PENÍNSULA INDONESIA, SUDESTE ASIÁTICO,
C. 52.000 AÑOS ANTES DEL PRESENTE.
Los dos hermanos sacaron la canoa de la orilla del río.
—Cuidado, cuidado… A mi izquierda. Muy bien, ya está. Ahora, si vamos a la derecha, creo que podremos atravesar ese canal.
Ejan estaba en la proa de la barca y su hermano Torr en la popa. De veinte y veintidós años respectivamente, eran hombres menudos, enjutos y fibrosos, de tez morena y pelo negro y encrespado.
Maniobraron con la canoa por las aguas, plagadas de juncos, marañas de vegetación y maderos sueltos. Los árboles que jalonaban la orilla del río eran tecas, acayúes, karayas y altos mangles. Una tremenda y traslúcida cortina de telarañas flotaba sobre el bosque, atrapando la luz y disminuyendo la intensidad del verde que contenía. Pero el calor flotaba sobre el río como una inmensa losa y el aire estaba empapado de luz. Ejan ya había empezado a sudar copiosamente y el aire denso y húmedo le pesaba en los pulmones.
Costaba creer que se encontraban en plena glaciación, que por el hemisferio norte vagaban ciervos gigantes al socaire de casquetes de hielo de varios kilómetros de grosor.
Finalmente salieron a aguas más abiertas. Pero quedaron consternados al ver lo abarrotadas que estaban.
Había un denso tráfico de canoas de corteza y troncos flotantes. Algunas familias habían atado dos o tres canoas juntas para darles mayor estabilidad. Entre estas imponentes embarcaciones navegaban otras más toscas, almadías de mangle, bambú y juncos. Pero también había pescadores que trabajaban sin botes ni almadías. Una mujer nadaba junto a la orilla con un par de palos que utilizaba para capturar, de un fuerte golpe, a cualquier pez que fuera tan estúpido como para aproximarse a ella. Unas chicas, con el agua por la cintura, sujetaban una serie de redes sobre el río, mientras sus compañeros convergían hacia ellas, chapoteando y haciendo ruido, para empujar los peces a las redes.
Todo lo que allí se veía era una gran divergencia de la tecnología de los sencillos maderos flotantes utilizados antaño por Arpón y los suyos. Espoleadas por las riquezas disponibles en las costas, los ríos y los estuarios, inventivas e inquietas mentes humanas habían desarrollado incontables formas de trabajar las aguas.
Los hermanos maniobraron entre aquella muchedumbre.
—Hoy está muy lleno —gruñó Ejan—. Tendremos suerte si conseguimos algo para comer esta noche. Si yo fuera un pez, me alejaría de aquí.
—Entonces esperemos que los peces sean todavía más estúpidos que tú.
Con un movimiento brusco de la pala de madera, Ejan echó un poco de agua a su hermano.
Hubo un grito río abajo. Los hermanos se volvieron, tapándose los ojos. Entre la nube de insectos iluminados por el Sol que flotaba sobre las aguas, avistaron una almadía de troncos de mangle. Había tres hombres sobre ella, formas esbeltas y oscuras en el aire húmedo. Ejan pudo ver sus cosas, armas y pellejos, atadas a la almadía.
—Nuestros hermanos —dijo, excitado. Dio un paso y, dejando la pequeña embarcación al cuidado de Torr, se levantó y los saludó con ademanes vigorosos. Al verlo, los hermanos le devolvieron el saludo, saltando en su almadía y haciendo que se balancease peligrosamente. Aquel día, los tres iban a salir a mar abierta en aquella almadía, con el propósito de alcanzar la gran tierra que se extendía al sur.
Ejan sintió que la preocupación empezaba a superar el júbilo momentáneo que le había proporcionado la visión de sus hermanos y se sentó.
—Sigo diciendo que esa almadía es demasiado inestable —murmuró.
Torr siguió dando paladas con estoicismo.
—Osa y los demás saben lo que hacen.
—Pero las corrientes marinas, las mareas…
—Anoche sacrificamos un mono a Ja’an —le recordó Torr—. Su alma está con ellos.
Pero, pensó Ejan, inquieto, soy yo el que lleva el ancestral nombre de la Sabia, no ellos.
—Quizá debería haber ido con ellos.
—Ya es demasiado tarde —dijo el sensato Torr. Y así era; Ejan vio que los tres hermanos les habían dado la espalda y estaban remando sin descanso hacia la desembocadura del río—. Venga, Ejan —continuó—. Vamos a pescar.
Al llegar a una zona en la que no había nadie y las aguas parecían más profundas, los hermanos sacaron su red de lino tejido y la arrojaron al río. La extendieron nadando y Ejan metió el dedo gordo del pie en la parte inferior de la red para abrirla en vertical. Habían convertido la red en una cerca que atravesaba la corriente, de unos quince metros de longitud. Empezaron a avanzar nadando, al tiempo que batían el agua con los brazos.
El agua, fangosa, lenta, llena de vida, estaba templada contra la piel de Ejan.
Después de unos quince metros, volvieron a reunirse y cerraron la red. No habían capturado gran cosa —de hecho, los peces escaseaban aquel día— pero había algunos especímenes de buen tamaño que arrojaron a la canoa. Con mucho esmero, seleccionaron los peces más pequeños e inmaduros y los devolvieron a las aguas: nadie quería comerse uno de aquellos cuando podía esperar y engullir un adulto en pocos meses. Volvieron a tensar la cuerda y se prepararon para repetir la maniobra.
Pero entonces se levantó un grito en la costa, un grito espeluznante.
Ejan se volvió hacia Torr.
—Madre.
—Hay que volver.
Dejaron la red sobre un tocón; allí podía esperar. Regresaron a la canoa, le dieron la vuelta y volvieron a adentrarse en la maraña de restos flotantes que jalonaba las orillas del río.
Cuando llegaron al campamento, encontraron a sus hermanas tratando de consolar a su consternada madre. Los tres hermanos no se habían perdido de vista todavía cuando una gran ola había destrozado su frágil embarcación. Nadie los había visto desde entonces. Se habían ahogado todos.
Osa, Born e Iner no volverían a atar sus canoas a la de Ejan.
Ejan se abrió camino a empujones hasta su madre y le puso una mano en el hombro.
—Yo haré el viaje —dijo—. Por Osa y los demás. Y no moriré intentándolo.
Pero su madre, el pelo cano y escaso, los ojos empañados de lágrimas, solo pudo sollozar con más fuerza.
Ejan era un descendiente lejano de Ojos y Dedo, acólitos de la Madre de África.
Después de Madre, el progreso de la humanidad ya no había estado limitado al ritmo milenario de la evolución biológica. El lenguaje y la cultura estaban haciendo evolucionar la velocidad del pensamiento, alimentándose a sí mismos, volviéndose cada vez más complejos.
Poco después de la muerte de Madre había empezado un nuevo éxodo en África, una vasta dispersión de hombres en todas direcciones. El pueblo de Ejan había puesto rumbo al este. Siguiendo los ancestrales rastros de los caminantes de Lejos, se habían abierto camino por las márgenes meridionales de Eurasia, siguiendo las riberas y los archipiélagos. Ahora había gente en un gran jirón de tierra que se extendía desde Indonesia e Indochina, a través de la India y Oriente Medio y hasta la vieja África. Y, a medida que crecían poco a poco las poblaciones, se había ido produciendo una colonización del interior de los continentes siguiendo las vías fluviales a partir de aquellas bases costeras.
Ejan y Torr eran el producto de la rama más pura de vagabundos costeros, aquellos que, generación tras generación, habían perseverado en sus migraciones a lo largo de las riberas. Para poder explotar las riquezas de los ríos, los estuarios, las costas y las islas, este pueblo había ido refinando gradualmente las técnicas de construcción de canoas y pesca.
Pero ahora se enfrentaban a un dilema. En aquel archipiélago, en el extremo sudoccidental del continente asiático, habían llegado lo más lejos posible: se les había acabado la tierra. Y el lugar empezaba estar abarrotado.
Había oportunidades de seguir adelante. Eso, todo el mundo lo sabía.
Aunque la última glaciación todavía había de alcanzar su culminación, el nivel del mar ya había descendido cientos de metros. En la transformación de las costas que se había producido, las islas de Java y Sumatra se habían unido con el sudeste asiático para formar una especie de plataforma y gran parte de Indonesia se había transformado en una alargada península. De modo similar, Australia, Tasmania y Nueva Guinea se habían fundido en una sola masa continental.
Y en aquella geografía única y temporal, había lugares en los que las masas continentales asiáticas no distaban de esta gran Australia más que un centenar de kilómetros.
Todos sabían que la tierra estaba allí, al sur. Algunos marineros audaces o desgraciados, arrastrados por las corrientes lejos de la costa y de las islas, la habían oteado, pero con el paso de las generaciones, los relatos de los viajeros se habían ido acumulando hasta que todo el mundo estuvo seguro de que no se trataba de una mera isla: aquella era una tierra nueva, extensa, verde, rica, con una costa extensa y pródiga en recursos.
Pero llegar hasta ella sería una proeza. El pueblo de Ejan había llegado hasta allí saltando de isla en isla, atravesando mares razonablemente tranquilos para pasar de tierra en tierra, cada una de ellas claramente visible desde la anterior. El cruce desde su última isla a aquella tierra del sur —que les obligaría a perder de vista por completo la tierra firme— sería un desafío de un orden diferente.
Pero a pesar de ello, para abrir este nuevo mundo, lo único que hacía falta era alguien lo bastante audaz para intentar la travesía. Lo bastante audaz, lo bastante inteligente… y lo bastante afortunado.
Ejan tardó muchos días en seleccionar el árbol que quería.
Acompañado por Torr, recorrió los márgenes del bosque, estudiando las esterculias y las palmeras. Se detenía junto a los árboles, estudiaba la línea de sus troncos y les daba golpecitos en la corteza para detectar cualquier defecto interno.
Finalmente seleccionó una palmera: muy gruesa y muy sólida, con un tronco que parecía un pilar impoluto. Pero estaba muy lejos del campamento de su grupo. Y no solo eso, también estaba muy lejos de la orilla del río. No podrían llevarla flotando hasta su casa.
Torr estuvo a punto de mencionarlo, pero cuando vio la expresión decidida en el rostro de Ejan, se guardó sus pensamientos.
Para empezar, los hermanos talaron la palmera con sus hachas de piedra. A continuación le quitaron rápidamente toda la corteza. La madera que había debajo era perfecta, tal como Ejan había esperado, y parecía muy dura al tacto.
Volvieron al campamento para solicitar ayuda. Aunque la desaparición de sus tres hermanos les había granjeado las simpatías de todos, a nadie le atraía la perspectiva de una tarea tan larga y costosa. Al final, fueron solo los miembros de la familia —Ejan, Torr y sus tres hermanas— los que volvieron junto a la palmera caída.
Una vez que la palmera estuvo en el campamento, Ejan se puso inmediatamente manos a la obra. Pedazo a pedazo, vació el tronco con mucho cuidado, dejando intacta la pulpa de la proa y la popa. Utilizó hachas y azuelas de piedra que, aunque perdían enseguida el filo, eran igualmente eficaces para aquella tarea.
Torr lo ayudó durante los dos primeros días. Pero luego lo dejó. Como hermano mayor que era ahora, la responsabilidad le pesaba mucho sobre los hombros, así que se entregó en cuerpo y alma a la tarea principal de la familia: permanecer con vida.
Tras unos días, la hermana pequeña de Ejan, Rocha, le trajo un pequeño cesto lleno de dátiles. Los dejó en la plataforma de popa que estaba tallando él en la madera y Ejan se los metió en la boca sin dejar de trabajar.
A sus quince años, Rocha era menuda, morena y esbelta, una chica silenciosa y vivaracha. Rodeó el tronco examinando sus progresos. La ancha base del tronco sería la proa, y Ejan estaba tallando allí una plataforma para que pudiera subirse un arponero. Un asiento chato y más bajo, situado a popa, acomodaría al timonel. Era asombroso ver cómo emergía un bote de la madera. Pero los trabajos de vaciado estaban tan poco avanzados que resultaba descorazonador y las superficies del tronco seguían irregulares y sin pulir.
Rocha suspiró.
—Estás trabajando mucho, hermano. Osa tardaba un día en acabar las balsas, o dos como mucho.
Ejan se incorporó. Se limpió el sudor de la frente con el brazo y arrojó al suelo otra hacha gastada.
—Pero la balsa de Osa le costó la vida. El océano que nos separa de la tierra del sur no es como las plácidas aguas del río. Ninguna balsa es lo bastante fuerte. —Pasó la mano por el interior de la cavidad que había tallado hasta entonces—. En esta balsa estaré seguro. Y mis pertenencias también. Aunque vuelque, no me pasará nada, porque podrá enderezarse con facilidad. Mira esto. —Dio unos golpecitos al exterior—. El tronco es muy duro por fuerza pero la pulpa del interior es muy liviana. La madera flota tan bien que no puede hundirse. Es la mejor manera de hacer la travesía, créeme.
Rocha pasó su manita por la madera trabajada.
—Torr dice que si quieres hacer una canoa, deberías utilizar corteza. Las canoas de corteza son fáciles de hacer. Me lo ha enseñado. Puedes utilizar un solo trozo de corteza, con trozos de arcilla en la proa y la popa, o varios atados con fibras y…
—Y te pasas todo el viaje achicando agua, es decir, que estás a medio camino del naufragio. Hermana, esta canoa no hay que coserla y no puede partirse; y no tiene fugas.
—Pero Torr piensa…
—Demasiado —le espetó él—. Y hace muy poco. Ya me he comido los dátiles. Déjame. —Y se inclinó sobre la madera para seguir rascando.
Pero la muchacha no se marchó. Por el contrario, se introdujo ágilmente en el áspero interior de la embarcación.
—Si mis palabras no te sirven de nada, hermano, puede que mis manos sí lo hagan. Dame un rascador.
Sorprendido, Ejan sonrió y le dio una azuela.
Después de esto, los trabajos avanzaron a un ritmo constante. Una vez que la canoa tuvo más o menos la forma deseada, Ejan adelgazó las paredes desde dentro. Había espacio suficiente para dos personas y su equipaje. Para secar y endurecer la madera, encendieron cuidadosamente pequeñas fogatas en el interior y el exterior de la canoa.
Fue un gran día cuando hermano y hermana sacaron la canoa al río por primera vez, Ejan en la proa, Rocha en la popa.
Rocha era todavía una marinera inexperta y la embarcación cilíndrica volcaba a la menor ocasión. Pero volvía a enderezarse con la misma facilidad y Rocha aprendió a extender la sensación de equilibrio de su propio cuerpo por la línea central de la canoa, de modo que entre Ejan y ella pudieran mantenerla firme con pequeños movimientos. Muy pronto fueron capaces de mantenerla a flote —al menos en las aguas tranquilas del río— sin tener que pensar conscientemente en ello y, utilizando las palas, fueron capaces de alcanzar una considerable velocidad.
Tras las primeras pruebas en el río, Ejan pasó varios días más trabajando en la canoa. Al secarse la madera se había agrietado y partido en algunos sitios. Llenó las grietas con cera y arcilla y aplicó resina a las superficies interiores y exteriores para protegerla e impedir que se produjeran nuevas grietas.
Hecho esto, decidió que la embarcación estaba preparada para su primera prueba en el océano.
Rocha exigió que le permitiera acompañarlo, pero él no estaba seguro. Aunque había aprendido deprisa, seguía siendo joven, inexperta y no tan fuerte como un adulto. Pero al final, claro está, respetó su opinión. Joven o no, su vida le pertenecía y podía hacer con ella lo que le pareciera. Así eran las cosas entre los cazadores-recolectores como ellos y así serían siempre: su cultura de apoyo mutuo engendraba respeto mutuo.
Al fin, por primera vez, la canoa salió deslizándose por la desembocadura del río en dirección al océano. Ejan la había cargado de rocas para simular el peso de la comida que tendrían que llevar con ellos en la auténtica travesía, que seguramente se prolongaría durante varios días.
Cuando los veían pasar, los pescadores en sus balsas y sus canoas se levantaban y gritaban, sacudiendo los arpones y las redes, y los niños los seguían corriendo por la orilla, chillando. Ejan no cabía en sí de gozo.
Al principio todo fue bien. Las aguas siguieron tranquilas aun después de salir del estuario. Rocha parloteaba excitadamente, diciendo que el océano era muy fácil, que la travesía sería pan comido.
Pero Ejan guardaba silencio. Sabía que las aguas que rodeaban la proa de la canoa estaban ligeramente teñidas de marrón y repletas de fragmentos de materia vegetal y otros restos. En realidad, seguían dentro de la corriente del río. Probablemente, si probaban el agua, la encontraran dulce. Era como si todavía no hubieran salido a mar abierto.
Cuando alcanzaron las auténticas corrientes oceánicas, tal como Ejan había temido, la turbulencia de las aguas aumentó de repente y las olas, bruscas y traicioneras, empezaron a golpear las bordas. La sencilla canoa cilíndrica rodó sobre sí misma y Ejan se vio sumergido en las aguas frías y saladas. Con una coordinación fruto de su experiencia, se inclinaron hacia la derecha para enderezarla, y emergieron, jadeando y empapados. Pero, casi al instante, la canoa volvió a volcar. Cuando estaban girando de nuevo, los cabos que sujetaban el cargamento se partieron y Ejan vio cómo se hundían las piedras que habían subido a bordo.
Cuando el bote se estabilizó al fin, vio que Rocha no estaba a bordo, pero al cabo de pocos segundos, apareció cerca de allí, chapoteando y escupiendo agua.
Sabía que el experimento había terminado. Arrojó al mar el resto de las rocas, acudió rápidamente a rescatar a su hermana, la ayudó a subir a bordo y emprendieron el viaje de regreso a la desembocadura.
Cuando regresaron al campamento, los esperaba una recepción apagada. Torr los ayudó a amarrar la canoa, pero no dijo gran cosa. Su madre no estaba a la vista. Habían estado lo bastante cerca de la costa como para que todos pudieran presenciar la prueba, y el resultado había sido un recuerdo doloroso de la suerte que habían corrido sus hermanos, Osa, Born e Iner.
Pero Ejan no se dejó desalentar. Sabía que la travesía era posible en la canoa. Solo era una cuestión de habilidad y resistencia: y sabía que, por muy decidida que estuviera, Rocha no poseía todavía estas cualidades. Si quería llegar a la tierra del sur, necesitaba a un compañero más fuerte.
Así que abordó a Torr.
Su hermano estaba construyendo una canoa nueva, un complejo prototipo de corteza anudada. Pero ahora pasaba la mayor parte de su tiempo recogiendo comida y cazando. Tenía la espalda encorvada de inclinarse sobre matorrales y raíces, y una gran herida en las costillas, infligida por un jabalí, que se negaba a terminar de cerrarse.
Ejan pensó que su hermano parecía mucho más viejo. En Torr veía el sólido y firme sentido de la responsabilidad que había heredado de su abuelo junto con el nombre.
—Ven conmigo —le dijo—. Será una gran aventura.
—Esa travesía no es… necesaria —dijo Torr. Parecía incómodo—. Aquí hay mucho que hacer. Las cosas son más difíciles ahora, Ejan. Somos pocos. No es como antes. —Esbozó una sonrisa forzada, pero sus ojos estaban apagados—. Imagínanos a los dos en tu canoa, pero en el río. ¡Cómo gritarían las chicas! ¡Y los cocodrilos se partirían los dientes en el casco…!
—No construí la canoa para el río —dijo Ejan con voz templada—. La construí para el océano. Ya lo sabes. Y nuestros hermanos dieron la vida para llegar a la tierra del sur.
El semblante de Torr se endureció.
—Piensas demasiado en nuestros hermanos. Ya no están. Sus almas estarán con Ja’an hasta que regresen en los corazones de nuevos niños. He tratado de ayudarte, Ejan. Te ayudé a traer el tronco. Esperaba que el trabajo te limpiara la cabeza de sueños. Pero has llegado a un punto en el que estás preparado para dejar que el océano te mate, como hizo con nuestros hermanos.
—No tengo la menor intención de dejarme matar —dijo Ejan, sintiendo una profunda cólera.
—¿Y Rocha? —le espetó Torr—. ¿La llevarás a ella a la muerte por tu sueño?
Ejan sacudió la cabeza, frustrado.
—Si Osa estuviera vivo, habría venido conmigo. —Dio una palmada al casco cosido de la nueva canoa de Torr—. Dos canoas son mejores que una. Si esta fuera la canoa de Osa, la ataría a la mía y navegaríamos codo con codo por el océano hasta…
—¡Hasta que los dos os ahogarais! —gritó Torr—. Yo no soy Osa. Y esta no es su canoa. —De pronto, vio Ejan con sorpresa, la cólera y la frustración que su hermano sentía se manifestaron en su rostro… así como su miedo—. Ejan, si te perdemos…
—Ven conmigo —volvió a decir, con voz calmada—. Une tu canoa a la mía. Juntos derrotaremos al océano.
Torr sacudió la cabeza, tieso, sin mirarlo a los ojos.
Entristecido, Ejan se preparó para partir.
—Espera —dijo Torr en voz baja—. No iré contigo. Pero puedes llevarte mi canoa. Navegará junto a la tuya. Mi cuerpo estará aquí, desenterrando raíces. —Sonrió, una sonrisa nostálgica—. Pero mi alma estará contigo, en la canoa.
—Hermano…
—Solo te pido que vuelvas.
La canoa de Torr dio a Ejan una nueva idea.
La segunda canoa, aunque estaría llena de comida y otras provisiones, no estaría tripulada. Eso significaba que no tenía por qué ser tan pesada como la de Ejan y que atar las dos canoas juntas no sería la mejor solución para conseguir estabilidad.
Tras pensar un poco y experimentar mucho, Ejan unió la sólida canoa de corteza de Torr a la suya con dos pedazos de madera cruzados. Con esta solución, las dos canoas conectadas por una estructura abierta de madera, era casi como si estuviera construyendo una especie de almadía a partir de las dos embarcaciones.
A medida que su concepto se desarrollaba, su excitación iba en aumento. Puede que de ese modo fuera capaz de combinar lo mejor de ambos diseños. Los remeros y sus posesiones estarían en la canoa de palmera, en lugar de expuestos en la superficie de una balsa, pero la segunda canoa les proporcionaría la estabilidad de la anchura de una balsa.
Ayudado por Rocha, hizo los preparativos para las nuevas pruebas, primero en el río y luego cabotando a lo largo de la orilla del océano. El diseño de doble casco resultó más difícil de manejar que una sola canoa, pero era mucho más estable. Aunque se adentraron más en el océano que la primera vez, no volcaron una sola vez. Y como no tenían que estar constantemente preocupándose de mantener enderezada la balsa, el viaje resultó mucho menos fatigoso.
Al fin, Ejan sentía que estaba preparado.
Trató una última vez de disuadir a Rocha. Pero en sus ojos percibió una especie de inquietud dura, la determinación rocosa de enfrentarse a aquel desafío. Al igual que Ejan, le debía su nombre al pasado. Puede que en algún punto del linaje de Rocha que había llegado hasta ella hubiese existido una gran viajera.
Cargaron la canoa de provisiones —carne seca y raíces—, agua, conchas y pieles para embalar, armas y herramientas, e incluso un fardo de madera seca para hacer una fogata. Trataban de estar preparados para cualquier eventualidad. No tenían la menor idea de lo que podían encontrar en aquella costa verde que se extendía al sur, ni la menor idea.
Esta vez, no hubo celebraciones que marcaran su partida. La gente les dio la espalda y atendió a sus cosas. Ni siquiera Torr estaba allí para ver cómo salía la doble canoa deslizándose suavemente por el estuario. Ejan no pudo por menos que sentir el peso de su desaprobación, mientras, con un suave balanceo, su embarcación se aproximaba a aguas más profundas.
Pero aquella modesta expedición era el comienzo de una gran aventura.
Por toda la península, el improvisado diseño de Ejan estaba desarrollándose de forma independiente en muchos más sitios. En algunos de ellos, evolucionaba a partir de canoas dobles, como el caso de Ejan, en el que una segunda canoa más pequeña desempeñaba el papel de estabilizador. En otros, el diseño se parecía más a una balsa abierta. Por todas partes, la gente estaba experimentando con sencillos postes tendidos a lo largo de la borda de una canoa para mejorar su maniobrabilidad. Al margen de la disparidad de sus orígenes, el diseño era una solución para el problema de la inestabilidad que hasta ahora había confinado las canoas a los ríos.
Y en las generaciones venideras, los descendientes de esta gente, montados en embarcaciones parecidas, se extenderían por Australasia, el Océano Índico y Oceanía. Al oeste llegarían hasta Madagascar, en la costa africana, al este hasta la isla de Pascua, al norte a Taiwán y la costa de China y al sur hasta Nueva Zelanda, llevando a todas partes su lenguaje y su cultura. Sería una migración épica: no en vano, tardaría decenas de miles de años en completarse.
Pero cuando todo hubiese terminado, los hijos de aquel pueblo fluvial habrían recorrido más de doscientos sesenta grados de la circunferencia de la Tierra.
El cruce del pequeño estrecho que los separaba de la nueva tierra fue tan sencillo que casi resultó decepcionante.
Ejan y Rocha navegaban siguiendo una costa desconocida. Al cabo de algún tiempo, llegaron a un lugar en el que un arroyo de lo que debía de ser agua dulce atravesaba como un cuchillo un tapiz de vegetación enmarañada. Pusieron rumbo a la costa y remaron con todas sus fuerzas hasta sentir que las proas de las canoas topaban con el lecho de arena de la playa. Habían recalado en una playa estrecha, rodeada de densa jungla.
Rocha exclamó:
—¡Yo primero, yo primero! —Saltó de la canoa… o al menos intentó hacerlo; tras días en el mar, las piernas le fallaron, resbaló y cayó de costado al agua, riendo.
No fue un desembarco demasiado digno. Nadie dio un discurso ni plantó una bandera. Y no se erigiría ningún monumento en el lugar; de hecho, en cuestión de treinta mil años, aquel primer lugar hollado por el pie del hombre sería engullido por la subida del nivel del mar. Pero sin embargo, a pesar de todo, fue un momento extraordinario. Porque Rocha se había convertido en el primer homínido que tocaba suelo australiano, el primero que ponía el pie en aquel continente.
Ejan salió de la canoa con más cuidado. Entonces, metidos hasta las rodillas en el agua cálida de la playa, arrastraron las canoas hasta dejarlas varadas.
Rocha corrió directamente hacia el arroyo. Se arrojó a él y dio vueltas y vueltas en el agua, bebiéndola a grandes tragos y lavándose toda la piel con ella.
—¡Agh, la sal, tengo por todas partes…! —Con la exuberancia de la juventud, salió como pudo del arroyo y corrió hacia el bosque en busca de fruta fresca.
Ejan tomó un gran trago de agua fría y dulce y sumergió la cabeza en ella durante varios segundos. Entonces, con las piernas temblando, empezó a caminar por la playa. Estudió la jungla. Reconoció mangles, palmeras… era como su casa. Se preguntó hasta dónde se extendería aquella isla. Y se preguntó también si habría, después de todo, gente allí…
Rocha lanzó un débil gemido. Llegó corriendo a su lado.
Algo se movía entre la vegetación. Era enorme, y sin embargo se movía casi silenciosamente. Transmitía una especie de quietud reptiliana que evocaba en sus corazones temores atávicos. Salió reptando de la maleza. Ejan se dio cuenta inmediatamente de que era una serpiente, pero de un tamaño que nunca había visto. Tenía al menos un paso de anchura y siete u ocho de longitud. Hermano y hermana se cogieron el uno al otro y corrieron hacia la playa.
—Monstruos —susurró Rocha—. Hemos llegado a una tierra de monstruos.
Se miraron, jadeando, sudoroso. Y entonces se echaron a reír, como si por algún ensalmo su miedo se hubiera transformado en júbilo.
Regresaron a la canoa para recoger la madera y hacer una fogata, el primer fuego no natural que veía en toda su historia aquella tierra inmensa.
Pero no el último.
NOROESTE DE AUSTRALIA,
C. 51.000 AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.
Jana había estado recogiendo mejillones entre las rocas de la playa. Estaba completamente desnudo a excepción del cinturón del que colgaban las bolsas que contenían lo que había recogido. Tenía la piel morena y el cabello enmarañado recogido sobre la cabeza. A sus veintiún años era esbelto, fuerte, alto y estaba completamente sano, con la única excepción de una leve cojera que le había dejado un ataque de polio infantil.
Sudando, levantó la mirada y dejó de trabajar un momento. Al oeste, el Sol estaba descendiendo hacia el océano, como todos los días. Si se cubría los ojos, podía distinguir canoas y siluetas que la luz del Sol afilaba: gente, en el agua. El día estaba terminando, y las bolsas que llevaba al cinto estaban llenas.
Ya era suficiente. Se volvió y regresó caminando lentamente por las rocas. Cojeaba un poco.
Por toda la costa, los pescadores regresaban a casa, atraídos como polillas a las hebras de humo que ascendían hacia los cielos. Allí la gente vivía en comunidades numerosas, alimentándose de los recursos del mar y los ríos.
Habían pasado ya unas cincuenta generaciones desde que el primer humano pusiera el pie en Australia. Ejan y Rocha habían regresado a su hogar, llevando noticias de lo que habían encontrado, y otros los habían seguido. Y sus descendientes, que todavía seguían aferrados en gran medida a una economía centrada en las costas y los ríos, se habían dispersado por las riberas de la gran Australia y por los ríos y las llanuras de color carmesí del interior. Pero Ejan y Rocha habían sido los primeros. Su espíritu seguía transmitiéndose todavía de generación en generación —Jana llevaba el nombre y albergaba el espíritu del propio Ejan— y los chamanes todavía relataban la historia de su aventura, de cómo habían volado sobre las aguas en una embarcación recubierta de plumas de gaviota y habían luchado contra escarabajos gigantes y otros monstruos al llegar, a la luz titilante de las fogatas.
Jana llegó a su casa. Su pueblo vivía en un puñado de cabañas y chozas apiñadas a la sombra de un gran farallón de arenisca erosionada. El suelo estaba cubierto de desperdicios: las canoas, las balsas y los botalones estaban varados en la playa, como todas las noches, había media docena de arpones apoyados unos contra otros, como tipis, y por todas partes se veían redes medio terminadas o a medio reparar.
En el espacio abierto del centro del asentamiento, había una gran fogata comunitaria construida con troncos de eucalipto. Otras fogatas de menor tamaño ardían en los hogares de piedra de las cabañas. Las piedras para cocinar estaban ya en el fuego y los hombres, las mujeres y los niños estaban atareados descamando y destripando pescado. Por todas partes corrían los niños, estorbando y organizando escándalo, como hacen siempre los niños, actuando como una especie de pegamento social que mantenía unida a la comunidad.
Pero Jana no veía a Agema por ninguna parte.
Sin soltar sus bolsas llenas de mejillones, se encaminó a la mayor de las cabañas. Agema la compartía con sus padres, primos segundos de los de Jana, y sus numerosos hermanos. Al llegar junto a la oscura entrada de la choza, Jana aspiró hondo, hizo acopio de valor y entró. Dentro reinaba una gran actividad y en el aire flotaba una intensa mezcla de olores: humo de madera, carne curada, bebés, leche y sudor.
Entonces la vio. Estaba limpiando a una niña que tenía el rostro cubierto de hollín.
Levantó sus bolsas. Los mejillones que contenía despidieron destellos.
—Os he traído esto —dijo. Agema levantó la mirada y sus labios se fruncieron formando una sonrisa, pero esquivó su mirada. La niña, en cambio, lo miraba con los ojos muy abiertos. Jana dijo—: Son los mejores. A lo mejor podríamos…
Pero entonces un pie salió de la oscuridad y golpeó su pierna más débil. La pierna cedió inmediatamente y Jana cayó al suelo. Los mejillones se esparcieron por todas partes. Un coro de risotadas lo rodeó. Una mano fuerte lo sujetó por el codo y lo ayudó a levantarse.
—Si quieres impresionarla, no deberías caminar, no con una pierna así. Deberías saltar, como un canguro…
Jana, con el rostro ardiendo, se encontró mirando los ojos profundos y hermosos de Osu, el hermano de Agema. Sus hermanos lo rodeaban. Tuvo que esforzarse para no perder los estribos.
—Me has tirado al suelo.
Al ver la furia genuina que se había encendido en los ojos de Jana, el rostro de Osu se ensombreció.
—No pretendía insultarte —dijo con amabilidad.
Pero su decencia solo empeoraba las cosas. Jane se inclinó para recoger los mejillones.
Osu dijo:
—Espera. Deja que te ayude.
Jana le espetó:
—No necesito tu ayuda. Son para…
—Ah. ¿Para mi hermana? —Osu volvió la vista hacia ella y Jana vio que le guiñaba un ojo.
Otro de los hermanos, Salo, tan alto y tan hermoso que parecía imposible, se adelantó.
—Mira, amigo, si quieres impresionarla, esto es lo que deberías traer a casa. —Y le mostró a Jana una concha de mejillón, una enorme, tan grande que hacían falta las dos manos para sostenerla.
Jana, que había pasado toda la vida recogiendo moluscos, nunca había visto un mejillón de ese tamaño. De hecho, nadie había visto nunca un gigante así.
—¿Dónde lo has encontrado?
Salo asintió con gesto vago.
—En la playa, en un viejo podridero. Estoy pensando en usarlo como cuenco.
Osu sonrió.
—Mejillones gigantes, ¿eh? Ejan y Rocha debieron de comer muy bien en aquellos días. Pero ya se han acabado, claro… Trae uno así, pequeño canguro, y mi hermana se te abrirá de piernas tan deprisa como un mejillón abre la concha en el fuego.
Más carcajadas. Jana vio que Agema se tapaba el rostro, pero sus hombros subían y bajaban. Las carcajadas volvieron a cobrar intensidad y Jana supo que tenía que salir de allí antes de que se comportara como un niño, demostrando su rabia… o, peor aún, golpeando a uno de aquellos estúpidos.
Recogió sus mejillones y salió con toda la dignidad que pudo reunir. Pero mientras se alejaba, la voz suave y burlona de Osu llegó hasta sus oídos:
—Me han contado que tiene la polla tan doblada como la pierna…
Jana durmió poco aquella noche. Pero al despertar ya sabía lo que tenía que hacer.
Se levantó antes del alba. Recogió sus cuerdas, sus lanzas endurecidas al fuego, su arco, las flechas y las herramientas y salió en silencio del campamento.
Siguiendo la orilla del río, se encaminó hacia el interior.
Al pisar la materia muerta que tapizaba el suelo del bosque, perturbó a un grupo de criaturillas furtivas parecidas a roedores. Eran canguros, o algo parecido. Lo miraron con grandes y furiosos ojos antes de huir. Apenas les prestó atención.
Muchos de los árboles de aquel bosque ralo que se extendía a la orilla del río eran eucaliptos, cubiertos parcialmente por jirones de corteza. Estos árboles tan peculiares, al igual que gran parte de la flora, eran descendientes lejanos de la vegetación de Gondwana, aislados con aquel continente extraviado cuando se había separado del resto de las tierras meridionales. Y por las aguas del río, a la sombra de los árboles, avanzaban otras reliquias de tiempos ancestrales. Eran cocodrilos, aislados allí como los eucaliptos, solo que, a diferencia de los árboles, y al igual que a sus parientes del resto del mundo, el tiempo no los había cambiado.
Llegó a un claro.
Una familia de criaturas cuadrúpedas del tamaño de rinocerontes lo estaba cruzando. Tenían orejas pequeñas, colas gruesas y cortas y patas planas, como los osos. Estaban removiendo todo el suelo del bosque: con sus dientes inferiores, largos como colmillos, escarbaban la tierra buscando los matorrales salados que preferían. Estos marsupiales herbívoros eran diprotodones, una especie de wombats gigantes.
Allí vivían muchas especies de canguros. Algunos de los más pequeños buscaban hierba y vegetación menuda en la tierra. Pero los más grandes eran mucho mayores que Jana; estos gigantes habían alcanzado tales dimensiones que podían alimentarse del follaje de los árboles. Cuando buscaban comida, los canguros se impulsaban utilizando las patas delanteras, las colas y aquellas poderosas patas traseras, un medio de locomoción único y, sin embargo, a pesar de su tamaño, lento y dotado de una extraña elegancia.
Pero en ese momento estalló una conmoción más allá del claro, en el bosque. Los canguros, tanto los grandes como los pequeños, se volvieron y huyeron dando saltos extraordinariamente elásticos. El causante de aquel estrépito entró tranquilamente en el claro. Se parecía a un león, pero no estaba emparentado con los felinos. Era un thylacoleo, otro marsupial, al igual que los diprotodones y los canguros, solo que este era un depredador carnívoro al que las oportunidades y el reparto de roles había dotado de aquella forma leonina.
Jana se desplazó cautelosamente por el borde del claro, sin apartar la mirada del thylacoleo.
Mientras en el resto del mundo los mamíferos placentarios habían alcanzado la dominancia, Australia se había convertido en un laboratorio de tamaño continental en el que se experimentaba la adaptación de los marsupiales. Había canguros carnívoros que cazaban en grandes y feroces manadas. Había extrañas criaturas que no tenían igual en todo el mundo: colosales parientes de los platypus, tortugas gigantes tan grandes como coches, cocodrilos terrestres. Y en los bosques vivían inmensos lagartos monitor —parientes de los dragones de Komodo de Asia, solo que mucho más grandes—, reliquias espeluznantes del Cretácico, reptiles carnívoros de una tonelada de peso, capaces de devorar un canguro o a un ser humano.
Jana siguió su camino con los pensamientos en otra parte.
Conocía a Agema desde pequeño, igual que ella a él. En aquellas comunidades pequeñas y apiñadas todos se conocían entre sí. Pero solo en el último año, al cumplir ella los dieciséis, había empezado a atraerlo de aquella manera. Hasta entonces no podría haber dicho qué era lo que lo cautivaba de ella. No era alta, ni esbelta, tenía unos pechos que siempre serían pequeños, caderas y muslos demasiado anchos y un rostro que era como una luna llena hecha de carne, de nariz pequeña y boca fruncida hacia abajo. Pero transmitía una cierta quietud, como el mar cuando la canoa está lejos de tierra, una placidez que ocultaba profundidades y riquezas.
Apenas le había hablado de esto. De hecho, apenas le había dirigido la palabra desde hacía un año, desde que empezara a verla de aquel modo.
Lo que más le dolía era que Osu y los demás abusones estúpidos tenían razón cuando se burlaban de él, cuando señalaban su cojera, su indignidad como posible marido para Agema. De ese modo, estaban tratando de proteger a su hermana de un mal partido. Él sabía que su pierna mala no suponía un impedimento de verdad para ganarse la vida, para ayudar a Agema a criar a los niños que tanto deseaba tener con ella, pero tenía que convencerla a ella y a su familia de que era así.
Y nunca lo haría arrancando mejillones de las rocas como un niño. Tenía que cazar, a eso se reducía todo. Tenía que salir y traer una gran pieza, y tenía que hacerlo solo, para demostrar a Agema y a los demás que era un hombre tan fuerte, lleno de recursos y capaz como el que más.
Su pueblo obtenía la mayor parte de su comida cazando animales pequeños o recolectando los recursos del mar, los ríos y los bosques de la costa: nada espectacular ni peligroso. La caza mayor era cosa de hombres, principalmente, un juego peligros que ofrecía a los hombres y los niños la ocasión de demostrar su capacidad, como siempre había sido. Y en este ancestral juego era en el que Jana iba a tener que participar ahora.
Por supuesto, no era tan estúpido como para lanzarse solo a por algo demasiado grande. Los animales más grandes del bosque solo podían cobrarse trabajando en grandes grupos. Pero había una presa que un cazador solo podía cazar…
Siguió adentrándose en el bosque.
Finalmente llegó a otro claro. Y allí vio lo que andaba buscando.
Había encontrado un nido hecho de follaje, con una docena de huevos cuidadosamente dispuestos en su interior. Lo extraordinario de aquel nido era su tamaño —posiblemente, Jana habría podido meterse entero en él— y algunos de los huevos que contenía eran tan grandes como su cabeza. Si Purga hubiera podido ver aquella tremenda estructura, puede que hubiera llegado a la conclusión de que los dinosaurios habían vuelto.
Jana puso la trampa con habilidad. Registró el claro hasta encontrar las enormes huellas de la madre. Las siguió durante unos metros. A continuación, tendió unas cuerdas entre los árboles, encima de las huellas, cogió sus lanzas de doble punta y las clavó en el suelo.
Después de eso, llegó el momento de encender el fuego.
No tardó mucho en recoger la madera que necesitaba. Para encender la llama utilizó un arco en miniatura que hacía girar un palito en una cavidad excavada en un madero. Alimentó la pequeña llama con paja. Una vez encendido el fuego, introdujo antorchas en las llamas y las arrojó por todas partes.
Allí donde caían, brotaban llamas como letales flores.
Las aves remontaron el vuelo con un chillido, huyendo del humo, mientras unos canguros diminutos y furtivos, con expresión de alarma, se escabullían entre sus pies. Para cuando regresó al claro, las llamas estaban extendiéndose.
Entonces, una enorme forma bípeda emergió graznando del bosque. Cubierta por un plumaje negro, tenía un cuello muy largo y fino y unas patas musculosas que hacían temblar la tierra cuando corría. Era un genyornis, un ave terrestre dos veces más grande que un emú. De hecho, era una de las aves más grandes de toda la historia de la Tierra. Pero Jana se dio cuenta de que estaba aterrorizada: tenía los ojos muy abiertos y su pico, extrañamente menudo, se abría y se cerraba constantemente.
Las patas del gran pájaro tropezaron con las cuerdas. Cayó a plomo al suelo. Su propio impulso la ensartó limpiamente en las lanzas. No murió al instante. Atrapado, con las ensangrentadas lanzas sobresaliendo por su espalda, el genyornis batió las débiles e inútiles alas. Una parte profunda de su consciencia experimentó un fugaz sentimiento de disgusto contra sus antepasados por haber renunciado al don del vuelo. Pero entonces apareció un homínido, corriendo y gritando, y un hacha se abatió sobre él.
Las llamas estaban extendiéndose deprisa. Jana iba a tener que apresurarse para salir de allí.
En Australia se producían incendios antes de la llegada de los humanos, por supuesto. Ocurrían sobre todo durante los monzones, cuando las tormentas con aparato eléctrico eran más numerosas. Como respuesta, se habían desarrollado algunas especies de plantas resistentes al fuego. Pero no eran dominantes ni estaban muy extendidas.
Pero ahora las cosas estaban cambiando. Allá donde iba el hombre, proliferaban los incendios, utilizados para alentar el crecimiento de las plantas comestibles y como medio de caza. La vegetación había empezado ya a adaptarse. La hierba, tan extendida como en el resto del mundo, era capaz de arder y sobrevivir. Algunas especies de eucalipto habían desarrollado una hábil estratagema para sobrevivir a las llamas. Su corteza se caía y, arrastrada por el viento, provocaba nuevos incendios a decenas de kilómetros de distancia. Pero por cada especie que salía ganando, había muchas, muchas que salían perdiendo. Las especies más sensibles al fuego no podían competir en aquellas condiciones. Los cipreses, antaño tan extendidos, estaban empezando a escasear. Hasta algunas plantas que la gente valoraba mucho por sus frutos, como ciertas especies de matorrales, se habían extinguido. Y, a medida que su hábitat sucumbía al fuego, las comunidades animales experimentaban un auténtico desastre.
A partir del lugar en el que había desembarcado Ejan, el hombre estaba extendiéndose, generación tras generación, siguiendo las costas y el curso de los ríos. Era como si una gran oleada de fuego y humo estuviera expandiéndose desde el extremo noroeste de Australia y se abriera camino por aquella vasta tierra roja. Y ante aquel frente de destrucción, la antigua vida no tenía más remedio que sucumbir. La desaparición de los mejillones gigantes había sido la primera de aquellas extinciones.
Cuando Jana salió del bosque, el incendio seguía encendido, propagándose rápidamente, entre colosales pilares de humo que se alzaban hacia el cielo. Ajeno a ello, no miró atrás ni una sola vez.
No podía llevar el ave entera hasta el pueblo, claro. Pero es que la comida no era lo esencial en este caso. Así que, cuando Jana regresó al campamento con la cabeza del genyornis clavada en la lanza, fue recibido por las palmadas de aprobación de Osu y los demás… y la tímida mirada de aprobación de Agema.
NUEVA GALES DEL SUR,
C. 47.000 AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.
La canoa de corteza descansaba, inmóvil, sobre las turbias aguas del lago.
Jo’on y su esposa, Leda, estaban pescando. La lanza tenía una punta de hueso de ualabi, muy afilada y recubierta con resina de goma. Lena había fabricado la caña con fibra de corteza machacada y le había puesto un anzuelo hecho con un fragmento de concha. Pero los anzuelos eran frágiles y la caña débil, de modo que la idea era que Leda tirara con suavidad de los peces que picaran para que Jo’on los arponeara.
Jo’on tenía cuarenta años. Era flaco y huesudo, aunque su rostro, cubierto de arrugas por una vida de duro trabajo, transmitía optimismo. Y estaba orgulloso de su bote.
Había hecho la canoa cortando un largo óvalo de corteza de eucalipto y atando sus extremos para hacer la proa y la popa. La borda estaba reforzada con un palo atado con fibras vegetales, y otros palos de menor tamaño servían como propagadores. Las grietas y agujeros estaban cubiertos de arcilla y resina. Pero era una canoa inestable.
En el agua se cimbreaba con cada ola y tenía numerosas vías de agua. Pero, así y todo, con un poco de habilidad, se dejaba manejar hasta en aguas picadas. Y aunque estuviera toscamente terminada, su belleza estribaba en su simplicidad; Jo’on la había terminado en un solo día.
Sus antepasados, empezando por Ejan en aquel primer desembarco, habían emprendido un recorrido por toda Australia, desde el noroeste hasta aquel rincón del sudeste, y el árido centro del continente. Pero nunca habían perdido la destreza a la hora de fabricar embarcaciones. La canoa de Jo’on hasta tenía su propio fuego, encendido sobre una placa de arcilla lisa en el fondo de la embarcación, para que pudieran cocinar los peces que capturaran. En caso de que hubieran capturado alguno.
A Jo’on le daba igual, en realidad. Podría haberse quedado allí, en el seductor silencio de su bote, todo el día, picaran o no los peces. Ni siquiera los cocodrilos que pasaban flotando, asomando los ojos relucientes, conseguían perturbar su equilibrio. Aquello era mejor que estar en el campamento, junto a la costa, con los niños corriendo por todas partes, los hombres pavoneándose y las mujeres desenterrando raíces. Por no hablar de los dingos y sus ladridos. En su opinión, aquellos lobos medio salvajes eran más una molestia que otra cosa, aunque a veces ayudaran a cazar…
A Leda se le agotó la paciencia. Con un gruñido de disgusto, arrojó la caña al agua.
—Estúpidos peces… Jo’on se sentó frente a ella.
—Mira, Leda. Hoy los peces parecen tímidos, nada más. No deberías tirar la caña. Solo hay que…
—¡Y estúpida, inútil canoa, en la que no deja de entrar agua! —Dio un pisotón a la capa de agua de río que se había formando en el fondo del bote.
Jo’on suspiró, cogió un cuenco de madera tallada y empezó a recoger las cosas. Con la esperanza de que Leda se calmara, no dijo lo que pensaba.
Leda tenía la cabeza cubierta de entrañas de pescado, que se cocían lentamente al sol y vertían un aceite de olor asqueroso por todo su cuerpo. El aceite mantenía alejados a los mosquitos del lago, que en aquella época del año eran una auténtica maldición. Su naricilla estaba arrugada y su boca se había contraído en un puchero. Apenas un año menor que Jo’on, se había convertido en una mujer gruesa y nerviosa, propensa a sufrir ataques de rabia.
Nunca había parecido tan fea, pensó él. Y a pesar de ello, sabía que nunca la abandonaría. Recordaba como si fuera ayer el día que había tenido que quitarle su hijo menor —le había aplastado la cabeza con una piedra y luego había arrojado el cuerpo al fuego— y el día, solo unas lunas después, en que se había visto obligado a provocarle un aborto golpeándole el vientre hasta que el niño había nacido prematuramente.
Ella había entendido las razones. El pueblo estaba en marcha y ya cargaban con un bebé recién destetado. No podía permitirse el lujo de tener otro niño. Ella lo sabía. Ni siquiera había formado vínculos con ninguno de los niños perdidos; se los habían quitado demasiado pronto. Y sin embargo, aquellos incidentes habían moldeado su personalidad, habían establecido su patrón para siempre, como el lodo agrietado del lecho de un lago seco. Y del dolor que había sufrido sí que culpaba a Jo’on. —Las cosas tiene que cambiar— le espetó de repente.
—Umm. —Jo’on se rascó la barbilla—. ¿Una caña más gruesa? O puede que… —No estoy hablando de cañas, montón de mierda de cocodrilo. Mira esto—. Levantó la lanza, con el fragmento de hueso embadurnado en goma. —Eres un idiota.
Pescas con trozos de hueso mientras que Alli utiliza un arpón con una punía de pedernal. No me extraña que sus hijos estén tan gordos.
Jo’on cerró los ojos y contuvo otro suspiro. Alli, Alli, Alli: algunos días, parecía que lo único que oía era el nombre del hermano mayor de Leda, mucho más listo, por no mencionar más guapo, y mucho más capacitado para enfrentarse a la vida que él.
—Pues haber tenido hijos con Alli —murmuró.
Ella respondió con la rapidez de un dingo enfurecido:
—¿Qué has dicho?
—Nada, Leda. Sé razonable. No nos queda pedernal.
—Pues consigue un poco. Ve a la costa y comercia.
Jo’on tuvo que contener el impulso de discutir. Después de todo, si se le quitaban los insultos, la sugerencia no era tan mala; los cien kilómetros de ruta hasta la costa eran muy concurridos y estaban limpios de maleza.
—Muy bien. Le pediré a Alli que me acompañe.
—No —dijo ella, y apartó la mirada.
Jo’on frunció el ceño.
—¿Por qué no? Ayer estuviste hablando con tu hermano, antes del baile. ¿Qué le dijiste?
Ella apretó los labios.
—Hablamos un poco.
—Hablasteis. ¿De qué? —Ahora sí que estaba empezando a irritarse—. ¿De mí? ¿Otra vez has estado insultándome delante de tu hermano?
—Sí —replicó ella con un siseo—. Ya que lo preguntas, pues sí. Así que si no quieres quedar como un idiota delante de todos, mejor que no te acerques a él. Vete solo.
—Pero es un viaje muy…
—Vete solo. —Cogió un remo del fondo de la canoa—. Y ahora nos volvemos.
Al final no le quedó otra opción que prepararse para una caminata solitaria hasta la costa. Pero antes de salir se enteró de la verdad. Cuando Leda habló con Alli no había sido para atacarlo, sino para defenderlo de las burlas de su hermano. No le dijo nada antes de partir, pero guardó ese pequeño fragmento de calidez junto a su corazón.
Al partir, un par de dingos lo siguieron. Les tiró piedras hasta que retrocedieron gruñendo.
Estaba ya lejos del lago y caminaba en silencio. La tierra era llana y de color rojo, y estaba tapizada de hierba de spinifex, del blanco color de los espectros. No se movía nada salvo su propia sombra a sus pies. No había gente hasta donde alcanzaba la vista, hasta el horizonte.
Australia siempre sería un lugar marginal para el hombre. Tras cinco mil años de presencia humana, había menos de trescientas mil personas en todo el continente —solo una por cada veinticinco kilómetros cuadrados— y la mayoría se concentraba alrededor de las costas, las orillas de los ríos y los lagos. Y en el gran corazón rojo del continente, la vasta y ancestral llanura de piedra caliza y los desiertos de plantas xerófilas, vivían menos de veinte mil personas.
Pero los humanos, a pesar de su escasez, habían conseguido cubrir Australia con la fina telaraña de su cultura, en los basureros y los hogares y las conchas, en las imágenes grabadas en rocas de color carmesí. Y Jo’on, a pesar de que estaba solo, a pesar de que rondaba los cuarenta, no tenía miedo de salir al polvo rojizo, armado con su lanza y su boomerang. No tenía miedo porque el conocimiento de su familia empapaba aquel paisaje.
Estaba siguiendo el camino sinuoso de la serpiente ancestral: la primera serpiente de todas que, según se decía, había dado la bienvenida a Ejan en su primer desembarco desde el oeste. Y cada centímetro del camino estaba colmado de historia, que se cantaba a sí mismo mientras caminaba. La historia era una codificación del conocimiento de la tierra que tenía su pueblo: era una historia-mapa, muy específica y muy completa.
Los detalles más importantes hacían referencia a los cursos de agua. Había un cuento asociado a cada categoría de pozo y a una gran variedad de cavidades de roca y cisternas naturales, árboles huecos y trampas de rocío. La primera fuente en la que se detuvo, de hecho, era un lento manantial de infiltración. Su historia contaba que, en tiempos pasados, allí se veían a menudo canguros gigantes, fascinados por el agua y fáciles de abatir. Pero ahora los canguros habían desaparecido y solo quedaban los restos de un maltrecho eucalipto para guardar las aguas.
Y así era todo. Para Jo’on la tierra estaba repleta de detalles tan vívidos como si la hubieran cubierto de señales y flechas, a pesar de que solo había recorrido aquel camino una vez en toda su vida.
Estos relatos significaban el principio del Tiempo de los Sueños. Los relatos perdurarían mientras los descendientes de Jo’on mantuvieran viva su cultura independiente, en proceso de mutación, cada vez más elaborados y, sin embargo, construidos alrededor de un núcleo de realidad. Siempre sería posible utilizar la historia de la serpiente ancestral para encontrar comida y agua.
Y, por mucho que se alejara el pueblo, por mucho que se hundieran en las tinieblas del tiempo, siempre sería posible utilizar el Tiempo del Sueño para seguir el rastro de los caminos que recorrían la tierra hasta el noroeste, hasta el lugar en el que Ejan y su hermana la habían hollado por vez primera.
Sin embargo, a pesar de toda esta sabiduría oral, Jo’on no podía saber que aquella tierra estaba vacía, mucho más vacía que cuando llegaran allí por vez primera sus antepasados.
Tras un día de marcha llegó a un bosquecillo, como esperaba. Tenía la intención de cazar algo allí para añadir un poco de carne a las mercancías que llevaba antes de llegar a la costa. Se adentró silenciosamente en el bosque.
No tardó en encontrar algo bueno: miel silvestre, de un panal que colgaba de un árbol gomero. Mientras estaba bajando el panal, una culebra negra se le acercó, pero pudo cogerla por la cola y le aplastó la cabeza contra una rama.
Su mayor triunfo aquella tarde fue avistar un goanna, un varano de casi dos pasos de longitud. Al verlo, el goanna se asustó y se ocultó dentro de un tronco hueco. Pero Jo’on era paciente. En cuanto el goanna le puso la vista encima, se quedó tan inmóvil como si estuviera paralizado. Luego permaneció allí, sin pestañear, mientras, al oeste, el Sol se hundía tras el horizonte y el intenso tono carmesí del suelo se teñía de negro. Vio que la lengua del goanna exploraba cautelosamente el exterior del tronco. Todo el mundo sabía que a los goannas les gustaba saborear el aire para saber si había depredadores cerca. Así que Jo’on permaneció inmóvil como una roca; no había viento y su olor no llegaría hasta el lagarto.
Al final, tal como esperaba, el lento y paciente cerebro del goanna olvidó que Jo’on estaba allí. Abandonó furtivamente su refugio. Su lanza lo atravesó de un solo golpe y lo dejó clavado a la tierra.
Al pie de un eucalipto, Jo’on hizo una hoguera con un palo. Desolló y destripó rápidamente al goanna, ablandó la carne al fuego y se dio un suculento banquete. Sobre su cabeza, las chispas de la fogata se alzaban hacia un cielo cada vez más oscuro.
Cumulo despertó, al despuntar el alba, el fuego había menguado pero seguía encendido. Bostezó, se estiró, vació rápidamente la vejiga y comió un poco más de goanna.
Después hizo una antorcha con madera muerta, la encendió en su fogata, y empezó a caminar por el bosque, encendiendo pequeños fuegos. Buscaba sobre todo árboles huecos, pues sabía que arderían bien, y prendía los desechos que encontraba a sus pies.
Tras todo este tiempo, la estrategia básica de los cazadores del bosque no había cambiado: utilizar el fuego para atraer a las presas.
El incendio no tardó en obligar a las zarigüeyas, reptiles y marsupiales a salir del interior de sus troncos. Eran todas criaturas pequeñas pero logró abatir a algunas de ellas y añadió sus cuerpos a la pila que estaba acumulando cerca de su hoguera. Pero para impresionar al pueblo de pescadores que vivía en la costa necesitaba presas más grandes. Así que se adentró más profundamente en el bosque, y prendió más árboles y matorrales.
Gradualmente, las llamas se extendieron y se fundieron, organizándose a sí mismas, alimentándose de la energía de las demás, generando corrientes y brisas que cebaban la intensidad de los incendios. Los fuegos separados no tardaron en convertirse en un auténtico incendio, un tembloroso muro de fuego que se desplazaba más deprisa de lo que ningún humano era capaz de correr.
Pero Jo’on, a esas alturas estaba ya a salvo fuera del bosque. Y cuando las copas de los árboles estallaron como si estuvieran hechos de magnesio, él estaba preparado con su lanzador de venablos.
Finalmente, los animales empezaron a salir del bosquecillo. Había canguros, zarigüeyas, reptiles y muchas ratas marsupiales, y todos estaban aterrorizados. Corrían en todas direcciones: algunos de ellos, ciegos y confundidos, lo hacían directamente hacia Jo’on. Ignoró a las pequeñas y rápidas criaturas. Pero entonces vio dos mucho más grandes, un par de canguros rojos que saltaban hacia él con extraordinaria rapidez. Cogió un venablo y lo introdujo en el lanzador de su abuelo. Esperó; solo tendría una oportunidad.
En el último momento, los canguros lo vieron y viraron. Su lanza atravesó el aire humeante sin causar daño.
Con un grito de frustración, corrió para recuperar su arma. Maldiciendo la tozudez de Leda y su propia necedad, puso la lanza en el lanzador y se preparó para esperar una vez más. Pero sabía que había perdido su mejor ocasión. Tendría que contentarse con su triste montón de zarigüeyas y lagartos, porque no quedaban más animales grandes que matar.
El goanna que había cazado era un pariente de los gigantes carnívoros que antaño habían vivido en el centro del continente. Aquel desgraciado poseía solo una fracción del tamaño de sus inmensos antepasados; todos los gigantes habían desaparecido, cazados y calcinados hasta la extinción. Los canguros rojos que había tratado de atrapar eran también ecos menguados de poderosos linajes. Los más grandes habían sido cazados ya. Las especies que sobrevivían eran las pequeñas, las rápidas, tanto en moverse como en multiplicarse, capaces de evitar las lanzas de los cazadores.
Desde la llegada de Ejan, veinticinco especies de animales grandes se habían sumido en la oscuridad. Por todo el continente, de hecho, toda criatura mayor que el ser humano había desaparecido.
Finalmente, Jo’on acabó por llegar al mar. Se encontraba en el este de Australia, no muy lejos del lugar que algún día se conocería como puerto de Sydney. La luz, mucho más brillante que tierra adentro, le cegaba, mientras la peste a sal, peces y algas abrumaba su sentido del olfato y el incesante gruñido del mar llenaba sus oídos. Después de su viaje por el polvoriento y rojo centro, no estaba acostumbrado a semejante clamor en sus sentidos.
Al descender a la costa, vio gente trabajando en el mar, en canoas y sobre balsas. En la brillante luz que reflejaba el mar, eran figuras esbeltas y erguidas que pescaban con redes, lanzas y cañas. Esta gente vivía de la costa y su fuente principal de sustento eran los peces, y por esta razón estaban abiertos al comercio de carne con el interior.
Jo’on se aproximó a ellos sin otra cosa en las manos que la carne, gritando las pocas palabras de saludo que conocía en el idioma local.
Primero vio un grupo de mujeres con niños. Estaban devorando un montón de ostras. Lo observaron sin demasiada curiosidad. Al acercarse a ellas pasó sobre una capa de conchas de ostra, abiertas y rotas todas ellas, una capa cuyo grosor aumentaba conforme se aproximaba a las mujeres. Finalmente, vio con asombro, llegaba a la cima de un depósito de conchas más alto que él mismo, resultado de siglos de ininterrumpida recogida. El depósito se encontraba en el exterior de una de las docenas de cuevas de arenisca que jalonaban la costa de aquel puerto. Algunas de las entradas estaban cubiertas por toscos pedazos de corteza trabajada. A la sombra de la cueva más próxima, un grupo de niños jugaba con conchas muy antiguas.
Las mujeres no demostraron demasiado interés por él. Siguió su camino.
Finalmente, una anciana salió cojeando de una de las cuevas. Tenía el pelo gris y su piel parecía un saco viejo. Dijo algo incomprensible, lanzó una mirada despectiva a sus mercancías y le indicó que entrara en la cueva.
El suelo estaba tapizado de lascas de pedernal, conchas amontonadas, puntas de hueso y carbón. Cuando sus pies removían los desechos, veía que debajo había capas de basura, hasta excrementos humanos, secos y sin olor ya. Al igual que su propio pueblo, aquellos pescadores no eran muy entusiastas a la hora de limpiar la basura, y cuando se acumulaba tanto que el campamento se volvía impracticable, se limitaban a trasladarse, confiando en que las fuerzas invisibles de la naturaleza se encargaran de los desechos.
Pero sus ojos distinguieron una pila de rocas de pedernal al fondo de la caverna, un tesoro envidiable. Se decía que había cuevas en otra costa, al sur, donde podías arrancar los pedernales de la pared. Pero la gente del interior como Jo’on no sabía de dónde procedían las valiosas piedras, de modo que tenía que comerciar con quienes sí poseían este conocimiento.
Los pescadores se mostraron bastante amigables, quizá pensando en sus futuras relaciones. Le dieron comida y agua. En sus lenguajes mutuamente ininteligibles, trataron de hablar de lo que había visto durante el viaje, de las cosas nuevas con las que se habían encontrado. Pero no estaban impacientes por comerciar. Cogieron su ocre y las tristes piezas de carne que había traído. Pero estaba claro que aquello solo valía un puñado de pedernales. Mejor que nada, pensó con abatimiento.
Los pescadores dejaron que se quedara a pasar la noche.
Se tendió en un jergón de algas secas. Apestaba a sal y a descomposición. A la luz mortecina de las fogatas, se encontró mirando las pinturas del techo, imágenes en carbón, ocre y tinte púrpura que formaban una criatura marina. Había vívidas representaciones de wombats, canguros y emús; los hombres aparecían cazándolas, acosando a los animales que escapaban.
Pero —vio al mirar con más detenimiento— aquellas imágenes estaban dibujadas sobre otras más extrañas: de aves y lagartos gigantes, incluso de canguros más altos que los humanos que los cazaban. Esas imágenes debían de ser más antiguas que las primeras que había visto, porque estaban debajo. Pero lo que mostraban lo dejó confundido. Supuso que no significaban nada. Puede que fueran obra de algún niño.
Se equivocaba, claro está. Era una peculiar tragedia que la generación de Jo’on hubiera olvidado ya lo que había perdido.
Jo’on se tumbó y cerró los ojos, tratando de ignorar los ruidos de una pareja que hacía el amor en un rincón, y esperó a que se presentara el sueño. Se preguntó lo que le diría Leda cuando lo viera llegar sin otra cosa que un puñado de pedernales. Mientras tanto, sobre su cabeza, las criaturas antiguas y desaparecidas, las aves y los canguros gigantes, las serpientes y diprotodones y goannas, interpretaban una danza fúnebre a la luz de la fogata.