasiado sutil destinado a tranquilizarlos, en el sentido de que pasase lo que pasase en el Pozo, sabrían la fecha.

Pero entonces Snowy vio que las manecillas del reloj habían llegado al final de los diales.

Pensó en su esposa, Clara. Estaba preñada cuando él se había sometido al sueño frío: ¿Cincuenta años? El niño habría nacido, crecido y tenido sus propios hijos. Puede que nietos. No. Rechazó la idea. No tenía sentido; era imposible llevar una vida humana con un lapso de cincuenta años en medio. Pero Delado seguía hablando.

—Cincuenta años como poco —dijo, implacable—. ¿Cuánto tiempo creéis que tardaría en momificarse el cuerpo entero de Ladrido, y nuestras ropas en descomponerse del todo?

Ese era el problema de Delado, pensó Snowy. Nunca tenía reparos en decir lo que los demás no se atrevían ni a pensar.

—Basta —dijo Ahmed. Era un hombre menudo y fornido—. Ladrido está muerto. Aquí yo soy el oficial de más alto rango. Estoy al mando. —Les dirigió a todos una mirada furibunda—. ¿Alguien tiene algún problema con eso?

Luna y Bonner parecían ensimismados. Delado sonreía de forma extraña, como si conociera un secreto que todos los demás ignoraban.

Snowy se encogió de hombros. Sabía que Ahmed había servido como sargento mayor. Sabía que era un hombre competente, extrañamente reflexivo pero inexperto. Y, además, no era lo bastante popular como para tener su propio mote. Pero, al margen del rango, no había allí nadie más cualificado.

—Sugiero que siga adelante, señor.

Ahmed le lanzó una mirada de gratitud.

—Muy bien. Este es el trato. No tenemos contacto alguno con el exterior. Ni siquiera sé cuánto hace que no recibimos ningún contacto. Hay demasiados sistemas desactivados.

Luna dijo:

—¿Así que no sabemos lo que estaba pasando?

Snowy respondió enérgicamente:

—Dinos tú lo que hacemos.

—Salimos de aquí. No necesitamos trajes de protección. Todavía funcionan suficientes sensores externos para saber que es así.

Era un alivio, pensó Snowy. No quería tener que poner su vida en manos de su traje NBQ —nuclear-biológico-químico— si había estado sometido a los mismos agentes destructivos que el resto de su ropa.

Ahmed sacó una caja de metal de debajo de uno de los camastros. En su interior había pistolas, modelo Walther PPK, cada una de ellas envuelta en una bolsa de plástico llena de aceite.

—Ya he comprobado una de ellas. Podemos hacer pruebas de tiro en el exterior.

Las repartió.

Snowy abrió la bolsa, limpió la pistola con los jirones de sábana que todavía estaban enteros y se la guardó en el cinturón. Rebuscó entre el resto de su equipo de supervivencia: casco, chaleco salvavidas, chaleco de supervivencia… un equipo de piloto. Los componentes de plástico parecían más o menos intactos pero la tela y la goma se habían desintegrado. Cogió lo que creyó que podía necesitar. Lamentó tener que dejar su casco, su venerable enseña, aunque estuviera pintado con el azul de las Naciones Unidas. Pero dudaba que fuera a volar mucho en los próximos días. Se reunieron junto a la entrada. La compuerta de las instalaciones era pesada, redonda, estanca, y se abría con una manivela. Era como una escotilla de submarino. Ahmed empezó a abrir los sellos.

Estaban todos aterrorizados, comprendió Snowy, aunque ninguno de ellos quisiera que los demás lo supieran.

—¿Y qué creéis que vamos a encontrar? —susurró Delado—. ¿Rusos? ¿Chinos? ¿Cráteres enormes, niños con dos cabezas? ¿Todo el mundo con máscaras de monos, como en El planeta de los simios?

—Calla, Lado, so capullo.

Con un movimiento rápido, Ahmed giró la manivela. El último sello se abrió con un crujido. La puerta se abrió de par en par. Penetró una luz teñida de verde.

La criobiología era ya una industria venerable.

La clave de su utilidad estriba en que muy por debajo del punto de congelación del agua, las moléculas frenan el frenético ritmo de acción que permite que se produzcan las reacciones químicas. Así que los leucocitos pueden almacenarse durante una década o más. Puedes congelar, descongelar y volver a utilizar córneas, tejido orgánico, y tejido neuronal. Puedes incluso congelar embriones. El frío, naturalmente, es tanto un aliado como un enemigo. Al expandirse, los cristales de hielo tienen la mala costumbre de destruir las células. Así que los médicos inyectaban tejidos con agentes crioprotectores, como el glicerol y el sulfóxido de dimetilo.

Sin embargo, congelar y revivir a un organismo complejo ya maduro —como los cien kilos de un deslenguado oficial de la Marina Real— representaba un desafío mayor. En el cuerpo de Snowy había muchos tipos de células diferentes, cada una de las cuales requería un perfil de congelación-descongelación diferente. Al final, el asunto se había resuelto con un poco de ingeniería genética. Se había dotado a las células de Snowy de la capacidad de manufacturar su propio anticongelante natural —de hecho, glicoproteínas, un truco aprendido de algunas especies de peces polares— de modo que eran las mismas células las que regulaban la congelación.

Obviamente, había funcionado. Snowy había salido del proceso vivito y coleando. Al cabo de media hora, ya casi no sentía ninguno de los efectos secundarios.

Por supuesto, la idea era que emergiera para combatir.

Oficialmente la unidad estaba bajo el mando de UNPROFOR, la Fuerza de Protección de las Naciones Unidas. Pero todo el mundo sabía que aquello era solo una tapadera. La estrategia se conocía como una «siembra de dientes de dragón». A medida que la intensidad del conflicto global se iba intensificando, se habían desarrollado nuevas formas de disuasión. La idea era que cualquier potencia enemiga consideraría que una invasión terrestre sería fútil si sabía que el territorio enemigo estaba minado con personal militar muy bien entrenado, fresco y equipado, preparado para seguir combatiendo en cualquier momento. A partir de aquellos dientes desperdigados, el dragón volvería a nacer. Al menos esa era la teoría.

Tenía sus contrapartidas, claro. El proceso del sueño frío acarreaba un cierto riesgo de lesión o muerte (pero un riesgo bajo, no del setenta y cinco por ciento…). Y uno nunca sabía dónde había sido estacionado. La congelación se realizaba en inmensos depósitos centrales, desde donde los sujetos, todos inconscientes, eran transportados y depositados en puntos seleccionados del país, o incluso fuera de él. Pero lo que Snowy sí había sabido desde el principio era que aquella unidad de pilotos de la Marina se mantendría unida, lo que había resultado muy tranquilizador.

Y había puestos peores. El período de servicio se limitaba a dos años. Desde luego, era más seguro que un destino en un portaviones en alguno de los sumideros del mundo, como el Adriático o el Báltico o el mar del Sur de la China. Era un poco raro, sí, pero en realidad no era más que otro puesto cualquiera.

Snowy se había prestado de buen grado, aunque eso significara estar separado de su esposa. Su idea era que saldría del agujero sano, salvo y feliz, mucho más ricos gracias a las pagas atrasadas que no habría podido gastar. O, si tenía mala suerte, podía tener que salir para combatir. Pero para eso lo habían entrenado. Incluso en este caso, esperaba emerger en medio de una guerra de alta tecnología ya en marcha, donde encontraría una cadena de mando, algo que básicamente estuviera en funcionamiento, algo en lo que volar. Por eso precisamente habían escogido pilotos para el programa.

Lo que no esperaba era que al despertar, se encontrara completamente aislado de la cadena de mando, de cualquier cadena de mando, sin la menor información sobre la situación del exterior… incluida incluso su posición. Pero eso era lo que había, al parecer.

Snowy tomó la delantera. Atravesó la escotilla.

Más allá de la escotilla había una escalera de hormigón. La escalera conducía a un rectángulo de brillante luz verde: hojas, y más allá, jirones de un cielo azul y blanco.

El hormigón de la escalera estaba teñido de marrón en los puntos que estaban en contacto con el metal, que se había oxidado por completo. Y cuando Snowy se aproximó demasiado al borde del primer escalón, simplemente se desmoronó. La escalera apenas resultaba visible bajo una maraña de moho, hojas y restos de todas clases. Snowy derrochó un poco de energía tratando de arrancarla, pero entonces se dio cuenta de que gran parte de ella crecía allí mismo, en una capa de follaje que había cubierto el hormigón.

Ignorando la vegetación, subió a la escalera y salió del pozo.

Al llegar arriba se encontró sobre un suelo tapizado de hojas. Respiraba entrecortadamente. Era evidente que el sueño frío le había costado más caro de lo que esperaba. Los demás lo siguieron, uno a uno, limpiándose la hojarasca, el moho y la tierra de la ropa.

El bosque estaba lleno de árboles muy altos, de ramas bajas y hojas anchas. Robles, quizá. Soplaba una brisa cálida contra la cara de Snowy. Parecía que estaban a fines de primavera o principios de verano. El aire olía a fresco, a bosque y nada más, verde y mohoso.

El Pozo estaba excavado en el suelo, medio oculto bajo una gran losa de hormigón. Pero la losa estaba inclinada y agrietada y su superficie estaba cubierta de plantas.

Ahmed llevaba una pequeña mochila de color negro. Contenía un receptor de radio activado por un mecanismo de relojería que, al igual que las pistolas, había estado conservado en aceite. Lo encendió, lo cebó, extendió la antena y empezó a caminar por el pequeño claro.

Pero Luna y Bonner parecían muy jóvenes y asustados, como perdidos bajo aquella sombra verde.

Delado se acercó a Snowy, dando patadas al sarcófago de hormigón.

—Lo más asombroso es que la reserva de energía haya durado tanto.

Snowy dijo:

—Es como si acabáramos de salir de Chernobyl.

—No creo que Chernobyl siga siendo un problema.

—¿Qué?

—Snow, ¿cuánto tiempo crees que hemos estado encerrados en ese agujero?

Snowy se rodeó el torso con los brazos.

—¿Más de cincuenta años?

Delado soltó un gruñido.

—Mira a tu alrededor, tío. Esos árboles son robles. Y mira esto. —Lo llevó hasta un árbol caído. El tronco se había partido a poco más de un metro sobre la tierra. Gran parte de él estaba cubierta de vegetación y el tocón estaba tapizado de moho—. Snow —continuó—, estamos en un bosque maduro. Estos árboles son viejos. Este era tan viejo que se murió sin que tuvieran que talarlo. Vamos, tío. Supongo que recuerdas las clases de ecología de la instrucción. ¿Qué pasa si dejas que se recupere el emplazamiento de un antiguo bosque? Las primeras en colonizar el espacio serían las plantas herbáceas. Al cabo de aproximadamente un año habría retoños de pinos escoceses, abetos y otros árboles de hoja caduca emergiendo de la tierra o de los tocones. Una vez que hubiera alguna protección frente al frío, puede que arraigasen los abetos del norte y los castaños. Luego, a medida que las condiciones cambiaran, diferentes especies competirían por la luz y el espacio. Al cabo de unos cincuenta años, cuando el bosque nuevo empezase a volverse más denso, las herbáceas del suelo empezarían a hacer espacio a la vegetación de sombra, como los arándanos y los mohos. Y después de eso, regresarían los robles.

Snowy no le había prestado demasiada atención a estas cosas, ni en el colegio, ni durante la instrucción, ni nunca. La ecología, una lista interminable de criaturas muertas, le resultaba demasiado deprimente. Pero… ¿cuánto tiempo?

Delado le dio una patada al tronco.

—Mira estas briofitas, los mohos y las hepáticas. Mira los líquenes, los hongos, los insectos excavadores… ¿Sabes? En nuestros días ver un tronco muerto era tan raro como un lobo.

—¿Era?

Ahmed había dejado de pasear por el claro.

—Nada —dijo—. Ni un rastro de frecuencia. No hay ni GPS.

—Puede que la radio esté estropeada —dijo Luna.

Ahmed le enseñó un piloto de color verde.

—Aquí dice que no.

—Entonces —dijo Bonner—, ¿qué hacemos?

Ahmed enderezó la espalda.

—Mantenernos con vida. Salir de este puto bosque. Y buscar a alguien a quien informar.

Snowy asintió.

—¿Por dónde?

—Los mapas —dijo Bonner al instante.

Su entrenamiento se hizo con el control de la situación y volvieron corriendo al Pozo.

Los Pozos contaban con depósitos externos de mapas en papel, por si se daba el caso de que una unidad fuera revivida así, sin dirección externa ni capacidad de orientación. Se suponía que se almacenaban en cajas estancas en la pared exterior del Pozo. También debían de incluir instrucciones específicas. Snowy sabía que todos se sentirían más tranquilos cuando encontraran algo que les dijera lo que tenían que hacer, y quizá alguna pista sobre lo que estaba ocurriendo.

Pero, por mucho que lo intentaron, no pudieron encontrar ni rastro de la caja de los mapas. Allí no había nada más que una superficie de hormigón corroído y medio desintegrado, colonizado por mohos y plantas herbáceas.

Delado participó en la búsqueda, pero Snowy se dio cuenta de que lo hacía sin convicción. Él sabía que no iban a encontrar los mapas. Snowy empezó a sentir un cierto temor hacia su compañero, que parecía llevarles tanta delantera. Y, en realidad, ni siquiera quería saber a qué conclusiones había llegado.

Abandonaron la búsqueda de los mapas. A pesar de todo, Ahmed siguió tratando de tomar las riendas de la situación, de mostrarse tranquilo y autoritario, y Snowy lo admiró por ello. Olisqueó el aire, miró a su alrededor y señaló:

—La tierra asciende en aquella dirección. Así que iremos hacia allí. Si tenemos suerte, saldremos pronto de este bosque. ¿Todos de acuerdo?

Respondieron encogiéndose de hombros y asintiendo con la cabeza, en silencio.

II

No había gran cosa que sacar del Pozo, aparte de lo que pudieron arrebatarle a los muertos: todas las armas y municiones que encontraron, ropa y raciones. Utilizaron los monos de vuelo como mochilas y emprendieron la marcha.

Partieron en la dirección que había elegido Ahmed. El Sol parecía estar poniéndose, y eso significaba, pensaba Snowy, que tenían que estar avanzando en dirección más o menos norte. A menos que hasta eso hubiese cambiado en los años que habían pasado en el Pozo.

El bosque estaba dominado por los grandes robles, aunque entre ellos se veía otras especies, como sicómoros, arces noruegos y coníferas. Había muchos pájaros, estorninos casi todos ellos, creía Snowy, pero en una ocasión, para gran sorpresa suya, unas alas de color verde y amarillo pasaron delante del Sol. De vez en cuando veían algún animal —conejos, ardillas, pequeños ciervos de aspecto tímido, hasta algo que parecía un lobo— que los mantenía con las manos cerca de las pistolas.

Al cabo de una hora aproximadamente toparon con un agujero redondo excavado en la tierra. Estaba lleno de restos vegetales, pero se veía a las claras que estaba hecho por la mano del hombre. Aquella prueba de la acción humana los atrajo al instante. Se reunieron a su alrededor, mientras bebían un poco de agua de los frascos que llevaban.

Snowy le dijo a Delado:

—¿Has visto esos pájaros de color verde? Parecían…

—Periquitos salvajes. Descendientes de mascotas escapadas. ¿Por qué no? Probablemente haya también loros y cacatúas. Alguno de esos ciervos me ha parecido de una variedad asiática. Puede que hayan escapado de algún zoológico. Hasta algunos de los árboles parecen especies foráneas, como ese roble turco de ahí. Tal como nos enseñaron: una vez que perturbas el equilibrio de la naturaleza, una vez que empiezas a importar especies, las cosas nunca vuelven a ser como antes.

Snowy dijo:

—Había un lobo.

—¿Estás seguro de que era un lobo? —respondió Delado—. A mí no me lo ha parecido. ¿No era demasiado rápido?

Ahora que lo pensaba, Delado tenía razón. Había en él algo furtivo, y andaba demasiado pegado al suelo. Parecía casi un roedor.

Bonner dijo:

—Muy bien, cerebrito, ¿y qué me dices del agujero en el suelo? Alguien ha arrancado un tocón de árbol y lo ha hecho deliberadamente.

—Puede —dijo Delado con frialdad—. Pero los agujeros en el suelo duran mucho tiempo. Todavía se pueden encontrar algunos excavados por cazadores-recolectores hace decenas de miles de años. Lo único que esto demuestra es que no se ha producido todavía otra glaciación.

Ahmed lo fulminó con la mirada.

—No puede decirse que estés haciendo mucho por la moral, Delado.

El interpelado replicó:

—¿Y qué pasa con mi moral? No me apetece ignorar lo que salta a la vista por todas partes, joder.

Hubo un momento de silencio tenso. Durante un minuto, Snowy entrevió el pasado de Delado, el pasado del que nunca hablaba: el niño demasiado listo en el colegio, siempre impaciente con sus compañeros y siempre sometido a abusos por ellos.

—Sigamos adelante —dijo Bonner, malhumorado. Ahmed asintió y tomó la delantera.

Al poco tiempo se cruzaron con algo que parecía un camino. No era más que una sinuosa serpentina de tierra apenas visible, tortuosa y laberíntica. Pero la vegetación era un poco menos tupida en ella y Snowy notó que el suelo no cedía bajo sus pies, como en otros sitios. Así que debía de ser una senda, y seguramente, a juzgar por la compactación del suelo, una senda humana.

Nade dijo nada. No querían que aquel atisbo de esperanza fuera derribado por una nueva lección de Delado. Pero todos siguieron la senda, en fila india, ascendiendo por la ladera poco empinada a paso más vivo que antes.

Snowy estaba exhausto, pero a pesar de ello siguió adelante.

Descubrió que no estaba pensando en su mujer, ni en sus amigos, ni en la vida que parecía haberse esfumado para siempre. Todo era demasiado extraño para eso. En cambio, aunque parezca absurdo, echaba de menos la seguridad del caparazón que lo había alojado durante el sueño frío y el zumbido de las máquinas que lo había acompañado. Allí, en el bosque, se sentía expuesto. La PPK que llevaba no le proporcionaba demasiada protección y era muy consciente de que cuando se hiciera la oscuridad en aquel lugar extrañamente transformado, serían muy vulnerables.

Tenemos que encontrar respuestas antes de eso, se dijo.

Al cabo de otra hora, los árboles empezaron a abrirse y Snowy se encontró, con gran alivio, a campo abierto. Pero seguía sin ver gran cosa. Estaban en la ladera de una pequeña loma, cuya cima se ocultaba detrás del horizonte. El suelo era de creta, fina y muy erosionada. No crecía gran cosa allí, aparte de matorrales de brezo, y la tierra estaba salpicada de peñascos desnudos.

El cielo estaba despejado del todo, salvo alguna que otra nubecilla dispersa. Los rayos del Sol poniente proyectaban largas sombras sobre el suelo. Estaba tan bajo que a Snowy le extrañó que no hubiera empezado todavía el crepúsculo y el juego de luces procedentes de las cenizas de Rabaul. Pero el cielo del oeste no estaba teñido de rojo y el Sol brillaba luminoso y blanco. ¿Qué había sido de las cenizas?

Luna gritó:

—¡Huellas! ¡Huellas de vehículos! —Estaba señalando la ladera, a su derecha, mientras daba saltos de excitación.

Corrieron en aquella dirección, con las improvisadas mochilas dando tumbos en sus espaldas.

Era cierto. Las huellas eran inconfundibles. Las había dejado un vehículo todoterreno y atravesaban oblicuamente la ladera.

De repente, todos parecían exultantes. Bonner sonrió.

—Así que hay alguien por aquí. Gracias a Dios.

—Muy bien —dijo Ahmed—. Tenemos que tomar una decisión, podemos seguir subiendo para echar un vistazo o podemos seguir estas huellas en busca de una carretera.

Snowy pensó que probablemente lo mejor hubiese sido seguir ascendiendo, pero en las actuales circunstancias, ninguno de ellos quería alejarse de aquel rastro de actividad humana. Así que empezaron a descender la colina, siguiendo el rastro de las huellas.

Delado caminaba junto a Snowy.

—Esto es una estupidez —murmuró.

—Lado…

—Mira. Son huellas de un vehículo, sí. Pero cruzan barrancos. Mira allí, eso es el lecho de roca. Snow, en un área como esta, por encima de la línea de los bosques, el suelo y la vegetación pueden tardar siglos en restablecerse una vez que han desaparecido. Siglos.

Snowy lo miró fijamente. Su cara había cobrado un tono ceniciento a la luz del crepúsculo.

—Las huellas parecen de ayer mismo. Es como si alguien acabara de pasar.

—Lo que te digo es que podrían ser de ayer o de hace cien años. No lo sé, joder. —Parecía que estaba muriéndose de ganas de fumarse un cigarrillo.

Las huellas descendían por la ladera describiendo un trazado sinuoso. Finalmente, desembocaron en un amplio valle que albergaba el curso plateado de un río. El rastro viró entre las rocas y se encaminó a lo que, inequívocamente, era una carretera que discurría por la pared del valle, una terraza plana excavada con pulcritud a lo largo de los contornos del valle.

El grupo se encaminó a la carretera con una sensación de alivio generalizado. Mientras emprendían el descenso hacía las tierras bajas por ella, su moral seguía alta a pesar del cansancio.

Pero Snowy se percató de que la carretera estaba en mal estado. Estaba cubierta de maleza. Había todavía un poco de asfalto —manchones negros en medio del verde— pero estaba envejecido y se había vuelto frágil y agrietado. Las plantas y los hongos habían colonizado la superficie hacía tiempo y, de hecho, mientras caminaban, a veces tenían que abrirse camino entre retoños de abedules y álamos temblones. Más que caminar por una carretera, parecía que lo estaban haciendo por un risco cubierto de vegetación rala.

Delado volvía a estar junto a Snowy.

—¿Tú qué piensas? ¿Dónde estamos?

Todos habían recibido una instrucción básica sobre las características geográficas de Europa y Norteamérica.

—No es un valle glacial —dijo Snowy de mala gana—. Así que si estamos en Europa, no puede ser muy al norte. El sur de Inglaterra. O a lo mejor Francia.

—Pero hace mucho que nadie repara esta carretera. Y mira eso. —Señaló una línea que destacaba sobre la pared opuesta del valle, en la roca desnuda.

—¿Y?

—¿Ves a qué altura está? Creo que este valle era una presa. Maldición. En el nivel de la superficie se produce mucha erosión y aparecen cortes horizontales como ese, porque los niveles del agua fluctúan con frecuencia…

—¿Y dónde está la presa?

—Ya la encontraremos —dijo Delado con tono sombrío.

Una hora más tarde, la encontraron.

Doblaron un seno del valle y allí estaba. De hecho, una bifurcación de la carretera bajaba hacia la presa y en su momento debía de haberse prolongado sobre ella para cruzar al otro lado del valle.

Pero la presa había desaparecido. Snowy distinguió los ancladeros junto a la orilla del río, muy erosionados y cubiertos de vegetación. De la sección, la gran pared curva y la maquinaria que una vez había domado las fuerzas del río, no quedaba otra cosa que una línea irregular, una especie de represa que apenas perturbaba el curso del río que pasaba sobre ella.

Luna dijo:

—Puede que alguien la haya volado.

Delado sacudió la cabeza.

—Nada es impermeable. Siempre hay grietas y fallas, lugares en los que puede penetrar el agua. Y si nadie hace nada al respecto, las fugas van creciendo y creciendo, hasta que… —Guardó silencio—. Lo único que hace falta es tiempo —dijo para terminar.

—Joder —gruñó Bonner—. Joder, la hostia puta.

A Snowy le dio la impresión de que la inevitable verdad estaba empezando a calar en el interior de todos ellos. Ni siquiera hacía falta que Delado dijera nada más para que fuera así.

Ahmed avanzó unos pasos y escudriñó el valle. Era piloto. Al igual que todos ellos, tenía buena vista. Señaló.

—Creo que allí hay un pueblo.

Puede, pensó Snowy. Era un retazo de color gris verdoso. No se veía movimiento, ni destellos de parabrisas o ventanas, ni humo, ni luces. Pero no tenían otro sitio adonde ir.

Antes de emprender el descenso, Ahmed disparó un par de bengalas de rescate que había traído del Pozo. No hubo respuesta.

Siguieron a Ahmed mientras caminaba con zancadas firmes y seguras por la carretera cubierta de maleza en dirección al pueblo. La luz empezó a desparecer. Y el pueblo estaba completamente a oscuras mientras se aproximaban: era como un pozo de sombras y silencio.

En algunos puntos, el río se había transformado en una ciénaga, salpicada de morones chatos cubiertos de verde que señalaban el emplazamiento pasado de los edificios. Por todas partes, las orillas estaban jalonadas de sauces esbeltos y hermosos. De aspecto muy viejo, pensó Snowy a su pesar. La llanura aluvial que se extendía más allá estaba cubierta por un bosque de chopos y fresnos. Y, un poco más allá, se veían los dedos del gran bosque de robles que se extendían sobre las laderas de las colinas bajas.

Mucho antes de llegar al centro del pueblo tuvieron que abandonar la carretera, pues se sumergía bajo la superficie del río, cuyo curso era cada vez más ancho. Más adelante, Snowy distinguió formas y líneas rectas bajo las aguas.

—Si construyes alrededor de un río —dijo Luna con lentitud— aprovechas la tierra a ambos lados. ¿No? Pero cuando abandonas el pueblo, el nivel de las aguas sube porque ya no utilizas el agua en las industrias y se producen inundaciones.

Nadie dijo nada. Siguieron caminando, apartados del río y de su pantanosa margen.

Finalmente llegaron al pueblo. Había un trazado de calles claramente discernible, una cuadrícula más o menos rectangular extendida sobre las laderas más bajas. Pero las calles estaban en un estado tan ruinoso como la carretera que los había llevado hasta allí. Los edificios eran solo restos de montículos y morones cubiertos de vegetación, algunos de los cuales no llegaban ni a la altura de la cintura. El lugar entero parecía un cementerio abandonado. Snowy estaba seguro de que si se hubiesen cruzado con cualquiera de aquellos montones de escombros en el bosque, lo habrían tomado por otra extrusión de roca, el producto de la incansable y ciega acción de la naturaleza.

Hasta la vegetación era la misma que en las tierras que se extendían alrededor del pueblo. Solo la disposición de los restos recordaba que unas manos humanas habían construido aquel lugar y que unas mentes humanas lo habían concebido.

Aquí y allá, sin embargo, algunos restos más duraderos asomaban la cabeza entre la asfixiante vegetación. Había una gran colina circular, tan cubierta de vegetación como el resto. Snowy se preguntó si sería una fortaleza, la base de uno de los grandes castillos de los normandos, erigido para asegurar la ocupación de Inglaterra en el siglo XI. De ser así, habría sobrevivido allí donde muchas cosas más modernas habían desaparecido. Pasaron por delante de una fila de columnas, corroídas hasta la base, que parecían de mármol. Puede que hubieran formado parte del grandioso frontispicio de un banco o un ayuntamiento.

Y había también una estatua, caída de espaldas. El rostro, carcomido por los líquenes y la erosión hasta el punto de resultar irreconocible, miraba al cielo desde un océano de verde. Pero Snowy vio que tenía manchas de hollín. Buscó una fecha pero no encontró ninguna.

Al excavar en el follaje que cubría otro de los anónimos montículos, encontró más rastros de fuego y hollín. Aquel lugar había ardido antes de ser destruido. Caminaban por el escenario de una tragedia, por un horror cubierto por la vegetación. Se preguntó cuánto tendrían que excavar para encontrar huesos.

Llegaron a un espacio abierto, comparado con lo demás. Debía de ser una plaza central, puede que un mercado. Ahmed dio el alto. Dejaron las mochilas en el suelo, bebieron un poco y miraron a su alrededor. Las sombras alargadas del crepúsculo convertían el pueblo en un lugar espeluznante que no pertenecía por completo ni a los hombres ni a la naturaleza.

Una pequeña criatura furtiva se escabulló entre los pies de Snowy. Sus patitas hicieron crujir el asfalto y desapareció entre el verde más tupido que se extendía más allá del mercado. Parecía un ratón de campo. Y, al seguir sus huellas, Snowy avistó la forma cautelosa de una liebre. Con pasmosa velocidad, el animal se volvió y huyó.

—Ratones y liebres —murmuró a Delado—. Yo esperaba gatos y perros.

Delado se encogió de hombros. Tenía la cara manchada de mugre y sudor.

—La gente ha desaparecido, ¿no? Ha caído la civilización, bla, bla, bla. Los gatos y perros eran animales domesticados, que habían perdido la variación genética. No habrían sobrevivido mucho tiempo sin nosotros.

—Yo esperaba que los gatos sobrevivieran. Antes, hasta los gatitos cazaban.

—Los felinos salvajes eran máquinas de matar perfectas. Pero las variedades domésticas tenían los dientes, las mandíbulas y el cerebro más pequeños que sus antepasados, porque a las señoras viejas les gustaban más así. —Le guiñó un ojo—. Siempre pensé que eran un fraude. No eran tan duros. Solo les gustaba incordiar.

—¿Y los coches? —preguntó Luna—. O sea, ahí están los edificios, o lo que queda de ellos. Pero ¿y los coches?

—Si escarbas en la vegetación, puede que encuentres unas manchas de óxido o algún trozo de plástico —dijo Delado. Le lanzó una mirada dura a Ahmed—. ¿Qué, vas a echarme la bronca otra vez por minar la moral? Solo me limito a señalar lo obvio, joder.

—Pero ese es un problema que no tenemos que afrontar ahora mismo —dijo Ahmed con una templanza que Snowy no pudo por menos que admirar—. Lo que tenemos que hacer es evidente.

Snowy asintió.

—Buscar refugio.

Bonner se encaramó a un montículo bajo que tal vez hubiese sido en su momento una muralla. Señaló en dirección oeste.

—Por ahí. Veo muros. Me refiero a paredes enteras. Algo que no está cubierto por esta mierda.

Con una absurda chispa de esperanza en el corazón, Snowy se puso en pie. Era una iglesia, vio. Una iglesia medieval. Distinguió las altas y estrechas ventanas, el amplio portal. Pero las puertas y los tejados habían desaparecido hacía tiempo, dejando el edificio al raso. Sintió decepción… y, mezclada con ella, una punzada de admiración.

Delado parecía estar pensando lo mismo que él.

—Si vas a construir, hazlo con piedra.

—¿Dónde crees que estamos, pues? ¿Inglaterra, Francia?

Delado se encogió de hombros.

—¿Y qué sé yo de iglesias?

Ahmed recogió su mochila.

—Muy bien. No hay tejado, así que tendremos que hacer un cobertizo. Bonner, Snowy, venid conmigo a recoger un poco de madera. Hay que encender un fuego. Luna, Delado, encargaos de eso. —Miró sus rostros, que brillaban como monedas en la creciente oscuridad. Sería la primera vez que se perdieran de vista desde que habían despertado y hasta Snowy sentía una punzada de incertidumbre—. No os alejéis mucho —dijo Ahmed con voz amable—. Aquí estamos solos. No parece que podamos contar con la ayuda de nadie. Pero si tenemos cuidado, no nos pasará nada. Si sucede algo, lo que sea, gritad o disparad al aire y los demás acudiremos corriendo. ¿De acuerdo?

Asintieron y murmuraron. Luego, se dispersaron en la oscuridad para cumplir con las tareas que se les había encomendado.

El interior de la iglesia estaba también tapizado de verde. Había un montículo en un extremo que tal vez hubiese sido el altar, pero no había ni rastro de bancos, crucifijos, libros de rezos o velas. El techo estaba completamente al aire y no quedaba ni rastro de la estructura de madera que antaño debía de haber cubierto aquellas sólidas y esbeltas paredes.

Al abrigo de los cobertizos que habían construido, en jergones hechos de maleza y con ramas como únicas mantas, no parecía que fueran a pasar una noche tan incómoda. Todos ellos habían soportado duros entrenamientos de supervivencia. Comparado con eso, no estaba tan mal.

Comieron el plátano seco y la carne deshidratada de las raciones de supervivencia. Nadie probó las frutas que habían visto en el bosque. Puede que fuera por superstición, pensó Snowy, como si quisieran aferrarse a lo que quedaba del pasado mientras fuera posible, antes de adentrarse del todo en aquel presente nuevo y peculiar. Pero no había nada de malo en tomarse las cosas con calma. Ahmed estaba demostrando dotes de sicólogo al permitirlo. A la larga, desde luego, no supondría la menor diferencia.

Todos ellos estaban exhaustos por la caminata. Habían sido muchos kilómetros y era el primer día que pasaban fuera del Pozo. Snowy se preguntó cómo se las habrían arreglado de haber tenido que luchar. Puede que la estrategia no hubiera funcionado tan bien como esperaban los planificadores. Y a todos les daban problemas los pies, que estaban cubiertos de ampollas y llagas. Era la falta de calcetines. A Snowy le preocupaba gastar demasiado deprisa las reservas de linimento. Tendrían que hacer algo al respecto al día siguiente.

Pero era un consuelo poder descansar en aquella reliquia del pasado del hombre, como si todavía estuvieran en brazos de la civilización de la que habían venido. A pesar de lo cual, mantendrían el fuego encendido toda la noche.

Snowy descubrió con alivio que estaba demasiado cansado para pensar mucho. Sin embargo, no pudo conciliar el sueño.

Inquieto, rodó sobre sí mismo. El aire era caliente: demasiado para una primavera inglesa. Puede que el clima hubiese cambiado, el calentamiento global se hubiese desbocado o algo por el estilo. El cielo enmarcado por el inexistente tejado estaba colmado de estrellas, ocultas aquí y allá detrás de las nubes. Había Luna creciente, pero todavía no brillaba tanto como para oscurecer las estrellas. El rostro paciente seguía siendo el mismo que había visto desde su niñez. Durante unas maniobras en el desierto había aprendido un poco de astronomía, para poder orientarse. Empezó a buscar constelaciones. Allí estaba Casiopea, pero la familiar forma en «W» tenía ahora una sexta estrella. Una estrella joven y caliente, quizá, nacida mientras ellos habían estado encerrados en el Pozo. Qué pensamiento más extraño.

—No veo a Marte —susurró Delado desde la oscuridad.

Snowy dio un respingo. No sabía que estuviera despierto.

—¿Qué?

Delado señaló el cielo con un brazo apenas visible.

—Venus, Júpiter, Saturno, creo. ¿Dónde está Marte?

—Puede que se haya puesto ya.

—Puede. O puede que le haya pasado algo.

—Eso sería grave, ¿no, Lado?

Delado no respondió.

—Una vez vi unas ruinas romanas —susurró Snowy—. El Muro de Adriano. Era algo como esto. Todo cubierto de verde. La vegetación se había comido hasta la argamasa.

—La escala de esto es diferente —murmuró Delado—. Hasta comparado con lo de Roma. Nosotros teníamos una civilización global, un mundo entero. Todo estaba relacionado entre sí.

—¿Qué crees tú que pasó?

—No sé. El puto volcán, quizá, El hambre. La enfermedad. Refugiados por todas partes. Al final habría una guerra, supongo. Me alegro de no haber tenido que pasar por ello.

—A callar los dos —murmuró Ahmed.

Snowy se incorporó. Se asomó por una ventana de la iglesia. No se veía nada. La tierra estaba completamente cubierta de sombras. No había luces por ninguna parte, ni el resplandor de las farolas en la distancia. Puede que su fogata fuera la única fuente de luz de toda Inglaterra… o del puto planeta entero. Era estupendo, increíble y al mismo tiempo inaceptable. Tal vez Delado fuera capaz de concebirlo, pero él no.

Algún animal aulló en la noche.

Arrojó un poco más de leña al fuego y se tapó con el follaje.

Delado tenía razón. Marte había desaparecido.

Los replicadores, las sondas cibernéticas de Ian Maughan, habían sobrevivido. Su programa estaba diseñado para preparar la colonización humana del planeta. En su momento, los robots habrían recibido la orden de construir casas para los astronautas humanos, de manufacturar coches y ordenadores para ellos, de fabricar aire y agua, hasta de cultivar comida.

Pero los humanos nunca llegaron. Hasta sus órdenes dejaron de recibirse.

Para los robots replicadores aquello no suponía un problema. ¿Por qué iba a serlo? Mientras no les dijeran lo contrario, su único cometido era reproducirse. Nada más importaba, ni siquiera el extraño silencio en el que se había sumido el mundo azulado del cielo.

Así que se reprodujeron.

Probaron, incorporaron y desecharon numerosas modificaciones. No tardaron mucho en aparecer innovaciones radicalmente superiores.

Los replicadores empezaron a incorporar en sus propios cuerpos los componentes fabriles. Los de la nueva hornada parecían tractores autónomos, que avanzaban sobre el impasible polvo rojo del planeta. Cada uno de ellos pesaba aproximadamente una tonelada y tardaba un año entero en construir una réplica exacta de sí mismo: un período reproductivo mucho más corto que antes porque ahora podían trabajar directamente en las fuentes de recursos.

Al cabo de un año, un replicador de este nuevo tipo se convertía en dos. Al cabo de un segundo, se había convertido en cuatro. Y al cabo de otro más, ya serían ocho.

El crecimiento era exponencial. El desenlace, predecible.

Al cabo de un siglo había robots-factoría por todo Marte, desde el polo al ecuador, desde la cima del Mons Olympus a las profundidades del cráter Helias. Algunos de ellos se enfrentaron por los recursos: se libraron guerras lentas, lógicas, mecánicas. Otros empezaron a excavar para explotar los recursos del subsuelo. Si excavabas, había recursos de sobra… al menos para continuar por algún tiempo.

Las minas se hicieron cada vez más profundas. En algunas zonas, la corteza se desplomó. Pero eso no impidió que los replicadores siguieran cavando. Marte era un mundo frío y duro, cuyo interior estaba constituido en su mayor parte de roca. Eso ayudó a los robots mineros. Pero a medida que excavaban cada vez más hondo, y se encontraban con condiciones nuevas, los replicadores habían tenido que aprender deprisa, que adaptarse. Por supuesto, estaban capacitados para ello.

No obstante, la penetración del manto presentó ciertas dificultades técnicas. Y lo mismo el desmantelamiento del núcleo.

Marte pesaba cien mil billones de veces más que cualquiera de los replicadores. Pero esta diferencia era pequeña frente a la ley de replicación que establecía que el número de ellos se duplicaba cada generación. Por culpa de los constantes conflictos, el ritmo de crecimiento no era el óptimo, pero a pesar de ello, transcurridos unos cientos de generaciones, Marte había desaparecido, todo él salvo los vestigios de su sustancia que formaban ahora los brillantes caparazones de los replicadores.

Una vez que hubieron convertido el planeta entero en copias de sí mismos, los enjambres de replicadores, utilizando velas solares, motores de fusión e incluso primitivos motores de antimateria, se dispersaron por el sistema solar, buscando materia prima.

Al día siguiente, al salir a la campiña, Snowy vio pájaros, ardillas, ratones, conejos y ratas. Una vez le pareció ver una cabra, pero el animal huyó en cuanto se le acercó.

No había mucho más. Ni siquiera demasiados pájaros. Reinaba el silencio en aquel lugar, como si todas las cosas vivientes hubieran sido recogidas y eliminadas.

Pero algunas de las ratas eran enormes. Y luego estaban las ratas-lobo que creía haber visto el primer día. Fueran lo que fuesen, huían al verlo.

Los roedores siempre habían sido competidores de los primates, le explicó Delado. Incluso en el cénit de su civilización tecnológica, los humanos habían tenido que contentarse con mantenerlos apartados de sí mismos y de su comida. Ahora que la gente había abandonado el escenario, era evidente que los roedores estaban floreciendo.

Pero cazar era fácil. Snowy, impulsado por un espíritu de experimentación, empezó a poner trampas. Todas ellas funcionaron. Las liebres y los ratones de campo parecían especialmente confiados. Una mala señal, cuando se pensaba un poco en ello, porque significaba que llevaban mucho tiempo sin ver a un ser humano.

Al acabar el segundo día, Ahmed los reunió en las ruinas de la iglesia, en un círculo de bloques de piedra desgastados.

Snowy era consciente de los cambios sutiles que estaba experimentando el grupo. Luna tenía siempre la cabeza gacha y evitaba la mirada de todos. Bonner, Ahmed y Delado se vigilaban unos a otros, y a él, con mirada calculadora.

Ahmed levantó un paquete de raciones. Estaba vacío.

—No podemos quedarnos aquí. Hay que trazar un plan.

Bonner sacudió la cabeza.

—Lo más importante es encontrar a otras personas.

—Vamos a tener que afrontarlo —dijo Delado—. Ya no hay otras personas… nadie que pueda ayudarnos. No hemos visto a nadie. No hemos visto señal alguna que indique que ha habido alguien en esta zona en los últimos tiempos.

—No hay estelas —dijo Ahmed señalando al cielo—. Y la radio no capta nada, en ninguna frecuencia. No hay satélites. Ha pasado algo.

Luna lanzó una risotada vacía.

—Y que lo digas.

—No sabemos lo que ha pasado. Supongo que las cosas se volvieron muy caóticas antes del fin. No nos despertaron. Supongo que al final acabaron por olvidarse de nosotros. Hasta que revivimos por pura casualidad.

Snowy se obligó a formular la pregunta:

—¿Cuánto tiempo, Lado?

Delado se rascó la nariz.

—Es difícil de decir. Si tuviéramos un almanaque astronómico podríamos calcularlo a partir de la posición de las estrellas. Sin eso, podemos hacer una aproximación basándonos en la edad del bosque de robles.

Bonner saltó:

—Para ya con esa mierda, bastardo enano. ¿Cuánto tiempo, joder? Cincuenta años, sesenta…

—No menos de mil años —dijo Delado con voz tensa—. Puede que más. De hecho, es probable que más.

Se hizo el silencio mientras su declaración hacía su efecto. Y Snowy cerró los ojos e imaginó que se arrojaba a la oscuridad desde la cubierta de un portaviones.

Mil años. Y, sin embargo, no significaba más que el abismo de cincuenta años que lo separaba de su esposa. Menos, quizá, porque resultaba inimaginable.

—Menuda mierda de futuro —dijo Bonner con voz irritada—. Sin coches voladores. Sin naves espaciales. Sin ciudades en la Luna. Solo mierda.

Ahmed dijo:

—Hemos de asumir que no vamos a encontrar a nadie más. Que estamos solos. Tenemos que trazar nuestros planes basándonos en esa premisa.

Delado resopló.

—La civilización ha desaparecido, todo el mundo ha muerto y hemos despertado mil años en el futuro. ¿Qué planes quieres que hagamos?

—Probablemente el río esté limpio —dijo Snowy—. Las fábricas debieron de cerrar hace siglos.

Ahmed asintió. Parecía agradecido por aquella intervención.

—Bien. Al menos eso es algo sobre lo que podemos construir. Sabemos cazar y sabemos pescar. Empezaremos mañana. Delado, ¿por qué no utilizas esa cabeza privilegiada para algo útil y piensas en la pesca? A ver qué se te ocurre para fabricar cañas, redes, lo que sea. Snowy, tú puedes hacer lo mismo con la caza. Aparte, tendremos que encontrar un sitio para vivir. Puede que una granja. Habrá que empezar a pensar en desbrozar la tierra. En plantar trigo. —Levantó la mirada hacia el cielo—. ¿En qué estación creéis que estamos? ¿Principios de verano? Este año ya es tarde para la cosecha. Pero la primavera que viene…

Delado le espetó:

—¿Dónde crees que vamos a encontrar trigo? ¿Sabes lo que pasa cuando no se recoge el trigo o el maíz? Que las espigas caen al suelo y se pudren. Los cereales necesitan al hombre para sobrevivir. Y si no ordeñas las vacas durante varios días, se mueren por la hinchazón de las ubres.

—Calma —dijo Snowy.

—Lo que digo es que si quieres plantar algo, habrá que empezar desde cero. Habrá que reconstruirlo todo, la puta agricultura y la labranza, todo a partir de especies salvajes de plantas y animales.

Ahmed asintió, muy tieso.

—Nosotros, Lado. No yo. Nosotros. Aquí el problema es de todos. Muy bien. Pues eso es lo que habrá que hacer. Y, mientras tanto, recolectaremos y cazaremos. Viviremos de la tierra. No seremos los primeros en hacerlo.

Luna se tiró de la ropa.

—Esto no va a durar eternamente. Tendremos que encontrar la forma de hacer ropa. Y cuando se nos haya acabado la munición, las armas no servirán de nada.

Bonner dijo:

—Quizá podamos hacer más munición.

Delado se echó a reír.

—Será mejor que empieces a pensar en hachas de piedra, Bonner.

Bonner refunfuñó:

—No sé cómo coño se hace una puta hacha de piedra.

—Ni yo, ahora que lo pienso —dijo Delado con voz pensativa—. ¿Y sabes una cosa? Tampoco hay libros donde lo expliquen. Toda esa sabiduría dolorosamente adquirida desde que éramos Homo erectus y caminábamos desnudos por África ha desaparecido.

—Entonces habrá que empezar de nuevo —dijo Ahmed con firmeza.

Bonner se volvió hacia él.

—¿Por qué?

Ahmed levantó la mirada hacia el cielo.

—Se lo debemos a nuestros hijos.

Delado se limitó a decir:

—Cuatro Adanes y una Eva.

Hubo un silencio prolongado e intenso. Luna estaba quieta como una estatua, con una expresión dura en el rostro. Snowy se percató de que su mano estaba muy próxima a la pistola.

Ahmed se puso en pie.

—No penséis en el futuro. Pensad en llenaros la tripa. —Dio una palmada—. En marcha.

Se dispersaron. La luna creciente estaba ya levantándose, un gajo de color hueso en medio del cielo azul.

—Bueno —preguntó Dolado a Snowy mientras caminaban—. ¿Qué te parece la vida en el futuro?

—Como una condena, colega —dijo Delado con amargura—. Como una puta condena.

III

A unos cinco kilómetros del campamento base, Snowy estaba tratando de encender un fuego.

Se encontraba en lo que en su día debía de haber sido un campo de labranza. Todavía quedaban vestigios de un cercado de piedra que delimitaba un rectángulo amplio. Pero después de mil años, se parecía a cualquier otro campo de cultivo, asfixiado por hierbas perennes, maleza y arbolillos de hoja caduca.

Había encontrado un madero del tamaño de su antebrazo, y le había hecho un corte redondo en el lado plano. Como lanceta, tenía un palito con una punta afilada; como zócalo, un pedazo de roca que le cabía en la mano; y como cuerda de arco, un arbolillo con un cordón de plástico extendido a lo largo de su superficie. Un trozo de corteza situada debajo del zócalo hacía las veces de bandeja para recoger los rescoldos que se formaran. Además, tenía a mano un montoncillo de trozos de corteza, hojarasca y hierba seca, preparado para alimentar las llamas. Se apoyó en la rodilla derecha y colocó el talón izquierdo sobre el madero. Enrolló la cuerda e introdujo la lanceta. Lubricó la piedra con un poco de cera de su propia oreja e introdujo el extremo redondeado de la lanceta en la cavidad circular del madero y la parte afilada en el zócalo de piedra. Entonces, mientras ejercía una leve presión sobre la piedra, empezó a mover la cuerda adelante y atrás, cada vez con más presión y velocidad, esperando a que aparecieran el humo y las chispas.

Snowy sabía que parecía más viejo. Ahora llevaba el pelo largo, recogido en una coleta con un trocito de alambre. También llevaba la barba crecida, a pesar de que se la afeitaba con un cuchillo cada dos días. Su piel estaba tan cubierta de arrugas alrededor de los ojos y la boca que parecía cuero. Bueno, pensó. Es que soy más viejo. Mil años más. Es lo lógico.

A veces le costaba creer que solo había pasado un mes desde que salieran del pozo.

Aún no necesitaban recurrir a eso, a hacer fuego con palos y piedras. Tenían montones de cajas de cerillas y una buena reserva de paquetes de trioxane, un combustible químico ligero que utilizaba el ejército como fuente de calor. Pero Snowy estaba tratando de anticiparse al día en el que no podrían seguir recurriendo a lo que habían sacado del Pozo con ellos. En cierto modo, estaba haciendo «trampas», claro. Había utilizado su espléndida navaja del ejército suizo para hacer la lanceta y recortar el agujero del tablón; más adelante tendría que hacerlo con cuchillos de piedra. Pero todo llegaría, paso a paso.

El antiguo campo estaba próximo a uno de los dedos del vasto bosque de robles que, al menos hasta donde ellos se habían aventurado, dominaba el paisaje de la Inglaterra posterior a los humanos… si es que es allí donde estaban. Se encontraba sobre una pequeña loma. Al oeste, más allá de la colina, había un lago. Snowy había visto paredes de piedra bajo las aguas plácidas. Pero el lago estaba asfixiado por los juncos, los nenúfares y las raíces, y en su superficie se veía la película verdosa de las algas microscópicas. Eutrofización, había dicho Delado: incluso ahora, la tierra seguía rezumando nutrientes artificiales, fósforo sobre todo, que se vertían a las aguas y estimulaban el crecimiento de aquella ecología en miniatura. A Snowy le costaba creer que la mierda que los agricultores de un mundo extinguido ya habían inyectado en sus tierras pudiera seguir emponzoñando el medio, pero parecía que era así.

Era un paisaje extrañamente vacío. El silencio lo rodeaba. Ni siquiera se oía el canto de los pájaros.

Probablemente algunas criaturas hubieran experimentado un gran crecimiento una vez que habían desaparecido la caza, el control de plagas y el uso de la tierra para la agricultura: liebres, conejos y urogallos, más que nada. Los mamíferos más grandes se reproducían tan lentamente que la recuperación debía de llevarles más tiempo. Pero parecía haber varias especies de ciervo y Snowy había visto cerdos en el bosque. En cambio, no habían visto grandes depredadores. Hasta los zorros eran raros. Tampoco había aves de presa, aparte de unos pocos y agresivos periquitos. Delado decía que con el desplome de sus cadenas tróficas, los depredadores debían de haberse extinguido. Probablemente, ni siquiera en África quedarían leones o guepardos, aun suponiendo que hubiesen logrado escapar a los últimos y hambrientos refugiados humanos.

Posiblemente, pensaba Snowy. Pero las ratas lo intrigaban.

A la larga se restablecería el equilibrio, claro. La variación, la adaptación y la selección natural se encargarían de ello. Los antiguos roles serían adoptados por unos o por otros. Pero puede que el resultado no se pareciera en nada a la comunidad que el mundo ya había conocido. Y, decía Delado, como la especie típica de mamíferos solo duraba unos pocos millones de años, lógicamente debían de transcurrir millones de años —diez quizá, puede que veinte, nada menos que veinte millones de años— para que el mundo recobrase la riqueza de la que un día había disfrutado. Así que aunque los humanos lograran sobrevivir y perduraran, digamos, cinco millones de años, no volverían a ver un mundo como el que Snowy había conocido de niño.

Snowy no era un ecologista, desde luego. Pero había algo profundamente perturbador en esos pensamientos. Qué extraño resultaba haber sobrevivido para ver algo así.

Seguía sin haber humo. El fuego no terminaba de prender. Siguió insistiendo.

El problema principal de actividades como aquella era que le dejaban demasiado tiempo para pensar. Echaba de menos a sus amigos, la camaradería de la vida en la Marina. Echaba de menos su trabajo, sus pequeñas rutinas… puede que esto por encima de todo lo demás, puesto que era lo que le daba a su vida una definición de la que carecía ahora.

Había descubierto que echaba de menos el ruido, aunque al principio le había costado identificar esta nostalgia: la televisión y la red y la música, las películas y la publicidad, los logotipos, las cancioncillas de los anuncios y melodías de las noticias. Sospechaba que si algo iba a volverlo loco en aquel mundo era el silencio, el colosal, inhumano y vegetal silencio. Se echaba a temblar solo con pensar cómo debían de haber sido los últimos días, cuando habían muerto todas las máquinas y, uno por uno, se habían ido apagando los parpadeantes carteles, los tubos de neón y las pantallas.

Y echaba de menos a Clara, por descontado. No había llegado a conocer a su hijo o hija, nunca lo había visto.

Al principio lo había atormentado la culpa; culpa por seguir vivo mientras tantos habían muerto; culpa por no haber podido hacer nada por Clara; culpa por estar comiendo y respirando y orinando y estudiando discretamente el trasero de Luna mientras todos aquellos a los que conocía estaban muertos. Siempre había disfrutado —le había dicho Delado en una ocasión— de una bendita falta de imaginación.

O puede que fuera algo más que eso.

Bajo la luz clara de aquel tiempo nuevo, se le antojaba que era su antigua vida, en la abarrotada y lóbrega Inglaterra del siglo XXI, lo que era el sueño. Como si estuviera disolviéndose en una gran mancha verde…

Algo se movió entre el follaje, a una docena de pasos de allí. Se volvió en aquella dirección, silencioso e inmóvil. Un solitario tallo de hierba, cargado de semillas, se inclinó grácilmente. Había puesto una trampa allí. ¿No había algo en el follaje, la curva de un hombro, el brillo de un ojo atento?

Dejó el arquillo y la lanceta. Se levantó, se estiró y caminó hacia los arbustos fingiendo despreocupación. Lentamente, descolgó el arco que llevaba al hombro, sacó una flecha del carcaj de piel de conejo y la colocó con cuidado en la cuerda.

No hubo ningún movimiento en el follaje, no hasta que estuvo casi sobre él, y entonces algo se movió muy deprisa, tratando de escapar en dirección contraria. Le pareció entrever un pelaje marrón pálido y unos miembros marrones de gran tamaño. ¿Un zorro? En tal caso era el zorro más grande que habían visto hasta el momento.

Sin más titubeos, saltó sobre la criatura, se le echó encima, le apoyó la bota en la espalda y levantó la flecha sobre su cabeza. La criatura se encogió. Maulló como un gato y se tapó la cara con las manos.

… Snowy bajó la flecha. Manos. Tenía manos, como un humano o un simio.

Con el corazón desbocado, dejó caer el arco. Se arrodilló sobre la criatura, la sujetó por el torso y le cogió las manos. Era delgada y esbelta pero muy fuerte. Necesitó toda la suya para apartarle las manos de la cara. La criatura le escupió y empezó a sisear.

Pero el rostro de aquella criatura —de aquella hembra— no era el rostro de un chimpancé ni el de un simio. Era inconfundiblemente humano.

Durante largos segundos, Snowy permaneció allí sentado, estupefacto, montado a horcajadas sobre la chica.

Estaba desnuda, y tenía un fino vello de color entre anaranjado y marrón, aunque su pálida tez asomaba por debajo. El cabello de su cabeza era más oscuro y estaba tan enmarañado como si no se lo hubiera cortado nunca. No era muy alta, pero tenía buenos pechos, saquillos voluminosos con duros pezones que sobresalían del vello, y bajo el triángulo de pelo más oscuro de su entrepierna había una mancha de lo que acaso fuera sangre menstrual. Y tenía estrías en la piel.

No solo eso. Además apestaba como una jaula de monos.

Pero el rostro no era el de un simio. Tenía una nariz pequeña pero afilada. La boca era pequeña y la barbilla en forma de «v» tenía un característico hoyuelo. Sobre los ojos azules, su frente era suave y lisa. ¿No era un poco más baja que la suya?

Parecía humana, a pesar del vello del pecho. Pero sus ojos estaban… nublados. Aterrorizados, confundidos.

Con la garganta tensa, dijo:

—¿Hablas inglés?

La muchacha chilló y trató de zafarse de él.

Y de repente, Snowy se dio cuenta de que tenía una erección como una barra de hierro. Mierda, pensó. Rodando, se apartó de encima de ella y alargó el brazo hacia su arco y su cuchillo.

La chica no podía levantarse. Tenía el pie derecho atrapado en el cepo. Se arrastró sobre la tierra húmeda y se inclinó sobre el pie. Empezó a balancearse adelante y atrás, gimiendo en voz baja. Era evidente que estaba completamente aterrorizada.

El espasmo de lujuria de Snowy se esfumó. Ahora la chica actuaba como un chimpancé, necio y miserable, aunque su cuerpo desnudo hubiese parecido el de una mujer debajo de él (Clara, perdóname, ha sido tanto tiempo…). Las manchas de excrementos de sus piernas, las deposiciones sobre las que había estado tendida, contribuyeron a enfriarlo todavía más.

Rebuscó en el bolsillo de su mono de vuelo y sacó los restos de una ración de supervivencia. Contenía todavía un puñado de nueces, un poco de carne y plátano secos. Sacó el plátano, un puñado de copos resecos y arrugados, y se los tendió a la chica.

Ella se apartó todo lo que le permitió el cepo.

Snowy probó con la mímica: se metió uno o dos copos en la boca y los devoró con expresión de deleite.

—Ñam, ñam. Qué rico.

Pero ella seguía sin aceptar la comida de su mano. Claro que tampoco la habría aceptado un ciervo o un conejo, pensó. Dejó los copos en el suelo, entre los dos, y se apartó.

La muchacha recogió un par de copos y se los metió en la boca. Masticó el plátano seco una y otra vez, como si quisiera extraerles hasta la última gota de sabor, antes de tragárselos finalmente. No debía de haber probado algo tan dulce en toda su vida, pensó él.

O puede que solo estuviera famélica. Había puesto la trampa hacía dos días. Podía llevar allí hasta cuarenta y ocho horas. Las deposiciones y la orina, y el vello enmarañado y sucio de sus piernas así lo sugerían.

Mientras ella comía le echó un buen vistazo al pie que había quedado atrapado en la trampa. Era una sencilla trampa de lazo, concebida para atrapar conejos y liebres por la cabeza. En sus esfuerzos por liberarse, la chica la había tensado más aún —la trampa había hecho lo que estaba previsto— y la cuerda se le había clavado en la carne de la pierna, donde ahora tenía una buena herida. Hasta le pareció ver el blanco del hueso.

¿Y ahora? Podía cargársela al hombro y llevarla al campamento. Pero no era un animal, un conejo o una liebre; no era un espécimen interesante, como el enorme papagayo terrestre que Delado había visto cerca de la orilla de un lago. Era una persona, al margen de su aspecto. Y, se recordó, las estrías indicaban que al menos tenía un hijo, que sin duda estaría esperándola en aquel momento.

—¿He hecho un viaje de mil años para convertir tu vida en el mismo caos que la mía? Nada de eso —murmuró—. Perdóname. —Y saltó sobre ella.

Fue otro combate de lucha libre. La inmovilizó en el suelo, con los brazos debajo del cuerpo y sentado sobre sus nalgas. Utilizando la navaja del ejército suizo, cortó la cuerda de la trampa y la sacó de la herida que había abierto. A continuación, utilizó parte de sus preciados suministros para limpiar el polvo y la sangre seca y el pus con fluido antiséptico —tuvo que arrancar mechones de pelo marrón de las costras— y aplicó coagulantes y pomada a la herida. Puede que la chica se los dejase el tiempo suficiente para que le desinfectaran.

En cuanto la soltó, se esfumó. Snowy solo pudo entrever una figura erguida y esbelta que corría por la hierba en dirección a los árboles, cojeando pero moviéndose muy deprisa a pesar de ello.

Ya era tarde. Se suponía que no debían estar lejos de la base al oscurecer, y mucho menos solos: órdenes de Ahmed. Sentía deseos de seguir a la chica a las misteriosas profundidades del bosque. Pero sabía que no debía hacerlo. Suspirando, recogió sus cosas y regresó al campamento base.

Snowy fue el último en volver aquella noche.

Habían decidido establecerse cerca de un lago, a pocos kilómetros de la ciudad en ruinas. El lugar se encontraba a sotavento de una compacta colina cónica —aparentemente artificial; puede que fuera un túmulo de la Edad de Hierro o solo un montón de basura.

Ahmed los reunió alrededor del tocón de un árbol caído, donde él mismo, con cierto aire grave, tomó asiento. Snowy quería contarle a los demás lo que había descubierto. Pero se dio cuenta de que no era el mejor momento. Así que se limitó a sentarse en silencio.

A medida que pasaban las semanas, Luna se había ido volviendo más distante. En aquel momento estaba sentada delante de Ahmed, con las piernas cruzadas y sin mirar a nadie. Pero, como de costumbre, era el centro de todo, de todas las maniobras sin palabras. Delado parecía sumido en sus sueños, como de costumbre, pero estaba sentado frente a ella y Snowy vio que su mirada recorría la curva de sus caderas, los pocos centímetros de piel que asomaban por encima de las botas. El propio Ahmed se había sentado a su lado, sobre la plataforma del tocón, como si ella le perteneciera.

Bonner era el que mostraba su lujuria con menos disimulos. Estaba sentado de forma torpe, con los músculos en tensión y una mancha de barro sobre la cara a modo de camuflaje. Parecía un animal, pensó Snowy, como si solo los últimos jirones de su entrenamiento lo mantuvieran aún entero. Snowy era consciente de que estaban desintegrándose, apartándose unos de otros, con enormes líneas de falla que dividían el humilde conjunto de sus relaciones. No quedaba casi nada del tímido grupo de pilotos de la Marina que se había acurrucado en un rincón de la iglesia aquella primera noche, devorando sus raciones. Serían capaces de matarse por Luna, si ella no los mataba primero.

Y Ahmed, su líder, no era consciente de nada de esto. De hecho, estaba sonriendo.

—He estado pensando sobre el futuro —dijo.

Delado soltó un gemido ahogado.

—Me refiero al futuro lejano —dijo Ahmed—. No los próximos meses, ni siquiera los primeros años. Las cosas serán difíciles para nuestros hijos.

Ante la mención de los niños, Snowy miró a Luna de soslayo. Tenía la mirada clavada en las manos y los dedos entrelazados, tensos.

Ahmed dijo que durante el período industrializado —y en especial en las últimas décadas de locura— la humanidad había agotado todos los suministros accesibles de combustible fósil: carbón, gas natural y petróleo.

—Probablemente los combustibles fósiles estén formándose otra vez. Eso ya lo sabemos. Pero el proceso es increíblemente lento. Lo que nosotros quemamos en unos pocos siglos ha tardado cuatrocientos cincuenta millones de años en formarse. Pero siempre habrá combustible para nuestros descendientes —dijo—. Turba. La turba es lo que se forma cuando el moho de las ciénagas, la juncia y otra vegetación se descompone en terrenos húmedos y ricos en oxígeno. ¿De acuerdo? Y en algunas zonas del mundo siguió utilizándose como combustible hasta mediados del siglo XXI.

—En Irlanda —dijo Delado—. Y Escandinavia. Pero no aquí.

—Pues iremos a Irlanda o Escandinavia. O puede que la encontremos aquí. Las condiciones han cambiado mucho desde que entramos en el sueño frío. Además, si no encontramos turba, será otra cosa. Hemos heredado un mundo agotado. —Se dio unos golpecitos en la sien—. Pero todavía tenemos nuestras mentes, nuestro ingenio.

—Oh, por el amor de Dios —explotó Delado—. Ahmed, ¿es que no lo entiendes? No somos más que un puñado de refugiados… eso es lo que somos, refugiados del tiempo. Por el amor de Dios. Solo tenemos un útero.

—Mi útero —dijo Luna sin levantar la mirada—. Es mío, cerdo insoportable.

—El hierro de los pantanos —dijo Ahmed como si nada.

Todos se volvieron hacia él.

Ahmed dijo:

—En las ciénagas y pantanos se forma óxido ferroso. Cuando el agua rica en hierro entra en contacto con el aire… bueno, se oxida, ¿verdad, Delado? Los vikingos lo explotaban. ¿Por qué no nosotros…?

Mientras la discusión continuaba, la mirada de Snowy se extravió hasta los bosques cercanos y sombríos. Delado tiene razón, pensó. Estamos aquí por accidente, somos solo una especie de eco. Moriremos y se nos tragará la vegetación, como a todos los edificios en ruinas. Desapareceremos y nuestros huesos se sumarán a los miles de millones que contiene ya esta tierra. Y no importará nada. Si no lo había sabido hasta entonces, en el fondo de sus entrañas, lo sabía ahora, tras haber visto a la chica-mono. Ella es el futuro, pensó. Con su brillante mirada de leona, su cuerpo esbelto y desnudo, su delgadez y su fuerza… su silencio.

Cuando se separaron, llevó a Delado aparte y le contó lo de la mujer salvaje.

Lo primero que Delado preguntó fue:

—¿Te la has follado?

Snowy frunció el ceño, asqueado.

—No. Estuve a punto… joder, la tenía como una barra de hierro. Pero después de ver lo que era realmente, no habría podido.

Delado le puso una mano en el hombro.

—No te preocupes por tu hombría, colega. Lo que pasa es que Weena no es de la especie adecuada, nada más.

—¿Weena?

—Una antigua referencia literaria. No importa. Escucha. Diga lo que diga aquí El Presidente, tenemos que averiguar más cosas sobre esas criaturas. Eso es mucho más importante que la puta turba. Tenemos que descubrir cómo sobreviven aquí. Porque así es como vamos a tener que vivir nosotros. Ve a buscar a tu novia, Snowy, y pregúntale si no le importaría tener una cita doble.

Un par de días después de eso, antes de que Ahmed pudiera poner en marcha su plan para reconstruir la civilización, cayó enfermo. Tuvo que retirarse a su choza y los demás tuvieron que traerle la comida y el agua.

Delado creía que era envenenamiento por mercurio, causado por la montaña de desperdicios que había junto al campamento. El hombre llevaba siglos utilizando el mercurio para de todo, desde fabricar sombreros y espejos a tratar la sífilis, pasando por el control de insectos. Lo más probable era que el suelo estuviese saturado, relativamente hablando, e incluso ahora, mil años después, siguiese filtrándose por diferentes cauces a las aguas del lago, desde donde se abriría camino por la cadena trófica hasta alcanzar concentraciones atroces en los cuerpos de los peces y en las bocas de las personas que se los comían.

Dolado pareció encontrarlo gracioso: que precisamente Ahmed, el gran planificador, el único que, entre todos ellos, se había aferrado a los sueños expansionistas del lejano siglo XXI, hubiera sucumbido a una intoxicación por veneno, un distante legado de aquella era destructiva.

A Snowy no le importó demasiado. Había cosas muchos más interesantes en el mundo que cualquiera que Ahmed pudiera hacer o decir.

Como Weena y su pueblo de hirsutos moradores del bosque.

Snowy y Delado construyeron una especie de escondrijo, una choza cubierta generosamente de hierba y hojas verdes, no muy lejos del lugar en el que había visto a la chica-mono que Delado había bautizado como Weena.

Lanzó una mirada furtiva a Delado, que estaba tumbado a la sombra de la choza. En el denso calor de aquel verano tan poco inglés, los dos habían adquirido la costumbre de andar desnudos, solo con los calzoncillos, las botas y los cinturones de equipo. La piel de Delado, morena y cubierta generosamente de barro, era un camuflaje tan bueno como cualquiera inventado por el hombre. Solo cinco o seis semanas después de haber salido del Pozo, estaba irreconocible.

—Allí —susurró.

Varias figuras esbeltas, de un color entre gris y marrón, dos, tres, cuatro en total, emergieron de las sombras del lindero del bosque. Dieron unos pocos pasos cautelosos a campo abierto. Estaban desnudas, pero eran delgadas y erguidas y llevaban algo en la mano, probablemente sus toscos martillos y cuchillos de piedra. Formaron un círculo irregular, de espaldas unos a otros, y empezaron a mirar a su alrededor con bruscas sacudidas de la cabeza.

Delado, como era su costumbre, había desarrollado una teoría para explicar de dónde había salido aquella gente pequeña e hirsuta.

—Niños de las alcantarillas —había dicho—. Cuando cayeron las ciudades, ¿quién crees que sobreviviría? Los niños enanos que ya estaban en el subsuelo, alimentándose de la basura. Puede que pasasen años antes de que alguno de ellos se percatara de que las cosas habían cambiado.

Entonces, los hirsutos echaron a correr por el prado en dirección a una forma caída. Era un ciervo, un espécimen de gran tamaño que Snowy y Delado habían abatido con una honda y habían dejado allí con la esperanza de atraer a los hirsutos y obligarlos a salir del bosque. Las criaturas convergieron sobre el cadáver. Empezaron a golpearlo en las articulaciones de las patas para arrancarlas del cuerpo. Mientras los demás trabajaban, había uno de ellos de pie en todo momento, mirando a su alrededor, montando guardia.

—Así es como trabajan —murmuró Snowy—. Le arrancan las piernas, ¿ves?

—Rápido y fácil —dijo Delado—. Es la forma más fácil de despiezar un animal muerto. Le arrancas una pierna y vuelves corriendo al bosque antes de que algo con los dientes más grandes que tú se presente para disputarte el resto. Aunque no hablen, trabajan coordinadamente. Mira cómo se turnan para vigilar. Cazan en grupo. O recogen carroña, al menos.

Snowy se preguntó por qué serían tan cautelosos si, como Delado había dicho antes, no quedaban grandes depredadores.

—Parecen humanos pero no actúan como tales —murmuró Snowy—. ¿Ves a qué me refiero? No son como una patrulla. Miran a su alrededor como pájaros o gatos.

Delado gruñó.

—Esos chicos de las alcantarillas no debían de tener cultura ni medios de aprendizaje. Lo único que conocían eran las alcantarillas. Puede que por eso dejaran de hablar. En las alcantarillas, el silencio sería más importante que la capacidad de hablar.

—¿Crees que perdieron la capacidad de hablar?

—¿Y por qué no? Hay aves que pierden la de volar, ocurre constantemente. La inteligencia es muy costosa. Hasta un cerebro como el tuyo, Snowy, resulta muy caro: consume un montón de energía de tus reservas corporales. Puede que en este mundo, la inteligencia no sea un rasgo tan útil como, digamos, la velocidad o la buena vista. Probablemente no hicieran falta muchas transformaciones en el cerebro para que perdieran la capacidad de hablar, o incluso la consciencia. Y ahora el cerebro es libre para menguar. Dales cien mil años y se parecerán a los australopitecinos.

Snowy sacudió la cabeza.

—Siempre creí que los hombres del futuro tendrían grandes cabezas esféricas y perderían la polla.

Delado lo miró de soslayo en la oscuridad.

—La inteligencia no nos ha hecho demasiado bien a nosotros, ¿no te parece? —dijo con tono sarcástico. Volvió a mirar a los hirsutos y se rascó la cara—. Da que pensar. La rapidez con la que se ha producido todo. En un momento dado, había mentes con capacidad de raciocinio: de cambiar las cosas, de construir. Ahora ha desaparecido, se ha evaporado, y hemos vuelto a eso: a vivir como animales, como un elemento más del medio. Una existencia pura, inmediata.

Siguieron observándolos un rato más, mientras los hombrecillos hirsutos y desnudos, cooperando y tunándose para vigilar, le cortaban los miembros al ciervo y volvían al abrigo del bosque.

Luego regresaron al campamento base.

Y fue entonces cuando descubrieron que Bonner estaba fuera de sus casillas. Porque Luna había desaparecido.

—¿Dónde coño está?

Luna había construido su propia choza, más sólida y privada que la de los demás. Snowy siempre había pensado que si hubiera podido poner una puerta con candado, lo habría hecho. Ahora había desaparecido todo: la mochila que había hecho con los restos del mono de vuelo, las herramientas y la ropa, el peine de madera que ella misma se había fabricado y su preciosa reserva de tampones lavables.

Bonner estaba registrando lo que quedaba, destrozando las paredes del cobertizo. Estaba completamente desnudo, a excepción de los jirones de sus calzoncillos, y tenía el pecho, la cara y el cabello cubiertos de barro. Qué poco quedaba del tímido piloto que era cuando se habían conocido, en un portaviones destinado en el Adriático, pensó Snowy.

Ahmed salió de su choza, envuelto en una manta de supervivencia.

—¿Qué ocurre?

—Que se ha largado. ¡Qué se ha largado, joder! —gritó Bonner.

Delado se le acercó.

—Eso ya lo vemos, tarado.

Bonner le lanzó un puñetazo. Delado trató de agacharse, pero el puño del joven piloto le golpeó en la sien y cayó de espaldas.

Snowy corrió hacia ellos y le sujetó el brazo desde atrás.

—Por el amor de Dios, Bon, tranquilo.

—Ese bastardo listillo se la ha estado follando. Se la ha estado follando desde el principio.

Ahmed parecía consternado. Y bien podía estarlo, pensó Snowy, porque si Luna había desaparecido, llevándose consigo su única esperanza de procreación, todos sus grandiosos planes se habrían ido al garete antes siquiera de empezar.

—Pero ¿adónde ha podido ir? —gimió—. ¿Y por qué sola? ¿Qué sentido tendría?

Snowy dijo:

—¿Qué sentido tiene nada aquí? Vamos a morir todos. No va a funcionar, tío. Y ni todo el óxido ferroso del mundo supondrá la menor diferencia.

Delado logró esbozar una sonrisa sarcástica.

—No creo que lo que le preocupa a Bonner en este momento sea el futuro de la humanidad. ¿Verdad, Bon? Lo único que le preocupa es que el único coño del mundo se ha esfumado sin que él haya podido catarlo.

Bonner gritó y se le echó encima, pero esta vez Snowy logró sujetarlo.

Ahmed volvió a meterse en su cabaña, tosiendo.

Cuando recobraron una relativa calma, Snowy fue al colgador en el que había dejado una fila de conejos desollados y empezó a preparar la comida.

Antes de que el primer kebab de conejo estuviera preparado, Bonner había preparado la mochila. Se detuvo allí, bajo la luz menguante del anochecer, mirando a Snowy y Delado.

—Estoy hasta los huevos —dijo.

Delado asintió.

—¿Vas a buscar a Luna?

—¿Tú qué crees, gilipollas?

—Creo recordar que se le daba bastante bien ocultar sus huellas. Será difícil de rastrear.

—Ya me las arreglaré.

—Espera hasta mañana —dijo Snowy tratando de aplacarlo—. Come un poco. Si sales en la oscuridad puedes tener dificultades.

Pero la parte razonable de la mente de Bonner parecía haberse desactivado por completo. Su máscara de barro los fulminó con la mirada. Todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión. Entonces, con la tosca mochila dando saltos en su espalda, se puso en marcha.

Delado puso otro conejo al fuego.

—Esta es la última vez que lo vemos.

—¿Crees que encontrará a Luna?

—No si ella lo ve venir. —Puso cara de concentración—. Y si trata de forzarla, lo matará. Es muy dura a su manera.

El conejo estaba casi hecho. Snowy apagó el fuego y empezó a sacar los trozos del espetón y a ponerlos en los burdos platos de madera. Todas las noches dividía la comida en cinco porciones. Ahora que Luna y Bonner habían desaparecido, lo hizo en tres.

Delado y él se quedaron mirando los tres platos un rato, esperando. Ahmed había vuelto a meterse en su choza, como si nada de todo aquello le importara. Snowy cogió el tercer plato y, con la hoja de su cuchillo, repartió la carne entre los otros dos.

—Si Ahmed mejora, podrá cuidarse solo. Si no, no hay nada que podamos hacer por él.

Pasaron un rato comiendo en silencio.

—Mañana me marcho —dijo Snowy al fin.

Delado no respondió.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?

—Me gustaría explorar —dijo Delado—. Ir a ver las ciudades. Londres, París, si logro cruzar el Canal. Averiguar algo más sobre lo que ocurrió. Seguro que mucho ha desaparecido ya. Pero lo que quede debe de ser como las ruinas del Imperio Romano.

—Solo que nadie las verá nunca —dijo Snowy.

—Eso es cierto.

Titubeando, Snowy dijo:

—¿Y después de eso? O sea, cuando seamos viejos. Menos fuertes.

—No creo que eso sea un problema —dijo Delado lacónicamente—. La cuestión será escoger cómo quieres irte. Asegurarte de que al menos controlas eso.

—Cuando hayas visto todo lo que quieres ver.

—Eso. —Sonrió—. Puede que en París queden algunas ventanas sin romper. Un poco de brandy de mil años. Eso me gustaría.

—Pero —dijo Snowy con voz llena de cautela—, no quedará nadie a quien contárselo.

—Eso siempre lo hemos sabido —repuso Delado—. Desde el mismo momento en que salimos a ese bosque de robles desde el Pozo. Era evidente incluso entonces.

—Puede que para ti —dijo Snowy.

Delado se tocó la sien, donde estaba apareciendo un cardenal de buen tamaño, provocado por el puñetazo de Bonner.

—Es la especialidad de mi gran cerebro. Sacar una conclusión absurda tras otra. Y sin que suponga ninguna diferencia, ninguna en absoluto. Escucha. Te propongo un pacto. Escojamos un lugar de reunión. La idea será verse allí todos los años. No lo conseguiremos siempre, pero al menos habrá que dejar un mensaje o algo.

Escogieron un sitio, Stonehenge, en las tierras altas de la llanura de Salisbury. Seguramente seguía intacto e inconfundible después de todo aquel tiempo, aparte de que era un lugar que, en el Solsticio de verano, gracias a la disciplina topográfica que Ahmed les había inculcado, sería fácil de encontrar. Era una buena idea. De algún modo, para Snowy era reconfortante saber que, incluso ahora, habría una cierta estructura en su futuro.

Cuando terminaron de comer estaba ya anocheciendo. No hacía frío, pero a pesar de ello cogió una manta de corteza cosida y se cubrió los hombros con ella.

—Una cosa, Lado. ¿Era verdad?

—¿Cómo?

—Lo que ha dicho Bonner. ¿Te has tirado a Luna?

—Ya te digo.

—Serás capullo. Nunca lo hubiera dicho. ¿Y por qué tú?

—Impulsos atávicos, colega. Creo que lo que le atraía de mí era un cerebro superior a la media.

Snowy pensó un momento.

—Así que nuestros cerebros sí que sirven para algo.

—Oh, sí. Para eso siempre han servido. Probablemente esa fue la causa de todo. El resto es mierda. —Serás capullo.

IV

Snowy siguió a los hombres-mono.

No vivía como ellos. Utilizaba sus trampas para cazar animales, cerdos y ciervos pequeños, incluso, y utilizaba sus cuchillos, el fuego y las chozas para protegerse y cobijarse. Pero caminaba por donde ellos caminaban.

Sus vagabundeos por los grandes bosques que habían cubierto el sur de Inglaterra, bosques que ahora ocultaban las ruinas de ciudades y catedrales, palacios y parques, eran impresionantes. Cuando Weena desaparecía, él se preocupaba, y cuando volvía a aparecer, se sentía más tranquilo. Aprendió a distinguir a todos los individuos del pequeño grupo. Les dio nombres, como Abuelo, Nano y Doc, y asistió a sus vidas, sus triunfos y sus tragedias, como si fuera un pequeño culebrón.

Lo que les daba miedo eran las ratas, las grandes, las ratas-lobo que, según parecía, cazaban en manadas. Eso lo averiguó muy pronto.

Siempre se preguntaba lo que pensarían de él. Estaba claro que sabían que estaba allí, pero no los estorbaba ni se entrometía cuando buscaban comida, así que lo dejaban tranquilo. Era como un fantasma, pensó, como un fantasma de un pasado desaparecido, que seguía a aquellos hombres nuevos.

Al cabo de algunos meses, cuando el largo, largo verano de aquellos tiempos se aproximaba a su final, llegaron a una playa. Snowy pensaba que estaban en algún lugar de la costa de Sussex, en la Inglaterra meridional.

Los hirsutos recogieron un poco de comida en el lindero del bosque, ignorando a Snowy como de costumbre.

Dio un paseo por la playa. El bosque llegaba casi hasta la arena, como si aquella fuera la isla tropical de Robinson Crusoe en lugar de Inglaterra. Encontró un sitio para sentarse frente a las rompientes.

Recogió un puñado de arena. Era fina y dorada y se deslizaba con facilidad entre los dedos. Pero contenía granos negros, y fragmentos de color naranja, verde y azul. Aquella materia multicolor debía de ser plástico. Y lo negro parecía hollín, hollín de Rabaul, el volcán asesino, o de los incendios que debían de haber arrasado el mundo mientras todo se iba al garete.

Ha desaparecido todo, se dijo, maravillado. Era verdad. La arena era como una prueba. Las rocas lunares y las catedrales y los estadios de fútbol, las bibliotecas y los museos y los cuadros, las autopistas y las ciudades y las chabolas. Shakespeare y Mozart, Buda y Mahoma y Jesús, los leones y los elefantes y los caballos y los gorilas y el resto del zoológico de la extinción: todo aniquilado y arrastrado por el viento y mezclado con aquella arena llena de hollín que resbalaba entre sus dedos.

Los hirsutos estaban marchándose. Vio que sus formas esbeltas regresaban sigilosamente al bosque.

Se levantó, se limpió la arena de las manos, se colgó la mochila al hombro y fue tras ellos.