16
Una orilla cubierta de maleza

DARWIN, TERRITORIO DEL NORTE, EC 2031

I

En Rabaul, la secuencia de los acontecimientos se desarrollaba con una lógica inevitable, como si la gran montaña volcánica y la bolsa de magma que había debajo de ella formaran una especie de vasta máquina geológica.

La primera grieta se abrió en el suelo. Una vasta nube de cenizas cubrió el cielo y un chorro de roca fundida saltó como si fuera una fuente. Con la masa ascendiente de magma todavía a unos cinco kilómetros de profundidad, la tensión sobre el fino caparazón superior de Rabaul empezó a ser demasiado intensa.

En Darwin, los terremotos empeoraron.

El primer día de conferencias acababa de terminar. Los asistentes, después de la cena, llenaban el bar. Sentada en un sofá y con los pies sobre un banquillo, Joan observaba a la gente que pedía y recogía sus bebidas, su marihuana y sus píldoras, y se reunía en pequeños grupos de excitados conversadores.

Los delegados eran los típicos académicos, pensó Joan con exagerado afecto. Vestían de formas dispares, desde las brillantes chaquetas anaranjadas con pantalones verdes que preferían los Europeos, del Benelux y Alemania, a las sandalias, camisetas y pantalones cortos del pequeño contingente californiano, pasando por algunos trajes étnicos ostentosamente llamativos. A los académicos les gustaba presumir de lo poco que se preocupaban a la hora de elegir la ropa, pero en sus elecciones «inconscientes» desplegaban bastante más personalidad que las víctimas de la moda, como todas las Alison Scott del mundo, por ejemplo.

El propio bar era un típico producto de la cultura consumista/empresarial, pensó Joan, con logotipos resplandecientes, anuncios inteligentes e imágenes deportivas por todas partes y un montón de gente hablando lo más alto posible. Hasta unos tipos de la costa, que se sentaban en la mesa contigua a la suya, se echaban al gaznate una cerveza tras otra. Era como si la hubiesen arrojado a un clamoroso estanque de ruido. Era el mismo medio en el que había vivido toda su vida, con el único respiro de los silencios vividos en las excavaciones de su madre. Pero después del espeluznante intervalo del aeropuerto —el zumbido de los jets, el lejano traqueteo de los disparos, una realidad mecánica y siniestra— se sentía extrañamente desubicada. Aquel ruido continuo y sordo resultaba reconfortante, a su propia manera, pero tenía la letal capacidad de apagar el pensamiento.

En aquel momento, las imágenes de la erupción de Rabaul, que al parecer había empeorado, llenaron las paredes inteligentes del bar sustituyendo a las noticias y los eventos deportivos, e incluso a las imágenes en directo de la sonda marciana de Ian Maughan.

Alyce Sigurdardottir le trajo un refresco.

—El camarero es una monada —dijo—. Qué dientes y qué pelo. Si tuviera cuarenta años menos, haría algo al respecto.

Joan le dio un trago a su refresco y preguntó a su amiga:

—¿Crees que la gente está asustada?

—¿Por qué, por la erupción y los terroristas? Excitada y asustada al mismo tiempo. Pero eso podría cambiar en cualquier momento.

—Sí. Alyce, escucha. —Joan se inclinó hacia ella—. El toque de queda que ha impuesto la policía… —Oficialmente, la historia era que las cenizas de Rabaul, mezcladas con los restos volátiles de los incendios circundantes, eran tóxicas—. No es toda la historia.

Alyce asintió mientras las líneas de su rostro se endurecían.

—Deja que lo adivine. La gente del Cuarto Mundo.

—Han colocado pequeñas bombas de viruela alrededor del hotel. O al menos eso es lo que aseguran.

El rostro de Alyce mostró una exquisita indignación.

—Oh, Jesús. Ya estamos otra vez como en 2001. —Sintió los titubeos de Joan—. Escúchame. No podemos abandonar por culpa de esos capullos. Tenemos que seguir adelante con la reunión.

Joan miró a su alrededor.

—La presión es grande. Para la mayoría de los asistentes, el mero hecho de venir ha supuesto ya un acto de valor. Nos han atacado incluso en el aeropuerto. Si esta gente se entera de lo de esas bombas y cunde el pánico… Puede que esta noche no sea el mejor momento para que empieces, ya sabes, la gran sesión.

Alyce le tapó la boca con la mano; tenía la palma seca y callosa.

—Las cosas no van a mejorar. Y recuerda que tu «gran sesión» es el centro de todo. —Alargó la mano y le quitó el refresco—. Arriba. Hazlo ahora.

Joan se echó a reír.

—Oh, Alyce…

—De pie.

Joan se imaginó a Alyce tratando de convencer a un tímido estudioso especializado en chimpancés o babuinos para que entrase en una selva oscura. Pero cedió. Se quitó los zapatos y, con la ayuda de Alyce, se subió a una mesita de café.

Una vez allí, la abrumó una absurda sensación de timidez. Con su conferencia literalmente bajo ataque, ¿cómo se le ocurría subirse a una mesa y darle una conferencia a sus colegas sobre cómo salvar el planeta? Pero allí estaba, y la gente había empezado a volverse hacia ella. Dio varias palmadas hasta conseguir que la mayor parte de los presentes le prestara atención.

—Chicos, perdonad —empezó a decir con voz vacilante—. Pero necesito que me prestéis atención. Hemos trabajado muy duro todo el día, pero me temo que no podéis relajaros todavía.

»Estamos aquí para discutir el impacto de la humanidad sobre el planeta en el trasfondo de nuestra realidad evolutiva. Hemos reunido un grupo único, interdisciplinario, internacional e influyente. Probablemente nadie en el mundo sepa más sobre cómo hemos llegado a esta situación que los que estamos aquí esta noche. Así que tenemos una oportunidad, puede que única, puede que irrepetible, para hacer algo más que charlar sobre ello.

»Cuando os reuní a todos, tenía otro propósito, un propósito clandestino, por decirlo así. Quiero utilizar esta velada como una sesión adicional, como una sesión inicial. Si las cosas marchan como espero, es posible que suponga el inicio de una visión completamente nueva. Una esperanza nueva. —Se sentía avergonzada por utilizar aquel lenguaje tan poco científico y vio que había muchos labios fruncidos y cejas enarcadas—. Así que llenad los vasos, los frascos y los tubos, buscad una silla y empecemos.

Y así, en el hotel de aquel bar, mientras los asistentes a la conferencia tomaban asiento en sillas, banquetas y mesas, empezó a hablar sobre extinción masiva.

Joan sonrió.

—Incluso los paleontólogos, como yo, comprendemos la cooperación y la complejidad. El propio papá Darwin, hacia el final de El origen de las especies, dio con una metáfora que resume el asunto. —Un poco cohibida, empezó a leer de un pedazo de papel—. «Resulta interesante contemplar una orilla cubierta de maleza, poblada por muchas plantas de muchos tipos diferentes, con aves cantando entre los matorrales, con insectos diversos revoloteando y con gusanos reptando por la tierra húmeda, y darse cuenta de que estas formas de tan elaborada fisonomía, tan diferentes unas de otras, y tan dependientes unas de otras de formas tan complejas, son todas producto de las leyes que actúan a nuestro alrededor».

Dejó el papel.

—Pero ahora mismo la orilla cubierta de maleza está en peligro. No creo que necesitéis que os lo diga.

»Es indudable que estamos en medio de un evento de extinción en masa. Los detalles son escalofriantes. Desde que yo nací, los últimos elefantes salvajes han desaparecido de las sabanas y los bosques. ¡Ya no quedan elefantes! ¿Cómo vamos a explicarle eso a nuestros hijos? Desde que yo nací, ya hemos perdido la cuarta parte de las especies que existían en el año 2000. Si seguimos a este ritmo, hacia finales de siglo habremos destruido las dos terceras partes de las que existían en 1900. La gravedad de este evento es comparable a la de los cinco grandes que ha vivido la Tierra en toda su historia.

»Mientras tanto, los cambios climáticos provocados por el hombre han resultado ser mucho más graves de lo que nadie, salvo unos pocos científicos, había previsto. Las ciudades costeras más importantes de África, desde El Cairo a Lagos, han quedado inundadas parcial o completamente y decenas de millones de personas se han visto desplazadas. Bangladesh está sumergida. De no ser por medidas de defensa que han costado miles de millones de dólares, Florida sería un archipiélago. Y esto es solo el principio.

»La culpa es solo nuestra. Nuestra presencia se ha vuelto insoportable. Aproximadamente una de cada veinte personas que ha existido en la historia está viva en la actualidad, frente a una de cada mil de otras especies. Como consecuencia de ello, estamos agotando los recursos de la Tierra.

»Pero, incluso ahora, la pregunta es, ¿importa? Sí, hemos perdido unos cuantos mamíferos y un montón de bichos de los que nadie había oído hablar. ¿Y qué? Seguimos aquí.

»Es así, sí. Pero los ecosistemas son como inmensas máquinas de soporte vital. Se basan en interacciones entre especies de escalas diferentes, desde los más modestos hongos de los filamentos que sustentan a las raíces de las plantas hasta los inmensos ciclos globales del agua, el oxígeno y el dióxido de carbono. La orilla cubierta de maleza de Darwin, sí. ¿Cómo mantiene esta máquina su estabilidad? No lo sabemos. ¿Cuáles son sus componentes más importantes? No lo sabemos. ¿De cuántas partes podemos prescindir sin correr riesgos? Tampoco lo sabemos. Aunque pudiéramos identificar y salvar las especies críticas para la supervivencia, no sabríamos de qué especies dependen estas a su vez. Pero si seguimos a este ritmo, no tardaremos en encontrar los límites del sistema.

»Puede que esté hablando así por prejuicios. Pero creo que si morimos por nuestra propia estupidez, será lamentable. Porque nosotros hemos traído a este mundo algo que ninguna criatura ha poseído antes. Y eso es la consciencia. Nosotros podemos impedir que ocurra.

»Así que mi pregunta, consciente, interesada, es: ¿qué vamos a hacer?

Guardó silencio, excitada, insegura, sin moverse de la mesa de café.

Algunos estaban asintiendo. Otros parecían aburridos.

Alison fue la primera en ponerse en pie. Mientras sus largas piernas se desplegaban lánguidamente, Joan contuvo el aliento.

—No nos estás diciendo nada que no sepamos, Joan. La muerte lenta de la biosfera es… ah… banal. Un cliché. Y además, debo señalar, que lo que hemos hecho es inevitable. Somos animales. Seguimos comportándonos como animales y siempre será así. —Hubo un murmullo de disentimiento. Scott continuó—. Sabemos que otros animales se han extinguido a sí mismos. En el siglo XX, se introdujo una población de renos en una islita del mar de Bering. La población inicial de veintinueve miembros había aumentado hasta seis mil al cabo de veinte años. Pero su principal fuente de alimento eran los líquenes, que crecen muy despacio y no tenían tiempo de recuperarse de sus depredaciones.

—Pero —exclamó alguien—, los renos no saben nada sobre ecología.

Scott respondió sin alterarse:

—Llevamos haciéndolo toda la historia. El ejemplo de las islas de Polinesia es bien conocido. La ciudad de Petra, en Oriente Medio…

Como Joan esperaba, el grupo se dividió en grupúsculos que empezaron a discutir.

—… La gente del pasado que no logró administrar sus recursos es culpable solo de no haber conseguido resolver un problema ecológico muy complicado…

—… Nuestro uso de la masa y la energía rivaliza con el de los procesos naturales. Lo que tenemos que hacer es utilizar esta capacidad de manera consciente…

—… Pero los riesgos de jugar con los cimientos de un planeta superpoblado…

—… Todas esas medidas costarían energía, lo que se sumaría a la emisión de calor a escala planetaria…

—… Nuestra civilización no es un todo coherente y unido. ¿Cómo propone que se resuelvan las cuestiones políticas, legales, éticas, culturales y financieras implícitas en sus propuestas…?

—… ¡Llevo toda la vida escuchando chorradas ecologistas como esta! ¿Dónde estamos, en una fiesta de la NASA para recaudar fondos…?

—… Que le folien al puto ecosistema. ¿Quién necesita a esas putas lagartijas? Yo me decanto por una simplificación drástica. Lo único que hace falta es absorber el CO2, bombear oxígeno y regular el calor. Eso no puede ser muy complicado…

—… Entonces, señora, ¿lo que quiere es vivir en el mundo de Blade Runner?

Joan tuvo que intervenir para cohesionar de nuevo al grupo.

—Necesitamos una unidad de voluntades, una movilización que no se ha visto hasta ahora. Pero puede que todavía no hayamos dado con la solución necesaria.

—Precisamente —dijo Alison Scott y volvió a ponerse en pie. Apoyó la mano en el reluciente cabello, azul y verde, de sus dos hijas—. La gran ingeniería es un sueño difunto del siglo XX. La solución no está en el mundo. La solución está en nosotros.

Esta afirmación recibió nuevas muestras de hostilidad.

—… Se refiere a niños modificados por ingeniería genética, como esos dos monstruitos…

—Estoy hablando de la evolución —repuso Scott—. Lo que le ocurre a una especie cuando el medio cambia. A lo largo de toda nuestra historia hemos demostrado que somos una especie enormemente transformable.

Una mujer negra de unos sesenta años se levantó. Joan la conocía: se llamaba Evelyn Smith y era la bióloga evolutiva más importante de su época. Fríamente, dijo:

—La selección natural lleva decenas de miles de años sin operar sobre las poblaciones humanas. Quienes afirman en sentido contrario no comprenden sus mecanismos básicos. El hombre ha acabado con los procesos que impulsan la selección: nuestras armas han eliminado los depredadores, el desarrollo agrícola ha relegado el hambre al pasado, etc., etc. Pero todo esto cambiará si se produce el inminente colapso. En este caso, la selección regresará. Ese es el tema de mi comunicación en la Sesión Tres, por cierto.

Hubo algunas protestas.

—¿… Qué «colapso inminente»?

—… A pesar de su brillantez superficial, nuestra sociedad muestra síntomas de declive: desigualdad creciente, beneficios cada vez menores de la expansión económica, colapso del nivel educativo e intelectual…

—… Sí. Y muerte espiritual. Incluso los americanos, solo servimos de boquilla a ciertos tótems como la bandera, la Constitución y la democracia, mientras que entregamos nuestras vidas a las corporaciones y nos consolamos con el misticismo y la palabrería esotérica. Ya ha ocurrido antes. Los paralelismos, especialmente con el caso de Roma, son evidentes…

—… Solo que ahora estamos todos conectados, a escala global. Si se produce un colapso, puede que no haya posibilidad de escapar de él para volver a…

—… Pesimismo absurdo. Somos una especie muy resistente. Hemos hecho grandes cosas en el pasado…

—… Hemos extraído todo el mineral superficial, así como el petróleo y el carbón. Si fracasamos, no habrá nada para reconstruir…

—Mi argumento —dijo Smith, tenaz—, es que no nos queda mucho tiempo.

Estas palabras, pronunciadas en voz baja, silenciaron a todos por un momento, y Joan vio su oportunidad.

Dijo con voz seca:

—Si no queremos volver a los viejos tiempos, a ser un animal más en el sistema ecológico, tenemos que encontrar el modo de salir de este embrollo. Pero creo que existe un modo de hacerlo. —Se acarició el vientre con un gesto ausente. Sonrió—. Un nuevo modo. Aunque siempre lo hemos conocido. Un modo primate.

Y empezó a explicar su visión.

La cultura humana, dijo Joan, había sido una adaptación construida para ayudar a la gente a sobrevivir a las salvajes oscilaciones climatológicas del Pleistoceno. Ahora, en una inmensa ironía milenaria, esta misma cultura estaba provocando un efecto de rebote que provocaba cambios climáticos mayores. La cultura, que en el pasado había sido profundamente adaptativa, se había enquistado y tenía que cambiar.

—La vida no es solo obra de la lucha —dijo—. Lo es también de la cooperación. La interdependencia. Siempre ha sido así. Las primeras células dependían de la cooperación de bacterias más sencillas, y lo mismo puede decirse de las primeras ecologías, los estromatolitos. Ahora nuestras vidas son tan interdependientes que en el futuro deben desarrollarse con un objetivo común.

—… Está usted hablando de globalización. ¿Qué corporación la patrocina?

—… Vamos a volver con lo de Gaia y la Madre Tierra, ¿no?

Joan dijo:

—Nuestra sociedad global está tan estructurada que está convirtiéndose en algo parecido a un holon, una unidad compuesta, única. Tenemos que aprender a pensar así. Tenemos que apoyarnos en la otra mitad de nuestra naturaleza primate, la que no se centra en la competición y la xenofobia. Los primates cooperan mucho más de lo que compiten. Los chimpancés lo hacen: los lémures lo hacen; los pitecinos y los erectus y los neandertales debían de hacerlo; nosotros lo hacemos. La interdependencia humana está profundamente enraizada en nuestra historia. Sin que nadie lo planificara, hemos engullido la biosfera… y tenemos que aprender a resolver el problema entre todos.

Alison Scott volvió a levantarse.

—¿Qué es exactamente lo que quieres, Joan?

—Un manifiesto, una declaración. Una carta firmada por todos y dirigida a la ONU. Tenemos que abrir el camino, dar ejemplo, empezar algo nuevo. Tenemos que mostrar el camino a un futuro sostenible. ¿Quién mejor que nosotros?

—… Hurra, vamos a salvar el mundo…

—… Tiene razón. Puede que Gaia no sea nuestra madre sino nuestra hija…

—… ¿Qué le hace pensar que alguien va a escuchar a un puñado de científicos? No lo han hecho nunca. Es perder el tiempo…

Evelyn Smith dijo:

—Escucharán si están lo bastante desesperados.

Alyce Sigurdardottir se puso en pie.

—Confucio dijo: «aquellos que dicen que no puede hacerse deben apartarse del camino de quienes lo están haciendo». —Levantó su pequeño puño—. Seguimos siendo primates, más que nunca. ¿No?

A pesar de algunas rechiflas, Joan creyó ver una respuesta más favorable en algunos de los rostros que la miraban. Va a funcionar, pensó. Es solo un comienzo, pero va a funcionar. Podemos solucionarlo. Se acarició el vientre.

De hecho, estaba en lo cierto. Puede que hubiese funcionado.

Puede que las presiones políticas y económicas hubieran inducido en los poderes tácticos a escuchar con más atención de la que nunca habían demostrado. Puede que las ideas de Joan Useb hubieran mostrado el modo de combinar las interconexiones ofrecidas por la tecnología con los viejos instintos de cooperación de los primates. Y puede que hubiese ido más allá de un mero programa de gestión ecológica. Después de todo, en los cuatro mil millones de años de la vida en la Tierra, ninguna especie había tenido antes el potencial de crear una unión global. Si hubiesen tenido tiempo, la visión de Joan podría haber inspirado una revolución cognitiva tan significativa como la integración de la generación de Madre.

Los humanos habían desarrollado los medios de dañar a su planeta. Ahora, si hubiesen tenido un poco más de tiempo, tal vez hubieran desarrollado los que les permitirían salvarlo.

Si hubiesen tenido un poco más de tiempo.

Pero entonces se apagaron las luces. Hubo varias explosiones, como pisadas colosales. La gente empezó a chillar y huyó.

Mientras tanto, en Rabaul, los terremotos se habían incrementado. Finalmente, rompieron el lecho marino que había sobre la cámara magmática. El magma emergió a la superficie por túneles, algunos de los cuales tenían hasta trescientos metros de anchura. El agua inundó estos túneles y se transformó inmediatamente en vapor. Otros gases, dióxido de carbono y compuestos del azufre, que habían estado disueltos en el magma por la presión de las profundidades, empezaron a emerger burbujeando.

En las cámaras de roca, la presión aumentó exponencialmente.

II

Las luces de emergencia se activaron y un frío resplandor inundó la sala.

El falso techo se había roto en fragmentos de poliestireno que llovieron sobre los asistentes en medio de su desbandada. Joan vio que Alyce cogía a sus dos hijas y se acurrucaba con ellas en una esquina. El espacio del techo, lleno de conductos y cables cubiertos por el revestimiento aislante, era cavernoso, oscuro, mugriento.

Finas cuerdas de nailon se desplegaron por el aire saturado de polvo de poliestireno. Entre la oscuridad vio unas formas ataviadas de negro que se movían como arañas por el techo y se deslizaban hasta el suelo. Llevaban monos negros ajustados y pasamontañas con visores plateados. Contó cinco, seis, siete en total. No hubiera podido decir si eran hombres o mujeres. Todos llevaban armas automáticas ligeras.

Alyce Sigurdardottir le tiró del brazo para que bajara de la mesa. Pero se resistió, consciente de que seguía siendo el centro de todo aquello; sentía, puede que de forma irracional, que las cosas podían empeorar si sucumbía al caos.

Uno de los invasores parecía estar al mando. Tras llegar al suelo, los demás se reunieron a su alrededor mientras él examinaba la situación. ¿Era hombre o mujer? No, pensó Joan, hombre. En un grupo así tenía que ser un hombre. Dos de los intrusos se quedaron con él. Los otros cuatro se encaminaron a la puerta. Con la espalda apoyada en la pared, apuntaron con sus armas a los delegados, quienes, como un rebaño de ovejas, se dejaron conducir al centro de la sala.

Solo había un miembro del personal del hotel en la sala: el barman, el joven australiano que había llamado la atención de Alyce. Era esbelto y de pelo negro y ensortijado —debía de tener sangre aborigen, pensó Joan— y llevaba pajarita y un chaleco brillante. Demostrando gran valor, se adelantó con las manos extendidas.

—Escuchen —empezó a decir—. No sé lo que quieren, pero si me lo permiten, llamaré…

El sonido del disparo fue casi inaudible, extrañamente semejante a la tos de un leopardo. El muchacho cayó al suelo, convulsionándose. De repente, Joan captó el olor de la mierda de la muerte, un olor que no había percibido desde África. Los delegados chillaron, retrocedieron y se quedaron como paralizados, tratando, cada uno a su manera, de no llamar la atención de los asesinos.

Mientras tanto, como una nota incongruente en medio de todo esto, las paredes inteligentes del bar seguían mostrando imágenes del volcán de Nueva Guinea, de las factorías cibernéticas de Marte y anuncios de cerveza, drogas y aparatos tecnológicos.

Como Joan había esperado, el líder, que era el que había asesinado al joven camarero, se aproximó a ella. Su arma, sin duda caliente todavía, apuntaba al suelo. El visor estaba cosido al pasamontañas. Casi hubiera podido decir que tenía estilo.

Antes de que pudiera decir nada, le espetó:

—¿Es que tiene miedo de enseñar la cara?

El terrorista se echó a reír y se quitó el pasamontañas. Sí, tenía razón. El hombre tenía la cabeza afeitada. Era blanco y de ojos castaños. No debía de ser mucho mayor que el camarero al que acababa de matar. Puede que tuviera unos veinticinco años. La miró a los ojos, como si quisiera evaluar su capacidad de desafiarlo.

Sus seguidores se quitaron también los pasamontañas. Eran cuatro hombres, el líder incluido, y tres mujeres.

Joan preguntó:

—¿Es usted Pickersgill?

El líder se echó a reír.

—Pickersgill no existe. El estado policial global persigue una quimera. Pickersgill es un chiste divertido y útil. —Tenía acento del medio oeste americano, aunque con un toque exótico. La dominación del inglés americano era tal en aquellos tiempos que podía venir de cualquier parte.

—¿Y quién es usted?

—Soy Elisha.

—Elisha, dígame qué quiere —dijo Joan con voz cauta.

—Ya no es usted quien establece el orden del día —dijo el muchacho—. Voy a decirle lo que hemos hecho. Doctora Joan Useb, hemos liberado la enfermedad.

A Joan se le puso la piel de gallina.

—Están infectados. Todos lo estamos. Si no reciben tratamiento, la mayoría morirá en pocos días. Si la situación se resuelve a satisfacción nuestra, puede que todos sobrevivamos. Pero estamos preparados para morir por nuestras creencias. ¿Y usted?

Joan lo pensó un momento.

—¿Quiere la mesa?

El muchacho reflexionó mientras daba unos pasos frente a la absurda mesita que era el foco del poder en aquella habitación: por supuesto que la quería.

—Sí. Baje.

Con la ayuda de Alyce, Joan hizo lo que le decía. Elisha se encaramó de un salto al improvisado podio y empezó a dar órdenes a sus camaradas en una lengua que parecía sueco.

—Comportamiento primate clásico —murmuró Alyce—. Jerarquías de dominancia masculinas. Paranoia. Xenofobia rayana en la esquizofrenia. Eso es lo que está pasando aquí en el fondo, solo eso.

—Pues aunque solo sea eso, espero que podamos salir con vida…

Su voz fue engullida por un inmenso sonido parecido a un aleteo, como si un colosal pterosaurio estuviera tratando de aterrizar en el tejado del hotel. Era un helicóptero, claro, suspendido del cielo más allá del tejado. Y entonces una voz amplificada sonó desde el exterior, anunciando a la policía.

Los terroristas dispararon al tejado, cuyos fragmentos llovieron sobre las cabezas de los presentes. Los delegados de la conferencia se agazaparon y chillaron, lo que contribuyó a aumentar el caos, precisamente lo que pretendían, pensó Joan con las manos en los oídos. Cuando el altavoz de la policía guardó silencio, los terroristas dejaron de disparar.

Joan se puso en pie y se limpió el polvo de la ropa. Curiosamente, no estaba asustada. Miró a Elisha, quien seguía sobre la mesa de café, colorado, con la respiración acelerada y el arma apoyada en el hombro.

—Sea lo que sea lo que quieren, no podrán conseguirlo si no hablan con ellos.

—No necesito hablar con la policía ni con sus retorcidos asesores psicológicos cuando la tengo a usted aquí, a la líder de esta nueva globalización, de este holon.

Alyce suspiró.

—Algo me dice que esta palabra inocente va a convertirse en el nombre de un nuevo demonio.

—Hemos escuchado su bonito discurso desde el techo, sin luz… ¡Qué apropiado!

Joan dijo:

—Ustedes no lo… —No lo entienden. Palabras equivocadas, Joan—. Por favor. Dígame lo que quiere.

Elisha la miró. Bajó de la mesa.

—Escúcheme —dijo en voz baja—. He oído lo que ha dicho sobre el organismo global en el que pronto estaremos todos sumergidos. Muy bien. Pero todo organismo ha de tener límites. ¿Qué pasa con los que están más allá de los límites? Doctora Joan Useb, las trescientas personas más ricas del planeta poseen lo mismo que los tres mil millones de sus congéneres más pobres. Más allá de los bastiones de la élite, hay regiones pobres que viven, en la práctica, en la esclavitud, pueblos que son explotados por su mano de obra, sus cuerpos… o sus órganos. ¿Cómo va a ser consciente su sistema nervioso global de su miseria?

La mente de Joan volaba a la velocidad de la luz. Todo lo que estaba diciendo aquel hombre parecía repetido, una consigna repetida a sí mismo muchas veces. Cómo no: aquel era su momento, el eje central de su vida. Todo lo que ella hiciera tenía que estar gobernado por este hecho. ¿Era un estudiante? Si era el hijo de una nación opulenta embargado por la culpabilidad, tal vez pudiera encontrar algún punto débil en su fervor.

Pero era un asesino, se recordó. Y había matado sin titubeos, sin un momento de vacilación. Se preguntó qué régimen de drogas utilizaría.

—Discúlpenme. —Era Alison Scott. Estaba junto a Elisha, con sus dos aterradas hijas. Sus cabelleras azul y verde resplandecían extrañamente bajo la luz absurda y parpadeante de las paredes inteligentes.

Joan sintió una punzada de dolor en el bajo vientre, tan fuerte que se le escapó un jadeo. Tuvo la sensación de que las cosas estaban escapando a su control.

Bex la estaba observando con mirada acusatoria.

—¿Estás bien, Bex?

—Dijiste que Rabaul no iba a hacernos nada. Que era imposible que pasara nada justo cuando estábamos aquí. Que estábamos a salvo.

—Lo siento. De veras… Alison, vuelve a sentarte, por favor. Aquí no puedes hacer nada.

Scott la ignoró.

—Mira, seas quien seas, quieras lo que quieras, tenemos calor, estamos cansados y sedientos y estamos empezando a sentirnos enfermos.

—Eso es ridículo —replicó Elisha con voz templada—. Psicosomático. Algo neurótico.

Scott respondió con voz controlada a duras penas:

—No me psicoanalice. Exijo…

—Exige, exige, bla, bla, bla. —Se aproximó a ella. La mujer, sujetando a sus hijas con fuerza, no se dejó intimidar. Elisha cogió el pelo de color aguamarina de Bex, tiró de él delicadamente y lo acarició entre los dedos—. Genenriquecida.

—No la toque —dijo Scott con un siseo.

—Qué bonitas son, como juguetes. —Su mano resbaló por el pelo hasta el hombro y luego le apretó los pequeños senos. Bex soltó un chillido y Scott la apartó.

—Tiene catorce años…

—¿Sabe lo que hacen esos ingenieros genéticos, doctora Useb? Introducen un cromosoma extra en los críos, un cromosoma extra lleno de genes estupendos. Pero aparte del pelo y los dientes, ¿sabe lo que hacen estos genes adicionales? Impiden que estos niños perfectos se crucen con los Homo sapiens a la antigua usanza. ¿Puede usted imaginarse una barrera más alta que esa? Hoy en día, los ricos se han convertido en una especie diferente. —Moviéndose con aire ausente, como si estuviera arrancando una fruta de la rama, cogió a Bex y se la arrebató a su madre. Uno de los terroristas sujetó a Scott. Elisha le arrancó la blusa a la joven, dejando a la vista el sostén de encaje. Bex cerró los ojos; estaba musitando algo, una especie de poema.

—Elisha, por favor… —Otra punzada de dolor en el vientre de Joan, y algo líquido. Se retorció sin poder evitarlo. Oh, Jesús, ahora no, pensó, ahora no.

Alyce apareció a su lado.

—Calma. Siéntate.

Joan vio que las imágenes cambiaban. Su visión estaba borrosa, pero ahora los colores predominantes parecían ser el naranja, el negro y el gris.

Alyce estaba sonriendo, con una mueca desprovista de toda alegría, como la sonrisa de un cráneo.

—Rabaul está reventando. Qué oportuno.

Elisha había cogido a la chica por las muñecas y le había levantado los brazos por encima de la cabeza.

Joan dijo rápidamente:

—Vamos, Elisha, no está aquí para esto.

—¿Ah, no?

Scott dijo:

—Si quieres follarte a alguien, cógeme a mí.

—Oh, pero eso no tendría sentido —dijo Elisha—. Lo importante aquí no es el acto sino el simbolismo. Esta es la primera vez desde la extinción de los neandertales que existen dos especies humanas diferentes en el mundo. —Bajó la mirada hacia la chica—. ¿Es violación si se trata de dos especies diferentes?

Las puertas reventaron hacia dentro.

Hubo gritos, gente corriendo, disparos. Pequeños proyectiles negros penetraron en la habitación. El aire se llenó de humo blanco.

Joan miró a los terroristas y trató de contar. Dos de ellos habían caído al explotar las puertas. Otros dos, que estaban corriendo y disparando, cayeron mientras ella observaba, convertidos de repente en marionetas rotas. La mayoría de los delegados estaba en el suelo o aterrorizados debajo del mobiliario. Entre dos y cuatro de ellos parecían heridos: había formas inertes entre el humo, manchas de sangre en el suelo…

Una nueva cuchillada de dolor atravesó su abdomen.

Elisha estaba a su lado. Tenía en la mano un cordel de color negro que salía de su cinturón.

Al menos había soltado a Bex.

—Elisha, no tiene por qué morir.

Él sonrió.

—Por todo el planeta, hay quinientos de los nuestros preparados para hacer la misma declaración.

Alyce alargó la mano hacia él.

—No lo haga, por el amor de Dios…

—No les pasará nada —repuso. Volvió a ponerse el pasamontañas—. Moriré como he vivido. Sin rostro.

Joan gritó:

—¡Elisha!

Tiró de la cuerda, como si estuviera arrancando un motor de petróleo. Hubo un destello alrededor de su cinturón, una luz fugaz. Entonces, la parte superior de su cuerpo se deslizó sobre la inferior. Mientras sus dos mitades, pulcramente bisecadas, caían al suelo, se extendió una peste a sangre y a los ácidos contenidos del estómago.

Alyce tuvo que agarrarse a Joan para no caer.

—Oh Dios, oh Dios.

El humo era cada vez más denso y Joan estaba tosiendo como una fumadora empedernida. Volvió a sentir el dolor, atravesando su abdomen y su espalda. Se sujetó a Alyce.

—¿Has pensado alguna vez lo absurdo que es el suicidio en grupo desde el punto de vista evolutivo?

—Por el Amor de Dios, Joan…

—Quiero decir, el suicidio puede a veces estar justificado, desde un punto de vista biológico. Un suicida puede estar librando a sus parientes de una carga. Pero ¿qué justificación biológica puede tener el suicidio colectivo? La capacidad de creer en los dictados culturales ha sido siempre un mecanismo de adaptación. Tiene que haberlo sido o no habría llegado a existir. Pero a veces el mecanismo falla…

—Estamos locos. ¿Es eso lo que quieres decir? ¿Qué estamos todos locos? Estoy de acuerdo.

—Señoras, por favor, vengan conmigo. —Había una sombra frente a ellas. Parecía un soldado con traje espacial, y tenía una mano extendida hacia Joan.

Volvió a sentir el dolor en el abdomen y sus pensamientos conscientes se extinguieron. Se desplomó sobre Alyce Sigurdardottir. Oyó otra explosión. Supuso que formaba parte de la operación militar o policial que las había rescatado.

Se equivocaba. Era Rabaul.

Una vez que el mar penetró en la cámara magmática, la explosión era inevitable.

El magma fundido salió despedido a velocidades superiores a la del sonido y alcanzó alturas de cincuenta kilómetros. Se dividió en fragmentos en proceso de solidificación y tamaño variable, desde minúsculas partículas de ceniza a rocas de un metro de anchura. Mezclados con todo esto había fragmentos de la destrozada montaña. Los trozos de roca habían volado sobre el cielo, sobre los aviones y globos, incluso sobre la capa de ozono, hasta mezclarse con los meteoritos, ardiendo fugazmente en el espacio. Era un cielo lleno de roca.

Y en la superficie, la onda expansiva salió despedida desde la aniquilada caldera volcánica a una velocidad dos veces superior a la del sonido. Silenciosa hasta el momento que golpeaba, arrasaba todo cuanto encontraba, casas, templos, árboles, puentes… A su paso, el aire se comprimía y alcanzaba inmensas temperaturas. Todo lo combustible era pasto de las llamas.

La gente podía ver cómo se aproximaba la onda, pero no podía oírla, y desde luego no podía escapar de ella. Las llamas los engullían y desaparecían, como agujas de pino en un incendio. Fue solo el principio.

Los soldados sacaron a Joan del bar lleno de humo y del hotel al aire fresco del exterior. La depositaron sobre una camilla, que empezó a moverse a gran velocidad. A su alrededor había movimiento por todas partes, gente que corría, coches pasando, el alquitrán del suelo, helicópteros pasando por un cielo anaranjado…

De repente se vio metida en la parte trasera de una furgoneta. ¿Una ambulancia? Uno, dos, tres, arriba. Había maquinaria en las paredes, pero no emitía zumbidos ni tenía pilotos luminosos, y no se parecía en nada a los equipos de los culebrones médicos a los que antes estaba enganchada.

Movió una mano en el aire.

—Alyce.

Alyce le cogió la mano.

—Estoy aquí, Joan.

—Me siento como un anfibio, Alyce. Estoy nadando en pis y sangre, pero respiro el aire de la cultura. Ni una cosa ni la otra…

El rostro de Alyce estaba sobre ella, marchito, cansado, temeroso.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—¿Qué hora es?

—Joan. Guarda las fuerzas. Créeme, ya he pasado por esto. Vas a necesitarlas.

—¿Es de día o de noche? He perdido la cuenta. Y el cielo no me orienta mucho.

—Se me ha roto el reloj. De noche, creo.

Alguien estaba tocándole las piernas. ¿Estarían quitándole la ropa? La ambulancia se puso en marcha con una sacudida y oyó el lejano chillido de una sirena, como un animal perdido entre la niebla. No veía otra cosa que el desnudo y mal iluminado techo del vehículo, aquellas máquinas aparentemente absurdas y la delgada cara de Alyce.

—Escucha, Alyce.

—Aquí me tienes.

—Nunca te he contado la auténtica historia de mi familia.

—Joan…

—Si no salgo de esta —dijo—, dile a mi hija de dónde venimos.

Alyce asintió, muy sobria.

—Llegasteis a América como esclavos.

—Mi tatarabuelo se inventó esa historia. Venimos de lo que hoy día es Namibia, no de Windhoek. Éramos San, los que ahora se llaman «bosquimanos». Los bantúes casi nos aniquilan, y en la época colonial nos cazaban como a alimañas. Pero mantuvimos nuestra identidad cultural, al menos en parte.

—Joan…

—Alyce, los estudios de frecuencia genética demuestran que el ADN transmitido por línea materna entre las mujeres San es más diverso que en ninguna otra parte de la Tierra. Lo que esto implica es que los genes San llevan en Sudáfrica más que cualquier otro gen en cualquier otro punto de la Tierra. Los hijos del pueblo San están más cerca de la línea directa que desciende de nuestra abuela común, nuestra Eva mitocondrial…

Alyce asintió.

—Lo comprendo. Así que tu hija es una de las personas más jóvenes del planeta y una de las más viejas. —Le cogió la mano—. Te prometo que se lo diré.

El dolor llegaba ahora en oleadas. Se sentía como si su mente estuviera disolviéndose. Tuvo que hacer un esfuerzo para seguir pensando.

—¿Sabías que, estadísticamente, la mayoría de los nacimientos se producen de noche? Es un antiguo rasgo de los primates: es mejor tener a tu hijo en la seguridad de tu nido, en lo alto de algún árbol.

—Joan…

—Déjame hablar, joder. Hablar me quita el dolor.

—Las drogas son las que te lo quitan.

—¡Au! Esa ha sido diferente. ¿Es que no hay una comadrona en esta puta ambulancia?

—Son paramédicos titulados. No tienes de qué preocuparte.

—Creo que mi hija está impaciente por ver el interior de esta miserable ambulancia.

—Recuerda las clases de preparación. Respira. Empuja.

Joan empezó a respirar aceleradamente. Uf, uf, uf.

Alyce estaba mirando la parte de salida.

—Lo estás haciendo muy bien.

—Y eso que no tengo la pelvis de un australopitecino.

—Qué plasta eres, Joan Useb.

—Ya no, me temo.

—Aquí viene. Aquí viene.

Los huesos y las junturas del cráneo del bebé eran suaves y bajo la presión que sufrían al pasar por el canal natalicio, poseían la capacidad de deformarse. Y era capaz de soportar la falta de oxígeno en el momento del nacimiento. Estos últimos momentos representaban la transformación física más extrema que tendría que soportar hasta el momento de su muerte. Pero su cuerpo estaba inundado de opiáceos y analgésicos naturales.

No sentía dolor, solo una continuación del largo sueño al que su yo, su identidad, había emergido gradualmente.

Un paramédico con un traje espacial levantó al niño, le sopló en la nariz y le dio unas palmadas en el trasero. Un gozoso llanto llenó la ambulancia. Envolvieron apresuradamente al montoncillo de carne en una manta y se lo entregaron a su madre.

Joan, exhausta, maravillada, le tocó la mejilla. El niño volvió la cabeza y sus labios buscaron algo que mamar.

Alyce, sudorosa y exhausta también, estaba sonriendo, como una tía orgullosa.

—Por Dios, mírala… ya está comunicándose con nosotros, a su manera. Ya es humana.

—Creo que quiere mamar. Pero todavía no tengo leche, ¿verdad?

—Deja que lo haga de todos modos —le aconsejó Alyce—. Eso estimulará la producción de oxitocina.

Joan recordó las clases.

—Lo que provocará que mi útero se contraiga, reducirá la hemorragia y me ayudará a expulsar la placenta.

—No se preocupe por eso —dijo uno de los paramédicos—. Ya le hemos inyectado oxitocina.

Joan dejó que la pequeña lamiera el pezón.

—Mira eso. Quiere cogerlo. Y es como si estuviera andando. Siento sus pies.

—Si tuvieras un pecho peludo, probablemente podría sujetarse ya, y puede que hasta subir por él. Y si te movieras de repente, se sujetaría con más fuerza.

—En caso de que me pusiera a corretear por los árboles… Mira, está calmándose.

—Dale veinte minutos más y te sacará la lengua.

Joan se sentía como si estuviera flotando, como si nada fuera real aparte de la casilla frágil que tenía entre los brazos.

—Sé que es todo innato. Sé que estoy reprogramada para no librarme de este pequeño y húmedo parásito. Pero, pero…

Alyce le puso una mano en el hombro.

—Pero es toda tu vida, y no lo habías sabido hasta ahora.

—Sí.

Hubo un pitido. Alyce sacó su móvil del bolsillo. Brillantes imágenes y destellos en movimiento empezaron a brillar sobre su rostro.

Uno de los paramédicos murmuró a Joan:

—Estamos llegando al hospital. No debe tener miedo. Tenemos una entrada segura y aislada.

Joan abrazó a su bebé.

—Así que Lucy, después de atravesar un largo y oscuro túnel, va a tener que pasar por otro.

El paramédico titubeó.

—¿Lucy?

—¿Qué mejor nombre para un primate?

Alyce esbozó una sonrisa cansada.

—Joan, no eres la única que acaba de tener descendencia.

—¿Eh?

—El robot de Ian Maughan ha logrado terminar una réplica perfecta de sí mismo en Marte… Se ha reproducido. A juzgar por su mensaje, está muy contento.

—¿Te ha enviado un mensaje?

—Ya conoces a los tipos como él. El resto del mundo puede irse al garete mientras su último juguete haga lo que debe… Oh, los terroristas han matado al pitecino de Alison. Imagino que pensaban que era una abominación. Me pregunto lo que pensaba él.

—Supongo que solo quería seguridad, como todos.

Miró a su bebé. Un mundo había empezado, instantes atrás. Mientras otro terminaba.

—Hemos estado cerca, ¿no crees, Alyce? La conferencia, el manifiesto… podría haber funcionado, ¿no?

—Sí, eso creo.

—Solo que no tuvimos tiempo.

—Sí, ni suerte. Pero hay que tener esperanzas, Joan.

—Sí. Eso siempre.

La ambulancia se detuvo. Las puertas se abrieron de repente y entró aire fresco. Subieron más paramédicos y apartaron a Alyce para subir a Joan a una camilla. Trataron de llevarse al bebé pero ella no les dejó.

Los geólogos sabían desde hacía tiempo que se avecinaba un evento volcánico importante.

La de Rabaul en 2031 no fue la peor erupción conocida, ni siquiera la peor de los tiempos históricos. Sin embargo, fue mucho peor que la del Pinatubo en las Filipinas, en 1991, que había provocado un enfriamiento de medio grado en toda la Tierra. Fue peor que la explosión del Tambora en Indonesia, en 1815, que provocó el «año sin verano» en América y Europa. Fue el mayor evento volcánico desde el siglo VI d. C., y uno de los mayores de los últimos cincuenta mil años. Fue una gran catástrofe.

Los cambios climáticos no eran siempre lentos y proporcionales a sus causas. La Tierra era propensa a sufrir alteraciones dramáticas y drásticas en sus sistemas ecológicos y climáticos. Los efectos de las perturbaciones podían magnificarse, aunque fueran muy pequeñas.

Es lo que ocurrió con Rabaul. Solo que no había sido una pequeña perturbación.

No era culpa de Rabaul. El volcán era solo la punta del iceberg. El extraordinario crecimiento de los humanos lo había sumido todo en una terrible fragilidad. De no haber sido Rabaul, habría sido otro volcán, o un terremoto o un asteroide o cualquier otra cosa.

Pero ahora que los sistemas naturales del planeta estaban desmoronándose, los humanos iban a descubrir que seguían siendo animales que formaban parte del ecosistema; y que si este moría, también lo harían ellos.

Mientras tanto, en Marte, los robots seguían trabajando. Pacientemente, convirtieron la tenue luz del Sol, el polvo rojo y el dióxido de carbono en factorías, que a su vez producían copias de ellos mismos, con patas articuladas y caparazones con células solares y pequeños cerebros de silicio.

Los robots transmitieron la noticia de su avance a sus hacedores, en la Tierra. No hubo respuesta. Pero siguieron trabajando a pesar de todo.

Bajo el cielo anaranjado de Marte las generaciones se sucedían deprisa. Por supuesto, no había replicación, biológica o mecánica, que fuera perfecta. Algunas variaciones funcionaban mejor que otras. De hecho, los robots estaban programados para aprender: para conservar lo que funcionara y eliminar lo demás. Los débiles morían. Los fuertes sobrevivían y transmitían las transformaciones de su diseño a la siguiente generación metálica.

Así habían empezado a operar la variación y la selección.

Los robots siguieron trabajando, hasta que los lechos de los ancestrales mares y cañones quedaron cubiertos por los caparazones metálicos de seres semejantes a insectos.