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Último contacto

OESTE DE FRANCIA, C. 31.000 AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.

I

Con el mamut tallado escondido en la mano, Jahna se aproximó a la chica frente-de-hueso.

La taciturna criatura, desconcertada y un poco asustada, levantó la mirada hacia ella. Estaba sentada en la tierra helada, mugrienta, harapienta, sin hacer nada.

Jahna se sentó en cuclillas y la miró directamente a los ojos. Eran sendos globos oscuros bajo aquella protuberancia de hueso a la que su especie debía su nombre. Jahna tenía doce años, casualmente los mismos que aquella frente-de-hueso. Pero las semejanzas terminaban ahí. Mientras Jahna era alta, rubia, esbelta y tan ágil como un abeto joven, la frente-de-hueso era corta de talla, achaparrada y obesa: fuerte, sí, pero tan redonda y fea como una roca. Y mientras que Jahna llevaba ropas ajustadas de cuero cosido y fibra vegetal, con mocasines de suela de paja, una capucha forrada de piel y una capa entretejida, la frente-de-hueso se cubría con simples jirones de cuero mugriento y gastado, atados con pedazos de cartílagos.

—Mira, frente-de-hueso —dijo Jahna, levantando el puño—. Mira. ¡Mamut! —y abrió los dedos para mostrarle su pequeña baratija.

La frente-de-hueso chilló y retrocedió torpemente, lo que hizo reír a Jahna. Casi se podía ver cómo se ponía en funcionamiento la pesada mente de la hembra. Los frente-de-hueso no eran capaces de concebir que un pedazo de marfil pudiera tener la forma de un mamut; para ellos, los objetos solo podían ser una cosa a la vez. Eran estúpidos.

En ese momento, Millo se acercó corriendo. El hermano de Jahna, a sus ocho años, embutido en un mono de piel de foca que le estaba grande, era todo energía y ruido. Se cubría los pies con pieles de gaviota vueltas del revés, para mantenerlos calientes. Al ver lo que estaba haciendo Jahna, le quitó el mamut de la mano.

—¡Yo, yo! Mira, frente-de-hueso. ¡Mira! ¡Mamut! —Le puso la figurilla a la frente-de-hueso en la cara.

La orina empezó a resbalar por las piernas de la hembra y Millo, encantado, lanzó un chillido de puro placer.

—¡Jahna, Millo! —Los dos niños volvieron la cabeza. Por allí venía su padre, Rood, alto y fuerte, con los brazos desnudos a pesar del frío de aquella mañana de primavera.

Calzado con las bolas de piel de mamut que tanto le gustaban, caminaba dando poderosas zancadas. Parecía alegre, excitado.

En respuesta a su estado de ánimo, los pequeños olvidaron su pasatiempo y corrieron a su lado. Mientras Millo se agarraba a sus piernas, como siempre, Rood se inclinó para abrazar a sus hijos. Jahna captó el olor del pescado ahumado en su aliento. Los saludó formalmente, utilizando la genealogía de sus nombres:

—Mi hija, mi madre. Mi hijo, mi abuelo. —A continuación, rodeó la cintura de su hijo con los brazos y le hizo cosquillas. El muchacho chilló y salió corriendo—. Anoche soñé con focas y narvales —dijo entonces—. Hablé con el chamán y él arrojó sus huesos. —Asintió—. Mi sueño es bueno; mi sueño es la verdad. Saldremos al mar y cazaremos peces y focas.

Millo empezó a dar saltos, excitado.

—¡Yo quiero conducir el trineo!

Rood se volvió hacia Jahna y escudriñó su rostro.

—¿Y tú, Jahna? ¿Vas a venir?

Jahna se apartó de su padre y lo pensó detenidamente.

Su padre no le había pedido su aprobación por capricho. En aquella comunidad de cazadores, los niños eran tratados con respeto desde el momento en que nacían. Jahna llevaba el nombre, y por tanto el alma, de la propia madre de Rood, así que la sabiduría de esta vivía en su interior. Del mismo modo, el pequeño Millo llevaba el alma del abuelo de Rood. La gente no era inmortal, pero sus almas sí que lo eran, al igual que sus conocimientos. (El nombre de Jahna, por descontado, era doblemente especial. Porque no era solo el de la abuela de Jahna, sino el de la abuela de esta: era un nombre cuyas raíces se adentraban miles de años en el pasado.) Y aparte del asunto de los nombres, ¿cómo iban a convertirse los niños en adultos si no se les trataba como adultos? Así que Rood esperó pacientemente. Puede que la decisión de Jahna no prevaleciera, claro está, pero su razonamiento sería escuchado y sopesado.

La joven levantó la mirada hacia el cielo, evaluó los vientos, las escasas nubes que lo recorrían; tanteó el suelo helado con el dedo del pie, tratando de averiguar si el deshielo sería significativo aquel día. De hecho, albergaba un extraño sentimiento de inquietud. Pero el entusiasmo de su padre era abrumador, así que reprimió aquella partícula de duda.

—Es sabio —dijo, muy seria—. Saldremos al mar.

Millo gritó de alegría y se encaramó de un salto a la espalda de su padre.

—¡El trineo! ¡El trineo! —Los tres juntos regresaron a la aldea.

Durante la conversación, todos habían ignorado a la hembra frente-de-hueso, que seguía acurrucada sobre el suelo, temblando, con un reguero de orina en las piernas.

En la aldea, los preparativos para la cacería ya estaban en marcha.

Al contrario que la fea y desorganizada colección de chabolas de los frente-de-hueso, la aldea era una serie de chozas abovedadas y dispuestas en una pulcra rejilla. Cada cabaña se había erigido sobre una estructura de troncos de abetos jóvenes, traídos de los bosques del sur. Las estructuras estaban cubiertas con pieles y marga de la tundra, y en las paredes tenían agujeros para las puertas, las ventanas y la salida de humos de la chimenea. Los suelos estaban pavimentados, más o menos, con guijarros del lecho del río. Hasta algunas de las áreas abiertas entre las cabañas se habían pavimentado también, para impedir que la gente se hundiera en el barro de la frágil marga de la tundra.

Cada cabaña estaba a su vez cubierta de enormes huesos de mamuts y de antílopes megaloceros. El propósito de estos caparazones era contribuir a aislarlas de los salvajes vientos del invierno y recabar la protección de los animales: estos sabían que los humanos solo les arrebataban la vida cuando era necesario, y a cambio le prestaban su fuerza a las cabañas del pueblo.

Alrededor de aquellas cabañas de hueso, flotaba un zumbido de actividad e impaciencia.

Una alta cazadora —la tía de Jahna, Olith— estaba utilizando una fina aguja de hueso para reparar sus pantalones de piel de ciervo. Otras, en la zona despejada que se utilizaba como taller, estaban haciendo redes, cestas y arpones dentados de hueso y marfil, mientras las tejedoras, en los telares, hacían prendas de fibra vegetal. La mayoría de la ropa que llevaban estaba hecha de piel de animales, que era más cálida y duradera, pero había muchos objetos de lujo hechos de tela entretejida: faldas, bandas para el cabello, redecillas, pañuelos y cinturones. Esta destreza en el cordaje databa de muchas decenas de miles de años atrás y se debía a la necesidad de encontrar una alternativa a los cartílagos de animales para atar las barcas y canoas.

Todos llevaban ornamentos: pendientes, collares, cuentas cosidas a la ropa. Y todas las superficies, hasta la última herramienta de hueso o madera o piedra o marfil, estaba decorada con imágenes de personas, aves, plantas y animales: había leones, grandes rinocerontes, mamuts, renos, caballos, ganado salvaje, osos, íbices, un leopardo e incluso un búho. No eran imágenes naturalistas —los animales saltaban y se encabritaban y las patas, en movimiento, eran a menudo borrosas— pero contenían muchos detalles, capturados por un pueblo que a lo largo de las generaciones había aprendido a conocer las criaturas de las que dependía tan íntimamente como se conocía a sí mismo.

Todo lo que había allí estaba cargado de sentido, porque cada elemento formaba parte de una interminable historia por la que aquel pueblo se comprendía a sí mismo y al mundo en el que vivía. No había nada que tuviera un solo significado, un solo propósito; la ubicuidad del arte atestiguaba la nueva integración de las mentes de quienes lo habían creado.

Pero incluso entonces pervivían ciertos vestigios de la antigua compartimentación, como siempre ocurriría. Un anciano estaba esforzándose por explicarle a una muchacha cómo se utilizaba un cuchillo de pedernal para tallar un fragmento de marfil. Al final le fue más sencillo arrebatarle la herramienta y demostrárselo sin más, dejar que las acciones casi independientes de su cuerpo hablaran por sí solas.

Aquellos hombres, allí, mientras cumplían con sus quehaceres, parecían un pueblo saludable: altos, membrudos, llenos de confianza, de rostro agudo y tez clara y lisa. Pero había pocos niños entre ellos.

Jahna pasó junto a la cabaña del chamán. El hombre, grande y aterrador, no estaba por ninguna parte. Probablemente estuviera durmiendo para recuperarse de los excesos de la pasada noche, cuando, una vez más, había estado cantando y bailando hasta atravesar las barreras del mundo del trance. El exterior de su cabaña estaba cubierto de omóplatos rotos de caballos y ciervos. La gente había montado algunos de ellos en espetones y los había puesto al fuego. Una sola mirada le bastó a Jahna para leer los patrones que las fortunas revelaban en las marcas de la incineración; sí, aquel sería un gran día de pesca.

Aunque sus habilidades lingüísticas estaban muy avanzadas, el pueblo extendía aún los brazos con timidez hacia lejanos e insondables dioses. Así que recurrían a viejos instintos. Como ya sabía Guijarro en su momento, la comunicación en aquellas situaciones en las que uno carecía de lenguaje, o disponía solo de uno muy limitado, tenía que ser sencilla, exagerada, repetitiva, inequívoca… esto es, ritual. Y, del mismo modo que él había intentado una vez convencer a su padre de que era verdad que se acercaban unos desconocidos, el chamán se esforzaba ahora por conseguir que los dioses indiferentes le prestaran atención, le entendieran y le respondieran. Era un trabajo muy duro. A nadie le parecía mal que durmiera hasta tarde.

Millo y Jahna llegaron a la cabaña en la que vivían con su padre, su madre, su hermana pequeña y sus tías. Mesni, la madre, estaba allí, entre las sombras. En aquel momento estaba humeando la carne de un megaceros que un león había matado varios días atrás.

—¡Mesni, Mesni! —Millo corrió hacia su madre y se agarró a sus piernas—. ¡Vamos a salir al mar! ¿Tú vienes?

Mesni abrazó a su hijo.

—Hoy no —dijo sonriendo—. Hoy me toca a mí aliñar la carne. Tu pobre, pobre madre. ¿No te doy pena?

—Adiós —dijo Millo sin más, se dio medio vuelta y salió de la cabaña.

Mesni resopló, puso cara de fingida contrariedad y siguió trabajando pacientemente.

Habían guardado la mayor parte del cadáver del megaloceros en un agujero excavado en el permafrost. Mesni utilizó un cuchillo de piedra para cortar rodajas de carne tan finas como el papel y las colgó en una estructura de madera tendida sobre el hogar. En cuestión de pocos días, la carne estaría perfectamente preservada; allí tenían una reserva de proteínas que se conservaba durante meses. Pero Jahna arrugó la nariz al oler la carne. El frío solo había remitido lo suficiente como para que pudieran volver a cazar, recolectar y traer carne fresca a casa el último mes, el primero de la primavera; antes de eso, habían pasado un largo invierno consumiendo los restos resecos del pasado año y Jahna había acabado harta de aquella carne coriácea e insípida.

Acarició la espalda de su madre.

—No te preocupes. Me quedaré contigo para ahumar la carne mientras Millo conduce el trineo.

—Estoy segura de que eso te encantaría. La intención es lo que cuenta. Toma. —Le entregó un trozo de carne envuelto en piel—. No dejes que tu padre mate de hambre a los frente-de-hueso. Ya sabes cómo es. Y a esto no dejes que se acerque. —Y le dio un puñado de eulachon secos.

Eran unos peces parecidos a sardinas, tan ricos en grasa que podías sujetarlos de un lado y encenderlos como si fueran velas. Normalmente, su grasa se hervía para utilizarse como salsa, como medicina o, incluso, como repelente para mosquitos. O, en caso de necesidad, podías comerte el pescado, sin más; la grasa podía mantenerte vivo mucho tiempo. Aquel preciado presente era un equipo para emergencias.

Jahna cogió los pescados con solemnidad y los guardó en un bolsillo de su chaleco. Era una gran responsabilidad, pero el alma de su abuela, oculta en su corazón, le daba la confianza necesaria para aceptarla. Besó a su madre.

—Me encargaré de que no le pase nada a nadie —le prometió.

—Lo sé. Y ahora, ve a prepararte. Vamos.

Jahna cogió su arpón favorito y salió de la cabaña en pos de Millo.

La partida de caza cargó rápidamente el trineo con redes, arpones, cañas, sacos de dormir hechos de piel de reno y otras provisiones. Era un trineo sólido, de casi diez años de edad, una estructura de madera montada sobre largos esquíes de marfil de mamut. Los arreos y las cinchas estaban hechos de dura piel de foca y las riendas con las que se controlaba el tiro de frente-de-hueso eran de piel de mamut. El trineo sólo se utilizaba a principios de primavera o finales de otoño, cuando la tierra estaba helada o cubierta de nieve. A finales de primavera y en verano el suelo se volvía demasiado resbaladizo para los frente-de-hueso. Sin embargo, en un mundo en el que aún no se había inventado la rueda y aún no se había domesticado el caballo, aquel trineo de madera y hueso era el último grito en tecnología de transporte.

Mientras tanto, Rood se había dirigido al campamento de los frente-de-hueso a reunir un tiro.

El campamento era un grupo de chozas miserables situado en un extremo de la aldea de los humanos. Las cabañas y chozas, tan achaparradas y deformes como los propios frente-de-hueso, se levantaban en medio de la tundra como enormes excrementos, rodeadas de niños y adultos grotescos por todas partes. En lugares como aquel, en las regiones del Viejo Mundo donde aún sobrevivían, los robustos frente-de-hueso seguían fabricando sus sencillas herramientas y levantando sus feas cabañas igual que llevaban haciendo medio millón de años, desde tiempos de Guijarro y aun antes. A diferencia de lo que la explosión de los humanos había significado, la industria de los frente-de-hueso no había experimentado variación significativa alguna en este inmenso lapso de tiempo.

Con un golpecillo de su látigo, Rood escogió a dos jóvenes de aspecto fornido. Los machos lo siguieron pasivamente y se dejaron uncir al trineo.

Terminaron de cargar el trineo en poco tiempo. Rood solo necesitó restallar el látigo una vez para que los frente-de-hueso empezaran a tirar. Hizo falta algún esfuerzo para que el trineo se pusiera en marcha. Los frente-de-hueso, con sus gruesas piernas y sus andares torpes, poseían mucha más potencia que velocidad. Pero muy pronto, los dos machos estaban tirando con regularidad y el trineo se deslizaba siseando sobre el hielo a una velocidad aceptable. Los cazadores, lanzando vítores y chasqueando las lenguas, fueron tras ellos.

Bajo el insólito plañido de sus flautas de hueso, el grupo recorrió kilómetros y kilómetros de tundra. Rood marchaba sentado sobre los fardos del trineo, preparado para utilizar el látigo de piel curada en la espalda de los frente-de-hueso si era necesario. Millo, con el cabello ondeando al viento, se sentaba junto a su padre.

Se encontraban en el norte de Francia. La partida de caza, en su viaje hacia la costa Atlántica, pasaría cerca del lugar en el que un día se levantaría la ciudad de París. Pero la línea de los árboles —la latitud a partir de la cual los árboles alcanzaban una altura respetable— empezaba muchos kilómetros al sur de allí. Y no muy lejos, al norte, se encontraban los grandes casquetes de hielo. A veces se oía el aullido del viento que soplaba sobre los hielos, aire frío llegado del mismo polo, un viento denso, incansable, incesante, que había tallado un gran desierto de hielo a los pies de los glaciares.

La tierra era una sucesión de retazos blancos y azules, con algunas raras manchas de verde prematuro. Los esquíes del trineo siseaban al pasar sobre los árboles: eran sauces y abetos enanos, bosques menguados que se aferraban a la tierra tratando de esconderse del viento. Era una tierra de bajo calado, una pequeña franja de suelo capaz de albergar vida sobre una profunda capa de hielos perennes. Estaba salpicada de lagos, congelados en su mayoría, que despedían los destellos azules del hielo de sus profundidades, un hielo que no se fundiría ni siquiera al llegar el verano. Los estanques y lagos y ciénagas del verano no eran en realidad más que fugaces películas de agua fundida sobre el permafrost.

Pero la primavera estaba aproximándose. En algunos sitios había empezado a crecer la hierba y las ardillas corrían de acá para allá, atareadas recogiendo semillas.

La tundra era un lugar sorprendentemente productivo. La flora incluía muchas especies de hierba, juncias, pequeños matorrales y plantas herbáceas, como por ejemplo guisantes de diferentes tipos, margaritas y ranúnculos. Las plantas crecían rápidamente y en abundancia si encontraban un lugar para hacerlo. Y las cortas estaciones de crecimiento de las diferentes especies no se solapaban, de modo que para los animales que vivían allí, todos los años había un largo período en el que la comida era abundante.

Aquel complejo y multicolor mosaico de vegetación sustentaba una inmensa población de herbívoros. En la Europa oriental y Asia había hipopótamos, cabras y ovejas salvajes, ciervos rojos, ciervos grises y corzos, jabalís, asnos, lobos, hienas y chacales. En el oeste, allí, en Francia, había rinocerontes, bisontes, jabalíes, ovejas, cabras, renos, caballos, íbices, ciervos, antílopes, bueyes almizcleros y muchos, muchos carnívoros, entre ellos los osos de las cavernas, y los leones, las hienas, los zorros árticos y los lobos.

Y —como Jahna pudo ver en aquel momento, hacia el sur, desplazándose por la tierra cubierta de nieve— también mamuts.

Era una gran manada, que avanzaba pesadamente, sin prisas, una muralla de cuerpos que se extendía de un lado a otro del horizonte. No eran criaturas migratorias, pero habían pasado el invierno refugiados en los valles del sur, donde, impulsadas por la geografía, se reunían inmensas manadas. Su pelaje era de un color intenso, entre marrón y negro, pero al caminar, los flecos de pelaje que colgaban de sus trompas y sus flancos se columpiaban de un lado a otro y despedían destellos dorados bajo la luz sesgada de la primavera. Parecían peñascos, grandes peñascos cubiertos de pelo. Pero en ocasiones, alguno de ellos levantaba la cabeza y, tras un movimiento rápido de la trompa o un destello del marfil de los colmillos, se escuchaba un agudo e inconfundible trompetazo. Aquellos hirsutos mamuts se habían convertido en la especie triunfante entre todos los linajes de elefantes ancestrales. Podían encontrarse por todo el vasto cinturón de tundra que envolvía el polo del planeta, formando una manada gigantesca, más numerosa que cualquier otra raza de proboscideanos en toda la historia.

No habría otro lugar ni otro momento en toda la historia del hombre donde la caza fuera tan abundante y fácil de cobrar como en aquellas tierras abiertas, recorridas por presas de semejante tamaño. Pero las cosas habían empezado a cambiar. Muy pronto, los hielos empezarían a retirarse de nuevo. Y además, fuera consciente de ello o no, la presencia del hombre había empezado a transformar la vida y el medio, igual que en Australia. Eran poco numerosos y su vida parecía dura. Pero en cierto modo, los humanos habían alcanzado ya el cénit de su suerte.

Mientras avanzaban, los cazadores llamaban la atención de sus compañeros sobre determinados hitos del paisaje, los farallones y riscos, los ríos y lagos. Todo tenía su nombre, hasta lo que estaba más lejos, y todo el mundo era escuchado con respeto cuando compartía y confirmaba sus conocimientos. En aquella tierra marginal, la información precisa era esencial; conocer la tierra equivalía a prosperar; no conocerla, a pasar hambre, y los expertos eran mucho más apreciados que los jefes.

También contaban historias sobre los animales que veían en la distancia: cómo vivían, qué pensaban, qué creían. El antropomorfismo, la atribución de personalidades y características humanas a los animales, era una herramienta poderosa para un cazador. Los mamuts y las aves, por supuesto, no pensaban sobre su sustento y su movimiento como los humanos, pero imaginar que lo hacían podía servir para predecir con gran precisión su comportamiento.

Así que mientras viajaban, hablaban, hablaban y hablaban.

Aquella tierra era el hogar de Jahna, así como había sido el de Rood y su madre antes de ella. Pertenecía a su pueblo, pero no era una propiedad como otra cualquiera, de la que pudieran disponer; la poseían como poseían sus propios cuerpos. Los antepasados de Jahna siempre habían vivido allí, hasta donde se perdía la memoria entre las insondables nieblas del tiempo, cuando, según se decía, los humanos habían cobrado vida emergiendo del engaño y el fuego. Jahna no podía imaginarse viviendo en ninguna otra parte.

Al llegar a la mitad exacta del viaje, la partida se detuvo.

La nieve había cubierto un refugio abierto en un farallón de arenisca. Rood limpió rápidamente la nieve con amplios movimientos de los brazos, y sacó una tajada de piel de narval, con un trozo de grasa subcutánea todavía pegada. La carne llevaba allí desde el pasado otoño y gran parte de ella había sido devorada por los zorros, las gaviotas y los cuervos. Pero Rood la cortó en trozos con un fino cuchillo de piedra y muy pronto estuvieron todos comiendo. La carne, dura y parcialmente descompuesta, se consideraba un bocado. Tenía su propio nombre, que significaba algo así como «carne de muerto». La habían dejado allí para casos de emergencia, por si alguna partida de caza se veía aislada.

A los dos machos frente-de-hueso, jadeando, con las caderas y las rodillas evidentemente doloridas, se les dio descanso un rato, así como unos pedazos de carne para mascar.

Los cazadores empezaron a comentar las profecías del chamán. El pequeño Millo dijo con su voz aguda de niño:

—Yo he tenido un sueño. Soñé que era una gran gaviota. Soñé que caía al mar. Hacía frío. Llegó un gran pez y se me comió. Estaba oscuro. Y entonces, entonces…

Los cazadores escuchaban con atención, asintiendo.

Los sueños eran importantes. Todos los días, la gente afrontaba decisiones sobre la forma de buscar sustento, sobre los animales que había que perseguir, sobre si el tiempo se comportaría de esta forma o de aquella. Era esencial tomar las decisiones correctas; una sucesión de errores podía significar la muerte de hambre de tu familia. Pero las cabezas de aquellos hombres y mujeres estaban llenas a rebosar de conocimientos específicos, sobre la tierra, sobre las estaciones, sobre las plantas y sobre el comportamiento de los animales, adquiridos a lo largo de vidas enteras y destilados por la experiencia de generaciones. Y por encima de todo esto, estaba la ingente masa de datos que había que absorber a diario sobre el tiempo y las señales de los animales. Y todos estos datos, voluminosos, experimentales, cambiantes, había que procesarlos de forma que sustentaran un sistema rápido y firme de toma de decisiones.

La forma de pensar de los cazadores era, como consecuencia de todo ello, mucho más intuitiva que sistemática y deductiva. Los sueños, en los que la mente inconsciente tenía la oportunidad de examinar y evaluar todos los datos disponibles, formaban una parte esencial del proceso. Y los chamanes, con sus cantos y danzas, sus trances y rituales, eran los mayores soñadores de todos.

La convergencia de las visiones y la interpretación de los presagios que había hecho el chamán con los sueños de Rood y Millo era tranquilizadora, un fragmento de información válido que los cazadores podían utilizar para tomar decisiones. Demostraba que lo que les había dicho la intuición sobre la naturaleza del mundo era correcto.

Sin embargo, pensaba Jahna, Rood parecía intranquilo. Mientras empujaba a patadas a los frente-de-hueso hacia el tiro, se le acercó.

—¿Padre? Tienes cara de preocupación.

Él se volvió hacia ella, con el ceño fruncido.

—Es el sueño de Millo. El agua, el frío, la oscuridad. Sí, ha soñado con la pesca, con atrapar peces. Pero… —Levantó a cabeza y husmeó el aire—. Millo tiene más olfato que tú y que yo, hija mía. Puede que huela algo que a nosotros se nos escapa. Pero ya no podemos dar marcha atrás. Hemos de ir al mar y saquearlo.

Con una palmada en la nalga de uno de los machos frente-de-hueso, el trineo volvió a ponerse en marcha por los hielos. Millo, sentado sobre un montón de sacos de dormir, chilló con entusiasmo.

Al llegar a la costa, Rood soltó a los dos frente-de-hueso y dejó que recogieran un poco de comida del suelo helado. No tenían fuerzas para intentar escapar, ni, posiblemente, ingenio suficiente para pensar en ello.

El océano estaba helado.

A esas alturas del año, solo la periferia costera estaba libre de placas de hielo. Pero los casquetes estaban perforados por fallas, inmensos canales de agua negra que radiaban desde la ribera. Los cazadores sabían que las grietas se formaban todos los años en aquel lugar a causa de la forma de la costa y por eso precisamente era allí donde se habían dirigido.

Ansiosos, se encaramaron al mar de hielo. Empuñando los arpones de hielo con los mitones, Jahna y Millo corrían delante de los otros, con la esperanza de ser los primeros en alcanzar a las focas.

Jahna se encontró rodeada de cordilleras en miniatura, altozanos de hielo que se elevaban cuatro y cinco metros. La brisa levantaba lánguidas volutas de hielo y sobre ellos volaban en círculos las gaviotas, buscando peces. Cuando el mar se sacudía, como con impaciencia, su epidermis de hielo gemía y se agrietaba. El aire estaba lleno de ruidos. Pero aquel hielo era duro: las tormentas de otoño y las mareas que rodeaban la ribera habían acumulado montones de placas fracturadas de inmenso tamaño.

Rood y varios otros se habían reunido junto al borde del hielo y estaban llamando excitadamente a los demás. Un narval había emergido para respirar y era posible que los cazadores se cobraran una presa espectacular.

Pero Millo, graznando como una gaviota, siguió adelante por el laberinto de hielo. Jahna fue tras él. Llegaron a un lugar en el que el hielo estaba cubierto por una costra de hielo más reciente, de color grisáceo. Había agujeros circulares de uno o dos pasos de diámetro a su alrededor.

Millo y Jahna llegaron a uno de los agujeros y se asomaron. Las gélidas aguas eran un hervidero de vida. Jahna no podía distinguir el minúsculo plancton que las atiborraba, pero sí los pequeños peces y los crustáceos parecidos a camarones de los que se alimentaban. En aquellos tiempos fríos, secos y ventosos, el polvo erosionado en tierra era arrastrado hasta el mar, donde depositaba sales de hierro. Y el hierro, siempre escaso en el océano, hacía florecer la vida.

Entonces, Millo cogió a Jahna del brazo y señaló. Más cerca del mar, cerca de un gran agujero cubierto de neviza, había focas sobre el hielo. Eran como montones de carne fláccida de color pardo, totalmente relajados, con el pelaje cubierto de escarcha reluciente. Las focas siempre se reunían alrededor de aquellos agujeros, que les permitían salir a respirar o a tomar el Sol. La oportunidad llenó a Jahna de excitación.

Con inmenso cuidado, haciendo el menor ruido posible, los dos hermanos se aproximaron por el hielo. Cuando alguna de las focas levantaba la cabeza, se quedaban quietos y se pegaban al suelo hasta que el animal volvía a relajarse. Entretanto, se había levantado un viento aullante. Jahna lo recibió de buen grado. El tiempo no le importaba en aquel momento; no tenía ojos ni oídos para otra cosa que no fueran las focas. Pero el viento les ayudaba a aproximarse sin que los animales repararan en los crujidos de sus pasos.

Estaban casi allí, tan cerca casi como para tocar a la primera de las focas. Levantaron los arpones.

Y entonces, sin previo aviso, el viento aulló como un animal herido. Las focas despertaron, sobresaltadas. Miraron a su alrededor, graznando, y, con gracia y velocidad líquidas, se sumergieron en el mar. Millo profirió un aullido de frustración y lanzó su arpón de todos modos. El arma se hundió en el agua sin hacer blanco y desapareció.

Pero Jahna había levantado la mirada. Un muro de nieve impulsada por el viento estaba descendiendo sobre ellos, tiñendo el mundo de blanco.

Cogió la mano de Millo y lo obligó a ponerse a cubierto detrás de un bloque de hielo. Se agazaparon allí, con las rodillas pegadas al pecho. El viento chillaba por las grietas y fracturas del hielo, tan ruidoso que no podían ni oírse entre sí, tan ruidoso que no les dejaba ni pensar.

Entonces la nieve se les echó encima.

Jahna dejó de ver otra cosa que no fuera un color blanco uniforme: ni mar, ni horizonte ni hielo. Era, pensó, como si la hubieran metido dentro de un huevo, un huevo perfecto y cerrado, aislado del mundo.

La nieve no tardó en pegarse a sus capas y a acumularse sobre el bloque de hielo. Ella sabía que corrían el peligro de quedar sepultados en una avalancha, así que trató de limpiar con las manos las capas de blancos y punzantes cristales que se acumulaban sobre el bloque de hielo.

Pero la tormenta seguía y seguía. Y a cada segundo que pasaba, aumentaban las probabilidades de que Rood y los demás estuvieran alejándose.

A Millo se le agotó la paciencia. Apartó a su hermana de un empujón y se levantó, pero el furioso viento estuvo a punto de derribarlo. Ella lo obligó a volver a sentarse.

—¡No! —gritó él sobre el viento, forcejeando—. Moriremos si nos quedamos aquí.

—Moriremos si nos marchamos —repuso ella—. ¡Mira la nieve! ¡Escucha al viento! Piensa: ¿por dónde queda tierra firme?

Millo se volvió, confuso. La nieve azotaba su pequeño y redondeado rostro.

—Ya hemos cometido un grave error —continuó Jahna—. No hemos visto venir la tormenta. ¿Qué te dice el alma que hagas? ¿Qué te dice el tatarabuelo, Millo…? —Probablemente hubiera podido obligarlo a quedarse allí por la fuerza, pero eso habría estado mal. Tenía que convencerlo de que se quedara. Porque si elegía marcharse… bien, estaba en su derecho.

Finalmente, Millo se rindió. Con lágrimas heladas en las mejillas, volvió a agazaparse tras el hielo y se acurrucó junto a su hermana. Ella lo abrazó hasta que cesaron las lágrimas.

Siguió limpiando la nieve, sin detenerse un momento. Pero a medida que se hacía la oscuridad —a medida que la burbuja de color blanco se volvía gris y luego negra, sin que remitiera la fuerza de la tormenta un solo instante— su cansancio, su hambre y su sed no dejaron de aumentar.

Finalmente, llegó un momento en que no pudo seguir combatiendo el sueño. Solo un rato, pensó, descansaré solo un rato y despertaré antes de que la nieve se acumule demasiado… Soñó que la mecían en brazos, como su padre cuando era un bebé.

Al despertar, sintió el peso de la cabeza de su hermano en el regazo. El ruido de la tormenta había desaparecido. Estaba en la oscuridad; parecía un lugar cálido, oscuro, cálido, seguro. Cerró los ojos y volvió a tumbarse. Seguramente no pasaría nada si descansaba un poco más.

Pero entonces Millo jadeó, como si le faltara el aire. Jahna recordó su sueño, el sueño en el que se sumergía y se ahogaba. Puede que estuviera en el mismo sueño…

Oscuridad.

Súbitamente embargada de pánico, Jahna apartó a Millo de un empujón. Levantó las manos y descubrió que tenía encima una gruesa capa de nieve suelta. Se puso en pie con esfuerzo, atravesando la nieve pegajosa con la cabeza.

Y allí se encontró con una luz cegadora. La densidad del aire limpio y frío le provocó un jadeo. El cielo era una cúpula de perfecto azul por la que navegaba el Sol. Miró a su alrededor, y se encontró con un paisaje de peñascos revueltos y cubiertos por una capa de hielo azulado, salpicado de ventisqueas y montones de nieve. Nada le resultaba familiar. La nieve le llegaba a la altura de la cintura. Había tenido suerte de despertar; la nieve los había mantenido calientes pero había estado a punto de asfixiarlos.

Bajó los brazos y quitó la nieve hasta encontrar los hombros de Millo. Tiró de él para sacarlo a la luz. Al cabo de unos instantes, el niño parpadeó y se frotó los ojos. La nieve sobre la que estaba tumbado se había teñido de color pis.

—¿Estás bien? —Le limpió la nieve de la cara y el pelo, le quitó los mitones y lo ayudó a mover los dedos—. ¿Sientes los dedos de los pies?

—Tengo sed —dijo él sencillamente.

—Lo sé.

—Quiero a Rood. Quiero a Mesni.

—Lo sé… —Jahna estaba furiosa consigo misma. Qué descuidada había sido, primero alejándose y luego quedándose dormida de aquel modo. Y era un descuido que todavía podía costarles la vida tanto a Millo como a ella—. Volvamos a tierra firme.

—Vale.

Se puso los mitones y cogió a su hermano de la mano. Rodearon el bloque de hielo que los había resguardado para volver por donde habían llegado el día anterior. Pero la tierra firme no estaba. O sí, pero era una costa baja, de aspecto desgastado, cubierta por una fina capa de nieve impoluta.

Millo gimió:

—¿Dónde está Rood?

Durante unos instantes, Jahna luchó por aceptar lo que estaba viendo. La tormenta primaveral había transformado el aspecto de todo lo que veía. Y su conocimiento de la tierra no era tan profundo como el de su padre. Pero a pesar de ello, se daba cuenta de que aquella no era la misma costa que había dejado antes de la tormenta. Dame fuerzas, Jahna, madre de mi padre.

—El hielo debe de haberse fragmentado durante la tormenta. El mar se nos ha llevado —recordó entonces los sueños en los que se mecía lánguidamente— y hemos terminado aquí.

—No reconozco el lugar —dijo Millo señalando la tierra—. Debe de habernos llevado lejos.

—Bueno —dijo Millo con tono prosaico—, allí es donde tenemos que ir. De regreso a la tierra, ¿no, Jahna?

—Sí, ahí es donde tenemos que ir.

—Vamos, pues. —Le cogió la mano—. Este es el camino. Cuidado donde pisas.

Ella se dejó llevar.

Echaron a andar por la costa. La tierra, cubierta de nieve, estaba en silencio. Nada se movía, aparte algún zorro ártico ocasional, alguna gaviota desorientada o algún búho, y el silencio era espeluznante.

Era difícil caminar por la nieve, a pesar de la proximidad de la costa, especialmente para Millo, con sus piernas cortas. No sabían adónde se dirigían, ni lo lejos que podía haberlos llevado el hielo. Ni siquiera sabían si estaban caminando en la dirección correcta. Al menos, pensó Jahna con un escalofrío, tenían la suerte de que el hielo no se los hubiera llevado al mar, donde, impotentes, se habrían congelado rápidamente.

Encontraron un arroyo que discurría tan deprisa que la nieve no se había acumulado sobre él. Se inclinaron para beber, hundidos hasta los codos en la nieve, envueltos en el vaho de su aliento. Jahna estaba aliviada. De no haber encontrado agua corriente, tal vez hubieran tenido que beber nieve. Habría aplacado su sed, sí, pero también habría extinguido el fuego que ardía dentro de sus cuerpos y, como todo el mundo sabía, cuando ocurría eso, te morías.

Ya tenían agua. Pero comida no encontraron, ni una pizca. Siguieron caminado.

El silencio del interior del continente les intimidaba, así que marcharon por la costa. Había muchos peligros en el interior, y entre ellos, el menor no era el ser humano.

Como primates con cuerpos concebidos para los climas tropicales que eran, los humanos, en su lucha por sobrevivir a los rápidos cambios climáticos del Pleistoceno, habían recurrido a los rasgos ancestrales heredados de las criaturas de los bosques, a los vínculos del parentesco y la cooperación.

Los clanes dispersos por Eurasia y África vivían en un aislamiento mutuo casi total. Y era un aislamiento que llevaban profundamente grabado. A cincuenta kilómetros del lugar en el que vivía Jahna había un pueblo cuya lengua se parecía al suyo como el finlandés al chino. En los tiempos de Lejos, e incluso en los de Guijarro, había existido una uniformidad transcontinental. Ahora podía haber diferencias significativas entre un valle y el contiguo. Los humanos eran criaturas dotadas de tanto altruismo y generosidad como para dejarse matar y mutilar por sus semejantes, pero al mismo tiempo se dejaban impulsar por una extrema xenofobia capaz de impulsarlos al genocidio consciente y hasta deliberado. Pero en una tierra inhóspita, en la que escaseaba la comida, tenía sentido que los miembros de una comunidad se apoyaran unos a otros en cualquier circunstancia y, al mismo tiempo, que lucharan contra los extraños, que podían arrebatarles los preciados recursos.

Si los niños caían en manos de extraños, era posible que perdonaran la vida a Jahna, pero solo para poder disponer de su cuerpo para su placer. Si se quedaba embarazada y obtenía la protección de uno de los hombres, tal vez llegara a sobrevivir. Pero siempre sería objeto de desprecio, nunca sería uno de ellos. A Millo, en cambio, lo matarían directamente, puede que tras divertirse un poco con él. Ella sabía cómo eran las cosas. Lo había visto entre los suyos. Así que lo mejor era que nadie los descubriera.

A medida que avanzaban, su hambre iba aumentando. No tenían nada que llevarse a la boca, ni siquiera los eulachon, que había perdido durante la tormenta.

Atravesaron un puente de roca baja. A su sombra había crecido un puñado de abetos. Eran árboles enanos, más pequeños que la propia Jahna, pero al menos, gracias a la protección de la roca, habían conseguido levantar la cabeza del suelo.

De improviso, Jahna agarró a Millo y lo arrojó al suelo sin miramientos. Ocultos, asomaron la cabeza sobre la roca.

Sobre un lago helado que había al otro lado de las rocas, caminaba una pequeña bandada de lagópedos. Las aves estaban picoteando el hielo, hundiendo los picos en las grietas y fracturas. Su color blanco resaltaba poderosamente contra el acerado azul del hielo. Estas aves, las primeras que llegaban desde el sur, eran invisibles en la nieve, pero destacarían en medio del verde y el marrón que caracterizaría a la estación más adelante.

—Vamos —dijo Jahna. Se volvieron y regresaron reptando sobre la roca a los pequeños abetos.

Jahna eligió uno de los más jóvenes, fino y alargado. Con un hacha de piedra que levaba en el bolsillo lo taló rápidamente y le cortó la copa. El tronco que obtuvo era casi tan alto como ella. A continuación, con la ayuda de Millo, hizo una muesca en el tronco y le introdujo una cuña. El tronco se abrió con facilidad y a ella le quedó una fina y fibrosa hebra en las manos. Empezó a rasparla rápidamente. Mientras tanto, Millo le quitó la corteza al resto del tronco. Lo dividió en fibras, que unió para formar una cuerda. Era un arco tan tosco que todavía había trocitos de fibra colgando de sus ataduras. No era perfecto, pensó, pero les serviría.

Se volvió rápidamente para hacer flechas con los restos del tronco. No tenían fuego para endurecerlas, claro, y, lo que era más grave, tampoco tenían plumas para los penachos. Así que improvisó: cogió trozos de corteza pelada y los hundió en la parte trasera de los astiles.

Trabajaron lo más rápido posible. Pero el Sol había descendido un poco por el cielo cuando terminaron.

Volvió a asomar la cabeza sobre el risco, con el arco y las flechas en la mano. Las aves seguían allí. Apuntó y tensó la cuerda.

La primera flecha pasó tan lejos de las aves que ni siquiera las perturbó. La segunda solo consiguió sobresaltarlas, y echaron a volar, graznando y batiendo las relucientes alas. Jahna disparó una última vez —un disparo mucho más difícil, pues su objetivo estaba ahora en movimiento— pero una de las aves cayó al suelo, abatida.

Entre gritos de alegría, los hermanos pasaron sobre el risco y corrieron hacia el lago helado. El ave estaba sobre el hielo, con un manchón de sangre entre las plumas. Pero no eran tan estúpidos como para correr sobre el hielo. Millo encontró una rama de abeto de buen tamaño. Se tendieron de bruces sobre la orilla del estanque y utilizaron la rama para pescar el ave muerta y traerla hasta ellos.

Ahora que estaba muerto, el pájaro parecía feo, torpe. Pero Jahna cogió su cabecita entre las manos con reverencia. Recogió un poco de nieve, dejó que se fundiera en las palmas de sus manos y la vertió en el pico del ave: un último trago.

—Gracias —dijo. Para ellos era importante ofrecer sus respetos tanto a los animales como a las plantas. El mundo era generoso siempre que uno no lo perturbara demasiado.

Terminada la pequeña ceremonia, Jahna desplumó rápidamente el pájaro, lo destripó y los desolló. Dobló la piel y se la guardó en el bolsillo. La utilizaría al día siguiente para hacer mejores flechas, con las plumas que le había dado el lagópedo.

Se comieron la carne cruda. La sangre resbalaba por sus mejillas y dejaba pequeñas manchas de color carmesí en la nieve, a sus pies. Fue un momento de triunfo. Pero la satisfacción de Jahna no duró demasiado. Estaba oscureciendo y el aire era cada vez más frío.

Si no encontraban un refugio, morirían.

Con el arco a la espalda y los últimos restos de carne en la boca. Jahna condujo a Millo hacia el interior. Al poco tiempo llegaron a una llanura cubierta de nieve. En el centro de la planicie, la nieve llegaba casi a la altura de sus rodillas.

Lo suficiente.

Empezó a formar bloques de nieve. Era un trabajo arduo; no tenía nada más que las manos y los cuchillos de piedra, y las capas superiores de la nieve eran blandas y se deshacían enseguida. Pero, más abajo, estaba apelmazada y era suficientemente dura.

Empezó a disponer los bloques en un círculo, a su alrededor. Millo la ayudaba. No tardaron en construir un muro circular de bloques de nieve alrededor de un foso. Poco a poco, fueron formando una espiral de bloques de hiladas cada vez más estrechas, terminada en una cúpula. Jahna abrió un agujero en la pared por el que podrían entrar y salir, y Millo pulió la superficie por dentro y por fuera.

El iglú era pequeño y tosco, pero serviría.

La luz casi había desaparecido, y se oían los aullidos de los primeros lobos. Apresuradamente, se cobijaron en su pequeña casa de hielo.

Estamos más seguros que la pasada noche, pensó Jahna mientras se acurrucaban para darse calor. Pero mañana tendremos que encontrar comida.

Y hacer una fogata.

II

Los cazadores regresaron del mar. Volvieron con sus familias, llevando la comida que habían conseguido. No hubo demostraciones de gratitud. Aquella gente no tenía palabras para decir gracias ni por favor. Entre los cazadores-recolectores no existían las desigualdades que hubieran hecho necesarias tales sutilezas. Sencillamente, la comida se repartía según las necesidades.

Se habló mucho de Jahna y Millo, entre cuchicheos.

Mesni, la madre de los dos niños, tuvo que esforzarse visiblemente para no perder el control. Siguió con sus quehaceres, cuidando de su bebé, destripando el pescado y preparando el resto de la comida que Rood había traído. Pero algunas veces dejaba el cuchillo sobre su regazo y sucumbía a la desesperación. Hasta lloró.

El pesar la había vuelto loca: eso fue lo que pensó Rood. Aquel pueblo se enorgullecía de su ecuanimidad y autocontrol. Demostrar cólera o desespero de forma visible era comportarse como un niño pequeño, como alguien que no sabía nada.

En cuanto a Rood, se refugió en sí mismo. Caminaba por la aldea o salía a la campiña, tratando de impedir que su vergüenza y su pena emergieran a la superficie de su semblante. No había nada que él pudiera hacer por Mesni. Debía asumir su pérdida, debía recobrar la calma y el control.

Pero es que la pérdida era terrible para la comunidad. Para empezar, no eran tantos. Aquel pequeño pueblo de unos veinte habitantes estaba formado esencialmente por tres grandes familias. Formaban parte de un clan más extenso, que todas las primaveras se reunía a la orilla de un río al sur de allí, un gran festival de celebración, comercio, emparejamiento y narración. Pero, aunque venía gente de muy lejos, nunca se reunían más de mil personas en aquellos encuentros: la tundra no podía sustentar una densidad de población mayor.

En tiempos posteriores, los arqueólogos encontrarían artefactos dejados por hombres y mujeres como Rood y se preguntarían si algunos de ellos tenían un significado relacionado con la magia de la fertilidad. No era así. La fertilidad nunca había sido un problema para la gente de Rood; todo lo contrario: el problema estaba en controlar su número. La gente sabía que no debía sobrecargar la capacidad de carga de la tierra que la sustentaba, y que debía conservar la capacidad de cambiar de emplazamiento con rapidez en caso de que se produjera un incendio, una inundación o una sequía.

Así que cuidaban mucho de sus hijos. Cada nacimiento estaba separado por tres o cuatro años. Esto podía conseguirse de varias formas diferentes. Mesni le había dado el pecho a Jahna y a Millo hasta una edad avanzada para suprimir su propia fertilidad. La simple abstinencia o el sexo sin penetración también servían. Y además, como siempre había ocurrido, la muerte era una amenaza constante para los pequeños. Todos podían estar seguros de que la enfermedad, los accidentes o incluso los depredadores se llevarían una fracción importante de los débiles.

Si era necesario —aunque Rood daba gracias por no haber tenido nunca que pasar por ello— si llegaba un niño sano cuando realmente no había sitio para él, podía echarse una mano a la muerte.

Mientras se atuviera a estas restricciones, el pueblo de Rood, incluso en aquella tierra de escasez situada en el extremo del mundo habitable, comía bien, disfrutaba de mucho tiempo de ocio y, con aquella sociedad respetuosa y no jerarquizada, tenía garantizada la salud de cuerpo y mente. Rood vivía en un Edén pantanoso y medio helado… aunque tuviera que pagar el precio del incontable número de pequeñas vidas entregadas a la fría e implacable oscuridad.

Pero este cálculo siniestro no se aplicaba a Millo y Jahna.

Los dos habían llegado en un momento en que sus padres podían mantenerlos. Habían sobrevivido a los peligros de la primera infancia. Estaban creciendo fuertes e inteligentes. Jahna estaba acercándose ya a la pubertad, así que Rood esperaba con impaciencia su primer nieto. Y ahora, por culpa de una maldita tormenta primaveral y de su imperdonable descuido, aquella inversión de energía y amor le había sido arrebatada de las manos.

En su preocupación, Rood había salido del asentamiento. Estaba aproximándose a las toscas chabolas de los frente-de-hueso.

Los frente-de-hueso levantaron la mirada cuando se aproximó. Algunos de ellos estaban mordisqueando pedazos de carne de narval. Una hembra tenía a un niño agarrado al enorme pecho. Se volvió al verlo, asustada. No había sitio para los frente-de-hueso en aquella tierra dominada por seres humanos. De hecho, habrían muerto de hambre de no ser por la prodigalidad y los desperdicios de su pueblo. Los frente-de-hueso ni siquiera tenían nombre.

Pero podían ser útiles.

Se cruzó con una hembra más joven que las demás. De hecho, era la hembra a la que Jahna había estado atormentando poco antes de la desastrosa expedición al mar.

Ella, con su absurda frente manchada de mugre, le lanzó una mirada estúpida. Sabía que tenía la misma edad que su hija, pero estaba más desarrollada que ella; los frente-de-hueso crecían antes, llevaban una vida dura y morían más jóvenes. Estaba sentada en el suelo, vestida con un jirón de piel sin coser, jugando con un pendiente roto. Los frente-de-hueso parecían lo bastante inteligentes para sentir fascinación por los artefactos de la gente, pero no tanto como para fabricarlos ellos mismos. Podías conseguir cualquier cosa de un frente-de-hueso a cambio de una cuenta de marfil con forma de mamut o un arpón de hueso tallado.

Movido por un impulso que no terminó de entender, Rood extendió la mano y le arrancó la piel a la hembra. De no ser por aquella cara protuberante y aquella frente achatada, no habría estado tan mal, pensó. Su cuerpo estaba bien proporcionado aunque todavía tenía que desarrollar la corpulencia de los adultos.

Sintió que una erección se levantaba en su entrepierna.

Se arrodillo, cogió a la hembra por los tobillos y la obligó a tenderse. Ella se dejó hacer y abrió las piernas; resultaba evidente que no era la primera vez que la utilizaban de aquel modo. Palpando su carne cálida, descubrió la vagina y el ano cubiertos de mugre. La limpió con los dedos.

Y entonces, de un solo empujón violento, penetró en ella. Durante un momento fugaz y oceánico, fue capaz de olvidar el desastroso momento en el que la tormenta había caído sobre ellos y él se había dado cuenta de que había perdido a Jahna y Millo en el hielo.

Pero duró muy poco. Mientras se apartaba de la chica, lo embargó un profundo y nauseabundo sentimiento de repulsión. Utilizó una esquina de la ropa para limpiarse.

La chica, todavía desnuda, levantó las manos en una súplica silenciosa.

Rood llevaba al cuello un colgante con un diente de oso. Se lo arrancó de un tirón y lo arrojó al suelo. La frente-de-hueso lo recogió y lo levantó frente a su cara. Le dio vueltas y vueltas, como si estuviera escudriñando sus interminables misterios. Un reguero de sangre resbalaba por sus magullados muslos.

Jahna y Millo siguieron la costa, todavía impulsados por la esperanza de encontrar el lugar en el que habían visto por última vez a su padre y sus compañeros. Por las noches construían iglúes, si había nieve, o se resguardaban debajo de chozas apresuradamente construidas. El arco de Jahna y los rápidos reflejos de Millo les proporcionaban un poco de comida, algunos animalillos y pájaros.

Podían conseguir alimento, e incluso construir refugios para guarecerse, pero Millo ya había pasado una noche terrible, tras comer un pescado que no habían destripado bien. Y lo peor de todo era que todavía no habían conseguido hacer una fogata, por mucho que hubieran frotado ramas y golpeado piedras. Y eso les estaba costando caro. La carne cruda estaba empezando a hacer que a Jahna le dolieran los dientes y el estómago y, cuando caía la noche cerrada, le parecía que no volvería a sentir calor nunca en su vida.

Pero siguieron avanzando: no tenían alternativa. Estaban perdiendo peso, y a cada día que pasaba estaban más y más cansados y con la ropa más andrajosa. Jahna se dio cuenta de que estaban muriendo poco a poco. Aunque los guiaban los espíritus ancestrales que albergaban en su interior, ellos no sabían todo lo que hacía falta para mantenerse con vida.

Llegaron a un lugar en el que la línea de los árboles había avanzado un poco más hacia el norte, así que tuvieron que adentrarse en un bosque. Los árboles, pinos y abetos, crecían desnudos y enmarañados: enjutos y sin hojas, parecían adolecer de una extraña fragilidad. La senda por la que caminaban los muchachos, abierta por el paso de los ciervos o las cabras, estaba tapizada de suave moho. Serpenteaba entre los árboles y ocasionalmente se cruzaba con algunos claros.

Conforme oscurecía, poniendo fin a otro día atroz, las sombras de los árboles fueron extendiéndose sobre el suelo y el sotobosque se volvió negro. Jahna y Millo estaban a cinco millones de años de Capo, el último de sus antepasados que había vivido en los bosques, y para ellos aquel era un lugar plagado de monstruos y demonios. Apretaron el paso.

Finalmente emergieron del bosque. Se encontraron en un pastizal cubierto de nieve, donde la vegetación se extendía hasta el borde de un acantilado. Más allá de aquel horizonte brusco e imprevisto, se abría el océano, cubierto por una primera capa de hielo que no dejaba de gemir y crujir, como siempre.

Pero los niños se encontraron allí con una muralla de carne y cuernos. Era una manada de megaloceros, criaturas que un día recibirían el nombre de alces irlandeses. Caminaban con la gravedad de auténticos colosos, mordisqueando la hierba nueva y escarbando entre la nieve.

A la cabeza de ellos marchaba un macho de enormes proporciones. Volvió su enorme nariz hacia los niños. En su espalda había una joroba carnosa, un montículo de grasa que le ofrecía sustento en las épocas de escasez. Ahora, a principios de la primavera, había menguado mucho. Y sus cuernos, cada uno de ellos dos veces más grandes que un ser humano, eran esculturas grandes y pesadas, curiosamente parecidas a las manos abiertas de un gigante, con puntas como dedos que brotaban de unas palmas muy suaves.

Solo en aquella manada, había miles de ciervos, apiñados frente a los ojos de los niños. Al igual que otros muchos herbívoros gigantes en esta época paradójicamente abundante, los megaloceros florecían en inmensas manadas migratorias que recorrían todo el Viejo Mundo, desde Bretaña a Siberia o a China. Y aquella vasta manada se interponía en el camino de Jahna y Millo. Era una barrera lenta, pero infranqueable, de inmensos cuernos que entrechocaban y estómagos que gruñían Los niños necesitaban desesperadamente apartarse de su camino. Jahna se dio cuenta al instante de que no podrían escapar de la manada corriendo. Era demasiado grande, demasiado extensa. Seguramente los ciervos no se adentrarían mucho en el bosque, pero obligarían a los niños a regresar a aquella oscuridad profunda, que era un lugar al que no querían volver.

Movida por un impulso, cogió la mano a su hermano.

—¡Vamos! ¡El acantilado!

Echaron a correr sobre la hierba helada. El borde del acantilado descendía a pico tras una franja de turba. Apresuradamente, los niños empezaron a descender por la pared. El arco de Jahna se enganchó en los salientes de la roca, frenándola, pero a pesar de ello lo lograron. Se acurrucaron sobre un estrecho saliente y levantaron la mirada para contemplar el océano de pelaje negro y parto que se deslizaba lentamente a lo largo del borde del acantilado.

El enorme macho los miró un momento, con indiferencia. Entonces, inclinando la pesada cornamenta, dio media vuelta.

Los cuernos eran muy pesados, como unos pesos sostenidos con los brazos extendidos. El cuello del ciervo, con inmensas vértebras y músculos como cables de acero, había sido rediseñado para soportar aquella carga. Los utilizaban para exhibirse ante las hembras… y para luchar. Cuando dos de aquellos colosos chocaban con la cabeza gacha, era un espectáculo que quitaba el aliento. Pero, al mismo tiempo, aquella cornamenta sería su perdición. Cuando los hielos retrocedieran y su hábitat se encogiera, empezarían a experimentar una presión selectiva que favorecería a cuerpos de menor tamaño. Mientras otras especies menguarían como respuesta, los megaloceros serían incapaces de renunciar a sus elaboradas exhibiciones sexuales. Se habían especializado demasiado y ahora sus inmensas cornamentas eran demasiado caras y les impedían enfrentarse a los cambios.

Los niños escucharon un gruñido sordo. Jahna creyó ver una forma pálida, robusta, que se movía pegada a la nieve, como un fantasma musculoso, acechando a los ciervos. Puede que fuese un león de las cuevas. Se estremeció.

—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Millo—. No podemos quedarnos aquí.

—No. —Jahna miró a su alrededor. Vio que el saliente en el que estaban descendía a lo largo de la cara del acantilado hasta una hondonada situada varios cuerpos más abajo—. Por ahí —dijo—. Creo que es una cueva.

El niño asintió bruscamente. Empezó a bajar primero por la estrecha pendiente, sujetándose a la creta.

Finalmente, una vez terminada la peligrosa escalada, se dejaron caer en la hondonada y descansaron sobre el suelo irregular, jadeando. La caverna, excavada en la creta, se adentraba en la oscuridad. El suelo estaba cubierto de guano y fragmentos de hueso. Debía de ser un nido, puede que de gaviotas. El suelo estaba ennegrecido aquí y allá; no es que hubiera un hogar, pero saltaba a la vista que alguien había encendido un fuego allí en más de una ocasión.

—Mira —dijo Millo con voz maravillada—. Mejillones.

Era cierto. Los pequeños crustáceos estaban apilados en un montoncillo, rodeados por fragmentos de pedernal. Por un momento, la curiosidad embargó a Jahna y se preguntó cómo habrían llegado hasta allí. Pero la voz del hambre era más fuerte y los dos hermanos cayeron sobre los mejillones. Frenéticos, trataron de abrir las cáscaras con los dedos y los cuchillos de piedra, pero las cáscaras eran muy duras y no cedieron.

—¡Grrrrraaah!

Se volvieron.

La voz había brotado de las sombras del fondo de la cueva. Una figura salió de ellas. Era un hombre fornido, embozado en lo que parecía un jirón de piel de ciervo… No, rectificó Jahna, un hombre no. Tenía una enorme nariz prominente, piernas poderosas y unas manos gigantescas. Era un frente-de-hueso, un macho de enorme tamaño. Los fulminó con la mirada.

Los niños retrocedieron, abrazados el uno al otro.

No tenía nombre. Los suyos no los utilizaban. Él pensaba en sí mismo como el Viejo. Y era viejo, al menos para su especie, pues tenía casi cuarenta años.

Había vivido solo casi treinta de ellos.

Estaba durmiendo en el fondo de su cueva, bajo el humeante y confortable resplandor de las antorchas que mantenía siempre encendidas. Había pasado las primeras horas de la mañana peinando las playas que se extendían bajo el acantilado, en busca de crustáceos. A la caída de la tarde hubiera despertado aunque ellos no hubieran pasado por allí. La tarde era su momento preferido del día.

Pero antes de que llegara, lo habían perturbado unos ruidos en la entrada de la cueva. Pensando que podían ser unas gaviotas tratando de robarle los mejillones —o algo peor, un zorro ártico quizá— había salido a la luz.

Pero no eran gaviotas ni zorros. Lo que había allí eran dos niños. Sus cuerpos eran altos y ridículamente flacos. Tenían los miembros finos y los hombros estrechos. Sus caras eran planas, como si hubieran recibido un fuerte golpe. Sus barbillas eran puntiagudas y sus cabezas tenían en la parte alta una cómica hinchazón que hacía que parecieran champiñones.

Gente flaca. Siempre la gente flaca. Sintió un inmenso cansancio, y el eco de la soledad que desde hacía mucho tiempo había atormentado cada momento de vigilia de sus días y emponzoñado sus sueños.

Casi sin darse cuenta, empezó a moverse hacia los niños con las enormes manos extendidas. Les aplastaría el cráneo de un solo golpe, o los partiría como dos huevos de ave, y se acabó. Los huesos de más de un flaco ladrón languidecían ya en la rocosa playa que había bajo su caverna y otros se unirían a ellos antes de que él fuera demasiado viejo para defender aquel, su último bastión.

Los niños chillaron y, todavía abrazados, se pegaron a la pared de la caverna. Pero la más alta, la chica, trató de proteger al otro con su cuerpo. Estaba aterrorizada, eso se veía a la legua, pero también parecía dispuesta a defender a su hermano. Y a pesar de su terror, se mantenía firme. Mientras que el niño se había orinado encima de puro terror, la chica no perdía los nervios. Metió la mano bajo su chaleco y sacó algo que colgaba de un cordel alrededor de su cuello.

—¡Frente-de-hueso, hombre frente-de-hueso! ¡Déjanos tranquilos y te lo daré! Bonita, bonita magia, hombre frente-de-hueso.

Los ojos de Viejo centellearon.

El colgante era un trozo de cuarzo, un pequeño obelisco brillante y transparente. Le habían pulido las caras y en una de ellas habían tallado un detallado diseño que atrapaba la mirada y deslumbraba la mente. La chica le dio varias vueltas, tratando de llamar la atención de Viejo y se apartó de la pared.

—Hombre frente-de-hueso, bonito, bonito…

Viejo miró aquellos ojos azules que lo observaban de aquella forma directa e inquietante que caracterizaba a los flacos: como depredadores.

Alargó la mano y tiró del amuleto. El cordel resbaló por el cuello de la chica y el amuleto chocó contra la pared. La muchacha gritó, porque el cuero le había quemado la piel del cuello. Viejo volvió a alargar los brazos. Solo era cuestión de un momento.

Pero los niños empezaron a parlotear de nuevo, en aquella lengua suya, rápida y complicada.

—¡Haz que se vaya!

—No pasa nada, Millo. No temas. Tu tatarabuelo está dentro de ti. Él te ayudará.

Viejo dejó caer los brazos.

Miró los mejillones que habían intentado coger. Las cáscaras estaban arañadas y rotas —una de ellas tenía hasta marcas de dientes— pero ni una de ellas estaba abierta. Aquellos niños eran débiles y pequeños, más que la mayoría de sus semejantes. No podían ni robar unos mejillones.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se oyera en aquella cueva otra voz que no fuera la suya o los feos graznidos de las gaviotas y los gruñidos de los zorros.

Sin saber muy bien por qué, volvió al fondo de la cueva. Allí guardaba la carne, las herramientas y un montón de madera. Regresó cargado de maderos de pino, recogidos en el bosque que había sobre el acantilado, y los arrojó en la entrada de la cueva. A continuación cogió una de sus antorchas, una rama de pino llena de resina y cubierta con una piel de foca llena de grasa. La antorcha ardía regularmente aunque soltando mucho humo, y duraría un día entero encendida. La dejó en el suelo y empezó a apilar madera sobre ella.

Los niños seguían pegados a la pared, con los ojos muy abiertos, mirándolo. El niño señaló al suelo.

—Mira. ¿Dónde está el hogar? Está organizando un buen estropicio… —La chica le tapó la boca con la mano.

Una vez el fuego estuvo encendido, le propinó una buena patada y los rescoldos candentes del interior quedaron a la vista. Acto seguido, cogió un puñado de mejillones y los arrojó al fuego. Las cáscaras empezaron a abrirse con rapidez. Los recuperó utilizando un palo, les fue sacando el delicioso y salado contenido con un grueso dedo y, uno tras otro, se lo metió en la boca.

El niño se retorció y se quitó la mano de la boca.

—¡Cómo huele! ¡Estoy hambriento!

—¡Quieto, estate quieto!

Una vez que Viejo se hubo llenado el buche de mejillones, levantó una pierna, dejó escapar una generosa ventosidad y se puso en pie con dolorosa lentitud. Se dirigió a la entrada de la cueva. Se sentó allí con una pierna debajo del cuerpo y la otra estirada frente a sí, con la piel de ciervo sobre los pies y los genitales. Recogió un guijarro de pedernal que había dejado allí días antes. Usando un pedazo de granito como percutor, empezó a extraer un núcleo del pedernal. Sus piernas no tardaron en estar rodeados de lascas de piedra. Aquel día había avistado delfines. Cabía la posibilidad de que una de las ágiles y voluminosas criaturas quedara varada en la playa durante los próximos días y tenía que estar preparado, tenía que tener las herramientas precisas. No es que estuviera planificando exactamente —no pensaba como los flacos— pero una profunda intuición de su entorno gobernaba sus acciones y decisiones.

Mientras dejaba que sus manos trabajaran por sí solas, tallando aquella acumulación de fósiles comprimidos del Cretácico, igual que habían hecho las manos de sus antepasados durante doscientos cincuenta milenios, dirigió la mirada al oeste, donde el Sol estaba empezando a ponerse sobre el Atlántico, convirtiendo el agua en una capa de fuego.

Tras él, a hurtadillas, Jahna y Millo se aproximaron al fuego, echaron más mejillones a las brasas y engulleron con avidez su salino contenido.

Con el paso de los días, el deshielo primaveral avanzó con rapidez. Las cascadas que habían pasado el invierno cubiertas por una costra de hielo volvieron a fluir. Hasta el mar empezó a fragmentarse.

La gran reunión estaba próxima. Era un momento muy esperado por todos, uno de los momentos cumbre del año, a pesar de que habría que marchar varios días por la tundra.

No todo el mundo podría ir: los más jóvenes, los viejos y los enfermos no podían soportar el viaje y algunos tenían que quedarse para cuidar de ellos. Aquel año, por primera vez en muchos años, Rood y Mesni no tenían que preocuparse más que del bebé, que era tan pequeño que podían llevarlo en brazos, de modo que podían ir.

No es que la situación fuese del agrado de Rood. Claro que no. Pero creía que debían hacer lo posible para recomponer sus dañadas vidas, así que pidió a Mesni que fuera con él. Pero Mesni quería quedarse en casa. Le dio la espalda y volvió a esconderse en su oscura melancolía. Así que Rood decidió ir con Olith, hermana de Mesni y tía de sus hijos. La propia Olith tenía un niño ya crecido, cuyo padre había muerto de tos hacía dos inviernos, dejándola sola.

El grupo partió a través de la tundra.

En aquel fugaz intervalo de calor y luz, el suelo se colmaba de vida: saxífragas, flores de la tundra, hierbas y líquenes. En el aire húmedo sobre los pantanos aparecían enjambres de insectos que se apareaban frenéticamente. Grandes bandadas de gansos, palos y aves zancudas se alimentaban y posaban en los lagos poco profundos que salpicaban la tundra. Olith, del brazo de Rood, iba señalando ánades, cisnes, gansos de la nieve, gaviotas y grullas majestuosas, cuyos graznidos estruendosos llenaban el aire. En aquel lugar en el que los árboles estaban denudados, muchas de las aves hacían sus nidos en el suelo. En una ocasión se aproximaron demasiado al de un págalo y dos pájaros se les echaron encima graznando furiosamente. Y, aunque la mayoría de los herbívoros migratorios tenían que regresar todavía desde el sur, el grupo avistó manadas de ciervos y mamuts en la distancia, como las sombras de las nubes.

Y lo más extraño de todo era, pensó Rood, que si excavaban apenas unos metros en cualquier lugar de aquel tapiz de abarrotado color y movimiento, encontrarían solo hielo, la tierra helada en la que no podía vivir nada.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hice este recorrido —dijo—. Había olvidado cómo era.

Olith le apretó el brazo y se acercó a él.

—Sé cómo debes de sentirte.

—Cada brizna de hierba, cada saxífraga que veo danzar ante mis ojos, es una tortura, una belleza que no merezco. —De una forma distante, era consciente del aroma del aceite vegetal que cubría el cabello de Olith. No era como Mesni, su hermana. Era más alta, más fibrosa, pero sus pechos eran grandes y pesados.

—Los niños no han desaparecido —le recordó Olith—. Sus espíritus renacerán cuando volváis a tener hijos. No habían alcanzado la edad suficiente para tener sabiduría propia. Pero llevaban consigo los espíritus de sus ancestros, y traerán vida y júbilo a…

—No he dormido con Mesni —dijo él, tenso— desde la última vez que vimos a Jahna y Millo. Ha… cambiado.

—Ha sido mucho tiempo —murmuró Olith, evidentemente sorprendida.

Rood se encogió de hombros.

—No el suficiente, para Mesni. Puede que nunca sea suficiente. —Miró a Olith a los ojos—. No tendré más hijos con Mesni. No creo que ella quiera.

Olith apartó la mirada, pero agachó la cabeza. Rood se dio cuenta, con un sobresalto, de que era un gesto tanto de consuelo como de seducción.

Aquella noche, en el frío penetrante de la tundra, bajo un chamizo de ramas de pino apresuradamente construido, yacieron juntos por primera vez. Como le había ocurrido con la joven frente-de-hueso, Rood sintió un momento de alivio de la culpa, de las constantes y penetrantes dudas. Por supuesto, Olith significaba para él mucho más que cualquier animal. Pero después, mientras ella se dormía entre sus brazos, sintió cómo volvía a cerrarse el caparazón de hielo alrededor de su corazón, como si, a pesar de la llegada de la primavera, él siguiera extraviado en las profundidades del crudo invierno.

Tras cuatro días de marcha, Olith y Rood alcanzaron la orilla del río.

Cientos de personas habían llegado ya. Había refugios junto a la orilla, montones de lanzas y arcos, e incluso la carcasa de un gran megaloceros. La gente se había engalanado con exuberantes dibujos de ocre y tintes vegetales. Los diseños tenían elementos comunes, que atestiguaban y proclamaban la unidad del clan, y al mismo tiempo eran elaborados y diversos, la celebración de la identidad y la fuerza de cada uno de los grupos individuales que lo formaban.

Probablemente unas quinientas personas se reunirían en aquella celebración. No serían todos. En total, estaría representada aproximadamente la mitad de los que, en todo el planeta, hablaban una lengua que guardase el más remoto parecido con la de Rood.

El grupo al que Rood y Olith pertenecían se dispersó. Muchos de ellos buscaban pareja: para un rápido revolcón primaveral, quizá, o con vistas a una relación más estable y duradera. Los escasos días que duraban aquellas reuniones representaban la única posibilidad de conocer a alguien nuevo o de comprobar si el joven flacucho del año pasado daba señales de estar floreciendo como una esperaba que hiciera.

Rood vio a una mujer llamada Dela. Rotunda, obesa, con una risa atronadora, era una cazadora muy experta especializada en presas de gran tamaño. En sus días de juventud había sido una auténtica belleza, con la que Rood había yacido en un par de ocasiones. Había montado, como acostumbraba, una cabaña grande y llamativa de piel estirada, decorada con coloridos dibujos de animales en carrera.

Rood y Olith se dirigieron hacia allí siguiendo la orilla. Dela les dio la bienvenida con un abrazo y unas palmadas vigorosas en la espalda, y les sirvió infusiones de corteza y fruta. Aunque miró a Olith con interés, preguntándose sin duda qué habría sido de Mesni, se guardó sus pensamientos.

Una enorme fogata ardía ya delante de la cabaña y alguien estaba alimentándola arrojando grasa de pescado a puñados. El fuego crepitaba. La gente del pueblo de Dela era la que había traído el megaloceros. Unas fornidas jóvenes estaban abriendo el cadáver en canal y el olor de la sangre y el contenido del estómago inundó el aire.

Rood y Olith se sentaron con Dela alrededor del fuego. Dela preguntó a Rood cómo habían ido las cosas ese año y este hizo lo propio. Hablaron de la temporada, del comportamiento de los animales, del daño que habían hecho las tormentas invernales, de lo mucho que saltaban los peces y de un método nuevo que alguien había inventado para tratar las cuerdas de los arcos de modo que duraran más antes de romperse, o de otro que utilizaba orina para empapar el marfil de mamut y permitía enderezarlo.

El propósito de aquella reunión era fomentar el intercambio, tanto de bienes y personas como de información. Allí no se exageraban los éxitos ni se minimizaban los fracasos. Todos hablaban con la máxima precisión y detalle posibles y permitían que quienes estaban escuchándoles les formularan preguntas. La precisión era mucho más importante que la jactancia. Para un pueblo que necesitaba la cultura y el conocimiento para mantenerse con vida, la información era la cosa más importante del mundo.

Finalmente, Dela pudo abordar el tema que, evidentemente, la tenía fascinada.

—¿Y Mesni? —preguntó con cautela—. ¿Se ha quedado en casa con los niños? Jahna debe de estar ya muy alta.

—No —respondió Rood, consciente de que Olith le había cogido la mano. Dela escuchó en silencio mientras él describía, en doloroso detalle, cómo había perdido a sus hijos en la tormenta de hielo.

Cuando terminó, Dela dio un sorbo a su infusión, sin mirarlo. Rood tuvo la extraña sensación de que sabía algo pero se lo guardaba.

Para llenar el silencio, Dela recitó la historia de su tierra:

—Y los dos hermanos, extraviados en la nieve, cayeron al fin. Uno de ellos murió. El otro se levantó. Sentía pena por su hermano. Pero entonces vio a un zorro, excavando bajo un tronco, el blanco pelaje sobre la blanca nieve. El zorro se alejó. Pero el hermano supo que regresaría otro zorro para recuperar lo que aquel había enterrado. Así que puso una trampa. Y esperó. Cuando el zorro regresó, el hermano lo atrapó. Pero antes de que pudiera matarlo, el zorro cantó para él. Era un lamento por la muerte de su hermano, y decía así…

Al igual que los cuentos del Tiempo de los Sueños de Jo’on, que también eran una mezcla de mito y realidad, estas historias y canciones eran largas, específicas, y estaban repletas de detalles. Aquella era una cultura oral. Desprovista de la capacidad de registrar los datos y hechos, la memoria lo era todo para ella. Si los sueños y los trances de los chamanes eran el medio de integrar una copiosa cantidad de información para contribuir a la toma intuitiva de decisiones, las canciones y los relatos eran el medio principal que se utilizaba para almacenar esta información.

La historia que Dela estaba relatando había sido objeto a su vez de un proceso de evolución. Al pasar de un narrador a otro, sus elementos cambiaban constantemente por medio del error y el embellecimiento. La mayoría de los cambios eran detalles casuales que carecían de importancia, que podían inflarse sin ningún efecto, algo así como las cadenas de ADN basura. Pero los elementos esenciales de la historia —su atmósfera, los puntos claves, la metáfora— tendían a permanecer estables. Aunque no siempre: a veces, fuera por designio del narrador o por accidente, se producía una adaptación importante, y si el nuevo elemento mejoraba la historia, se conservaba. Las historias, al igual que otros aspectos de la cultura del hombre, habían emprendido un camino evolutivo propio, en el campo de batalla de las espaciosas mentes de los nuevos humanos.

Pero la historia de Dela era algo más que un mero relato o una herramienta de apoyo para la memoria. Con su historia, al establecer la narrativa de su tierra, y al prestarse sus interlocutores a escucharla, estaba proclamando una especie de título. Solo quien conocía la historia de su tierra lo bastante bien podía reclamar derechos sobre ella. Allí no había contratos escritos, ni escrituras de propiedad, ni tribunales: la única validez de la afirmación de Dela era la que le confería la relación entre el narrador y el interlocutor, reafirmada en reuniones como aquella.

Hubo un furioso crepitar y un gran coro de vítores se levantó en el exterior de la cabaña. Las primeras tajadas de carne del megaloceros habían sido arrojadas al fuego. El delicioso aroma de la carne no tardó en extenderse por todas partes. Las celebraciones de la noche dieron comienzo.

Todos comieron a dos carrillos, bailaron como posesos y cantaron a voz en grito. Y, al final de la noche, para gran asombro de Rood, Dela se dirigió a él:

—Quiero que me escuches, Rood. Soy tu amiga. Una vez estuvimos juntos.

—En realidad fueron dos —dijo él con una sonrisa arrepentida.

—Dos veces, pues. Lo que voy a decirte ahora, te lo digo como amiga, y no para causarte dolor.

Rood frunció el ceño.

—¿Qué estás tratando de decirme?

Ella suspiró.

—He oído algo. Aquí, no hace ni dos días. Un grupo del sur me lo contó. Dicen que cerca de la costa, en lo alto de un acantilado, hay una caverna en la que vive un frente-de-hueso. Y en esa cueva… o al menos eso asegura haber visto un cazador, hay también dos niños.

Aquello no tenía sentido para él.

—¿Dos cachorros de frente-de-hueso?

—No. Nada de frente-de-hueso. Gente. El cazador los vio desde lejos mientras seguía a su presa. Según él, uno de los niños era una chica, más o menos de esta altura. —Levantó la mano—. Y el otro…

—Un niño —dijo Rood, casi sin voz—. Un niño pequeño.

—Siento habértelo dicho —dijo Dela.

Rood comprendió. Dela se había dado cuenta de que había aceptado su pérdida. Ahora había inflamado una vez más el frío dolor de la esperanza en su entumecido corazón.

—Mañana —dijo al instante—. Mañana me llevarás con ese cazador. Y entonces…

—Sí. Pero no esta noche.

Más tarde, avanzada la noche, Olith y ella volvieron a estar juntos, pero él estaba inquieto.

—La mañana llegará pronto —susurró ella—. Y entonces podrás marcharte.

—Sí —dijo—. Ven conmigo, Olith.

Ella lo pensó un momento y asintió. No era conveniente que viajara solo. Oyó que sus dientes rechinaban. Le tocó la mandíbula y sintió la tensión de los músculos.

—¿Qué ocurre?

—Si hay un frente-de-hueso… Si les ha hecho daño…

Olith dijo con voz suave, como quien hablara a un niño:

—Tu mente vuela demasiado lejos. Dale a tu cuerpo la ocasión de alcanzarla. Y ahora duerme.

Pero Rood fue incapaz de conciliar el sueño.

III

El frente-de-hueso regresó a la cueva. Jahna vio que llevaba una foca, el animal entero, un macho grande y pesado, cargado sobre los hombros. Incluso ahora, después de semanas en la cueva del acantilado, su fuerza seguía asombrándola.

Millo llegó corriendo. La piel con la que se cubría, como si fuera un frente-de-hueso más, ondeó al viento.

—¡Una foca! ¡Una foca! Qué bien vamos a comer esta noche. —Se abrazó a una de las piernas del frente-de-hueso, gruesas como troncos de árbol.

Igual que se abrazaba a las piernas de su padre. Jahna apartó el venenoso pensamiento de su cabeza. Allí no tenía cabida y ella debía ser fuerte.

El frente-de-hueso, cubierto de sudor por el esfuerzo de cargar con tanto peso toda la vereda que ascendía desde la playa, bajó la mirada hacia el chico. Emitió una serie de gruñidos guturales, una jerigonza que no significaba nada… o al menos eso creía Jahna. Alguna vez se preguntaba si eran palabras —palabras frente-de-hueso, qué idea tan insólita— y lo que ocurría era que ella no era capaz de entenderlas.

Se le acercó y señaló hacia el fondo de la cueva.

—Deja la foca allí —le ordenó—. Enseguida la trocearemos. Mira, ya he hecho el fuego.

Y tanto que lo había hecho. Hacía varios días que había excavado un agujero para que sirviera como hogar, y había limpiado las feas manchas de ceniza que cubrían el suelo. También había ordenado. Estaba todo hecho un desastre, con trozos de comida y jirones de piel y herramientas mezcladas con desechos de todas clases. Ahora casi parecía… vaya, habitable.

Para una persona, claro está. No se le ocurrió preguntarse qué podría significar «habitable» para la criatura en la que pensaba como un frente-de-hueso.

En aquel momento, el frente-de-hueso no parecía feliz. Cuando estaba así, era impredecible. Gruñendo, dejó la foca en el suelo. A continuación, sudando, cubierto de mugre y con la piel llena de sal marina, se adentró a grandes pasos en la caverna para echarse a dormir.

Jahna y Millo se dedicaron a preparar el cadáver. Había muerto de un lanzazo en el corazón, que le había dejado una herida ancha y fea, y Jahna se encogió al imaginar la batalla que debía de haber precedido al golpe mortal. Pero, con sus afiladas hojas de piedra, las pequeñas manos de los niños destriparon y desmembraron con eficiencia y pulcritud al gran mamífero. Pronto, las primeras tajadas de vientre de foca estaban en el fuego.

El frente-de-hueso, como acostumbraba, se levantó en cuanto la comida estuvo preparada. Los niños comieron su carne cocinada. Él la prefería cruda, o casi cruda. Sacó un grueso filete del fuego, fue a sentarse en su lugar favorito, junto a la entrada, y empezó a engullirla a grandes bocados. Comía un montón de carne, casi dos veces más que Rood. Pero también es cierto que estaba constantemente trabajando.

Era una escena extrañamente doméstica. Pero las cosas habían estado así desde que Jahna y Millo llegaran allí. Y, sin que supieran por qué, funcionaba.

A Viejo siempre le había pesado la soledad de su vida. Su especie era intensamente social, pero no era la soledad lo único que había sufrido. Su mente compartía el antiguo diseño compartimentado. Buena parte de lo que ocurría en el interior de su cavernoso cráneo era un proceso inconsciente. Era como si fueran las manos, y no él, las que tallaban las herramientas con el pedernal. Solo cuando estaba con otras personas cobraba auténtica vida y se volvía completa, intensamente consciente. Algo así como si, sin los otros, viviera en un sueño, solo consciente a medias. Para la especie de Viejo, las demás personas eran las cosas más brillantes y activas de la existencia. Sin ellas, el mundo se convertía en un lugar muerto, vacío, estático.

Por eso había tolerado a los niños flacos, con su parloteo y su manía de entrometerse, por eso los había tolerado y hasta los había vestido. Y por eso iba a morir muy pronto.

Jahna susurró:

—Millo, mira. —Tras asegurarse de que el frente-de-hueso no los estaba mirando, quitó un poco de tierra y le enseñó una colección de huesos ennegrecidos.

Millo se quedó boquiabierto. Cogió un cráneo. Tenía un rostro saliente y una gruesa protuberancia ósea sobre los ojos. Pero era pequeño, más que el del propio Millo; debía de haber sido un niño.

—¿Dónde los has encontrado?

—En el suelo —susurró ella—. En la parte delantera de la cueva, mientras limpiaba.

Millo dejó caer el cráneo. Rebotó contra los otros huesos con un sonido hueco. El frente-de-hueso miró a su alrededor sin demasiado interés.

—Qué miedo —susurró Millo—. Puede que lo haya matado. A lo mejor come niños.

—No, bobo —dijo Jahna. Al ver que el temor de su hermano era real, lo rodeó con los brazos—. Seguramente, lo que pasa es que lo enterró cuando se murió.

Pero Millo estaba temblando. Ella no pretendía haberlo asustado. Apartó el cráneo de su vista y, para calmarlo, empezó a contarle un cuento:

—Escúchame. Hace mucho, mucho tiempo, las personas eran como los muertos. El mundo era un lugar oscuro y sus ojos apenas veían nada. Vivían en campamentos, como ahora, y hacían las mismas cosas que hacen ahora. Pero todo era oscuro, como irreal, como una sombra. Un buen día, llegó un joven al campamento. Él también era como los muertos, pero era diferente, era… curioso. Le gustaba salir a pescar y a cazar. Pero siempre se adentraba más que nadie en el mar. Y la gente se preguntaba por qué…

A medida que avanzaba la historia, Millo, apoyado en ella se fue relajando, y sucumbió al sueño justo en el mismo momento que el Sol se hundía tras el horizonte. Entonces, Jahna se dio cuenta de que también el gran frente-de-hueso se había quedado dormido, apoyado contra la pared, roncando suavemente. Puede que también él hubiera estado escuchando.

Su historia era un mito, una leyenda que tenía ya más de veinte mil años. Los cuentos como aquel, que siempre concluían que el grupo de Jahna era el pináculo de la creación, que su forma de entender el mundo era la única válida y que todos los demás eran menos que humanos, enseñaban a la gente a cuidarse apasionadamente a sí mismos, a sus familias y a algunos ideales preciados y conservados como tesoros.

Pero también enseñaban la exclusión de los demás humanos. Y más aún, de criaturas no humanas, como Viejo.

—… Un día vieron que el joven estaba con un león de mar. Estaba nadando en las olas, con él. Y estaba haciendo el amor con él. Enfurecida, la gente expulsó al joven y cazó al león. Pero cuando lo abrieron, encontraron un pez dentro, en su vientre. Era un pez bien gordo. —Se refería a un eulachon—. El pez había sido engendrado por el joven. Y no era ni hombre ni pez, sino algo completamente diferente. Así que la gente lo echó al fuego. Su cabeza estalló entre las llamas y despidió una luz brillante que los cegó. Y el niño-pez salió despedido hacia el cielo. El cielo estaba oscuro, claro. Así que buscó el lugar en el que estuviera escondida la luz, porque el niño-pez creía que podía engañar a la luz para que bajara al mundo. Y entonces…

Y entonces su padre entró en la cueva.

Viejo era un neandertal.

Su especie había sobrevivido en Europa, en medio de las salvajes oscilaciones de la Edad de Hielo, durante un cuarto de millón de años. Habían encontrado formas propias de vivir allí, en el más marginal de los medios, en el último confín del mundo, donde el clima no solo era duro, sino que podía cambiar traicioneramente deprisa, donde los recursos animales y vegetales eran escasos y propensos a sufrir fluctuaciones impredecibles.

Durante mucho tiempo, habían resistido a los hijos de Madre. Los nuevos humanos habían entrado en Europa por el sur, durante alguno de los calentamientos episódicos. Pero con sus cuerpos poderosos y sus grandes fosas nasales y su sistema digestivo capaz de procesar la carne con suma eficacia, los robustos estaban mejor equipados para los climas fríos que los modernos. Y su constitución los convertía en guerreros formidables: duros oponentes para los humanos, por muy superior que fuera su tecnología. Entonces, cuando el frío volvía a intensificarse, los modernos se batían en retirada hacia el sur y el pueblo de los robustos repoblaba sus viejas tierras.

Esto se había repetido una y otra vez. En la Europa meridional y el Oriente Medio había cuevas y otros lugares en los que las capas de desechos dejados por humanos estaban cubiertas por capas neandertales y reocupadas a continuación por los humanos.

Pero durante el último deshielo, los modernos habían vuelto una vez más la mirada hacia Europa y Asia. En el tiempo transcurrido, habían avanzado mucho, tanto cultural como tecnológicamente. Y esta vez los robustos no habían sido capaces de resistir. Gradualmente, los robustos habían sido eliminados de la mayor parte de Asia y arrinconados en su gélida fortaleza europea.

Viejo tenía diez años cuando los cazadores flacos habían irrumpido por primera vez en el campamento de su pueblo.

El campamento se encontraba en la orilla sur del río, a pocos kilómetros del acantilado, próximo a las vías de migración de los herbívoros que recorrían aquellas tierras. Allí vivían como siempre lo habían hecho, esperando a que las estaciones trajeran a los animales hasta sus puertas. El campamento del río siempre había sido un buen lugar.

Hasta que llegaron los flacos.

No fue una guerra. Su encuentro fue algo mucho más complejo, confuso y prolongado que cualquier guerra.

Al principio hubo una especie de comercio: los flacos intercambiaban productos del mar por la carne de los grandes animales que la gente robusta era capaz de cazar con sus grandes lanzas y su enorme fuerza. Pero los flacos siempre parecían querer más. Y sus cazadores, armados con aquellas extrañas lanzas tan finas y los pedazos de madera que les permitían arrojarlas desde muy lejos, eran demasiado efectivos. Los animales se volvieron cautos y cambiaron de hábitos. Dejaron de seguir sus viejos caminos y de reunirse a la orilla de los lagos, los ríos y los estanques. Los robustos tenían que alejarse cada vez más para encontrarlos.

Mientras tanto, inevitablemente, el contacto entre el pueblo de Viejo y los flacos fue intensificándose.

Estaba el sexo, tanto voluntario como involuntario. Las peleas. Si conseguías acercarte a un flaco, podías romperle la columna vertebral o aplastarle ese gran cráneo esférico de un solo puñetazo. Pero los flacos no dejaban que te acercaras. Atacaban desde lejos, con sus venablos y sus flechas. Y la gente no podía responder: aun después de milenios viviendo a su lado, los descendientes de Guijarro habían sido incapaces de copiar las más sencillas innovaciones. Además, como los flacos corrían a tu alrededor, gritándose unos a otros con aquellas vocecillas de pájaro, con sus ropas y sus cuerpos elaboradamente pintados y tan rápidos como si el mundo fuera demasiado lento, demasiado estático para ellos, era difícil hasta verlos. Y uno no podía combatir aquello que no podía ver.

Al fin, un mal día, los flacos habían decidido que querían para ellos el lugar en el que vivía el pueblo de Viejo, su campamento a la orilla del río.

Había sido muy fácil para ellos. Habían matado a la mayoría de los hombres y a algunas mujeres. A los supervivientes los habían expulsado, para que se las arreglasen por sí solos como mejor pudieran. Cuando Viejo, que aquel día estaba fuera, en una expedición solitaria al río, regresó, los flacos estaban quemando las cabañas y limpiando las cuevas, donde los huesos de varias generaciones de sus antepasados tapizaban el suelo.

Después de eso, su pueblo, criaturas sedentarias forzadas a vivir como nómadas, vagó sin propósito de acá para allá. Cuando trataban de establecer un nuevo campamento, los flacos lo destruían enseguida. Muchos murieron de hambre.

Al final, inevitablemente, se vieron atraídos a los campamentos de los flacos. Muchos congéneres suyos vivían todavía, pero lo hacían como los frente-de-hueso que seguían al campamento de Jahna, como ratas entre la basura, y solo mientras los flacos los tolerasen. Su destino final era ya evidente.

Pero Viejo era diferente. Él se había mantenido alejado de los lugares en los que vivían los flacos. No sería el último de su raza. Pero sí el último que viviría como habían hecho sus antepasados hasta la llegada de los modernos. El último que viviría libre.

Al morir Madre, sesenta mil años antes del nacimiento de Cristo, había todavía muchas clases diferentes de gente en el mundo. Estaban los humanos de su misma especie, en algunas regiones de África. En Europa y Asia occidental vivía la gente robusta, como Guijarro, los neandertales. En Asia oriental había todavía grupos de aquellos caminantes flacos de pequeña cerebro, los Homo erectas. La antigua complejidad de los homínidos todavía perduraba, con muchas variantes y subespecies e incluso híbridos de tipos diferentes.

Con la revolución que se había iniciado en la generación de Millo y con la gran expansión que la había seguido, todo aquello había cambiado. No fue un genocidio; no fue algo planificado. Fue una cuestión de ecología; las diferentes formas de criaturas humanas competían por los mismos recursos. Por todo el mundo se había sucedido una oleada de extinciones —extinciones humanas—, una oleada de últimos contactos, de despedidas sin remordimientos, mientras una especie de homínidos tras otra sucumbía a la oscuridad. Por algún tiempo, los últimos caminantes habían sobrevivido en aislamiento en las islas de Indonesia, tal como Lejos había vivido hacía mucho, mucho tiempo. Pero cuando volvieron a descender los niveles de las aguas, los puentes continentales volvieron a emerger y los modernos los cruzaron: para los caminantes, tras una larga y estática historia que se extendía a lo largo de más de dos millones de años, el juego había terminado.

El desenlace era inevitable. Muy pronto, el mundo estaría completamente vacío de gente… salvo una especie.

Tras perder a su familia, Viejo había huido de los flacos en dirección al oeste. Pero allí, en aquella caverna de la costa, se había encontrado con la costa occidental de Europa, el extremo del Atlántico. El océano era una barrera infranqueable. No le quedaba ningún otro sitio adónde ir.

El encuentro de Jahna con Viejo fue el último contacto, el último de todos.

Rood, recortado contra la puesta de Sol, parecía polvoriento, acalorado. A su lado estaba Olith, la tía de Jahna. El hombre tenía los ojos muy abiertos, como si estuviera intentando absorber todo lo que veía en la cueva.

Para Jahna, fue como despertar bruscamente de un sueño. Dejó caer el pedazo de piel en el que había estado trabajando, corrió por el suelo de la cueva, que de repente le parecía asquerosa y estrecha, y se arrojó en brazos de su padre. Allí lloró como una niña pequeña, mientras las manos vacilantes de Rood trataban de consolarla dándole palmaditas sobre el tosco atuendo de frente-de-hueso que llevaba.

El frente-de-hueso despertó. Las sombras de dos adultos, proyectadas por el Sol poniente, caían sobre él. Levantó una mano para taparse los ojos. Entonces, todavía aturdido por el sueño y la carne que había engullido, hizo ademán de levantarse, gruñendo.

Rood dejó a los niños en brazos de Olith, quien los sujetó con fuerza. A continuación, levantó una roca sobre el cráneo del frente-de-hueso.

Jahna exclamó:

—¡No! —Se zafó de Olith y sujetó el brazo de su padre.

Rood la miró. Y ella se dio cuenta de que tenía que tomar una difícil decisión.

Jahna lo pensó durante una fracción de segundo. Recordó los mejillones, las focas, los fuegos que había encendido. Y miró la fea y protuberante frente del frente-de-hueso. Soltó la mano de su padre.

Rood descargó el golpe. Fue un golpe terrible. El frente-de-hueso cayó de bruces. Pero su especie tenía el cráneo muy grueso. A Jahna le dio la impresión de que Viejo podría haberse levantado todavía, podría haberse defendido. Pero no lo hizo. Se quedó allí, en el suelo de su cueva, apoyado sobre las manos y las rodillas.

Rood necesitó cuatro o cinco golpes para acabar con él. Mucho antes del último golpe, Jahna se había dado la vuelta.

Se quedaron en la cueva una noche más, en compañía del cadáver del frente-de-hueso, cuya cabeza destrozada descansaba en medio de un charco de sangre. A la mañana siguiente recogieron lo que quedaba de la carne de foca y se prepararon para emprender el viaje de regreso. Pero antes de partir, Jahna insistió en que excavaran un agujero en el suelo, ancho pero no muy hondo. En su interior depositaron los huesos del niño que habían encontrado y el gran cadáver del frente-de-hueso. Luego lo cubrió de tierra y la alisó con los pies.

Después de que se marcharan, llegaron las gaviotas. Picotearon lo que quedaba de carne de foca y la mancha de sangre seca que había en la entrada de la cueva.