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La luz moribunda

ROMA, 482 DE LA ERA COMÚN (EC)

I

En Roma, el Sol era brillante, y el aire italiano les parecía líquido a aquellos hombres, acostumbrados a los climas más templados de la Galia. Los inmensos hedores de la ciudad flotaban por todas partes: fuego, comida, y, por encima de todo, los desechos del alcantarillado.

Cuando Honorio lo llevó hasta el Foro, Atalarico trató de no desfallecer.

El viejo y flaco Honorio caminaba con lentitud, envuelto en su sencilla túnica.

—No me esperaba la fuerza de este sol. La luz debió de amoldar a mis antepasados, llenarlos de vigor… ¡Oh! Cómo ansiaba ver este lugar. Es la Vía Sacra, claro. Este es el templo de Castor y Polux, ese el del César Deificado, con el Arco de Augusto a su lado… —Se aproximó a la sombra de una estatua, un héroe ecuestre hecho de bronce, cuyo plinto medía él solo diez o doce veces más que Atalarico, y se apoyó en el mármol, jadeando—. Augusto solía decir que recibió una Roma de ladrillo y entregó una de mármol. El mármol blanco, ese, viene de Luna, al norte, mientras que los de color son de África, Grecia y Asia Menor… destinos menos exóticos de lo que son en nuestros tiempos…

Atalarico escuchaba a su mentor, impasible.

Aquel era el corazón de Roma. Allí era donde se habían hecho los negocios de la ciudad incluso en tiempos de la República. Desde entonces, los líderes y emperadores, hombres tan ilustres como Julio César o Pompeyo, habían buscado prestigio embelleciendo aquel antiguo lugar, que se había convertido en un laberinto de templos, vías procesionales, arcos de triunfo, basílicas, salas de consejos, tribunas y espacios abiertos. La residencia imperial de la Colina Palatina se erguía por encima de todo ello, como un símbolo de poder inapelable.

Pero ahora, claro está, los emperadores, al igual que los republicanos antes que ellos, habían desaparecido.

Aquel día, Atalarico había elegido vestir su mejor metal, la hebilla de bronce con finas líneas de plata y oro repujadas en el dibujo grabado y el broche de oro con filigrana de plata y granates que sujetaba la capa. Sus joyas bárbaras, objeto del desdén de los romanos, atrapaban la luz del fiero sol italiano incluso allí mismo, en el ancestral corazón de su capital. Y para recordarse a sí mismo de dónde venía, llevaba alrededor del cuello el torque de estaño que había dado testimonio de la condición de esclavo de su padre.

Estaba orgulloso de quién era y de quién podía llegar a ser. Y sin embargo, y sin embargo…

Y sin embargo, la escala de todo aquello, para unos ojos acostumbrados a las pequeñas ciudades de la Galia, resultaba asombrosa.

Gran parte de Roma era una ciudad de ladrillo de adobe, madera y escombros reutilizados; el color predominante era el rojo brillante de las tejas que cubrían la mayoría de los edificios residenciales. La población había desbordado hacía mucho las fortificaciones de la ciudad ancestral y los muros todavía más extensos erigidos hacía dos siglos bajo la presión de las invasiones bárbaras. Se decía que antaño, un millón de personas habían vivido allí, en aquella ciudad que gobernaba un imperio de cien millones. Bueno, aquellos días eran cosa del pasado —los suburbios calcinados y abandonados así lo atestiguaban— pero incluso en estos tiempos de penurias, la ciudad todavía resultaba abrumadora, al menos en términos numéricos: había dos circos, dos anfiteatros, once baños públicos, treinta y seis arcos, casi dos mil palacios y un millar de estanques y fuentes alimentados con agua del Tíber por no menos de diecinueve acueductos.

Y en el corazón de aquel mar de tejas rojas y enjambres humanos, se encontraba él, en una inmensa isla de mármol, que no se usaba solo para las columnas y las estatuas, sino para revestir las paredes e incluso pavimentar los suelos.

Pero, a pesar de que grandes espacios del Foro estaban abarrotados de casetas de mercaderes, Atalarico tenía la sensación de que se percibía una gran tristeza. La ciudad ya no estaba bajo el gobierno de los romanos. El señor de Italia era ahora un germano llamado Odoacro, colocado allí por las tropas germanas amotinadas, y Odoacro utilizaba Ravenna, una ciudad del norte perdida en las marismas, como capital. La propia Roma había sido saqueada en dos ocasiones.

Motivado por una crueldad que lo desconcertó, Atalarico empezó a señalar los daños visibles.

—Mira esos plintos, están vacíos. Ha robado las estatuas. Esas columnas se han desplomado y nadie se ha molestado en repararlas. ¡Hasta han robado parte del mármol de las paredes! Roma está en decadencia, Honorio.

—Por supuesto —respondió Honorio con voz seca. Se situó a la sombra de uno de los mencionados plintos—. Por supuesto que la ciudad está en decadencia. Yo mismo he decaído. —Levantó su mano, de un insalubre tono amarillento—. Como tú, joven Atalarico, a pesar de tu arrogancia. Pero, sin embargo, todavía soy fuerte, sigo aquí, ¿no?

—Sí, así es —dio Atalarico con tono más amable—. Y también Roma.

—¿Crees que la naturaleza está en decadencia, Atalarico? ¿Qué todas las formas de vida menguan con las sucesivas generaciones? —Honorio sacudió la cabeza—. Un lugar como este debió de ser construido por hombres con corazones y mentes realmente impresionantes, hombres que no se encuentran en estos tiempos de contiendas y fracturas… hombres que evidente y trágicamente, se han extinguido. Así que recae en nosotros el deber de conducirnos como aquellos que vinieron antes, como aquellos que construyeron el lugar y no como aquellos que querrían derribarlo.

Estas palabras conmovieron a Atalarico. Pero también se dio cuenta de que, de una forma sutil, lo excluían. Atalarico sabía que era buen estudiante y que Honorio lo respetaba por su mente. Por su parte, él tenía razones para proteger al anciano, hasta para sentir cariño por él: por supuesto, de lo contrario, no lo habría acompañado en su peligroso recorrido por Europa en busca de unos huesos ancestrales. Y sin embargo, Atalarico era también consciente de que en el corazón de Honorio existían barreras tan sólidas y duraderas como las grandes paredes de mármol blanco que los rodeaban.

Quienes habían construido aquel poderoso lugar eran los antepasados de Honorio, no los suyos. Para Honorio, hiciera lo que hiciera, Atalarico sería siempre el hijo de un esclavo, y bárbaro por añadidura.

Un hombre se aproximó a ellos. Vestía una túnica tan grandiosa como la de Honorio era humilde, pero su piel era tan oscura como la de una aceituna.

Honorio se apartó del plinto y se irguió. Atalarico se alisó la camisa para que la espada que ceñía al cinto fuera visible.

Con las manos ocultas entre los pliegues de la toga, el hombre los abordó fríamente. En un latín claro pero de marcado acento, dijo:

—Os estaba esperando.

—Pero si no nos conoces —dijo Honorio.

El recién llegado enarcó las cejas y examinó la túnica manchada de Honorio y las joyas extravagantes de Atalarico.

—Esto sigue siendo Roma, señor. Los viajeros de las provincias se reconocen con facilidad. Honorio, soy el hombre al que buscáis. Puedes llamarme Papak.

—Un nombre sasánida, un nombre famoso.

Papak sonrió.

—Veo que sois hombre instruido.

Mientras Papak interrogaba amistosamente a Honorio sobre las dificultades del viaje, Atalarico lo examinó con la mirada. Ya el nombre revelaba muchas cosas: Papak era evidentemente un persa, procedente del grande y poderoso estado que se extendía al este del Imperio superviviente. Y sin embargo, su atuendo era completamente romano, sin más rastro de su origen que el color de su tez y el nombre que llevaba.

Casi con toda seguridad, era un criminal, pensó Atalarico. En aquellos tiempos de disgregación y desorden, quienes se movían en las sombras, mercaderes de codicia, miseria y miedo, prosperaban.

Interrumpió la conversación desenvuelta de Papak:

—Disculpa mi escasa educación —dijo con voz sedosa—. Si no he olvidado mis lecciones de historia de Persia, Papak fue un bandido que le robó la corona a su legítimo propietario.

El persa se volvió hacia él con lentitud.

—Nada de bandido, señor. Un sacerdote rebelde, sí. Un hombre de principios, sí. La vida de Papak no fue fácil; sus decisiones fueron difíciles; su carrera fue honorable. Es un nombre honroso que me enorgullezco de llevar. ¿Os apetece que comparemos la integridad de nuestros linajes? Vuestros antepasados germanos perseguían cerdos por los bosques del norte.

Honorio dijo:

—Caballeros, quizá deberíamos ir al grano.

—Sí —dijo Atalarico con voz tensa—. Los huesos, señor. Estamos aquí para conocer a ese escita y ver sus huesos de héroes.

Honorio le puso una mano en el brazo para aplacarlo. Pero Atalarico captó la intensidad con la que esperaba la respuesta de Papak.

Como esperaba, el persa suspiró y abrió las manos:

—Os prometí que el escita estaría aquí, en la propia Roma. Pero es un hombre de los desiertos del este. Por eso es tan difícil trabajar con él… Pero su falta de arraigo es también la razón de su utilidad, claro. —Se rascó la carnosa nariz con aire de pesar—. En estos tiempos desgraciados, viajar desde el este no es tan seguro como antaño. Y el escita es remiso…

Para irritación de Atalarico, Honorio mordió el anzuelo.

—Siempre ha sido así —dijo el anciano con tono comprensivo—. Siempre fue más fácil tratar con granjeros. Las guerras más coherentes se libran con quienes poseen la tierra. Cuando se alcanza un acuerdo, todos comprenden el significado de las transacciones. Pero con los nómadas siempre es más difícil. ¿Cómo es posible conquistar a un hombre que no conoce el significado de esa palabra?

—Teníamos un acuerdo —intervino Atalarico—. Intercambiamos numerosa correspondencia tras recibir tu catálogo de curiosidades. Hemos cruzado toda Europa para conocer a este hombre, con grandes gastos y corriendo no pocos riesgos. Permite que te recuerde que ya te hemos pagado la mitad de lo convenido. Y ahora nos dejas tirados.

A su pesar, Atalarico se vio impresionado por la exhibición de orgullo herido que hizo Papak: se le hincharon las fosas nasales y su tez cobró un tono más intenso en las mejillas.

—Mi reputación me precede por todo el continente. Incluso en estos tiempos difíciles, hay muchas personas de orden como vos, señor Honorio, que aprecian los huesos de los héroes y bestias del pasado. Es una tradición que se practica en todo el Imperio desde hace mil años. Si alguien sugiere que puedo ser un farsante…

Honorio hizo gestos conciliatorios.

—Atalarico, por favor. Estoy seguro de que nuestro nuevo amigo no pretende engañarnos.

—Simplemente me choca —dijo Atalarico pesadamente— que, en cuanto nos encontramos, sus promesas se evaporan como el rocío de la mañana.

—No es mi intención renegar de lo convenido —dijo Papak con tono indignado—. El escita es… un hombre difícil. No puedo trasladarlo de acá para allá como si fuera un ánfora de vino, por mucho que lo lamente.

Atalarico gruñó.

—¿Pero?

—Puedo ofreceros un compromiso.

Honorio intervino con tono esperanzado:

—Ahí lo tienes, Atalarico, ¿ves? Sabía que nos pondríamos de acuerdo si teníamos paciencia y fe.

Papak suspiró.

—Me temo que tendréis que viajar un poco más.

—¿Y pagar un poco más, tal vez? —preguntó Atalarico con tono de suspicacia.

—El escita se reunirá con vosotros en una ciudad bastante lejana: la antigua Petra.

—Ah —dijo Atalarico, y un poco más de vida escapó de él.

Atalarico sabía que Petra estaba en Jordania, una tierra que seguía bajo la protección del emperador Zenón de Constantinopla. En aquellos tiempos, eso significaba que estaba a un mundo de distancia. Cogió a Honorio del brazo.

—Maestro, ya basta. Solo está utilizando trucos de tendero. Está tratando de arrastrarnos…

Honorio murmuró:

—Cuando yo era niño, mi padre tenía una tienda delante de nuestra villa. Vendíamos queso y huevos y otros productos de las granjas y comprábamos curiosidades de todo el Imperio y más allá de sus fronteras. Así es como se desarrolló mi aprecio por las antigüedades… y mi olfato para los negocios. ¡Soy viejo pero todavía no estúpido, Atalarico! Estoy seguro de que Papak sabe que puede sacarle mayor partido a esta situación pero, sin embargo, no creo que esté mintiendo en lo fundamental.

Atalarico empezaba a perder la paciencia.

—En casa nos espera mucho trabajo. Tener que cruzar el océano por un puñado de huesos viejos…

Pero Honorio se había vuelto hacia Papak.

—Petra —dijo—. ¡Un nombre casi tan famoso como el de la misma Roma! Tendré muchas aventuras que contarle a mis nietos cuando regrese a Burdigala. Ahora, señor, sospecho que debemos discutir los pormenores del viaje.

Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Papak. Atalarico estudió sus ojos, tratando de calibrar en qué medida era sincera.

Honorio y Atalarico tardaron muchas semanas en llegar a Jordania, consumidas en su mayor parte en tratos con la burocracia del imperio oriental. Todos los oficiales con los que topaban sentían profundas sospechas hacia unos extranjeros procedentes de los restos del antiguo Imperio de Occidente, aunque uno de ellos fuera Honorio, el hijo de un antiguo senador de Roma.

Atalarico se había encomendado el deber de proteger y cuidar a Honorio.

El anciano había tenido un hijo, un amigo de la infancia de Atalarico. Pero Honorio había llevado a su familia, junto con Atalarico, a un festival religioso en Tolosa, al sur de la Galia. El grupo había sido asaltado por unos bandidos. Atalarico, a la sazón un niño, nunca olvidaría la sensación de impotencia que había sentido mientras los bandidos daban una paliza a Honorio, molestaban a su hija y quitaban la vida con total impunidad al valiente niño que había acudido en auxilio de su hermana. ¡Todo un ciudadano romano! ¿Dónde están ahora vuestras legiones? ¿Dónde están vuestras águilas, vuestros emperadores?

Algo se había roto en el interior de Honorio aquel día. Fue como si decidiera alejarse de un mundo en el que los hijos de los senadores necesitaban la protección de los aristócratas godos y los bandidos campaban a sus anchas por el interior de las antiguas provincias romanas. Aunque nunca había descuidado sus deberes familiares y cívicos, se había refugiado cada vez más en el estudio de las reliquias del pasado, los misteriosos huesos y artefactos que hablaban de un mundo desaparecido y habitado por gigantes y monstruos.

Mientras tanto, Atalarico había desarrollado una lealtad cada vez más profunda hacia él. Fue como si ocupara el lugar de aquel hijo perdido, y le había complacido, aunque no sorprendido, la decisión de su padre de encomendarlo a su cuidado como pupilo.

La historia de Honorio era solo una entre el sinfín de pequeñas tragedias similares que habían generado las colosales y implacables fuerzas históricas que estaban transformando Europa. La poderosa estructura política, militar y económica creada por los romanos tenía ya mil años. Antaño se había extendido por Europa, el Norte de África y Asia: los legionarios romanos se habían enfrentado a los habitantes de Escocia en el oeste y a los chinos en el este. El Imperio había florecido en la expansión, escenario de triunfos para generales ambiciosos, ganancias para los mercaderes y esclavos para todos.

Pero cuando la expansión se detuvo, el sistema no pudo seguir sustentándose.

Se llegó a un punto de deflación, en el que cada denarius recaudado se invertía en la maquinaria administrativa y militar. El Imperio se volvió cada vez más complejo y burocrático —y caro de mantener— y las diferencias en el reparto de la riqueza se hicieron grotescas. En tiempos de Nerón, en el siglo I, toda la tierra que se extendía desde el Rin al Éufrates estaba en manos de dos individuos obscenamente ricos. La evasión de impuestos se hizo endémica entre los poderosos y el incremento de los costes recayó sobre los hombros de las clases bajas. La antigua clase media, antaño la columna vertebral del Imperio, declinó, sangrada por los impuestos y sometida a presiones por arriba y por abajo. El imperio se consumió desde dentro.

Ya había ocurrido antes. La gran expansión indoeuropea había borrado numerosas civilizaciones avanzadas y atrasadas. Grandes ciudades yacían ya enterradas en el polvo de la historia, olvidadas.

Aunque el oeste había sido el origen del Imperio, el este había terminado por convertirse en su centro de gravedad. Egipto producía tres veces más trigo que la provincia más rica de África y mientras que las grandes fronteras del oeste eran vulnerables a los ataques de los germanos, los hunos y otros pueblos, el este era una inmensa fortaleza. El constante flujo de recursos desde el este al oeste se había convertido en fuente de tensiones políticas y económicas cada vez más acusadas. Finalmente, ochenta años antes de la visita de Honorio a Roma, se selló una división permanente entre ambas mitades. Después de eso, el colapso del oeste no tardó en llegar.

Constantinopla seguía rigiéndose por la ley romana, y la lengua del estado seguía siendo el latín. Pero, descubrió Atalarico, su burocracia era compleja, enmarañada, más oriental. Era evidente que las relaciones de Constantinopla con las misteriosas naciones que se extendían más allá de Persia estaban influenciando su destino. Al final, no obstante, consiguieron arreglar todo el papeleo, aunque no sin que las cada vez más modestas reservas de oro de Honorio sufrieran una nueva merma. Se unieron a un grupo de peregrinos, la mayoría de ellos aristócratas menores de las tierras occidentales que viajaban a Tierra Santa. Desde allí viajaron a caballo y en camello hacia el interior.

Pero a medida que pasaban los días y la fatiga de Honorio iba en aumento, Atalarico se sentía cada vez más arrepentido de no haber conseguido convencer a su mentor de que regresara a Roma.

Petra era una ciudad hecha de roca.

—Es extraordinario —dijo Honorio. Desmontó apresuradamente y se aproximó a los gigantescos edificios—. De lo más extraordinario.

Atalarico bajó de su caballo. Con una última mirada a Papak y los porteadores, que en ese momento estaban llevando los caballos al abrevadero, siguió a su mentor. Hacía mucho calor y, en aquella atmósfera reseca y polvorienta, Atalarico no se sentía protegido por el atuendo suelto y blanco que Papak le había proporcionado.

Enormes tumbas y templos emergían de una estepa tan árida que era casi un desierto. Pero Atalarico vio que seguía siendo una ciudad bulliciosa. Un complejo sistema de canales, tuberías y cisternas recogía y almacenaba agua para las huertas, los campos y la propia ciudad. Y, sin embargo, la gente parecía empequeñecida por los grandes monumentos que la rodeaban, como si hubieran ido menguando con el paso del tiempo.

—Antaño, este lugar era el centro del mundo —murmuró Honorio—. Hubo una pugna por la primacía entre Asiría, Babilonia, Persia y Egipto, centrada en esta región, porque Petra, con los nabateos, controlaba el comercio entre Europa, África y el este. Era una posición extraordinariamente poderosa. Y bajo el dominio de los romanos, se hizo aún más rica.

Atalarico asintió.

—¿Y por qué acabó Roma dominando el mundo? ¿Por qué no Petra?

—Creo que puedes ver la respuesta a nuestro alrededor —dijo Honorio—. Mira.

Atalarico no veía nada más que unos pocos árboles luchando por la vida entre matorrales, plantas herbáceas y hierbajos. Varias cabras, vigiladas por un muchacho andrajoso de ojos grandes, mordisqueaban las ramas más bajas.

Honorio dijo:

—Antaño esto era un gran bosque, dominado por robles y pistachos. Eso dicen los historiadores. Pero los árboles fueron talados para construir casas y para hacer la argamasa para las paredes. Ahora las cabras se alimentan de lo poco que queda y el suelo, agotado, se reseca y se lo lleva el viento. Y a medida que la tierra se empobrece, a medida que los pozos se secan, la gente se marcha o muere de hambre. Si Petra no existiera ya, no podría levantarse ahora, porque el medio es demasiado pobre para sustentarla. Dentro de pocos siglos será abandonada del todo.

Una opresiva sensación de malestar embargó a Atalarico.

—¿Cuál es el propósito de tan magníficos montones de piedras, de todas las vidas que deben de haberse consumido en su construcción, si al final la gente perece de hambre y miseria y todo ha de quedar reducido a escombros?

Honorio dijo con tono sombrío:

—Puede que un día, la propia Roma no sea más que un escenario lleno de escombros, de monumentos caídos, habitado por gente harapienta que conduzca sus rebaños por la Vía Sacra, sin llegar a entender las poderosas ruinas que los rodean.

—Pero aunque las ciudades aparezcan y desaparezcan, hay hombres que pueden ser amos de su propio destino —murmuró Papak. Se les había acercado y estaba escuchándoles con mucha atención—. Y aquí viene uno de ellos, creo.

Un hombre estaba aproximándose a ellos desde la ciudad. Era de gran estatura y vestía unas prendas de tejido negro ajustadas a su cuerpo y sus piernas. Una tela de color carmesí le cubría la cabeza y gran parte del rostro. El polvo parecía arremolinarse alrededor de sus pies. A Atalarico le dio la impresión de que había algo extraño en él, como si fuera una figura salida de otro tiempo.

—Tu escita, si no me equivoco —murmuró Honorio.

—En efecto —dijo Papak.

Honorio se irguió y se recogió los pliegues de la túnica. Atalarico sintió un momento de orgullo, aderezado por una punzada de envidia o quizá de inferioridad. Por imponente que fuera aquel desconocido, Honorio era un ciudadano romano, inferior a ningún hombre sobre la faz de la Tierra.

El escita se quitó la tela que le cubría el rostro y la cabeza, esparciendo un poco más de tierra. Poseía un rostro aquilino, repleto de planos angulosos. Para asombro de Atalarico, tenía el cabello tan rubio como un sajón.

Honorio murmuró a Papak:

—Ofrécele nuestros saludos y asegúrale que solo las mejores intenciones nos…

Papak lo interrumpió:

—Estos hombres del desierto no tienen tiempo para delicadezas, señor. Quiere ver tu oro.

Atalarico refunfuñó:

—No hemos recorrido un camino tan largo para dejarnos insultar por una mosca de la arena.

Honorio puso cara de espanto.

—Atalarico, por favor. El dinero.

Con una mirada furiosa al escita, Atalarico abrió su manto y mostró una bolsa de oro. Le arrojó una moneda al escita, quien la probó con los dientes.

—Y ahora —susurró Honorio—, los huesos. ¿Es cierto? Mostrádmelos, señor. Mostrádmelos…

No hizo falta que tradujeran sus palabras. El escita sacó un fardo envuelto en tela de un bolsillo. Con sumo cuidado, empezó a abrirlo, y dijo algo en su propia y líquida lengua.

—Dice que es un gran tesoro —murmuró Papak—. Dice que viene de más allá del desierto, junto con la arena de oro, donde los huesos de los grifos…

—Ya conozco los grifos —dijo Honorio con voz tensa—. No me interesan.

—De más allá de la tierra de los persas y más allá de las tierras de los guptas. No es fácil de traducir —dijo Papak—. Su forma de entender la posesión de la tierra no es como la nuestra y sus descripciones son detalladas y específicas.

Finalmente —con el sentido de la oportunidad de un tendero, pensó Atalarico con cinismo— el escita terminó de abrir los vendajes. Había un cráneo allí.

Honorio soltó un jadeo y le faltó poco para caer sobre el fragmento.

—Es un hombre. Pero no es como nosotros.

En el transcurso de su educación, Atalarico había visto gran cantidad de cráneos humanos. La cara chata y las mandíbulas de aquel cráneo eran perfectamente humanas. Pero no había nada humano en la gruesa protuberancia de hueso que coronaba la frente o la cavidad cerebral, tan pequeña que podría haberle cabido en la mano.

—He soñado con poder estudiar una reliquia como esta —dijo Honorio casi sin aliento—. ¿Es cierto, como escribió Tito Lucrecio Caro, que los primeros hombres podían vivir en cualquier medio, aunque no conocían el vestido ni el fuego? ¿Qué viajaban en grupos, como animales, y que dormían en el suelo o sobre nidos de madera? ¿Qué podían comer cualquier cosa y raramente enfermaban? Oh, debéis venir a Roma, señor. ¡Debéis venir a la Galia! Porque hay una cueva allí, una cueva en la costa del océano, donde he visto, he visto…

Pero el escita, quizá ensimismado por el oro que todavía no estaba al alcance de su mano, no estaba escuchando. Sostuvo el fragmento en alto, como si fuera un trofeo.

El cráneo del Homo erectus, pulido por el paso de un millón de años, resplandecía bajo la luz del Sol.

II

A instancias de Honorio, el escita aceptó finalmente acompañarlos a Roma. Papak también fue, como intérprete, y para consternación de Atalarico, también dos de los porteadores que habían utilizado en el desierto.

Atalarico abordó a Papak durante la travesía de regresó a Italia.

—Estás sangrando la bolsa del viejo. Conozco a los de tu calaña, persa.

Papak no se inmutó.

—Pero si somos iguales. Yo me quedo con su dinero, tú vacías su mente. ¿Qué diferencia hay? Los jóvenes siempre se han aprovechado de la riqueza de los viejos de un modo o de otro. ¿No es verdad?

—He jurado que lo llevaría a casa sano y salvo, y es lo que haré, al margen de tus ambiciones.

Papak se rio en voz baja.

—No le deseo ningún mal a Honorio. —Señaló al impasible escita—. Le he dado lo que quería, ¿no?

Pero el comportamiento del escita, que estaba observando con mirada fría la conversación que mantenían, indicaba a Atalarico que no iba a dejarse utilizar como una propiedad, ni siquiera temporalmente.

No obstante, la presencia de aquel morador del desierto despertó incluso la curiosidad de Atalarico.

En los alrededores de Roma pasaron la noche en una villa alquilada por Honorio.

Situada en una loma en las afueras de la ciudad propiamente dicha, era un diseño típico del período imperial, extraído de las tradiciones etrusca y griega. La casa estaba construida como una serie de aposentos agrupados alrededor de tres de los cuatro lados de un atrio abierto. En la parte trasera había un comedor y otras salas de uso diverso. Dos de ellas, orientadas a la calle, se habían acondicionado para servir de tiendas. Honorio le explicó que era algo frecuente en tiempos del Imperio y le recordó la tienda que su propia familia había regentado en el pasado.

Pero, al igual que la ciudad que se extendía frente a ella, la villa había conocido días mejores. Las pequeñas tiendas estaban cerradas y sus entradas cegadas con tablones. Alguien había excavado el impluvium, el estanque central que ocupaba en el centro del atrio, aparentemente para extraer las tuberías de plomo que antaño recogían las aguas de lluvia.

Honorio se encogió de hombros al ver aquella decadencia.

—El lugar perdió gran parte de su valor cuando se produjeron los saqueos. Demasiado alejado de la ciudad, era difícil de defender. Por eso he podido alquilarlo tan barato.

Aquella noche, en medio de aquella grandeza maltrecha, cenaron juntos. Hasta el mosaico del suelo del comedor estaba en mal estado. Parecía que los ladones se habían llevado todas las teselas que contuvieran pan de oro.

La comida representaba la mezcla pan-euroasiática que había seguido a la expansión de las comunidades agrícolas. Los platos principales eran el trigo y el arroz, dos productos cultivados desde el principio por los anatolios, pero suplementados con membrillo del Cáucaso, mijo de Asia central, calabaza, sésamo y limón de la India y melocotones y albaricoques de China. Aquella dieta transcontinental era un milagro cotidiano que se producía sin que aquellos que la disfrutaban fueran conscientes.

Al día siguiente llevaron al escita a la ciudad.

Pasearon por el Palatino, el Capitolio y el Foro. El escita miraba a su alrededor con sus ojos rasgados y brillantes, como si estuviera evaluando, midiendo. Llevaba su atuendo desértico de tela negra con el pañuelo escarlata alrededor de la cabeza. Debía de resultarle molesto en el húmedo aire de Roma, pero no dio muestras de incomodidad.

Atalarico murmuró a Papak:

—No parece muy impresionado.

Entonces el escita dijo algo en su brusca y antigua lengua y Papak tradujo al instante:

—Dice que ahora comprende por qué los romanos tenían que llevarse esclavos, oro y comida de su tierra.

Aquello pareció complacer de algún modo a Honorio.

—Puede que sea un salvaje pero no es ningún necio. Y no se deja intimidar ni por la poderosa Roma. Bien por él.

Más allá de las zonas monumentales, la Roma central era un laberinto confuso de calles y callejones, estrechas y sombrías, el producto de más de un millar de años de urbanismo controlado. Muchas de las residencias que había allí tenían cinco o seis pisos de altura. Construidas por terratenientes sin escrúpulos, decididos a sacarle rendimiento hasta el último centímetro cuadrado de terreno disponible, parecían demasiado altos e inseguros. Al caminar por aquellas calles cubiertas de desperdicios y sin pavimentar, con edificios tan próximos que casi llegaban a tocarse por encima de sus cabezas, a Atalarico le daba la impresión de estar recorriendo una inmensa red de alcantarillas, como una de las famosas cloacae que discurrían entre Roma y el Tíber.

Las multitudes de las calles se cubrían el rostro con máscaras de gasa empapadas en aceite o especias. Hacía poco que se había declarado una epidemia de viruela. Las enfermedades eran una amenaza constante: la gente hablaba todavía de la poderosa plaga de Antonino, sucedida tres siglos antes. En los milenios transcurridos desde la muerte de Juna, los avances médicos apenas habían logrado frenar la marcha de las poderosas enfermedades. Inmensas rutas comerciales habían unido las poblaciones de Europa, el norte de África y Asia en una única y colosal reserva microbiótica y la tendencia de la gente a apiñarse en ciudades inmensas sin sistemas sanitarios había agravado el problema. A lo largo de todo el período imperial, las ciudades habían recibido un flujo constante de inmigrantes procedentes de los campos para reemplazar a los que morían, y, de hecho, las poblaciones urbanas no alcanzarían una tasa vegetativa positiva hasta el siglo XX.

Aquel lugar abarrotado era una consecuencia patológica de la revolución agrícola, un espacio en el que la gente se apiñaba como si fueran hormigas en lugar de primates.

Fue casi un alivio llegar a un área que había sido incendiada durante uno de los saqueos. Aunque la destrucción tenía ya décadas de antigüedad, aquel barrio incinerado nunca se había reconstruido. Pero al menos allí, entre los escombros, Atalarico podía ver el cielo sin que los edificios mugrientos le taparan la vista.

Honorio dijo al persa:

—Pregúntale qué piensa ahora.

El escita se volvió y recorrió con la mirada las filas de edificios residenciales apiñados. Respondió con un murmullo y Papak tradujo sus palabras:

—Qué extraño es que vuestro pueblo haya decidido vivir en acantilados, como las gaviotas. —El desprecio que transmitía su voz no había pasado inadvertido a los oídos de Atalarico.

Cuando regresaron a su villa, Atalarico descubrió que le habían robado limpiamente la bolsa que llevaba al cinto. Estaba furioso, tanto consigo mismo como con el ladrón. —¿Cómo se suponía que iba a cuidar de Honorio si ni siquiera podía hacerlo de su propia bolsa?— pero sabía también que debía sentirse agradecido de que el invisible bandido no le hubiera abierto también el vientre y le hubiera robado la vida.

Al día siguiente, Honorio dijo que saldrían al campo, a ver lo que llamaba el museo de Augusto. Así que montaron en carromatos y salieron a las granjas que rodeaban a la ciudad.

Llegaron a lo que en su momento debía de haber sido un pequeño pueblo de veraneo para gente adinerada. Una muralla de adobe contenía un puñado de villas, junto a varios edificios de aspecto miserable que en su día albergarían a los esclavos.

Era evidente que el lugar estaba abandonado. La muralla exterior tenía una brecha y aquellos edificios que no habían sido pasto de las llamas, habían sucumbido al saqueo.

Honorio, que llevaba un mapa garabateado en la mano, los llevó al interior del complejo, murmurando y girando el mapa en todas direcciones.

Una tupida vegetación se había abierto camino por entre los mosaicos y teselas del suelo, y las paredes ennegrecidas estaban cubiertas por enredaderas. Debía de haber sido terrible, pensó Atalarico, cuando la fuerza del milenario Imperio había cedido al fin y no había podido proteger a sus ciudadanos. Pero la presencia de la vegetación nueva en medio de la decadencia resultaba extrañamente tranquilizadora. Hasta reconfortaba pensar que dentro de pocos siglos, a medida que la naturaleza reclamara el lugar, no quedaría de él más que unos mojones en el suelo y algunas piedras de forma extraña que podrían romper el arado de un campesino poco cuidadoso.

Honorio los condujo hasta un edificio que se levantaba en el centro del complejo. Puede que hubiese sido un templo en su momento, pero estaba tan consumido y en ruinas como los demás. Los porteadores tuvieron que arrancar una maraña de plantas trepadoras y hiedras. Honorio removió los restos del suelo. Finalmente, con un grito de triunfo, encontró un hueso, una escápula del tamaño de un plato llano.

—¡Lo sabía! Los bárbaros se llevaron el oro mezquino, la plata brillante, pero ignoraron los verdaderos tesoros que había aquí.

Al ver el hallazgo de Honorio, los demás empezaron a excavar entre la vegetación y la tierra con el entusiasmo de auténticos prospectores. Hasta los perezosos porteadores parecían inflamados de curiosidad intelectual, puede que por vez primera en toda su vida. Muy pronto, todos estaban desenterrando huesos enormes, colmillos e incluso cráneos malformados. Fue un momento extraordinariamente emocionante.

Honorio dijo:

—¡Esto era antes un museo de huesos, fundado por el propio Emperador Augusto! Su biógrafo, Suetonio, cuenta que primero estuvo en la isla de Capri. En tiempos posteriores, uno de los sucesores de Augusto trasladó aquí las mejores piezas. Algunos de los huesos han sufrido graves daños. Mirad este… salta a la vista que son muy antiguos, y han recibido un trato muy poco apropiado.

Entonces encontró una placa de arenisca roja, en cuyo interior se veían varios objetos atrapados de color blanco. Tenía el tamaño de una tapa de ataúd y era tan pesada que los porteadores tuvieron que ayudarlo a levantarla.

—Ahora, mi señor escita, espero que reconozcáis a este hermoso caballero.

El escita sonrió. Atalarico y los demás se reunieron a su alrededor para ver.

Los fragmentos blancos suspendidos en aquella matriz roja eran huesos: los restos esqueléticos de una criatura atrapada en la roca. La criatura debía de haber sido tan ancha como alto era Atalarico, poseía grandes patas traseras, costillas claramente visibles que brotaban de su columna vertebral y unos antebrazos delanteros plegados delante del pecho. Su cola era muy larga, casi como la de un cocodrilo, pensó Atalarico. Pero lo más asombroso era la cabeza. Las fauces eran colosales, con una gran cuenca de hueso vacía y una mandíbula poderosa alojada debajo de lo que parecía un pico de ave. Dos cuencas vacías los observaban desde las sombras del tiempo.

Honorio estaba mirándolo, con un resplandor en los viejos ojos.

—¿Y bien, Atalarico?

—Nunca había visto nada parecido —dijo Atalarico, casi sin voz—. Pero…

—Pero sabes lo que es.

Debía de ser un grifo: los legendarios monstruos de los desiertos orientales, de cuatro patas y una enorme cabeza de ave. Las imágenes de los grifos estaban presentes en la escultura y la pintura desde hacía al menos un milenio.

Entonces el escita empezó a hablar, con palabras rápidas y fluidas, y Papak tuvo que esforzarse para traducirlas sin perder el hilo.

—Dice que su padre, y el padre de su padre antes que él, recorrían los desiertos del este en busca del oro que baja de las montañas. Y que los grifos lo guardan. Ha visto sus huesos por todas partes, entre las rocas, igual que este…

—Tal como Herodoto describió —dijo Honorio.

Atalarico dijo:

—Pregúntale si ha visto alguno vivo.

—No —dijo el escita, traducido por Papak—, pero ha visto sus huevos muchas veces. Son como los pájaros que ponen sus huevos en sus nidos, solo que en el suelo.

Atalarico murmuró:

—¿Cómo llegó esta bestia a la roca?

Honorio sonrió.

—Acuérdate de Prometeo.

—¿Prometeo?

—Para castigarlo por haber dado el fuego a los hombres, los antiguos dioses encadenaron a Prometeo a una montaña en los desiertos orientales, un lugar guardado por grifos mudos. Esquilo cuenta que los deslizamientos de tierra y las lluvias enterraron su cuerpo, que pasó largas eras atrapado hasta que el desgaste de la roca lo sacó a la luz… ¡He aquí una bestia prometéica, Atalarico!

Siguieron charlando mientras rebuscaban entre los huesos. Eran todos extraños, gigantescos, distorsionados, irreconocibles. Muchos de aquellos restos pertenecían en realidad a rinocerontes, jirafas, gacelas, elefantes, leones y chalicotheres, los enormes mamíferos del Pleistoceno, sacados a la luz por la acción de las fuerzas tectónicas de aquel lugar, donde África avanzaba lentamente hacia Asia. Lo mismo que en Australia, lo mismo que en todo el mundo, ocurría aquí: la gente había olvidado lo que había perdido y solo quedaban vestigios y recuerdos distorsionados de aquellos gigantes.

Y mientras los hombres discutían y manoseaban los fósiles, el cráneo del protoceratops, —un dinosaurio que había quedado atrapado en una tormenta de arena pocos siglos antes del nacimiento de Purga— los contemplaba con la ciega calma de la eternidad.

—Estos son testimonios escritos por Hesiodo y Homero y muchos otros, pero transmitidos por generaciones de narradores de historias antes de ellos.

»Antes de la aparición del hombre moderno, la Tierra estaba vacía. Pero el suelo primordial engendró a la raza de los titanes. Los titanes eran como hombres, solo que inmensos. Prometeo era uno de ellos. Cronos los engañó para que mataran a su padre. Pero su sangre engendró la siguiente generación, los gigantes. En aquellos tiempos, poco después de la aparición de la propia vida, había mucho caos en la sangre, y las generaciones de gigantes y monstruos proliferaron.

Estaban sentados en el atrio ruinoso de la villa alquilada. El aire seguía caluroso a pesar de que ya era tarde, pero el vino, el zumbido de los insectos y el exuberante e insólito verdor que envolvía el atrio volvían el lugar cálido y acogedor. Y en aquel lugar en ruinas, entre vaso y vaso de vino, Honorio estaba tratando de convencer al hombre del desierto de que siguiera viajando con ellos: por todas las ruinas del Imperio, hasta el extremo del océano del mundo. Así que le contaba historias sobre el nacimiento y la muerte de los dioses.

Otra generación de vida había pasado y nuevas formas habían emergido. Los titanes Cronos y Gea dieron a luz a los futuros dioses del Olimpo, entre ellos el Júpiter de los romanos. Algún tiempo más tarde, Júpiter encabezó una rebelión de los dioses contra los titanes más viejos, los gigantes y los monstruos. Fue una guerra por la supremacía del cosmos.

—La tierra quedó destrozada —susurró Honorio—. Emergieron islas desde las profundidades. Se hundieron montañas en el mar. Los ríos se secaron o cambiaron de curso e inundaron la tierra. Y los huesos de los monstruos quedaban enterrados allí donde caían.

»Ahora bien —continuó—. Los filósofos naturalistas siempre han refutado los mitos. Ellos buscan las causas naturales que conforman las leyes naturales, y puede que tengan razón. Pero a veces llegan demasiado lejos. Aristóteles asegura que las criaturas siempre tienen descendencia idéntica a sí mismas, que todas las especies de la vida están fijas para toda la eternidad. ¡Qué nos explique los huesos de gigante que hemos desenterrado del suelo! ¡Aristóteles no debió de ver un solo hueso en toda su vida! Puede que la cosa que vimos en las rocas del museo no fuera un grifo. Pero ¿no resulta evidente que los huesos son viejos? ¿Cuánto puede tardar la arena en convertirse en roca? ¿Qué hemos visto en esa losa sino la prueba de una época diferente en el pasado?

«Mirad detrás de las historias. Escuchad la esencia de lo que nos dicen los mitos: que la Tierra estaba poblada en el pasado por criaturas diferentes, especies que a veces se multiplicaban como nosotros y otras engendraban híbridos y monstruos radicalmente diferentes a sus padres. ¡Cómo demuestran los huesos! Sean cuales sean los hechos concretos, ¿no es evidente que los mitos contienen algo de verdad? Pues son el producto de mil años de estudio de la Tierra y de la contemplación de su significado. Y sin embargo, sin embargo…»

Atalarico puso una mano en el brazo de su amigo.

—Calma, Honorio. Estás hablando bien. No hay necesidad de gritar.

Honorio, temblando de pasión, dijo:

—Lo que sostengo es que no podemos ignorar los mitos. Puede que sean recuerdos, los mejores recuerdos que tenemos, sobre los grandes cataclismos y los tiempos extraordinarios del pasado, presenciados por hombres que tal vez comprendieran muy poco de lo que estaban viendo, por hombres que tal vez ni siquiera fueran hombres del todo. —El gesto de incredulidad de Atalarico no le pasó inadvertido—. ¡Sí, medio hombres! —Sacó el cráneo que el escita le había dado, con su rostro humano y su cráneo de simio—. Un humano que no es humano. Es el mayor misterio de todos. ¿Qué hubo antes de nosotros? ¿Qué puede responder a esa pregunta sino los huesos? Señor escita, ¿me has dicho que este cráneo viene del este?

Papak tradujo:

—El escita no sabe dónde se originó. Pasó por muchas manos, viajando en dirección al oeste, hasta llegar a las tuyas.

—Y con cada transacción —murmuró Atalarico con algo parecido al sarcasmo—, su precio aumentó, sin duda.

Papak enarcó una ceja al oírlo.

—Se dice que en la tierra de los hombres de tez pálida y ojos rasgados, al este, los huesos como este abundan mucho. La gente los utiliza para hacer medicinas y encantamientos y para enriquecer los campos.

Honorio se inclinó hacia delante.

—Así que ahora sabemos que en el este vivió una raza de hombres con forma humana y cráneo pequeño. Hombres animales. —Le temblaba la voz—. ¿Y qué me dirías si te dijera que al otro extremo del mundo, en el oeste, existió también una raza de pre-hombres, hombres con cuerpo de oso y una frente como el casco de un centurión?

Atalarico estaba estupefacto; Honorio nunca le había mencionado tal cosa.

El escita empezó a hablar. Sus suaves vocales y apagadas consonantes parecían una canción, apenas perturbada por la torpe traducción de Papak, una canción del desierto que se insinuaba en la húmeda noche italiana.

—Dice que antes había muchas clases de gente. Todas las demás han desaparecido, pero todavía viven en las historias y las canciones de los moradores de los desiertos y las montañas. Dice que hemos olvidado. Antes el mundo estaba lleno de hombres diferentes y animales diferentes. Pero hemos olvidado.

—¡Sí! —exclamó Honorio y de improviso se puso en pie, excitado—. ¡Sí, sí! Lo hemos olvidado casi todo, salvo los vestigios distorsionados que aún se conservan en los mitos. Es una tragedia, una agonía de soledad. Vaya, tú y yo, mi señor escita, hemos olvidado casi cómo hablar entre nosotros. Y sin embargo, tú entiendes, igual que yo, que flotamos, como marineros en una almadía, sobre un gran mar de tiempo por descubrir. ¡Ven conmigo! Debo enseñarte los huesos que he descubierto… ¡Oh, ven conmigo!

III

Atalarico y Honorio venían de Burdigala, una ciudad del reino godo que, a sus escasos treinta años, reunía gran parte de lo que antaño habían sido las provincias romanas de Galia e Hispania. Para regresar a su hogar tuvieron que atravesar el mosaico de territorios que había emergido a medida que la dominación romana desaparecía de Europa occidental.

Las relaciones entre Roma y las belicosas tribus germánicas del norte llevaban tiempo siendo problemáticas, pues los germanos ejercían una presión intensa y constante sobre la larga y vulnerable frontera septentrional del Imperio. Durante siglos, el Imperio había utilizado germanos como mercenarios y por lo menos una tribu entera había recibido permiso para establecerse dentro de sus fronteras, con el compromiso de luchar como aliada de Roma frente a los enemigos comunes que vivían más allá de ellas. Así que el Imperio se había convertido en una especie de cascarón, habitado y controlado, no por los romanos, sino por los germanos más vigorosos, los godos y los vándalos.

Con el incremento de la presión en sus fronteras —resultado indirecto de la poderosa expansión de los hunos desde Asia— se habían esfumado los últimos elementos del control romano. Los gobernadores y la administración habían desaparecido y los últimos soldados romanos, aferrados a sus puestos, mal pagados y equipados, desmoralizados, habían sido incapaces de impedir el desplome del orden.

Así había caído el Imperio de Occidente, casi sin fuegos de artificio. Nuevas naciones habían emergido de sus escombros, y los esclavos se habían convertido en reyes.

Así que, desde el reino de Odoacro, que se extendía por Italia y por los restos de las antiguas provincias de Rhaetia y Noricum al norte, Atalarico y Honorio atravesaron el reino de los burgundios, que englobaba casi todas las tierras del Rhur, al este de la Galia, y el reino de Soissons, en el norte de Francia, antes de regresar al fin al reino occidental de los godos. Atalarico había temido que aquel recorrido por el agonizante corazón del viejo Imperio pudiera dejarlo abrumado por la inferioridad de los humildes logros de su pueblo. Pero cuando llegó a su hogar, descubrió que había ocurrido justamente lo contrario. Tras la ruinosa grandeza de Roma, Burdigala parecía pequeña, provinciana, primitiva, incluso fea. Pero estaba en expansión. En el área que rodeaba al puerto se veían grandes obras nuevas y el propio puerto estaba abarrotado de naves.

Roma era magnífica, sí, pero estaba muerta. Aquello era el futuro: su futuro, para labrarlo con sus propias manos.

El tío de Atalarico, Teodorico, era un pariente lejano de Eurico, rey godo de Galia e Hispania. Teodorico, que albergaba grandes ambiciones para su familia, había establecido una especie de corte satélite en una vieja y extensa villa romana de las afueras de Burdigala. Cuando se enteró de que Honorio y Atalarico habían regresado acompañados por visitantes de tierras exóticas, insistió inmediatamente en que se alojaran en su villa y empezó a planear una serie de actos sociales para poder mostrar a los visitantes, así como hacer gala de los logros y viajes de su sobrino.

En ocasiones como estas, Teodorico recibía a miembros de la nueva nobleza goda y también a aristócratas romanos.

Aunque el Imperio hubiera perdido el control político, su milenaria cultura pervivía aún. Los nuevos amos germanos parecían ansiosos por aprender de los romanos. El rey Eurico había ordenado que las leyes de su reino fueran recopiladas y redactadas en latín por juristas romanos; era para estudiar este cuerpo jurídico que Atalarico había sido encomendado a la tutela de Honorio. Y, mientras tanto, la antigua aristocracia terrateniente del Imperio seguía viviendo entre los recién llegados. Muchos de ellos, que habían tenido siglos para acumular tierras, seguían siendo ricos y poderosos incluso ahora.

Tras haber visitado la propia Roma, a Atalarico le resultaba irónico ver a los herederos togados de aquellas antiquísimas familias, muchos de los cuales ostentaban todavía títulos del Imperio, entre clanes de salvajes ataviados de cuero, caminando por salas cuyos gentiles frescos y mosaicos estaban ahora cubiertos por la tosca imaginería de un pueblo de guerreros, hombres a caballo con sus yelmos, sus escudos y sus lanzas. Podía argüirse —de hecho, Honorio así lo hacía— que con su sistemática codicia, practicada a lo largo de siglos enteros, aquellas criaturas exquisitas habían destruido el mismo Imperio que las había creado. Pero para los aristócratas, el reemplazo de la vasta superestructura imperial por el nuevo mosaico de jefes godos y burgundios no había supuesto un cambio significativo en unas vidas de lujo.

De hecho, para algunos de ellos, parecía que el colapso del Imperio había supuesto la aparición de oportunidades muy lucrativas.

Como trofeo que mostrar a sus invitados, el escita resultó mucho menos satisfactorio de lo que Teodorico había esperado. El atrio, los elaborados jardines y las salas de la villa parecían inspirarle repugnancia. Prefería pasar el tiempo en la habitación que Teodorico había puesto a su disposición. Pero ignoró la cama y el resto del mobiliario, extendió la manta que llevaba siempre consigo sobre el suelo y, utilizando las sábanas, montó una especie de tienda. Fue como si hubiera traído el desierto a la Galia.

Si el escita supuso una decepción social, Papak fue todo un éxito, como Atalarico, amargamente, sospechaba. Arrastrando consigo un aroma de exotismo, el persa se movía con suavidad entre los invitados de Teodorico, fueran bárbaros o ciudadanos. Flirteaba de forma extravagante con las mujeres y cautivaba a los hombres con sus relatos sobre los peculiares peligros del este. Todo el mundo parecía hechizado por él.

Una de las innovaciones más populares de Papak fue el ajedrez. Era un juego, les explicó, que había sido inventado recientemente en la corte de Persia. Nadie en la Galia lo conocía, y Papak pidió a uno de los artesanos de Teodorico que le tallara un juego de piezas. Se jugaba en un tablero de seis por seis casillas, sobre las que se movían y batallaban piezas con forma de caballos o guerreros. Las reglas eran sencillas pero la estrategia era de una diabólica profundidad. A los godos —que se jactaban de su carácter guerrero, a pesar de que la mayoría de ellos llevaba más de veinte años sin acercarse a un caballo— les encantó la violencia sublimada del nuevo juego. Sus primeros torneos fueron rápidos y sanguinolentos. Pero bajo la hábil tutela de Papak, los mejores jugadores no tardaron en absorber sus sutilezas y las partidas empezaron a prolongarse y a resultar más interesantes.

En cuanto al propio Honorio, era evidente que le molestaba que los juegos de salón de un persa resultaran mucho más interesantes que sus historias sobre huesos viejos. Pero claro, pensaba Atalarico con afecto exasperado, el viejo nunca había tenido talento para las ocasiones sociales y mucho menos para las complejidades de la vida en la corte. Se empeñaba en seguir jugando al backgammon —el «juego de Platón», en sus propias palabras— con viejas brujas de la antigua aristocracia terrateniente.

Unos días después, Teodorico llamó a su sobrino a sus aposentos.

Para sorpresa de Atalarico, Galla estaba allí. Alta, morena, con la clásica nariz prominente que caracterizaba a los romanos de pura cepa, Galla era la esposa de uno de los ciudadanos más prominentes de la comunidad. Pero, a sus cuarenta años, era veinte más joven que él y todos sabían que quien detentaba el poder en aquella casa era ella.

Con expresión grave en el rostro barbudo, Teodorico puso una mano en el brazo de su sobrino:

—Atalarico, necesitamos tu ayuda.

—¿Tienes un trabajo para mí?

—No exactamente. Tenemos un trabajo para Honorio y queremos que lo persuadas de que lo acepte. Deja que te explique…

Mientras Teodorico hablaba, Atalarico sentía los fríos ojos de Galla clavados en él, evaluándolo, con la boca entreabierta. Entre algunos de los últimos romanos circulaba el mito de que los bárbaros eran una raza más joven y vigorosa. Puede que Galla, al explorar la intimidad de unos hombres a los que apenas consideraba otra cosa que salvajes, estuviera buscando una excitación musculosa de la que debía de carecer en su matrimonio con un ciudadano apolillado.

Pero Atalarico, que apenas sacaba cinco años a los hijos gemelos de Galla, no sentía deseos de convertirse en el juguete de una aristócrata decadente. Le devolvió la fría mirada con expresión impasible.

Esta sutil transacción se produjo ante las mismas narices de Teodorico sin que él se percatara de nada.

Galla dijo con voz suave:

—Atalarico, hace apenas tres décadas, una época que yo misma recuerdo, el reino de Eurico seguía siendo un asentamiento federado en el seno del Imperio. Las cosas han cambiado muy deprisa. Pero sigue habiendo barreras muy estrictas entre nuestros pueblos. El matrimonio, la ley, e incluso la Iglesia.

Teodorico suspiró.

—Tiene razón, Atalarico. Hay demasiadas tensiones en esta joven sociedad nuestra.

Atalarico sabía que era cierto. Los nuevos gobernantes bárbaros se regían por sus leyes tradicionales, que consideraban parte de su identidad, mientras que sus súbditos se aferraban a la ley romana que, por su parte, veían como una serie de normas universales. Además, los matrimonios entre ambos pueblos estaban prohibidos. Aunque los dos grupos eran cristianos, los godos seguían las enseñanzas de Arrio, lo que provocaba la hostilidad de los católicos. Y así sucesivamente.

Todo esto representaba una barrera para la asimilación que el Imperio Romano había practicado con tanto éxito durante muchos siglos, una asimilación que había generado estabilidad y longevidad social. Si aquel lugar hubiera seguido bajo el dominio de Roma, Teodorico habría tenido muchas posibilidades de convertirse en ciudadano romano de pleno derecho. Pero los hijos de Galla, en cambio, no eran aceptados como iguales por los godos y se les negaba el acceso al poder.

Atalarico escuchó todo esto con gravedad.

—Es difícil, pero si algo me ha enseñado Honorio es que el tiempo lo cambia todo. Puede que esas barreras acaben por desplomarse por sí solas.

Teodorico asintió.

—Eso mismo creo yo. Te envié a estudiar a una escuela romana, y luego con Honorio. —Se rio entre dientes—. Mi padre nunca habría permitido tal cosa conmigo. ¡No creía en las escuelas! «Si aprendes a temer la vara de un maestro, nunca podrás mirar una espada o una jabalina sin un escalofrío». Para él, éramos guerreros antes que otra cosa. Pero ahora estamos en una generación diferente.

—Por fortuna —dijo Galla—. El Imperio nunca volverá. Pero yo albergo la esperanza de que un día, de la unión de nuestros dos pueblos, aquí y por todo el continente, surja sangre nueva, con nueva fuerza y nueva visión.

Atalarico enarcó las cejas. Algo en su tono le recordaba demasiado a Papak y se preguntó qué estaría tratando de venderle a su tío. Replicó con voz agria:

—Pero, mientras tanto, antes de que llegue ese día maravilloso…

—Mientras tanto, me preocupan mis hijos.

—¿Por qué? ¿Acaso están en peligro?

—De hecho, sí —dijo Galla sin disimular su irritación—. Has estado demasiado tiempo fuera, joven, o has enterrado la cabeza demasiado en los libros de Honorio.

—Se han producido ataques —dijo Teodorico—. Daños en las propiedades, incendios, robos…

—¿Contra los romanos?

—Me temo que sí —suspiró Teodorico—. A mí, que recuerdo cómo era el Imperio, me gustaría preservar lo mejor de él: la estabilidad, la paz, la educación, un sistema legal justo… Pero los jóvenes no saben nada de esto. Como sus antepasados, que llevaron vidas más sencillas en las llanuras del norte, odian lo que saben del Imperio: poder sobre la tierra y los hombres, riquezas de las que están excluidos.

—Así que quieren castigar los que quedan —dijo Atalarico.

Galla dijo:

—El porqué actúan así es poco importante. Lo importante es que hay que detenerlos.

—He reclutado la milicia. Los disturbios pueden sofocarse, pero volverán a estallar en otra parte. Necesitamos una solución a largo plazo. Debemos restaurar el equilibrio. —Teodorico sonrió—. Qué paradoja que haya llegado a creer que es necesario que nuestros romanos vuelvan a ser fuertes.

Atalarico resopló:

—¿Cómo? ¿Dándoles una legión? ¿Resucitando a Augusto de entre los muertos?

—Más sencillo que todo eso —dijo Galla, ignorando su sarcasmo—. Debemos tener un obispo.

Atalarico empezó a entender.

—Así que por eso estoy aquí. Queréis que Honorio sea obispo y que yo lo convenza de que acepte.

Teodorico asintió, complacido.

—Galla, ya te dije que el muchacho era perspicaz.

Atalarico sacudió la cabeza.

—Rehusará el ofrecimiento. Honorio no es… mundano. Le interesan los huesos viejos, no el poder.

—Pero escasean los candidatos, Atalarico —dijo Teodorico—. Perdonadme, señora, pero demasiados romanos se han comportado como unos necios: arrogantes, codiciosos, autoritarios…

—Mi marido entre ellos —dijo Galla con voz templada—. La verdad nunca ofende, mi señor.

Teodorico dijo:

—Honorio es el único que cuenta con el respeto de todos… quizá a causa de su falta de mundaneidad. —Clavó la mirada en Atalarico—. De no ser así, nunca podría haberte encomendado a su tutela.

Galla se inclinó hacia él.

—Entiendo vuestras reticencias, Atalarico. Pero ¿lo intentarás de todos modos?

Atalarico se encogió de hombros.

—Lo intentaré, pero…

La mano de Galla se movió como impulsada por un resorte y le cogió el brazo.

—Mientras viva, Honorio es el único candidato para el puesto. Nadie más podría ocupar su lugar. Mientras viva. Confío en que hagáis lo que esté en vuestra mano para persuadirlo, Atalarico.

De repente, Atalarico fue consciente del poder que poseía: el poder de un Imperio muy antiguo, el poder de una madre furiosa y amenazada. Se zafó de su mano, perturbado por su intensidad.

Honorio se preparó para la última etapa del épico viaje que había concebido por primera vez al conocer al escita en la frontera de los desiertos orientales.

Se formó un grupo para el viaje. El núcleo lo formaban Honorio, Atalarico, Papak y el escita, como hasta entonces. Pero ahora parte de la milicia de Teodorico viajaría con ellos —los campos distaban mucho de ser seguros— junto con un puñado de los jóvenes godos más curiosos e incluso algunos miembros de las antiguas familias romanas.

Y partieron hacia el oeste.

Sin saberlo ellos, estaban rehaciendo los pasos del grupo de Rood en su cacería de hacía treinta mil años, solo que en sentido contrario. Pero el hielo se había retirado hacía tiempo a sus fortalezas septentrionales… hacía tanto, de hecho, que los humanos habían olvidado que había estado allí. Rood no habría reconocido aquella tierra rica y templada. Y la densidad de población lo habría asombrado, tanto como a Atalarico las manadas de mamuts desliándose por un paisaje vacío de humanos de haber podido verlas.

Finalmente se les acabó la tierra. Llegaron a un acantilado de creta. Erosionado por el tiempo, el acantilado miraba al incansable Atlántico. La llanura que había sobre él estaba desnuda casi del todo, salvo por una capa de hierba cubierta de deposiciones de conejo.

Mientras los porteadores descargaban las pertenencias del grupo, el escita se aproximó al borde del acantilado. El viento atrapó su extraño cabello rubio y lo sacudió alrededor de su frente. Atalarico pensó que era una visión muy llamativa. Allí había un hombre que había contemplado el océano de sal del este y que ahora se veía arrastrado al linde occidental del mundo. En su fuero interno, aplaudió la visión de Honorio: al margen de lo que el escita pudiera decir o hacer al ver los huesos, el anciano había creado ya un momento muy notable.

Aunque estaban todos muy fatigados por el viaje desde Burdigala, Honorio estaba impaciente por concluir la excursión. Solo permitió un momento de descanso para comer, beber y darle la debida atención a sus vejigas y vientres. Entonces, con entusiasmo a pesar de su edad, los llevó hacia la cara del acantilado. El resto del grupo fue tras ellos, con la única excepción de los dos porteadores de Papak que, según le pareció a Atalarico, estaban poniendo trampas para cazar algunos de los conejos que infestaban la parte alta del acantilado.

Mientras se dirigían hacia allí, Atalarico trató de hablar con Honorio de la oferta del obispado.

Tenía cierto sentido. A medida que la administración civil del Imperio se iba descomponiendo, la Iglesia, más resistente, se había erigido en bastión de poder y fuerza, y sus obispos habían adquirido estatus y poder. A menudo, estos eclesiásticos se extraían de las filas de la aristocracia terrateniente del Imperio, que poseían instrucción, experiencia administrativa en la gestión de sus grandes fincas y una tradición de liderazgo: puede que sus conocimientos teológicos no fuesen muy grandes, pero eso era menos importante que la sagacidad y la experiencia práctica. En tiempos turbulentos, estos clérigos habían demostrado que podían proteger a la vulnerable población romana pidiendo ayuda a las ciudades, dirigiendo las defensas e incluso dirigiendo a los hombres en el campo de batalla.

Pero, tal como Atalarico esperaba, Honorio rehusó la oferta de plano.

—¿Es que la Iglesia nos quiere devorar a todos? —protestó—. ¿Debe su sombra extinguir todo cuanto hay en el mundo, todo lo que hemos construido a lo largo de un milenio?

Atalarico suspiró. No sabía muy bien lo que quería decir el anciano, pero la única manera de razonar con él era hablarle en sus mismos términos.

—Honorio, por favor, esto no tiene nada que ver con la historia… ni siquiera con la teología. Solo con el poder temporal. Y el deber cívico.

—¿Deber cívico? ¿Qué significa eso? —Del interior de una bolsa sacó su cráneo, el antiguo cráneo humano que el escita le había dado, y lo sacudió frente a su cara—. Aquí tenemos a una criatura que es medio humana y medio animal. Y sin embargo se parece muchísimo a nosotros. ¿Qué es lo que somos, pues? ¿Tres cuartas partes de hombre y una de animal, una décima parte animales? El griego Galeno señalaba hace dos siglos que el hombre no es otra cosa que una variedad de mono. ¿Escaparemos alguna vez de la sombra de la bestia? ¿Qué significaría tu «deber cívico» para un mono, aparte una necesidad humana?

Atalarico le tocó el brazo con mano titubeante.

—Pero aunque eso fuera cierto, aunque estemos gobernados por el legado de un pasado animal, debemos comportarnos como si no fuera así.

Honorio esbozó una sonrisa amarga.

—¿De veras? Pero si todo lo que construimos es pasajero, Atalarico. Lo estamos viendo. En el lapso de una vida, la mía, un Imperio de mil años se ha derrumbado más deprisa que el mortero de los muros de los edificios de la capital. Si todo es pasajero salvo nuestra naturaleza salvaje, ¿qué esperanza tenemos? Hasta la fe se marchita como el hollejo que queda en el vino.

Atalarico lo entendía: aquella era una preocupación que Honorio había expresado en numerosas ocasiones. En los últimos siglos del Imperio, el nivel educativo y la instrucción habían decaído. En las cabezas de las masas necias, apaciguadas por la comida gratuita y los salvajes espectáculos del circo, los valores sobre los que se había erigido Roma y el antiguo racionalismo de los Griegos habían sido reemplazados por la superstición y el misticismo. Era, le había explicado a su joven pupilo, como si una cultura entera estuviera perdiendo la cabeza. La gente olvidaba cómo pensar y muy pronto olvidarían que habían olvidado. Y, a los ojos de Honorio, el Cristianismo no hacía más que exacerbar el problema.

—San Agustín ya nos advertía de que la creencia en los antiguos mitos estaba menguando, hace un siglo y medio, mientras el dogma de los cristianos estaba enraizándose. Y, al igual que ocurre con los mitos, también desaparecen los conocimientos de mil años que están codificados en esos mitos. Los dogmas monolíticos de la Iglesia asfixiarán el pensamiento racional durante diez siglos más. Las luces se apagan, Atalarico.

—Entonces acepta el obispado —lo instó Atalarico—. Protege los monasterios. Funda otros, si debes. Que los monjes preserven y copien los grandes textos en las bibliotecas y scriptorium antes de que se pierdan.

—Ya he visto los monasterios —le espetó Honorio—. Copian las grandes obras del pasado como si fueran sortilegios. Los monjes son necios en cuya cabeza no hay sitio para nada que no sea Dios… ¡Bah! Antes preferiría quemarlos.

Atalarico reprimió un suspiro.

—Ya sabes que Agustín encontraba consuelo en su fe. Creía que el Imperio era obra de Dios, y que lo había creado para difundir el mensaje de Cristo, así que, ¿cómo podía dejar que se desplomara? Pero llegó a la conclusión de que el propósito de la historia es Dios, no el hombre. De manera que, al final, la caída de Roma no importaba.

Honorio le lanzó una mirada sardónica.

—Ahora, si fueras un diplomático, señalarías que el pobre Agustín murió mientras los vándalos recorrían el norte de África. Y dirías que si hubiera prestado más atención a las cuestiones materiales, tal vez hubiera vivido más tiempo y hubiera tenido tiempo de estudiar un poco más. Eso es lo que dirías si quisieras convencerme de que aceptara tu condenado obispado.

—Me alegro de que tu humor esté mejorando —repuso Atalarico.

Honorio le dio unas palmaditas en la mano.

—Eres un buen amigo, Atalarico. Mejor de lo que me merezco. Pero no voy a aceptar el regalo de tu tío. Dios y la política no son para mí. A mí déjame con mis huesos y mis tonterías… ¡Ya casi hemos llegado!

Para frustración de Honorio, el camino que recordaba estaba ahora cubierto de maleza. Apenas era otra cosa que una línea en la cara del acantilado, excavada quizá por el paso de cabras u ovejas. Los milicianos utilizaron sus lanzas para limpiar las malas hierbas y la maleza.

—Han pasado muchos años desde la última vez —dijo, casi sin resuello.

Atalarico respondió:

—Señor, eras mucho más joven cuando estuviste aquí, mucho más joven. Debes tener cuidado al descender.

—¿A mí qué me importa la dificultad? Atalarico, si el camino está cubierto de maleza es que nadie lo ha recorrido desde la última vez que estuve aquí, y los huesos que encontré siguen allí, intactos… ¿Qué me importa todo lo demás comparado con eso? Mira, el escita ya ha emprendido el descenso, y quiero ver su reacción. Vamos, vamos.

El grupo formó una línea y, uno por uno, descendieron con mucho cuidado por la senda. Honorio insistió en caminar sin ayuda —el camino apenas hubiera permitido otra cosa— pero Atalarico marchó delante de él, para tener al menos la oportunidad de salvarle la vida en caso de que llegara a caer.

Llegaron a una caverna erosionada en la blanca pared de creta. Se dispersaron y los milicianos empezaron a tantear las paredes y el suelo con las lanzas.

Atalarico caminaba con cuidado. Junto a la entrada, el suelo estaba teñido de blanco casi del todo por el guano y cubierto de cáscaras de huevo. Las paredes y el suelo eran suaves como la mantequilla, como si muchas criaturas, o personas, hubiesen morado allí. Atalarico detectó un fuerte olor animal, puede que de zorros, pero viejo, estancado. Salvo las aves marinas, resultaba evidente que nada había vivido allí desde hacía mucho tiempo.

Pero era allí donde Honorio había encontrado sus preciosos huesos.

El anciano recorrió la caverna, observando el suelo, quitando hojas secas y algas muertas. No tardó en encontrar lo que buscaba. Se puso de rodillas y limpió los restos cuidadosamente, utilizando solo las yemas de los dedos.

—Sigue igual que lo encontré… y lo dejé, porque no quería que nada perturbara los huesos.

Los demás se reunieron a su alrededor. Atalarico advirtió que uno de los jóvenes romanos, un hombre que formaba parte del séquito de Galla, estaba muy próximo a Honorio. Pero no parecía haber en su actitud nada más amenazante que una impaciencia juvenil. Y todo el mundo quedó impresionado cuando Honorio levantó delicadamente su tesoro óseo de la tierra. Atalarico se dio cuenta inmediatamente de que era un esqueleto de humano, aunque debía de haber sido un humano muy voluminoso, pensó, de gruesos miembros y dedos largos. Y el cráneo estaba distorsionado, roto desde atrás, para ser más exactos, puede que por un golpe. Bajo los huesos había una capa de conchas y lascas de pedernal.

Honorio señaló ciertos rasgos de su hallazgo.

—Mirad esto. Se ve que comía mejillones; las cáscaras están chamuscadas: puede que las echara al fuego para que se abrieran. Y creo que estas lascas son desechos de las herramientas que fabricaba. Está claro que era un humano, pero no como nosotros. ¡Examinad ese cráneo, mi señor escita! Esa frente masiva, esos pómulos como farallones… ¿Alguna vez habíais visto algo así? —Miró a Atalarico y sus ojos cansados resplandecieron—. Es como si hubiéramos sido transportados a otro día, perdido incontables siglos en el pasado.

El escita se arrodilló para examinar el cráneo.

Y entonces ocurrió.

El joven romano que había detrás de Honorio dio un paso al frente. Atalarico vio su brazo y escuchó un suave crujido. Brotó sangre. Honorio cayó sobre los huesos.

La gente, aterrada, escapó a empujones. Papak chillaba como un cerdo aterrorizado. Pero el escita cogió a Honorio antes de que cayera y lo bajó delicadamente al suelo. Atalarico vio que le habían aplastado la nuca. Se abalanzó sobre el joven que estaba detrás de Honorio y lo cogió de la túnica.

—Has sido tú… te he visto… Has sido tú. ¿Por qué? Era un romano como tú, uno de los tuyos…

—Ha sido un accidente —dijo el joven con voz fría.

—¡Mentiroso! —Atalarico lo abofeteó con tanta fuerza que le hizo un corte en la mejilla—. ¿Quién te ha ordenado que hicieras esto? ¿Galla? —Iba a golpearlo de nuevo pero unos brazos fuertes lo rodearon y lo apartaron de allí. Forcejeando, miró a todos los demás—. Ayudadme. Ya habéis visto lo que ha pasado. ¡Este hombre es un asesino!

Pero solo recibió miradas vacías como respuesta.

Entonces lo comprendió.

Todo estaba planeado. Solo el aterrorizado Papak y, quería creer, el escita, no sabían nada del plan… y él mismo, Atalarico, el bárbaro, demasiado ajeno al funcionamiento de una civilización poderosa como para imaginar una estratagema tan venenosa. Con su negativa a aceptar el obispado, Honorio se había convertido en un estorbo tanto para los godos como para los romanos. A los que habían urdido aquella estúpida y cruel conspiración no les importaban un ápice los milagrosos huesos de Honorio: para ellos, esta excursión a la costa era solo una oportunidad. Puede que ni siquiera devolvieran el cuerpo del pobre Honorio a Burdigala y lo arrojaran al mar allí mismo.

Atalarico se liberó y corrió junto al anciano. Este, con la cabeza ensangrentada en brazos del escita, todavía respiraba, pero tenía los ojos cerrados.

—¿Maestro? ¿Puedes oírme?

Honorio parpadeó y abrió los ojos.

—¿Atalarico? —Los ojos vagaron por las cuencas—. Lo he oído, como un terrible crujido, como si mi cabeza fuera una manzana mordida por un muchacho hambriento…

—No hables…

—¿Has visto los huesos?

—Sí, los he visto.

—Era otro hombre del alba, ¿verdad?

Para asombro de Atalarico, el escita habló entonces, en un latín de marcado acento pero inteligible:

—Hombre del alba.

—Ah —suspiró Honorio. Entonces cogió la mano de Atalarico y la apretó con tanta fuerza que le hizo daño.

Atalarico era consciente del silencio que lo rodeaba, los hombres del este, los godos, los romanos, todos, salvo el escita y el persa, cómplices de aquel asesinado. La mano de Honorio apretó con más fuerza. Con un último estremecimiento, falleció.

El escita depositó cuidadosamente el cuerpo de Honorio sobre los huesos que este había descubierto —huesos de Neandertal, de la criatura que se había dado a sí misma el nombre de Viejo— y la sangre empezó a gotear sobre el suelo de creta.

El viento cambió. Una brisa marina entró en la caverna, cargada de sal.