14
El pueblo apiñado

ANATOLIA, TURQUÍA, C. 9.600 AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.

I

Las dos chicas, tumbadas juntas sobre el suelo, mordisqueaban sus mazorcas de maíz silvestre.

—Así que Tori te gusta más que Jaypee —dijo Sion.

Juna, un año menor que su hermana a sus dieciséis años, se apartó el pelo de la cara. Su cabello era tan rubio que cegaba. Respondió con cautela:

—Puede. Creo que yo le gusto más que a Jaypee.

—Pero si dijiste que Tori era un enano. Dijiste que te gustaba cómo se le mueve el pelo a Jaypee cuando corre, y sus grandes muslos, y…

—Ya sé lo que dije —repuso Juna, incómoda—. Pero Tori tiene una gran…

—¿Polla?

—Una gran personalidad —logró decir Juna.

Las resonantes carcajadas de Sion parecieron multiplicarse en el espacio vacío. Un perro que dormitaba a la sombra de la cabaña de los hombres, se dignó abrir un ojo para averiguar qué ocurría, y a continuación siguió durmiendo.

Las muchachas estaban rodeadas por la tierra desnuda y pisoteada de la aldea. La forma grande y achaparrada de la cabaña de los hombres, una desvencijada construcción de madera y juncos, dominaba el lugar. Las cabañas de las mujeres eran como pequeños satélites que orbitaban alrededor de aquel gigante. Los ruidosos ronquidos que salían de su interior atestiguaban que el chamán estaba durmiendo tras otra dura noche de cerveza y visiones. No se movía un alma: ni los perros ni los adultos. La mayoría de los hombres estaban cazando y las mujeres dormitaban en sus cabañas con los bebés. Ni siquiera había niños a la vista.

Sion espolvoreó un poco más de hinojo sobre su mazorca. El aromático aceite del hinojo era, de hecho, un sistema de defensa desarrollado por la planta antes de la desaparición de los dinosaurios, con el objetivo de que su superficie fuera demasiado resbaladiza para las patas de los molestos y voraces insectos. Pero ahora, el resultado de aquella ancestral carrera de armamento evolutivo servía para aliñar el tentempié de Sion.

—Estás de broma —dijo esta—. Juna, te tengo un profundo aprecio. Pero eres la persona más superficial que conozco. ¿Desde cuándo te importa a ti la personalidad?

Juna sintió que la cara le empezaba a arder.

—Ah. Así que hay algo que no me has contado. —Estudió su cara con la atención de una auténtica depredadora—. ¿Te has acostado con él?

—No —repuso Juna.

Pero Sion seguía albergando sospechas.

—No creo que Tori se haya acostado todavía con nadie. Aparte de con Acta, claro. —Acta era uno de los hombres más viejos, y también uno de los más gordos, pero seguía demostrando su poder con el liderazgo de las cacerías, así que seguía ejerciendo sus derechos sobre los muchachos y los jóvenes—. Sé que Tori está harto de que Acta le meta esa polla asquerosa. ¡Eso es lo que me contó Jaypee! Pronto querrá estar con una mujer, pero todavía no…

Juna no miró a su hermana a los ojos, porque lo cierto era que, como Sion sospechaba, sí que se había acostado con Tori. Lo habían hecho entre la maleza, y Tori estaba completamente borracho de cerveza. No sabía por qué se lo había permitido. Ni siquiera sabía si había hecho bien. Ardía en deseos de contárselo a su hermana, de decirle que había dejado de sangrar y que ya sentía la nueva vida que estaba formándose en su interior, pero ¿cómo iba a hacerlo? Eran tiempos duros —los tiempos siempre eran duros allí— y no era el mejor momento para tener un niño con un muchacho al que todavía no le había salido la barba. Aún no se lo había dicho al propio Tori. De hecho, ni siquiera se lo había dicho a su madre, Pepule, que también estaba embarazada.

—Sion, yo…

En ese momento sintió una mano en el brazo, caliente y pesada, y un aliento que apestaba a especias desconocidas.

—Hola, chicas. ¿Qué estáis planeando?

Juna se apartó, asqueada, y se zafó de él de un tirón.

Era Cahl, el hombre de la cerveza. Era un sujeto obeso, más aún que Acta, y vestía con un atuendo extraño y ajustado: pantalones y chamarra pegados al cuerpo, pesados zapatos de piel y un sombrero decorado con paja. En la espalda llevaba un pellejo lleno de cerveza. Se le derramó un poco al sentarse junto a ellas. Su cara estaba cubierta de cráteres, como el suelo tras una tormenta, y tenía los dientes desgastados y teñidos de marrón. Pero la mirada sonriente que dirigió a Juna tenía una especie de intensidad predatoria.

Sion lo fulminó con la mirada.

—¿Por qué no te vuelves por dónde has venido? Aquí nadie te quiere.

El hombre frunció el ceño un momento, mientras trataba de traducir lo que ella había dicho. Su idioma era diferente al de ellas. Todo el mundo decía que su pueblo venía de algún lugar lejano, al este, desde donde habían traído su extraña lengua.

—Oh —dijo al fin—. Mucha gente me quiere aquí. Algunos me quieren tanto que casi da miedo. Os sorprendería lo que la gente está dispuesta a darme a cambio de lo que yo les doy. —Y volvió a sonreír, mostrando aquellos dientes marrones y desgastados—. Quizá podríamos hablar de ello tú y yo —le dijo a Juna—. A lo mejor descubrimos lo que podemos hacer el uno por el otro.

—Apártate de mí —dijo Juna con voz trémula.

Pero Cahl siguió taladrándola con aquella mirada de serpiente, dura e intensa.

Por suerte, en aquel momento escucharon los pasos de los hombres que regresaban, caminando descalzos sobre la tierra. Sus cuerpos desnudos estaban cubiertos de polvo y saltaba a la vista que estaban muy fatigados. Juna vio que, una vez más, los doce hombres habían vuelto con las manos desnudas, a excepción de unos pocos conejos y ratas; la caza mayor era muy rara.

El viejo Acta venía con el brazo alrededor del cuello de Tori. Juna no quería encontrarse con la mirada del joven, pero al mismo tiempo ardía en deseos de saber lo que estaba pensando. ¿Cómo reaccionaría si le contaba cuál había sido el resultado de su estúpida imprudencia?

Cahl se apartó de las chicas, se puso en pie y levantó el saco de cerveza sobre la cabeza.

—¡Bienvenidos, cazadores!

Acta se aproximó a él. Su lengua colgaba entre sus dientes, como la de un perro, como si aquel saco contuviera el único líquido que quedara sobre la faz de la tierra.

—Cahl, amigo mío. Tenía la esperanza de que estuvieras aquí. Eres mejor chamán que el viejo estúpido de esa cabaña.

Sion se quedó boquiabierta al escuchar la blasfemia.

Cahl le ofreció el saco de cerveza.

—Parece que necesitas esto.

Acta lo cogió y se lo acercó a los labios. Pero entonces apareció un vestigio de su antigua astucia en sus ojos hundidos, de cerdo.

—¿Y el pago? Ya ves cómo venimos. Apenas tenemos comida para nosotros. Pero…

—Pero —dijo Cahl con tono equitativo—, vais a beberos la cerveza de todos modos, ¿no? —Y siguió mirándolo fijamente hasta que Acta bajó los ojos. Algunos de los hombres murmuraron incómodos ante aquella demostración de debilidad. Pero lo que Cahl había dicho era verdad, evidentemente. Cahl le dio una amigable palmada en el hombro—. Ya hablaremos del pago luego. Id a descansar a la sombra. En cuanto a mí…

—Puedes ir con ella —murmuró Acta, mirando la cerveza—. Haz lo que quieras. —Se encaminó con paso tambaleante hacia la cabaña de los hombres. Los demás cazadores fallidos dejaron la carne junto a las cabañas de las mujeres y lo siguieron, impacientes por echarse a la garganta un trago de la cerveza de Acta. Juna no tardó en escuchar los gruñidos del chamán, a quien, como siempre, había revivido el aroma de la cerveza.

Cahl volvió junto a las chicas. Sacudió la cabeza.

—En mi hogar, un bruto depravado como ese sería expulsados sin miramientos.

Aquel nuevo insulto enfureció a Sion.

—Los muchachos viven con los hombres, en la cabaña de los hombres. Es un lugar de sabiduría, en el que aprenden a convertirse en hombres. Y cada uno de ellos tiene una cabaña pequeña para su mujer, sus hijas y sus hijos pequeños. Son nuestras costumbres. Y siempre han sido así.

—Puede que sean vuestras costumbres, pero no son las mías —repuso Cahl bruscamente.

Pero sus palabras picaron la curiosidad de Juna.

Aparte de su habilidad maravillosa para preparar cerveza, lo único que sabía de aquella gente nueva es que eran muchos, muchísimos. Algunas de las mujeres susurraban que entre ellos no se descartaba a ningún niño, ninguno, jamás. Y que por eso eran tantos, aunque nadie sabía cómo hacían para alimentarse. Puede que en los valles y las tierras bajas en las que moraban la caza fuera todavía abundante, como lo era en los días de antaño, los días de los que hablaban las leyendas.

—¿A quién se refería? —preguntó Sion en voz baja.

—¿Cómo?

—Acta ha dicho, «puedes ir con ella». ¿De quién hablaba?

—Vaya, pues de su esposa —dijo Cahl—. De Pepule… Ah, ya sé por qué os interesa. Acta no es vuestro padre pero Pepule es vuestra madre, ¿no? —Sonrió y volvió a clavarle a Juan aquella mirada dura como la piedra—. Eso lo hará más interesante aún. Mientras la monto, estaré pensando en ti, pequeña.

Sion dijo fríamente:

—Pepule está preñada.

—Lo sé. —Sonrió—. Así es como me gustan. Con la barriga bien grande. —Una vez más, su mirada calculadora se volvió sobre Juna. Entonces cogió una pizca de maíz silvestre de su mortero y se alejó en dirección a la cabaña de su madre.

Insatisfecha, embargada por un miedo vago, Juna dejó a los hombres bebiendo. Salió a pasear a la campiña con su abuela, Sheb. Sheb, a sus casi sesenta años, se movía con cautela, pero en su larga vida había conseguido evitar las enfermedades y las lesiones y todavía andaba con soltura.

Su pueblo vivía en lo alto de una meseta. La tierra era seca y tan llana que casi carecía de todo rasgo. Una vegetación resistente se aferraba al suelo tratando de alcanzar la humedad del subsuelo. Había arroyos y ríos, pero no eran más que regueros de agua que fluían entre impresionantes terrazas; parecían mezquinos, famélicos, una reliquia de algo que, evidentemente, había quedado en el pasado.

Desnudas, con cuerdas y pequeñas lanzas de punta de piedra en las manos, las mujeres se movían de acá para allá, montando y revisando trampas para las alimañas que conformaban la parte principal de la dieta de su pueblo. Aunque sus relatos hablaban de los tiempos de abundancia del pasado, se habrían quedado mudas de asombro de haber podido ver las poderosas manadas de herbívoros gigantescos que Jahna y su pueblo habían cazado antaño.

—¿Por qué beben cerveza los hombres? —preguntó Juna con tono de irritación—. Los vuelve feos y estúpidos. Y tienen que ir a pedírsela a ese asqueroso de Cahl. Ya que tienen que hacerlo, por lo menos podrían prepararla ellos mismos. Serían igual de estúpidos. Pero al menos Cahl no estaría por aquí.

Sheb suspiró.

—No es tan simple. No sabemos cómo se prepara la cerveza. Nadie lo sabe. Es un secreto que el pueblo de Cahl se guarda para sí.

—Cuando los hombres se vuelven estúpidos no pueden cazar. Solo piensan en la cerveza. Es lo único que ven.

Sheb sacudió la cabeza.

—Eso no voy a discutírtelo, niña. Mi padre nunca probó la cerveza… En aquellos tiempos ni habíamos oído hablar de ella. Y era un cazador extraordinario… Mira, mira. Hay un conejo cerca de aquí.

Juna estudió atentamente las deposiciones de conejo y las aplastó para comprobar su frescura. Se moría de ganas de hablar de Tori.

Pero Sheb tenía sus propios planes.

—Recuerdo cuando tenía tu edad —había empezado a decir—. Una vez llovió como si el cielo se hubiera abierto, durante días y días. La tierra se convirtió en barro y todos nos hundimos en él hasta las rodillas. Y el valle se llenó de agua, el valle entero, no solo ese reguero fangoso que ves ahora. ¿Ves allí, dónde la orilla está erosionada?

Y sí, si miraba con mucha atención, Juna podía distinguir la erosión de la orilla, muy por encima del nivel actual de las aguas.

¿Y qué? En un gesto ausente, se acarició el vientre con la mano. Los cuentos de su abuela sobre diluvios, sobre tierra que se convertía en barro, sobre la explosión de vida que se había producido a continuación, eran como las fantásticas visiones del chamán.

No significaban nada para ella. ¿Qué importancia tenían los ríos y la lluvia comparados con lo que estaba creciendo dentro de ella?

Su abuela le dio un pescozón en la cabeza. Juna se encogió, sobresaltada. Sheb frunció el ceño y sus arrugas se volvieron aún más profundas.

—Te haría bien prestarme atención, niña estúpida. Yo recuerdo cómo fue la última vez que llovió así. Recuerdo lo que hicimos. Cómo nos trasladamos a tierras más altas. Cómo cruzamos el río. Lo recuerdo todo. Puede que no viva lo suficiente para volver a ver lluvias como aquellas, pero tal vez tú sí. Y entonces, lo único que te mantendrá con vida será lo que te estoy contando ahora.

Juna sabía que tenía parte de razón. En su pueblo se cuidaba mucho a los ancianos: antes de que muriera la madre de Sheb, Juna había visto a su abuela masticar la comida para ablandársela y escupirla luego en un cuenco. En aquella sociedad, en la que no existía la letra escrita, los ancianos eran bibliotecas vivientes de sabiduría y experiencia. Y Sheb estaba decidida a conseguir que su nieta la escuchara.

Pero aquel día Juna no estaba de humor para lecciones de humildad. Trató de devolverle la mirada, desafiante, resentida, pero ante la expresión feroz de Sheb se derrumbó.

—Oh. Sheb… —Las lágrimas acudieron fácilmente y en abundancia. Apoyó la cabeza en el hombro de su abuela y dejó que cayeran sobre el árido suelo.

—Cuéntame. ¿Qué es eso tan malo?

Sheb escuchó con gravedad lo que tenía que contarle. Le hizo preguntas concretas: quién era el padre, cómo se había aproximado a ella o cómo lo había hecho ella a él y por qué había escogido aquel momento para concebir. La noticia de que todo había sido una chiquillada no pareció gustarle demasiado. En respuesta a las agónicas preguntas de Juna —«¿Sheb, qué voy a hacer ahora?»—, al menos de momento, no diría nada. Pero Juna creyó poder ver la forma de su futuro en las duras y tristes arrugas de la expresión de Sheb.

Y entonces se alzó un alarido desde la aldea. Juna cogió a su abuela del brazo y la ayudó a regresar lo más deprisa posible para averiguar qué ocurría.

Ocurría que Pepule, la madre de Juna, la hija de Sheb, había vuelto pronto del trabajo.

Al entrar en el campamento con Sheb, Juna vio al hombre de la cerveza, Cahl, caminando de regreso el este, a su misterioso hogar. Llevaba un saco de mercancías sobre el hombro e ignoraba los trabajosos gritos de la mujer con la que se había acostado aquella misma mañana. Juna dirigió una mirada cargada de fútil hostilidad a su espalda cada vez más lejana.

Al llegar a la cabaña de Pepule, vio que algunas de sus parientes se habían reunido allí. Juna acudió corriendo a su lado. Los ojos cansados y colmados de dolor de su madre se volvieron hacia ella, y le cogió la mano. Había un moratón del tamaño de una mano masculina en el hombro de su madre.

Como solían hacer, las mujeres habían montado una estructura de madera a la que Pepule se sujetaba, acurrucada. Mientras tanto, otras estaban humedeciendo el suelo sobre el que estaba para ablandarlo y habían cavado un agujero poco profundo cerca de allí. Flotaba un fuerte olor a sangre y vómitos.

Juna había presenciado muchos partos y había colaborado en unos cuantos, pero nunca había compartido en tal medida el dolor de la parturienta como ahora que ella llevaba en su interior aquella pequeña carga.

Al menos este fue rápido. El niño cayó con facilidad en los brazos de una de las hermanas de Pepule. Con un movimiento rápido y diestro, cortó el cordón umbilical, lo ató con una tira de cartílago y secó los fluidos con un trozo de piel. Luego, las mujeres de más edad, Sheb incluida, se reunieron alrededor del bebé y lo examinaron detenidamente, en especial los miembros y la cara.

Juan experimentó un súbito e inesperado arranque de júbilo.

—Es un niño —le dijo a Pepule—. Parece perfecto.

Su madre le devolvió una mirada vacía y luego apartó el rostro. Juna se dio cuenta en ese momento de que las mujeres que rodeaban al niño estaban cuchicheando y algunas de ellas le dirigían miradas de desaprobación.

Entonces vio lo que estaban haciendo. Habían puesto al niño en el suelo, donde sus pequeñas manos se abrían y cerraban débilmente. Juna vio que tenía pequeñas manchas de sangre en el pelo, pegadas por los fluidos del parto. La hermana de Pepule cogió un palo y empujó al niño al agujero que habían excavado las mujeres, como si estuviera librándose de un trozo de carne pasada. Las mujeres empezaron a llenar el agujero. La primera tierra le cayó al bebé sobre la cara aún ciega.

—¡No! —Juna saltó hacia él.

Sheb, con sorprendente fuerza, la cogió por los hombros y tiró de ella hacia atrás.

—Hay que hacerlo.

Juna trató de zafarse de ella.

—Pero es un niño sano.

—Es una cosa —dijo Sheb—. No un niño. Los niños son personas y esa cosa no es todavía una persona y nunca llegará a serlo.

—Pero Pepule…

—Mírala. Mira, Juna. No lo siente, no le da pena. Sabe que las cosas son así. Aún no siente nada por el niño, no durante los primeros instantes, hasta que se toma la decisión. Si fuera a vivir, se convertiría en un niño, y entonces el vínculo se haría fuerte, como manda la naturaleza. Pero el vínculo no existe todavía, y nunca existirá.

Siguieron adelante, pues.

Pepule estaba tosiendo. Parecía exhausta. Juna pensó en Cahl acostado con su madre, apenas unas horas atrás, y se preguntó qué miasmas le habría contagiado. Pero Sheb seguía habiéndole.

Al final, Juna bajó la cabeza.

—Pero está sano —susurró—. Está sano.

Sheb suspiró.

—Oh, niña, ¿es que no lo ves? No podemos alimentarlo, por muy sano que esté. Este no es momento para niños, al menos no para Pepule.

—¿Y yo? —Juna levantó la cabeza y susurró—. ¿Qué será de mi hijo?

Una sombra cubrió los ojos de Sheb.

Juna se volvió y salió corriendo de la cabaña, con su hedor a mierda y sangre y leche que no serviría para nada.

Las dos hermanas se habían sentado en un rincón de la pequeña cabaña que habían construido de niñas, cuchicheando.

Juna le había contado todo a Sion.

—Tengo que irme —dijo—. Eso es todo. Lo supe en el momento en que vi cómo metían al niño en ese agujero. Pepule es fuerte y experimentada, mientras que yo todavía soy una niña. Y Acta, aunque sea un borracho, sigue a su lado. Tori ni siquiera sabe que mi hijo es suyo. Si han tirado a su niño a un agujero, ¿qué le harán al mío?

En la oscuridad polvorienta, Sion sacudió la cabeza.

—No deberías hablar así. Sheb tiene razón. No son niños hasta que no tienen nombre.

—Lo han matado.

—No. No podían dejar que esa cosa viviera. Porque si se permitiera vivir a todos, no habría comida suficiente y moriríamos. Ya lo sabes. No se puede hacer nada.

Era una sabiduría antigua, inculcada en ellas desde el nacimiento, el eco de decenas de miles de años de subsistencia humana. Jo’on y Leda habían tenido que afrontarlo. También el pueblo de Rood. Era el precio que se pagaba. Pero, para unos pocos, todas las generaciones, era un precio demasiado elevado.

—Me da igual —dijo Juna.

Sion le cogió la mano.

—No puedes marcharte. Debes dar a luz aquí. Deja que las mujeres acudan a ti. Y si deciden que no es buen momento…

—Pero es que yo no soy como Pepule —dijo Juna con voz miserable—. Yo no podré abandonarlo. Lo sé. —Miró el rostro ensombrecido de su hermana—. ¿Hay algo malo en mí? ¿Por qué no soy tan fuerte como nuestra madre? Siento que ya quiero a ese niño, tanto como Pepule ha podido querernos a ti o a mí nunca. Sé que si me lo quitan, lo seguiré al agujero, porque no podré seguir viviendo des…

—No hables así —dijo Sion.

—Por la mañana me iré —dijo Juna, tratando de parecer decidida—. Cogeré una lanza. No necesito nada más.

—¿Y adónde irás? No puedes vivir sola… y mucho menos con un niño colgado del pecho. Vayas donde vayas, la gente te echará a pedradas. Ya lo sabes. Nosotros haríamos lo mismo.

Pero había un lugar, pensó Juna, donde la gente era, por lo menos, diferente, donde —quizá— no asesinaban a sus hijos, donde puede que no la echaran a pedradas.

—Ven conmigo, Sion, por favor.

Sion se secó los ojos mientras se apartaba.

—No. Si quieres morir, respeto tu decisión, pero yo no moriré contigo.

—Entonces no hay nada más que decir.

Armada solo con una lanza y un lanzador y ataviada con un sencillo vestido de piel de cabra teñida, emprendió marcha a buen paso. Caminaba con rapidez, a pesar del peso que llevaba encima.

La tierra estaba tan seca que sus pisadas crujían. Aquí y allá fue encontrando los rastros que buscaba: manchas de orina medio seca en las rocas o algún excremento. Parecía que seguir el rastro al hombre de la cerveza no era tan difícil.

Se encontraba ya muy lejos, más de lo que solían aventurarse los cazadores de la aldea, pero a pesar de ello la tierra seguía vacía.

Tras la época de Jahna, el hielo había retrocedido una vez más, lentamente, a sus reductos árticos. Los bosques de pinos habían migrado al norte, y la vieja tundra se había teñido de verde. Y, por todo el Viejo Mundo, la gente había salido de los refugios en los que había sobrevivido al gran invierno, islas de relativa calidez en los Balcanes, Ucrania o España. Rápidamente, sus hijos habían empezado a llenar las inmensas llanuras despobladas de Europa y Asia.

Pero las cosas no eran ya como la última vez que el hielo había retrocedido.

En Australia, desde los primeros pasos de Ejan, no habían hecho falta más que cinco mil años para acabar con la megafauna, los grandes reptiles, canguros y aves. Y ahora, allá donde iba la gente, se repetía el proceso.

En Norteamérica había grandes perezosos del tamaño de rinocerontes, camellos gigantes, bisontes con cuernos afilados que medían más que un brazo de hombre desde el hombro hasta la mano. Estas criaturas inmensas eran pasto de musculosos jaguares, tigres dientes de sable, lobos gigantes con mandíbulas capaces de destrozar huesos y osos terribles. Las praderas americanas se parecían a las llanuras del Serengueti del futuro.

Cuando los primeros humanos pasaron de Asia a Alaska, esta fantástica fauna sufrió una implosión. En cuestión de siglos desaparecieron siete de cada diez especies de grandes animales. Hasta los caballos nativos se extinguieron. Muchas de las criaturas supervivientes —como los bueyes almizcleros, los alces y los renos— eran, como los humanos, inmigrantes de Asia, con una larga historia de supervivencia en un mundo poblado por humanos a sus espaldas.

De modo similar, en Sudamérica, una vez que los humanos cruzaron el puente continental de Panamá, ocho de cada diez especies de grandes animales serían destruidas. También ocurrió en las llanuras de Europa. Hasta los mamuts desaparecieron. Todos los animales grandes se esfumaron como la niebla.

El daño no guardaba siempre relación con el tamaño del territorio ocupado. En nueva Zelanda, donde no había otros mamíferos que los murciélagos, la evolución, con extraño sentido del humor, había suplido esta carencia con otras especies, especialmente aves. Había gansos terrestres en lugar de conejos, cucos de pequeño tamaño en lugar de ratones, águilas gigantes en lugar de jaguares y diecisiete clases diferentes de moas, aves terrestres de enorme tamaño, asombrosos equivalentes a los ciervos de otras tierras. Esta fauna única, como de otro planeta, desapareció en el transcurso de pocos cientos de años tras la llegada de los humanos. No siempre por acción directa de los humanos, sino a veces de las criaturas que este traía consigo: especialmente las ratas, que devastaban los nidos de las aves que no sabían volar.

Todos estos animales habían estado sometidos a la presión de los rápidos cambios climáticos sucedidos desde el fin de la glaciación. Pero la mayoría de aquellos linajes ancestrales habían sobrevivido muchos cambios anteriormente. Esta vez, la diferencia era la presencia de los seres humanos. No es que fuera una guerra relámpago. Los hombres eran a menudo cazadores ineptos y la caza mayor proporcionaba solo una pequeña fracción de su dieta. Muchas comunidades, como el pueblo de Jahna, creían de hecho que su acción sobre los animales era muy respetuosa. Pero, al presionar a las manadas en el momento en que eran más vulnerables, al acabar de forma selectiva con los jóvenes, al obligarlas a cambiar sus hábitos, al eliminar elementos clave de la cadena trófica que sustentaba a las comunidades animales, provocaron inmensos daños. Solo en África, donde los animales habían evolucionado junto a los humanos y habían tenido tiempo de adaptarse a ellos, se mantuvo algo parecido a la antigua diversidad del Pleistoceno.

El helado Edén de Rood había desaparecido hacía tiempo. Se había producido un espeluznante marchitamiento que había dejado un mundo tan vacío que hacía resonar el eco de las voces, un mundo por el que la gente caminaba como perpleja y olvidaba rápidamente que alguna vez hubieran existido las enormes y exóticas bestias o los humanos de otras clases.

La gente seguía viviendo de la caza y la recolección, claro. Pero resultaba mucho más complicado cazar a los ciervos y los jabalíes que vivían en los bosques de lo que había sido emboscar a los renos que cruzaban los ríos en las estepas. Tras las extinciones, la vida se empobreció, la calidad de la dieta descendió de forma dramática y el tiempo libre se convirtió en un bien mucho más escaso. Por todo el mundo, la cultura del hombre sufrió una involución y se hizo más sencilla.

Mientras experimentaban este descenso, los hombres sabrían siempre que algo andaba mal. Y ahora, además, afrontaban un nuevo desafío.

Juna había caminado solo medio día cuando alcanzó a Cahl. Se había sentado a la sombra de una roca de arenisca y estaba mordisqueando una raíz. La carne y los artefactos de concha y hueso que había conseguido con su pueblo estaban en el suelo, a su lado.

La observó mientras se aproximaban, con los ojos brillantes entre las sombras.

—Vaya —dijo con voz sedosa—. Si es la pequeña de la cabeza de oro.

Juna no entendió la palabra «oro». La dureza de la mirada del hombre la hizo detenerse.

Cahl se puso en pie con torpeza. La barriga le tiraba de la camisa de piel.

—¡Vaya con el conejito asustado! —dijo—. Mira, tú has hecho toda esta caminata para encontrarme, no al revés. Y veo que, por muy repulsivo que te resulte, no sales corriendo. ¿Por qué estás aquí?

Juna se quedó allí como paralizada, mirándolo. Su mente estaba entumecida, como si le hubiera caído una roca encima y la hubiese dejado clavada a la tierra. Había imaginado aquel encuentro, y en su mente se había hecho con el control y había hecho exigencias, pero las cosas no estaban sucediendo ni de lejos como ella esperaba.

Cahl dijo:

—¿No respondes? Entonces lo haré yo. Quieres algo de mí. —Se le acercó y su mirada recorrió su cuerpo como un rastrillo la tierra—. Así es como me gano yo la vida. Todo el mundo quiere algo. Y si consigo adivinar de qué se trata, puedo conseguir que hagan lo que yo quiera.

Juna se obligó a decir:

—Como con Acta y la cerveza.

El hombre sonrió.

—Lo has entendido. Bien. Así que, igual que Acta, quieres algo de mí. Pero no lo conseguirás, pequeña, hasta que adivines lo que yo quiero de ti. —Caminó a su alrededor, dejando que sus dedos se deslizaran sobre sus nalgas—. Eres demasiado flaca para mi gusto. Supongo que por andar persiguiendo a las cabras montesas. —Bostezó, se estiró y su mirada se perdió en la distancia—. Francamente, chica, la polla se me ha cansado montando a la gorda de tu madre.

En un gesto impulsivo, Juna se quitó la camisa y dejó el vientre a la vista.

Sobresaltado, Cahl pasó la mano sobre la piel y palpó la hinchazón. La carne de sus dedos era extrañamente suave, sin callos.

—Vaya —dijo con la respiración entrecortada—. Ya sabía que había algo diferente en ti. Debo de tener un instinto para esto. Veo que has comprendido la idea. Mi debilidad son las preñadas; mi única pasión… —Se acarició la barbilla—. Pero sigo sin saber lo que buscas. No creo que sea la excitante idea de sentir mi obeso vientre en la espalda…

—El niño —balbuceó—. Lo mataron.

—¿Qué niño…? Ah, el de tu madre. No dejaron que se quedara el becerro, ¿eh? Tengo entendido que eso es lo que hacéis, matar a vuestros hijos. Animales… Algunos dicen que hasta os coméis los cadáveres. —Continuó estudiándola con mirada calculadora—. Creo que ya entiendo. Si tienes a tu niño, también te lo quitarán. Y por eso has venido corriendo detrás de mí como una zorra avariciosa: para salvar a tu pequeño. —Por un instante, su expresión se disolvió y ella creyó ver en su rostro algo que parecía simpatía.

Murmuró:

—Dicen…

—¿Sí?

—Dicen que donde vosotros vivís no matan a los niños.

Cahl se encogió de hombros.

—Tenemos mucha comida. No tenemos que pasar todo el día corriendo detrás de conejos, como vosotros. Por eso no tenemos que matar a nuestros niños.

Ella se preguntó cómo sería aquel milagro. El pueblo de Cahl debía de tener un chamán realmente poderoso.

Pero la fugaz expresión de amabilidad había desaparecido ya del semblante del hombre, reemplazada por una especie de avaricia desesperada. Se aproximó a ella, le cogió un pecho y lo apretó con fuerza. Juna se obligó a no gritar.

—Si vienes conmigo, será duro. Nuestra forma de vivir es —hizo un ademán— diferente a la vuestra. Más de lo que puedes imaginar. Y tendrás que hacer todo lo que yo te diga. Así hacemos nosotros las cosas.

Le olía el aliento. Juna cerró los ojos para no tener que seguir viendo aquel rostro ovalado y picado de viruela. Era el momento decisivo y ella lo sabía. Todavía podía dar la vuelta y volver a casa. Pero su niño estaría condenado. Cuando Acta y Pepule averiguaran lo que había hecho, puede que trataran de sacárselo del vientre a golpes.

—Haré lo que me mandes —dijo apresuradamente. ¿Qué podía ser peor que eso?

—Bien —dijo él, respirando con jadeos cortos y cálidos—. Pues empecemos ahora mismo. Arrodíllate.

Así empezó, allí mismo, sobre la tierra. Dio gracias porque nadie que le importara pudiera verla.

II

La obligó a cargar con la carne, la bolsa de raíces a medio comer y el saco de cerveza vacío. Dijo que en su hogar hacían las cosas así. No es que pesara mucho —en el saco de la carne no había más que las pequeñas presas que se habían cobrado los cazadores los días anteriores— pero a Juna se le hizo muy extraño tener que caminar detrás de Cahl con la carne sobre los hombros mientras él marchaba empuñando torpemente la lanza con las manos.

Al poco rato habían salido de las tierras que ella conocía. La idea de que estaba entrando en una región en la que, seguramente, ni uno solo de sus antepasados hubiera puesto el pie jamás, le resultaba muy perturbadora. Profundos tabúes, inspirados por un miedo bien fundado a los desconocidos, batallaban contra sus deseos de continuar. Pero siguió adelante, porque ya no tenía alternativa.

Habían pasado la noche en los campos. Él la llevó hasta un refugio excavado en un farallón, una humilde cueva que evidentemente había utilizado en ocasiones anteriores, porque sus desagradables desechos estaban por todas partes. No dejó que tocara la carne ni le permitió salir a cazar. Era evidente que no confiaba en ella. Pero le dio algunas de las raquíticas raíces de sabor raro que había traído consigo.

Al oscurecer volvió a aprovecharse de ella. La brutalidad de la cópula hizo que su encontronazo juvenil con Tori pareciera un acto de pura ternura. Pero, para gran alivio suyo, terminó deprisa —él ya se había derramado aquel día— y, después, se quedó dormido enseguida.

Sola con sus pensamientos, se masajeó los doloridos muslos. Al llegar la mañana empezaron a descender desde la meseta reseca a un amplio valle. La tierra era allí más verde. La hierba crecía tupida y en la lejanía se veía la hebra sinuosa y azulada de un riachuelo, en cuya orilla crecía una serpentina de árboles. Un buen lugar para vivir, pensó ella, mejor que las áridas tierras altas, y seguramente abundante en caza. Pero al descender no vio más que conejos, ratones y pájaros. No había ni rastro de las deposiciones de animales grandes o sus característicos rastros.

Después de un rato, avistó una amplia cicatriz de color marrón en la orilla del río. Salía humo de una docena de lugares diferentes y vio movimiento, un pálido temblor, como una herida infestada de gusanos. Pero los gusanos eran gente, montones de gente apiñada, empequeñecida por la distancia.

Poco a poco, fue entendiendo. Era un pueblo: un asentamiento inmenso que se extendía en todas direcciones. Estaba asombrada. Nunca había visto una comunidad humana de tales dimensiones. Mientras se aproximaban, un miedo aún más intenso se aposentó en la base de su estómago.

Antes de llegar al asentamiento empezaron a cruzarse con gente.

Todos parecían menudos, morenos, encorvados y se cubrían con ropas harapientas y sucias. Y tanto los hombres como las mujeres y los niños trabajaban la tierra. Juna nunca había visto nada parecido. En un lugar estaban encorvados, arañando la tierra desnuda con herramientas de piedra montadas en mangos de madera. Un poco más allá, había un prado cubierto de hierba —nada más que hierba— y la gente estaba arrancándole las semillas a los tallos, que a continuación guardaba en cestos y cuencos. Algunos de ellos levantaron la mirada al verlos pasar, y los miraban con una curiosidad apagada.

Cahl se dio cuenta de que los miraba.

—Son campos —dijo—. Así es como alimentamos a nuestros hijos. ¿Ves? Se desbroza la tierra. Se plantan las semillas. Se arrancan las malas hierbas mientras crecen las plantas. Y se recoge la cosecha.

Juna trató de entender algo de todo aquello. Había demasiadas palabras desconocidas.

—¿Dónde está vuestro chamán?

Él se echó a reír.

—Podría decirse que todos lo somos.

Pasaron junto a otra zona despejada —otro «campo», así era como Cahl lo había llamado— donde había un rebaño de cabras dentro de un cercado de madera y zarzas. Al ver que Juna y Cahl se aproximaban, las cabras corrieron hacia ellos, balando y estirando el cuello. Juna comprendió al instante que estaban hambrientas. Se habían comido todo el pasto del cercado y querían que las soltaran para ir a buscar comida en los campos y las colinas. No entendía por qué las tenía allí aquella gente.

Llegaron al fondo del valle. La hierba desapareció, sustituida por un lodo pisoteado mezclado con excrementos y orines, desechos humanos arrojados allí sin más. Debía de ser como vivir en un enorme vertedero, pensó Juna.

Finalmente llegaron al asentamiento propiamente dicho. Las cabañas, construidas sobre estructuras de troncos clavados en el suelo y cubiertas con paja y barro, eran muy sólidas, y parecían permanentes. Tenía agujeros en los techos, y de muchos de ellos salía humo, incluso ahora, en pleno día. Las cabañas eran cabañas. Pero había muchas, tantas que no se podían contar.

Y había gente por todas partes.

Se vestían con las extrañas y ajustadas prendas que Cahl solía llevar. Eran más bajos que ella, tanto los hombres como las mujeres y su oscura tez estaba picada de viruela y cubierta de cicatrices. Muchas de las mujeres llevaban enormes cargas. Vio una mujer muy pequeña inclinada debajo de un gran saco. El saco estaba atado a su frente y parecía que pesaba más que ella. Por contraste, los hombres parecían llevar poca cosa aparte de lo que les cabía en las manos.

Nunca había visto tanta gente en toda su vida. Y mucho menos, apiñada en un lugar tan pequeño. A pesar de lo que había visto en los campos, no se le ocurrió cómo podían hacer para alimentarse. Debían de haber acabado con toda la caza y haber devorado todas las plantas comestibles de la zona. Y sin embargo, a la entrada de una cabaña había varios cuerpos de animales sacrificados, y junto a otra, cestos repletos de grano.

Y había niños a montones. Varios de ellos corrieron detrás de Juna, tirando de su camisa y mirando con asombro su reluciente cabello. Al menos eso sí era cierto: que realmente había más niños allí de los que su propia comunidad podría nunca albergar la esperanza de mantener. Pero muchos de ellos tenían los huesos doblados, la piel cubierta de llagas y los dientes marrones. Algunos eran muy flacos, o tenían el vientre hinchado que siempre provocaba la malnutrición.

Los hombres se reunieron alrededor de Cahl y Juna, parloteando en una lengua incomprensible. Parecían estar felicitando a Cahl, como si fuera un cazador que acabara de regresar con una buena pieza. Cuando sonreían, se veía que tenían los dientes en tan mal estado como Cahl.

De repente, sus nervios cedieron. Hay demasiada gente. Trató de apartarse, pero ellos la arrinconaron, cada vez más cercanos, mientras los niños le tiraban del pelo y gritaban. Estaba aterrorizada y sin aliento. Sus ojos anhelaban la visión del color verde, pero en aquel vertedero repugnante no había verde por ninguna parte. El mundo empezó a dar vueltas a su alrededor. Cayó al suelo y, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, la carne de Cahl cayó con ella sobre el barro. Oyó el grito furioso de Cahl. Pero los niños y los adultos siguieron a su alrededor, palpándola y riendo a carcajadas.

Volvió en sí, lentamente y casi en contra de su voluntad.

La habían metido en una de las cabañas. Estaba en el suelo. Podía ver la luz del Sol que se filtraba por las grietas y agujeros del techo.

Y Cahl volvía a estar sobre ella, penetrándola, pesado como una losa. No podía oler otra cosa que la cerveza de su aliento.

Había otras personas en la cabaña, moviéndose entre las sombras, parloteando en aquella lengua que no entendía. Había muchos niños de edades diversas. Se preguntó si serían todos de Cahl. Una mujer se acercó. Era de talla corta, como todos los demás, flaca, con un rostro enjuto cubierto de arrugas y un cabello negro y liso que caía a su espalda. Parecía mayor que Juna…

La mano de Cahl se cerró dolorosamente alrededor de su mandíbula.

—Mírame, cerda. Mírame a mí, no a ella. —Y continuó empujando, con más fuerza aún que antes.

Al amanecer, la mujer del pelo negro, que, como descubriría más tarde, se llamaba Gwerei, vino a despertarla de una patada. Juna se levantó del duro y repugnante camastro que le habían dado y trató de no vomitar en aquel aire denso y cargado con el hedor de los pedos y el sudor.

La mujer señaló el hogar con un gesto vigoroso. Entonces, irritada por la incomprensión de la muchacha, salió de la cabaña hecha una furia. Regresó con un grueso tronco, que arrojó al fuego. Quitando a los niños de en medio, destapó un agujero del suelo, que contenía un montón de formas hinchadas de color blanco. Al principio Juna pensó que eran setas, o quizá champiñones. Pero la mujer mordió una de ellas y, tras trocear otras, se las arrojó a los ruidosos niños.

También le tiró un trozo de la blanca sustancia a ella. La probó con cautela. Era blanda e insípida. Le dio la impresión de estar comiendo madera. Y encima era arenosa y tenía unos granos duros que rechinaban al morderlos. Pero no había probado bocado desde que Cahl y ella pararan en la meseta y sentía un hambre feroz. Así que devoró la comida con la misma avidez que los niños.

Era la primera vez que probaba el pan, aunque pasarían muchos días antes de que aprendiera su nombre.

Mientras ellos comían, Cahl roncaba en su jergón. A Juna le resultaba extraño que viviera con las mujeres, pero allí no parecía haber cabañas para los hombres.

Después de comer, Gwerei la llevó fuera del pueblo, al valle donde se extendían los espacios abiertos que había visto el día anterior. Caminaron en silencio, pues no tenían una sola palabra en común. Juna estaba atrapada en una burbuja de incomprensión. Pero solo con salir del enorme hormiguero que era el pueblo ya se sentía aliviada.

Muy pronto se unieron a ellas las demás mujeres, muchos muchachos y algunos hombres. Caminaban por unos surcos abiertos por innumerables pies en el suelo. Algunas de las mujeres observaban a Juna con curiosidad, y los hombres le lanzaban miradas especulativas, pero todos ellos parecían exhaustos antes siquiera de que el día hubiera empezado. Se preguntó adónde irían. Nadie llevaba armas, lanzas, trampas ni cepos. No prestaban la menor atención a los excrementos o las pisadas de los animales que hubieran pasado por allí. Ni siquiera miraban la tierra en la que vivían.

Finalmente llegaron a los espacios abiertos que había visto el día anterior. Gwerei la llevó hasta uno de los campos, donde ya había gente trabajando. Le dio una herramienta y empezó a hablarle y a hacer mímica, cerrando los puños y escarbando surcos imaginarios en el aire.

Juna inspeccionó la herramienta. Era como un hacha, con una cabeza de piedra unida a una empuñadura de madera por medio de unas cuerdas de cartílago y resina. Pero era muy grande, demasiado para ser un hacha, y con una cabeza curva que imposibilitaba su uso incluso como lanza. Mientras Gwerei le gritaba con creciente frustración, ella se limitó a mirarla en silencio.

Finalmente, Gwerei tuvo que hacerle una demostración. Se inclinó sobre el suelo, cogió la herramienta y la hundió en la tierra. A continuación empezó a caminar hacia atrás, con las piernas rígidas, la espalda inclinada, arrastrando la herramienta por la tierra. Al acabar, había hecho un surco de una mano de grosor en el suelo.

Juna vio que los demás estaban haciendo lo mismo que Gwerei, arrastrando sus hachas curvas por el suelo. Recordó que el día anterior, cuando los había visto, también lo estaban haciendo. Era una tarea tan sencilla que hasta un niño habría podido encargarse de haber tenido la fuerza suficiente. Pero era un trabajo duro. Después de abrir unos surcos de apenas unos pasos de longitud, todos estaban resoplando, con la cara cubierta de mugre y sudor.

Juna seguía sin saber por qué lo hacían. Pero le quitó la herramienta a Gwerei y hundió la hoja en el suelo. A continuación, se inclinó como ella había hecho y la arrastró hacia atrás hasta abrir un surco idéntico al de Gwerei. Una mujer la aplaudió con sarcasmo.

Juna le devolvió la herramienta a Gwerei.

—Ya está —dijo en su propia lengua—. ¿Y ahora qué?

La respuesta resultó muy sencilla. Tenía que volver a hacerlo, solo que un poco más. Y luego otra vez. Tanto ella como todas las personas que se encontraban allí no tenían que hacer otra cosa que abrir aquellos surcos en el suelo.

Todo el día.

¿Qué dificultad tenía aquello, comparado con la más sencilla cacería, o con poner una trampa para conejos? ¿Es que aquella gente no tenía mente ni espíritu? Pero puede que eso formara parte de la magia que sus chamanes utilizaban para hacer toda esa comida, la abundancia que les permitía reunirse en enjambres e inundar la tierra de niños. Y además, se recordó, allí la extraña era ella, y debía aprender las costumbres de Gwerei y no al contrario.

Así que se entregó en cuerpo y alma a aquel trabajo aburrido y repetitivo. Pero antes de que el Sol hubiera ascendido mucho en el cielo, ansiaba escapar de aquel tedio, huir corriendo a la meseta. Y después de un día entero de obligar a su cuerpo, una máquina exquisitamente diseñada para caminar, correr y lanzar, a soportar aquel trabajo duro y repetitivo, el dolor era tan abrumador que lo único que quería era que parase.

Al día siguiente la llevaron a otro campo y la pusieron a hacer exactamente lo mismo. Y al otro.

Y al otro.

Era la agricultura: primitiva, pero agricultura a fin de cuentas. Aquella nueva forma de vida no había sido planificada. Había emergido espontáneamente, paso a paso.

Desde al menos los tiempos de Guijarro, e incluso antes de que hubieran emergido los auténticos humanos, la gente había estado seleccionando y cuidando las plantas silvestres que prefería y eliminando las que competían con ellas con los recursos. Del mismo modo, la domesticación había empezado por accidente. Los perros habían aprendido a cazar con los humanos y habían sido recompensados por ello. Las cabras habían aprendido a seguir a los humanos para alimentarse de la basura que arrojaban y los humanos, a su vez, habían aprendido a utilizarlas, no solo como medio de conseguir carne, sino por su leche. A lo largo de centenares de miles de años, se había producido una selección inconsciente de aquellas plantas y animales que le eran más útiles a los humanos. Pero ahora el proceso se había vuelto consciente.

Todo había empezado en un valle que no estaba muy lejos de allí. Durante siglos, la gente había disfrutado de un clima cada vez más cálido, una dieta rica en fruta, nueces, grano silvestre y caza salvaje. Pero entonces se había producido un repentino enfriamiento. Los bosques habían menguado. Las fuentes de alimentación habían empezado a desaparecer.

Así que la gente había concentrado sus esfuerzos en las mejores plantas, las que tenían semillas grandes que podían sacarse de las vainas con facilidad, tratando de garantizar su crecimiento a expensas de las plantas menos interesantes que las rodeaban.

Los guisantes habían supuesto otro éxito precoz. Las vainas de los guisantes silvestres explotaban y desperdigaban las semillas a su alrededor para germinar. La gente prefería aquellos mutantes ocasionales cuyas vainas no explotaban, porque eran más fáciles de recoger. Por sí solas, estas variedades no germinaban y morían, pero, en cambio, con la atención y los cuidados de los humanos, florecieron. Por la misma razón, las variedades similares de lentejas, amapolas y lino tenían el éxito garantizado.

Y de este modo, esparciendo las semillas de sus plantas preferidas y eliminando aquellas que no les interesaban, los hombres habían emprendido un proceso selectivo. Rápidamente, las plantas empezaron a adaptarse. Transcurrido apenas un siglo, empezaron a aparecer cereales de grano más grueso, como el centeno. Algunas plantas se veían favorecidas por el tamaño de sus semillas, como los girasoles, y otras, en cambio, como los plátanos, por el tamaño de los frutos. Algunos genes que en el pasado hubieran resultado letales para las plantas, como el que provocaba que las vainas no reventaran, eran ahora en cambio la causa de su éxito.

Los primeros cultivadores de centeno no se habían establecido instantáneamente. Durante algún tiempo habían seguido recogiendo las plantas silvestres junto a sus magras cosechas. Los nuevos campos habían servido como despensa, como último recurso en caso de necesidad: como ocurría con todas las innovaciones, la agricultura había nacido de las prácticas que la habían precedido.

Pero los nuevos cultivos habían resultado tan productivos que muy pronto la gente se volcó en ellos. La mayor parte de las plantas salvajes no eran aptas para el consumo humano; las nueve décimas partes de lo que cultivaba un granjero se podían comer. Por eso podían permitirse el lujo de tener tantos niños; eso era lo que sustentaba el gran hormiguero que era aquel pueblo.

Era la más profunda revolución experimentada por los homínidos desde que el Homo erectus abandonara el bosque y se estableciera en la sabana. Comparados con este avance, los desarrollos del futuro, incluida la ingeniería genética, no serían más que pequeños detalles. No volvería a producirse un cambio tan significativo hasta que el ser humano desapareciera de la faz de la Tierra.

Pero la revolución agrícola no convirtió a la Tierra en un paraíso.

La agricultura significaba trabajo: una tarea interminable, repetitiva y fatigosa, todos los días del año. Como los suelos quedaban despojados de todo salvo lo que la gente quería cultivar, los humanos tenían que hacer todo el trabajo que antaño había hecho la naturaleza: airear la tierra, combatir las plagas, fertilizar y sembrar. La agricultura equivalía al sacrificio de la vida entera, de las habilidades, del placer de correr a campo abierto, de la libertad de elegir lo que querías hacer… a cambio de la labor en los campos.

Y ni siquiera es que la dieta que tan laboriosamente arrancaban al suelo fuera muy rica. Mientras que los antiguos cazadores-recolectores habían disfrutado de una dieta variada, con cantidades apropiadas de minerales, proteínas y vitaminas, los granjeros extraían la mayor parte de su sustento de las cosechas: era como si hubieran cambiado una comida cara y de gran calidad por una forma nutricional barata pero de baja calidad. Como consecuencia de esto, y del trabajo incesante y duro, se habían vuelto significativamente menos saludables que sus antepasados. Tenían dientes peores y la anemia era una constante en sus vidas. Las mujeres tenían los codos muy débiles y los hombres sufrían un estrés social infinitamente más intenso, que se traducía en frecuentes peleas y asesinatos.

Y luego estaban las muertes Comparados con sus altos y vigorosos antepasados, los hombres estaban menguando.

Era verdad que las madres no tenían que sacrificar a sus bebés. De hecho, se les alentaba a tener hijos lo más deprisa posible, a fin de satisfacer las incesantes demandas de trabajadores nuevos para los campos: a la edad de treinta años, muchas de las mujeres estaban exhaustas por el trabajo de cuidar y criar niños débiles.

Pero si nacían muchos, también eran muchos los que morían. Juna no tardó mucho en darse cuenta. La enfermedad era algo raro en su pueblo, pero allí, en aquel lugar abarrotado e insalubre, no. Casi podías ver cómo se extendía, en las toses y los estornudos de la gente, en las llagas que se rascaban sin parar, en la diarrea que emponzoñaba el agua de sus vecinos. Y la miríada de enfermedades y males se cebaba en los más débiles, los viejos y los más jóvenes. Morían muchos, muchos niños, más que en su pueblo.

Y apenas había un puñado de personas de la edad de su abuela. Juna se preguntaba qué sería de toda la sabiduría que se perdía con la muerte prematura de tanta gente.

Los días se sucedían, idénticos y carentes de sentido. El trabajo era rutinario. Pero es que allí todo lo era, todo se repetía día tras día.

Cahl seguía aprovechándose de ella la mayoría de las noches. Pero parecía que estaba perdiendo facultades. A veces la abordaba con mucha fuerza, arrojándola al suelo y arrancándole la falda, o tomándola desde atrás mientras le sujetaba la cabeza. Era como si tuviera que esforzarse para conseguirlo, para excitarse. Y cuando bebía demasiada cerveza, su pene no se levantaba.

Era un hombre débil y Jana se había dado cuenta. Tenía poder sobre ella, sí, pero no lo temía. Al final, hasta sus apariciones se habían convertido en rutinarias, una parte más del escenario de fondo en el que se desarrollaba su vida. Sin embargo, la aliviaba saber que, mientras tuviera al niño de Tori en el vientre, no podía quedarse embarazada de él.

Un día, mientras trabajaba con el arado de piedra en la tierra reseca y rocosa, aparecieron unas ovejas sobre las rocas, balando ruidosamente. Siempre dispuestos a tomarse un descanso, los trabajadores levantaron la mirada. Al ver a las ovejas, sacudiéndose nerviosamente y husmeando el suelo en busca de hierba, se echaron a reír.

Pero entonces se oyeron unos ladridos frenéticos. Un perro apareció al otro lado de las rocas, perseguido por un muchacho que empuñaba un bastón de madera. Mientras los trabajadores se reían, aplaudían y vitoreaban, el niño y el perro empezaron a perseguir a las ovejas con cómica incompetencia.

Gwerei se encontraba junto a Juna. Miró su rostro confundido. Entonces, no sin cierta amabilidad, señaló las ovejas.

Ouis kludhi. —Empezó a contar las ovejas con el dedo, una a una—. Oynos. Duo. Treyes. Ouis. —Y, con un gesto, alentó a Juna a responderle.

Juna, con la espalda dolorida y el cabello enmarañado, pensó que ya había tenido suficientes rarezas.

—Nunca conseguiré entenderlo.

Pero Gwerei, curiosamente, conservó la paciencia.

Owis. Kludhi. Owis.

Y empezó a hablarle, en su lengua, pero con mucha más lentitud y claridad de lo habitual… y, para asombro de Juna, con una o dos palabras de su propio idioma, que seguramente había aprendido de Cahl. Estaba tratando de decirle algo. Algo importante.

Juna prestó atención. Tardó mucho rato. Pero poco a poco empezó a entender lo que Gwerei estaba tratando de decirle. Aprende el idioma. Escucha y aprende. Porque solo así podrás escapar de Cahl. Y ahora escucha…

Asintió, remisa.

Ouis —repitió—. Oveja. Ouis. Una, dos, tres…

Y de este modo, Juna aprendió sus primeras palabras en la lengua de Gwerei y Cahl, los primeros granjeros: las primeras palabras en la lengua que un día se conocería como proto-indoeuropeo.

A medida que se sucedían los días, su vientre iba creciendo con regularidad. Empezó a estorbarle para trabajar y, al mismo tiempo, sus fuerzas empezaron a menguar. Los demás trabajadores la miraban y algunos de ellos refunfuñaban, pero la mayoría de las mujeres no pareció tomárselo en cuenta.

Pero había algo que la preocupaba. ¿Qué haría Cahl cuando naciera el niño? ¿Dejaría de encontrarla atractiva cuando no tuviera la barriga hinchada? Si la echaba, se encontraría en una posición tan mala como si hubiera probado suerte en la meseta, sola… o puede que peor, tras meses de dieta inapropiada y trabajo duro en un lugar que ni conocía ni comprendía. La preocupación se convirtió en una obsesión que la carcomía por dentro, del mismo modo que el crecimiento del niño parecía estar consumiendo las fuerzas de su cuerpo.

Pero entonces llegó al pueblo el desconocido de la gargantilla brillante.

Era tarde. Como de costumbre, estaba regresando desde los campos, cubierta de barro y exhausta.

Cahl se dirigía a la cabaña del cervecero. Juna había visto las grandes tinas de madera dentro de su cabaña, donde machacaba ciertas hierbas y otras sustancias que ella era incapaz de identificar para preparar aquella primitiva cerveza de cebada. La cerveza no parecía hacer demasiado efecto a la gente del pueblo de Cahl —a menos que la consumieran en grandes cantidades— comparada con lo que le hacía a Acta y a los demás. No es de extrañar que fuera una mercancía de primera para Cahl: barata para él, pero de valor incalculable para Acta.

Aquella mañana había un hombre con él: alto, tanto como ella, aunque no tanto como algunos de los hombres de su pueblo. Tenía el rostro afeitado y el cabello, negro y largo, recogido a la espalda en una coleta. Parecía joven. Seguramente no era mucho mayor que ella. Sus ojos eran claros y despiertos. Y vestía con una piel extraordinaria, una piel que había sido trabajada hasta quedar muy suave, cuidadosamente cosida y decorada con dibujos de animales danzantes en colores rojos, azules y negros. Al pensar las horas que habrían hecho falta para producir semejante atuendo Juna se estremeció.

Pero lo que más llamó su atención fue la gargantilla que llevaba al cuello. Era una sencilla cadena de conchas perforadas. Pero en la concha central, debajo de su barbilla, había un fragmento de algo que atrapaba la luz poniente del Sol y la despedía convertida en destellos amarillos.

Cahl la estaba mirando. Había dejado que el joven entrara primero en la cabaña del cervecero. Utilizando la lengua de ella, dijo con voz sedosa:

—Te gusta, ¿eh? ¿Te gusta el oro que lleva en el cuello? ¿Crees que preferirías su fina polla a la mía? Se llama Keram. Para lo que va a servirte… Es de Cata Huuk. No sabes dónde está eso, ¿verdad? Y nunca lo sabrás. —Le metió la mano entre las piernas y apretó—. Mantenlo caliente para mí.

La soltó y se alejó.

Ella apenas había reparado en su última agresión. Keram. Cata Huuk. Repitió los extraños nombres para sus adentros, una y otra vez.

Porque le había parecido que —solo por un momento, justo antes de volverse para entrar en la cabaña del cervecero— el joven posaba la mirada en ella y sus ojos se abrían mucho, como si la reconocieran.

Pasaron tres meses antes de que Keram volviera al pueblo desde Cata Huuk.

De hecho, se habría ahorrado el viaje de haber podido. Como era el hijo menor del Potus, le tocaban siempre los peores trabajos, y recoger los tributos de aquellas aldeas, situadas en los límites de las tierras de la ciudad, era casi el peor de ellos.

—Este lugar —le dijo a su amigo Muti— es el más horrible. Míralo. —El pueblo, erigido a la orilla del río, no era más que un puñado de cabañas del color de los excrementos, y erosionadas por las lluvias, de cuyos techos brotaban volutas de humo apestoso—. ¿Sabes cómo lo llaman? Keer. —Aquella palabra significaba «corazón» en la lengua de los dos jóvenes, una lengua que se hablaba en una amplia región colonizada que se extendía desde allí en dirección al este.

Muti sonrió.

—Keer. Me gusta. ¿Crees que este es el corazón del mundo? Entonces, ¿por qué tiene aspecto de culo? —Se echaron a reír juntos, y sus gargantillas de conchas y oro tintinearon con suavidad.

Cahl se acercó a ellos. El mercader se sumó a sus risas con alegría forzada, mientras sus ojillos de cerdo pasaban velozmente de uno al otro. Los guardias que acompañaban a Keram se movieron discretamente, como para demostrar que estaban muy alertas, e inclinaron las puntas de sus picas.

Cahl dijo:

—Amo Keram. Me alegro mucho de verte. Qué buen aspecto tienes, cómo brilla tu ropa a la luz del Sol. —Se volvió hacia Muti—. Y no creo…

Muti se presentó:

—Un primo segundo de Keram. Pariente y aliado.

La mirada calculadora que se dibujó en el rostro de Cahl mientras añadía el nombre y la posición de Muti al mapa de las estructuras del poder de Cata Huuk que, sin ningún disimulo, estaba trazando en su mente, divirtió a Keram. Cahl empezó a deshacerse en cortesías y aspavientos mientras los conducía al pueblo.

—Venid, venid. El tributo está preparado, por supuesto, en mi cabaña. Tengo comida y cerveza para vosotros, recién traída de los campos. ¿Os quedaréis a pasar la noche?

Keram respondió:

—Tenemos que visitar muchos más lugares antes de que…

—Pero debéis disfrutar de nuestra hospitalidad. Y también vuestros hombres. Tenemos muchachas, vírgenes, dispuestas para vosotros. —Miró a Muti y le guiñó un ojo—. O muchachos, si lo preferís. Seréis mis invitados mientras queráis quedaros con nosotros…

Mientras caminaban con cuidado sobre el suelo cubierto de lodo y excrementos, Muti se aproximó a Keram y le dijo en voz baja:

—Qué repugnante babosa.

—No es más que un jugador de ventaja. Ni siquiera es el jefe de esta pandilla de miserables. Y tiene algunas debilidades interesantes, particularmente por las mujeres gordas. Puede que le recuerden a los cerdos, que sin duda son las criaturas a las que ama realmente. Pero es útil. Se deja manipular con facilidad.

—¿Llegará alguna vez a Cata Huuk?

Keram resopló.

—¿Tú qué crees, primo?

Ya estaban llegando a la cabaña de Cahl, una de las más grandes del pueblo, pero igualmente un montón de estiércol a los ojos de los jóvenes.

Keram preguntó a Muti:

—¿Quieres que nos quedemos algún tiempo? —Señaló a los guardias con un gesto de la cabeza—. Normalmente me gusta dejar que los perros salgan un rato de la jaula. Y una de las habilidades de Cahl consiste en encontrar a algunas de las cerdas más atractivas de este estercolero. Algunas veces, su desesperación y miseria las hace…, interesantes. Es divertido, aunque fatigoso. Aunque tienes que estar preparado para un poco de mugre.

Muti, distraído, dijo:

—¿Qué tenemos aquí?

Una muchacha había salido de la cabaña de Cahl. No se parecía en nada a las morenas y achaparradas mujeres del pueblo. Aunque flaca y descuidada, era alta —tanto como Keram, de hecho— y esbelta, y poseía una cabellera rubia que, a pesar de la mugre que se la enmarañaba, despedía un cegador brillo dorado. No debía de tener más de dieciséis o diecisiete años.

Su aparición pareció enfurecer a Cahl. Le propinó un puñetazo en la sien y la chica cayó al suelo.

—¿Qué estás haciendo? Vuelve a la cabaña. Ya me ocuparé de ti luego. —E hizo ademán de darle un puntapié, tirada en el suelo como estaba.

Con un movimiento rápido, Muti cogió el brazo rechoncho de Cahl y lo retorció. El comerciante chilló pero no ofreció resistencia.

Keram cogió a la chica de la mano y la ayudó a levantarse. Un moratón estaba empezando a aparecer en su sien. Vio que tenía los brazos y las piernas cubiertas de magulladuras. Estaba temblando, pero se mantuvo firme frente a él. Le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Cahl le espetó:

—Señor, no le hables… —Muti le retorció el brazo con más fuerza—. ¡Au!

—Juna. —Tenía un acento marcado y desconocido para él, pero las palabras eran perfectamente inteligibles—. Me llamo Juna. Soy de Cata Huuk —dijo con audacia—. Soy como tú.

Keram se rio al oírlo, pero sus carcajadas murieron mientras la estudiaba con más detenimiento. Desde luego, su estatura, su elegancia y su condición, relativamente buena, no parecían propias de una vida entre los cerdos de Keer. Le dijo con cuidado:

—Si eres de la ciudad, ¿cómo acabaste aquí?

—Se me llevaron cuando era pequeña. Esta gente, la gente de Keer. Me criaron entre los perros y los lobos. Por eso no hablo como tú. Pero…

—Está mintiendo —dijo Cahl, casi sin resuello—. Ni siquiera sabe dónde está Cata Huuk. Es una salvaje de las tribus del oeste, esos animales con los que comercio a veces. Su madre es una vaca que vende su cuerpo a cambio de cerveza. Y…

—Yo no debería estar aquí —dijo Juna con voz firme y sin apartar los ojos de Keram—. Llévame contigo.

Inseguros, Keram y Muti intercambiaron una mirada.

Enfurecido, Cahl se zafó de Muti.

—¿Quieres acostarte con ella? ¿Es eso? —Le arrancó a Juna el sencillo vestido y su vientre hinchado quedó al descubierto—. ¡Mirad! ¡La cerda está llena de cochinillos! ¿Queréis montarla así?

Keram frunció el ceño.

—Ese niño. ¿Es de Cahl?

Juna se estremeció.

—No. Aunque mi vientre lo excita, y me utiliza. El niño es de un hombre de Cata Huuk. Vino aquí. Estuvo conmigo. Ni siquiera me dijo su nombre. Me prometió…

—¡Está mintiendo! —rugió Cahl—. Ya estaba embarazada cuando la encontré.

—Yo no pertenezco a este lugar —dijo Juna, mirando la aldea sin disimular su repugnancia—. Mi hijo no pertenece a este lugar. Mi hijo pertenece a Cata Huuk.

Keram volvió a mirar a Muti, quien se encogió de hombros.

—No sé si dices la verdad, Juna. Pero eres una criatura extraña, y tu historia divertirá a mi padre.

—¡No! —Cahl volvió a zafarse de Muti. Los soldados se adelantaron—. No puedes llevártela.

Keram hizo caso omiso de sus protestas. Miró a Muti:

—Encárgate de recoger el tributo. Tú, Juna, ¿tienes posesiones? ¿Algún amigo del que quieras despedirte?

Sus palabras parecieron confundirla, como si no supiera muy bien lo que significaba «posesiones».

—Nada. Y amigos… sólo Gwerei. —Keram se encogió de hombros. El nombre no significaba nada para él.

—Haz tus preparativos. Nos marcharemos pronto.

Dio una palmada y Muti y los soldados se apresuraron a cumplir sus órdenes.

Pero Cahl, sujeto por uno de los guardias, siguió rogando y suplicando:

—¡Llévame a mí! ¡Oh, llévame a mí!

III

Tres días los separaban del misterioso hogar de Keram, Cata Huuk.

El grano y la carne, eso que Keram llamaba «el tributo», se recogió rápidamente. Juna no comprendía por qué los habitantes de aquel pueblo, que apenas tenían para alimentarse a sí mismos, tenían que entregar una parte tan importante de sus provisiones a aquellos extraños. Ni siquiera recibieron cerveza a cambio.

Pero no era el momento de preocuparse por ello. El discurso que había preparado durante todo ese tiempo, desde la primera vez que viera a Keram, había dado resultado. Ahora lo que tenía que hacer era guardar silencio y marchar a donde le dijeran.

El grupo formó en una columna estrecha. Keram y Muti se situaron a la cabeza. Los cuatro guardias iban tras ellos, dos de ellos con las manos libres para cargar el tributo y los otros dos con armas. Juna, que había llegado allí sin otra cosa que su lanza, se aproximó a uno de los guardias para compartir parte de la carga.

Keram la detuvo:

—Deja que hagan su trabajo.

Juna se encogió de hombros.

—En el pueblo de Cahl sería mi trabajo.

—Bueno, yo no soy Cahl. Debes hacer lo que nosotros hacemos, muchacha. Así son nuestras costumbres.

—Se me llevaron de niña…

—Todavía recuerdo lo que nos has contado —dijo Keram. Parecía divertido y había levantado las cejas—. Lo que no sé es si me lo creo. Pero escúchame. En Cata Huuk, la palabra del Potus es ley. Yo soy el hijo del Potus. Has de obedecerme. No cuestiones mis órdenes. ¿Lo entiendes?

El pueblo de Juna, como la mayoría de los cazadores-recolectores, se regía por principios igualitarios. No, no entendió. Pero a pesar de ello, asintió en silencio.

Se pusieron en marcha. Los jóvenes, que no cargaban con nada, caminaban con desenvoltura, al igual que Juna, a pesar de su embarazo y de los cuatro meses de mala comida y trabajo duro que había tenido que soportar. Pero los guardias resoplaban y se quejaban de sus pies cansados.

Para Juna era un gran alivio salir de la escuálida aldea y volver a estar a campo abierto, volver a caminar en lugar de tener que encorvar la espalda sobre un campo polvoriento, a pesar de que, conforme avanzaba hacia el este, estaba alejándose cada vez más de las tierras en las que antepasados y ella habían vivido siempre.

Todas las noches paraban en pequeñas aldeas, ni más ni menos impresionantes que la de Cahl. Los guardias se atiborraban de cerveza y mujeres. Keram y Muti pasaban la noche solos, en las cabañas que los aldeanos ponían a su disposición. Dejaban que Juna durmiera con ellos, acurrucada en un rincón.

Ninguno de ellos la tocó. Puede que fuera por su estado. Puede que no estuvieran seguros de que fuera de fiar. Una parte de ella, aliviada por verse libre de las repulsivas atenciones de Cahl, disfrutaba del placer de no tener que compartir su cuerpo con nadie pero otra parte, más calculadora, lo lamentaba. No podía siquiera concebir cómo sería aquel lugar, Cata Huuk. Pero sospechaba que tendría más probabilidades de sobrevivir si se unía a Keram o Muti.

A medida que avanzaban, el paisaje empezó a llenarse de campos y aldeas. Ya no había árboles, aunque sí algunos tocones y campos quemados. De hecho, aparte los campos y aquellas tierras que se veía que habían sido cultivadas en el pasado pero ahora, exhaustas e inútiles, estaban abandonadas, no había más que afloramientos de roca o pantanos. Muy pronto, la cosa llegó a tal punto que no podía dar un paso sin pisar la huella dejada por otra persona que había pasado allí antes que ella. La medida en la que aquel enjambre humano había modificado la tierra la apabullaba.

Y al fin llegaron a la propia Cata Huuk.

Lo primero que vio Juna fue la muralla. Hecha de ladrillos de barro y paja, era una gran barrera circular que debía de alcanzar la altura de tres hombres puestos uno encima de otro, y estaba erizada de pinchos. Alrededor de la muralla se extendía un círculo de chozas y cobertizos improvisados, construidos con barro y ramas de árbol. La muralla era tan ancha que parecía cortar la tierra por la mitad.

Una vereda amplia y aplanada conducía hasta la propia muralla, y el grupo de Keram la siguió. Pero al aproximarse, empezó a emerger gente de las cabañas, como un enjambre de avispas, gritando, tirando a Keram de la túnica, levantando carne y fruta y dulces y tallas de madera y piedra frente a él, y Juna se encogió de temor. Pero Keram le aseguró que no había de qué preocuparse. Aquella gente solo estaba tratando de venderle cosas: aquello era un mercado. Las palabras no significaban nada para ella.

Había una enorme puerta de madera en la muralla. Keram llamó a voces. Un hombre que había sobre la muralla lo saludó con la mano y las puertas se abrieron. El grupo entró.

Mientras penetraba en aquel mundo nuevo e insólito, Juna se dio cuenta de que estaba temblando.

Las cabañas: aquello fue lo primero que le llamó la atención. Eran muchísimas, decenas de decenas, extendidas en cantidades incontables a lo largo del enorme recinto que rodeaban las murallas. Algunas de ellas, simples mojones de barro y paja, no eran mayores ni mejores que las del pueblo de Cahl. Pero otras, hacia el centro de la ciudad, eran más grandes e imponentes, estructuras de dos y tres pisos, en cuyos patios delanteros crecían hierbas de color amarillo que brillaban bajo el Sol. Por entre los racimos de cabañas cruzaban caminos sinuosos que se retorcían de acá para allá, formando una especie de telaraña. Por todas partes el humo flotaba en grandes y negras nubes. Las aguas fecales discurrían por unos canales abiertos en el centro de cada calle y sobre los desperdicios flotaban nubes de moscas.

Y había gente por todas partes, hombres caminando juntos, niños corriendo y gritando, mujeres cargadas con grandes pesos a la espalda y sobre la cabeza. Había animales también, cabras y ovejas y perros, tan apiñados como las personas. El ruido, un incesante clamor, era pasmoso. Y los olores —excremento, orina, animales, madera quemada y el grasiento aroma de la carne asada— era abrumador.

Aquello era Cata Huuk. Con diez mil personas apiñadas tras sus murallas, era una de las primeras ciudades de la Tierra. Keer no la había preparado para aquello.

Keram le sonrió.

—¿Estás bien?

—¿Qué dios malvado creó esta montaña humeante?

—No fue ningún dios. La gente, Juna. Mucha, mucha gente. Debes recordarlo, por muy extraño que te parezca todo, es la obra de hombres como tú y como yo. Además —prosiguió, fingiendo inocencia— aquí es donde naciste. Este es el sitio al que perteneces.

—Aquí es donde nací —dijo ella, pero fue incapaz de insuflar demasiada convicción a sus palabras—. Pero tengo miedo. No puedo evitarlo.

—Yo estoy a tu lado —murmuró Keram.

Impulsada por un frío cálculo, le cogió de la mano. Vio que Muti los estaba observando; el joven le guiñó un ojo y esbozó una sonrisa de complicidad.

Caminaron por una avenida radial hacia las estructuras que ocupaban el centro de la ciudad. Y entonces sí que creció su asombro. Aquellos edificios, de tres pisos de altura, se erguían como gigantes sobre el resto de la urbe. Los edificios estaban dispuestos formando un cuadrado más o menos regular alrededor de una plaza central, donde crecían la hierba y las flores. En las entradas de todos ellos había hombres armados con picas, de mirada ceñuda y suspicaz. Unas mujeres con cántaros bajo el brazo esparcían agua sobre la hierba.

Muti sonrió a Juna.

—Vuelves a estar asombrada. ¿Qué es tan extraño ahora?

—La hierba. ¿Por qué echan agua? —Tuvo que hacer un esfuerzo para expresar lo que pensaba—. La lluvia cae del cielo. La hierba crece.

Muti sacudió la cabeza.

—No con la regularidad suficiente para el Potus. Se diría que quiere gobernar el mismo tiempo.

Entraron en el mayor de los edificios. Juna nunca había estado en un espacio cerrado de tales dimensiones. Los pisos superiores estaban conectados por escaleras y plataformas. A pesar de la hora del día, colgaban antorchas encendidas de las paredes, cuya luz ahuyentaba las sombras y bañaba el lugar de un resplandor amarillento. En todos los pisos había gente vestida con ropa elegante y lustrosa y algunos de ellos se inclinaban delante de Keram y Muti al pasar. Era como estar mirando la copa de un gran árbol. Incluso el suelo era extraordinario: hecho de una madera tallada tan suave que resbalaba bajo sus pies descalzos, y revestido con una capa de aceite o grasa que lo hacía brillar.

Llegaron al centro del edificio. Allí había una plataforma elevada. Y sobre la plataforma, sentado en un bloque de madera oscura intrincadamente tallado, se encontraba el hombre más obeso que Juna hubiera visto nunca. Sus pechos eran más grandes que los de una parturienta reciente. Su vientre, recubierto de aceite, era como la Luna. Y su cabeza era una esfera de carne sin un solo pelo. Tenía la coronilla afeitada, y no llevaba barba, ni bigote; ni siquiera tenía cejas. Estaba desnudo de cintura para arriba, pero llevaba unos pantalones delicadamente cosidos.

Aquella criatura enorme era el Potus, el Poderoso. Uno de los primeros reyes de la Historia. Estaba hablando con un hombre tan flaco que parecía un cadáver, situado a su lado, y que, concentrado en las palabras del rey, jugueteaba con un cordel de nudos que había entre sus manos.

Keram y Muti esperaron pacientemente a que el Potus pudiera consagrarles toda su atención.

Juna susurró:

—¿Qué hace con ese cordel?

—Las cuentas —respondió Muti en voz baja—. Así es como se registran los… um, los trabajos de la ciudad y las granjas. Las ovejas y cabras. El grano que se espera de la próxima cosecha. Los recién nacidos… Los muertos. —Ella lo miraba con los ojos tan abiertos que no pudo por menos que sonreír—. Nuestra historia se cuenta en ese cordel, Juna. Así es como vive Cata Huuk.

Keram le dio un codazo. El hombre del cordel había desaparecido. La inmensa cabeza del Potus se había estirado hacia ellos. Keram y Muti hicieron una reverencia. Juna se limitó a mirarlo hasta que Keram la obligó a inclinarse.

—Déjala —dijo el Potus. Su voz era como la grava del lecho de los ríos. Sin apartar los ojos de Juna, la llamó con una seña.

Se inclinó sobre ella. Su piel olía a aceites animales. Le tiró del pelo, con tanta fuerza que se encogió.

—¿Dónde la habéis encontrado?

Keram le explicó en pocas palabras lo que había sucedido en Keer.

—Potus, dijo que había nacido aquí… aquí, en Cata Huuk. Dice que se la llevaron cuando era niña. Y…

—Quítate la ropa —ordenó el Potus a Juna.

Ella, repelida por su olor, lo miró con furia y no obedeció. Pero Muti se apresuró a arrancarle las pieles hasta dejarla completamente desnuda.

El Potus asintió, como si estuviera evaluando una presa cobrada por un cazador.

—Buenos pechos. Buena estatura, buen porte… y un cachorro en el vientre, según veo. ¿Crees lo que ha contado, Keram? No recuerdo haber oído que se raptara a ningún niño… ¿Cuándo dices que fue? Hace quince o dieciséis años…

—Ni yo —dijo Keram.

—Dicen que los salvajes que hay más allá de los campos son así. Altos, de aspecto saludable, a pesar de su atroz forma de vida.

—Pero si es una salvaje, es muy lista —dijo Keram—. Pensé que su relato te divertiría.

—Es la verdad —dijo Juna.

El Potus soltó una risotada que era como un ladrido.

—Pero si habla…

—Habla bastante bien. Es muy lista, señor, y tiene...

—Baila para mí, muchacha. —Al ver que la chica se limitaba a devolverle la mirada, muda, el Potus dijo, en voz baja pero amenazante—. Baila para mí o haré que te saquen de aquí a rastras ahora mismo.

Juna no entendía lo que estaba pasando. Pero se dio cuenta de que su vida dependía de su respuesta.

Así que bailó. Recordó bailes que su hermana Sion y ella habían inventado de niñas y otros en los que había participado de mayor, siguiendo las cabriolas del chamán.

Pasados unos segundos, el Potus sonrió. Y entonces él, Keram y Muti, empezaron a dar palmas al ritmo que marcaban sus pies descalzos sobre el suelo de madera pulida.

Desnuda, confundida por todo aquello, Juna siguió bailando.

Desde el primer momento Juna se dio cuenta de que si quería estar sana, bien alimentada y libre del azote del trabajo interminable, repetitivo y agotador, tenía que permanecer lo más cerca del Potus que pudiera.

Así que trató de hacerse lo más interesante posible. Registró sus recuerdos buscando habilidades y conocimientos que, comunes entre su pueblo, pudieran maravillar a los hombres de aquel enjambre. Organizó carreras de larga distancia, en las que vencía con asombrosa facilidad a pesar de su avanzado estado de gestación. Hizo lanzadores de venablos y demostró su habilidad acertando dianas que se encontraban tan lejos que la mayoría de los miembros de la corte del Potus ni siquiera alcanzaban a verlas. Cuando nadie se lo esperaba, cogía fragmentos de piedra, madera y concha y, sin ninguna herramienta, fabricaba hojas y tallaba ornamentos, un proceso que, a aquellos hombres tan alejados de los recursos de la Tierra, les resultaba milagroso.

Su bebé nació. Era un muchacho esbelto, que cuando creciera se parecería a su perdido padre, Tori. En cuanto pudo, empezó a enseñarle a correr, a bailar, a lanzar, a hacer todo lo que ella sabía.

Y cuando finalmente logró atraer a Keram a su cama, cuando él le perdonó las mentiras que le había contado para persuadirlo de que la llevara consigo y cuando, un año más tarde, con su gargantilla de conchas y oro en el cuello, dio a luz a su hijo, sintió que su posición en aquel nido de hombres estaba asegurada.

En cuanto a la ciudad, Juna no tardó demasiado en comprender la verdad.

Era un lugar formado por varias capas, un lugar de rigidez y control. Sus habitantes eran esclavos que trabajaban día y noche para alimentar al Potus, a sus esposas, sus hijos, sus hijas y sus parientes, y aquellos que le servían, así como a los sacerdotes, la misteriosa red de místicos o chamanes que llevaba una vida aún más espléndida que la de él.

No podía ser de otro modo. Con la domesticación de plantas y animales, la tierra se había vuelto mucho más productiva. Los controles naturales que impedían el crecimiento de la población habían desaparecido de repente. Las poblaciones humanas experimentaron un crecimiento explosivo.

De repente la gente dejó de reproducirse como los primates. Empezó a hacerlo como las bacterias.

La densidad de población hizo posible el nacimiento de nuevas clases de comunidades y grandes centros de población, pueblos y ciudades, alimentados por un suministro constante de materias primas procedentes del campo.

Nunca habían existido tantos humanos, ni tan elaboradas variedades de relaciones entre ellos. Las ciudades, impelidas por la necesidad, experimentaron fuertes tensiones que desembocaron en formas nuevas de organización social. En las comunidades tribales como la de Juna, las decisiones se tomaban comunalmente y el liderazgo era informal, puesto que todo el mundo conocía a todo el mundo. Los lazos de parentesco bastaban para resolver la mayoría de los conflictos. Cuando los grupos eran más grandes, los caudillos se reunían y formaban una especie de colegio que organizaba las cosas.

Pero allí, en la ciudad, ya no era posible que todo el mundo participara en todas las decisiones. Había dejado de ser un procedimiento eficiente que cada familia cultivara y recogiera su propia comida, hiciera sus propias herramientas y su propia ropa y comerciara directamente con sus vecinos. Uno podía tener la seguridad de que todos los días se encontraría con perfectos desconocidos, y puede que tuviera que tratar con ellos, en lugar de expulsarlos o matarlos como antaño. Las viejas inhibiciones del parentesco dejaron de ser suficiente: Hubo que recurrir a la fuerza para mantener el orden.

No tardó en establecerse un control centralizado. El poder y los recursos empezaron a concentrarse en las manos de una élite. Surgieron reyes y reyezuelos, dotados del monopolio en la toma de decisiones, la información y el poder. Se estableció una economía redistributiva de nuevo cuño. Aparecieron la organización política y, merced a una tecnología cuya velocidad de desarrollo se multiplicaba por momentos, los sistemas de registro de información, la burocracia y los impuestos: las relaciones entre los hombres experimentaron una sofisticación explosiva.

Y, por primera vez en la historia de los homínidos, hubo gente que no tuvo que trabajar para comer.

La religión, el arte, la música, la ficción y la guerra llevaban existiendo treinta mil años. Pero ahora, aquellas sociedades pudieron permitirse el lujo de tener especialistas: gente que no hacía otra cosa que pintar, o perfeccionar melodías con flautas de hueso y madera, o especular sobre la naturaleza de un Dios que había ofrecido los dones del fuego y la agricultura a una raza indigna como la de los humanos. A partir de estas tradiciones acabaría por emerger gran parte de la belleza y la grandeza que la naturaleza humana incluía en su potencial. Pero también los ejércitos de asesinos profesionales, de los que los guardias de Keram eran un prototipo.

Y en casi todas partes, desde el principio, las nuevas comunidades estuvieron dominadas por los hombres: hombres que competían por el poder, en sociedades en las que las mujeres eran tratadas más o menos como recursos. Durante los tiempos de los cazadores-recolectores, el hombre se había despojado fugazmente de las cadenas ancestrales de las jerarquías patriarcales predominantes entre los primates. La igualdad y el respeto mutuo no eran lujos: las comunidades de cazadores-recolectores eran igualitarias porque era evidente que compartir el trabajo, la comida y el saber redundaba en beneficio de todos. Pero aquellos días estaban tocando a su fin. En la búsqueda de nuevos modos de organizar sus ingentes números, los humanos estaban regresando confortablemente a las costumbres de un pasado anterior a ellos mismos.

Las concentraciones urbanas aparentaban ser una forma de organizar la vida completamente nueva. Ningún homínido, y por descontado ningún primate, había vivido jamás en comunidades tan densamente pobladas. Pero en realidad representaban la involución a una forma muchos más antiguas. Las nuevas ciudades tenían mucho más en común con las colonias de chimpancés de los bosques que con las comunidades de cazadores-recolectores de su pasado próximo.

El intervalo de seguridad de Juna no duró más de cuatro años. En plena noche, Keram la zarandeó para despertarla.

—Vamos. Coge a los niños. Tenemos que marcharnos.

Juna se incorporó en el lecho, con los ojos todavía soñolientos. La pasada noche habían celebrado una fiesta y había bebido mucho más de lo conveniente. Las bebidas alcohólicas solo eran posibles en las tierras en las que se practicaba la agricultura, porque para destilarlas hacía falta grano cultivado, una de las ventajas clave de los agricultores sobre los cazadores, que se habían vuelto dependientes de la cerveza pero nunca aprenderían a fabricarla solos. En cuanto a Juna, era un lujo al que todavía no se había acostumbrado.

Miró a su alrededor, tratando de despertar y salir de aquella confusión. La habitación estaba a oscuras pero al otro lado de la ventana había luz. No la luz del día, sino la de un incendio.

Y entonces escuchó los gritos.

Salió de la cama y se cubrió con un traje sencillo y funcional. Fue a la habitación contigua y recogió a los niños. Los pequeños protestaron cuando los despertó pero volvieron a quedarse dormidos en sus brazos. Volvió con Keram, quien estaba guardando armas y posesiones en un saco.

—Estoy preparada —le dijo.

Él la miró, allí de pie, con los niños en los brazos. Corrió hacia ella y la besó apasionadamente en los labios.

—Te quiero. Por las pelotas del Potus. Si es que le quedan.

Sus palabras la confundieron más aún.

—¿Si le queda el qué?

—Es una mala noche para Cata Huuk —dijo él con tono sombrío—. Y para nosotros, a menos que tengamos suerte. —Se volvió y se encaminó a la puerta con el saco a la espalda—. Vamos, escaparemos por las puertas traseras.

Salieron de la casa. Juna pudo entonces ver de dónde venía la luz. El gran palacio amarillo de Potus estaba ardiendo, con llamas y chispas que se elevaban hasta gran altura. Juna oyó gritos procedentes del interior del palacio y le pareció atisbar formas que corrían de acá para allá.

Las calles estaban llenas de hombres. Flacos, mugrientos, ataviados muchos de ellos con pieles hechas jirones o harapos de fibras vegetales, semejaban una manada de ratas. Para ella, las voces fundidas de la turba no eran humanas; eran como el rugido del trueno o el gruñido de una tormenta, algo que escapaba al control del ser humano. Sujetando a sus hijos con fuerza, trató de controlar su miedo.

—Es el hambre —dijo.

—Sí.

Hambruna: era otra palabra que se había visto obligada a aprender. Una plaga que se abatía sobre los principales cultivos de una región. Nadie la entendía; nadie era capaz de curarla. Los primeros indicios de descontento habían sido los asesinatos de los recaudadores de impuestos que trataban de recoger lo que por derecho le pertenecía al Potus. Y ahora habían llegado a esto. El pueblo de Juna se alimentaba de muchas especies silvestres: ninguna plaga podía acabar con ellos destruyendo una especie vital. Hambruna: otro ambiguo regalo de la nueva forma de vivir.

La familia marchaba con la cabeza gacha. Evitaban las avenidas principales y se dirigieron a las puertas traseras siguiendo un camino en zigzag.

Keram dijo:

—Hay un nuevo asentamiento al oeste de aquí, junto a la costa. La tierra es rica y los recursos del mar, abundantes. Está a muchos días de camino, pero…

—Lo conseguiremos —dijo ella con firmeza.

Él asintió.

—No nos queda más remedio.

Finalmente llegaron a las puertas, que estaban abiertas. Muti los esperaba allí. Los tres, con los niños en brazos, se perdieron en la oscuridad de la noche.

En su camino al este, allá donde viajaran, atravesaban tierras transformadas por los granjeros y constructores de ciudades. Hasta la tierra que Juna había cruzado una vez, en su huida con Cahl, estaba tan cambiada que resultaba irreconocible. La expansión había sido muy rápida.

Esta expansión se había producido porque las tierras de labranza se llenaban con rapidez. Cada hijo y cada hija que nacía quería su propio terruño, una tierra que fuera suya como lo había sido la de sus padres. No era difícil de conseguir. El conocimiento de los agricultores no estaba ligado a una tierra concreta, como lo había estado el de los cazadores-recolectores. Su forma de pensar era sistemática: sabían cómo transformar la tierra para hacer de ella lo que necesitaban. No tenían que aceptarla tal como era. Para los agricultores, la colonización era sencilla.

Y así, a partir de las primeras y humildes granjas dispersas del este de Anatolia, había empezado la gran expansión. Fue una especie de guerra lenta, librada sobre la propia tierra, transformada para servir a las necesidades de la creciente muchedumbre de vientres humanos. Se convirtió en una expansión que pronto superaría geográficamente la difusión del Homo erectus y las generaciones anteriores de humanos, una expansión que avanzaría con asombrosa velocidad.

Pero no se produjo en el vacío, sino en una tierra ocupada ya por las ancestrales comunidades de cazadores-recolectores.

Compartir la tierra no hubiera sido posible, claro. Allí se enfrentaban dos visiones que diferían en lo fundamental. Los cazadores veían la tierra como un lugar al que estaban ligados, como los árboles que crecían en ella. Para los granjeros, era un recurso en sí misma, susceptible de ser comprada, vendida y subdividida: la tierra era una propiedad, no un lugar. Solo había un desenlace posible. Los cazadores-recolectores eran inferiores en número: diez mal nutridos y enclenques granjeros podían derrotar siempre a un saludable cazador.

Tras tres días de viaje, llegaron a una especie de pueblo miserable, un tosco puñado de chamizos y cabañas. Juna miró a su alrededor, tensa, desinteresada.

—¿Por qué hemos venido aquí? Deberíamos seguir nuestro camino antes de que oscurezca.

Keram le puso delicadamente una mano en el brazo.

—Creí que querrías parar aquí. Juna, ¿no reconoces el lugar?

—Deberías —dijo una voz de mujer, extrañamente familiar.

Juna se volvió. Una mujer se le acercaba cojeando, con un trozo de piel anudada al viejo modo alrededor de la cabeza. La mente de Juna empezó a dar vueltas. Las palabras le resultaban extrañas, sí, porque pertenecían a su lengua natal, una lengua que no había oído desde que siguiera a Cahl lejos del pueblo.

Entonces, Juna pudo ver el rostro de la mujer. Era Sion, su hermana mayor. Una nostalgia inesperada la embargó al instante.

—Oh, Sion… —Avanzó un paso hacia ella con los brazos extendidos.

Pero Sion se apartó de ella.

—¡No! No te acerques. —Hizo una mueca—. La enfermedad no acabó conmigo, como con tantos otros, pero puede que todavía la lleve dentro.

—Sion… ¿Quién…?

—¿Quién murió? —Sion soltó una carcajada amarga—. Más bien pregunta quién sobrevivió.

Juna miró a su alrededor.

—¿De verdad es aquí dónde vivíamos? Nada parece lo mismo.

Sion resopló.

—Los hombres beben cerveza y licor. Las mujeres trabajan en las granjas de Keer. Nadie caza ya, Juna. Han echado a los animales para hacer sitio a los campos. Nos hemos adaptado. A veces les cantamos las viejas canciones a los granjeros. Así nos dan un poco más de cerveza.

—¿Quién es ahora el chamán?

—Los chamanes no están permitidos. El último se mató bebiendo, el muy estúpido. —Se encogió de hombros—. No supone gran diferencia. Nada de lo que el chamán podría decirnos nos serviría ahora. No es el chamán el que sabe cómo se cultiva, sino los granjeros, y sus amos de la ciudad, con sus cordeles de nudos y sus ojos afilados que miran al cielo.

La enfermedad, según averiguó Juna, había sido el sarampión.

El hombre siempre había sufrido el acoso de algunas enfermedades, por supuesto: la lepra, el dengue y la fiebre amarilla estaban entre las plagas más antiguas. Muchas de ellas las provocaban microbios capaces de sobrevivir en la tierra o en las poblaciones animales, como por ejemplo la fiebre amarilla, transmitida por los monos africanos. Pero la gente había tenido tiempo, en términos evolutivos, de adaptarse a la mayoría de las enfermedades y los parásitos.

Con la aparición de estas nuevas y densas comunidades, habían llegado nuevas enfermedades, enfermedades de las multitudes, como el sarampión, la rubéola, la gripe y la viruela. A diferencia de las anteriores, los microbios responsables de estas enfermedades solo podían sobrevivir en los cuerpos de los vivos. Estas plagas no habían evolucionado en los humanos hasta que existieron muchedumbres los bastante densas y móviles para garantizar su expansión.

Pero si infestaban a las multitudes, debían provenir de multitudes. Y así había sido: las multitudes de animales, las criaturas sociales que ahora vivían junto a la gente, animales en los que llevaban mucho tiempo siendo endémicas. La tuberculosis, el sarampión y la gripe pasaron a los humanos desde las vacas, la gripe desde los cerdos, la malaria desde las aves. Mientras tanto, con la construcción de depósitos de ganado, los vectores de las enfermedades infecciosas —ratas y ratones, moscas e insectos— crecieron en número hasta alcanzar poblaciones sin precedentes. Algunos de los que sobrevivían desarrollaban mecanismos de resistencia, aunque muchos de estos eran torpes y tenían dañinos efectos secundarios. La adaptación operaba demasiado despacio, comparada con el frenético ritmo de cambio de la cultura humana, como para limar las diferencias.

Pero, imperfectos o no, los cazadores-recolectores que vivían en los límites de las expansivas fronteras de los granjeros, no contaban con estos mecanismos de resistencia. La devastación se cebó en ellos mientras sus tierras eran conquistadas por sus vecinos agricultores.

Esta transición, del antiguo al nuevo modo de vida, fue un momento crucial en la historia de la humanidad. Estaba haciéndose una elección colectiva e inconsciente, entre limitar el crecimiento de población para acomodarse a los recursos disponibles, como habían hecho los cazadores-recolectores del pasado, o tratar de incrementar la producción de alimentos para alimentar a una población creciente. Y una vez tomada la decisión, la expansión de los granjeros solo podía acelerarse. De ahora en adelante, las viejas costumbres solo sobrevivirían en los entornos marginales, los límites de los desiertos, los picos de las montañas, las junglas más densas. Aquellos lugares que los granjeros no podían domar.

Ocurriría en África, donde los granjeros bantúes, equipados con armas de hierro, se extenderían desde el Sahara occidental, abrumando a pueblos como los pigmeos y los khpisan: los antepasados de Joan Useb, que al final marcharían sin descanso hasta la costa de Sudáfrica. Ocurriría en China, donde los granjeros del norte, ayudados por la geografía interconectada del continente, marcharían al sur para repoblar gran parte del sudeste asiático y establecer su hegemonía sobre ella, expulsando a las poblaciones anteriores hacia Tailandia y Birmania.

Y la disposición este-oeste de Eurasia demostró ser especialmente beneficiosa para esta expansión. Los granjeros se extendieron con facilidad siguiendo los paralelos, mudándose a lugares en los que el clima era idéntico y los días duraban lo mismo que en aquellos de los que venían y que, por tanto, eran apropiados para sus cultivos y sus animales. Con sus vacas y sus cabras y sus cerdos o sus ovejas, y los enormemente productivos cultivos de trigo y cebada, y su capacidad de multiplicación, los descendientes de los granjeros de Cata Huuk erigirían un poderoso imperio del trigo y el arroz. Las pirámides de Egipto serían erigidas por trabajadores alimentados con cosechas que habían aparecido en el sudoeste asiático. Llevarían consigo su lengua indoeuropea, pero en el proceso se fragmentaría, mutaría y proliferaría, y a partir de ella nacerían el latín, el alemán, el sánscrito, el hindi, el ruso, el galés, el inglés, el español, el francés y el gaélico. Finalmente colonizarían una enorme franja que se extendería desde la costa atlántica al Turkestán y de Escandinavia al norte de África. Un día, hasta cruzarían los océanos en barcos de madera y hierro.

Y a lo largo de esta inmensa extensión de tierras cultivadas florecerían las ciudades y se alzarían y caerían imperios como si fueran setas. Los granjeros llevarían consigo sus enfermedades allá donde fueran, como una espuma destructiva en lo alto de una ola de lenguaje, cultura y guerra.

Juna dijo impulsivamente:

—Hermana, ven con nosotros.

Sion miró a Muti y Keram y se echó a reír.

—No es posible. —Con una expresión angustiada en el rostro, miró a los hijos de Juna, que dormían en brazos de Muti y Keram. Entonces susurró—: Adiós —y regresó corriendo a las cabañas.

Juna iba a despedirse de ella. Pero entonces pensó que aquella sería la última palabra que diría en su propia lengua. Porque nunca volveré aquí. Nunca.

Así que, sin decir nada, le dio la espalda y, con sus hijos, reanudó su marcha hacia el oeste y hacia la nueva ciudad de la costa.