KENIA CENTRAL, ÁFRICA ORIENTAL,
C. 127.000 AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.
Guijarro había encontrado un ñame. Se inclinó y lo inspeccionó.
Tenía ocho años y lo único que interrumpía su completa desnudez eran las manchas de ocre que tenía en el grueso pecho y la ancha cara. Arrancó un poco de hierba de la base del ñame. Aquel era un lugar para los ñames, no para la hierba, y era preferible que siguiera así.
La gente había estado allí otras veces en busca de tubérculos. Puede que él mismo. A sus ochos años ya había recorrido hasta el último confín las tierras de la gente y aquel lugar, entre los peñascos erosionados de arenisca, le resultaba familiar.
Cogió su palo excavador. Era un grueso poste alojado en un agujero toscamente tallado en una roca de pequeño tamaño. A pesar del peso de la herramienta, la levantó con facilidad y utilizó el peso de la roca para clavar la punta del palo en el duro suelo.
Guijarro era una sólida masa de músculos construida sobre un esqueleto robusto. Si Lejos, su pariente lejana, muerta mucho tiempo atrás, había tenido planta de corredora de fondo, Guijarro podría haber sido un atleta de las categorías juveniles. Tenía un rostro grande y de rasgos llamativos, dominado por una gran protuberancia ósea encima de la frente. Poseía una nariz montañosa y grandes senos nasales que proporcionaban a su rostro un curioso aire hinchado. Sus dientes eran pilares planos de esmalte. Su cráneo, que llegaría a ser considerablemente más grande que el de Lejos, alojaba un cerebro grande y complejo —de hecho, comparable en tamaño al de un ser humano— pero situado mucho más atrás que el de un ser humano.
Al nacer, cubierto todo de humedad, el cuerpo de Guijarro había sido esbelto y redondo, y su visión había inspirado una extraña imagen en la mente de su madre, la de un guijarro desgastado por la corriente. Los nombres para las personas eran todavía cosa del futuro lejano —con sus apenas doce miembros, el grupo de Guijarro no tenía necesidad de utilizarlos— pero, en cualquier caso, la madre del muchacho lo miraría a menudo como una reluciente roca en un arroyo y recordaría a su hijo como el bebé que había tenido entre los brazos.
Guijarro, pues.
En aquella época existían muchas especies de gente robusta como Guijarro, dispersas por Europa y Asia occidental. Las que habitaban en Europa se llamarían en su día neandertales. Pero, al igual que ocurriera en tiempos de Lejos, la mayoría de estas especies nunca serían descubiertas, y mucho menos comprendidas, clasificadas y asociadas a una familia concreta de homínidos.
El de Guijarro era un pueblo fuerte. A pesar de que solo tenía ocho años, Guijarro realizaba ya labores esenciales para la supervivencia de la familia. Aún no estaba en condiciones de unirse a los adultos en las cacerías. Pero era capaz de desenterrar ñames como el mejor de ellos.
Se levantó una ligera brisa, que trajo consigo el delicioso aroma del humo de madera, del hogar. Se puso a trabajar con ganas.
Ya había conseguido romper la capa superficial de la tierra. Introdujo las manos en la tierra reseca y empezó a sacar un grueso tubérculo que, a juzgar por su tamaño, podía alcanzar los dos metros de profundidad. Volvió a empuñar el palo excavador. La tierra y los trozos de roca volaron por todas partes, y se pegaron a sus piernas sudorosas. Sabía lo que había que hacer con los ñames. Cuando tuviera el tubérculo, cortaría la parte comestible, pero a continuación volvería a tapar con tierra el tallo para que volviera a creer. Además, al remover la tierra, ayudaba a la planta de formas más sutiles. Aireaba y desbrozaba el suelo, lo que contribuía a facilitar a su crecimiento.
Su madre estaría muy satisfecha si le llevaba tres o cuatro buenos tubérculos, listos para echarse al fuego. Y los ñames no servían solo para comer. Podías utilizarlos para envenenar a los pájaros y los peces. Podías exprimirlos sobre la cabeza para matar a las liendres…
Hubo un crujido.
Sobresaltado, Guijarro sacó el palo excavador. Se inclinó hacia delante y se tapó los ojos para tratar de ver lo que había en el agujero. Puede que fuera un insecto. Pero no encontró otra cosa que un pedazo de algo de color óxido, como un fragmento de arenisca. Metió las manos, asió el fragmento con dedos torpes y lo sacó a la superficie. Era una cúpula agrietada, lo bastante pequeña para caberle en la palma de la mano. Cuando la levantó frente a sí, dos cuencas vacías le devolvieron la mirada.
Era un cráneo. El cráneo de un niño.
No sintió ningún horror. Los niños morían constantemente. Allí la vida era dura: no había espacio para la pena por los débiles y los desgraciados.
Pero todos los niños que habían muerto en la corta vida del propio Guijarro habían sido enterrados junto a las cabañas, como era la costumbre, para impedir que los carroñeros hostigaran a los vivos. Puede que aquel niño llevara mucho tiempo muerto, entonces. Puede que su pueblo lo hubiera enterrado allí, donde ahora crecían los ñames, mucho antes de que naciera Guijarro.
Pero el cráneo era extrañamente fino y liviano. Guijarro lo sopesó en la mano. El entrecejo era una gruesa protuberancia de hueso, de la que la frente retrocedía casi en horizontal. Guijarro se pasó una mano por la suya y comparó la ligera hinchazón de su frente. Vio que el pequeño cráneo tenía unas marcas de dientes: perforaciones precisas infligidas por los colmillos de un felino… pero hechas después de la muerte del muchacho, a su cuerpo abandonado en la llanura.
Guijarro no podía saber que lo que tenía en las manos eran los restos del Rapaz, hermano de Lejos, que había vivido y muerto no muy lejos de allí. El Rapaz había muerto de avitaminosis infantil. No hubiera supuesto un gran consuelo para él saber que un día, más de un millón de años después de que su fugaz y olvidada vida se hubiera extinguido, su pequeña cabeza estaría en las manos de un pariente lejanísimo.
Y el Rapaz no habría reconocido gran cosa de aquel lugar en el que él había jugado.
El tiempo no había hecho gran mella en la estructura geológica del Rift Valley —la llanura, las rocas, las montañas volcánicas, el gran valle en sí mismo—, pero desde los tiempos de Lejos, aquel se había convertido en un lugar inhóspito, seco. Grupos dispersos de acacias y laureles habían reemplazado los densos bosquecillos del pasado. Hasta los pastizales eran diferentes, dominados en gran medida por especies resistentes al fuego. Mientras tanto, las enormes comunidades animales del pasado habían sufrido una terrible regresión. Ya no se veían elefantes en aquella cuenca reseca, ni antílopes ni jirafas. Era como si la vida se hubiera estrellado allí. El lugar estaba agostado. Su pobreza habría asombrado a Lejos.
Pero los restos quebrados del Rapaz habían dejado su marca en el mundo: un resto minúsculo de humedad atrapada en aquel hueso de cráneo había bastado para ayudar a que arraigara aquel ñame.
Ajeno a todo aquello, Guijarro cerró el puño. El pequeño cráneo se deshizo en diminutos fragmentos, y dejó caer el polvillo al agujero. Alargó el brazo hacia su herramienta; tenía que seguir desenterrando las raíces.
Fue entonces cuando vio a los extraños.
Se agazapó detrás de unas rocas y contuvo la respiración.
Eran cazadores, eso se veía a la legua. Estaban siguiendo el rastro de un elefante.
Los elefantes buscaban el agua y donde había agua habría muchos animales, incluidos los de tamaño medio que preferían los cazadores cuando podían encontrarlos.
Eran cuatro en total, tres hombres y una mujer, todos adultos. Al caminar, los cazadores, cuyos torsos estaban inclinados ligeramente hacia delante, balanceaban poderosamente las piernas. Era una forma de caminar que tenía como objetivo la potencia, no la elegancia ni la velocidad. Ninguno de ellos hubiera podido competir en rapidez con Lejos. Los rostros oscuros de los hombres estaban ocultos detrás de tupidas barbas y la mujer se recogía el pelo con una tira de cuero. A diferencia del grupo de Guijarro, aquellos extraños iban vestidos: apenas trozos de pieles, sin coser y anudados alrededor del cuerpo con tiras de cuero o corteza trenzada. Guijarro vio que tenían marcas de dientes en la ropa. Trataban el cuero mascándolo y estirándolo con los dientes, y una de las funciones principales de la protuberancia de hueso de su frente era proporcionar un ancla para que las mandíbulas pudieran abordar aquella exigente tarea.
Y llevaban armas: finos venablos de madera y lanzas más cortas y gruesas, astiles de madera endurecida con puntas de piedra atadas en un extremo con pegotes de resina y tiras de cuero. Eran armas gigantescas, que un ser humano habría tenido dificultades para empuñar y no digamos para utilizar de forma eficaz.
Eran gente robusta, como la banda de Guijarro. Pero el muchacho vio que tenían manchas de ocre en la piel de la cara, las manos y los brazos. Mientras que los adornos de Guijarro estaban hechos de líneas verticales —barras, rayas y bandas— esta gente lucía una especie de toscas cuadrículas, dibujadas por gruesos dedos.
Eran extraños. Eso se veía por las marcas. Y los extraños equivalían a problemas. Esa era una ley que se cumplía con tanta constancia como la salida del Sol y los ciclos de la Luna.
Guijarro esperó hasta que los extraños hubieron desaparecido detrás de unas acacias. Entonces, tan silenciosamente como le permitía su rotundo cuerpo, echó a correr hacia su casa. Los tubérculos de ñame que había desenterrado quedaron abandonados en el suelo, junto con su palo excavador.
•
Guijarro vivía en una especie de aldea, formadas por cuatro grandes cabañas en un tosco círculo alrededor de un espacio central. Y sin embargo, no era una aldea, pues sus habitantes vivían como ningún ser humano lo haría nunca.
Guijarro se detuvo, jadeando, en el espacio central. No había nadie. Junto a la entrada de una de las cabañas humeaba una fogata. El suelo pisoteado estaba lleno de huesos, restos de vegetales, jergones hechos de hojas y hierba, trozos de corteza, espigas, cuñas, una lanza rota y trozos de cuero abandonados. El lugar estaba hecho un desastre.
Las cabañas eran toscas, feas pero útiles. Estaban construidas con arbolillos jóvenes dispuestos en círculo en el suelo. Los espacios entre ellos se llenaban con juncos partidos, hojas y trozos de corteza. Los arbolillos estaban inclinados y sus extremos entrelazados entre sí. Era un trabajo que Capo habría reconocido, porque cinco millones de años atrás había hecho sus nidos en las copas de los árboles de forma muy parecida: todas las innovaciones necesarias se habían producido antes.
Las cabañas eran viejas. La gente llevaba generaciones viviendo en ellas. La tierra que pisaba Guijarro estaba plagada de huesos de antepasados. La gente se sentía a salvo allí. Aquel era su lugar, su tierra.
Pero Guijarro sabía todo eso podía cambiar en cualquier momento.
Levantó la cabeza hacia el cielo despejado:
—¡U-lu-lu-lu-lu-lu! ¡U-lu-lu-lu-lu-lu…!
Era un grito de peligro, de dolor, el primer grito que aprendían los niños después del de «hambre».
La gente no tardó en acudir corriendo desde las cabañas y los campos circundantes, donde cazaban y recolectaban. Se reunieron alrededor de Guijarro, preocupados. Eran doce: tres hombres, cuatro mujeres, tres jóvenes —incluido el propio Guijarro— y dos niños aterrorizados que las madres tenían en brazos.
Trató de explicarles lo que había visto. Señaló el lugar en el que había visto a los extraños y corrió unos pocos pasos de acá para allá.
—¡Otros! ¡Otros, otros, cazadores!
Empezó a realizar una compleja exhibición, gesticulando, adoptando poses, imitando el poderoso caminar de los cazadores, incluso recurriendo a la mímica para mostrar cómo golpearían a la gente en la cabeza con sus poderosos puños.
Su audiencia parecía no inquieta. Le dieron la espalda, como si estuvieran impacientes por seguir recolectando o comiendo o durmiendo. Pero uno de los hombres observó con más cuidado la exhibición de Guijarro. Era un hombre achaparrado y de constitución más poderosa que el resto y tenía la cara deformada por un accidente de infancia que le había destrozado el cartílago de la gran nariz. Aquel hombre, Nariz Chata, era el padre de Guijarro.
El lenguaje de Guijarro era muy limitado. Estaba formado por una serie de palabras que se encadenaban sin gramática ni sintaxis. Y, un millón de años después de Lejos, el habla seguía siendo básicamente una habilidad social, utilizada más que nada para cuchichear. Para transmitir una información detallada o compleja, había que repetir las cosas, utilizar interminables circunloquios, utilizar la mímica, los gestos, la interpretación. Además, Guijarro tenía que convencer a su audiencia. Era difícil que los adultos aceptaran lo que quería decirles. No podían ver por sí mismos a los extraños. Puede que estuviera mintiendo o puede que fuera una exageración: después de todo, no era más que un niño. El único modo que tenían de calibrar su sinceridad era por medio de la pasión y energía que vertía en su interpretación.
Siempre había sido así. Para conseguir que alguien escuchara, había que gritar. Finalmente Guijarro se rindió, jadeando, y se sentó en el suelo. Había hecho lo que había podido.
Nariz Chata se sentó a su lado. Él creía a su hijo: su exhibición había sido demasiado vehemente como para ser mentira. Apoyó la mano en su cabeza.
Confortado, Guijarro tocó el brazo de su padre. Allí encontró una serie de cicatrices largas y rectas que se extendían a lo largo del antebrazo. No eran marcas de animal. El propio Nariz Chata se las había hecho a sí mismo con la hoja afilada de un cuchillo de piedra. Guijarro sabía que, cuando fuera mayor, se sometería a la misma silenciosa y gozosa auto-mutilación: formaba parte de lo que era su padre, parte de su fuerza, y cuando Guijarro tocaba aquellas cicatrices, se sentía más tranquilo.
Uno por uno, los demás adultos se les unieron.
Entonces, pasado el momento de silenciosa aceptación, Nariz Chata se puso en pie. No hubo palabras. Todos sabían lo que había que hacer. Los adultos y los muchachos recorrieron el asentamiento, recogiendo sus armas. No había ningún orden concreto en aquel lugar y las armas yacían allí donde habían sido utilizadas por última vez, entre restos de comida, basura y cenizas.
Pero, a pesar de la urgencia, la gente se movía con lentitud, como si todavía fueran reacios a aceptar la verdad.
Polvo, la madre de Guijarro, trataba de consolar a su lloroso bebé mientras recogía sus cosas. Su cabello suelto, prematuramente cano, estaba teñido, como siempre, de polvo seco y aromático, un excéntrico amaneramiento. A sus veinticinco años, estaba envejeciendo deprisa, y al caminar cojeaba ligeramente por culpa de una vieja herida de caza que nunca había terminado de curarse. Desde entonces, Polvo había tenido que trabajar dos veces más duro y los efectos de aquel esfuerzo se manifestaban en su postura encorvada y su rostro marchito. Pero poseía una mente despejada e inusualmente imaginativa. Ya estaba pensando en los tiempos difíciles que se avecinaban. Guijarro se sentía culpable por haberle provocado aquella nueva preocupación…
Hubo un leve suspiro, un destelló. Guijarro se volvió.
Por un momento casi onírico, vio el venablo de madera en vuelo. Estaba tallado de una sola pieza de madera endurecida, más gruesa cerca de la punta y más estrecha hacia el otro extremo, para que volara derecha a su objetivo.
Entonces, fue como si el tiempo echara a andar de nuevo.
El venablo hizo blanco en la espalda de Nariz Chata. Cayó de bruces, con el arma clavada en la espalda. Se convulsionó una vez, y un chorro de excremento brotó de sus entrañas, mientras un charco rojizo empezaba a empapar la tierra sobre la que estaba tendido.
Durante una fracción de segundo, Guijarro fue incapaz de asumir aquello —la idea de que Nariz Chata hubiera desaparecido tan de repente—. Fue como si una montaña se hubiera esfumado de repente, como si un lago se hubiera evaporado. Pero en su joven vida, Guijarro había visto ya muchísima muerte. Y ya podía reconocer el hedor de la mierda y la sangre: olores de carne, no de gente.
Había un extraño entre las cabañas, achaparrado y poderoso. Se cubría con pellejos y empuñaba un venablo. Se había pintado el rostro con cuadrículas de ocre. Él era quien le había arrojado el venablo a Nariz Chata, y Guijarro vio que tenía en la mano el bastón excavador que él había dejado abandonado. Lo habían visto junto a los ñames. Habían seguido el rastro de sus pisadas. Guijarro los había conducido hasta allí.
Embargado por la rabia, el miedo y la culpa, se abalanzó sobre él.
Pero cayó estrepitosamente al suelo. Su madre lo había sujetado por el tobillo. Coja o no, era más fuerte que él. Lo fulminó con la mirada y farfullo:
—¡Estúpido, estúpido!
Por un momento, Guijarro recobró la cordura. Desnudo, desarmado, no habría durado ni un segundo.
Un hombre emergió al corazón del asentamiento. Estaba desnudo y llevaba un venablo. Era el tío de Guijarro y se lanzó sobre el asesino de su hermano. El extraño esquivó el primer golpe, pero su atacante se le echo encima. Los dos cayeron al suelo, forcejeando, tratando de propinarle al otro un golpe o un lanzazo decisivo. Pronto desaparecieron en medio de una nube de polvo salpicada de sangre. Eran dos criaturas de inmensa musculatura que utilizaban toda su gran fuerza contra su rival. Era como un combate entre dos osos.
Pero entonces, más cazadores emergieron de detrás de las rocas, los farallones y los árboles. Hombres y mujeres, armados todos ellos con lanzas y hachas, cubiertos de polvo, enjutos, de mirada acerada. Habían venido a cazar a Guijarro y a los suyos, como si no fueran más que una manda de incautos antílopes.
Guijarro vio la desesperación que había en sus ojos. Aquellos recién llegados no eran nómadas ni invasores por instinto, no más que ellos. Solo una terrible catástrofe podía haberlos empujado hasta allí, a aquella tierra nueva y desconocida, para librar aquella guerra repentina. Pero ahora que estaban allí lucharía hasta la muerte porque no tenían otra alternativa.
Hubo un aullido. El cazador que estaba luchando con su tío estaba de pie. Uno de sus brazos colgaba a un lado, ensangrentado y roto. Pero, a pesar de que su boca era una masa de sangre y dientes rotos, estaba sonriendo. El tío de Guijarro estaba tirado en el suelo, con el pecho abierto en canal.
La gente de Guijarro había perdido ya a dos de sus tres hombres adultos, Nariz Chata y su hermano. No tenían la menor posibilidad de vencer.
Los supervivientes emprendieron la huida. No tuvieron tiempo de recoger nada, ni herramientas, ni comida… ni siquiera los niños. Y los cazadores los atacaron mientras huían, utilizando el extremo romo de las lanzas para derribarlos. El tercer hombre fue desjarretado. Los cazadores atraparon a dos de las mujeres y a una muchacha más joven que Guijarro. Arrojaron a las mujeres al suelo, de bruces, y los hombres más jóvenes, disputándose a empujones el derecho a ser los primeros, les separaron las piernas.
Los demás corrieron y corrieron hasta que los perseguidores los dejaron ir.
Guijarro volvió la vista en la dirección por la que habían venido. Los cazadores estaban pisoteando el asentamiento, el suelo que había sido de los antepasados de Guijarro desde tiempos inmemoriales.
Vio que quedaban cinco de los habitantes de la aldea. Dos mujeres, incluida su madre, él mismo, una niña pequeña y uno de los bebés… pero no su hermanita. Solo cinco.
Con una expresión cincelada en el rostro, Polvo se volvió hacia él. Le puso una mano en el hombro.
—Hombre —dijo con voz grave—. Tú.
Era cierto, vio con espanto. Era el hombre más adulto que quedaba con vida. De los cinco supervivientes, solo el bebé que lloraba a sus pies, en el polvo, era macho.
Polvo recogió al niño sin madre y lo apretó contra su pecho. A continuación, resueltamente, le dio la espalda a su asentamiento y emprendió la marcha hacia el norte, dejando un rastro de pisadas irregulares sobre la tierra. No miró atrás una sola vez.
Confundido, aterrorizado, Guijarro la siguió.
El Pleistoceno, esta era de hielo, era una época de brutales turbulencias climáticas. Las sequías, las inundaciones y las tormentas eran habituales: en esta era, los «desastres únicos» ocurrían todas las décadas. Era un tiempo de ruinosas variaciones, un tiempo tumultuoso.
Esto creaba un medio que representaba un gran desafío para todos los animales que lo habitaban. Para responder a estos desafíos, muchas criaturas se volvían más inteligentes, no solo los homínidos, sino también los carnívoros, los ungulados y otros. El tamaño medio del cerebro de los mamíferos se doblaría en el transcurso de los dos millones de años de Pleistoceno.
La familia de especies homínidas a la que pertenecía Guijarro había nacido en África, como muchas otras, al sur de allí. Más inteligentes y fuertes que la gente de Lejos, habían salido de África siguiendo un gran arco que las había llevado hasta Europa, al sur de los hielos, y a Asia, hasta la India. Habían adaptado su tecnología, sus costumbres y, trascurrido el tiempo necesario, incluso sus cuerpos a las condiciones que iban encontrando.
Y habían desplazado a las especies anteriores de gente con las que se encontraban. En el Asia oriental todavía sobrevivían caminantes elegantes y enjutos como Lejos, pero en África solo existían en pequeños enclaves aislados. En Europa se habían extinguido del todo. En cuanto a los pitecinos, presionados entre los chimpancés y la nueva gente de la sabana, los últimos habían sucumbido hace tiempo. A pesar de ello, los homínidos no estaban todavía muy extendidos. Todavía no había gente en las frías tierras septentrionales, ni en Australia ni en las Américas, nadie. Pero el Viejo Mundo empezaba a llenarse.
Mientras tanto, la tierra estaba empobreciéndose.
Una vez más, se habían producido extinciones. Y, esta vez, la gente tuvo mucho que ver en ello. En condiciones de presión climática creciente, las especies más grandes y de ciclo reproductivo más lento se habían visto cada vez más ligadas a los cursos fluviales. Así se habían convertido en presa fácil para los cazadores homínidos, cada vez más inteligentes, que, actuando por criterios de mínimo riesgo, cazaban selectivamente a los viejos, los débiles y —y esto era lo importante— los más jóvenes.
Las especies más grandes y menos versátiles habían sido las primeras en caer. En África, de la amplia y variada familia de los parientes de los elefantes, solo sobrevivirían los elefantes propiamente dichos. Muchas variedades de jirafas, cerdos e hipopótamos los habían seguido.
Y luego estaba el fuego.
La conquista del fuego, alcanzada pocas generaciones antes de los tiempos de Guijarro, había sido uno de los acontecimientos más significativos en la evolución de los homínidos. El fuego ofrecía muchas ventajas: calor, luz, protección de los carnívoros… Podía utilizarse para endurecer la madera, y su calor servía para que muchas plantas y animales se volvieran digestibles. Todavía no se llevaban a cabo incendios premeditados a gran escala para limpiar una superficie; eso llegaría más tarde. Pero el uso cotidiano del fuego ya había tenido, poco a poco, un profundo impacto en la vegetación, puesto que aquellas plantas capaces de soportarlo se impusieron a sus parientes menos resistentes. Y mientras tanto, aunque la auténtica agricultura se encontraba todavía en un futuro muy lejano, los homínidos habían empezado a seleccionar aquellas especies vegetales que preferían, tal como Guijarro acababa de arrancar las hierbas que crecían alrededor del ñame.
Estas acciones insignificantes, repetidas día tras día a lo largo de cientos de miles de años, tenían un inmenso impacto. Antaño había sido la marcha de los elefantes lo que moldeaba el paisaje: Lejos y su gente habían sido un elemento marginal. Ya no era así, no tanto. Aquel paisaje era obra de la gente.
A esas alturas, ya era como si aquella campiña desnuda de árboles resistentes al fuego y herbívoros habituados a la escasez fuera algo natural y hubiera estado allí desde el principio de los tiempos. Llevaba tanto tiempo así que no había mente en la Tierra que pudiera recordar que las cosas podían ser diferentes.
Foca había cogido una araña en la playa. Corrió sobre la arena para llevársela a Guijarro, sonriendo.
—Araña red araña pez. —Guijarro, enternecido por su contagiosa energía, le dio unas palmaditas en la cabeza. Le hubiera gustado poder compartir su entusiasmo, aunque solo fuera en parte.
Foca regresó corriendo al matorral de hierba, situado sobre las dunas, en el que había encontrado la araña. La telaraña era un abanico de fuertes líneas radiales, sobre las que la araña había construido una espiral continua de pegajoso hilo. Delicada, muy delicadamente, sosteniendo un pequeño palito entre sus gruesos dedos, el niño levantó la espiral de las guías, que no eran pegajosas. Movió el palo entre los radios, dándole vueltas, hasta que la materia pegajosa quedó concentrada en un extremo. Entonces corrió hacia un pequeño charco dejado por la marea entre unas rocas aterronadas y erosionadas y dejó que la pegajosa masa bailara sobre la superficie del agua.
Un pececillo acudió a morder el tentador anzuelo. Pero cada bocado de sus mandíbulas solo conseguía dejarlo más pegado a la telaraña. Finalmente quedó atrapado del todo y Foca pudo sacarlo del agua sin dificultades. El niño se lo metió directamente en la boca con una sonrisa de triunfo. A continuación, mojó su improvisada caña en la sustancia pegajosa y volvió a sumergirla en el agua.
Foca, abandonado en brazos de Polvo hacía once años, tenía ahora doce, siete menos que el propio Guijarro. Sus primeros años habían sido muy diferentes a los de Guijarro: los había pasado en movimiento. Pero las experiencias vividas no parecían haberlo perturbado. Puede que se hubiera acostumbrado a las migraciones, como uno de esos grandes devoradores de hierba que seguían a las estaciones. Y había llegado al océano. Era demasiado pesado para nadar —todos ellos lo eran— pero siempre que Guijarro lo veía en las aguas poco profundas cercanas a la costa le recordaba a los juguetones mamíferos marinos.
Pero, once años después del trauma del ataque en el que había muerto su padre, Guijarro no tenía nada en común con la juguetona inventiva de Foca.
A sus diecinueve años había alcanzado la madurez y su figura era tan firme y poderosa como había sido la de su padre. Pero estaba maltrecho. Su cuerpo lucía cicatrices viejas, ganadas en feroces y desesperados incidentes. En una colisión con un caballo salvaje se había fracturado una costilla, que nunca había terminado de cerrarse y durante el resto de su vida sentiría dolor cada vez que inhalara para respirar. Y llevaba también las marcas de heridas infligidas por la gente: demasiado a menudo había tenido que luchar.
Obligado a crecer demasiado deprisa, se había vuelto introspectivo. Había ocultado sus pensamientos tras una barba que cada año se volvía más tupida y enmarañada y sus ojos parecían haberse refugiado tras aquel gran risco de hueso de su ceño.
Y, al igual que su padre, lucía en los brazos largas y dentadas cicatrices.
Con un suspiro, reanudó la inspección de las redes y trampas que había puesto en las aguas profundas. Un brazo de tierra alargado protegía aquella playa rocosa del mar y desde la base de las colinas bajaba dando saltos un arroyo hasta la playa. El mar era el Mediterráneo: aquella era la costa del norte de África. Era allí donde el pueblo de Guijarro había encontrado refugio al fin, sobre las resecas dunas que se levantaban sobre las aguas, en una cabaña construida con la madera que traían las aguas y con arbolillos jóvenes.
Foca, jugando con las arañas y sus telarañas, había inventado su propia forma de pesca en miniatura. Pero es que en aquella costa olvidada todos ellos se habían visto obligados a aprender deprisa a vivir del mar. En los primeros tiempos, aquellos cazadores acostumbrados a perseguir antílopes habían chapoteado por la playa persiguiendo peces y delfines que los evitaban con facilidad. Habían pasado hambre y habían sentido desesperación.
La idea la habían sacado al final de la observación, de las arañas, de los peces y animalillos que ocasionalmente quedaban atrapados en los matorrales o en los cañaverales de follaje pegajoso o en la maleza de enredaderas.
Gradualmente habían aprendido el uso de las redes, las trampas y los cepos, hechos de corteza y trozos de cuerpo. Los primeros intentos habían sido fallidos las más de las veces. Pero poco a poco habían desarrollado su habilidad en el uso de las cuerdas naturales y enredaderas y habían aprendido a trenzar, reparar y atar fibras. Y había funcionado. Si uno tenía suerte podía atrapar peces, pulpos y tortugas. Cuanto más se adentraba en el mar, mejores eran las capturas.
Bueno, tenía que funcionar. De lo contrario, seguramente habrían muerto de hambre.
Lo más irónico es que la tierra que se extendía al sur, más allá de aquellos riscos de la costa, era rica, un mosaico de bosque, pastizales y lagos de agua dulce. Y había animales de sobra, más allá de las ciénagas, en las tierras altas: ciervos rojos, caballos y rinocerontes y muchos herbívoros menores. Algunas veces, los animales incluso bajaban a las playas en busca de sal.
Si no hubiese habido gente, habría sido un paraíso para el grupo de Guijarro. Pero la tierra no estaba vacía y ese era el problema.
En el horizonte había una isla. Su mirada se vio atraída hasta allí. A pesar de que la distancia la cubría de niebla, desde allí se veía lo rica que era, cubierta por entero de una vegetación que llegaba casi hasta la orilla del mar. Y había gente en ella. Los días claros podía verla: gente alta y delgada, que corría por las playas y las cimas de las colinas, figuras pálidas y huidizas.
Allí su pueblo y él estarían a salvo, pensó. En una isla como esa, un trozo de tierra propio, podrían vivir para siempre, sin tener que preocuparse por los extraños. Si pudiera llegar hasta allí, tal vez fuera capaz de arrebatarle la posesión de la tierra a aquellos flacos extraños.
Si pudiera llegar allí. Pero la gente no nadaba como los delfines, ni caminaba sobre las aguas como los insectos. Era imposible.
Así que estaban allí varados.
Nunca habían planeado llegar tan lejos. Ninguno de ellos había planeado nada de lo que había ocurrido. Simplemente, se habían visto obligados a seguir adelante, marchando y marchando, mientras los años iban transcurriendo poco a poco.
La gente de Guijarro era, por naturaleza, sedentaria. En un mundo abarrotado, este robusto pueblo no había tardado en perder el espíritu viajero de los tiempos de Lejos. Cuando se habían visto arrojados a un mundo extraño el desafío había sido terrible: para Guijarro había sido como si la gran caminata hubiera sido una larga y lenta agonía, una época de locura y perplejidad.
Durante el viaje, los chicos habían crecido. El propio Guijarro se había hecho un hombre y el grupo, alimentado por los refugiados de otros desastres, había ido creciendo lentamente. Y no solo había crecido de aquel modo. Guijarro había sido padre. Se había apareado con Verde, la melancólica mujer que los había acompañado desde el viejo asentamiento. Pero el niño había muerto mientras atravesaban una región especialmente dura y seca.
Y no habían encontrado ningún lugar donde vivir. Porque el mundo estaba lleno de gente.
Antes del ataque, la familia amplia de Guijarro estaba formada por doce miembros. Eran autosuficientes, no comerciaban y nunca se alejaban mucho más allá de una jornada de marcha.
Pero eran conscientes de la existencia de otros grupos similares que salpicaban la tierra a su alrededor, inmóviles como árboles.
En conjunto, había unas cuarenta tribus en el gran clan del que la gente de Guijarro formaba parte, aproximadamente un millar de personas. Algunas veces se producían intercambios cuando los jóvenes de una «aldea» buscaban pareja en otra. Y se producían conflictos ocasionales cuando dos grupos se enfrentaban por alguna región especialmente rica en alimentos o en medio de una cacería. Pero estos incidentes solían resolverse con poco más que unas palabras subidas de tono, algún forcejeo sin mayores consecuencias y, en casos extremos, algún lanzazo en la pierna, una forma de mutilación que se había convertido en un castigo ritual.
Y cada uno de los mil miembros de aquel grupo, desde el niño más pequeño hasta la más marchita vieja de treinta y cinco años, compartían las características rayas verticales de color rojo o negro que Guijarro llevaba todavía en el rostro.
Lejos se habría quedado boquiabierta si hubiera podido ver adónde había llegado su pequeña innovación con los pedacitos de ocre. Lo que había empezado siendo una estratagema sexual casi inconsciente se había convertido, a lo largo de inmensos períodos de tiempo, en una especie de celebración de la fecundidad. Todas las mujeres e incluso algunos hombres se pintaban las piernas con el característico color de la fertilidad. Lentamente, mentes torpes y dedos inseguros habían experimentado con otras formas de decoración, con nuevos símbolos.
A esas alturas, no obstante, aquella forma de tosca decoración obedecía a un propósito concreto. Las marcas verticales de Guijarro eran como una especie de uniforme que establecía las diferencias entre su pueblo y los demás. Ya no era necesario, como en tiempos de Capo, conocer personalmente a todos los que formaban tu grupo. No tenías que acordarte de las caras. Lo único que hacía falta era el símbolo.
Los símbolos mantenían unidos los grupos. En cierto sentido, se habían convertido en la razón de sus luchas. Aquellos toscos dibujos y rayas representaban la aparición del arte… pero también la de las naciones, la de la guerra. Harían posibles conflictos que trascenderían incluso la muerte de aquellos que los habían iniciado. Por eso las mentes de los homínidos estaban volviéndose más diestras en la creación de símbolos con el paso de las generaciones.
Por todas partes había clanes como aquel, clanes más o menos del mismo tamaño. Todos ellos eran sedentarios, todos permanecían donde habían nacido, donde sus padres y sus abuelos habían vivido y muerto. Sus lenguajes eran mutuamente ininteligibles. De hecho, muchas de aquellas comunidades llevaban tanto tiempo aisladas que ya no hubieran podido tener descendencia mutua. Y permanecían donde estaban hasta que los desplazaba algún desastre natural, como un cambio climático, o una inundación… u otra gente.
Razón por la que se habían formado los clanes, claro: para marginar a los refugiados.
Había sido terriblemente duro para ellos. Al fin, tras once años, habían llegado a aquel lugar, a aquella playa, y se habían visto obligados a detenerse, porque allí se acababa la tierra.
En aquel momento, Guijarro escuchó un grito quejumbroso procedente de la arena.
—¡Oye, oye, socorro, socorro!
Se levantó y miró hacia allí. Vio dos figuras robustas que caminaban tambaleándose hacia la cabaña. Eran Manos y Hiena. Uno se caracterizaba por sus enormes y poderosas manos y el otro por la costumbre que tenía de reírse como uno de esos animales carroñeros cuando cazaba. Los dos se habían unido al grupo de Guijarro durante su larga odisea. Pero ahora parecía que les había ocurrido algo. Hiena apoyaba todo su peso sobre los poderosos hombros de Manos, su compañero, e incluso Guijarro, a pesar de la distancia que los separaba, podía oír su respiración trabajosa.
Polvo salió de la cabaña. A la madre de Guijarro, que a esas alturas tenía casi cuarenta años ya, las muchas penalidades que había soportado durante el viaje le habían ajado y encorvado el cuerpo. Cojeando se dirigió hacia Hiena y Manos, mientras empezaba a gritar:
—¡Herido, herido!
Hiena se desplomó en la playa y Guijarro pudo ver que de su espalda sobresalía una hoja de piedra. Manos se agachó para ayudarlo a incorporarse de nuevo.
Murmurando para sus adentros, Guijarro fue en pos de su madre.
Para cuando lograron llevar a Hiena hasta la cabaña, la luz estaba empezando a abandonar el cielo.
La gente se movía alrededor de la cabaña, preparando las tareas de la noche. Tanto los hombres como las mujeres poseían enormes hombros musculosos que se marcaban como jorobas por debajo de las tiras de cuero con las que se cubrían. Hasta sus manos, cuyos dedos tenían yemas como palas, eran inmensas. Sus huesos, capaces de soportar grandes presiones, eran muy sólidos, y poseían pesadas y duras articulaciones. Eran criaturas poderosas, sólidas, como talladas de la misma tierra.
Tenían que ser fuertes. En un medio tan exigente como aquel, tenían que trabajar duro toda la vida, compensando con fuerza bruta lo que les faltaba en inteligencia. Pocos llegaban al final de la vida sin el dolor de heridas viejas, o algunos problemas como las enfermedades degenerativas de los huesos. Y eran muy pocos los que vivían más allá de los cuarenta.
La herida de Hiena no era especialmente grave. Ni siquiera el hecho de que, a todas luces, lo hubiera apuñalado por la espalda un homínido de una banda rival del otro lado de los riscos levantó demasiado interés. La vida era dura. Las heridas eran algo habitual.
Dentro de la irregular y estrecha cabaña no había más luz que la que daba el fuego y la poca que se colaba por las grietas de las paredes. La organización brillaba por su ausencia. Al fondo de la cabaña se apilaban los huesos y los caparazones, abandonados después de las comidas. Las herramientas, algunas de ellas rotas y otras a medio hacer, quedaban allí donde se dejaban, al igual que los trozos de comida, el cuero, la madera, la piedra o las pieles sin trabajar. En el suelo podían verse los restos de los alimentos con los que subsistía el grupo: plátanos, dátiles, raíces y tubérculos y muchos ñames. Los adultos hacían sus necesidades en el exterior para no atraer a las moscas, pero sus hijos todavía no habían aprendido aquella lección, así que el suelo estaba cubierto de excrementos de niño medio enterrados.
Ni siquiera había un lugar fijo para el fuego. Sobre el suelo de la cabaña y en el exterior se veían las cicatrices de antiguas fogatas, en círculos ennegrecidos de guijarros y arena. Cuando cambiaba el viento o se desplomaba una parte de la cabaña, se limitaban a cambiar de sitio los rescoldos del fuego del día anterior y a empezar de nuevo.
A un humano, la cabaña le habría parecido oscura, baja, agobiante, claustrofóbica, desorganizada e inundada hasta el límite de lo soportable por la peste de muchos años de vida. Pero para Guijarro, así eran las cosas y así habían sido siempre.
De hecho, aquella noche había dos fogatas que cuidar. Las manos se habían vuelto hacia el calor del fuego que llevaba todo el día encendido. Guijarro recorrió los alrededores del asentamiento reuniendo trozos de madera seca y erigió cuidadosamente una pirámide de madera y astillas para encender un fuego más intenso y caliente. Le había arrancado la carne a la cabeza y las patas de un bebé de rinoceronte y ahora utilizaría el fuego para partir los huesos y llegar al suculento tuétano del interior.
Al fondo de la cabaña, Polvo y Verde estaban encendiendo otra fogata, junto con Foca, Chillido y algunos niños. Tenían un puñado de piedras que habían partido rápidamente para hacer cuchillos y raederas y con estas trabajaban la comida que habían reunido durante el día en la región que rodeaba la cabaña. Había crustáceos e incluso una rata.
Mientras seguían trabajando, el techo de la cabaña no tardó en llenarse de humo. Todo esto se producía entre gruñidos, murmullos, eructos y pedos. Apenas pronunciaban palabra.
Chillido era otra superviviente: era la niña, menor que Guijarro, que había escapado de la ocupación de su antiguo asentamiento. Las experiencias que había vivido le habían pasado factura. Siempre había sido un poco enfermiza y propensa al llanto. Ahora tenía diecisiete años, era una mujer adulta y Guijarro, al igual que Manos y Hiena, había copulado con ella en más de una ocasión. Pero aún no se había quedado embarazada y su cuerpo, flaco y comparativamente delicado, no le había proporcionado placer.
La gente había desarrollado una peculiar organización económica. Los hombres y las mujeres recolectaban por separado y comían por separado.
Aquellos que recogían vegetación, alimentos del mar y presas pequeñas cerca de la cabaña, mujeres en su mayor parte pero no exclusivamente, se sentaban y la cocinaban sobre el fuego pequeño, ayudándose con herramientas fabricadas con los recursos locales. Los que se alejaban más para cazar —hombres casi siempre, pero no siempre— devoraban gran parte de la caza in situ. Solo traían algo a casa en caso de que les sobrara. El bocado del tuétano siempre se reservaba para los cazadores, después de que hubiesen partido los huesos en el intenso calor de sus propias fogatas.
La mayoría de las veces, la comida que recogían las mujeres conformaba la mayor parte de la dieta del grupo y, por decirlo así, subvencionaba las cacerías de los hombres. Pero la caza, como siempre, no era solo una forma de conseguir comida. Todavía incluía un elemento de exhibición de los machos. En esto, la gente no había avanzado mucho desde tiempos de Lejos.
Otras cosas sí que habían cambiado. Las herramientas de piedra que las mujeres utilizaban para preparar la comida eran enormes pero parecían toscas en comparación con las exquisitas hachas de mano que ya Hacha era capaz de fabricar hace inris de un millón de años. Pero a pesar de su belleza, un hacha de mano no era mucho más útil para la mayoría de las tareas que una sencilla lasca de piedra con un borde cortante y alargado. En épocas más duras, los hombres y las mujeres habían tenido que aprender a fabricar sus herramientas con la máxima eficiencia para cubrir sus necesidades. Sometido a esta presión, el ancestral predominio de la forma refinada del bifaz había empezado a debilitarse. Había sido como un deshielo mental. Aunque en algunos rincones del planeta los hacedores de hachas todavía cortejaban con sus presentes de piedra, cuando la mano muerta de la selección sexual se había levantado de allí se había producido un derroche de inventiva y diversidad.
Gradualmente, se había desarrollado una nueva forma de fabricar herramientas. Primero se preparaba un núcleo de roca de tal modo que, de un solo golpe se arrancaba una lasca de la forma deseada, que a continuación podía retocarse y terminarse. Las lascas obtenidas de este modo tenían los bordes más finos posibles: a veces de hasta una molécula de grosor en toda su superficie. Y, con la suficiente habilidad, uno podía crear gran variedad de herramientas de esta forma: hachas, sí, pero también puntas de lanza, cortadoras, punzones, raederas… Era un método mucho más eficiente de fabricar herramientas, aunque pareciera más tosco.
Pero este método nuevo implicaba más peldaños en la escala cognitiva que el anterior. Había que ser capaz de localizar el tipo de material apropiado —no servía cualquier roca— y había que ser capaz de ver en su interior, no solo hachas, sino toda la gama de herramientas que podían extraerse de ella.
Cuando terminó de comer, la gente, lenta y perezosamente, se separó para trabajar. Verde preparó un trozo de piel de antílope, mordiéndola y pasándola por los dientes. Era una experta trabajando la piel de los animales y sus dientes, rotos y desgastados, atestiguaban los muchos años que llevaba haciéndolo. Los niños pequeños estaban empezando a quedarse dormidos. Se reunieron formando un tosco círculo y se acariciaron unos a otros las enmarañadas cabelleras. Mano estaba cuidando de Hiena. Inspeccionó la herida debajo de la cataplasma, la olisqueó y volvió a poner la cataplasma.
Polvo, exhausta como siempre en los últimos tiempos, se había tumbado ya junto al fuego. Pero estaba despierta y había un brillo en sus ojos. Guijarro lo entendió. Echaba de menos a Nariz Chata. Su «marido».
La gente había pagado un alto precio por los cerebros cada vez más grandes de sus hijos. Al nacer, Guijarro, cuyo cerebro tenía todavía que desarrollarse en gran parte, estaba casi indefenso. Antes de que pudiera vivir de forma independiente tendría que atravesar un largo período de crecimiento y aprendizaje. El apoyo de las abuelas ya no era suficiente. Había tenido que aparecer una nueva forma de vivir.
Los padres tenían que permanecer juntos por el bien de los hijos: no era todavía la monogamia, pero se le parecía. Los padres habían aprendido que si querían que su herencia genética se transmitiera a las posteriores generaciones, era esencial que estuvieran allí. Pero la ovulación de las mujeres estaba ahora oculta y casi siempre eran sexualmente receptivas. Era una estratagema: si un hombre iba a implicarse en la cría de un niño, tenía que estar seguro de que realmente era suyo… y si no sabía cuándo era fértil su pareja, el único modo de asegurarse era estar siempre allí.
Pero no todo era compulsión. Las parejas preferían el sexo en privado, o en lo más parecido a la privacidad que podían ofrecer aquellas comunidades pequeñas y cerradas. El sexo se había convertido en la argamasa social que mantenía unidas a las parejas. La implacable selección del Pleistoceno estaba moldeando todo lo que caracterizaría a la humanidad. Hasta el amor era un producto derivado de la evolución. El amor, y el pesar por la pérdida.
Pero el proceso no era completo. La inconexa conversación que se escuchaba en el interior de aquella cabaña no era más que un cuchicheo carente casi del todo de sentido. La fabricación de las herramientas, la recolección de la comida y otras actividades estaban todavía aisladas de la consciencia, en unas mentes que, aunque espaciosas, seguían compartimentadas. Y todavía se rascaban y acariciaban como los simios.
No eran humanos.
Guijarro estaba irritable, inquieto, como encerrado. Sin miramientos, le robó un trozo de vientre de rinoceronte a Foca, que protestó escandalosamente:
—¡Mío, mío!
Luego fue a sentarse en la entrada de la cabaña, solo, de cara al mar.
No muy lejos se veía la tierra cubierta de maleza en la que la gente limpiaba de malas hierbas las plantas de guisante, las judías y los ñames. Pero más allá, al norte y al oeste, una puesta de sol coronaba el cielo, tiñendo de púrpura y rosa las llanuras del rostro de Guijarro. Era una magnífica puesta de sol de la Edad de Hielo. El avance de los glaciares por los continentes del norte había levantado vastas cantidades de polvo; la luz del Sol se refractaba al atravesar las grandes nubes de roca pulverizada.
Guijarro se sentía atrapado, como uno de los pececillos que Foca había atrapado en su pegajosa telaraña.
Apenas consciente de lo que hacía, tanteó el suelo en busca de un pedazo de roca. Cuando encontró uno lo bastante afilado, se lo llevó al brazo derecho —tuvo que buscar una zona que no tuviera ninguna cicatriz—, apretó la piedra contra la carne y disfrutó de la deliciosa y punzante agonía.
Le habría gustado que su padre hubiera estado allí, para que pudieran hacerlo juntos. Pero al menos la piedra sí que estaba y el dolor, al avanzar por su epidermis, casi resultaba reconfortante. El cuchillo de piedra recorrió su brazo entero, dejando un rastro de cálida sangre. Se estremeció de dolor, pero disfrutó de su fría certeza, consciente de que podía parar cuando quisiera… y consciente también que no iba a hacerlo.
Aislado, deprimido, cautivo en una vida vacía, Guijarro se había vuelto hacia sí mismo, y un comportamiento que antaño había servido para que los jóvenes compararan su fuerza de una forma relativamente inocua se había convertido en un ritual solitario y autodestructivo. La raza de Guijarro no era humana. Y, sin embargo, conocía el amor, la pérdida… y la adicción.
En la oscuridad, tras él, su madre observaba, con los ojos nublados bajo el farallón de hueso.
•
Guijarro despertó en medio de la gris luz que precedía al alba, pero no fue la luz ni el frío lo que lo despertó.
Una lengua estaba lamiéndole el pie desnudo. Era una sensación casi reconfortante y logró abrirse paso entre sus sueños inquietos. Entonces, su mente recobró la consciencia suficiente para preguntarse quién estaría haciéndolo. Sus ojos se abrieron bruscamente.
Había un lomo hirsuto y musculoso a su lado, una silueta recortada contra el cielo del alba.
Lanzó un grito y se puso en pie. El lobo, asustado, se apartó con un gañido. Se alejó unos pasos, se volvió y empezó a gruñir.
Pero había una mujer junto al lobo.
Era casi una mano más alta que él. Tenía el cuerpo esbelto, los hombros estrechos y las piernas largas y elegantes, como las de una cigüeña. Sus caderas eran estrechas, sus pechos pequeños y erguidos y su cuello largo. Su cuerpo era todo fibra y músculo: la firmeza de los brazos y las piernas saltaba a la vista. Parecía casi una niña, una niña extrañamente crecida y de rasgos aún sin formar. Pero no era ninguna niña. Eso se veía en los pechos, en los mechones de pelo que tenía debajo de los brazos y en las finas arrugas que rodeaban su boca y sus labios.
La gente de la isla era como ella, al menos de cuello para abajo. Pero de cuello para arriba, Guijarro nunca había visto nada parecido.
Tenía la barbilla afilada, como acabada en punta. Su dentadura era pálida y regular, y no estaba desgastada, como la de una niña, como si nunca la hubiera utilizado para trabajar la piel de los animales. Su rostro parecía achatado, como si le hubiesen aplastado la pequeña nariz. El cabello era negro pero lo llevaba muy corto. Y en cuanto a la protuberancia ósea de la frente… vaya, no tenía. Su frente ascendía en línea recta y hacia arriba y entonces el cráneo dibujaba una línea amplia y redondeada, como una roca, muy diferente a la forma de caparazón de tortuga del suyo.
Era una humana: desde el punto de vista anatómico, una humana de nuestra época. Podría haber llegado cruzando un túnel del tiempo desde la bulliciosa muchedumbre del aeropuerto de Darwin en la que se encontraba Joan Useb. Y, si lo hubiera hecho, para Guijarro no hubiera supuesto mayor sorpresa.
Estaba fascinado y no podía apartar la mirada de ella.
El astil del arpón tenía una muesca en un extremo y en aquella muesca, pegada con resina y sujeta con hebras hechas de tendón, había una punta tallada. Era un cilindro delgado, cuyo centro tenía apenas el grosor de un dedo. A ambos lados, la superficie estaba cubierta de finos dientes tallados que apuntaban en dirección contraria a la de avance. La superficie no tenía el mismo acabado tosco de sus herramientas: parecía tan suave como la piel.
Vio entonces que aquel arpón no era su única herramienta. Llevaba un jirón de piel tratada alrededor del talle. Una cosa parecida a una red, tejida quizá con plantas trepadoras, colgaba de su cuello. En su interior había una colección de piedras trabajadas. La piedra parecía pedernal. El pedernal era una piedra excelente, fácil de tallar, y la había encontrado varias veces a lo largo de su viaje por África. Pero no había pedernal cerca de aquella playa. Así que, ¿cómo había llegado hasta allí? Su confusión creció.
Pero entonces toda su atención se dirigió a la punta del arpón. Estaba hecha de hueso.
La gente de Guijarro utilizaba fragmentos de hueso como raspadores, o como martillos para dar los últimos retoques a los bordes de sus herramientas de piedra.
Pero nunca intentaban tallarlo. El hueso era difícil de trabajar, complicado de manejar y propenso a romperse de formas inesperadas. Nunca había visto nada parecido a aquella regularidad, aquella perfección en el acabado, aquel ingenio.
En el futuro, siempre asociaría a la mujer con aquel maravilloso artefacto. Para él, ella sería Arpón. Sin pensarlo, embargado por una curiosidad irresistible, extendió sus largos y gruesos dedos hacia la punta del arpón.
—¡Ya! —La mujer retrocedió y empuñó el arpón. A su lado, el lobo le enseñó los dientes y empezó a gruñir.
La tensión creció inmediatamente. Manos había empezado a recoger gruesas rocas de la playa.
Guijarro levantó las manos.
—No no no… —Tuvo que esforzarse bastante, gesticulando y balbuceando, para convencer a Manos de que no le arrojara las piedras a la mujer. Ni siquiera supo por qué lo hizo. Tendría que haber ayudado a Manos a echarla de allí. Los extraños no significaban más que problemas. Pero el lobo y la mujer no le habían hecho nada.
Y ella le estaba mirando la entrepierna.
Bajó la vista. Una impresionante impresión asomaba por allí. De repente se dio cuenta de los latidos que palpitaban en su garganta, del calor de su rostro, de la humedad de sus manos. El sexo era algo frecuente, con Verde o con Chillido, y normalmente resultaba agradable. Pero ¿aquella mujer-niña con su cara chata y fea y su cuerpo esbelto como un arpón? Si se tendía sobre ella seguramente la aplastaría.
Pero no se había sentido así desde la primera vez, cuando Verde había venido a montarse sobre él en plena noche.
El lobo gruñó. La mujer, Arpón, le acarició el pelaje.
—Ya, ya —dijo en voz baja. Seguía mirando a Guijarro y enseñaba los dientes. Estaba sonriendo.
De repente se sintió avergonzado, como si fuera un muchacho incapaz de controlar su cuerpo. Se volvió y corrió hacia el mar. Cuando estuvo lo bastante dentro para que el agua lo cubriera, se sumergió de cabeza. Allí con la boca cerrada, se agarró el pene y empezó a sacudirlo. Eyaculó rápidamente y el blanquecino esperma se dispersó entre las aguas formando espirales.
Batió las piernas y salió, casi sin aliento. El corazón seguía latiéndole furiosamente pero al menos la tensión había desaparecido. Salió del agua. Los cortes que se había hecho en el brazo la noche antes no se habían curado todavía, y la sangre rojiza, diluida por el agua salada, goteaba desde las yemas de sus dedos.
La mujer había desaparecido. Pero pudo ver un rastro de pisadas —pies estrechos, talones delicados— que regresaban por donde habían llegado, más allá del promontorio. Las huellas del perro seguían a las suyas.
Manos y Chillido caminaban hacia él. Chillido estaba estudiándolo con mirada inquieta. Manos exclamó:
—¡Extraño extraño lobo extraño!
Enfurecido, arrojó las piedras al suelo. No entendía por qué había reaccionado Guijarro de aquella manera, por qué no había expulsado enseguida a la extraña o la había matado.
De repente, fue como si la insatisfacción vital de Guijarro encontrara un punto de enfoque.
—¡Ya ya! —replicó con voz fuerte. Dio media vuelta y empezó a alejarse siguiendo las huellas que había dejado la mujer esbelta.
Chillido corrió tras él.
—¡No, no, problemas! ¡Cabaña, comida, cabaña! —Hasta le cogió la mano y se la llevó al vientre, y trató de deslizaría hasta su entrepierna. Pero Guijarro la empujó en el pecho y la tiró al suelo, desde donde ella lo siguió con mirada anhelante mientras se alejaba.
Siguió el rastro por la playa. Sus amplias huellas cubrieron e hicieron desaparecer las de Arpón.
La orilla estaba cubierta de mejillones, percebes y los desechos que traía el mar: algas, medusas y cientos de cartílagos de sepia, lavados por las aguas. Al poco rato estaba sudando, jadeando y con un ligero dolor en las caderas y rodillas, preludio de los que lo atormentarían en años posteriores.
Conforme se iba calmando, sus instintos habituales empezaban a tomar el control. Recordó que estaba desnudo y solo.
Recorrió la playa con la mirada hasta encontrar una roca grande y de borde afilado que le cabía en la mano. Entonces siguió caminando sin apartarse de la orilla del mar. Aunque allí la arena era un lodo blando y apelmazado que se le metía entre los dedos, al menos solo tenía que preocuparse de un flanco.
El rastro de huellas delicadas, seguido en todo momento por el de las patas del lobo, avanzaba en línea recta por la arena más fina. Después de un buen trecho, las huellas se volvieron y se adentraron en la playa. Y allí, a la sombra de unas palmeras, vio una cabaña.
Permaneció inmóvil durante largos instantes, mirándola fijamente. No se veía a nadie. Se aproximó con cautela.
Construida sobre el límite de la marea, la cabaña se levantaba sobre una estructura de arbolillos tendidos sobre el suelo. Las copas de los arbolillos estaban entrelazadas… no, vio, no entrelazadas, sino cosidas, cosidas con finas hebras hechas de cartílago. Habían cubierto la estructura con ramas y hojas y luego las habían atado a su vez. Alrededor de la redondeada entrada había herramientas y restos imposibles de identificar desde tan lejos.
La cabaña no tenía nada de especial. Era más grande que la suya —tal vez pudiera alojar a unas veinte personas o más— pero esa parecía ser la única diferencia.
Los restos que había sobre la arena apelmazada que rodeaba la entrada crujieron ligeramente cuando sus pies los pisaron. Entró en la cabaña con los ojos muy abiertos. En el interior flotaba un intenso aroma a ceniza.
La cabaña no estaba a oscuras, sino cubierta por una cálida luz parda. Vio que habían abierto un agujero en la pared y lo habían cubierto con un trozo de piel muy fina, suficiente para mantener el viento a raya al mismo tiempo que dejaba pasar la luz. Inspeccionó la piel en busca de marcas de dientes pero no las encontró. ¿Cómo se podía preparar la piel sin utilizar los dientes?
Miró a su alrededor. Había porquería en el suelo: mierda de los niños y algo que parecían los rastros de hienas o lobos. Había restos de comida en grandes cantidades, caparazones y raspas de pescado sobre todo. Pero también vio algunos huesos de animales, algunos de ellos con pedazos de carne todavía adheridos. Estaban rotos y roídos. La mayoría pertenecía a animales pequeños, puede que cerdos o ciervos enanos, pero eso no impidió que sintiera envidia. Por lo que él sabía, la feroz gente del interior se guardaba para sí todo lo que producían los bosques y las extensas praderas.
Se sentó en cuclillas, miró a su alrededor y, poco a poco, sus ojos fueron adaptándose a la escasez de luz.
Encontró los restos de una fogata, apenas un círculo negro en el suelo. Las cenizas estaban todavía calientes y hasta echaban humo en algunos sitios. Cautelosamente, las removió con un dedo. El dedo se hundió en la ceniza. Vio que habían excavado un agujero en el suelo, como los que ellos utilizaban para meter a la gente muerta. Pero aquel agujero era para contener al fuego. La capa de ceniza era muy profunda y se dio cuenta de que para formar aquella densa acumulación habrían sido necesarios muchos, muchos días y noches. Y en el borde del círculo más próximo a la entrada, donde la brisa soplaba con mayor fuerza, habían levantado una pequeña hilera de piedras para protegerlo.
Era un hogar, uno de los primeros hogares que había en todo el mundo. Guijarro nunca había visto nada parecido.
Entonces se percató de que unas planchas de alguna sustancia marrón cubrían el suelo. Tocó una de ellas con cautela. Resultó ser corteza. Pero la habían despegado cuidadosamente del árbol, le habían dado forma de algún modo y la habían tratado por algún procedimiento hasta transformarla en aquella suave manta. Al levantarla, vio que había un agujero debajo. El agujero contenía comida: ñames apilados.
Encontró otro agujero lleno de herramientas. Una gruesa capa de fragmentos revelaba que aquel era el lugar en el que se fabricaban habitualmente. Algunas de ellas no estaban terminadas. Pero su variedad era desconcertante: vio hachas, cuchillos, picos, martillos, raederas, punzones, rascadores… y otros diseños que ni siquiera reconocía.
Entonces vio lo que parecía un hacha ordinaria, una cabeza de piedra adosada a una empuñadura de madera. Pero la cabeza estaba atada con lianas, con tanta fuerza que no fue capaz de separarlas. Él había visto cómo estrangulaban las lianas a otras plantas. Era como si alguien hubiera puesto aquella piedra y la empuñadura en la liana y hubiera esperado a que la planta atrapara los artefactos y los uniera con más fuerza de la que ningunos dedos podrían conseguir nunca.
Había una red parecida a la que Arpón llevaba en la playa. Era una bolsa llena de herramientas de piedra y hueso. La levantó con curiosidad y cautela y se la colgó del hombro, como había visto hacer a Arpón. La gente de Guijarro no fabricaba bolsas. Llevaban solo lo que les cabía en las manos o sobre el hombro. La red lo fascinaba. Tal vez estuviera hecha de trepadoras o lianas. Pero habían entrelazado las fibras hasta fabricar una cuerda que era fuerte y al mismo tiempo más fina que cualquier liana.
Confundido, dejó caer la bolsa.
Era como su cabaña y, al mismo tiempo, no lo era. Para empezar, era raro que todas las cosas estuvieran separadas. En casa, uno comía donde quería y fabricaba sus herramientas donde le apetecía. Aquí parecía haber un lugar para comer, otro para dormir, otro para hacer el fuego y otro para trabajar las herramientas. Aquello resultaba perturbador. Y…
—¡Ko ko ko!
Había entrado un hombre. Lo vio perfilado contra la luz del día: era alto y delgado, como Arpón, y tenía la misma cabeza redondeada y alta. Había miedo en su débil mirada, pero levantó una lanza.
La adrenalina inundó el organismo de Guijarro. Se puso en pie rápidamente y examinó a su oponente.
El hombre, ataviado con pellejos anudados, era flaco y fibroso. No sería rival para la fuerza bruta de Guijarro. Y su arma no era más que un venablo de madera tallada y endurecida, liviano para poder lanzarla con más facilidad. No ero una verdadera lanza, que es lo que hubiera necesitado para luchar en aquel espacio estrecho. Guijarro podría romper aquel cuello delgado con facilidad.
Pero el hombre, aunque asustado, parecía resuelto.
—¡Ko ko ko! —volvió a gritar. Y avanzó un paso. Guijarro empezó a gruñir y se preparó para recibir el ataque.
—Ya ya. —Era Arpón. Cogió al hombre del brazo. Él trató de zafarse. Empezaron a discutir. Era una conversación como cualquiera que se hubiera producido en la cabaña de Guijarro; una cadena de palabras, incomprensibles para él, sin estructura ni sintaxis, que solo contaba con la repetición, el volumen y la gesticulación para transmitir énfasis. Duró mucho, como ocurría siempre con aquellas conversaciones. Pero finalmente el hombre retrocedió. Lanzó una mirada furiosa a Guijarro, escupió en el suelo y salió.
Cautelosamente, Arpón entró en la cabaña. Sin dejar de mirar a Guijarro, se sentó sobre la tierra apelmazada. En la oscuridad, sus ojos eran muy brillantes.
Con lentitud, Guijarro se sentó frente a ella.
Después de un rato, Arpón metió su fina mano bajo una manta y sacó varias frutas de baobab. Se las ofreció a Guijarro. Titubeando, este las aceptó. Durante largos instantes permanecieron sentados en silencio, representantes de dos subespecies de la humanidad, sin una palabra ni un gesto en común.
Pero al menos no intentaron matarse.
Después de aquel día, Guijarro se sintió cada vez más incómodo en su hogar, con los suyos.
La gente esbelta pareció aceptarlo. El hombre alto —«Ko-ko», porque Guijarro siempre recordaría sus gritos de «¡Ko, ko!», «¡Vete, vete!»— nunca terminaría de confiar en él. Eso estaba claro. Pero Arpón parecía haberlo adoptado. Trabajaban juntos las herramientas, ella le mostraba las sutiles habilidades de sus delicados dedos y él su inmensa fuerza. Juntos, saltaban con la mirada el brazo de mar que los separaba de la rica isla que seguía tentando a Guijarro.
Y trataban de aprender el vocabulario del otro. No era fácil. Había muchas palabras, términos geográficos, como «oeste», que los ancestros de Guijarro nunca habían necesitado.
Incluso salió a cazar con ella.
Aquellos recién llegados eran carroñeros o cazadores emboscados. Con sus esbeltas pero débiles formas, tenían que utilizar la astucia en lugar de la fuerza bruta para cobrarse las presas, y preferían las armas arrojadizas. Pero no tardaron en acostumbrarse y aceptar la contribución de Guijarro, especialmente cuando había que terminar con las presas a corta distancia.
Mientras tanto, los dos grupos de gente entablaron un nuevo tipo de relación. Ni luchaban ni se ignoraban, que eran las dos únicas formas que la gente había tenido de relacionarse hasta entonces.
En su lugar, empezaron a comerciar. A cambio de los frutos del mar y de algunos de sus artefactos, como sus gruesos venablos, la gente de Guijarro empezó a recibir herramientas de hueso, carne del interior, tuétano, pieles y mercancías exóticas, como por ejemplo miel.
A pesar de los evidentes beneficios que ofrecía esta nueva relación, parte de la gente de Guijarro estaba inquieta. Manos y Foca habían explorado inquisitivamente las posibilidades de las nuevas herramientas. Polvo, que estaba envejeciendo con rapidez, parecía sumida en la apatía. Pero Chillido demostraba una implacable hostilidad frente a la nueva gente y, en especial, frente a Arpón. No es así como se hacen las cosas.
Era, después de todo, un pueblo inmensamente conservador, un pueblo que solo se mudaba cuando lo obligaba a ello una Edad de Hielo. Pero a pesar de todo seguían comerciando, porque las ventajas eran incontestables.
Arpón había podido impedir que Ko-ko matara a Guijarro porque entre ellos, un extraño no era necesariamente una amenaza. Si uno quería comerciar, tenía que ser capaz de pensar así.
Para los homínidos, aquel era un campo de pensamiento completamente nuevo e inexplorado. Pero claro, es que la especie de Arpón solo tenía cinco mil años de edad.
Había existido un grupo de gente, no muy diferente al de Guijarro, que había vivido en una playa, no muy diferente a aquella, en la costa oriental del África meridional. La playa estaba llena de grandes rocas sedimentarias de color crema. La vegetación era única en el mundo, una flora relicta que recordaba a los tiempos de Vagabunda, dominada por arbustos y árboles cubiertos por grandes y voraces flores. Era un buen lugar para vivir. El mar era muy productivo pues ofrecía mejillones, percebes, peces, aves marinas… En algunos lugares, los bosques, en los que resonaban los aullidos de los monos y los graznidos de las aves, llegaban justo hasta la orilla y entre la hierba había caza en abundancia: rinocerontes negros, gacelas, cerdos salvajes y elefantes, así como búfalos de largos cuernos y caballos gigantes.
Allí, los antepasados de Arpón habían construido una base próxima al mar. Al igual que la gente de Guijarro, habían vivido allí durante incontables generaciones, hasta que sus huesos pulverizados habían tapizado la tierra. Desde allí recorrían las tierras circundantes, sin alejarse nunca más que unos pocos kilómetros.
Pero entonces, con repentina brusquedad, el clima cambió. El nivel del océano subió y se tragó su hogar ancestral. Al igual que el grupo de Guijarro, se vieron obligados a huir. Y al igual que el pueblo de Guijarro, perdidos en una tierra abarrotada, no habían encontrado lugar en el que establecerse.
Cada paso que daban en dirección contraria a las tierras que habían conocido los dejaba más confusos y perdidos. Muchos de ellos habían muerto. Muchos niños, en los brazos de madres famélicas, no habían sobrevivido mucho tiempo a su nacimiento.
Al fin, desesperados, se vieron empujados a la orilla de un río. Llegaron a la desembocadura, donde crecían densos manglares. Allí pudieron quedarse, porque era un lugar que nadie más quería. Gran parte del suelo estaba cubierto por una capa de agua grasienta de color marrón por la que nadaban cocodrilos. Húmedo, fétido, malsano, era un reino de lagartos, serpientes e insectos, muchos de los cuales, incluidas las hormigas, parecían conspirar para expulsar a la gente.
Se podía encontrar comida: raíces, tallos y brotes de nenúfar. Hasta los frutos del manglar eran comestibles para quien estaba suficientemente hambriento. Pero la carne brillaba por su ausencia. Y no había en ninguna parte piedras con las que fabricar herramientas. Era como si estuvieran tratando de vivir en una gran esterilla empapada y cubierta de vegetación.
Aislada del medio que conocía, la gente podría haber muerto al cabo de una generación… si no se hubiera adaptado.
Todo había empezado de forma inocente. Una mujer, antepasada lejana de Arpón, se había alejado todo lo posible del valle, hasta llegar a tierras más secas. Allí, en las llanuras aluviales y las ciénagas estacionales, el suelo margoso y todavía húmedo producía numerosas especies de hierbas, legumbres, trepadoras, lirios y arruruces.
Los años pasados en las ciénagas le habían permitido acostumbrarse a utilizar toscas herramientas de madera y las manos desnudas para arrancar alimento a una tierra cenagosa y hostil. Ya se había llenado y estaba reuniendo raíces para llevarle a sus hijos.
Entonces topó con el desconocido. El hombre, miembro de otro grupo que vivía río arriba, estaba utilizando un cuchillo de basalto para desollar un conejo. Se quedaron mirando mutuamente, el uno con la carne, el otro con las raíces. Podían haber huido o haber tratado de matarse. Pero no lo hicieron.
Comerciaron: la carne por las raíces. Y cada uno se marchó por donde había venido.
Unos días más tarde, la misma mujer regresó al mismo lugar. El hombre también había vuelto. Ceñudos, suspicaces, cada uno con una lengua que para el otro resultaba incomprensible, volvieron a comerciar, esta vez crustáceos y percebes de la desembocadura por un par de cuchillos de basalto.
Así fue como empezó. La gente de la ciénaga, incapaz de encontrar todo lo que necesitaba para vivir en el pedazo de tierra que había heredado, empezó a intercambiar los productos del mar, de las llanuras aluviales y de los pantanos por carne, pieles, piedra y fruta del interior.
Al cabo de un par de generaciones emigraron y emprendieron una vida nueva y diferente. Se convirtieron en nómadas de verdad que se desplazaban siguiendo las grandes avenidas naturales, las costas y los cursos de agua dulce. Mientras se movían, se iban dividiendo y extendiendo y empezó a aparecer el germen de una red de vías comerciales. Al poco tiempo fue posible encontrar herramientas de piedra a cientos de kilómetros del lugar en el que se habían tallado y caparazones de criaturas marinas en el interior del continente.
Sin embargo, vivir así suponía un desafío. El comercio significaba que había que construir un mapa del mundo de nuevo cuño. La gente que no pertenecía al propio grupo ya no podía seguir siendo un elemento pasivo del paisaje, como las rocas y los árboles. Ahora había que saber quién vivía dónde, qué podía ofrecer, si era hostil… y si era honesto. La gente de las marismas empezó a experimentar una presión terrible para aumentar su inteligencia a gran velocidad.
El diseño de sus cabezas cambió drásticamente. Sus cráneos se alargaron para hacer sitio a unos cerebros más grandes. Y los cambios en la dieta y en sus hábitos tuvieron un impacto dramático en sus facciones. Las raíces de los dientes, que ya no se utilizaban para masticar la carne cruda ni para tratar las pieles, se volvieron más débiles y superficiales. A medida que los músculos de las mandíbulas iban menguando, los dientes superiores empezaron a retroceder. La mandíbula inferior mantuvo su prominencia y la cara se inclinó hacia atrás, de modo que aquellos homínidos perdieron el último vestigio de los hocicos de sus antepasados simiescos. La desaparición del hocico y el crecimiento de la frente proporcionó nuevas superficies de anclaje a los músculos de la cara y desapareció el viejo y prominente arco superciliar.
Al mismo tiempo, conforme se volvían más inteligentes, ya no necesitaban ser tan fuertes. Sus cuerpos perdieron gran parte de la robustez de sus inmediatos antecesores y revirtieron a algo más parecido a la elegante esbeltez de Lejos y sus semejantes.
La primera impresión de Guijarro, a quien le había parecido que Arpón era como una niña, no era accidental. Con aquellas proporciones faciales y sus finos huesos, era como si el crecimiento de aquella gente nueva hubiese quedado interrumpido en la niñez. Una vez más, bajo la presión de una selección feroz, los genes habían buscado variaciones que pudieran implantarse con facilidad: el ajuste de la tasa de crecimiento del esqueleto era una solución comparativamente fácil.
Todos estos cambios se habían completado, en esencia, en el trascurso de pocos milenios. Trascurrido este proceso, Arpón era, anatómicamente hablando, idéntica a una humana de la época de Joan Useb, incluso en el tamaño del cráneo y las características generales del cerebro. Y había sido el comercio, una forma nueva de relacionarse con otras personas, lo que había convertido a su especie en lo que era.
Pero Arpón no era humana todavía.
En su vida había un poco más de inventiva, un poco más de organización. Su raza, por ejemplo, construía hogares. Pero la gama de herramientas que utilizaba no era mucho más avanzada que las de Guijarro y sus antepasados. Su idioma era la misma cháchara inconexa y desestructurada. Gran parte de lo que presidía su vida, como por ejemplo su sexualidad, lo había heredado sin apenas cambios de los diferentes tipos de gente que la habían precedido. En su mente seguía habiendo barreras rígidas, una falta de conexiones en la estructura neuronal de su cerebro. Una verdadera humana de la época de Joan Useb, atrapada en este mundo de sus antepasados, no habría tardado en enloquecer a causa de la monotonía, la rutina y el ritualismo, la ausencia de arte y de lenguaje: la insoportable y pesada pobreza de la vida.
Y, humana o no, esta gente no había tenido un éxito espectacular. Aunque había recorrido toda África desde sus orígenes en las ciénagas del sudeste, su estilo de vida seguía siendo marginal. Es difícil comerciar cuando no hay nadie como tú para hacerlo. De momento, la supervivencia de estos nuevos nómadas no estaba en absoluto garantizada y la mayoría de los grupos existentes, desperdigados por todo el continente, no sobrevivirían.
Los hijos de Arpón estaban destinados a atravesar este cuello de botella, pero sus genes conservarían siempre la impronta de esta hazaña. En el futuro, los miles de millones que germinarían a partir de esta semilla tan poco prometedora serían, genéticamente hablando, criaturas idénticas, parientes de todos los demás humanos.
Las relaciones entre Guijarro y Arpón avanzaron un paso durante una cacería.
Un día, Guijarro se encontraba en un escondite, de cara al viento con respecto a una manada de caballos gigantes que pastaba apaciblemente la crecida hierba. El escondite no era más que una estructura de arbolillos atados y cubiertos con hierba y hojas de palmera. Allí estaba Guijarro, acurrucado, con un venablo a un lado, vigilando al animal grande y cojo que era su presa. Y Arpón estaba a su lado. Estaba tenso, la adrenalina corría por su organismo y el calor del día y el olor del sudor de los caballos llenaba su cabeza.
De repente, sintió unos dedos en la cara.
Se volvió. La piel de Arpón parecía refulgir en la tenue oscuridad verdosa que los rodeaba. Sus dedos recorrieron las marcas de ocre verticales que todavía lucía Guijarro. Y entonces sus delicados dedos se posaron sobre su brazo, sobre los cortes, curados tiempo atrás, que se había infligido él mismo. Su contacto lo sobresaltó, como si los dedos estuvieran hechos de hielo o fuego.
Guijarro le pasó la mano por el brazo. Sus dedos abarcaban con facilidad el antebrazo entero, como si fuera la pata de un ave. Sentía que podía partirle el hueso con un mero gesto. De repente, fue como había sido aquel día, el primero que la había visto, en la playa. Tenía la boca seca y la garganta tensa.
No comprendía su lujuria: la lujuria que nunca se había ido. Pensó en las complejas herramientas que era capaz de crear, en las largas y fáciles zancadas con las que recorría la tierra, en la comida que le había llevado a su pueblo… y en aquel arpón, en la punta exquisita de aquel arpón, inimaginable antes de que lo viera aquel primer día. Había algo en ella que su cuerpo deseaba: el anhelo era insoportable.
Se tendió sobre la espalda. Bajo la crujiente sombra del escondrijo, ella se montó sobre él y sonrió.
Cada pedazo de pedernal era un cementerio en miniatura. En algún mar desaparecido hace mucho tiempo, los cadáveres de los crustáceos se habían posado sobre los sedimentos, y las minúsculas y cristalinas agujas que antaño formaran los esqueletos de las esponjas se habían convertido en las pepitas de pedernal que salpicaban los lechos de marga en formación.
Guijarro siempre había adorado el tacto del pedernal. Volvió la quebradiza roca de suaves caras entre sus manos y evaluó su estructura. Quienes partían el pedernal tenían que conocer todas las sutiles diferencias entre las propiedades de las rocas. Cuanto más tiempo pasaba un pedernal expuesto a los elementos, más probable era que contuviera fracturas, causadas por la gelifracción o por el zarandeo de las corrientes fluviales u oceánicas. Pero aquella pieza no mostraba la pátina de la exposición. Estaba limpia y era fresca. Acababa de salir de la matriz de marga, tras el derrumbamiento de un acantilado. No se conseguía pedernal como aquel en aquella zona ni en ninguna otra que estuviese en el rango de acción de la gente de Guijarro. En los largos años pasados en aquella playa, antes de que Arpón entrara en su vida, Guijarro había echado de menos el buen pedernal.
En los últimos tiempos, nunca estaba tan satisfecho como cuando trabajaba la piedra… o, para ser más exactos, nunca estaba menos insatisfecho.
Siete años habían transcurrido desde su primer encuentro con Arpón. A los veintiséis años de edad, su cuerpo estaba ya en declive, cubierto de magulladuras y cicatrices por la acumulación de desafíos de una vida que seguía siendo, a pesar de la colaboración entre los suyos y los recién llegados, muy dura.
Había abrazado a Arpón y había abrazado también los cambios y novedades que ella había traído, pero estos cambios habían sido desconcertantes. La mente de Guijarro era inmensamente conservadora. Y cuanto mayor se hacía, más atesoraba los momentos que podía pasar a solas con la piedra, cuando podía retraerse al interior de su propia y espaciosa mente.
Pero los momentos de paz no duraban para siempre.
—¡Hai, hai, hai! ¡Hai, hai, hai!
Por allí llegaban su hijo y su hija, el achaparrado Crepúsculo y la larguirucha Suave, corriendo juntos por la playa, balbuciendo el galimatías que había surgido de la fusión de las lenguas de Arpón y Guijarro.
—¡Ven, ven, ven aquí con nosotros! —Los niños, desnudos, con la piel cubierta de sal y sudor, querían que fuera a trabajar en los maderos que Ko-ko y los demás estaban empujando hacia el mar.
Fingió que no los oía hasta que estuvieron casi encima de él. Entonces los agarró con un rugido y cayeron los tres a la arena, jugando. Por fin, Guijarro se rindió. Dejó el pedernal, se puso en pie y siguió a sus hijos por la playa.
La mañana era luminosa, calentaba el Sol y el aire estaba cargado con el aroma de la sal y el ozono. Al ver cómo corrían los pequeños delante de él, que avanzaba con su acostumbrado balanceo, Suave más rápida, Crepúsculo un poco más torpe, sintió un momento de placer por su energía juvenil. Aquel lugar nunca sería como un hogar para él, pero también tenía sus recompensas.
Ko-ko, Manos y Foca estaban fabricando una especie de balsa. Arpón estaba también allí, con las manos apoyadas en un vientre que empezaba ya a mostrar una notable hinchazón. Al ver a Guijarro, esbozó una sonrisa fiera.
Los hombres habían cortado dos robustas palmeras de los bosques del interior, les habían arrancado las ramas y las habían atado con lianas y plantas trepadoras. En aquel momento, Manos y Foca estaban arrastrando la tosca embarcación sobre la arena, en dirección al agua. Todos hablaban mucho mientras trabajaban.
—¡Empuja, empuja, empuja!
—Atrás, atrás, no, atrás, atrás…
—¡Hai, hai!
Guijarro se unió a Manos y a Foca en su tarea. A pesar de que eran tres, era un trabajo muy duro y Guijarro no tardó mucho en estar sudando tanto como los demás, con las piernas cubiertas de arena caliente y molesta. Ko-ko trató de ayudarlos, pero en cuestión de fuerza bruta, el robusto pueblo de Guijarro no tenía igual. Y contaban con la ayuda, o el estorbo, de los dos niños y del lobo compañero de Arpón, que corría alrededor de ellos, ladrando.
El lobo, criado por ellos desde que lo capturaran siendo cachorro, era casi un animal doméstico. Aquel era el comienzo de una relación más duradera que cualquier otra entre hombres y animales, una relación que, en última instancia, moldearía a las dos especies.
Guijarro nunca había olvidado su deseo de alcanzar la isla. Finalmente, mientras permanecía sentado en la playa, pensando, observando cómo jugaban los pequeños con trozos de madera que arrastraba la corriente flotando hasta allí, se había cerrado una conexión en su mente.
En las ciénagas del manglar, los antepasados de Arpón, que no eran mejores nadadores que Guijarro, se habían visto obligados a idear maneras de cruzar aguas infestadas de cocodrilos. Tras un prolongado proceso de prueba y error —un proceso en el que cada error se castigaba con la mutilación o la muerte— habían dado con una forma de utilizar la madera para vadear las aguas. Podías montarte sobre un madero tumbándote sobre él y utilizar las manos para impulsarte. Durante sus viajes, los esbeltos no habían olvidado aquellas técnicas básicas. Y eso era lo que Guijarro había visto que trataban de hacer los pequeños sobre la madera que traía la marea. Finalmente se le ocurrió una forma de llegar hasta la isla.
Tras algunos fracasos espectaculares, la inventiva mente de Ko-ko había dado con la idea de atar dos troncos. De este modo, al menos, se conseguía un poco más de estabilidad. Pero aquellas balsas en miniatura seguían siendo demasiado vulnerables a las mareas y volcaban con demasiada facilidad.
Finalmente lograron llevar los troncos hasta el agua. Atados entre sí, formaban una superficie estable y flotante.
Ko-ko y Manos se adelantaron rápidamente, y entraron chapoteando en el agua. Se tumbaron sobre los troncos, con las piernas extendidas, y empezaron a dar paladas. Poco a poco, se alejaron de la costa. Pero las olas sacudían los troncos arriba y abajo… y, finalmente, acabaron por arrojar a los dos hombres al agua. Y entonces, los nudos que mantenían atados a los troncos se soltaron.
Manos salió tambaleándose, echando agua por la boca y refunfuñando. Ayudado por Ko-ko, volvió a llevar los troncos hasta la playa.
Guijarro sabía que no habían corrido peligro, porque allí las aguas eran poco profundas y se podía volver andando a la orilla. Pero más allá, la profundidad aumentaba muy deprisa, y si querían llegar a la isla, tendrían que pasar por allí.
Así que siguieron trabajando, probando combinaciones nuevas, una vez tras otra.
Muchas cosas habían cambiado en la vida de Guijarro en aquellos siete años.
Gradualmente, aquellos que habían llegado con él desde la aldea de Nariz Chata se esfumaron de su mundo. Hiena nunca se había recuperado del todo de aquel lanzazo y finalmente habían tenido que enterrarlo. Y, poco después, lo mismo había ocurrido con Polvo. La madre de Guijarro parecía haberle cogido cariño a Arpón, aquella extranjera desconocida que dormía con su hijo. Pero, finalmente, su fragilidad cada vez mayor se había impuesto a su fuerza de voluntad.
Pero si se perdía una vida, también se creaba otra. El niño era el resultado de la renuente unión de Guijarro con Chillido, quien había continuado persiguiéndolo mucho tiempo después de que hubiera formado su lazo con Arpón. Crepúsculo era achaparrado y fuerte, una bola de energía y músculo que, sobre el grueso y arco superciliar, tenía una mata de pelo de un sorprendente color rojizo, el color del crepúsculo rojo de la Edad de Hielo.
Sin embargo, Crepúsculo no le había traído alegría a la pobre Chillido. Había muerto en el parto, protestando hasta el último momento por la presencia de aquellos extraños entre ellos.
El otro hijo de Guijarro, Suave, era de Arpón. Aunque había heredado parte de la rotundidad del cuerpo de su padre, se parecía mucho más a la raza de su madre. Ya era más alta que Crepúsculo. Cada vez que Guijarro la veía, le sorprendía su rostro chato y la frente plana que se extendía sobre sus ojos claros.
Guijarro no tenía razón alguna para sentir extrañeza ante el hecho de que el resultado de su encuentro sexual con Arpón hubiese sido un niño. De hecho, volvía a estar embarazada. Las diferencias entre su especie, más antigua, y la de Arpón, aunque importantes, no lo eran tanto como para que no pudieran producirse cruces. Y, de hecho, sus híbridos hijos no serían como mulas. Serían fértiles.
Así, los genes modificados de Arpón, y el esquema corporal y la forma de vida nuevos que representaban, habían empezado a propagarse por la más amplia población de la gente robusta. De este modo, la hebra del destino genético se transmitiría a través de Suave, hija de flaca y robusto, al futuro.
Mientras se alargaba la tarde, impulsados por la determinación de Guijarro, siguieron tratando de conseguir que funcionara la balsa.
Era frustrante. Carecían de capacidad de discutir sus ideas. Su lenguaje era demasiado sencillo para esto. Y ni siquiera la gente nueva era particularmente inventiva con la tecnología, pues los muros estancos de sus especializadas mentes les negaban la plena consciencia de lo que estaban haciendo. No eran capaces de diseccionar mentalmente el proceso. Era algo parecido a aprender una habilidad corporal nueva, como montar en bicicleta: el esfuerzo consciente no ayudaba. Y, además, el trabajo era descoordinado y solo progresaba cuando alguno de ellos mostraba la pasión suficiente para imponerse a los demás.
Pero entonces, inesperadamente, Ko-ko dio con una solución. Entró chapoteando en el agua.
—¡Ya, ya! —Con frenéticos aullidos y empujones, obligó a los nadadores a sujetarse a un solo tronco y a dejar que flotara. A continuación, se dirigió al otro extremo del madero y, nadando con fuerza a su vez, guio el tronco por las turbulentas aguas de la costa hasta las más tranquilas que se abrían poco más allá.
Guijarro lo miró con asombro. Funcionaba. En lugar de montarse en el tronco, lo utilizaba como flotador para ayudar a nadar a los que no sabían nadar. No tardaron en estar tan lejos de la costa que lo único que pudo ver fue una línea de cabezas bamboleantes y la línea negra del tronco entre ellas.
Sujetándose al tronco y sacudiendo las piernas con todas sus fuerzas, hasta los robustos, que eran demasiado pesados para nadar, podían atravesar el agua por las zonas profundas. Para todos era evidente que por fin habían encontrado la forma de cruzar el estrecho que había desafiado a Guijarro durante años.
Guijarro lanzó un aullido de triunfo. Sus hijos corrieron hacia él. Cogió a suave en brazos, la levantó en volandas y le dio vueltas y vueltas, mientras ella chillaba y Crepúsculo le tiraba de la pierna tratando de llamar su atención.
El grupo incursor tocó tierra en un pequeño saliente de arena cubierta de conchas, alojado entre paredes de piedra erosionada azul y negra. Salieron del agua y se dejaron caer sobre la arena, jadeando. Guijarro vio inmediatamente que todos, tanto los robustos como los esbeltos, habían llegado a la costa.
El cruce había sido más duro de lo que había imaginado. Nunca podría olvidar la espantosa sensación de estar suspendido sobre las negras profundidades en las que nadaban criaturas desconocidas. Pero ya había acabado.
Y Ko-ko ya estaba en marcha. Consiguió que sacaran los troncos de la playa. Los guerreros —una docena de robustos y una docena de esbeltos— empezaron a desembalar lo que habían traído. Algunas de las armas las habían llevado atadas a la espalda, en bolsas o redes, y otras —los largos venablos de los esbeltos, por ejemplo— habían venido atadas a los propios troncos.
Arpón se acarició el vientre y miró al mar que los había traído. Pasó la mano por las marcas verticales de ocre del rostro de Guijarro, igual que había hecho la primera vez que se habían apareado. Solo que ahora también ella llevaba las mismas marcas feroces, como todos los suyos, esbeltos y robustos por igual. Guijarro sonrió y ella le devolvió la sonrisa.
Unidas por sus símbolos, dos especies de hombres estaban preparándose para hacerle la guerra a una tercera.
Una mujer lanzó un grito. Guijarro y Arpón se volvieron. Una pesada roca de basalto había caído a la playa, sobre la pierna de una mujer esbelta. Cuando levantaron la roca su pie salió a la luz: una masa destrozada y sanguinolenta. Empezó a gemir, mientras sus lágrimas profanaban las marcas de ocre de sus mejillas.
La gente estaba farfullando y señalando los acantilados.
—¡Hai, hai!
Guijarro levantó la mirada protegiéndose los ojos del Sol. Algo se movía allá arriba, una cabeza, unos hombros estrechos. La roca no había caído sola, comprendió. Alguien la había empujado o arrojado.
Así que había empezado. Cogió el venablo, lanzó un grito de desafío y echó a correr por la playa. La gente lo siguió.
Unos cientos de metros más allá, la recogida playa daba paso a una zona más abierta formada por dunas y pastos. Y allí, Guijarro vio un grupo de homínidos que parecían espectros. Eran veinte en total, hombres, mujeres y niños. Se habían reunido alrededor del cadáver de un antílope. Al ver a Guijarro se levantaron, girando la cabeza.
Guijarro se abalanzó sobre ellos, gritando.
Algunos de los homínidos se volvieron y echaron a correr: las mujeres con los niños, algunos de los hombres. Otros se quedaron donde estaban. Recogieron rocas y empezaron a arrojárselas a los intrusos, como si estuvieran tratando de expulsar a unas hienas. Eran altos y esbeltos. Estaban desnudos y sus cuerpos eran superficialmente similares al de Arpón. Pero sus cabezas, de cara baja y prominente, gran arco superciliar y cráneos planos, eran diferentes.
Era una variedad tardía del Homo erectus. El grupo había llegado a la isla cuando una oscilación glacial había hecho bajar el nivel del mar lo suficiente. Al regresar el mar, ellos habían podido sobrevivir mientras el resto de su especie se extinguía, porque nadie había sabido cómo cruzar el encrespado estrecho que los mantenía aislados.
Nadie hasta ahora, claro.
Un macho, más fornido que el resto, cogió un hacha de mano grande y pesada y corrió hacia Manos. El gran robusto, con el pesado venablo en la mano, lanzó un rugido de respuesta. Con cegadora velocidad, el macho esquivó la carga de Manos y descargó el hacha de mano en su nuca con todas sus fuerzas. La sangre manó a borbotones y Manos cayó de bruces. Pero siguió luchando. Se revolvió y, mientras su sangre empapaba el polvo, trató de levantar el venablo. Pero el gran macho se le puso encima y levantó su hacha.
Guijarro, enfurecido, le golpeó en la espalda con su lanza con todas sus fuerzas. Con aquel arma, Guijarro era capaz de atravesar la piel y la caja torácica de una cría de elefante, así que no le costó apenas esfuerzo empalar la piel, las costillas y el corazón de un homínido. Levantó el gran cuerpo del macho como si fuera un pez arponeado. Su enemigo sacudió los brazos, mientras la sangre manaba a borbotones por su boca y su espalda y resbalaba por el astil de la lanza de Guijarro hasta sus brazos.
Cuando todo terminó, Guijarro se arrodilló junto a Manos. Pero el gran robusto estaba inmóvil y sus musculosos miembros yacían fláccidos sobre la arena. Guijarro sintió un momento de pesar: otro compañero desaparecido. Se levantó, con las manos y los brazos cubiertos de sangre, buscando la próxima batalla.
Pero los espectrales estaban corriendo. Los esbeltos estaban arrojando sus lanzas de madera endurecida sobre ellos, lanzas que caían sobre ellos en su huida.
Guijarro se estremeció, aliviado por no ser una de las criaturas que los esbeltos estaban persiguiendo con tan letal júbilo. Pero recogió su lanza y corrió en pos de sus camaradas, abandonando el cuerpo de Manos a las hienas.
La aniquilación sistemática de un grupo a manos de otro era algo muy frecuente entre numerosas especies sociales y carnívoras: las hormigas, los lobos, los leones, los monos, los simios… En este sentido, como en muchos otros, el comportamiento de la gente no era más que una derivación de raíces animales más profundas.
Pero entre los lobos, los simios, los pitecinos e incluso los caminantes, estas campañas habían sido muy poco eficientes. Sin armas efectivas, la matanza solo era factible cuando se contaba con una abrumadora superioridad numérica. Y una guerra entre dos grupos de pitecinos de treinta o cuarenta miembros podía tardar años en resolverse. Incluso, durante la larga era de los sedentarios robustos, se habían producido pocas masacres a gran escala. Se mataba a los extraños aislados, sí, pero no había guerras por el lebensraum.[1]
Pero ahora, conforme continuaba expandiéndose la definición genética del pueblo nómada de Arpón, esto estaba empezando a cambiar. La especie de Arpón poseía precisas armas arrojadizas y unas mentes cada vez más capaces de elaborar un pensamiento sistemático y ordenado; eran capaces de realizar matanzas en masa con una minuciosidad sin precedentes. Pero existía un efecto secundario. La guerra con otros grupos forzaría a los homínidos a formar grupos cada vez más grandes, con todas las complicaciones sociales que eso significaba. La matanza moldearía también a los asesinos: si el amor era una fuerza evolutiva, también lo era el odio.
Después de limpiar un nido particularmente denso, Ko-ko y los otros celebraron una especie de fiesta. Arrastraron los cuerpos de las mujeres, los niños y los hombres al raso y los apilaron, treinta o cuarenta en total, todos con el vientre abierto en canal, el pecho destrozado y el cráneo roto. Entonces encendieron una hoguera, arrojando ramas prendidas sobre la montaña de cadáveres. Ko-ko y los demás danzaron alrededor de los cadáveres quemados, aullando y lanzando vítores.
Los cazadores esbeltos trajeron a los prisioneros. Eran una madre y su hijo, un muchacho larguirucho lo bastante mayor ya para caminar solo. Los cazadores la habían arrinconado junto a un farallón rocoso en el que había buscado refugio. Los esbeltos y los robustos se reunieron a su alrededor, aullando y gritando, y levantaron los venablos frente a la cara de la madre.
Guijarro lo presenciaba todo con la mente entumecida. Puede que hubiera una especie de culpa en el rostro fino y protuberante de la mujer. Había sobrevivido mientras los demás caían a su alrededor, todos salvo su hijo. Y ya era incapaz de seguir sintiendo.
Ko-ko se adelantó. Con un simple y eficiente movimiento, le hundió la lanza en el pecho. Su piel escupió un chorro de fluido negro. Se convulsionó —con el repentino olor de la mierda que acompañaba a la muerte, que todos conocían ya demasiado bien— y cayó al suelo.
El niño seguía vivo. Estaba llorando, agarrando a su madre y hasta tratando de pegar los labios al pecho ensangrentado. Pero, al igual que la madre de los chasma había empujado hacía mucho tiempo a sus cachorros hacia el impotente elefante, ahora Arpón, con el vientre hinchado delante de sí, empujó a Suave hacia el niño. La hija de Guijarro llevaba una herramienta de piedra en la mano. Su fino cuerpo, muy parecido al de su madre, parecía enfebrecido, ansioso. Levantó la piedra sobre el cráneo plano del niño.
Aunque nunca había rehuido la lucha ni la matanza, de repente Guijarro sintió deseos de encontrarse muy lejos de allí, sentado en una playa bajo una puesta de sol, o desenterrando ñames para llevarle a su madre.
A la mañana siguiente la fogata se había apagado. Los homínidos habían quedado reducidos a esqueletos, cuerpos ennegrecidos que parecían haber adoptado pociones fetales. Ko-ko y Suave caminaban entre los humeantes restos, haciéndolos añicos con el extremo romo de sus lanzas.