9
Los caminantes

KENIA CENTRAL ÁFRICA ORIENTAL,

C. 1,5 MILLONES DE AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.

I

Le gustaba correr más que nada en el mundo. Su cuerpo estaba hecho para ello.

Cuando aceleraba, su cuerpo era capaz de recorrer cien metros en seis o siete segundos. A un paso más tranquilo, podía recorrer mil quinientos metros en tres minutos. Sabía correr. Cuando lo hacía, el aliento le quemaba en los pulmones y los músculos de sus largas piernas y sus poderosos brazos parecían resplandecer. Le encantaba sentir el hormigueo del polvo que se pegaba a su piel desnuda y sudorosa y oler el perfume agostado y eléctrico de la cálida sequedad de la tierra.

La temporada seca estaba ya muy avanzada. El peor calor del día caía pesadamente sobre la sabana y el Sol delineaba la escena con brillante simetría. Entre las colinas volcánicas, con su aspecto almohadillado, la hierba era escasa y amarilleaba, arrancada y pisoteada por todas partes por las grandes manadas de herbívoros. Los caminos que estas abrían, por los que ahora estaba corriendo, eran como carreteras que comunicaban pastos y cursos fluviales. En aquella era los animales que se alimentaban de hierba modelaban el paisaje. Ninguna de las numerosas razas de gente que había por el mundo había usurpado todavía este papel.

En el calor del mediodía, los herbívoros se refugiaban a la sombra o simplemente se tendían en la tierra. Vio varias manadas inmóviles de criaturas como elefantes, de muchas especies diferentes, como nubes grises en la lejanía. Los avestruces, torpes y de largas patas, picoteaban el suelo sin descanso. Esbeltos depredadores dormitaban tranquilamente con sus cachorros. Incluso los carroñeros, las aves que sobrevolaban los cadáveres y los animales oportunistas, habían hecho un alto en sus desagradables tareas. Nada se movía salvo el polvo que levantaba al correr, salvo su propia y veloz sombra, reducida a un pequeño retazo de oscuridad debajo de sí.

Completamente absorta en su cuerpo, su mundo, corría sin cálculo ni análisis, corría con una fluidez y una libertad que ningún otro primate había conocido jamás.

No estaba pensando como un ser humano. No era consciente de otra cosa que de su respiración, el placentero dolor de sus músculos, su vientre, la tierra que parecía volar bajo sus pues. Mas cuando corría, desnuda como estaba, parecía humana.

Era alta —más de ciento cincuenta centímetros—. Su raza era más alta que ninguno de sus antepasados. Era esbelta y larguirucha y no superaba los cuarenta y cinco kilogramos de peso; tenía miembros delgados, músculos duros y una espalda y un vientre planos. Acababa de cumplir los nueve años. Pero estaba al borde de la madurez, sus caderas estaban ensanchándose y sus pechos, pequeños y firmes, ya habían cobrado una cierta redondez. Y aún no había terminado de crecer. Aunque conservaría la esbeltez de sus proporciones, podía contar con que su crecimiento la llevaría hasta los dos metros de altura. Su espalda, cubierta ahora de sudor, estaba desnuda del todo, con la excepción de una mata de pelo negro y ensortijado sobre la cabeza y los matojos oscuros de la entrepierna y las axilas. En realidad, tenía tantos pelos como cualquier otro simio, pero los suyos eran pálidos, débiles y finos. Su rostro era redondo, pequeño y tenía una nariz carnosa, redondeada y sobresaliente, como las de los humanos, no achatada como la de los simios.

Puede que su pecho fuera un poco alto, un poco cónico; tal vez la proporción de sus alargados miembros hubiese parecido un poco inusual. Pero su cuerpo no superaba los límites de las variaciones humanas; hubiera podido pasar por una habitante del desierto, una dinka del Sudán o una de las turkanas o masais que un día caminarían por la tierra que ella estaba atravesando en aquel momento.

Parecía humana, pero su cabeza era diferente. Por encima de sus ojos discurría una ancha protuberancia de hueso que desembocaba en una frente alargada y rehundida. Desde allí, el hueso corría casi sin altibajos hasta la nuca. La tupida mata de pelo disimulaba la forma de la cabeza, pero era imposible no reparar en su forma chata y en las pequeñas dimensiones del cráneo.

Tenía el cuerpo de un ser humano y el cráneo de un simio. Pero los ojos eran claros, brillantes, curiosos. A sus nueves años, embargada por el placer de su cuerpo en aquel fugaz momento de vida, luz y libertad, era tan feliz como nadie en el mundo. Unos ojos humanos la hubieran encontrado preciosa.

Pertenecía a una raza de homínidos, más próximos a los humanos que los chimpancés o los gorilas, pariente de las especies que un día serían conocidas como Homo ergaster y Homo erectas. Pero por todo el Viejo Mundo había muchas, muchas subespecies diferentes, muchas variaciones de la misma tipología corporal. Formaban una especie triunfante y diversa y nunca habría suficientes huesos y fragmentos de cráneos para reconstruir su historia entera.

Algo corrió entre sus pies. Sobresaltada, jadeando, dio un respingo. Era un ratón de campo, un roedor; interrumpido mientras buscaba parsimoniosamente su alimento se apartó sin demasiada prisa, indignado.

Y entonces ella escuchó un grito:

—¡Lejos! ¡Lejos!

Volvió la mirada. Los suyos, como una mancha remota, se habían reunido en el afloramiento rocoso en el que iban a pasar la noche. Uno de ellos, su madre o su abuela, se había encaramado a la roca más alta de todas, y la estaba llamando a gritos, con las manos en la boca. «¡Lejos!» era un grito que ningún simio, ni siquiera Capo, podría haber articulado. Era una palabra.

El Sol había empezado a descender de su cénit y su sombra empezaba ya a alargarse. Pronto, los animales empezarían a desperezarse; ya no estaría a salvo, ya no la protegería la somnolencia que se apoderaba del mundo al mediodía.

Sola, alejada de su pueblo, sintió un fugaz y delicioso momento de miedo. Todos los días, a la mínima ocasión, se alejaba corriendo hasta encontrarse demasiado lejos, y lodos los días tenían que llamarla para que regresara. No tenía nombre. Ningún homínido se había dado nombre todavía. Pero, de haberlo tenido, habría sido «Lejos». Se volvió hacia las rocas y echó a correr a paso firme y veloz.

Su grupo estaba formado por veinticuatro individuos.

La mayoría de los adultos estaban dispersos por la zona que rodeaba el erosionado risco de arenisca. Se movían como esbeltas sombras por el suelo polvoriento, buscando frutos y pequeñas presas, silenciosos, concentrados, expertos. Las madres llevaban a sus pequeños, aferrados a la espalda o gateando junto a sus pies.

La madre de Lejos estaba buscando entre un pequeño grupo de acacias destrozado a conciencia por el paso de una manada de deinotheres. Estos antepasados de los elefantes utilizaban sus colmillos curvos y sus gruesas y cortas trompas para dejar los árboles destrozados, la tierra removida y las raíces arrancadas. Allí la gente no era la única que buscaba alimento: los cerdos salvajes gruñían y chillaban mientras pegaban la fea cara a la tierra removida. La destrucción era reciente. Lejos veía escarabajos gigantes, atareados enterrando excrementos de deinotheres, y armadillos y melívoros escarbando en el suelo, buscando las larvas de los escarabajos.

El lugar era un buen sitio para buscar comida. Cuando una zona no se conocía bien, la mejor estrategia para ello era buscar restos de otros animales, especialmente los más destructivos, como los elefantes o los cerdos. Entre los árboles destrozados, la madre de Lejos encontraría cosas que en otras condiciones habrían sido inaccesibles o habrían estado escondidas. Entre los troncos rotos había incluso palancas preparadas para usarse, palas y palitos para excavar, para desenterrar raíces del suelo, ramas rotas para alcanzar las frutas de los árboles y hojas de palma para sacar la médula de los huesos.

La madre de Lejos era una mujer serena y elegante, alta hasta para su raza. Podrían haberla llamado Calma. Caminaba con sus dos hijos, el bebé adormecido colgado de uno de sus hombros y el joven. Lejos le doblaba la edad a este último, pero eran casi igual de altos. Lejos pensaba en el delgaducho jovencito como Rapaz: irritante, listo y demasiado diestro en la competición por las atenciones y la generosidad de su madre.

La madre de Calma, abuela de Lejos, se encontraba a su lado. A sus más de cuarenta años, la abuela estaba ya demasiado agarrotada como para ser de mucha ayuda a la hora de buscar comida. Pero colaboraba vigilando el hijo pequeño de Tranquila por ella. A un ser humano no le habría sorprendido ver a gente anciana en el grupo: le habría parecido algo natural. Pero hasta entonces, ningún primate había llegado a la vejez, y de hecho, pocos eran los que sobrevivían más allá de sus años fértiles. ¿Por qué debían sus cuerpos mantenerlos con vida cuando ya no podían seguir contribuyendo a la reserva genética? Pero ahora las cosas habían cambiado. En el pueblo de Lejos, los ancianos desempeñaban un papel.

Jadeando, polvorienta, Lejos subió a la roca. Era solo un afloramiento de cien metros de envergadura en el que no había otra cosa que algunos matojos de hierba, insectos y lagartos. Pero para la gente era una base temporal, una isla más o menos segura en la sabana abierta, aquel mar de peligros. En el afloramiento, un par de hombres estaban reparando lanzas de madera. Trabajaban de forma ausente, sin mirar lo que estaban haciendo, como si sus manos se movieran por sí solas. Algunos de los niños jugaban mientras esperaban al regreso de los adultos. Peleaban, se perseguían y fingían que se acechaban unos a otros. Dos jóvenes de seis años estaban incluso enzarzados en unos torpes prolegómenos amorosos, acariciándose el vientre y los pezones.

Lejos no era ni una adulta ni una niña, y en aquel pequeño grupo no había nadie de su misma edad. Así que se mantuvo apartada del resto y subió al punto más alto del erosionado farallón de arenisca. Allí encontró un trozo de mandíbula de antílope, abandonado por algún carroñero y pelado por bocas hambrientas y por el trabajo paciente de los insectos. Rompió el hueso en varios fragmentos golpeándolo contra las rocas del suelo y los utilizó para limpiarse el sudor y la tierra de las piernas y el vientre.

Desde donde se encontraba se dominaba el paisaje circundante, extendido a su alrededor como un complejo panorama. Era un valle inmenso. La obra de una colosal angustia geológica se adivinaba en la panoplia de domos, coladas de lava, afloramientos y cráteres. Al este —y, más allá del horizonte, al oeste— la tierra se había levantado, formando una meseta de tres mil metros de altura en su punto más alto, cubierta de suelo volcánico. La gran meseta terminaba en una pared cortada a pico que caía sobre el valle.

Aquel era el Rift Valley: una fractura que separaba dos placas tectónicas que estaban alejándose. Se extendía a lo largo de tres mil kilómetros, desde el Mar Rojo y Etiopía, al norte, hasta Mozambique, al sur, pasando por Kenia, Uganda, Tanzania y Malawi. Durante veinte millones de años, la actividad geológica que había tenido por escenario toda esta gran herida había levantado volcanes, elevado tierras y creado valles que alimentaban de agua algunos de los lagos más grandes del continente. La propia tierra había sido remozada, transformada en una sucesión de capa tras capa de ceniza volcánica, entremezcladas con amplios lechos de esquisto. En las colinas volcánicas crecían bosques húmedos y un complejo mosaico de vegetación, desde arboledas a sabanas pasando por matorrales, cubría el lecho del valle. Era un lugar abarrotado, confuso, variado.

Y estaba lleno de animales.

Mientras el Sol proseguía su camino descendente por el cielo, aumentaba la actividad de las criaturas de la sabana: los hipopótamos que se bañaban en las marismas y las manadas de regios predecesores de los elefantes que paseaban serenamente por los pastizales. Había muchas especies diferentes de elefantes, de hecho, con sutiles variaciones en la forma de la espalda, los cráneos o las trompas. Se comunicaban con agudos trompetazos mientras navegaban como oscuras embarcaciones por el mar de polvo que levantaban. Al igual que estos grandes herbívoros, había muchas otras especies que dependían directamente de la hierba: liebres, puercoespines, ratones de campo y cerdos. Entre los depredadores que los cazaban —y que, a su vez, eran presa de animales todavía más peligrosos— se encontraban los chacales, las hienas y las mangostas.

Los animales de la sabana hubieran resultado asombrosamente familiares a los ojos de un ser humano, porque ya se habían adaptado muy bien a las condiciones reinantes. Pero la riqueza y la variedad de la vida que podía encontrarse allí habría asombrado a un observador de los tiempos del hombre. Aquella era la región más rica de la Tierra por lo que se refiere a número, diversidad y abundancia de especies mamíferas, y aquel era uno de los períodos más prolíficos de la historia. En aquel lugar abarrotado y complicado, los moradores de las llanuras, como los antílopes y los elefantes, convivían con criaturas del bosque como los cerdos y los murciélagos. El Rift era un escenario rico y extenso que había ofrecido oportunidades de adaptación a muchas especies de animales, como los elefantes, los cerdos, los antílopes… y la gente. Aquel era, de hecho, el crisol del que había emergido la raza de Lejos.

Pero no se habían quedado allí.

Tras la época de Capo, liberada al fin de los vínculos ancestrales con el bosque, la especie de Lejos se había convertido en una especie vagabunda. Había salido de África: ya se habían plantado las primeras huellas homínidas en el continente asiático. No obstante, las abuelas de Lejos habían completado, sin darse cuenta, un gran círculo hacia el norte, el este y el sur, y al cabo de muchas generaciones habían regresado allí, al mismo lugar en el que la raza se había originado.

Sentada sobre su roca, Lejos escudriñó el paisaje con mirada profesional y calculadora. En su vagar, el pueblo seguía normalmente los cursos fluviales. Habían llegado allí desde el norte y podía ver el lecho del arroyo que habían seguido, una serpiente de plata que avanzaba sinuosamente entre la hierba y los matorrales. A lo largo del curso del río, la tierra era arcillosa, acuosa y densa de nutrientes, y en ella crecía una vigorosa mezcla de árboles, maleza y hierba, jalonada por los escultóricos pilares de los termiteros. Al este la tierra se elevaba y se volvía más seca y desnuda, y al oeste el bosque se volvía tan denso que se convertía en un cinturón infranqueable. Pero cuando dirigía la vista al sur veía las posibilidades del mañana, un corredor de sabana con la mezcla justa de hierba, maleza y bosquecillos que gustaba a la gente.

Lejos era joven y todavía estaba aprendiendo muchas cosas sobre el mundo y sobre el mejor modo de aprovecharlo. Pero poseía un profundo y sistemático conocimiento sobre el medio en el que vivía. Ya era capaz de estudiar un territorio desconocido como aquel y encontrar las posibles fuentes de alimento, agua y peligros, e incluso trazar rutas migratorias.

Era una habilidad necesaria. Confinada a los espacios abiertos, la raza de Lejos se había visto obligada por los severos condicionantes de la selección a desarrollar un nuevo tipo de percepción del medio. Había tenido que aprender los hábitos de la caza, la distribución de las plantas, los cambios de las estaciones, el significado de las huellas: en pocas palabras, a resolver los interminables rompecabezas de la compleja e implacable sabana. A partir de su antepasado remoto, Capo, que había vivido miles de kilómetros al noroeste de allí, habían descubierto a base de probarlas las características del mundo forestal en el que vivían: incapaces de comprender la tierra, de desarrollar patrones nuevos, los había zarandeado la constante perplejidad de lo desconocido.

En aquel momento, los adultos y sus crías estaban volviendo a la roca trayendo la comida. Estaban desnudos y llevaban solo lo que les cabía en las manos y entre los brazos. La mayoría de ellos venía con la boca llena y masticando todavía. La gente comía lo más deprisa posible, ayudándose unos a otros, alimentando solo a los miembros de su propia familia, sin desdeñar el robo cuando se presentaba la ocasión y creían que podían salirse con la suya. Y comían en completo silencio, roto tan solo por los eructos, los gruñidos de placer o asco cuando mordían un trozo de comida podrida, y alguna que otra palabra ocasional: «¡Mío!», «Nuez», «Rompe», «Duele, duele, duele…» Eran sustantivos y verbos sencillos, posesivos y desafíos, oraciones de una sola palabra, sin estructura, sin gramática. Pero, a pesar de todo, era un lenguaje, y las palabras, etiquetas que hacían referencia a términos definidos: un sistema mucho más avanzado que los sonidos inconexos de la época de Capo y que el sistema de comunicación de cualquier animal.

Por allí venía el hermano de Lejos, el Rapaz. Arrastraba el cadáver exangüe de un animal de pequeño tamaño, puede que una liebre. Y su madre, Calma, traía los brazos llenos de raíces, frutas y corazón de palma.

De repente, Lejos sintió mucha hambre. Corrió hacia su madre, gimiendo, con los brazos extendidos y la boca abierta.

Calma la recibió con un siseo y, en un gesto teatral, apartó de ella la comida que traía. «¡Mío, mío!». Era un reproche y contaba con el respaldo de las miradas furiosas de su abuela. Lejos estaba ya demasiado crecida para seguir alimentándose como una cría. Tendría que haber ido con su madre para ayudarla, en lugar de derrochar energías corriendo sin propósito por todas partes. Mira, ahí estaba su hermano, el Rapaz, que había estado trabajando duro y regresaba con su propia comida… todo ello en una sola palabra.

La vida ya no era como en tiempos de Capo. Ahora, los adultos trataban de instruir a los cachorros. El mundo se había vuelto demasiado complejo como para que los cachorros tuvieran que reinventar toda la tecnología y las técnicas de supervivencia desde cero; había que enseñarles a sobrevivir. Y una de las funciones de las ancianas, como la abuela de Lejos, era encargarse de transmitir esa sabiduría.

Pero Lejos volvió a extender las manos y emitió quejumbrosos gemidos animales. Solo una vez más. Solo por hoy. Mañana ayudo.

—¡Graah! —Calma, como Lejos esperaba, dejó caer la comida sobre la roca. Había recogido nueces, judías, guisantes pintos y tubérculos de esparragueras. Le ofreció a su hija un grueso tubérculo; esta lo mordió sin esperar un momento.

El Rapaz se sentó junto a su madre. Todavía era demasiado joven para sentarse con los hombres, que estaban removiendo su propio montón de comida. El Rapaz había matado a su conejo con las manos desnudas, retorciéndole los miembros y la cabeza, y estaba utilizando una lasca de piedra para abrirle el pecho. Pero su forma de llevar a cabo aquel minúsculo acto de despiece era tensa, temblorosa.

En su familia nadie lo sabía, pero estaba ya gravemente enfermo de hipervitaminosis. Unos días antes, uno de los hombres le había dado unos trozos del hígado de una hiena, muerta en una fugaz batalla por los restos de un antílope. Como el de cualquier depredador carnívoro, el hígado de la hiena estaba lleno de vitamina A, y el sutil envenenamiento provocado por esta no tardaría en manifestarse en el cuerpo del joven.

Dentro de un mes, estaría muerto. Dentro de doce, olvidado incluso por su madre. Pero, de momento, le propinó una bofetada razonablemente débil y le arrebató parte del conejo para enseñarle a compartir con su hermana.

El mundo había seguido enfriándose y secándose desde tiempos de Capo.

Al norte del ecuador, un gran cinturón de taiga se extendía por todo el planeta, a través de Norteamérica y Asia, un bosque formado exclusivamente por árboles de hoja perenne. Y en el norte lejano, la taiga había vuelto a aparecer por primera vez en trescientos millones de años. Para los animales, las posibilidades que ofrecía la taiga eran escasas comparadas con los viejos bosques de coníferas y plantas de hoja caduca de las latitudes templadas. Del mismo modo, los pastizales seguían extendiéndose —la hierba era menos voraz que los árboles— pero la hierba formaba llanuras áridas, capaces de sustentar a una gama mucho más reducida de especies animales que los cada vez menos abundantes bosques. Conforme continuaba la lenta desecación, volvían a producirse extinciones.

Pero si la calidad de la vida estaba en descenso, su cantidad era tremenda, pasmosa.

La necesidad de superar períodos de carencias estacionales y de desarrollar intestinos capaces de procesar una dieta tosca durante todo el año favorecía la aparición de los herbívoros de gran tamaño. Los mamíferos gigantes, una nueva «megafauna» de una escala que no se había visto desde la extinción de los dinosaurios, se extendía por todo el planeta. Los mamuts ancestrales ya habían ocupado Eurasia septentrional y, utilizando los puentes continentales que periódicamente emergían por el descenso del nivel de los océanos, habían entrado en Norteamérica. De momento, sometidos a climas estables, carecían de pelaje y se alimentaban de follaje en lugar de hierba. Parecían elefantes, pero ya tenían la corona elevada y los cuernos curvados de sus velludos descendientes.

Mientras tanto, había camellos gigantes en Norteamérica, y por las tierras de África y Asia vagabundeaban unas criaturas enormes, parecidas a alces, llamadas sivatheres. En las regiones septentrionales de Eurasia vivía una especie de rinoceronte gigante llamada elasmoterio. Poseía unas piernas alargadas para ser un rinoceronte y un cuerno que podía alcanzar los dos metros de longitud: parecía un unicornio musculoso.

Y junto con estas enormes manadas de carne venían los nuevos y especializados depredadores. Los felinos, producto reciente de la evolución, habían perfeccionado la tecnología de la muerte. Poseían colmillos laterales como cizallas que podían perforar la piel, desgarrarla y penetrar en el cuerpo, donde sus incisivos podían destrozar la carne. Los tigres de dientes de sable eran su expresión más perfeccionada. Llegarían a ser dos veces más grandes que los leones de tiempos humanos y se convertirían en colosales y musculosos depredadores, con una constitución digna de un oso, de patas gruesas y cortas. Su característica principal era la potencia, más que la velocidad, y eran cazadores de emboscada, con inmensas bocas capaces de abrirse muchísimo para destrozar a sus presas. En general, todos los felinos hacían que hasta los caninos parecieran criaturas poco especializadas. Posiblemente fueran los depredadores terrestres definitivos.

Pero entonces, medio millón de años antes de que naciera Lejos, se inició un nuevo y dramático cambio climático. Para las criaturas del mundo, las reglas habían cambiado de nuevo.

Se alzó una llamada en la llanura.

—¡Mirad, mirad! ¡Yo, mirad, yo! —La gente se levantó y se reunió para ver qué ocurría.

Se aproximaba un hombre. Era alto, mucho más musculoso que el resto, con una frente anormalmente prominente. Aquel hombre, Frente, ya era el macho dominante, el amo del complejo y competitivo mundo de los machos. Y traía un animal muerto sobre el hombro, un joven antílope.

Los otros ocho adultos del grupo empezaron, como se esperaba de ellos, a lanzar vítores y alaridos, y bajaron corriendo por la rocosa ladera. Le dieron palmadas a Frente en la espalda, acariciaron respetuosamente el antílope y corrieron e hicieron cabriolas, levantando una espectacular nube de polvo que flotó, resplandeciente, bajo la luz del Sol poniente. Entre todos llevaron al antílope a lo alto de las rocas y, una vez allí, lo dejaron caer al suelo. Dos jóvenes acudieron corriendo y empezaron a pelear por la comida. El Rapaz estaba entre ellos, pero era más débil que otros más jóvenes y lo apartaron con facilidad. Lejos vio que el animal tenía un trozo de lanza clavado en el pecho. Así era como lo había matado Frente, probablemente en una emboscada, y puede que hubiera dejado la lanza allí para que quedara constancia de su proeza.

Mientras tanto, Frente lucía una portentosa erección. Las mujeres, incluida Calma, la madre de Lejos, empezaron a ofrecer sutiles demostraciones de disponibilidad: una mano doblada aquí, los muslos ligeramente separados allá…

Lejos, que no era ni mujer ni niña, se apartó de las demás. Empezó a mordisquear una raíz y esperó, mientras los acontecimientos se desarrollaban.

Algunos de los adultos habían traído guijarros volcánicos del cercano arroyo. Los hombres y las mujeres, explorando las rocas con manos rápidas, empezaron a fragmentarlas. Las herramientas emergieron de las piedras sin ningún esfuerzo consciente por su parte —aquella era una destreza ya ancestral, alojada en una sección separada de unas mentes rígidamente compartimentada— y al cabo de pocos minutos habían conseguido un surtido de toscos pero eficaces tajadores y lascas cortadoras. En cuanto alguien terminaba una herramienta, caía sobre el antílope.

Cortaron la piel desde el ano a la garganta y despellejaron la carcasa. La piel la desecharon: nadie había encontrado utilidad alguna para ella, aún no. A continuación, el cadáver fue rápidamente despiezado. Las finas hojas de piedra cortaron las articulaciones para separar y desmembrar las extremidades, perforaron la caja torácica para sacar los suaves y cálidos órganos que contenía y luego arrancaron la carne de los huesos.

Fue un trabajo rápido, eficiente, casi incruento, la demostración de una habilidad fruto de generaciones de aprendizaje ancestral. Pero los carniceros no trabajaban juntos. Aunque Frente tenía preferencia en los mejores cortes y el derecho a extraer el corazón y el hígado, el saqueo del cadáver era por lo demás una competición en la que todos se enfrentaban con gruñidos y empujones. A pesar de las herramientas que tenían en las manos, trabajaban sobre el antílope como una manada de lobos.

Las mujeres que luchaban por la comida eran muy escasas. Aquel día, su sencilla búsqueda de alimento en la arboleda de acacias y en otro sitios había sido fructífera y ya tenían la tripa —y la de sus hijos— llena de higos, bayas y brotes de hierba, frutos que abundaban en aquellos climas secos y que no requerían muchos preparativos para ingerirse.

Una vez que terminaron de arrancar la mayor parte de la carne de los huesos del antílope, el mercadeo empezó en serio. Frente pasaba entre los hombres, con una hoja en una mano y un buen trozo de cadera en la otra. Cortaba tajadas de carne y se las daba a algunos de ellos… pero no a otros, quienes le daban la espalda, como si la cosa no tuviera importancia, pero que más tarde tratarían de conseguir algún bocado de los mejores trozos. Todo formaba parte de las constantes disputas políticas de los hombres.

A continuación, Frente pasó entre las mujeres, ofreciendo trozos de comida como un pródigo monarca de visita. Cuando llegó junto a Calma, se detuvo, con su orgullosa erección bien firme, cortó un pedazo grande y suculento de cadera de antílope y se lo ofreció. Suspirando, ella lo aceptó. Devoró rápidamente una parte y entonces dejó el resto a un lado, cerca de su bebé, que estaba dormido en un nido de hierba seca. Hecho esto, se tendió de cara al cielo, abrió los muslos y levantó los brazos para aceptar a Frente.

Frente no había salido a cazar para alimentar a su pueblo. La caza mayor proporcionaba al grupo solo la décima parte de su alimento. La gran mayoría procedía de las plantas, frutos, insectos y pequeñas presas que recogían las mujeres, los niños mayores y los machos. La caza mayor suponía un suministro de energía de emergencia para los malos tiempos: sequías o inundaciones, quizá, o los inviernos especialmente duros. Pero la caza era útil para el cazador de muchas maneras diferentes. Con aquel antílope, Frente podía reforzar su posición política ente los hombres, y comprar el acceso a las mujeres, que en último caso era el auténtico propósito de la interminable lucha por la dominancia.

Dotadas de inteligencia superior, un cuerpo alto y sin pelaje, y un lenguaje rudimentario, aquellas eran las criaturas más humanas que habían existido nunca. Pero la mayor parte de sus costumbres le habrían resultado familiares a Capo. Los antepasados de Frente habían adoptado ya aquel patrón social —de machos que luchaban por la dominación, de hembras unidas por vínculos de sangre, de la caza como medio de comprar favores— mucho tiempo atrás, mucho antes de la providencial decisión de Capo de abandonar el bosquecillo en el que vivía. Los primates podrían haber vivido de otra manera, era posible imaginar otras sociedades diferentes. Pero una vez que se había establecido el patrón, era imposible de romper.

Y, por alguna razón, el sistema funcionaba. La comida se compartía; reinaba la paz. De una forma o de otra, la mayoría estaba alimentada.

Cuando Frente terminó, Calma se limpió los muslos con una hoja y volvió con la carne. Utilizó una lasca de piedra que alguien había abandonado en el suelo para cortar varios trozos y darle uno a su madre, que era demasiado vieja para interesar a Frente, y el resto a Lejos, que los aceptó ansiosamente.

Y más tarde, cuando la luz estaba desvaneciéndose ya, Frente se aproximó a la propia Lejos. Ella lo vio como una silueta alta y musculosa perfilada contra el púrpura del cielo de poniente. La mayoría del antílope había desaparecido ya, pero ella olió su sangre en el macho. Llevaba consigo el hueso de una pata delantera. Se arrodilló junto a ella y empezó a olisquearla con curiosidad. Entonces partió el hueso contra una roca. Lejos captó el delicioso aroma del tuétano y se le hizo la boca agua. Sin pensarlo, alargó las manos hacia el hueso.

Él lo apartó un poco para obligarla a acercarse.

Al aproximarse, Lejos pudo olerlo mejor: la sangre, la mugre, el sudor y un persistente olor a semen. Él cedió y le entregó el hueso, que empezó a chupar ansiosamente, introduciendo la lengua en busca del tuétano. Mientras comía, él le puso una mano en el hombro y empezó a bajarla por todo su cuerpo. Lejos trató de no encogerse cuando sintió que sus manos exploraban sus pequeños pechos y le pellizcaban los pezones. Pero cuando sus dedos exploradores le separaron los muslos, lanzó un gemido. Él se llevó la mano a la nariz y olisqueó su aroma. Evidentemente debió de decidir que no tenía nada que ofrecerle, porque soltó un gruñido y se apartó.

Pero le dejó el tuétano. Ella lo devoró ansiosamente y se terminó la mayor parte antes de que una mujer más vieja le robara el hueso.

La luz desapareció rápidamente del cielo. Por toda la sabana se extendieron las llamadas de los depredadores, el ancestral método para delimitar sus respectivos reinos de sangre.

La gente se reunió en su islote de roca. Allí, en aquel lugar inhóspito, estarían a salvo: cualquier depredador ambicioso tendía que dejar el suelo y trepar hasta allí, donde se enfrentaría a varios homínidos inteligentes, grandes y armados. Pero eso no era ninguna garantía. Había por los contornos un dientes de sable llamado dinofelis, un depredador astuto parecido a un jaguar voluminoso, que se había especializado en matar homínidos. Los dinofelis eran capaces incluso de trepar a los árboles.

Mientras se hacía de noche, la gente seguía con sus asuntos. Algunos comían. Otros se ocupaban de su propio cuerpo, limpiándose las uñas de los pies o reventándose las ampollas. Otros hacían herramientas. Muchas de estas actividades eran repetitivas, rituales. En realidad, nadie pensaba en lo que estaba haciendo.

Algunos se acariciaban: las madres a sus hijos, las hermanas entre sí, las parejas, los hombres y las mujeres que reforzaban de ese modo sus sutiles alianzas. Lejos estaba ocupándose del tupido pelaje de la cabeza de su madre, deshaciendo los nudos y recogiéndolo en una especie de trenza. Incluso entonces el pelo necesitaba muchos cuidados. Se enredaba, se ensuciaba y atraía liendres, y todas estas cosas había que solucionarlas.

La gente era la única especie mamífera cuyo pelo carecía de capacidad de mantenimiento. El espectacular plumaje tensorial de algunos monos, por ejemplo, crecía así sin necesidad de que nadie hiciera nada. Pero el pelo de la gente había evolucionado así porque necesitaban algo que acariciar. En la sabana convenía formar parte de un grupo grande, y el grupo necesitaba mecanismos sociales para no desintegrarse. Ya no había tiempo para las antiguas costumbres, los elaborados rituales de caricias por todo el cuerpo que Capo y sus antepasados practicaban. Además, no se podía acariciar una piel tan fina que hasta podía sudar. Sin embargo, incluso en aquella forma primitiva de cuidado capilar, conservaban los vínculos con su pasado.

La gramática de la gente al llevar a cabo sus diversas actividades no era como la de un grupo humano. Cuando llegaba la oscuridad se reunía para buscar protección, pero no había auténtica comunicación, no se compartía nada. No había fuego, ni nada parecido a un hogar, no había un eje central. Parecían humanos, pero sus mentes no eran como las de los humanos.

Al igual que en tiempos de Capo, el pensamiento estaba rígidamente compartimentado. El principal objetivo de la consciencia seguía siendo ayudar a la gente a averiguar qué podía haber en las mentes de los demás: solo eran conscientes de sí mismos, en un sentido humano, cuando trataban con otros. Las fronteras de la consciencia eran mucho más estrechas que en las mentes humanas. Allí, en la oscuridad, había muchas cosas que hacían, de forma intuitiva, sin dedicarles el menor pensamiento. Incluso los que estaban fabricando herramientas o trabajando la comida lo hacían sin articular palabra, moviendo las manos por impulsos, sin más control consciente que los leones o los lobos. En momentos así, su consciencia era meliflua, fugaz. Hacían herramientas con la misma inconsciencia con la que un ser humano caminaría o respiraría.

Sin embargo, fueran humanos o no, un suave susurro articulado se extendía por todo el grupo. Hablaban las madres y los hijos, los que se acariciaban, las parejas. No se transmitía demasiada información; la mayoría de aquella charla estaba formada por suspiros de placer, como los ronroneos de un gato.

Pero sus palabras sonaban como palabras.

La gente había aprendido a comunicarse utilizando un equipamiento concebido para ciertas tareas —la boca diseñada para devorar, los oídos para captar los peligros— y adaptado ahora para otros usos. El bipedismo había contribuido a ello: el cambio de posición de la laringe y los cambios en los patrones de respiración habían permitido que se desarrollara la cantidad y calidad de sonidos que podían formarse. Pero, para ser útiles, los sonidos tenían que poder identificarse rápida e inequívocamente. Y las posibilidades de hacer esto estaban limitadas para los homínidos por la naturaleza del equipamiento que tenían que utilizar. A medida que la gente se escuchaba, e imitaba y reutilizaba los sonidos útiles, los fonemas —el continente sonoro de las palabras, la base de todo lenguaje— se habían ido seleccionando, impulsados por la necesidad de establecer comunicación y por las limitaciones estructurales.

Pero todavía no había nada parecido a la gramática —no había oraciones— ni, desde luego, existían la narrativa o los cuentos. Por el momento, el propósito principal de la comunicación no era la transmisión de información. Nadie hablaba de herramientas, de caza o de la mejor forma de preparar la carne. El lenguaje era social: se utilizaba para dar órdenes y hacer exigencias, para transmitir expresiones sencillas de dolor o placer. Y se utilizaba durante las caricias: el lenguaje, aunque careciera de mucho contenido, era una forma muy eficaz de establecer y reforzar relaciones, mucho más que limpiar de piojos el vello púbico. Hasta servía para «acariciar» a varias personas al mismo tiempo.

De hecho, en gran parte, los responsables de la evolución del lenguaje eran las madres y sus hijos. En aquel momento, los antepasados de Demóstenes, Lincoln y Churchill apenas hacían otra cosa que hablar con sus cachorros.

Y estos no hablaban.

Las mentes de los adultos eran de una complejidad comparable a la de un niño humano de cinco años. Los pequeños no eran capaces de hacer otra cosa que emitir gorgoteos como los de los chimpancés hasta que llegaban a la adolescencia. Solo hacía uno o dos años que las palabras de los adultos habían empezado a tener sentido para Lejos, y el Rapaz, a sus siete años, todavía no era capaz de hablar. Los niños eran como simios nacidos de padres humanos.

Conforme desaparecía la luz por completo, el grupo fue reuniéndose para dormir.

Lejos se acurrucó contra las piernas de su madre. El día entero se había convertido en otro más en una larga cadena que la unía con el comienzo de su vida, días apenas recordados y vagamente relacionados entre sí. En la oscuridad se imaginó a sí misma, corriendo bajo la cegadora luminosidad del día, corriendo y corriendo.

No podía saber que aquella era la última vez que dormiría junto a su madre.

II

Hacía un millón de años, la deriva tectónica, lenta pero implacable, había provocado que las Américas del norte y del sur colisionaran, y había formado el istmo de Panamá.

El hecho, por sí solo, había parecido poco importante, pues Panamá no era más que una insignificante franja de terreno. Pero, al igual que ocurriera en su día con Chicxulub, la región se había convertido en el epicentro de una catástrofe a escala mundial.

Por culpa de Panamá, la antigua corriente ecuatorial que separaba las Américas —el último vestigio de la edénica corriente del Tethys— se había interrumpido. Ahora, las únicas corrientes atlánticas eran los enormes flujos interpolares, grandes cintas transportadoras de agua fría. Las capas de hielo dispersas que cubrían el océano septentrional se fundieron y los glaciares se extendieron como garras por las masas continentales del norte.

La Edad de Hielo había empezado. En su punto de máxima extensión, los glaciares cubrirían más de una cuarta parte de la superficie de la Tierra; los hielos llegarían hasta Missouri y hasta el centro de Inglaterra. Mucho se perdió inmediatamente. Cuando los glaciares se retiraron, la tierra estaba desnuda hasta la roca misma, que a su vez había quedado pulverizada y convertida en polvo, dejando un legado de montañas con las laderas picadas, superficies laminadas y peñascos y valles dispersos.

En la Tierra no se había producido una glaciación significativa desde hacía doscientos millones de años. Ahora, un legado de rocas y huesos que se remontaba a las profundidades de la edad de los dinosaurios fue sistemáticamente destruido.

En el propio hielo nada podía vivir: nada. Bajo el hielo se extendió una tundra empobrecida. Incluso en los lugares más alejados de los hielos, como las regiones ecuatoriales o el continente africano, los cambios en los patrones de los vientos intensificaron la aridez y la vegetación se retiró a las costas y los valles fluviales.

El enfriamiento no fue una tendencia uniforme. El planeta subía y bajaba en su interminable danza alrededor del Sol y mientras lo hacía experimentaba un sutil cambio en su inclinación, su basculado y la morfología básica de su órbita. Y, con cada ciclo, los hielos iban y venían, iban y venían. Hasta la tierra, comprimida debajo de kilómetros de hielo o liberada cuando este se fundía, subía y bajaba como una marea de roca.

En ocasiones, los cambios climáticos podían ser salvajes. En el transcurso de un solo año podía doblarse la cantidad de hielo que caía en una zona y las temperaturas podían llegar a descender hasta diez grados. Enfrentadas a tan caóticas oscilaciones, las criaturas vivas se trasladaban o morían.

Hasta el bosque emprendía la marcha. Los abetos eran los mejores emigrantes, seguidos por los pinos, capaces de avanzar un kilómetro cada dos años. Los grandes castaños, árboles colosales de pesadas semillas, podían soportar un ritmo de cien metros al año. Antes de la Edad de Hielo la fauna de las latitudes medias del hemisferio norte había sido una rica mezcla de herbívoros nómadas, como los ciervos y los caballos, herbívoros gigantescos como los rinocerontes y carnívoros veloces como los leones y los lobos. Ahora, el frío empujó a los animales hacia el sur. Poblaciones enteras de animales de diferentes zonas climáticas se mezclaron y se vieron forzadas a competir en estadios ecológicos sometidos a rápidos cambios.

Pero algunas criaturas empezaron a adaptarse al frío, a explotar las fuentes de alimento que todavía existían al pie de las grandes capas de hielo. Muchos animales desarrollaron tupidos pelajes y gruesas capas de grasa, como los rinocerontes o animales más pequeños como los zorros, los caballos y los gatos. Otros empezaron a aprovecharse de las variaciones térmicas estacionales. Emigraban, trasladándose al norte en verano y al sur en invierno. Las llanuras se convirtieron en escenario de una inmensa marea de vida, grandes comunidades móviles sometidas al paciente acecho de los depredadores.

En las Américas se había producido una mezcolanza catastrófica. Los dos continentes, el del sur y el del norte, habían estado separados desde la fragmentación de Pangea, casi ciento cincuenta millones de años antes. La fauna de Sudamérica había evolucionado en aislamiento y estaba dominada por los mamíferos marsupiales y ungulados. Había «lobos» marsupiales y «felinos» de dientes de sable; había «camellos» y «elefantes» ungulados y gigantescos perezosos que podían alcanzar las tres toneladas de peso y los seis metros de altura cuando se levantaban para saquear las copas de los árboles y que vivían en la superficie. Todavía había glyptodontes, no muy diferentes a las inmensas criaturas blindadas que habían aterrorizado a Vagabunda y, al igual que en el pasado, los depredadores dominantes eran grandes aves incapaces de volar. Esta exótica colección de especies se había desarrollado sola, aunque de vez en cuando recibía la adición de algún extraviado que llegaba en una balsa o cruzando un puente continental, como Vagabunda y sus desgraciados compañeros en su momento, cuyos descendientes habían poblado de monos las junglas sudamericanas.

Pero cuando se creó el puente continental de Panamá, se desencadenó desde el norte una inmensa migración de insectívoros, conejos, ardillas, ratones y, más tarde, cánidos, osos, comadrejas y felinos. Los nativos de Sudamérica no pudieron competir con estos recién llegados. La extinción tardó millones de años en completarse pero el imperio de los marsupiales había tocado a su fin.

A pesar de todas las dificultades y las muertes, esta época de rápidos y salvajes cambios era, por una mecánica perversa, una época de oportunidades. En los cuatro mil millones de años de vida de la Tierra, habían existido pocas épocas tan propicias a la diversificación y la innovación evolutiva. En medio de la extinción, se extendió furiosamente la especialización.

Y en el centro mismo de este caldero ecológico se encontraban los hijos de Capo.

La mañana siguiente amaneció muy brillante, bajo un cielo azul y despejado. Pero el aire soplaba muy seco y arrastraba un olor extrañamente acusado y el calor iba en aumento. Los animales de la sabana parecían adormecidos. Hasta los pájaros estaban en silencio. Los carroñeros colgaban de las ramas de los árboles como desagradables frutos.

Con su piel desnuda y capaz de sudar, la gente estaba tan bien equipada para afrontar aquella calurosa sequedad como la mejor de las especies. Pero también para ella empezó siendo un día cansino. Vagabundeaban por su islote de roca, recogiendo los restos de la comida del día anterior.

Aquella no era una zona especialmente rica. La gente no discutió los planes para el día —nunca lo hacían y, además, en realidad no tenían planes— pero era evidente que no podían quedarse allí. Pasado algún tiempo, no demasiado, algunos de los hombres empezaron a caminar hacia el río para reanudar su migración hacia el sur.

Pero el estado del Rapaz había empeorado mucho aquella noche. Las plantas de sus pies estaban agrietadas y supuraban un pus acuoso y cuando trataba de apoyar todo su peso en ellas lanzaba un grito de dolor. Aquel día no podría ir a ninguna parte.

Calma, la abuela de Lejos y la mayoría de las mujeres se quedaron cerca de él. En cuanto a los hombres, las mujeres se limitaron a ignorar las demostraciones de impaciencia que les dirigían mientras iban y venían por el camino del sur.

Aquel conflicto, desarrollado casi sin una sola palabra a lo largo del día entero, fue muy penoso para todos ellos. Se trataba de un auténtico dilema. La sabana no era como los pródigos y clementes bosques de antaño: uno no podía echar a andar en cualquier dirección. Todos los días, en aquella tierra cambiante y rala, la gente debía afrontar decisiones sobre la dirección que había que tomar para encontrar comida, agua, y los peligros que había que evitar. Si se equivocaban, aunque solo fuera una vez, las consecuencias eran drásticas. Pero los caminantes tenían muy pocos hijos e invertían mucho esfuerzo en cada uno de ellos: no los abandonaban a la ligera.

Finalmente, los hombres cedieron. Algunos de ellos regresaron a las rocas y se tendieron al Sol. Un puñado, encabezado por Frente, empezó a seguir el rastro de una manada de elefantes, uno de cuyos cachorros parecía estar cojeando. El resto de los hombres, junto con las mujeres y los niños, se dispersó para buscar alimentos en los mismos sitios que habían explorado el día anterior.

Aquella forma de vivir —establecer una base central, buscar sustento y compartir la comida y el trabajo— era necesaria. Al raso, la gente tenía que trabajar duro para conseguir comida y sus pequeños, que crecían muy lentamente, requerían una importante inversión en cuidados. De una forma o de otra, tenían que compartir y cooperar. Pero no había ninguna planificación real detrás de todo ello, En muchos aspectos, guardaban mayor semejanza con una manada de lobos que con cualquier comunidad humana.

Lejos pasó la mayor parte de la mañana en el mismo bosquecillo pisoteado en el que su madre había trabajado ya el día anterior. La tierra estaba ya muy revuelta y para encontrar nuevas raíces y frutos había que cavar mucho. No tardó en estar acalorada, sucia e incómoda. Se sentía inquieta, confinada, y sus largas piernas, dobladas debajo de su cuerpo en la tierra removida, habían empezado a dolerle.

A medida que se aproximaba el mediodía, la deslavazada quietud de aquel día extraño y pesado fue ahondándose. La sabana, abierta y libre, llamaba a Lejos como el día anterior. Conforme se iba llenando su tripa, la presión de los deberes de la familia y la supervivencia fueron cediendo ante su anhelo por escapar de allí.

Una flaca palmera había escapado a las atenciones de los deinotheres y en su copa había un racimo de nueces. Un joven trepó a ella con una elegancia fruto del recuerdo que su cuerpo conservaba en algún lugar profundo sobre un tiempo anterior y más verde. Lejos contempló cómo trabajaba aquel cuerpo esbelto y sintió un extraño hormigueo en la base del vientre.

Tomó una especie de decisión. Soltó la comida que le quedaba, salió del bosquecillo y echó a correr en dirección oeste.

El esfuerzo de sus miembros, el bombeo de los pulmones, la limpia y crujiente tierra bajo los pies le hicieron sentir un inmenso alivio. Por un momento, corrió sin pensar, mientras el calor del día parecía aliviado por la brisa que le enfriaba la piel.

Entonces un rugido profundo y amenazante recorrió el cielo. Lejos se detuvo, se agazapó y miró a su alrededor con miedo.

La luz del Sol pareció perder intensidad. Densas nubes negras llegaban desde el este. Un destello de luz purpúrea que iluminó las nubes desde dentro la sobresaltó. Casi inmediatamente, hubo un crujido estremecedor y un rugido más profundo y prolongado que pareció extenderse por todo el cielo.

Al volverse hacia el afloramiento rocoso, que de repente parecía muy lejano, vio que la gente había echado a correr recogiendo a sus hijos. Con el corazón acelerado, Lejos enderezó la espalda y empezó a regresar.

Pero entonces el cielo ennegrecido empezó a descargar la lluvia que traía. Las gotas eran tan gruesas que le hacían daño al caer sobre la piel desnuda y la cabeza y abrían pequeños cráteres en el suelo. La tierra se transformó rápidamente en un barro viscoso que se le pegaba a los pies y frenaba su carrera.

La luz volvió a encenderse, esta vez como un gran río que, por un instante, conectó el cielo y la tierra. Deslumbrada, tropezó y cayó al barro. Un ruido atronador repicó a su alrededor, como si el mundo estuviera haciéndose añicos.

Vio que la palmera del centro del pisoteado claro se había partido en dos y estaba ardiendo. Las llamas lamían las frondas que colgaban desamparadas de su copa. El fuego se extendió rápidamente por todo el bosquecillo y la hierba seca de la llanura empezó a arder.

Un paño de humo entre negro y gris empezó a ascender a su espalda. Se puso en pie y trató de continuar. Pero, a pesar de la constancia de la lluvia, el fuego se extendía con rapidez. La estación había sido excepcionalmente seca y la sabana estaba cubierta de hierba amarillenta, matojos secos y árboles caídos, campo abonado para los incendios. En alguna parte se elevó el barrito de un elefante. Lejos entrevió unas formas alargadas que huían entre las tinieblas: jirafas, quizá.

Pero los homínidos estaban a salvo. Las llamas se extenderían alrededor del afloramiento rocoso sin causar daño. Aunque lo pasarían mal por culpa del humo y el calor, nadie moriría. Y si ella podía alcanzarlo, también estaría a salvo. Pero se encontraba todavía a centenares de metros de distancia y una pared de humo y llamas se interponía en su camino. Las llamas estaban avanzando velozmente por la crecida y reseca hierba, cada una de cuyas briznas prendía y se consumía en un mero instante. El aire se llenó de humo y Lejos empezó a toser. El viento arrastraba pedazos flotantes de vegetación quemada, ennegrecidos, todavía ardiendo. Cuando caían sobre la piel le hacían daño.

Hizo lo único que podía hacer: se volvió y echó a correr: corrió hacia el oeste, alejándose del incendio, pero también de su familia.

No dejó de correr hasta que llegó a un denso bosque. Al encontrarse frente a la oscura muralla verde, titubeó un instante. Allí acechaban otros peligros, pero seguro que aquel lugar era invulnerable al fuego. Entró.

Acurrucada junto a las raíces de un helecho, rodeada por las húmedas frondas que colgaban de sus ramas, asomó la cabeza y contempló la sabana. El fuego todavía recorría vorazmente la extensión de hierba, y el humo que vomitaba se arrastraba hacia el denso bosque. Pero aquel pequeño reducto era demasiado denso y húmedo para correr peligro. Y el fuego estaba consumiendo rápidamente su combustible, al tiempo que la lluvia empezaba a extinguir las llamas.

Muy pronto podría salir de allí. Se acurrucó para esperar a que todo terminara.

Un movimiento furtivo cerca de sus pies atrajo su atención. En la base de las sinuosas raíces del helecho un escorpión se movía con precisión metálica hacia su pie. Sin titubear pero con cuidado para evitar el aguijón, lo golpeó con la parte baja de la palma de la mano. Cautelosamente, lo recogió con dos dedos y se lo llevó a la boca…

Algo le golpeó en la espalda. Cayó de bruces, con un peso sobre sí, caliente, poderoso, musculoso. De repente se vio rodeada de gritos y alaridos y empezó a sentir golpes en la espalda y la cabeza.

Sin resuello, reuniendo todas sus fuerzas, rodó sobre sí misma.

Tenía una figura esbelta encima. No era ni la mitad de alto que ella y tenía un cuerpo flaco y cubierto de pelaje pardo y marrón, brazos largos y vivaces, una cabeza simiesca que sobresalía de un pecho cónico y un fino pene rosado erguido sobre el vientre. La lluvia le había humedecido el pelaje, que despedía un intenso aroma a almizcle. Y sin embargo, erguida allí sobre ella, la criatura… el hombre… parecía uno de los suyos, no un mono.

Era un pitecino: un hombre mono, un hombre chimpancé, un representante de los primeros homínidos, el pariente lejano de Lejos. Y había más en las ramas, sobre ella, bajando de los árboles como sombras.

Se volvió para levantarse. Pero algo le golpeó en la cabeza y se hundió en la negrura.

Cuando recobró el sentido, estaba tendida de cara al cuelo. Le dolían el pecho, las piernas y las nalgas.

Estaba rodeada de pitecinos.

Algunos de ellos se habían encaramado a los acayúes que los rodeaban para recoger fruta. Otros estaban excavando la tierra y desenterrando raíces de alcornoque. Eran bípedos activos, que buscaban su comida en completo silencio. Pero, a diferencia de ella, eran menudos, hirsutos y de cuello flojo, como los chimpancés.

Alguien estaba gritando. Lejos se volvió.

Había una pitecina acurrucada en el suelo. Estaba haciendo un gran esfuerzo y el dolor arrugaba su rostro. Las ubres estaban hinchadas por la leche. Con la mirada borrosa, Lejos vio que una pequeña masa sólida emergía de entre sus nalgas: cubierta de moco, velluda, era la cabeza de una cría. Aquella mujer pitecina estaba dando a luz.

Otras hembras, su madre, sus hermanas y sus primas, la rodeaban. Farfullando y ululando suavemente, metieron las manos entre las piernas de la nueva madre. Con delicadeza movieron al bebé hasta que, con un ruido húmedo, emergió por el canal del parto.

La nueva madre afrontaba ahora un problema a los que ningún primate anterior había tenido que enfrentarse, porque el niño estaba naciendo orientado en sentido contrario a ella. Hoja, una hembra de los tiempos de Capo, habría podido ver el rostro de su cachorro mientras nacía y habría podido meter las manos entre sus piernas para guiar la cabeza y el cuerpo del bebé por el canal de salida. Si la pitecina hubiera intentado algo parecido, habría doblado el cuello del bebé y se habría arriesgado a lesionarle la columna vertebral, los nervios y los músculos. No podía enfrentarse al parto sola, como hubiera hecho Hoja… pero tampoco tenía que hacerlo.

Una vez que el bebé tuvo las manos fuera, asió el pelaje de su madre y empezó a tirar. Ya era lo bastante fuerte como para colaborar en su propio nacimiento.

Todo esto era consecuencia del bipedismo. Los cuadrúpedos sujetaban sus órganos abdominales con tejido que colgaba de la columna vertebral. La pelvis no era más que un elemento de conexión que trasladaba a las caderas y las piernas parte de la presión que soportaba la columna. Pero si uno decidía empezar a caminar erguido, la pelvis tenía que soportar el peso de los órganos abdominales y el peso de un embrión que creía en su interior. Las pelvis de los pitecinos erguidos se habían adaptado rápidamente para convertirse en una estructura de soporte muy parecida a la de los humanos, con su forma de cuenca. La abertura central para el canal del parto también había cambiado y su diámetro lateral era ahora superior al frontal, creando una forma ovalada que se correspondía a la del cráneo de un bebé.

El canal del parto de aquella madre pitecina era más estrecho con relación a la cabeza de su cría que el de cualquier primate anterior. El bebé había entrado en el canal de lado, para que su cabeza pudiera atravesarlo. Pero luego había tenido que girar para que sus hombros se alinearan con la dimensión mayor del canal. Algunas veces el bebé terminaba en la posición más fácil, mirando a su madre, pero con mayor frecuencia le daba la espalda.

En el futuro, a medida que los cráneos de los homínidos crecieran para alojar cerebros más grandes, serían necesarios diseños nuevos y más elaborados de aquel canal, de modo que el bebé de Joan Useb tendría que avanzar hacia la luz en una complicada sucesión de giros y movimientos. Pero incluso ahora, en estos tiempos remotos, las primeras madres bípedas necesitaban ya la ayuda de comadronas, y un nuevo tipo de vínculo social se había forjado entre las hembras de pitecino.

Finalmente el bebé emergió del todo y, con un plaf, cerrando los puños, cayó al suelo cubierto de hojas. La madre se dejó caer con un suspiro de alivio. Una pitecina de mayor edad recogió al bebé, le limpió las mucosas de la boca y la nariz y le sopló en las fosas nasales. Al primer grito del pequeño e hirsuto bebé, la comadrona lo dejó en los brazos de su madre y se alejó.

De repente, Lejos sintió unas fuertes manos alrededor de los tobillos. Alguien tiró de ella, sintió que las hojas y la tierra le arañaban la espalda, y perdió de vista a la madre y la cría.

La estaban arrastrando por el suelo. Cada vez que su cabeza chocaba con una roca o una raíz, era una explosión de dolor. A su alrededor había gritos y alaridos. Eran los machos, pudo ver, cuyos rosados genitales, ahora en reposo, asomaban en el pelaje entre unos testículos de increíble tamaño que se rascaban con gesto ausente. Al andar se movían con una extraña torpeza, un balanceo de las caderas que resultaba peculiar.

Vagamente se percató de que la llevaban al interior del bosque. Pero no parecía tener fuerzas ni deseos de luchar.

De repente, otro grupo de pitecinos, aullando furiosamente, emergió de la espesura. Los machos que habían capturado a Lejos salieron al encuentro de los recién llegados.

Por un momento hubo un festival de aullidos, gritos y exhibiciones de fuerza. Los pitecinos, con el pelaje erizado, parecieron crecer hasta doblar su tamaño. Los más grandes golpeaban y partían las ramas, arrancaban las hojas de los árboles, saltaban y golpeaban el suelo. Uno de los del grupo de Lejos hizo emerger una inmensa erección rosa que exhibió ante los intrusos. Otro inclinó la espalda y orinó sobre los enemigos. Y así sucesivamente. Fue algo cacofónico, asombroso, apestoso, una escaramuza entre dos grupos que, a los ojos de Lejos, eran idénticos.

Finalmente, los captores de Lejos lograron poner en fuga a los intrusos. Todavía excitados por la situación, empezaron a correr entre los árboles, chillando y lanzándose dentelladas unos a otros.

Entonces, un poco más calmados, empezaron a buscar alimento en el suelo, revolviendo la hojarasca con sus largos dedos. Uno de ellos encontró un pedazo de roca negra, un guijarro basáltico. Al cabo de un momento encontró una segunda y empezó a dar vueltas a la primera en las manos, con su lengua rosada asomando cómicamente entre sus dientes.

Finalmente pareció satisfecho. Sin apartar los ojos de la roca de basalto, la dejó en el suelo y la sujetó entre el pulgar y el índice. Entonces la golpeó con la primera. El basalto despidió una lluvia de fragmentos, muchos de ellos tan pequeños que apenas resultaban visibles. El pitecino revolvió la tierra, soltó un gruñido de decepción, volvió a coger su roca y empezó de nuevo a darle vueltas entre las manos. Cuando volvió a golpearla, logró arrancarle una fina lasca negra del tamaño de su mano. El pitecino sopesó la lasca en la mano y le dio vueltas entre el pulgar y el índice mientras estudiaba su borde.

Aquel cuchillo de piedra no era más que una lasca de roca arrancada por la fuerza. Pero su fabricación, que requería una comprensión de la materia prima y el uso de una herramienta para crear otra, era una proeza cognitiva que hubiera sido imposible para una criatura como Capo.

El pitecino miró a Lejos. Era consciente de que ella estaba despierta, pero a pesar de ello iba a empezar a despiezarla.

Su brazo se movió como un rayo. La lasca de piedra se hundió en el hombro de Lejos.

La repentina agudeza del dolor y el cálido chorro de su propia sangre sacaron a Lejos de su pasividad. Chilló. El pitecino respondió con un rugido y volvió a levantar su cuchillo. Pero, igual que había aplastado al escorpión, Lejos le golpeó en la cara con la base de la mano. Sintió el crujido de un hueso y la mano se le llenó de sangre y moco. El pitecino retrocedió, sangrando copiosamente.

Sobresaltados, los demás pitecinos se apartaron, lanzando aullidos de alarma y golpeando el suelo con las manos, como si solo entonces se hubieran dado cuenta de lo fuerte y peligrosa que era aquella criatura que habían traído a su bosque.

Pero entonces uno de ellos enseñó los dientes y empezó a avanzar hacia ella.

Lejos se obligó a ponerse en pie y echó a correr hacia el lóbrego interior del bosque.

Chocó con los troncos de los árboles, se le enredaron lianas y raíces alrededor de las piernas y se abrió camino a la fuerza entre el denso ramaje. Sus largas piernas y sus poderosos pulmones, diseñados para soportar horas de carrera en espacios abiertos y llanos eran casi inútiles en aquella densa maraña, donde no podía ni dar un paso sin tropezar con algo.

Y mientras tanto los pitecinos se movían como sombras a su alrededor, aullando y chillando, trepando con facilidad a los troncos y las ramas, saltando de árbol en árbol. Aquel era su medio, no el de ella. Cuando se había visto confinada a la sabana, la especie de Lejos le había dado la espalda al boque, que, a su vez, como si quisiera vengarse, se había convertido, no en un lugar de refugio y santuario como antaño, sino de peligro y claustrofobia, poblado por aquellos pitecinos que, como los espíritus que semejaban, habitarían sus pesadillas durante mucho tiempo.

Los pitecinos no tardaron en rodearla por todos lados y empezaron a aproximarse.

De improviso emergió a un claro, oscuro como un crepúsculo… donde un monstruo nuevo se cernió sobre ella, rugiendo. Lejos lanzó un chillido y cayó al suelo sin remedio.

Por una fracción de segundo, el monstruo se inclinó sobre ella. A su espalda, se movían unas formas achaparradas; rostros anchos se volvieron hacia ella, indiferentes, mascando con las enormes mandíbulas.

El monstruo era otro homínido: otro pitecino, de hecho, una variedad muy corpulenta. Aquel gran macho, con su inmenso vientre redondeado, era más alto y mucho más corpulento que las ágiles criaturas que la habían capturado. Su postura, incluso cuando estaba erguido, era mucho más propia de un simio: espalda inclinada, los brazos muy largos y las piernas dobladas. Su cabeza estaba extravagantemente esculpida, con pómulos altos, una inmensa mandíbula rocosa llena de dientes gastados y rotundos y una gran cresta ósea que recorría todo su cráneo de arriba abajo.

Exhausta, dolorida, sangrando copiosamente por el hombro, Lejos se hizo un ovillo en el suelo y esperó a que aquellos puños inmensos cayeran como martillos sobre ella. Pero el golpe no se produjo.

Las criaturas corpulentas que había detrás del gran macho se aproximaron un poco. Eran todas hembras, con grandes pechos sobre los vientres gigantescos, y mientras miraban fijamente a Lejos, atrajeron a sus cachorros. Pero Lejos vio que seguían sentadas, comiendo. Una de ellas recogió una nuez, una de las que Lejos habría tenido que abrir utilizando una roca, se la puso entre los dientes y la partió con facilidad. A continuación empezó a comérsela, con cáscara y todo.

Pero entonces los flacos pitecinos irrumpieron en el claro. Al ver a Tripón frenaron en seco y tropezaron unos sobre otros como payasos de circo. Al instante empezaron a realizar una exhibición de fuerza, caminado de un lado a otro con el pelaje erecto, golpeando el suelo y arrojando ramitas y trozos de excrementos secos a su nuevo adversario.

Tripón respondió con un gruñido. Lo cierto era que aquel hombre-gorila era vegetariano. La baja calidad de su dieta lo obligaba a pasar la mayor parte del día sentado, mientras su enorme estómago procesaba el alimento. Pero aquel inmenso coloso, con su poderosa dentadura, su forma cubierta de músculos y un harén entero a su disposición, inspiraba mucho más respeto que los flacos pitecinos. Con un golpe que hizo temblar la tierra y bamboleando su inmenso vientre, se puso a cuatro patas. Empezó a caminar adelante y atrás por los confines de su pequeño dominio, erizó también el pelaje y desafió con un rugido a aquellos impertinentes.

Los pitecinos retrocedieron entre gritos de frustración.

Lejos se apartó a hurtadillas y se adentró aún más en el aparentemente interminable bosque. Esta vez, nadie la siguió.

No veía el Sol, no directamente. Solo contaba con los dispersos haces de luz teñida de verde para alumbrarle el camino. Perdió la noción del tiempo y del espacio mientras avanzaba por el bosque. Una costra se formó sobre la herida de su hombro, pero siguió sangrando. El golpe que el pitecino le había dado en la cabeza todavía le dolía, y su pecho y su espalda eran sendas masas de moratones. La consternación y el pesar por la desaparición de su madre y del pequeño grupo de gente que había conformado todo su mundo estaban empezando a abrumarla.

La fatiga se apoderó lentamente de ella.

Al fin, tropezó en una raíz. Cayó a los pies de un helecho, sobre un suelo blando de marga cubierta de frondas.

Trató de incorporarse, pero sus brazos parecían haber perdido toda la fuerza. Se puso a cuatro patas, pero el mundo empezó a perder el color. El tupido verdor del follaje se volvió grisáceo. Entonces, el suelo pareció inclinarse, se levantó hacia su cabeza y le propinó un fuerte golpe en la cara.

La tierra estaba fresca en su mejilla. Cerró los ojos. El dolor de sus moratones y cortes pareció disolverse y se perdió en la distancia como los truenos de una tormenta. Un clamor, monótono y ruidoso, pero de algún modo reconfortante, llenó su cabeza. Se dejó sumergir en aquel sonido.

La gran divergencia a partir de los chimpancés se había producido después de Capo. Las nuevas especies de simios que habían aparecido eran homínidos, esto es, criaturas más próximas a los humanos que a los chimpancés y los gorilas.

En el gran drama de la evolución de los homínidos, aprender a caminar erguidos había sido la parte fácil. Millones de años trepando a los árboles como simios se habían encargado de ello. Cuando los descendientes de Capo se habían adaptado a su nueva vida en la frontera entre el bosque y la sabana, el avance hacia el bipedismo había requerido de ellos menor reorganización corporal que el regreso al cuadrupedismo.

Sus pies, que ya no tenían que seguir asiendo ramas en ángulos agudos, experimentaron una simplificación que los convirtió en superficies planas y almohadilladas con muchísima menos flexibilidad. Sus dedos perdieron movilidad y sensibilidad, pero el aumento de la capacidad de absorción les permitió recorrer a pie grandes extensiones sin sufrir daños. Las articulaciones de las rodillas y los muslos evolucionaron para soportar el peso de una criatura erguida. La columna vertebral se hizo más larga y curva, de modo que el centro de gravedad se adelantó y quedó situado ahora sobre los pies y en las líneas centrales del cuerpo. Aparecieron nuevas y especializadas caderas, un diseño que permitía levantar una pierna del suelo sin perder el equilibrio, como le ocurría a los chimpancés, y de este modo caminar sin balanceos. Las manos ya no tenían que compartir la capacidad de manipulación con la de apoyo, así que se volvieron más flexibles: los nudillos se volvieron más finos y los pulgares quedaron liberados para maniobras más complejas y delicadas. Con relación a su peso, perdieron fuerza ahora que no tenían que estar constantemente trepando a los árboles.

El bipedismo ayudó a los nuevos simios de la sabana, permitiéndoles recorrer a pie o a la carrera las grandes distancias que separaban las fuentes de alimento y abrigo y alcanzar frutos y bayas situados a mayor altura. Con el paso del tiempo, se irguieron cada vez más y ganaron en estatura, sucumbiendo a las mismas presiones que habían dado forma a las jirafas. El bipedismo era una ventaja tan importante, de hecho, que había evolucionado de forma independiente en otros linajes de simios, aunque todos estos se extinguirían mucho antes de que aparecieran los auténticos humanos.

Los gráciles y esbeltos pitecinos que habían perseguido a Lejos eran como chimpancés erguidos. Más, de hecho, que Capo o cualquier simio. Pero tenían cabeza de simio, de morro protuberante, pequeñas cavidades cerebrales y fosas nasales achatadas. Su postura, aun cuando caminaban erguidos, era inclinada, con la cabeza hacia delante, y tenían brazos tan largos que las manos casi les llegaban a las rodillas. Al caminar tenían que utilizar más pasos que Lejos para recorrer una misma distancia y no podían moverse tan deprisa como ella. Pero en las distancias cortas por las que solían moverse eran más eficaces y eficientes.

Se habían quedado en el lindero del bosque. Pero habían aprendido a explotar los recursos de la sabana: en especial los cadáveres de los grandes herbívoros que capturaban los depredadores. Cuando se presentaba la oportunidad, salían de los bosques, corrían hasta alguna de estas carcasas con sus sencillas herramientas de piedra en la mano y cortaban tendones y ligamentos. Los miembros robados podían arrastrarse con rapidez a la seguridad del bosque, donde serían troceados y consumidos, y los percutores podían utilizarse para quebrar los huesos restantes y extraer el tuétano.

Todo esto desencadenaba una selección basada en la inteligencia. Los homínidos carecían de los dientes de las hienas o los picos de las aves de carroña. Si querían tener éxito en su saqueo, necesitaban mejores herramientas que los rudimentarios aperos de Capo. Entretanto, sus cuerpos se habían adaptado mejor al procesamiento de la carne. Muchas especies de pitecinos poseían dientes capaces de desgarrar la carne cruda y un sistema digestivo más eficiente, capaz de tolerar una dieta semejante.

Sin embargo, seguían siendo carroñeros marginales, situados en los últimos peldaños de la jerarquía de los carnívoros; tenían que esperar su turno, después de que los leones, las hienas y los buitres hubieran cogido lo que querían de las presas más grandes. Y ni esto, ni sus rudimentarias partidas de caza, eran las únicas presiones que tenían que soportar los simios de la sabana.

La sabana era un infierno poblado por depredadores. Los leopardos y los osos de los bosques ya eran malos en su momento. Pero en la sabana había enormes hienas, tigres de dientes de sable y perros grandes como lobos. Cuando salieron a ciegas de sus bosques, los homínidos, pequeños, lentos y sin defensas, habían sido presa fácil para aquellas criaturas. Pronto, algunos de aquellos depredadores, como los dinofelis, se habían especializado en ellos.

Era un desgaste implacable, una presión incesante. Pero los homínidos respondieron a ella. Aprendieron a comprender el comportamiento de los depredadores y a buscar refugios eficaces. Aprendieron a cooperar entre sí, a buscar la fuerza que proporcionaba la unión y a utilizar herramientas para repeler a los atacantes. Hasta el desarrollo del lenguaje fue fruto, al menos en parte, de estas presiones, pues los gritos de alarma especializados que databan de los tiempos de los bosques de los notharcus se metamorfosearon lentamente en palabras más flexibles.

La sabana moldeó a los homínidos. Pero seguían sin ser cazadores sino cazados.

Los pitecinos tenían sus limitaciones. Necesitaban la protección de los bosques en los que tenían su base, porque no estaban preparados para soportar grandes períodos de tiempo al raso. Y estaban atados a los ríos, lagos y marismas, porque sus cuerpos poseían pocas reservas grasas y no podían soportar mucho tiempo lejos del agua.

Pero, a medida que pasaba el tiempo, y el clima y la gama de hábitats de África fluctuaban, los medios forestales que preferían los pitecinos se habían propagado: en una tierra salpicada de bosques pequeños, las fronteras eran muy abundantes. La forma del pitecino había demostrado eficiencia y resistencia y se había producido una gran inflación de eventos evolutivos, una radiación de hombres-simio.

La robusta gente-gorila había abandonado la aventura de los linderos del bosque y se había adentrado en las profundidades del follaje. Allí habían empezado a explotar una fuente de alimento para la que había poca competencia: las hojas, la corteza y la fruta poco madura que los demás homínidos eran incapaces de digerir, y las semillas y frutos demasiado duros para que los abrieran. Para adaptarse a aquel estilo de vida habían desarrollado, al igual que los barrigones y los gigantopitecinos de antaño, enormes estómagos capaces de procesar comida de baja calidad y cráneos poderosamente reforzados, capaces de impulsar aquellas colosales mandíbulas con sus dientes como piedras de amolar.

Su vida social también había cambiado. En el bosque siempre había un suministro de hojas y corteza disponible y grupos enteros de hembras se instalaban en bosquecillos para vivir. Los machos se volvieron criaturas solitarias, que trataban de mantener el control sobre todas las hembras de un territorio concreto. Así se volvieron más grandes que ellas y empezaron a potenciar la fuerza bruta por encima de todo, porque era lo único que garantizaba que pudieran defender sus harenes de otros.

La especie de los hombres-gorila era una de las menos inteligentes entre los homínidos de su tiempo. Sus grandes estómagos consumían demasiada energía: para equilibrar el presupuesto, su cuerpo, en el curso de su adaptación, había tenido que hacer sacrificios en todo lo demás. La inteligencia no era esencial en los harenes de la tenue y estable tiniebla de las profundidades boscosas, así que los grandes cerebros de primate de los hombres-gorila, demasiado costosos en términos de sangre y energía, habían menguado.

Asimismo, como cada hombre-gorila tenía asegurado el acceso a sus hembras, sus testículos eran de pequeño tamaño. Por comparación, los flacos hombres-chimpancé tenían que aparearse siempre que podían, así que contaban con enormes genitales oscilantes, que exhibían a la mínima ocasión, capaces de generar auténticos océanos de esperma.

Entre aquellos dos tipos básicos de pitecino, los gráciles hombres-chimpancé y los robustos hombres-gorila, había numerosas variantes. Algunas de ellas se habían decantado por el bipedismo. Otras habían renunciado casi del todo a él. Algunos chimpancés eran más inteligentes que otros, y algunos gorilas, más tontos que los demás. Había criaturas parecidas a chimpancés que utilizaban herramientas menos avanzadas que las de Capo y especies más próximas a los gorilas cuyas herramientas eran más sofisticadas que las lascas de piedra de los gráciles pitecinos. Los había grandes y pequeños, furtivos y corredores, pigmeos y gigantescos, esbeltos omnívoros y herbívoros con dientes como pilares. Había criaturas con rostros protuberantes, como los de los chimpancés, y otras de rasgos delicados y planos, casi humanos. Y había numerosos cruces entre las diferentes especies, una proliferación de subespecies e híbridos, que ornamentaba el carnaval de las posibilidades de lo homínido.

Los paleontólogos del futuro, desconcertados al tratar de resolver este rompecabezas de diversidad por medio de fósiles fragmentarios y útiles de piedra, elaborarían complicados árboles familiares y nomenclaturas, bautizando a sus imaginarias especies como Kenyanthropus platypos, u Orrorin tugenesis, o Australopithecus ghardi, africanus, afarensis, baherighazali, anamensis, o Ardipithecus ramidus, o Paranthropus robustus, boisei, aethiopicus; u Homo habilis… Pero pocos de aquellos nombres reflejarían la realidad. Y, además, los límites entre aquellas categorías de criaturas eran muy poco precisos. Allá en el mundo real, por supuesto, estas etiquetas no importaban; todos ellos no eran más que individuos que luchaban por sobrevivir y engendrar descendencia, como siempre había sido.

La mayoría de esta diversidad se perdería con el tiempo, y sus pobres huesos serían engullidos por la sempiterna voracidad de los bosques. Ningún humano llegaría a saber cómo había sido vivir en un mundo así, atestado de gente de tantos tipos diferentes. Era un burbujeante fermento evolutivo, formado por las numerosísimas especies que se desgranaban de una tipología básica que había demostrado su excelencia.

Pero entre aquella miríada de especies, ni una sola tenía futuro, porque todas ellas se habían aferrado al bosque. Los dedos de sus manos y sus pies seguían siendo largos y curvos para poder asirse a los troncos de los árboles y sus piernas representaban un peculiar compromiso entre las de los trepadores cuadrúpedos y los bípedos. Cuando llegaba la noche, incluso hacían sus nidos en las copas de los árboles, como sus antepasados mucho tiempo atrás. Y sus cerebros no habían llegado a desarrollarse mucho más que los de Capo y su especie, o sus ancestrales antepasados, los chimpancés, porque su dieta, de baja calidad, no permitía nada mejor.

Durante cuatro millones de años, los pitecinos habían sido un florecimiento amplio, diverso y triunfante de la familia de los homínidos. Antaño, de hecho, los únicos homínidos del mundo habían sido hombres-simio. Pero el tiempo de cambios significativos había pasado. Se habían dejado seducir por el abrigo y la protección que les ofrecía el bosque y esto les había arrebatado muchas posibilidades. El futuro estaba ahora en manos de otro grupo de homínidos —descendientes a su vez de los pitecinos— pero que, a diferencia de estos, había dado el paso decisivo de alejarse de los bosques.

El futuro estaba ahora en manos de Lejos.

III

De mala gana, abrió los ojos. Vio un suelo polvoriento que se extendía inclinado bajo su cara. Cuando levantó la mirada, sus ojos se fijaron en los rayos de luz que se filtraban entre los apiñados troncos de los árboles.

Apoyándose en el suelo, levantó el cuerpo del suelo. Tenía los pechos y la herida del hombro manchados de hojas y tierra. Agarrándose al tronco de un árbol, se puso en pie y permaneció inmóvil hasta que los furiosos latidos de su corazón empezaron a remitir. Entonces echó a andar, con paso tambaleante, por el bosque, en dirección a la luz.

Cuando salió era de día. Levantó la mano para protegerse los ojos de un sol bajo y rojizo. La tierra estaba agostada, la hierba ennegrecida, la tierra apelmazada y reseca. Pero más allá de una loma baja le pareció ver el destello del agua: un arroyo que descendía sinuoso de unas colinas erosionadas a cierta distancia.

No conocía aquel lugar. Había atravesado el bosquecillo en línea recta, de este a oeste.

Empezó a avanzar cautelosamente. La tierra carbonizada todavía estaba caliente —aquí y allá había árboles quemados que seguían echando humo— y las briznas de hierba resecas le lastimaban los pies. Sus pies, sucios ya tras su recorrido por el bosque, no tardaron en estar cubiertos de mugre.

Pero consiguió llegar al agua. El arroyo era transparente y su corriente discurría con viveza sobre un lecho de redondeados guijarros volcánicos y sobre su superficie flotaban todavía restos de vegetación ennegrecida. Metió las manos y bebió con avidez. El agua limpió el polvo y la sangre seca de su piel, y la duradera peste del humo de su nariz y su garganta empezó a disiparse.

Y entonces escuchó una llamada. Una voz. Una palabra. Pero no era una de las palabras que conocía.

Salió arrastrándose del agua y se tendió de bruces tras una roca erosionada. En su mundo, los desconocidos equivalían a malas noticias. Al igual que sus parientes pitecinos, la gente era intensamente xenófoba.

Había un hombre arrodillado, explorando con destreza el suelo chamuscado en busca de cualquier cosa que el incendio hubiera dejado. Era joven, tenía la piel suave y el pelo tupido.

Levantó un lagarto ennegrecido, tieso e inmóvil. Con una especie de piedra tallada —cuya forma le era desconocida a Lejos— le arrancó la piel quemada hasta desenterrar un pedazo de carne rosada, que engulló rápidamente. Luego encontró una serpiente, una culebra, que el fuego había dejado completamente rígida. Aunque trató de quitarle la piel quemada, estaba demasiado dura, así que acabó tirándola.

Entonces encontró un auténtico tesoro. Era una tortuga, que se había cocinado en su propio caparazón. La recogió y, mascullando para sí, empezó a darle vueltas. Cogió su herramienta —era una lasca de piedra, pero triangular, con las dos caras talladas y un borde afilado que la rodeaba por completo— y la introdujo en el agujero de la cabeza. Con un poco de esfuerzo, consiguió abrir el caparazón y al poco tiempo estaba utilizando su herramienta para cortar la carne. Las tortugas eran una de las presas favoritas de los cazadores pitecinos. Eran uno de los pocos animales de la sabana que eran más pequeñas y lentas que ellos y su hábito de enterrarse en el suelo no les servía de nada contra animales inteligentes que podían desenterrarlas con palos y poseían herramientas capaces de abrir caparazones que desafiaban los dientes de los leones y las hienas.

El hacha de piedra del hombre tenía a Lejos fascinada. Con su borde delicadamente recortado y sus dos caras talladas, superaba con mucho a las piedras de su pueblo y las lascas de los pitecinos. Pero, a un nivel profundo, somático, comprendió al instante su funcionamiento. Sintió el impulso de alargar la mano y coger aquella lágrima de piedra para probarla.

A partir de ahora, siempre asociaría a aquel joven con la herramienta de piedra que con tanta destreza manejaba. Para ella sería Hacha.

De repente, Hacha levantó la vista y miró a Lejos a los ojos.

Ella trató de esconderse detrás de su piedra. Pero era demasiado tarde.

El joven gruñó, dejó caer la tortuga —el caparazón rebotó varias veces en el suelo cubierto de hollín— y levantó su hacha de piedra.

Lejos no tenía a donde ir. Se levantó. La mirada del joven recorrió su cuerpo, la espalda y las nalgas todavía mojadas por el agua del arroyo. Bajo el hacha y le sonrió. Entonces recogió la tortuga y reanudó la tarea de sacarla de su caparazón.

Unos gritos llegaron flotando desde la distancia.

Lejos vio más gente, gente como ella, adultos y niños, formas esbeltas y erguidas que se movían como sombras por la llanura cubierta de cenizas. Estaban explorando un bosque en miniatura de formas ennegrecidas y retorcidas. Era una manada de jóvenes antílopes que estaba dando a luz cuando estalló la tormenta. Muchas de aquellas desgraciadas criaturas, que todavía estaban recobrándose del parto, habían sido incapaces de escapar a las llamas. En aquel momento, la gente estaba despiezando su hallazgo con sus maravillosas hachas de piedra y, a pesar de lo lejos que se encontraban, el delicioso aroma de la carne cocinada se arrastró hasta ella. Hacha dejó caer la tortuga y corrió hacia los suyos.

Al cabo de unos instantes, desgarrada entre la cautela y el hambre feroz que sentía, Lejos echó a correr tras él.

Cuando la noche empezó a aproximarse, la gente se reunió en una hondonada rocosa, que les ofrecería alguna protección frente a los depredadores nocturnos.

Lejos, sin ningún sitio mejor al que ir, los siguió.

No podía pasar una noche sola, eso lo sabía. Incluso ahora, podía sentir cómo la seguían los ojos amarillos, unos ojos que sabían que era una extraña en aquel grupo, que no disfrutaba por completo de su protección, que era un objetivo potencial, como los viejos, los muy jóvenes o los tullidos.

La gente no la echó. Tampoco es que le dieran exactamente la bienvenida. Pero cuando se acurrucó en un rincón de la hondonada con un pedazo de carne que había conseguido robar de una de las carcasas calcinadas, toleraron su presencia.

Observó a un hombre que estaba partiendo un trozo de roca. Era un hombre viejo, casi en la cincuentena, y muy flaco, con un ojo casi cerrado por una fea cicatriz. Dos pequeños, un niño y una niña, se sentaban a sus pies. No mucho más jóvenes que Lejos, observaban lo que Cara-cortada estaba haciendo y, con grandes rocas torpemente empuñadas en sus pequeñas manos, trataban de imitarlo. La chica se golpeó el pulgar y soltó un chillido de dolor. Cara-cortada, sin decir nada, le quitó la roca, le dio la vuelta y, sujetando sus manos, le enseñó cómo cogerla con más eficacia. Pero cuando el chico lo vio, se puso celoso y dio un pellizco a la chica que le hizo soltar la roca. «¡Yo, yo!».

Mientras caía la oscuridad, muchos de ellos empezaron a rascarse y acariciarse suavemente y sin palabras, el hábito que habían traído consigo de los bosques. Las madres acariciaban a los niños, los hombres y las mujeres llevaban a cabo silenciosas maniobras políticas en las que se cimentaban alianzas y se reforzaban jerarquías. A veces, las caricias daban paso a ruidosas sesiones de sexo.

Lejos, la extraña, estaba excluida de todo aquello. Pero mientras se iba sumergiendo en el sueño, exhausta y dolorida, era consciente de que los ojos de Hacha estaban sobre ella.

Cuando despertó, el cielo sobre la hondonada era ya muy luminoso.

Todos se habían ido, dejando algunos restos de comida, excrementos de niños y húmedas marcas de orina.

Tenía que levantarse rápidamente. Las magulladuras de su espalda y su pecho parecían haberse consolidado en una única masa de dolor. Pero su joven cuerpo estaba reparando ya los daños sufridos el día antes y tenía la cabeza despejada. Salió corriendo a la luz.

La gente se había dirigido al norte, hacia un lago. Eran sombras esbeltas que caminaban con un objetivo concreto, borrosos sus perfiles por culpa de la calima. Corrió tras ellos.

La orilla del lago estaba abarrotada. Lejos distinguió muchas especies diferentes de elefantes, rinocerontes, caballos, jirafas, búfalos, ciervos, antílopes, gacelas e incluso avestruces. En el agua había cocodrilos y tortugas y las aves batían ruidosamente las alas sobre ella. Los herbívoros gigantes, que se habían concentrado alrededor de la orilla habían devastado el lugar. Desde la arena fangosa, sus avenidas, claramente delimitadas, partían en todas direcciones. En el terreno firme que rodeaba el lago no crecía otra cosa que unas pocas especies de plantas cuyo sabor no gustaba a los elefantes y rinocerontes y que eran capaces de recuperarse muy rápidamente cuando las pisoteaban.

La gente se aproximó al agua. Escogieron un lugar cerca de una manada de elefantes. Todo el mundo sabía que los depredadores evitaban a los elefantes. Estos ignoraron a la gente y siguieron enfrascados en sus propios y complicado asuntos. Algunos de ellos habían entrado en el agua y estaban chapoteando y jugando ruidosamente. Las hembras, reunidas en grupos, emitían rugidos misteriosos, mientras los machos proferían sus barritos y entrechocaban sus inmensos colmillos. Aquellos animales colosales, los arquitectos del paisaje, eran bloques de musculatura y potencia, dotados a su vez de una regia y morosa elegancia.

La mayoría de las mujeres estaba jugando a la orilla del agua. Lejos vio que una de ellas había encontrado el nido de una tortuga de agua dulce. Los huesos alargados fueron extraídos con rapidez y su contenido devorado. Otras mujeres estaban recogiendo los crustáceos que crecían en abundancia en los bajíos, especialmente cangrejos de agua dulce.

Lejos vio que Hacha, como la mayoría de los hombres, se había metido en el agua. Llevaba una lanza de madera y estaba erguido y muy quieto, con los ojos clavados en la brillante superficie del agua. Al cabo de unos segundos hundió el arma con un poderos chapoteo, y cuando la sacó del agua, había un pez limpiamente arponeado, sacudiendo su cuerpo de color plata. Hacha lanzó un grito de triunfo, sacó el pez de la lanza y lo arrojó a la orilla. Otro hombre, a cierta distancia, estaba avanzando a hurtadillas sobre un ave acuática que flotaba complaciente en la superficie. El hombre saltó pero el ave consiguió esquivarlo entre mucho chapoteo cómico, gritos y graznidos.

Lejos se unió a las mujeres.

Al poco rato, encontró un límulo que reptaba muy tieso por un canal de lodo. No le fue difícil capturarlo. Lo levantó y el pequeño crustáceo sacudió débilmente las patas. Utilizó un trozo de piedra para abrir la placa de la cabeza, que tenía el tamaño de un plato llano. Dentro, cerca de la parte delantera, había un racimo de huevos, como un montón de gruesos granos de arroz. Los sacó con los dedos y los engulló. Tenían un sabor muy fuerte, como a pescado. El resto del crustáceo era demasiado duro para tratar de sacar algo de él. Tiró la placa encefálica rota y siguió buscando comida.

Así se alargó la mañana, mientras la gente, como cualquier otro animal en aquella sabana abarrotada, buscaba comida.

Cerca del mediodía, los homínidos se apartaron al fin de la orilla, relajados, saciados.

Pero Hacha se alejó solo. Lejos fue tras él. El hombre volvió la mirada. Sabía que lo estaba siguiendo.

Llegó al lecho reseco de un arroyo, tapizado de guijarros desgastados. Empezó a recorrerlo arriba y abajo hasta dar con lo que buscaba. Era un guijarro del tamaño de su puño, aproximadamente, plano y redondeado. Se sentó en el lecho del arroyo y revolvió las piedras que lo rodeaban hasta que encontró un percutor apropiado. Había traído algunos matorrales secos, que procedió a situar a su alrededor para protegerse. Entonces se puso a trabajar, dando golpecitos a la piedra escogida. Enseguida empezaron a saltar pequeñas lascas, que cayeron ruidosamente entre los guijarros.

Lejos se había sentado en cuclillas, a diez metros de él, con los brazos alrededor de las rodillas, fascinada por aquella demostración de habilidad. No se parecía a nada que hubiera visto antes.

De hecho, Hacha y Lejos habían crecido entre dos tradiciones de fabricación de herramientas separadas por milenios.

Tras dejar atrás los árboles y trasladarse definitivamente a la sabana, un mundo nuevo de posibilidades se había abierto para los caminantes. No eran solo móviles. Podían emigrar. Pero no lo hacían a propósito. Para cada individuo, era una cuestión de supervivencia. Para gente capaz de explorar nuevos lugares, siempre era más fácil trasladarse a un lugar mejor que tratar de adaptarse a unas condiciones duras.

Pero conforme se iban desgranando las generaciones, la gente recorría miles de kilómetros en este inconsciente avance. Hasta llegaron a salir de África y visitaron tierras en las que ningún homínido había puesto el pie hasta entonces. Antes de que se cerraran las grandes fauces de la glaciación, había unas condiciones climáticas muy parecidas en la Europa meridional, el Oriente Medio y el sur de Asia. En su recorrido por aquellos lugares desconocidos, la gente seguía la facilidad que para la vida ofrecían las costas. Rodearon el Mediterráneo y se dispersaron tierra adentro, donde finalmente colonizaron España, Francia, Grecia, Italia, al igual que harían más tarde animales asociados a la fauna africana, como los elefantes, las jirafas y los antílopes. En dirección al este, tras atravesar la India, se extendieron hasta el Lejano Oriente e incluso Indonesia.

No era una conquista. La especie de Lejos se había extendido más que cualquier otra especie de simios, pero otros animales, como los elefantes, se extendieron mucho más. Y, además, eran pocos. En cualquier área determinada, eran menos numerosos que, por ejemplo, los leones. A pesar de sus herramientas, la gente seguía siendo un grupo de animales en un medio sobre el que ejercían una influencia muy limitada.

Y su migración carecía de propósito. Una de las antepasadas lejanas de Lejos había llegado hasta Vietnam; ahora, en los tiempos de Lejos, el azar y el incesante vagabundeo de la especie los había devuelto al África oriental, a casa.

Pero allí, en el hogar ancestral, los hijos pródigos se habían encontrado con nuevas presiones.

Algunas poblaciones de homínidos habían escogido no desplazarse, a pesar de las traicioneras fluctuaciones del clima. Para sobrevivir habían tenido que volverse más listos. La clave de su supervivencia había estado en unas herramientas superiores, especialmente aquellas hachas de piedra. El secreto de las hachas era su forma de lágrima. Una forma de bifaz achatado proporcionaba un largo borde cortante con un peso mínimo. Aunque todavía utilizaban herramientas como las de los pitecinos cuando las necesitaban —las lascas, fáciles de fabricar, eran «baratas» y para algunos trabajos, como por ejemplo cazar presas pequeñas, eran mejores—, las hachas de mano servían, no solo para cortar la carne, sino para sacar palos y garrotes de las ramas, afilar lanzas de madera, abrir colmenas, cavar en el suelo para llegar a las larvas, arrancar la corteza de los árboles, partir huesos para sacarles la médula, abrir los caparazones de las tortugas… Hacha pertenecía a uno de estos grupos que se habían quedado en casa.

Razón por la cual Lejos, descendiente de los emigrantes que habían atravesado la Eurasia meridional hasta llegar al Lejano Oriente, se encontraba allí, fascinada por la asombrosamente avanzada tecnología de Hacha y los suyos.

Hacha trabajaba pacientemente. La mirada de Lejos se extravió. Advirtió que el lecho seco de aquel arroyo estaba cubierto de hachas de mano: muchas de las rocas que había tomado por meros guijarros eran en realidad herramientas talladas. Todas tenían la característica forma de lágrima y todas habían sido trabajadas en mayor o menor medida hasta conseguir aquel fino perímetro cortante.

Pero había algo extraño en aquellas hachas. Algunas de ellas eran minúsculas, del tamaño de mariposas, mientras que otras eran enormes. Algunas estaban rotas, y otras manchadas de sangre. Pero cuando trató de recoger una de las más grandes, se hizo un corte con el borde. Apenas había sido utilizada, si es que lo había sido.

Alguien se le acercó. Se encogió de miedo.

Era Cara-cortada, el hombre que antes estaba enseñando a los niños a tallar la roca. Estaba mirándola con una especie de ávida intensidad. Tenía una de aquellas hachas enormes en las manos. Era tan grande que resultaba impráctica. No podía usarse para cortar la carne. Sin dejar de mirarla, el hombre le dio varias vueltas en las manos y pulió uno de sus extremos golpeándola con un percutor. A continuación la utilizó para rascarse la pierna y quitarse un mechón del fino pelo que le crecía allí. Mientras hacía todo esto, su mirada, brillante a pesar de su ojo medio cerrado, no se apartó un solo instante del rostro y el cuerpo de Lejos.

Ella no tenía la menor idea de lo que quería… o al menos, no la tuvo, hasta que vio asomar la erección entre su mata de vello púbico.

Hacha había terminado más o menos la herramienta: del tamaño de su mano, utilitaria, preparada, era claramente un útil funcional, manufacturado en cuestión de minutos. Pero al ver lo que Cara-cortada estaba haciendo, la arrojó a un lado con furia. Se levantó, arrojando fragmentos de roca en todas direcciones, y le dio un empujón en el hombro. «¡Fuera! ¡Fuera!» Cara-cortada respondió con un gruñido, mientras su erección remitía. Entonces, Hacha le quitó la ostentosa herramienta de las manos y la arrojó al suelo. Una parte de su precioso borde se fracturó. Cara-cortada miró el hacha, miró a Lejos y, con una última y furiosa mirada a Hacha, se alejó caminando.

Lejos permaneció inmóvil, con las rodillas pegadas al pecho, aterrada y confundida.

Hacha la miró. Tras unos instantes, regresó al lecho seco y empezó de nuevo a examinar las piedras. Finalmente dio con una roca volcánica grande y deforme, tan pesada que necesitó las dos manos para levantarla. Volvió a sentarse, recogió unos pocos percutores y volvió a protegerse las piernas con maleza.

Empezó a golpear la piedra, exhibiendo toda su fuerza. Las lascas y láminas de roca volaban por todas partes. Pero, rápidamente, gracias a su habilidad y su fuerza, emergió una tosca forma de lágrima. A continuación, utilizó una sucesión de piedras más pequeñas para moldear las dos superficies lenticulares y terminar el borde de una hoja magnífica.

Aunque su primera obra había sido mucho más fácil, pues había emergido de una roca que ya tenía más o menos la forma final de la herramienta, esta había supuesto una auténtica proeza. No podía haber escogido un desafío mayor, y lo había hecho deliberadamente. Porque estaba seguro de que, mientras trabajaba, Lejos no le quitaba el ojo de encima.

Los suyos llevaban ya unos doscientos mil años haciendo herramientas de aquella manera. A lo largo de tan prologando espacio de tiempo, sus hachas habían dejado de ser meras herramientas, meros útiles funcionales.

Para Hacha, aquella demostración de habilidad artesanal era una forma de cortejo. Estaba exhibiendo su excelencia como macho ante Lejos. Con la fabricación de la herramienta le estaba haciendo una clara demostración de la fuerza de su cuerpo, de la precisión de su trabajo, de la claridad de su mente y de su capacidad para concebir y llevar a la práctica un diseño, su habilidad para localizar la materia prima, la coordinación entre sus manos y sus ojos, su percepción espacial y su comprensión del medio circundante. Eran rasgos que esperaba que ella quisiera transmitir a su descendencia, y por esta razón, exhibiciones como aquella habían adquirido una lógica propia, divorciada de la utilidad de las hachas de mano.

Impulsados por el deseo y la melancolía, los hombres y los muchachos fabricaban docenas de hachas, una vez tras otra. Trabajaban durante horas en una sola hacha, buscando una simetría perfecta. Podían hacer hachas diminutas del tamaño de su pulgar o enormes y pesadas herramientas que había que sostener en las dos manos, como un libro inmenso. Podían, tal como Hacha había hecho, escoger materiales especialmente complicados y utilizarlos para tallar sus hachas de todos modos. Algunas veces, incluso arrojaban las hachas a un lado, deliberadamente, para mostrar lo ricos que eran en términos de fuerza y habilidad.

Hasta merecía la pena tratar de hacer trampas, como había hecho Cara-cortada. No funcionaba muy a menudo —las mujeres aprendían rápidamente que tenían que estar presentes y ver cómo se fabricaban las hachas más impresionantes— pero en ocasiones, la estratagema compensaba y el mentiroso disfrutaba de la ocasión de transmitir sus genes a un coste muy bajo.

La mezcla de la fabricación de herramientas con el cortejo sexual tendría profundas consecuencias en el futuro. Como ningún macho podía permitirse el lujo de hacer las hachas de un modo diferente a sus antepasados, era terreno abonado para un paralizante conservadurismo. La gente haría la misma herramienta, siguiendo el mismo plan, a lo largo de varios continentes, a pesar de la sucesión de varios ciclos glaciales, durante un millón de años. Incluso las diferentes especies que las seguirían utilizarían la misma tecnología. Era una continuidad y una consistencia que ninguna institución o religión podría nunca llegar a igualar. Solo el sexo ejercía el influjo suficiente sobre la mente humana como para provocar un efecto así.

Cuando trabajaba en sus herramientas, Hacha tenía que pensar, al menos hasta cierto punto, como un ser humano. A diferencia de los pitecinos, que aceptarían cualquier forma y tamaño que le ofreciera la lasca extraída del guijarro, Hacha tenía que formarse una imagen mental del artefacto que pretendía construir. Tenía que seleccionar la materia prima y los percutores que le permitieran hacer realidad su visión, y tenía que trabajar de forma sistemática para conseguirlo. Pero su mente estaba compartimentada como ninguna mente humana lo estaría nunca. Hacha hacía sus herramientas como un ser humano pero atraía a las hembras como un pavo real o un pájaro cuco.

Una vez terminada la herramienta, le dio varias vueltas entre las manos, mostrándole a Lejos sus dos caras delicadas, el filo prolijamente tallado. Era una creación magnífica, aunque impráctica.

Lejos, criada en una cultura diferente, no sabía muy bien lo que él estaba haciendo, y respondió con la misma confusión que a los intentos de Cara-cortada de engañarla. Pero sintió el interés de Hacha por ella y, como respuesta, nació una especie de calidez en su vientre. Y una parte más calculadora de su mente despertó la consciencia de que si se apareaba con Hacha, si se quedaba preñada, entraría a formar parte del grupo y su futuro estaría asegurado.

Pero nunca había probado el sexo con otra persona. Llena de deseo y de miedo permaneció allí sentada, junto al lecho del arroyo, con las piernas todavía pegadas al pecho. No sabía cómo responder.

Finalmente, él dejó caer la preciosa hacha entre las demás. Confundido, mirándola de hito en hito, se alejó.

La aparición de especies nuevas era un acontecimiento raro.

Las especies no se metamorfoseaban tranquilamente. Más bien, el fenómeno tenía que ver con el aislamiento de grupos con respecto a las poblaciones y la aparición de presiones a la supervivencia. El aislamiento podía ser físico —digamos, por ejemplo, un grupo de elefantes aislados por una inundación— o podía estar relacionada con un determinado comportamiento, por ejemplo si un grupo de homínidos que había adoptado una determinada forma de obtener alimento era esquivado por otro.

La variación estaba implícita en el genoma de todas las especies. Era como si cualquier especie, en un momento determinado, estuviera contenida en un cercado, aislada por los límites habitables de su entorno. Toda variación viable se manifestaría hasta llenar por completo todo el establo. Un grupo concreto quedaba confinado en un extremo del corral. Pero entonces se abría un pequeño agujero en la cerca, que ofrecía acceso a un nuevo y vacío campo, al que, poco a poco, empezaban a trasladarse las criaturas. Serían necesarias nuevas variaciones para llenar el espacio que acababa de abrirse, y si la variación necesaria no estaba contendida en su genoma, quizá pudiese proporcionarla una mutación.

Al final, aquellos que alcanzaban los últimos confines de los nuevos campos estarían a una gran distancia, genéticamente hablando, de lo que se habían quedado en los viejos. Si la distancia era tan grande que no podían seguir emparejándose, es que había nacido una nueva especie. Más tarde, cuando cayeran las barreras aislantes, es posible que la raza evolucionada interactuase con el tipo progenitor… quizá para suplantarlo.

Alrededor de trescientos mil años antes, en otra parte de África, un grupo de pitecinos del bosque sin ningún rasgo diferenciador había quedado aislado de su hogar por una erupción volcánica que lo había expulsado del bosque de una vez y para siempre.

Había muchos desafíos nuevos. Los viejos hábitos de la caza en los linderos del bosque habían sido un comienzo, un sitio para empezar a trabajar. Pero allí en la sabana, el suministro de alimento era muy diferente al del bosque. Mientras el bosque proporcionaba fruta por encima de todo, el elemento predominante en la sabana era la carne. La carne poseía una gran calidad nutricional, pero aparecía en «paquetes» dispersos por un paisaje árido e inhóspito, y había que ser astuto para conseguirlos. Y en la sabana, lejos del refugio de los árboles, hacía falta un nuevo tipo de cuerpo para enfrentarse a la aridez y el calor, así como comportamientos nuevos para extraer recursos del medio… y para sobrevivir en un infierno plagado de depredadores.

Pasadas unas pocas docenas de generaciones, los antepasados de Lejos se habían adaptado drásticamente.

Su ancestral tipología corporal había sido reconstruida, reemplazada por una nueva que era alta hasta para las proporciones humanas. El cuerpo de Lejos era mucho más voluminoso que el de sus ancestros simiescos: era dos veces más pesadas que un adulto de la raza de hombres-chimpancé. Aquella estatura era una respuesta evolutiva a los espacios abiertos: un cuerpo mayor era más eficiente a la hora de almacenar agua, una ventaja clave en un medio en el que las reservas de líquido podían estar separadas por muchas horas de marcha.

Y su metabolismo había desarrollado enorme eficiencia en la creación y almacenamiento de grasa subcutánea. Diez kilos de grasa bastaban para sobrevivir cuarenta días sin comer, tiempo suficiente para soportar todas las fluctuaciones estacionales salvo las más severas. La grasa había moldeado su cuerpo, dándole grandes pechos, nalgas y muslos, una forma mucho más humana que la esbeltez simiesca de los pitecinos. Pero Lejos no era gorda: era alta y delgada, a fin de que su cuerpo irradiara con eficiencia el exceso de calor corporal y de que, cuando apretara el Sol, una superficie de piel comparativamente pequeña estuviera expuesta directamente a su radiación.

Más adaptaciones al calor: aparte de la cabeza, con la mata de pelo que utilizaba para prodigarse caricias, su piel era casi lampiña. Y sudaba, a diferencia de Capo, a diferencia de cualquier otro simio que no perteneciera a su especie. Porque, para unas criaturas destinadas a pasar su vida al aire libre, bajo un sol tropical, la piel desnuda y cubierta de sudor era un mejor regulador de la temperatura que el pelo. El sudor representaba una paradoja, porque significaba que Lejos perdía agua. Así que tenía que ser lo bastante inteligente para encontrar reservas de agua que compensaran esta pérdida; así que, a diferencia de algunos de los auténticos moradores de la sabana, su especie estaría siempre atada en cierta medida a los cursos de agua y las costas.

Las características más simiescas de los pitecinos —sus pies prensiles, sus largos brazos y sus andares bamboleantes— habían sido abandonadas hacía tiempo. Los pies de Lejos estaban mejor preparados para correr y caminar que para trepar: el dedo gordo del pie ya no era oponible como un pulgar. Pero la caja torácica de Lejos era un poco alta y tenía los hombros un poco estrechos. Incluso ahora, su cuerpo arrastraba todavía los atavismos de su ancestral adaptación a los árboles, como le ocurriría a los humanos de tiempos modernos, como le ocurriría a Joan Useb.

Mientras tanto, su cerebro había crecido hasta alcanzar tres veces la masa del de un pitecino, a fin de poder enfrentarse con mayores garantías a los complicados desafíos de un medio hostil y las complejidades de las aún más intrincadas sociedades de los recolectores de la sabana. Su gran cerebro era muy voraz en términos energéticos pero la dieta de Lejos, basada en comida rica en proteínas como la carne y los frutos secos, era más suculenta que la de cualquier pitecino y, al mismo tiempo, requería de una mayor inteligencia. De este modo, su inteligencia había sido impulsada por un círculo vicioso.

Todos estos desafíos eran drásticos pero, sin embargo, se habían superado con una estrategia evolutiva de notable economía. Era una cuestión de heterocronía: selección de momentos diferentes. Los hijos de los caminantes se parecían mucho a los de sus antepasados simios, al igual que les ocurriría a los bebés humanos, con cráneos relativamente pequeños y caras y mandíbulas de pequeño tamaño. Si querías convertirte en Capo, desarrollabas unas grandes mandíbulas y mantenías un cerebro relativamente pequeño, pero el cerebro de Lejos había crecido mucho, mientras que a sus mandíbulas les había ocurrido justamente lo contrario. Incluso el tamaño superior de su cuerpo se había conseguido a costa de expandir las fases de crecimiento: su cuerpo poseía unas dimensiones relativas que podrían haberse definido como las de un Capo fetal, solo que aumentadas hasta el tamaño de un adulto.

Pero un cuerpo y un cerebro grandes tenían su precio. Al nacer, su desarrollo era todavía incompleto, porque solo así podía pasar por el canal materno. Había nacido prematura. A diferencia de los simios e incluso de los pitecinos, las crías de los caminantes no podían valerse por sí solas hasta mucho tiempo después del parto: aparte de la inmadurez física, la capacidad de explotar fuentes de alimento como la carne de las presas, los cangrejos y los frutos secos, con sus duras cáscaras, no era innata en los recién nacidos, así que tenían que aprenderla. Pero al mismo tiempo, los pequeños de los caminantes nacían en la sabana, un infierno de depredadores. Así que, mientras eran pequeñas, las crías necesitaban muchísimos cuidados.

Estas crías costosas y dependientes resultaban un lastre a la hora de competir contra los pitecinos, que se reproducían mucho más deprisa y compartían gran parte de sus hábitos. Y por esta razón, los caminantes habían empezado a vivir más tiempo.

La mayoría de las hembras pitecinas, como las de los simios antes que ellas, morían poco después del fin de su ciclo de fertilidad. De hecho, muy pocas sobrevivían a su último alumbramiento. Las mujeres de los caminantes, y también sus hombres, empezaron a vivir, años, y a veces décadas, después de que su ciclo reproductivo hubiera terminado. Estos abuelos y abuelas desempeñaban un papel crucial en la construcción de su sociedad. Participaban de la división del trabajo: ayudaban a sus hijas a ocuparse de las crías, recogían alimento y eran esenciales en la transmisión de la compleja información que los caminantes necesitaban para sobrevivir.

Todo esto requería de una eficiencia nueva en el diseño corporal. Los cuerpos de los caminantes eran mucho mejores que los de los pitecinos por lo que se refiere al mantenimiento y la longevidad, con la única excepción del sistema reproductivo; los ovarios de una caminante de cuarenta años estaban en tan mal estado como el resto de su cuerpo estaría a los ochenta años si llegaba a sobrevivir tanto.

El apoyo de las abuelas, y esto era algo crucial, significaba que las hijas podían permitirse el lujo de tener descendencia más a menudo. Así fue como los caminantes dieron respuesta a los pitecinos y los simios. Casi todos sus cachorros sobrevivían al período inmediatamente posterior al parto. Casi todos los cachorros de pitecino no lo hacían.

Para los pitecinos, la aparición de esta especie nueva fue un desastre. Los caminantes y los pitecinos eran parientes demasiado próximos como para compartir con facilidad el mismo nicho ecológico. Había pocos conflictos directos entre ambas especies: algunos grupos de pitecinos cazaban caminantes y viceversa, pero ambos acababan por descubrir que los otros eran presas demasiado inteligentes y peligrosas como para merecer el esfuerzo. Pero con el paso de las edades venideras, los caminantes, inteligentes, flexibles, móviles, acabarían por empujar a la extinción a sus parientes menos evolucionados.

La capacidad de fabricar herramientas e incluso la consciencia no eran, en última instancia, garantía de supervivencia.

Por supuesto, no tendría por qué haber sido así. De no ser por las fluctuaciones del clima y el fortuito aislamiento de los antepasados de Lejos, puede que no hubiera existido la humanidad: no habría nada más que pitecinos, chimpancés erguidos que chillarían y fabricarían sus toscas herramientas y librarían sus mezquinas guerras durante millones de años, hasta que los bosques desaparecieran del todo y ellos sucumbieran a la extinción.

La vida siempre había sido dura y azarosa.

Lejos pasó la noche a solas, fría, deslizándose por un sueño inquieto.

Al día siguiente, mientras trataba de participar en las actividades del grupo, una mujer, en avanzado estado de gestación, la fulminó con la mirada. Era un desafío ancestral: ¿estaba Lejos allí para llevarse una comida que de otro modo acabaría en el estómago de su hijo nonato?

Lejos se sintió más aislada que nunca. No tenía ningún vínculo con nadie. No había razón por la que tuvieran que compartir su espacio y sus recursos con ella. Aquel lugar no era precisamente un paraíso de abundancia. Y ahora, incluso Hacha parecía haberle dado la espalda.

Al caer la tarde, fue la primera en regresar, sola, a la hondonada en la loma de arenisca. Se dejó caer en el rincón apartado que había acabado por considerar suyo.

Pero entonces reparó en unas piedras de color carmesí que había en el fondo de la hondonada. Las recogió y las examinó con curiosidad entre sus manos. Su color brillaba intensamente a la luz del día y eran suaves al tacto. Eran fragmentos de ocre, del color del óxido ferroso. Alguien, atraído por su tonalidad, las había recogido y las había llevado hasta allí.

Vio varias manchas rojas sobre las rocas basálticas que había al fondo de la hondonada: un rojo idéntico al ocre, idéntico al color de la sangre. Empujó la roca con el ocre y, con gran sorpresa, descubrió que dejaba rastros de color sangre sobre su superficie.

Durante largos minutos jugó con los pedazos de ocre, sin pensar en nada, en realidad. Sus dedos, moviéndose con voluntad propia, añadieron sus propios garabatos carentes de significado a las manchas de la roca.

Entonces escuchó las voces de la gente, que empezaba a regresar a la base. Dejó caer los fragmentos de ocre donde los había encontrado y regresó al rincón.

Pero las palmas de sus manos seguían manchadas de rojo brillante: un rojo idéntico a la sangre. Por un momento creyó que se había cortado. Pero al lamerse las manos notó el sabor salado de la roca y la saliva levantó los gránulos rocosos del ocre.

Rojo como la sangre. Una conexión insegura se formó en su mente, un rayo de luz entre los compartimentos de sus pensamientos.

Volvió junto a los pedazos de ocre. Probó a pasárselos por el dorso de la mano, donde le dejaron unas líneas marcadas y en el corte que el pitecino le había hecho en el hombro, que, aunque estaba ya curándose, volvió a teñirse de un rojo intenso.

Y se pintó entre las piernas, tiñendo su piel de rojo como la sangre, como si hubiera estado sangrando, como había visto sangrar a su madre.

Alguien se le acercó: cálido, respirando suavemente. Era Hacha. Captó el polvoriento aroma de las lascas de roca en sus piernas y su vientre. Sus ojos eran dos pozos de oscuridad en la luz menguante. El momento se prolongó en el tiempo. Entonces le tocó en el hombro. Su mano era pesada y cálida, pero ella se estremeció. Se inclinó sobre ella y la husmeó en silencio, igual que había hecho Frente antes de que se separara de su familia.

Abrió las piernas para que él pudiera ver la «sangre» en la luz crepuscular. Permaneció allí sentada, tensa, observándolo.

Su vida dependía de aquella aceptación. Ella lo sabía. Puede que fuera esta desesperación básica y el deseo, el deseo de que él la viera como una mujer, lo que la había llevado a recurrir a aquel curioso ardid.

A diferencia de sus antepasados del bosque, Hacha era una criatura de la vista, no del olfato. El mensaje que captaron sus ojos acalló las advertencias que le enviaba su nariz. Se inclinó hacia delante. Le tocó los hombros, la garganta, el pecho. Entonces se sentó junto a ella y sus largos dedos empezaron a acariciarle el pelo enmarañado.

Lentamente, ella se relajó.

Lejos se quedó con Hacha y los suyos el resto de su vida. Pero siempre que pudiera, allá donde pudiera —mientras crecía en sabiduría y fuerza, mientras sus hijos crecían y le daban a su vez nietos para que ella pudiera a su vez protegerlos y enseñarlos— correría, correría y correría.