SAHARA, ÁFRICA DEL NORTE,
C. 60.000 AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.
Madre caminaba sola, una figura esbelta en un paisaje plano como una mesa. Bajo sus pies, el suelo estaba caliente y el polvo picaba y arañaba. Se detuvo junto a un cactus Hoodia. Se arrodilló, cortó un pedazo del tamaño de un pepino y masticó la húmeda carne.
Estaba completamente desnuda, salvo por la tira de piel de gacela que le cubría el talle. Tenía una piedra en una mano pero no llevaba nada más. Su rostro, de frente lisa y vertical y barbilla protuberante, era totalmente humano. Pero sus labios estaban fruncidos, sus ojos hundidos, y su mirada corría de acá para allá con nerviosismo.
A su alrededor, la sabana era árida e inhóspita. La vacía y llana desnudez se extendía en todas direcciones, disolviéndose bajo una calima fantasmal que oscurecía el horizonte, una llanura interrumpida tan solo por algún matorral que había resistido la sequía o los restos de algún cadáver pisoteado por los elefantes. Ni siquiera había excrementos a la vista, porque los grandes herbívoros ya solo pasaban muy raramente y hacía mucho tiempo que los escarabajos peloteros habían hecho su eficiente y sistemático trabajo.
Con el pedazo de cactus en la mano, siguió su camino.
Llegó a la orilla del lago… o donde había estado la orilla el año pasado, o puede que el año antepasado. Ahora la tierra estaba seca, era una patina de oscuro lodo cubierta de grietas, tan endurecido que ni siquiera se quebraba cuando lo pisaba. Aquí y allá se veían hierbas amarillentas y raquíticas que trataban de aferrarse a la vida.
Se protegió los ojos con las manos. Todavía había agua, pero lejos de allí, como un distante y trémulo brillo. Hasta ella llegaba la peste del estancamiento. En la lejana orilla del lago atisbó varios elefantes, formas oscuras que se desplazaban como nubes por la neblina vidriosa que provocaba el calor, y animales metidos en el lodo, cerdos salvajes, quizá.
Pero en la superficie congestionada del lago distinguió aves acuáticas, una manada posada apaciblemente en el centro del agua, a salvo de los depredadores terrestres.
Madre sonrió. Las aves estaban justo donde las quería. Se volvió y se alejó de la muerta aureola de fango del lago.
A sus treinta años, el cuerpo de Madre era tan esbelto y erguido como había sido en su juventud. Pero su vientre lucía las estrías que le había dejado el nacimiento de su único hijo, un niño, y tenía el pecho caído. Sus nalgas eran muy prominentes: una adaptación a los largos períodos de sequía, un mecanismo para ayudarla a almacenar agua en la grasa. Sus miembros tenían fibrosos músculos y su vientre no mostraba la hinchazón que provocaba a muchos de su pueblo la malnutrición. Saltaba a la vista que era eficiente en el oficio de la vida.
Pero no podía recordar una época en la que hubiera sido feliz. Ni siquiera de niña, cuando era torpe, lenta al caminar, lenta para encajar. Ni siquiera cuando había nacido su niño, saludable y llorón.
Veía demasiado.
Aquella sequía, por ejemplo. Las nubes habían desaparecido, lo que permitía que el Sol cayera a pico el día entero, lo que secaba la tierra y hacía desaparecer las aguas, lo que provocaba la muerte de los animales, lo que causaba el hambre de su pueblo. Así que la gente estaba hambrienta por culpa de las nubes. Lo que no había podido averiguar era qué había hecho que se marcharan las nubes. Aún no.
Ese era su talento: ver patrones y conexiones, redes de causas y efectos que la intrigaban y la desconcertaban. Su talento para captar los vínculos causales no le proporcionaba consuelo. Era algo más parecido a una especie de suspicacia obsesiva. Pero le ayudaba a seguir con vida, a veces… como aquel día.
Se detuvo junto a un baobab y estudió sus retorcidas ramas. Sabía lo que quería hacer, un boomerang, un arma arrojadiza curva, e inspeccionó las ramas y los contrafuertes del árbol, en busca de un lugar en el que la textura de la madera y la dirección de su crecimiento se ajustaran a la forma definitiva del arma, tal como ella la veía en su mente.
Encontró una esbelta rama que podía servirle. Con un rápido movimiento la partió cerca del tronco del árbol. A continuación se sentó a la sombra del baobab, sacó su herramienta de piedra, le quitó la corteza y empezó a trabajarla. Volvía la herramienta entre sus manos para utilizar los bordes que más le convenían en cada momento. Aquella herramienta —que no era del todo un hacha, ni un cuchillo, ni una raedera— era su favorita en aquel momento. Como tenía que llevar encima todas las herramientas que no pudiera hacer en el momento, había fabricado una que le sirviera para hacer muchas cosas diferentes, y la había retocado muchas veces.
No tardó mucho en tener un pedazo de madera suavemente curvado, de unos treinta centímetros de longitud, plano en un lado y redondeado en el otro. Lo sopesó en una mano, calibró su equilibrio y su peso con un criterio fruto de una larga práctica y le dio unos rápidos retoques.
A continuación salió de la sombra del baobab y se encaminó a la corona de lodo que rodeaba el lago. Encontró el lugar en el que había guardado unas trenzas de fibra de corteza varios días atrás. La red seguía allí. Le quitó el polvo y los escarabajos que mordisqueaban las secas fibras.
Colgó la red entre dos baobabs finos y convenientemente situados en dirección al lago. Había escogido el lugar, de hecho, a causa de los baobabs.
Luego rodeó el lago hasta situarse en el lado contrario a la red. Sacó su palo arrojadizo. Con la lengua fuera, lo sopesó y trató de calcular el lanzamiento que tenía que hacer. Solo podía hacer un intento y tenía que afinar la puntería…
Un dolor palpitó en sus sienes, distante, como un trueno en unas montañas remotas.
Perdió el equilibrio e, irritada por la distracción, arrugó el gesto. El dolor en sí era trivial, pero anunciaba lo que iba a suceder. Las migrañas eran un castigo implacable que sufría con frecuencia y no podía hacer nada al respecto. No tenían cura, por supuesto, ni siquiera nombre. Pero sabía que tenía que acabar con su tarea antes de que el dolor lo hiciera imposible. De lo contrario pasaría hambre aquel día, y su hijo también.
Ignorando las palpitaciones de su cabeza, se preparó de nuevo, sopesó el palo en la mano y lo arrojó con fuerza y precisión. El boomerang describió un pronunciado y alto arco sobre el lago, sacudiendo las aspas de madera con un siseo sutil.
Las bandadas de aves acuáticas se agitaron y graznaron, irritadas, y cuando el palo giró en el aire y cayó sobre ellas, sucumbieron al pánico. Batiendo las torpes y pesadas alas, echaron a volar alejándose del lago… y las que volaban más bajo se precipitaron directamente contra la red de Madre. Sonriendo, rodeó el lago para recoger las ganancias.
Conexiones. Madre arrojó el boomerang que asustó a las aves, que quedaron atrapadas en la red porque Madre la había colocado allí. Como ejemplo del funcionamiento de su sistema cognitivo estructurado, era paradigmático.
Pero a cada paso que daba su jaqueca empeoraba, como si su cerebro estuviera golpeteando las paredes de su espacioso cráneo y el breve júbilo provocado por la victoria se esfumó entre el dolor, como siempre.
El pueblo de Madre vivía en un campamento próximo a un canal seco y erosionado que desembocaba en un barranco. Había cabañas entre los farallones de rocas, meros cobertizos, pieles o fibras de junco entretejidas y apoyadas sobre sencillas estructuras. Allí, a diferencia de lo que ocurría hace mucho tiempo en el campamento de Guijarro, no había cabañas permanentes. La tierra no era lo bastante rica como para permitirlo. Aquella era la base temporal de un grupo de cazadores-recolectores nómadas, obligados a seguir el rastro de sus fuentes de sustento. Su pueblo llevaba allí un mes.
El lugar tenía sus ventajas. Había un arroyo, la roca de la zona era muy buena para fabricar herramientas y en las proximidades había un bosquecillo del que podían extraer madera para hacer fogatas, así como corteza, hojas, lianas y trepadoras para hacer ropa, redes y otras herramientas y artefactos. Y era un buen lugar para tender emboscadas a los animales que, tontamente, se aproximaban al barranco. Pero su estancia allí no había sido muy fructífera. El campamento era pobre y sus habitantes estaban desnutridos y apáticos. Probablemente no tardaran mucho en trasladarse.
Madre llegó a casa tambaleándose, con tres aves acuáticas colgadas de cuerdas de cuero sobre los hombros. El dolor de su cabeza se había hecho muy intenso y todas las cosas que veía parecían brillantes y teñidas de colores extraños. El crecimiento del cerebro humano, en el milenio trascurrido tras el nacimiento de su antepasada lejana, Arpón, había sido espectacular. Este apresurado crecimiento de la estructura neuronal había acarreado beneficios inesperados, como la capacidad de Madre de encontrar patrones causales, pero también tenían sus costes, como las recurrentes migrañas que ella tenía que soportar.
—¡… oye, oye! ¡Lanza, peligro, lanza!
Miró a su alrededor, confundida.
Dos hombres jóvenes estaban mirándola. Llevaban ropas de piel anudadas con trozos de cartílago. Ambos empuñaban lanzas de madera, toscamente trabajadas, con puntas endurecidas al fuego. Habían estado arrojándolas a una piel de buey que habrán colgado sobre las ramas de un árbol. Madre, distraída por el dolor y las luces extrañas, había estado a punto de meterse por medio.
Tuvo que esperar a que los dos lanceros terminaran su competición. Ninguno de ellos era especialmente habilidoso y las pieles con las que se cubrían estaban deshilachadas. Solo una de sus lanzas había logrado perforar la piel del buey, y el resto yacía a su alrededor, sobre la tierra.
Pero vio que uno de ellos, al menos, lanzaba con más fuerza. El muchacho sujetaba el arma muy atrás, y utilizaba la longitud de sus flacos brazos para conseguir un poco más de impulso. Alto para su edad, enjuto y fibroso, cuando pensaba en él se imaginaba a un retoño de árbol, atraído hacia lo alto por los rayos del Sol. Cuando Retoño arrojó su lanza, esta voló con un siseo y una leve oscilación. El movimiento del arma resultaba intrigante. Pero al seguirla con la mirada, su dolor de cabeza empeoró.
Una vez que los competidores hubieron terminado, siguió su camino, en busca de la sombra de la piel que compartía con su hijo.
Dentro de la cabaña de Madre había una mujer voluminosa de unos cuarenta y cinco años. Tenía un pelo estropajoso y encanecido y en su rostro solía haber una mueca avinagrada. Aquella mujer, Agria, estaba utilizando un mortero para machacar un trozo de raíz. Levantó una mirada colérica hacia ella, con su acostumbrada expresión de hostilidad.
—¿Comida, comida?
Madre, a quien Agria le traía sin cuidado, hizo un ademán vago.
—Pájaros —dijo.
Agria dejó el mortero y la raíz y salió para inspeccionar las aves que Madre había colgado fuera.
Agria era su tía. Estaba amargada desde que perdiera a su segundo hijo por culpa de algún mal desconocido a los dos días del parto. Probablemente robara los pájaros y solo le diera a Madre y a Silencio un poco de la carne. Pero Madre, que tenía la cabeza llena de dolor, estaba demasiado cansada para preocuparse.
Trató de concentrarse en su hijo. Estaba sentado con la espalda apoyada en la pared inclinada, con las rodillas pegadas al pecho. El chico, una criatura enfermiza, menuda y huesuda a sus ocho años de edad, estaba utilizando un palito para mover otro palito por el suelo. Madre se sentó a su lado y le revolvió el pelo. Levantó la mirada hacia ella con ojos grandes y soñolientos. Pasaba mucho tiempo así: en silencio, apartado de los demás, esperándola. Se parecía a su padre, un cazador torpe y menudo que había copulado de forma casi mecánica con Madre, solo una vez, y que con aquel único acto había conseguido preñarla.
La experiencia de Madre con el sexo había sido esporádica y no demasiado placentera. No había encontrado un hombre lo bastante fuerte, o lo bastante bueno, para aguantar la intensidad de su mirada, su obsesión, su rapidez en la cólera y su tendencia a refugiarse en sí misma, empujada por el dolor. Para su desgracia, el hombre que finalmente la había dejado embarazada había cambiado enseguida de pareja y poco tiempo después había caído bajo el hacha de un rival.
El niño era Silencio, porque aquel era su rasgo más característico. Y del mismo modo, puesto que a veces parecía que a los ojos de todos los demás ella no tenía identidad propia —no tenía identidad para nadie salvo el niño— ella era Madre. Tenía muy poco que darle. Pero al menos le evitaba el vientre hinchado que el hambre estaba empezando a provocar en algunos pequeños en esta época de sequía.
El niño pasó largo rato tendido a su lado, hecho un ovillo y con el pulgar en la boca. Ella se tumbó en el jergón de paja trenzada. Sabía que no servía de nada tratar de combatir el dolor.
Siempre había estado aislada, incluso cuando era niña. No podía participar en los juegos de persecuciones y peleas con los que se divertían los demás jóvenes, o en sus experimentos sexuales adolescentes. Era siempre como si los demás supieran cómo comportarse, qué hacer, cómo reírse y llorar… y cómo encajar, un misterio que ella nunca compartiría. Su incansable inventiva en una cultura tan conservadora, y la costumbre que tenía de tratar de averiguar por qué ocurrían las cosas, cómo funcionaban, no la convertía en una persona muy popular.
Conforme pasaba el tiempo había terminado por sospechar que los demás hablaban de ella cuando no estaba allí, que estaban haciendo planes contra ella, planeando hacerla infeliz de formas que ni siquiera podía entender. Esto no había contribuido a mejorar sus relaciones con sus convecinos.
Pero tenía sus consuelos.
El dolor no iba a desaparecer. Pero era durante las jaquecas cuando veía las formas. Las más sencillas eran como estrellas… aunque no eran estrellas, porque brillaban con fuerza, luminosas y evanescentes, antes de desaparecer. Trataba de volver la cabeza para seguirlas, con la esperanza de ver de dónde venía la siguiente. Pero no se movían con sus ojos, sino que flotaban, como los juncos de un lago. Luego venían más formas: zigzags, espirales, celosías, curvas, líneas paralelas. Hasta en la más profunda oscuridad, hasta cuando el dolor la dejaba ciega, podía ver las formas. Y cuando el dolor se desvanecía, el recuerdo de las extrañas y brillantes formas permanecía a su lado.
Pero mientras esperaba a que su cuerpo se relajase, pensaba en Retoño y sus largos brazos y sus lanzas, y en el pequeño Silencio empujando sus ramitas adelante y atrás, adelante y atrás…
Conexiones.
Retoño volvió a intentarlo.
Con una mirada de irritación en el rostro, metió la lanza en el agujero del palo que Madre le había dado. Entonces, sujetándola la lanza en la mano derecha, utilizó la izquierda para apoyarse el arma sobre el hombro, con la punta hacia delante. Dio un par de pasos vacilantes, movió el brazo derecho hacia delante… la lanza se inclinó hacia arriba y la punta quemada voló hacia el cielo antes de volver a caer al suelo.
Retoño dejó caer el palo tallado y lo pisoteó.
—¡Estúpido, estúpido!
Madre, frustrada también, le dio un pescozón en la nuca.
—¡Tú! ¡Estúpido! —¿Por qué no era capaz de comprender lo que quería? Recogió la lanza y el palo, se los puso a Retoño en las manos y le obligó a cogerlos para volver a intentarlo.
Llevaban toda la mañana intentándolo.
Después de aquella última jaqueca, Madre había despertado con una nueva visión en la cabeza, una peculiar mezcla entre la técnica de empuje indirecto que había visto practicar a Silencio con sus palitos y el estilo de lanzamiento que utilizaba Retoño con sus largos brazos. Ignorando a su hijo, se había acercado al montón de madera más cercano.
No tardó en fabricar lo que necesitaba: un palo corto y cubierto de musgo con un pequeño agujero en un extremo. Cuando ponía la lanza en el agujero y trataba de impulsarla… sí, era tal como había pensado, el palo era una extensión de su brazo que le permitía superar en longitud a los de Retoño y el agujero era como un dedo que sujetaba la lanza.
Había en el planeta muy poca gente capaz de pensar de aquel modo, de establecer una analogía entre un palo y una mano, un objeto natural y una parte de su propio cuerpo. Pero Madre era una de ellas.
Como solía ocurrirle cuando tropezaba con un proyecto parecido, se había sumergido inmediatamente en él, furiosa cuando tenía que dedicar algún tiempo a alguna otra actividad, como comer, beber, dormir, recolectar comida… e incluso estar con su hijo.
En sus momentos de lucidez era consciente de que desatendía a Silencio. Pero Agria, su tía, estaba allí para ocuparse. Para eso servían las parientes viejas, para compartir la carga de la cría de los hijos. Sin embargo, en su fuero interno, Madre desconfiaba de Agria. Algo se había agriado verdaderamente en su interior tras perder a su segundo hijo; aunque tenía una hija anterior, el interés que sentía por Silencio no era saludable. Pero Madre no tenía tiempo para pensar en esto, no mientras la obsesión del mecanismo de lanzamiento de lanzas ocupara todos sus pensamientos.
Siguió intentándolo con Retoño una y otra vez, mientras el Sol recorría el cielo y el joven se ponía nervioso y empezaba a dar señales de tener calor y sed y desatendía sus tareas diarias. Pero no consiguió nada.
Finalmente, Madre empezó a comprender cuál era el problema. No era una cuestión de torpeza. Retoño no comprendía el principio de lo que estaba tratando de enseñarle: que no era su mano la que tenía que hacer el lanzamiento, sino el palo. Y hasta que no entendiera esto, nunca conseguiría que el lanzador de venablos funcionara.
La mente de Retoño estaba dividida por esclusas rígidas, casi tan rígidas como la de Guijarro, su antepasado lejano. Socialmente hablando, su inteligencia era suprema; en sus maniobras, las coaliciones que era capaz de formar y las traiciones que tramaba, hubiera sido rival del propio Maquiavelo. Pero no aplicaba esta inteligencia a otras actividades, como la fabricación de herramientas. Era como si en estas ocasiones activara una mente diferente, una mente que no era superior a la de Lejos.
Pero a Madre no le ocurría lo mismo, y esa era la causa de su rareza, y también de su genio.
Le quitó el lanzador de las manos, puso el venablo en el agujero del palo e imitó el movimiento del lanzamiento.
—Mano lanza no —dijo. Entonces imitó la acción del palo al empujar el arma—. Palo lanza sí. Sí, sí. Palo. Lanza. Palo lanza venablo. Palo lanza venablo…
Palo lanza venablo. Como oración no era gran cosa. Pero al menos tenía una estructura rudimentaria —sujeto, verbo y objeto directo— y el honor de ser una de las primeras oraciones pronunciadas en un idioma humano por todo el mundo.
Poco a poco, repetido una vez tras otra, el mensaje fue calando.
Retoño sonrió y le arrebató el venablo y el lanzador.
—¡Palo lanza venablo! ¡Palo lanza venablo! —Colocó rápidamente el venablo en su agujero, echó el brazo atrás, apoyó el venablo en su hombro y lo lanzó con todas sus fuerzas.
Fue un pésimo lanzamiento, este primero. El venablo terminó resbalado sobre el suelo, bastante antes de la palmera que había escogido como objetivo. Pero había cogido la idea. Excitado, farfullando, Retoño corrió a recuperar el venablo. Con una obsesión que fugazmente rivalizaba con la de Madre, volvió a probar una y otra vez.
Ella había tenido la idea gracias a su peculiar capacidad, que le permitía pensar en el palo lanzador de más de una forma. Era una herramienta, sí, pero también era algo parecido a sus dedos, en el sentido de que sujetaba el venablo… y era como una persona, incluso, en el sentido de que podía hacer cosas, podía lanzar el venablo por ti. Si uno era capaz de pensar en un objeto desde más de un punto de vista, podía imaginarlo haciendo toda clase de cosas. Para Madre, la consciencia estaba convirtiéndose en algo más que una herramienta para conseguir contacto sexual.
Probablemente, a Retoño nunca hubiera podido ocurrírsele esta idea por sí solo. Pero una vez que ella le mostró el concepto, se hizo con él con rapidez. Después de todo, su mente y la de ella no eran tan diferentes. Cuando impulsaba el lanzador, la gran fuerza que aplicaba al venablo hacía que este se doblara: el arma, flexionada, parecía casi alejarse de un gran salto, como una gacela que escapa de una trampa.
—Enfermo. —La llana y fea palabra se abrió camino entre su euforia. Agria, su tía, estaba en la entrada de su cabaña. Señaló el interior.
Madre corrió por la tierra pisoteada hasta su cabaña. En cuanto entró, captó el intenso tufo del vómito. Silencio estaba retorcido en el suelo, con las manos en el vientre distendido. Estaba tiritando, empapado de sudor, y tenía la piel muy pálida. Había mierda y vómito a su alrededor.
Inmóvil bajo el Sol brillante, fuera de la cabaña, con el rostro duro, Agria estaba sonriendo.
Silencio tardó un mes en morir.
Aquello casi acaba con Madre.
Su instintiva comprensión de la causalidad la había traicionado. En aquella emergencia esencial, no funcionaba nada. Había enfermedades que se podían tratar. Si cogías una pierna rota, le devolvías su forma natural y la vendabas, a menudo volvía a quedar tan bien como antes. Si frotabas las mordeduras de los insectos o las heridas de ciertas plantas, podías extraer el veneno. Pero no había nada que ella pudiera hacer con aquella extraña consunción, para la que ni siquiera existía una palabra.
Le trajo las cosas a las que más cariño le tenía: un trozo de madera nudosa, los trozos de pirita, hasta una extraña piedra piramidal que en realidad era un ammonite fosilizado de trescientos millones de años de antigüedad. Pero él se limitaba a tocar los juguetes con los ojos apenas abiertos, o a ignorarlos por completo.
Llegó un día en que ni siquiera pudo levantarse de su jergón. Ella lo acunaba en brazos y le cantaba nanas sin palabras, como había hecho cuando era un niño. Pero la cabeza del pequeño caía a un lado, inerte. Trataba de meterle comida en los labios, pero tenía los labios azules y la boca helada. Hasta se llevó aquellos labios fríos al pecho, pero no había leche.
Finalmente llegaron los otros.
Se resistió y trató de echarlo, convencida de que si lo intentaba un poco más, si lo deseaba un poco más, él sonreiría, extendería las manos hacia sus juguetes y saldría corriendo a la luz. Pero la enfermedad de su hijo le había costado las fuerzas y la apartaron con facilidad.
Los hombres abrieron una fosa en el suelo, fuera del campamento. El cuerpo cada vez más rígido del chico se dejó allí, hecho un ovillo, y lo cubrieron rápidamente con la tierra del agujero. No quedó de él más que una franja de tierra de color diferente.
Fue una ceremonia funcional, pero al menos fue una ceremonia. La gente llevaba ya tres mil años inhumando los cuerpos. En el pasado había sido un medio esencial de disponer de los desechos: cuando uno podía llorar a viejo en el mismo lugar en que nacía, era esencial mantenerlo limpio. Pero ahora la gente se había vuelto nómada. El pueblo de Madre se marcharía pronto de allí. Podrían haber dejado el cuerpo a los carroñeros, los perros y las aves y los insectos. ¿Qué diferencia iba a haber? Pero, a pesar de ello, lo habían enterrado, como hacían siempre. Había terminado por parecerles lo normal.
Pero nadie pronunció palabra alguna, no dejaron nada que señalara el lugar, y todos se desperdigaron rápidamente. La muerte era tan absoluta como siempre había sido allá en el pasado remoto de los homínidos y los primates: la muerte era el final, la terminación de la existencia, y aquellos que la sufrían se volvían tan insignificantes como el rocío evaporado y sus mismas identidades se perdían en el olvido trascurrida una sola generación.
Pero para Madre no era así. No, no lo era.
En los días que siguieron a aquel fin brutal y aquella eficiente inhumación, regresó una vez tras otra al lugar que contenía los huesos de su hijo. Aun cuando la tierra empezó a perder color y la hierba empezó a crecer sobre ella, siguió recordando exactamente dónde habían estado los bordes irregulares de la fosa y era capaz de imaginar cómo debía estar tendido, allí, bajo tierra.
No había razón para su desaparición. Esto era lo que la atormentaba. Si lo hubiera visto caer, o ahogarse, o ser aplastado por las manadas, entonces habría comprendido por qué había muerto y puede que lo hubiera aceptado. Sí, había visto a muchos sucumbir a las enfermedades. Había presenciado muchas muertes provocadas por causas que nadie podía nombrar y mucho menos tratar. Pero eso solo empeoraba las cosas: si alguien tenía que morir, ¿por qué precisamente Silencio? Y si era el azar ciego el que lo había matado —si alguien tan cercano podía desaparecer de forma tan arbitraria—, es que podía ocurrirle a ella, en cualquier momento, estuviera donde estuviera.
Era inaceptable. Todo tenía su causa. Así que debía de haber una causa para la muerte de Silencio.
Sola, obsesionada, se retrajo al interior de sí misma.
Poco después de los tiempos de Guijarro y Arpón se había producido una era interglaciar, un intervalo de climas templados en los largos milenios dominados por el hielo. Los casquetes polares se habían fundido parcialmente, y el nivel de las aguas había ascendido, inundando las tierras bajas y deformando el contorno de las costas. Pero, doce mil años después de la muerte de Guijarro, aquel prolongado verano llegó a su fin. Repentinamente, llegó un invierno feroz. El hielo empezó a avanzar de nuevo. A medida que el hielo absorbía la humedad del aire, fue como si el planeta estuviera inhalando una gran bocanada de aire seco. Menguaron los bosques, se extendieron los pastizales y la desertización se extendió una vez más.
El Sahara, resguardado a la sombra del Himalaya, no era todavía un desierto. En su interior había amplios lagos alargados: lagos, en el Sahara. Estas masas de agua crecían y menguaban, e incluso a veces llegaban a secarse del todo. Pero en sus momentos de abundancia estaban repletos de peces, cocodrilos e hipopótamos. Alrededor de las aguas se reunían los avestruces, las cebras, los rinocerontes, las jirafas, los búfalos y las diferentes especies de antílopes, junto a otros animales que una mirada moderna no habría asociado con el continente africano, como bueyes, ovejas, cabras y asnos.
Allí donde había agua, había caza y había gente. Aquel era el medio en el que vivía el pueblo de Madre. Pero era un lugar marginal, una sombra de vida, una pátina que podía llevarse el viento. Había que trabajar duro para sobrevivir.
Y la gente estaba aún muy dispersa.
Los humanos no habían salido todavía de África. En Europa y Asia, no existía otra cosa que los robustos y, en algunos sitios, las formas aún más antiguas, los flacos caminantes. América y Australia estaban todavía completamente vacías.
Incluso en África escaseaba la gente. Los pueblos de hábitos más nomádicos, basados en el comercio, inventado en su momento por Arpón y los suyos, no se habían extendido de forma uniforme. Desde que salieran de los bosques, los homínidos habían sido susceptibles a la acción de los tripanosomas, de los parásitos que causaban la enfermedad del sueño, llevados por las nubes de moscas tse-tse que seguían a las manadas de ungulados por la sabana. Ahora estas enfermedades estaban extendiéndose. Las redes comerciales de la gente se habían convertido en un medio muy eficiente para el intercambio de mercancías, innovaciones culturales y genes… pero también para la transmisión de patógenos.
Y, desde el punto de vista cultural, la inmovilidad era total.
Guijarro hubiera reconocido casi todo lo que había en el campamento de Madre. La gente seguía extrayendo lascas de piedra de núcleos preparados, y seguía cubriéndose el cuerpo con pieles atadas con trozos de cartílago o cuero. Hasta el lenguaje era aún un chapurreo informe de palabras concretas, utilizado para designar cosas, sensaciones, acciones, inútil a la hora de transmitir información compleja.
En setenta mil años, aquel pueblo —humanos con una fisiología e, incluso, un cerebro tan desarrollado como los de los humanos del siglo XX— no habían llevado a cabo una sola innovación en su tecnología o sus técnicas. Había sido una época de embrutecida pasividad, de asombrosa parálisis intelectual. Después de tanto tiempo, el hombre no era más que otro animal capaz de utilizar herramientas en su medio, como los castores o los pájaros carpinteros, poco más que un chimpancé. Y, paso a paso, estaba perdiendo la batalla por la supervivencia.
Faltaba algo.
Podía haberse marchado, haberse alejado caminando, sola.
¿Para qué vivir en un mundo sin Silencio?
Pero al final logró dejar atrás lo peor de la oscuridad.
Una vez más, volvió a recoger comida, a comer y beber. Tenía que hacerlo: de lo contrario, habría muerto. La suya no era una sociedad rica. Aunque podía ocuparse de los débiles, los enfermos y los viejos, no había energía que perder con quienes no querían ayudarse a sí mismos.
Siempre había sido una cazadora hábil y una recolectara sabia. De hecho, con las herramientas que inventaba, modificaba o improvisaba, era más eficaz que otros, más fuertes o más jóvenes que ella. Se recobró con rapidez. Pero la confusión de su cabeza no se disipó.
Nunca supo qué fue lo que le dio el primer impulso para hacer las marcas en la roca.
Ni siquiera fue algo consciente. Estaba sentado junto a un afloramiento de arenisca blanda, con un rayador de basalto en la mano; había estado preparando un pellejo de cabra. Y allí, grabadas con pulcritud en la roca, había un par de líneas en zigzag, paralelas y perfectas.
Al principio las marcas la confundieron. Pero entonces vio los granos de tierra que había en el suelo, debajo de ellas. En su mente se produjo la conexión causal, como siempre, y comprendió. Sin darse cuenta, había utilizado el rayador; el rayador había hecho las marcas. Luego ella había hecho las marcas.
Lo que prendió la chispa de su interés fue que eran como las líneas de su cabeza.
Dejó el trozo de cuero en el que había estado trabajando y se arrodilló junto a la roca. Sentía una extraña excitación. Dio la vuelta al rayador para utilizar una punta nueva y trazó una línea. Logró dibujar una pulcra espiral, alrededor de un centro vacío. No era tan clara y brillante como las formas de su cabeza; su trazado era torpe, la profundidad de la línea era variable y la curva, desmañada y angulosa.
Así que volvió a intentarlo. Siempre había tenido mano para tallar herramientas de piedra, madera o hueso. Esta vez la espiral fue un poco más suave, un poco más parecida al ideal que se escondía detrás de sus ojos. Así que lo intentó de nuevo. Y de nuevo y de nuevo, hasta que aquella roca anónima estuvo cubierta de espirales, volutas, espiras y líneas curvas.
Era como lo que veía cuando cerraba los ojos, sí. Fue como un milagro descubrir que era capaz de crear fuera de su cabeza las mismas formas que veía dentro.
Más tarde se le ocurrió la idea de utilizar ocre.
La gente seguía utilizando el mineral de hierro rojo como tinte para marcarse la piel con símbolos tribales, al igual que había hecho en tiempos de Guijarro. Madre experimentó con la sustancia y descubrió que era mucho más fácil pintar con ella sobre la roca que utilizar un rayador. Y además, podía aplicarse también a otras superficies. Muy pronto, sus brazos y sus piernas, y los pellejos que llevaba sobre los hombros, y sus herramientas y raederas de hueso, madera y piedra, estuvieron cubiertos de volutas, espirales y líneas en zigzag.
Fue la flor lo que hizo germinar la fase siguiente de su peculiar desarrollo.
Era una especie de girasol: no era espectacular, sus semillas no eran ni sabrosas ni venenosas y no tenía gran interés. Pero sus pétalos rodeaban una espiral de color amarillo que se colapsaba sobre un corazón central de color negro. Lanzó un grito de sorpresa al reconocer la flor.
Después de eso, empezó a ver formas por todas partes: las espirales de los caparazones y los conos, las celosías de los panales, hasta los espectaculares zigzags de los rayos que cruzaban el cielo durante las tormentas. Era como si el oscuro contenido de su cabeza fuera un mapa del mundo exterior.
La primera que trató de emularla fue una chica.
Madre la vio pasar, con un conejo sobre el hombro… y una espiral de color carmesí en la mejilla, debajo del ojo. Luego fue Retoño, con líneas sinuosas a lo largo de los brazos.
Después empezaron a aparecer las líneas y curvas por todas partes, extendiéndose como un sarpullido por todo el campamento y por los cuerpos de la gente. Cuando inventaba un nuevo diseño, una celosía o una serie de curvas, no tardaba en ser copiado, e incluso desarrollado, en especial por parte de los jóvenes.
Era fuente de una extraña satisfacción. La gente ya no la evitaba. Estaban copiándola. Se convirtió en una especie de líder, algo que nunca había sido.
Pero su nuevo estatus no complacía tanto a Agria. Ella guardaba las distancias con Madre. De hecho, las dos mujeres apenas se habían mirado desde la muerte del muchacho.
Sin embargo, ninguno de los diseños, hechos por ella o por los demás, se aproximaba a la luminosa perfección de los que recorrían su cabeza en silencio. Llegó a un punto en que casi hubiera deseado que volviera el dolor, para poder volver a verlos.
A veces, los cambios experimentados por su consciencia la asustaban. ¿Qué significaba todo aquello? Instintivamente, buscó conexiones: era su naturaleza. Pero ¿qué conexión podía haber entre un destello de luz en su ojo y una tormenta en el cielo? ¿Era la tormenta la causante de la luz de su cabeza o viceversa?
La vida, los interminables ciclos de la respiración, la recolección de comida, la salida del Sol y la Luna, el lento declinar del cuerpo, continuó. Y conforme pasaban los meses, Madre se fue hundiendo en la peregrinidad de sus percepciones. Estaba empezando a ver conexiones por todas partes. Era como si el mundo estuviera recorrido por una urdimbre de causas, como las hebras de una vasta e invisible telaraña. Se sentía como si estuviera disolviéndose, como si su sentido del yo estuviera disipándose.
Pero en sus vagabundeos interiores se aferraba al recuerdo de su hijo, un recuerdo que era como un dolor incesante, como el muñón de un miembro amputado.
Y, poco a poco, la muerte de Silencio empezó a parecerle el eje de todas aquellas hebras causales.
Sin mediar palabras se alcanzó el consenso de que el campamento debía levantarse. El pueblo se preparó para emprender la marcha.
Madre fue con ellos. Retoño y algunos otros dieron muestras de alivio. Algunos habían temido que insistiera en quedarse junto al agujero en la tierra que contenía los huesos de su hijo.
Tras una larga marcha, llegaron a un nuevo campamento, cerca de un lago rodeado por una corona de fango. Montaron sus cabañas de pieles y prepararon sus jergones. Pero la sequedad era la misma y la vida seguía siendo dura, y los niños y los ancianos sufrían.
Un día, Retoño trajo a Madre la cabeza de un avestruz joven. Le habían cortado el cuello a la distancia de una mano desde la mandíbula y la cabeza estaba limpiamente ensartada en la lanza.
Alcanzar a un avestruz a la carrera, apuntar a la minúscula cabeza de un ave corredora a cincuenta o setenta metros y hacer blanco era una auténtica proeza. Tras meses de práctica, Retoño y los demás cazadores jóvenes habían aprendido a utilizar sus lanzadores con asombrosa precisión, lo que les permitía abatir sus presas a distancias sin precedentes. El invento de Madre era poderoso. Con creciente confianza, los cazadores habían empezado a adentrarse más en la sabana y muy pronto los animales de presa de las llanuras aprenderían a temerlos. Fue como si, de repente, alguien les hubiera dado armas de fuego.
Aquel día, Retoño parecía ensoberbecido por su captura. Frente a la mujer que le había enseñado a utilizar el lanzador de venablos, imitó su movimiento al arrojar su arma, cómo se había doblado y había salido despedida con presión hacia su objetivo.
—Ave rápida, rápida —dijo, pisoteando el suelo repetidamente—. Corre rápida. —Se señaló a sí mismo—. Yo. Yo. Escondo. Roca. Ave rápida, rápida. Lanza… —Emergió de un salto de detrás de su roca invisible y, una vez más, con aire triunfante, imitó la acción del lanzamiento.
Últimamente, Madre tenía poco tiempo para los demás. Sus nuevas percepciones la absorbían cada vez más. Pero toleraba a Retoño, que era lo más parecido a un amigo que tenía. Escuchó su jerigonza sin demasiada atención.
—Viento arrastra olor. Olor llega avestruz. Avestruz corre. Ahora, aquí. Mueve, mueve, esconde. Viento lleva olor. Avestruz aquí, viento allí, viento lleva olor lejos…
Su lenguaje era como una especie de jerga. Las palabras eran sencillas, meros sustantivos verbos y adjetivos sin conjugación ni concordancia. Para dar énfasis se recurría todavía a la repetición y la mímica. Y con tan poca estructura era imposible establecer convenciones: el hecho de que no hubiera dos personas, ni siquiera dos hermanos, que hablaran del mismo modo, no contribuía precisamente a facilitar la comunicación.
Pero a pesar de todo, ahora Retoño utilizaba oraciones ocasionalmente. Era una costumbre que había adquirido de Madre. Cada oración era una construcción genuina de sujeto, verbo y objeto. El proto-lenguaje de su pueblo estaba desarrollándose rápidamente alrededor de esta semilla de estructura. Ya había tenido que inventar los pronombres —yo, tú, él, ella— y formas diferentes de expresar las acciones y sus consecuencias: yo maté, yo estoy matando, yo no maté… Eran capaces de expresar comparaciones y negativas y de explorar alternativas. Podían discutir entre ir hoy al lago, o no ir, recurriendo a todo en un universo de palabras, cuando en el pasado tendrían que haber hecho directamente una de las dos cosas o dividirse en facciones.
Todavía no era un idioma de verdad. Pero era un comienzo, y estaba creciendo deprisa.
En cierto sentido, Madre había descubierto, no inventado, la estructura oracional básica. Su lógica profunda reflejaba la profunda capacidad de comprensión del mundo de que gozaban los homínidos —un mundo de objetos con propiedades— que a su vez representaba una arquitectura neural más profunda común a todos los mamíferos. Si un león o un elefante hubiera podido hablar, lo habría hecho de aquel modo. Aquella estructura central sería compartida por casi toda la miríada de lenguas humanas que aparecerían en las eras futuras, un molde universal que reflejaba la causalidad esencial del universo y la percepción humana de este. Pero había hecho falta el oscuro genio de Madre para darle forma a esta arquitectura profunda, así como para inspirar la superestructura lingüística que no tardaría en seguirla.
Y había llegado el momento de dar otro paso.
Retoño dijo algo que le llamó la atención.
—Lanza mata ave —dijo excitadamente—. Lanza mata ave, lanza mata ave…
Madre frunció el ceño.
—No, no.
Él se detuvo en mitad de frase. Absorto en su exhibición, casi había olvidado que ella estaba allí.
—Lanza mata ave. —Imitó el vuelo de la lanza. Incluso recogió la cabeza del avestruz y movió la mano hacia ella en un arco, igual que había volado su lanza, precisa y letal.
—¡No! —replicó ella con voz tajante. Se levantó y le cogió la mano—. Tú levanta mano. —Le puso el lanzador en la mano casi con violencia—. Mano empuja palo. Palo empuja lanza. Lanza mata ave.
Él retrocedió, desconcertado.
—Lanza mata ave. —¿No es eso lo que yo había dicho?
Irritada, volvió a enseñárselo.
—Tú levanta mano… Lanza mata ave. Tú mata ave. —Existía una cadena causal, pero la intención residía en un solo lugar: la cabeza de Retoño. Para Madre estaba claro. Él había matado al pájaro, no la lanza. Le dio un golpecito en la cabeza. Aquí es donde murió el pájaro, idiota. Dentro de tu cabeza. El resto son minucias. Discutieron un rato, pero la confusión de Retoño fue en aumento. El júbilo infantil que la cacería le había proporcionado estaba desapareciendo ahora que su jactancia había degenerado en aquella peculiar discusión filosófica.
Entonces, una cuchillada de dolor atravesó las sienes de Madre, tan brusca y fuerte como debía de haber asaltado el venablo de madera endurecida de Retoño la cabeza del desgraciado avestruz. Cayó de rodillas, con los puños en las sienes.
Pero entonces, de repente, en aquel instante de dolor, pudo ver una nueva verdad.
Imaginó la lanza volando, como el brillante relámpago de su cabeza, atravesando el cráneo del ave y extinguiendo su vida. Ella sabía que Retoño la había lanzado. Él había deseado la muerte del ave y todo lo demás era irrelevante.
Pero ¿y si no hubiera visto a Retoño al arrojar su lanza? ¿Y si hubiera estado oculto tras una roca o un árbol? ¿Habría creído que la lanza era la causa última, que la lanza había tenido el propósito de matar al pájaro? No, claro que no. El hecho de que no pudiera ver toda la cadena causal, no quería decir que no existiera. Si veía volar la lanza, sabría que alguien tenía que haberla arrojado.
Su peculiar forma de ver el mundo, la telaraña de causas que se extendía por todo él, y por su pasado y su futuro, avanzó un paso más. Si moría un avestruz, un cazador tenía que haberlo deseado. Y si moría una persona, tenía que haber un culpable. Tan sencillo como eso. Lo vio instantáneamente, lo comprendió a un nivel profundo e intuitivo que iba más allá de las palabras, mientras en su compleja consciencia, en constante proceso de rápido desarrollo, se abrían nuevas conexiones.
La lógica era clara, abrumadora. Pasmosa. Reconfortante.
Y sabía cómo tenía que responder a este nuevo conocimiento.
De pronto se dio cuenta de que Retoño estaba arrodillado a su lado, sosteniéndola por los hombros.
—¿Herida? ¿Cabeza? Agua. Duerme. Ven… —La cogió del brazo y trató de ayudarla a incorporarse.
Pero el dolor había venido y se había ido en un instante, como un meteorito, dejando un rastro de conexiones destrozadas y rehechas en su mente. Se levantó, lo apartó de un empujón y se encaminó al asentamiento. Ahora solo había una persona a la que necesitara, solo había una cosa que tuviera que hacer.
Agria estaba en su cabaña, una estructura tosca de hojas de palmera, dormitando al abrigo del calor del día.
Madre se detuvo sobre ella. Llevaba en los brazos una enorme roca, la más grande que podía sostener; la acunaba como en su día había acunado a Silencio.
Nunca había olvidado el día que Silencio había empezado a enfermar. Ese día todo había cambiado para ella, como si la tierra hubiera pivotado a su alrededor, como si las nubes y las rocas hubieran intercambiado su lugar. Y tampoco había olvidado la media sonrisa de Agria. Si yo no puedo tener un hijo propio, estaba diciéndole, me alegro de que tú pierdas al tuyo.
Ahora lo veía todo con claridad. La muerte de Silencio no había sido casual. En el universo de Madre, nada ocurría por casualidad: ya no. Todo estaba conectado; todo tenía significado. Era la primera teórica de la conspiración.
Y la primera persona a la que había incriminado era su único pariente vivo. Madre no sabía cómo había cometido Agria el crimen. Puede que hubiese sido una palabra, una mirada, un contacto, alguna forma sutil, algún arma invisible que hubiera acabado con la vida del niño, tan implacable como una lanza de madera tallada. Pero el cómo no importaba. Lo único que importaba ora que ahora sabía a quién debía culpar.
En el último momento, perturbada por los movimientos de Madre, Agria despertó. Y vio la roca que caía sobre su cabeza. Su mundo terminó, extinguido tan rotunda y repentinamente como la Tierra del Cretácico por la Cola del Diablo.
El cerebro homínido, estimulado por la necesidad creciente de desarrollar una inteligencia cada vez más poderosa, alimentado por una dieta rica en grasas, había crecido con rapidez. Era más complejo que cualquier ordenador construido jamás por el hombre. En el interior de la cabeza de Madre había cien mil millones de neuronas, interruptores bioquímicos interactivos, un número comparable al de las estrellas del universo. Pero cada uno de aquellos interruptores era capaz de adoptar cien mil posiciones diferentes. Y aquella obra maestra de asombrosa complejidad estaba bañaba en un fluido que incluía más de un millar de productos químicos, que podían variar en función del tiempo, la estación del año, la dieta, el estrés, la edad y un centenar de factores más, cada uno de los cuales podía afectar al funcionamiento de los interruptores.
Antes de Madre, las mentes de la gente estaban compartimentadas, de tal modo que la consciencia sutil quedaba restringida a los aspectos sociales de su existencia, mientras que otros módulos, especializados, se encargaban de funciones tales como la fabricación de herramientas y la respuesta al medio, lo mismo que a funciones fisiológicas más básicas como la respiración. Las diversas funciones del cerebro se habían desarrollado, hasta cierto punto, en un estado de aislamiento mutuo, como subrutinas diferentes y no unidas por un programa maestro.
El conjunto, este ordenador bioquímico de inmensa complejidad, era no obstante, provisional, casi improvisado. Y propenso a la mutación.
Las diferencias físicas entre el cerebro de Madre y los de la gente que la rodeaba eran minúsculas, consecuencia de mutaciones menores, de pequeños cambios en la composición química de la grasa de su cerebro, de leves modificaciones de su circuitería neuronal que apuntalaba su consciencia. Pero bastaban para darle una nueva flexibilidad a su pensamiento, representaban el salto cualitativo entre los diferentes compartimientos de su inteligencia y una percepción inmensamente diferente.
Pero la modificación completa de un ordenador orgánico de tan inmensa complejidad tenía efectos secundarios, no todos ellos deseables.
No eran solo las jaquecas. Madre estaba sufriendo lo que podría haberse calificado como una especie de esquizofrenia. La muerte de su hijo había desencadenado los síntomas. Hasta en este primer florecimiento de la creatividad humana, Madre prefiguraba a muchos de los genios deficientes que iluminarían, y ensombrecerían, la historia del hombre en las generaciones que todavía albergaba el futuro.
No existía cuerpo de policía allí. Pero los asesinos no eran bien recibidos en una comunidad tan pequeña y estrecha. Así que fueron a buscarla.
Pero había desaparecido.
Sola, caminaba por la sabana, de regreso al lugar en el que habían acampado la última vez, el barranco seco. La tierra estaba tan cubierta de maleza y pisoteada que seguramente solo ella fuera capaz de encontrar el lugar exacto.
Arrancó la vegetación, la hierba y la maleza. Luego sacó un palo para excavar y, al igual que Guijarro con los ñames tanto tiempo atrás, empezó a golpear la tierra.
Finalmente, más o menos a un metro de profundidad, topó con el blanco del hueso. El primer fragmento que extrajo fue una costilla. A la áspera luz de la mañana, despojada de toda la carne y la sangre, era tan blanca que casi refulgía. La atroz eficacia de los gusanos la dejó asombrada. Pero no eran las costillas lo que buscaba. Dejó caer el hueso y hundió las manos en el suelo. Sabía dónde buscar, recordaba hasta el último detalle de aquel terrible día, cuando habían llevado el cuerpo de Silencio a aquel pedazo de tierra, cómo había caído, con la cabeza y los miembros fláccidos y las manchas de excrementos todavía frescas en sus flacas piernas.
No tardó mucho en encontrar la cabeza.
Levantó el cráneo, con las cuencas vacías hacia sí. Un jirón de cartílago mantenía todavía la mandíbula en su lugar, pero justo en ese momento cedió y la mandíbula se abrió, como si el niño descarnado estuviera tratando de decirle algo. Pero entonces la sonrisa siguió ensanchándose de forma grotesca y un rollizo gusano salió arrastrándose por donde antes estaba la lengua y la mandíbula cayó al fin al suelo, sobre la tierra.
No importaba. No necesitaba una mandíbula. ¿Qué eran unos pocos dientes? Escupió sobre el cráneo y le limpió la tierra con la palma de la mano. Lo acunó canturreando.
Cuando regresó al lago, la gente estaba esperándola. Estaban todos allí, todos salvo los más jóvenes y las madres que tenían bebés. Algunos de los adultos llevaban armas —cuchillos de piedra, lanzas de madera— como si Madre fuera un elefante extraviado que pudiera volverse en cualquier momento contra ellos. Pero había entre ellos tanta gente consternada como abiertamente hostil. Allí estaba Retoño, por ejemplo, con el lanzador de venablos colgado del hombro y los pálidos ojos nublados al observar a la mujer que tanto le había enseñado. Muchos de ellos incluso llevaban en la piel o en la ropa las marcas que ella les había inspirado.
El único hijo superviviente de Agria era una chica de trece años. Siempre había tenido una cierta tendencia a la gordura, que se había afianzado ahora que empezaba a convertirse en una mujer. Sus pechos eran ya voluminosos, bamboleantes. Y su tez era de un extraño color entre pardo y amarillento, como la miel, legado de un encuentro fortuito con otro grupo de vagabundos, gente del norte, hacía ya un par de generaciones. La niña, Miel, la sobrina de Madre, la miró con cólera y asombro, y el rostro cubierto de lágrimas.
Hostiles, tristes, pesarosos o confundidos, ninguno de ellos sabía muy bien qué hacer. Al reconocer aquella incertidumbre, Madre sintió una especie de calidez interior. Sin necesidad de gritar, sin utilizar la violencia, sin siquiera un mero gesto, se había hecho con el control de la situación.
Levantó el cráneo y dirigió sus ojos vacíos a la gente. Todos se encogieron, pero la mayoría parecía más confundida que aterrorizada. ¿Qué significaba aquel viejo cráneo?
Pero una chica se volvió, como si el cráneo estuviera dirigiéndole una mirada acusadora. Flaca y vivaz, tenía catorce años y unos ojos muy grandes. La chica, Ojos, lucía en el brazo un dibujo en espiral especialmente intrincado, trazado con ocre. Madre tomó nota de su reacción.
Un hombre se adelantó. Era un sujeto enorme y de terrible temperamento, como un buey acorralado. Buey señaló la cabaña de Agria.
—Muerta —dijo. Señaló a Madre con su hacha—. Tú. Cabeza. Roca. ¿Por qué?
Por mucho que tuviera la situación bajo control, Madre sabía que lo que dijera ahora determinaría todo su futuro. Si la expulsaban del campamento, no viviría mucho tiempo.
Pero estaba tranquila.
Miró al cráneo y sonrió. Entonces señaló la cabaña de Agria.
—Ella mata niño. Ella mata él.
Buey entornó la mirada. Si era cierto que Agria había matado al niño, el acto de Madre estaría justificado. Nadie le negaría a una madre, o incluso a un padre, el derecho a vengar a su hijo.
Pero entonces Miel se adelantó.
—¿Cómo, cómo, cómo? —Tratando de hacerse entender, sacudiendo el grueso vientre, fingió que apuñalaba a alguien, que lo estrangulaba—. No mata. No toca. ¿Cómo, cómo, cómo? Niño enfermo. Niño muere. ¿Cómo, cómo? —¿Cómo se supone que ha hecho mi madre eso que dices?
Madre levantó la mirada hacia el Sol, que presidía una despejada cúpula de cielo blanco y azul.
—Calor —dijo, secándose la frente—. Sol calor. Sol no toca. Ella no toca. Ella mata. —Acción a distancia. El Sol no necesita tocar vuestra carne para calentaros. Y Agria no necesitó tocar a mi hijo para matarlo.
Ahora había miedo en sus caras. Había montones de asesinos invisibles e incomprensibles en sus vidas. Pero la idea de que una persona pudiera controlar estas fuerzas era nueva y aterradora.
Madre se obligó a esbozar una sonrisa.
—Seguros. Ella muerta. Ahora seguros. —La maté por vosotros. Maté al demonio. Confiad en mí. Levantó el cráneo y lo acarició—. Él dice. —Y así había sido.
Buey le lanzó una mirada ceñuda. Gruñó, pateó el suelo y le señaló el pecho con el hacha.
—Niño muerto. No dice. Niño muerto.
Madre sonrió. Acunó el cráneo del niño entre sus brazos, como si fuera la cabeza de un bebé. Y, mientras ellos la miraban, sin saber si dar crédito a sus palabras, pudo sentir cómo se expandía su poder.
Pero Miel no estaba dispuesta a aceptarlo. Llorando, farfullando de forma ininteligible, se abalanzó sobre ella. Pero las mujeres la contuvieron.
Madre se alejó hacia su cabaña. La gente se apartó a su paso, con los ojos muy abiertos.
La sequedad se intensificó. Los días calurosos y despejados se sucedían uno tras otro. La tierra se resecó con rapidez y los arroyos se convirtieron en minúsculos regueros de agua marrón. Las plantas se agostaron, aunque todavía había raíces que podían desenterrarse si se tenía el ingenio y la fuerza suficientes. Los cazadores tuvieron que extender sus correrías en busca de carne, cruzando áridas extensiones de tierra reseca y quebrada.
Era gente habituada a vivir al aire libre, con la tierra, el cielo y el aire. Era sensible a los cambios en el mundo circundante. Y todos ellos supieron enseguida que la sequía estaba empeorando.
Sin embargo, paradójicamente, la sequía acarreó un beneficio inesperado, al menos por algún tiempo.
Al cumplirse treinta días de sequía, el grupo levantó el campamento y se dirigió al lago más grande de la zona, una gran masa de agua dulce que sobrevivía a todas las estaciones secas salvo las más duras. Allí encontraron a los herbívoros: elefantes, bueyes, antílopes, búfalos y caballos. Impelidos y distraídos por la sed y el hambre, los animales se agolpaban a las orillas del lago, tratando de llegar al agua. Sus patas y cascos habían convertido el perímetro del lago en una cuenca fangosa y pisoteada en la que no podía crecer nada. Pero algunos de ellos ya estaban cayendo: los viejos, los más jóvenes, los débiles, los que tenían menos reservas para enfrentarse a aquel período de penurias.
Los humanos se establecieron allí para esperar, junto con los demás carroñeros. Había otras bandas de humanos allí, e incluso gente de otras especies, los torpes y lentos, de frente prominente, que a veces se avistaba en la distancia. Pero el lago era grande. No había necesidad de entrar en contacto ni de enfrentarse unos con otros.
Por algún tiempo, la vida se tornó más sencilla. Ni siquiera había que cazar. Los herbívoros caían muertos en el sitio y uno no tenía más que aproximarse y tomar lo que necesitara. La competición con los demás carnívoros no era demasiado intensa, porque había de sobra para todos.
La gente no tenía necesidad de llevarse los animales enteros: la carne de, por ejemplo, un elefante caído, era más de la que podían consumir antes de que se echara a perder. Así que solo se llevaban las mejores tajadas: la trompa, las deliciosas patas, ricas en grasa, el corazón y el hígado y el tuétano de los huesos. El resto lo abandonaban a los carroñeros menos selectivos. Algunas veces topaban con un animal que todavía no había muerto pero que estaba demasiado débil para sobrevivir. Si le dejabas vivir, el animal era una despensa de carne fresca para los carnívoros, al menos mientras siguiera vivo.
Así que los animales caían y su carne se consumía y sus huesos eran desperdigados y pisoteados por los supervivientes, hasta que el margen fangoso que rodeaba el menguante lago estuvo tapizado de resplandecientes fragmentos blancos.
Pero la sequía no era un desastre para la gente. Aún no.
Madre se había trasladado al lago. Por muy notable que fuera la trayectoria interna que estaba siguiendo, aún tenía que comer para seguir viva y el único modo de hacerlo era seguir con el grupo.
Pero poco a poco, sutilmente, la vida había empezado a tornarse más fácil para ella.
Nada crecía tan cerca de aquel lodazal y, con la prolongación de la sequía, los elefantes y otros herbívoros habían demolido los árboles en un radio cada vez más amplio y el pueblo tenía que alejarse más y más en busca de materia prima para sus fogatas, jergones y cabañas.
Madre recibió ayuda. Ojos, la chica vivaz de la expresión intensa a quien tanto había impresionado la mirada de Silencio, llegaba con los flacos brazos cargados de madera seca para ella. Madre la aceptaba sin decir nada. Luego, Ojos se sentaba a su lado y la observaba mientras hacía sus marcas en la tierra. Al cabo de un tiempo, Ojos se unió a ella.
Uno de los jóvenes la rondaba. Era un muchacho de dedos largos que, extrañamente, parecía enorgullecerse de su hábito de consumir insectos. El joven, Hormiguero, se burló de Madre y trató de llevarse a Ojos a la fuerza. Pero Ojos se resistió.
Poco después, Madre desarraigó un arbolillo joven, lo clavó en la tierra y colocó sobre él el cráneo vacío de Silencio. La siguiente ocasión en que Hormiguero se acercó buscando a Ojos, topó de frente con la mirada colérica de Silencio. Se alejó sollozando.
Después de esto, con el cráneo vigilándola día y noche, el poder y la autoridad de Madre parecieron crecer.
Muy pronto, no fue Ojos la única que le traía comida y madera, sino varias mujeres. Y cuando se aproximaba al agua, hasta los hombres se apartaban a regañadientes y dejaban que escogiera los bocados mejores en la última víctima de la sequía.
Todo era a causa de Silencio, por supuesto. Su hijo estaba ayudándola, a su propia, sutil y característicamente silenciosa manera. Como agradecimiento, dejó sus juguetes favoritos junto a la base del poste: trozos de pirita y aquel pedazo de madera nudosa. Hasta empezó a traerle comida: carne de la pantorrilla de los elefantes, bien cocinada y mascada por su madre, como hacía cuando era pequeño. Siempre, al despuntar el alba, la comida había desaparecido.
No era ninguna estúpida. Sabía que Silencio no estaba vivo en un sentido físico. Pero tampoco estaba muerto, vivía de otra forma, una forma más sutil, más dispersa. Puede que estuviera en los animales que devoraban la comida que dejaba para él. Puede que en el jergón que la acogía cuando dormía. Puede que en los corazones de la gente que le traía la comida. No le importaba el cómo. Le bastaba saber, como ahora sabía, que la muerte solo era una fase, como el nacimiento, como la aparición del vello corporal, como el marchitar de la vejez. No había nada que temer de ella. El dolor que la había atormentado había desaparecido. Cuando se tumbaba en su jergón, sola en la oscuridad, se sentía tan próxima a Silencio como cuando era un bebé aferrado a su pecho.
Estaba esquizofrénica, desde luego. Puede que hubiera perdido la cordura. Nadie hubiera podido decirlo; en todo el mundo solo existía un puñado de personas como ella, solo había unas pocas criaturas dotadas de una luz tan audaz, y no tenía sentido hacer comparaciones.
Pero, loca o no, era más feliz de lo que había sido desde hacía mucho tiempo. E, incluso en aquella época de sequía, estaba ganando peso. Desde el punto de vista de la simple supervivencia, estaba demostrando más eficacia que sus compañeros.
Su demencia —si es que era demencia— era adaptación.
Un día Ojos apareció con algo nuevo.
Empezó a hacer marcas diferentes sobre un pedazo de piel de elefante alisada. Al principio eran muy toscas, meros garabatos de ocre y hollín en una piel polvorienta. Pero Ojos perseveró, tratando de replicar en el ocre o la piel lo que veía en su cabeza. Al observarla, Madre reconoció en ella algo de sí misma, los primeros y dolorosos tiempos, cuando luchaba por sacar de su cabeza su extraño contenido.
Y entonces entendió lo que Ojos estaba tratando de hacer.
En aquel jirón de piel de elefante, estaba dibujando un caballo. Era un dibujo tosco, infantil incluso, de trazo torpe y anatomía distorsionada. Pero no era una forma abstracta, como las líneas paralelas y las espirales que ella misma trazaba.
Para madre fue otro momento de estruendosa revelación, un instante en el que las conexiones se cerraron y su cabeza empezó a reconfigurarse de nuevo. Dando un grito, cayó al suelo y empezó a buscar su ocre y sus trozos de carbón. Sobresaltada, Ojos se encogió, temiendo haber hecho algo malo. Pero Madre, ignorándola, cogió un trozo de piel y empezó a garabatear y dibujar como ella.
Sintió el primer y premonitorio acceso de dolor, intenso como la luz del Sol, en la cabeza. Pero siguió trabajando a pesar del dolor.
Muy pronto, Ojos y ella habían cubierto las superficies que las rodeaban, las rocas, el hueso y la piel, e incluso la tierra reseca, de imágenes apresuradas de gacelas veloces y enormes jirafas, elefantes, caballos y antílopes.
Cuando los demás vieron lo que Ojos y Madre estaban haciendo, inmediatamente fascinados, trataron de imitarlas. Poco a poco, la nueva imaginería se extendió y por toda la pequeña comunidad aparecieron animales de ocre saltando y lanzas de hollín en vuelo. Fue como si una nueva capa de vida hubiera penetrado en el mundo, una superficie de la mente que cambiaba todo aquello que tocaba.
Para Madre, era un poder de nuevo cuño. Al reconocer que las formas que veía en su cabeza tenían su correspondencia en el mundo exterior, había empezado a entender que se encontraba en el eje de una red global de causalidad y control, como si el universo de la gente y los animales, las rocas y el cielo fuera solo un mapa de lo que había dentro de su imaginación. Y ahora, con aquella técnica nueva inventada por Ojos, había una forma nueva de expresar ese control, esas conexiones. Al coger el caballo de su cabeza y transferirlo, congelado, a una roca o un pedazo de piel, era como si se atribuyera su posesión para siempre, por mucho que el animal corriera, creyendo ser libre, por las resecas llanuras.
Las nuevas imágenes atemorizaron a muchos, al igual que quienes las habían producido. Madre era demasiado fuerte para ser desafiada; pocos se atrevían a afrontar la mirada vacía del cráneo del poste. Pero Ojos, su más próxima acólita, era una presa más fácil.
Un día acudió a Madre llorando. Tenía el pelo revuelto, manchas de barro por todo el cuerpo y los elaborados diseños que se había pintado sobre la piel estaban manchados y parcialmente borrados. Sus habilidades de comunicación seguían dejando bastante que desear y Madre tuvo que escuchar mucho tiempo su perifrástica jerigonza para entender lo que le había ocurrido.
Había sido Hormiguero, el chico que estaba interesado por ella. Había vuelto a acosarla. Al ver que no respondía a sus intentonas, había tratado de forzarla. Pero ella se había resistido. Así que la había arrastrado hasta el lago, la había arrojado al agua y la había cubierto de barro, tratando de borrar sus marcas.
Ojos la miró como si esperara consuelo, un abrazo, como una niña contrariada. Pero Madre se limitó a permanecer allí sentada, con el rostro impávido.
Entonces se acercó a su camastro y volvió con una fina raedera de piedra. Obligó a la muchacha a apoyar la cabeza en su regazo y, utilizando la herramienta, le cortó la mejilla. Ojos lanzó un grito y se apartó, confundida; se llevó la mano a la mejilla y contempló con espanto la sangre que manchaba sus dedos. Pero Madre la atrajo a la fuerza, la obligó a tenderse de nuevo y volvió a hacerle un corte, esta vez un poco más abajo del primero. Ojos se resistió un poco, pero se dejó hacer. Gradualmente, conforme el dolor la atravesaba, su cuerpo fue quedándose inmóvil, suelto.
Cuando Madre terminó, limpió la sangre y, con un poco de ocre, frotó las heridas que había hecho. Ojos gimió al sentir la picazón de la salina sustancia en su carne perforada.
Entonces Madre le cogió la mano.
—Ven —dijo—. Agua.
Guio a la remisa y estupefacta muchacha entre los herbívoros hasta llegar al lago. Se metieron en el agua y, chapoteando, hundidas hasta los tobillos en fango, avanzaron hasta que el agua les llego a las rodillas. Permanecieron allí hasta que se calmaron las ondas y las cenagosas aguas se remansaron a su alrededor.
Madre ordenó a Ojos que contemplara su reflejo.
Ojos vio una vívida espiral de color carmesí que partía de uno de sus ojos y recorría su mejilla. El rudimentario tatuaje todavía sangraba. Al echarse agua a la cara, la sangre desapareció, pero no la espiral. Abrió los ojos como platos y sonrió, aunque la flexión de los músculos hizo que las heridas le dolieran aún más. Ahora comprendía lo que Madre había hecho.
El tatuaje era una técnica que Madre había probado en sí misma. Era doloroso, sí, pero era el dolor —el dolor de su cabeza, el dolor por la pérdida de Silencio— el que había dado luz a las grandes transformaciones de su vida. El dolor era algo que había que celebrar, que había que recibir con los brazos abiertos. ¿Qué mejor modo de convertir a aquella chiquilla en uno de los suyos?
Cogidas de la mano, las dos mujeres regresaron a la orilla.
Un día implacable tras otro, la sequía continuaba.
El lago se convirtió en un cenagal húmedo en el centro de una cuenca de barro quebrado. Las deposiciones y los cadáveres de los animales contaminaban el agua pero la gente la bebía de todas maneras porque no tenía alternativa, y muchos de ellos sufrían diarreas y otros males. Entre los animales, continuaban las muertes. Pero ahora había poca carne fresca y los lobos, las hienas y los felinos eran feroces competidores por ella.
Las bandas, lo mismo de esbeltos que de frentes prominentes, se miraban unas a otras con desconfianza.
En el pueblo de Madre, la primera en morir fue una niña. La diarrea había agotado su cuerpo. Su madre se arrodilló sobre el pequeño cuerpo y se lo entregó a sus hermanas, quienes lo sacaron para enterrarlo. Pero la tierra estaba seca, compacta y la gente, que estaba muy débil, tuvo dificultades para excavarla. Al día siguiente murió otro, un anciano. Y al otro dos, dos niños más.
Fue después de eso, después de que empezaran a morir, cuando la gente empezó a volverse hacia Madre.
Se aproximaron a su jergón, con el brillante cráneo en su puesto. Se sentaron sobre el suelo polvoriento, miraron a Madre o a Ojos o a los animales y los diseños geométricos que habían grabado estas por todas partes. Algunos de ellos empezaron a copiar las prácticas de Madre, dibujando las espirales y las estrellas y las líneas sinuosas en sus rostros y sus brazos. Y miraban las cuencas vacías de Silencio, como si creyeran que allí habrían de encontrar sabiduría.
La cuestión era el porqué. Madre había sido capaz de decirles por qué había muerto su hijo, de una enfermedad invisible a la que nadie le había puesto nombre. Había sido capaz de desenmascarar y castigar a Agria, la mujer que había provocado la muerte. Sin duda, si alguien podía saber por qué se abatía aquella sequía sobre ellos, esa era Madre.
Madre estudió aquella congregación mientras su mente trabajaba incansablemente y las ideas y conexiones se encendían y apagaban como chispazos. La sequía tenía una causa; por supuesto que sí. Detrás de toda causa había una intención, una mente, fuera visible o no. Y si había una mente, se podía negociar con ella. Después de todo, el pueblo ya había practicado el comercio durante setenta años.
Pero ¿cómo se negocia con la lluvia? ¿Qué podía ofrecer su pueblo?
Y, solapadas con aquellos pensamientos, estaban sus sospechas sobre el pueblo. ¿Cuáles de ellos eran de confianza? ¿Quiénes hablaban de ella cuando no estaba presente? Incluso ahora, mientras le dirigían aquellas miradas de inconexa esperanza, estaban comunicándose de alguna forma, enviándose mensajes secretos con gestos, miradas, puede que incluso marcas en la tierra.
Al final, las respuestas se presentaron solas.
Buey, el hombre fornido y malhumorado que la había desafiado tras la muerte de Agria, vino a unirse a la congregación. La diarrea lo había debilitado.
Madre se levantó de repente y se aproximó a él. Retoño la siguió.
Buey, débil y enfermo, estaba sentado con los demás, como un triste despojo. Madre le puso una mano en la cabeza, con suavidad. Él levantó la mirada y ella le sonrió. Le indicó que la siguiera, Buey se levantó, torpe, mareado, tambaleándose. Pero dejó que Retoño lo guiara hasta el jergón de Madre. Una vez allí, Madre le indicó que se tendiera.
Cogió una lanza de madera que tenía la punta ennegrecida y cubierta de sangre, endurecida por el uso. Se volvió hacia el pueblo. Dijo:
—Cielo. Lluvia. Cielo hace lluvia. Tierra bebe lluvia. —Levantó la mirada hacia la cuenca despejada del cielo—. Cielo no hace lluvia. Enfadado, enfadado. Tierra bebe mucha lluvia. Sedienta, sedienta. Alimenta tierra.
Y, de un solo movimiento fluido, hundió la lanza en el pecho de Buey. Este se convulsionó y sus manos asieron la lanza. Empezó sangrar por la boca y un reguero de orina resbaló por sus piernas. Pero Madre removió la lanza con todas sus fuerzas y sintió que desgarraba los suaves órganos del interior. Sacudiendo los brazos, Buey cayó sobre el jergón y no volvió a moverse. Madre sonrió y sacó la lanza. La sangre siguió manchando la tierra. Se hizo el silencio. Hasta Retoño y Ojos la miraban, boquiabiertos.
Madre se inclinó y recogió un puñado de tierra pegajosa y empapada de sangre.
—¡Mira! Tierra bebe. Tierra bebe. —Y metió la tierra manchada en la media boca de su hijo; los dientecillos se mancharon de rojo—. Viene lluvia —dijo en voz baja—. Viene lluvia. —Y entonces se volvió y fulminó con la mirada a la gente, que seguía observándola.
Uno tras otro, intimidados por aquellos ojos, todos bajaron la mirada.
Miel, hija de Agria, quebró el encantamiento. Con un grito de desesperación, recogió un puñado de piedras y empezó a arrojárselas. No tenía buena puntería y las piedras cayeron al suelo sin hacerle nada. Miel echó a correr hacia el lago.
Madre la siguió con una mirada dura.
En su corazón, creía todo lo que había dicho, todo lo que había hecho. El hecho de que el sacrificio del pobre Buey hubiera servido a un principio político —pues era el que más abiertamente se había opuesto a ella— no perturbaba su creencia en sí misma y en sus acciones. La muerte de Buey había sido expeditiva, pero también apaciguaría a las lluvias. Sí, así era.
Dejando a Retoño para encargarse del cadáver, entró en su cabaña.
La lluvia no acudió a pesar del sacrificio. La gente esperó mientras los días áridos se sucedían y ni una sola nube interrumpía la claridad del cielo. Poco a poco, su inquietud fue en aumento. En concreto, Miel empezó a mostrar cada vez mayor desprecio por Madre, Ojos, Retoño y todos los que seguían con ellos.
Pero Madre se limitó a esperar, serena. Estaba convencida de que tenía razón, a fin de cuentas. Lo que ocurría era simplemente que la muerte de Buey no había bastado para aplacar al cielo y el suelo. Solo era cuestión de encontrar la mercancía apropiada para el intercambio. Estaba convencida de que lo único que necesitaba era paciencia, a pesar de que también a ella le colgaba la carne de los huesos.
Un día, Ojos vino a verla. La traía Hormiguero. A pesar de su estado penoso, se veía que querían emparejarse.
Hormiguero no se mostraba ya burlón, sino solícito. Y ahora debía de ser una especie de amor o misericordia lo que movía al joven, porque el tatuaje que Madre había tallado toscamente en la mejilla de Ojos se había infectado por culpa de las aguas estancadas del lago. La espiral apenas era visible bajo una masa de carne hinchada y supurante que cubría la mitad de la cara de la chica.
Pero Madre frunció el ceño. Aquella unión no estaría bien. Se levantó, cogió a Ojos de la mano y se la arrebató al consternado Hormiguero. Entonces, llevando a la chica de la mano entre la gente, buscó a Retoño. Estaba tumbado en el suelo, mirando el cielo vacío.
Madre arrojó a Ojos al suelo, a su lado. Retoño la miró, perplejo. Madre dijo:
—Tú. Folla. Ahora.
Retoño miró a Ojos, tratando de disimular la repulsión que le inspiraba. Aunque habían pasado mucho tiempo juntos en compañía de Madre, nunca había mostrado el menor interés sexual por Ojos, ni siquiera antes de que su rostro quedara desfigurado, ni ella por él.
Pero ahora Madre se daba cuenta de que debían unirse. Con Hormiguero habría estado mal; con Retoño estaría bien. Porque Retoño comprendía. Se quedó allí, sobre ellos, hasta que las manos de Retoño se posaron sobre los pequeños pechos de la chica.
Un mes después de la muerte de Buey, un salvaje y agudo alarido despertó al pueblo. Era Madre. La mayoría de ellos, a quienes ya aterrorizaba la presencia de aquella mujer perturbadora, acudieron corriendo para ver qué nuevo horror se abatía sobre ellos.
Madre estaba arrodillada junto al arbolillo sobre el que había descansado todo ese tiempo el cráneo de su hijo. Pero ahora el cráneo estaba en el suelo, hecho pedazos. Madre acariciaba los trozos, aullando como si el niño hubiera muerto por segunda vez.
Ojos y Retoño permanecieron a cierta distancia, sin saber lo que Madre quería de ellos.
Madre, con los patéticos pedazos de cráneo en la mano izquierda, miró a su alrededor con mirada furiosa. Entonces su mano derecha se extendió como una flecha.
—¡Tú!
La gente se encogió de temor. Todas las cabezas se volvieron y siguieron la línea de su dedo. Estaba señalando a Miel.
—¡Aquí! ¡Ven, ven aquí!
Las papadas de Miel temblaban de terror. Trató de retroceder, pero la gente que la rodeaba la detuvo. Finalmente, Retoño se adelantó, la cogió de la muñeca y la llevó a rastras hasta Madre.
Madre le arrojó los fragmentos de cráneo a la cara.
—¡Tú! ¡Tú tiras piedra! Tú rompes niño.
—No, no, yo…
Madre continuó, con voz dura como la piedra:
—Tú detienes lluvia.
Miel profirió un gemido, tan aterrada como si aquello pudiera ser verdad, y un hilillo de orina empezó a resbalar por su muslo.
Esta vez, Madre ni siquiera tuvo que realizar el sacrificio personalmente.
La lluvia no empezó aquel día. Ni al siguiente. Ni al otro. Pero al tercer día tras la muerte de Miel, un trueno sacudió el cielo reseco. La gente respondió con terror, un reflejo ancestral que databa de los tiempos en que Purga se acurrucaba en su madriguera. Pero entonces, la lluvia apareció al fin, un aguacero tan repentino que fue como si el cielo hubiera explotado de pronto.
La gente corría de acá para allá, riendo. Se dejaban caer al suelo, con la boca abierta para recibir el agua del cielo, o rodaban y se arrojaban barro unos a otros. Los niños peleaban, los bebés lloraban. Y se produjo una gran sucesión de apareamientos, una respuesta lujuriosa al final de la sequía, a la renovación de la vida.
Madre se había sentado junto a su jergón, manchado de sangre, y lo observaba todo con una sonrisa en los labios.
Como siempre, estaba pensando a muchos niveles simultáneamente.
Una vez más, el sacrificio de Miel había sido un acto de astucia política. Miel no había sido una adversaria calculadora, pero sí un foco de disenso; ahora que había desaparecido, le sería más fácil consolidar su poder. Al mismo tiempo, era evidente que el sacrificio había sido necesario. El cielo y la tierra habían sido aplacados. Los primeros dioses de la humanidad se habían apiadado de sus hijos y los habían dejado vivir.
Pero en otro nivel de cálculo, Madre sabía que la tormenta habría llegado, hiciera lo que hiciera ella. Si la lluvia no hubiera seguido al sacrificio de Miel, ella estaba preparada para continuar, acabando con uno tras uno… hasta clavar su lanza en el pecho de Ojos si era necesario.
Sabía todas estas cosas simultáneamente: creía en muchas cosas contradictorias al mismo tiempo. Esta era la esencia de su genio. Siguió sonriendo mientras la lluvia resbalaba por su rostro.
Retoño caminaba lentamente por entre la hierba que cubría la orilla del río. Se cubría con una sencilla piel y no tenía más que una lanza a la espalda y una red con algunas herramientas de hueso y obras de arte. No llevaba herramientas de piedra. Si las necesitaba, era más fácil hacerlas en el momento que llevarlas consigo.
A sus treinta años, quince después de las muertes de Buey y Miel y de la instalación de Madre como líder de facto del grupo, Retoño se había vuelto más robusto, y el pelo le había clareado y encanecido. No era posible tapar los tatuajes que llevaba en los brazos y la cara, pero se había cuidado de cubrirse la piel de tierra y barro para mitigar el efecto. Con los años, habían descubierto que los tatuajes asustaban a los desconocidos, y la barrera de la desconfianza ya era bastante alta por sí sola.
Parecía un cazador en una inocente misión de exploración, separado de su grupo, quizá buscando alguien para comerciar. Pero no estaba solo; otros observaban cada paso que daba, ocultos entre el follaje de la orilla. Su apariencia era un elaborado ardid. Y su exploración no tenía nada de inocente. Buscaba enemigos.
La primera en verlo fue una niña, una chiquilla rechoncha que jugaba con los guijarros a la orilla del agua. De unos cinco años, estaba completamente desnuda con la excepción de un collar de cuentas que llevaba alrededor del cuello. Lanzó un grito y echó a correr por la orilla del río, tal como él esperaba. La siguió caminando con lentitud.
Las señales del asentamiento no tardaron en aparecer. La tierra fangosa por la que caminaba estaba cubierta de huellas y había redes de pesca en el río. Tras doblar un amplio meandro del río, el asentamiento apareció ante sus ojos. Un puñado de cabañas, de forma más o menos cónica, de las que se levantaban hebras de humo hacia el cielo del atardecer.
Lo primero que vio fue que no se trataba de un campamento estacional. Las cabañas estaban construidas con sólidos maderos clavados a gran profundidad.
Una mirada al río reveló el porqué. No muy lejos de la orilla, a ambos lados del agua, la vegetación estaba pisoteaba y se veían los destellos de los guijarros del lecho del río.
Era un vado, un lugar que podían utilizar las manadas migratorias para cruzar el río. Lo único que los habitantes del asentamiento tenían que hacer era esperar a que los animales vinieran a ellos. Y, en efecto, tras las cabañas vio un gran montón de huesos, posiblemente de antílopes, bueyes e incluso elefantes.
Pero las cabañas eran un misterio para él. Las paredes eran sólidas, salvo un agujero en el ápice del techo para dejar que saliera el humo, y no había ningún sitio por donde pudiera entrar la luz. ¿Quién querría vivir en semejante oscuridad?
Dos adultos se le acercaron corriendo: dos mujeres, vio. Empuñaban lanzas de madera y hachas de piedra, nada extraordinario, y llevaban sencillas pieles, como las suyas. Tenían el rostro cubierto de dibujos de ocre, toscos pero de aspecto fiero, y las dos se habían perforado la nariz con un fragmento de hueso. Una de las mujeres levantó la lanza y le apuntó el pecho.
—¡Fu, fu! ¡Ne hai, ne, fu!
No reconoció ninguna de las palabras. Pero le recordaron a la torpe jerigonza con la que se había criado, mucho menos sofisticada que la que había desarrollado el pueblo de Madre.
Iba a ser fácil.
Esbozó una sonrisa forzada. Entonces, con movimientos lentos, se descolgó la bolsa del hombro y dejó que se abriera en el suelo. Sin apartar la vista de las mujeres, sacó una concha de mar. La dejó en el suelo, frente a ellas, y se apartó, con las manos abiertas y vacías. Soy un extraño, sí. Pero no soy ninguna amenaza. Quiero comerciar. Y esto es lo que tengo. Mirad qué bonito…
Las mujeres eran disciplinadas. Una de ellas siguió apuntándole al pecho con su arma mientras la otra se inclinaba para inspeccionar la concha.
La concha había abandonado el mar hacía una década, y desde entonces había recorrido cientos de kilómetros tierra adentro por las tenues y extendidas rutas comerciales. Y ahora, uno de los mejores artesanos del pueblo, una chiquilla de largos y delicados dedos, le había grabado una cabeza de elefante de diseño exquisito. Al reconocer la cabeza del elefante, la mujer soltó un jadeo de sorpresa, como una niña. Cogió la concha y la apretó contra su pecho.
Después, las mujeres hicieron señas a Retoño para que las siguiera hacia el asentamiento. Caminaba con tranquilidad, sin mirar atrás, seguro de que sus compañeros permanecerían escondidos.
En el asentamiento del pueblo del río, su llegada provocó una conmoción. La gente le dirigía miradas hostiles al pasar, pero también miraba con codicia la concha tallada. Un par de niños, entre ellos la pequeña que había dado la alarma, lo seguían dando saltos, llenos de curiosidad.
Lo condujeron a una de las cabañas. Era la típica vivienda, con un hogar sólido y grande en el centro, varios jergones y comida, herramientas y pieles amontonadas. Una docena de personas debía de vivir allí, incluidos varios niños. Pero la familia había salido, dejando solo a dos hombres barbudos, al menos tan viejos como él, y la mujer que lo había llevado hasta allí. El suelo era muy liso y estaba cubierto por los desechos habituales que dejaban los humanos: huesos, lascas de piedra, algunas raíces y frutas a medio comer.
Los hombres se sentaron frente a las humeantes brasas del hogar. Todos tenían el tabique nasal perforado con enormes fragmentos de hueso. Uno de ellos hizo un ademán:
—¡Hora! —La palabra era desconocida; el gesto, inconfundible.
Retoño se sentó al otro lado del fuego. Le ofrecieron una raíz cocinada para comer y un líquido espeso para beber. Mientras dejaba sus mercancías en el suelo, lanzó miradas codiciosas por toda la cabaña. Los hogares eran excelentes, mucho mejores que los sencillos agujeros en el suelo que excavaba el pueblo de Madre. Y había una fosa cercana, cubierta de pieles y llena de agua y guijarros planos del río. Se dio cuenta instantáneamente de que el agua podía caldearse introduciendo en ella piedras calentadas al fuego. Había una estructura de ladrillos de arcilla y paja cuya utilidad se le escapaba. Nunca había visto un horno. Había también algunos artefactos extraños, como unas cestas de gran calidad y un cuenco que al principio supuso estaba hecho de madera pero luego descubrió que era de una especie de arcilla endurecida.
Pero lo más asombroso eran las lámparas.
No eran más que cuencos de arcilla llenos de grasa de animal, con palitos de enebro a modo de mecha. Pero ardían constante y regularmente, llenando la cabaña con una luz amarilla y clara. Ahora comprendía por qué no necesitaban ventanas aquellas cabañas. Al darse cuenta de que con aquellas lámparas sería posible tener luz siempre que quisiera, incluso en mitad de la noche, hasta sin fuego, su mente echó a volar.
Saltaba a la vista que aquel pueblo estaba mucho más avanzado que el suyo en la construcción de herramientas. Pero su arte era mucho más limitado, aunque algunos de ellos llevaban los mismos collares de cuentas que había visto en el cuello de la niña, hechos, según descubrió después, de marfil de elefante.
Así que no le sorprendió que los ancianos quedaran estupefactos al ver los bienes que desplegó ante ellos. Había figurillas de animales y humanos hechas de marfil y de hueso, imágenes, tanto abstractas como figurativas, grabadas en conchas y pedazos de arenisca, y una de las figuras más extraordinarias de Madre, una criatura con el cuerpo de un humano y la cabeza de un lobo.
Era una reacción que había presenciado muchas veces. Las manifestaciones artísticas del pueblo de Madre habían avanzado inmensamente en las décadas trascurridas tras sus primeros y torpes tanteos. La gente, con sus grandes cerebros y sus dedos delicados, estaba preparada para ello. Lo único que hacía falta era que a alguien se le ocurriera la idea. Y las mentes de aquellos moradores del río estaban igualmente preparadas. Era como si Madre hubiera dejado caer un grano de arena en una solución supersaturada y se hubiera formado instantáneamente un cristal.
Retoño no tenía otra forma de comunicarse con aquellos habitantes del río que la mímica y algunas palabras cuyo significado podía intuir. Pero los parámetros de la decisión no tardaron en estar claros. Habría trueque: sus obras de arte a cambio de las avanzadas herramientas y artefactos de aquellos sedentarios.
Cuando se reunió con sus ocultos compañeros, a mediodía del día siguiente, tenía una bolsa llena de muestras. Y había memorizado cuidadosamente la posición de todos los hornos y todos los hogares.
Lo había hecho para Madre, como hacía a menudo con muchos otros cometidos similares. Pero Madre no estaba allí, a su lado, compartiendo el trabajo y los riesgos. En su corazón descubrió, para gran sorpresa suya, una oscura partícula de resentimiento.
Madre estaba sentada junto a la entrada de su cabaña, con las piernas dobladas debajo del cuerpo, las manos apoyadas en las rodillas, el rostro orientado al Sol y la espalda caldeada por los restos del fuego de la pasada noche. Estaba haciéndose vieja y enjuta y cada vez le costaba más no enfriarse. Pero ahora estaba cómoda. Extrañamente satisfecha.
Su piel estaba cubierta hasta el último centímetro de tatuajes. Hasta las plantas de sus pies estaban adornadas con complicados diseños. Aquel día estaba cubierta por una piel, como de costumbre, por lo que gran parte de su decoración estaba oculta, pero la propia prenda, cubierta de animales que saltaban, lanzas que volaban y estrellas que explotaban, era un despliegue de color y movimiento. Y sobre un pilar de madera, a su lado, descansaba el cráneo de su hijo muerto, reparado con un pegamento hecho de savia.
Observaba a la gente, entretenida en sus quehaceres diarios. Algunos de ellos la miraban al pasar. A veces con gestos respetuosos de la cabeza… y otras apartándose apresuradamente, evitando su mirada y la de su hijo sin ojos. Pero, en todos los casos, todos ellos se desviaban, como planetas flotando por el campo gravitatorio de una inmensa estrella negra.
Después de todo, era Madre quien hablaba con los muertos, Madre quien intercedía con la tierra, el cielo y el Sol. De no ser por ella, la lluvia dejaría de caer, la hierba dejaría de crecer y los animales no regresarían. Aun allí, sentada e inmóvil, era la persona más importante de la comunidad.
El último campamento que habían erigido era una explosión de formas y colores. Era como si, gradualmente, Madre hubiera introducido a la totalidad del grupo en su cabeza, en su imaginación calenturienta… y, en cierto modo, lo había hecho. Las formas de animales, gente, lanzas, hachas —y las extrañas criaturas que eran una mezcla de personas y animales, de árboles y armas— saltaban desde todas las superficies, desde rocas escogidas por la facilidad con la que se tallaban y desde las pieles trabajadas que cubrían todas las cabañas. Y, entrelazadas con estas formas figurativas, se encontraban las abstractas que siempre habían marcado el dominio de Madre, espirales y estrellas y celosías y zigzags. Estos símbolos estaban investidos de significados múltiples. La imagen de un antílope podía representar al propio animal o el conocimiento que la gente poseía de su comportamiento, o podía referirse a la actividad de la caza que se requería para abatirlo… o algo aún más sutil, la belleza del animal, el júbilo y la riqueza de la propia vida.
Entre los dominios de la mente de Madre, y las mentes de quienes la habían seguido, los ancestrales muros estaban cayendo al fin. Su consciencia plena no estaba restringida ya a sus tratos con otras personas al mismo tiempo que las manos, las piernas y las bocas trabajaban con independencia del pensamiento. La consciencia no estaba limitada ya a su antigua función de servir de modelo para calibrar las intenciones de los demás. Ahora podía pensar en un animal como si fuera una persona, en una herramienta como si fuera un humano con el que se pudiera negociar. Era como si el mundo se hubiera poblado de nuevos tipos de gente, como si las herramientas y los ríos y los animales, e incluso el Sol y la Luna, fueran gente, gente que se podía comprender y con la que se podía tratar, como cualquier otra.
Después de milenios de parálisis, la consciencia se había convertido en una herramienta poderosa y versátil, que tenía su reflejo en las múltiples capas y significados de las manifestaciones artísticas, como espejos de unas mentes de nuevo cuño. Para la gente de frente lisa, era una época de fermento intelectual.
Y Madre no era el único catalizador. Por todo el mundo de los humanos había muchos otros como ella. Cada uno de estos genios-profeta, si no caía rápidamente, presa de la suspicacia de sus iguales, servía del mismo modo que ella como eje de un nuevo tipo de pensamiento, de una nueva forma de vivir, de un nuevo tipo de fuego. Era el comienzo de un cambio explosivo en la forma de interactuar de la gente con el mundo circundante.
Era la inestabilidad del clima lo que había hecho germinar este nuevo tipo de mente. Las salvajes fluctuaciones del medio del Pleistoceno, algo inaudito hasta entonces, formaban un filtro implacable: solo los individuos excepcionales podían sobrevivir en medio de aquella dureza excepcional para transmitir su legado genético. Y no solo estaba mejorando a la media, sino que los individuos excepcionales, como Madre, eran cada vez más comunes: como los científicos prescientes que habían proporcionado al pueblo del río su avanzada tecnología. Desde el punto de vista de las especies, la capacidad de producir genios ocasionales resultaba muy útil. Los genios podían marchitarse en el polvo, o podían inventar algo que transformase la fortuna de la especie.
Y cuando aparecía una de estas innovaciones, la espaciosa mente de la especie estaba preparada para recibirla. Era como si la estuvieran esperando. Durante setenta mil años, la gente había tenido el hardware necesario. Ahora, Madre, y muchos otros como ella, estaban proporcionando el software.
Aquella forma nueva de ver el mundo estaba ya proporcionando al pueblo de Madre beneficios sin precedentes. Aparte de la decoración, el campamento estaba formado por los habituales cobertizos. Pero era bastante grande. Albergaba dos veces más habitantes que cuando se produjo el despertar de Madre. Y había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien tuviera las mejillas hundidas o el vientre hinchado. La senda de Madre era fructífera.
Madre vio a la chica, Dedo, sentada sola a la sombra de un baobab. Dedo, que acababa de cumplir los catorce años, estaba embebida en la talla de una nueva escultura, dando delicados golpes a un fragmento de marfil. Tenía las piernas cruzadas y un trozo de cuero sobre el regazo. Los ojos de Madre, todavía aguzados, eran capaces de distinguir el resplandor de los fragmentos de marfil desechados a su alrededor, en el suelo. Era ella la que había tallado la exquisita cabeza de elefante en la concha que Retoño había llevado al pueblo del río.
Dedo ostentaba en la mejilla el tatuaje en espiral que distinguía a los favoritos de Madre: la insignia de su sacerdocio. Era hija de Ojos, que llevaba mucho tiempo muerta, a causa de la infección que le había provocado aquel primer y tosco tatuaje. A Dedo la había marcado siendo muy niña; se notaba en la distorsión que, a medida que crecía, se había ido produciendo en el tatuaje, una marca de especial distinción.
Pero la niña estaba creciendo muy deprisa. Madre sabía que muy pronto tendría que encontrar un compañero, al igual que lo había elegido para su madre, Ojos. Madre había pensado ya en varios candidatos, hombres y jóvenes de su sacerdocio; cuando llegara el momento, dejaría que su instinto hiciera la elección…
Una sombra pasó sobre ella. Una mujer, titubeante, con la mirada clavada en el suelo, se aproximó a ella. Era joven, pero caminaba encorvada. Traía un trozo de carne de ciervo sobre los hombros. Dejó su presente en el suelo, frente a ella.
—Llaga —dijo la mujer débilmente, con la cabeza inclinada—. Espalda llaga. Camina cabeza alta, duele espalda. Levanta niño, duele espalda.
Madre sabía que la mujer acababa de cumplir los veinte. Pero había tenido problemas en la espalda desde que, tontamente, se peleara en broma con su hermano —mucho mayor y más pesado— varios años atrás.
Madre rechazaba casi todas las peticiones semejantes. No le convenía empezar a conceder milagros por demanda, funcionaran o no. Pero aquel día, tras haber visto en funcionamiento el pequeño genio de Dedo, y bajo el agradable calor del Sol, estaba de un humor pródigo. Chasqueó los dedos. Indicó a la chica que se quitara la piel y se arrodillara de espaldas a ella.
La chica obedeció al instante, y se inclinó frente a Madre, desnuda.
Madre cogió un puñado de cenizas secas del hogar. Escupió sobre ellas y formó una pasta fina y polvorienta, que colocó frente a la mirada de Silencio para que pudiera verla. Entonces empezó a frotar la espalda de la chica con las cenizas, musitando un incomprensible galimatías. La chica se encogió al sentir que las cenizas le tocaban la carne, como si todavía quemaran.
Cuando terminó, Madre le dio una palmada en la espalda y dejó que se levantara. Sacudió un dedo frente a la chica.
—Fuerte. No piensa mal. No habla mal. —Si el tratamiento funcionaba, el mérito sería suyo. Si no, la chica se culparía por no haberse portado bien. En cualquier caso, Madre obtendría un poco más de crédito.
La chica asintió con nerviosismo. Madre, satisfecha, dejó que se marchara. Cogió la carne y la metió en su cabaña. Alguien la cocinaría y la guardaría para ella más tarde.
Todo en un día de trabajo.
El burdo tratamiento había proporcionado a su paciente una genuina sensación de alivio en la espalda. No era más que lo que un día se llamaría «efecto placebo»: como creía en la eficacia del tratamiento, la chica se sintió mejor al recibirlo. Pero el hecho de que el placebo operara en su mente y no en su cuerpo no lo convertía en menos real o menos útil. Ahora podría cuidar mejor a sus hijos, que a su vez tendrían más posibilidades de sobrevivir que los de una madre en similares circunstancias cuyos síntomas no fueran aliviados por un placebo… y, a su vez, sus hijos tendrían más probabilidades de tener hijos propios, que heredarían la propensión a la fe de su madre.
Con los cazadores ocurría lo mismo. Habían empezado a grabar y dibujar imágenes de los animales que perseguían en las rocas y en las paredes de piel de sus cabañas. Amenazaban a estas imágenes, las herían con sus lanzas en el corazón y la cabeza, e incluso razonaban con ellas para explicarles por qué deberían entregar sus vidas por el bien de la gente. Por medio de estos rituales, los cazadores conseguían arrancarse el miedo. A menudo morirían o serían heridos por su descuido, pero su tasa de éxito era muy alta, más que la de los que no creían que se pudiera razonar con las presas.
Estos humanos emergentes eran todavía animales, todavía estaban sometidos a la ley natural. Ninguna innovación en su forma de vivir habría echado raíces de no haber supuesto una ventaja comparativa en la eterna lucha por la supervivencia. Y la capacidad de creer en cosas que no existían era una herramienta poderosa.
Y Madre estaba, de forma medio inconsciente, haciendo lo posible para conseguir que esta propensión a la fe calara entre ellos y se extendiera. Al seleccionar a las parejas entre sus creyentes, estaba creando una especie de aislamiento reproductivo. Gracias a esto, la divergencia entre los dos tipos de personas —los que creían y los que eran incapaces de creer— sería asombrosamente rápida, lo que a su vez conduciría a marcadas diferencias en la química y en la organización del cerebro al cabo de una docena de generaciones. Era el comienzo de una plaga que se difundiría rápidamente por toda la población.
Y mientras tanto, en el mundo que se extendía más allá del alcance de los humanos, en el norte de Europa y en el Lejano Oriente, la gente antigua, los robustos de frente gruesa y los flacos caminantes, seguían fabricando sus sencillas herramientas, incluso aquellos bifaces ancestrales, y vivían vidas sencillas, como siempre habían hecho.
Más tarde, Madre volvió a ver a la chica. Caminaba con más facilidad y parecía mucho menos encorvada. Sonrió y la saludó con la mano. Madre se permitió una sonrisa.
Al acabar el día, Retoño regresó de su expedición por el río, polvoriento, acalorado, sediento. Entre todos los artefactos que había traído, eligió uno para mostrárselo a Madre. Era una lámpara, hecha de una arcilla milagrosamente dura. Encendió la mecha de corteza dentro de su cabaña y, mientras el día se apagaba en el exterior, el primitivo candil iluminó la choza. Madre asintió. Esto debemos tenerlo. Con oraciones concisas y breves, empezaron a trazar planes.
Madre advirtió un cambio en el comportamiento de Retoño. Su más cercano lugarteniente desde la muerte de Ojos, se mostraba tan respetuoso con ella como siempre. Sin embargo, había una cierta impaciencia en su forma de actuar. Pero el chisporroteo de la pequeña lámpara se llevó tales pensamientos de su cabeza.
Retoño escogió a sus mejores cazadores para explorar los alrededores del campamento del pueblo del río.
Les había explicado cómo quería llevar a cabo el ataque. Trazó un esbozo de mapa en la tierra y utilizó piedras para representar las cabañas y a sus habitantes. El talento para la simbología tenía muchos usos. Los depredadores sociales siempre habían tenido que coordinar sus ataques. Los lobos lo hacían, así como los grandes felinos, y como los raptores de eras pasadas. Pero la planificación nunca había sido tan meticulosa y completa como la de estos inteligentes homínidos.
Al aproximarse a la base del pueblo del río, encontraron pocos animales. Las presas estaban aprendiendo a temer a estos nuevos cazadores, con sus armas de largo alcance y su abrumadora astucia.
Y algunas especies, masacradas por ellos, empezaban a escasear en el área.
Esto era, por supuesto, como un eco precoz del futuro.
Pero de momento, Retoño y los suyos estaban cazando gente, no animales.
Cuando se produjo el ataque, el pueblo del río no tuvo la menor oportunidad. No fueron las armas lo que proporcionó a los atacantes su ventaja, ni el número, sino la actitud.
El pueblo de Madre luchaba con una especie de liberadora demencia. Seguirían luchando mientras sus camaradas estuvieran cayendo a su alrededor, tras haber sufrido una herida que hubiera debido dejarlos incapacitados, hasta cuando su muerte pareciera inevitable. Luchaban como si creyeran que no podían morir. Y esto, a decir verdad, no distaba mucho de la verdad. ¿Acaso no había sobrevivido a la muerte el hijo de Madre difundiéndose por las rocas y la tierra y el cielo, para seguir viviendo con la gente invisible que controlaba el tiempo, los animales y la hierba?
Y, al igual que eran capaces de creer que las cosas, las armas, los animales o el cielo, eran gente, de algún modo no representaba un gran salto conceptual la idea de que algunas personas no eran más que cosas. Las viejas categorías habían sido derribadas. Al atacar al pueblo del río no estaban matando humanos, gente como ellos. Estaban matando objetos, animales, criaturas que eran menos que ellos mismos. El pueblo del río, a pesar de su superioridad tecnológica, no poseía estas creencias. Ante algo así estaban inermes. Y aquel pequeño pero cruel conflicto había establecido un patrón que se repetiría una vez tras otra en las largas y sanguinarias eras que seguirían.
Cuando todo hubo terminado, Retoño recorrió los restos del campamento. Ordenó que fueran sacrificados la mayoría de los hombres, así fueran jóvenes o viejos, fuertes o débiles. Trató de perdonar a algunos niños y a las mujeres jóvenes. Los niños serían marcados y se les enseñaría a respetar a Madre y sus acólitos. Las mujeres se entregarían a los guerreros. Si se quedaban embarazadas, no se permitiría que se quedaran con los bebés, salvo que se hubieran convertido a su vez en acólitas. También había identificado a algunos de los que sabían cómo funcionaban los hornos, las lámparas y todas las demás cosas buenas que había allí. Estos también serían perdonados si cooperaban. Quería que su pueblo aprendiera las técnicas del pueblo del río.
Había sido otra operación triunfante, un aldabón más del constante crecimiento de la comunidad de Madre.
Cuando le mostraron la aldea del pueblo del río, Madre estuvo complacida y aceptó la ofrenda de obediencia de un arrodillado Retoño. Pero volvió a ver una sombra en su semblante. Puede que estuviera cansándose de obedecer sus órdenes, pensó. Puede que quisiera más para sí. Tendría que reflexionar sobre ello y hacer algo.
Pero ya era demasiado tarde para estos manejos. Mientras recorría con la mirada su última conquista, había empezado a morir.
Madre nunca entendió el cáncer que la devoraba desde dentro. Pero podía sentirlo como una hinchazón en el vientre. A veces imaginaba que era Silencio, vuelto de entre los muertos, preparándose para nacer de nuevo. Volvieron las migrañas, más intensas que nunca. Las luces chisporroteantes se encendían y apagaban detrás de sus ojos, los zigzags y las celosías y las estrellas que ardían como heridas llenas de pus. Llegó a tal punto que no podía hacer otra cosa que permanecer tendida en su cabaña, bajo las lámparas de grasa animal, escuchando las voces que resonaban en el interior de su cabeza.
Finalmente, Retoño vino a ella. Apenas podía verlo entre los dibujos y diseños. Pero tenía algo que decirle. Le cogió el brazo con una mano que parecía una garra.
—Escucha —dijo.
Él respondió con delicadeza, como si estuviera hablándole a un niño.
—Tú duerme.
—No, no —insistió ella con la voz cascada—. No tú. No yo. —Levantó un dedo y se tocó la cabeza, la frente—. Yo, yo, Madre. —En su lengua era una palabra de sonido suave: «Ja-ahn».
Otra conexión se había cerrado. Ahora había hasta un símbolo para ella: Madre. Era la primera persona de la historia que tenía nombre. Y, aunque estaba muriendo sin descendencia, se consideraba la madre de todos ellos.
—Ja-ahn —susurró Retoño—. Ja-ahn. —Comprendió y sonrió. Se inclinó sobre ella y le tapó la boca con los labios. Y le cerró la nariz con los dedos.
Mientras se prolongaba el grotesco beso, mientras los debilitados pulmones de Madre trataban de encontrar aire, la oscuridad se cernió sobre ella.
En un momento u otro, había sospechado de todos los miembros de la comunidad. De todos salvo de Retoño, su primer acólito. Qué extraño, pensó.
Puede que el creciente convencimiento de que detrás de todo evento había una intención —fuera una maldad urdida por la mente de otro o el capricho benevolente de un dios del firmamento— fuera consustancial a unas criaturas con una capacidad innata de comprender la causalidad. Cuando uno era lo bastante inteligente como para fabricar herramientas versátiles, más tarde o más temprano acababa por creer en los dioses, fin y principio de todas las cadenas causales. La cosa tendría su precio, claro está. En el futuro, la gente tendría que sacrificar muchas cosas al servicio de los nuevos dioses y los chamanes: tiempo, posesiones, hasta el derecho a tener hijos. Algunas veces, incluso tendrían que entregar la propia vida. Pero, a cambio, les sería arrebatado el peso del miedo a la muerte.
Y por esta razón, Madre no tenía miedo. Las luces de su cabeza se extinguieron al fin, las imágenes se desvanecieron y hasta el dolor cesó.