COSTA NORTEAFRICANA,
C. 5 MILLONES DE AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.
Cuando aparecieron las primeras luces en los cielos, Capo despertó. Tendido en su nido de la copa del árbol, bostezó. Al separarse, sus labios expusieron sus gruesas encías, mientras él estiraba sus largos e hirsutos miembros. A continuación, se cogió los testículos con una mano y se los rascó plácidamente.
Capo se parecía a un chimpancé, pero todavía no había chimpancés en la Tierra. No obstante, sí que era un simio. En los largos años transcurridos tras la muerte de Vagabunda, las florecientes familias de primates habían divergido y el linaje de Capo se había separado del de los monos hacía unos veinte millones de años. Y sin embargo, casi cinco millones de años antes de la aparición de los humanos, la gran era de los simios ya había llegado y había pasado.
Capo miró al cielo con los ojos entornados. Era de color azul y gris, y no tenía nubes. Iba a ser otro día largo, cálido y soleado.
Y bueno. Se rascó el pene, pensativo. Su erección matutina era rampante, como siempre. Algunos de los machos subordinados más problemáticos se habían internado en el bosque hacía pocos días. Pasarían semanas antes de que regresaran, semanas de calma y orden relativos. Semanas de trabajo fácil para Capo.
En la quietud de la mañana, los sonidos llegaban muy lejos. Allí tendido, entregado a sus pensamientos, pudo oír un rugido lejano, como el gruñido interminable de una colosal bestia herida. Llegaba más o menos desde el oeste. Lo escuchó por espacio de varios segundos y se le erizó el pelo ante la taciturna majestad del sostenido y desconcertante estruendo. Era un sonido de asombroso poder. Pero en aquel lugar no había nada, nada digno de verse. El rumor había estado allí, siempre presente, toda la vida, inalterable, incomprensible… y lo suficientemente remoto como para despreocuparse de él.
Sintió una fastidiosa inquietud, no por causa del ruido; una vaga preocupación que lo carcomía por dentro en momentos de reflexión como aquel.
Capo tenía más de cuarenta años. Su cuerpo lucía las cicatrices de muchas batallas y las calvas provocadas por la constante atención de los dedos de muchos congéneres.
Era lo bastante viejo e inteligente como para recordar muchas estaciones, no como una narración lineal, sino en destellos, fragmentos, como escenas vívidas de una película, cortadas y luego unidas. Y en un nivel profundo, sabía que el mundo ya no era como en el pasado. Las cosas estaban cambiando, y no necesariamente para mejor.
Pero no había nada que él pudiera hacer al respecto.
Perezosamente, rodó sobre su vientre. Su nido no era más que un montón de ramas finas, plegadas varias veces y sustentadas por su peso. A través de la inconexa estructura, podía vigilar al grupo, disperso entre los árboles. Sus miembros estaban posados sobre las ramas como aves a pesar de que eran primates. Con un suave gruñido, descargó la vejiga. El pis chorreó copiosamente desde el pene, todavía medio erecto, y llovió desde la rama.
Al caer, manchó a Rama, una de las hembras mayores, que estaba durmiendo de espaldas con su bebé aferrado al pelaje de su vientre. Despertó con un sobresalto, se limpió la orina de los párpados y profirió un aullido de protesta.
Pasado el momento de sus reflexiones, Capo se levantó y, mientras su erección terminaba de encogerse, abandonó el nido.
Hora de trabajar. Como una gran bola de pelo negro, procedió a arrasar el árbol. Machacó nidos, propinó puñetazos y puntapiés a sus ocupantes, lanzó chillidos y dio saltos. Siguió haciéndolo hasta que el árbol entero quedó sumido en un completo caos y hubiera sido imposible que nadie siguiera durmiendo o ignorara la dominante presencia de Capo.
Realizó un muy satisfactorio e impresionante aterrizaje en pleno centro del nido de Dedo, un macho joven y fornido dotado de un cerebro y unas manos muy ágiles. Farfullando, Dedo se hizo un ovillo y trató de mostrar la espalda en un gesto de sumisión. Pero Capo lo apartó de un puntapié bien dirigido y Dedo, chillando, cayó al suelo a través del follaje. Le había dado la lección que se merecía: estaba volviéndose demasiado presuntuoso para gusto de Capo.
Finalmente, Capo llegó al suelo, con el pelo erizado y la respiración entrecortada. Se encontraba en el borde de un pequeño claro centrado en un estanque pantanoso. Todavía no había terminado con su exhibición. Empezó a correr junto a los árboles que jalonaban el claro, golpeando los troncos con las manos abiertas, arrancando ramitas y sacudiéndolas para que las hojas cayeran a su alrededor en cascada, sin dejar de aullar y chillar un solo momento.
Dedo se había levantado del suelo. Cojeando ligeramente, se arrastró hasta la sombra de una palmera menuda y se encogió, atemorizado. Otros machos empezaron a aullar y a dar saltos como muestra de completa adulación hacia su amo. Una o dos hembras se habían levantado ya. No se interpusieron en el camino de Capo pero, por lo demás, prosiguieron con sus rutinas diarias como si nada.
Mientras ponía fin a su demostración, Capo vio a Aullido, una hembra con un tono de voz especialmente agudo. Estaba acurrucada en la base de una acacia, arrancando trozos a una seta e introduciéndoselos en la boca. Aullido no había llegado todavía a la pubertad, pero no le faltaba mucho. Mientras espiaba la tensa bolsa de sus genitales, Capo tuvo una inmediata erección.
Con el pelaje todavía erizado y la respiración ligeramente entrecortada, se acercó a Aullido, le alzó las caderas y la penetró con suavidad. El orificio era agradablemente estrecho y los adláteres de Capo lanzaron vítores y gruñidos y golpearon el suelo con los puños para jalear a su héroe. Aullido no se resistió y ajustó su postura para acomodarse a él. Pero mientras él cargaba con todas sus fuerzas, siguió comiendo trocitos de seta, no demasiado interesada.
Capo salió de Aullido antes de eyacular: era demasiado temprano para eso. Pero, a modo de coup de grâce, le dio la espalda a sus acobardados subordinados, se inclinó, y expulsó un chorro de excrementos que los cubrió de pies a cabeza. A continuación se dejó caer sobre el suelo, con los brazos en jarras, y dejó que algunos de sus favoritos se acercaran e iniciaran el ritual diario de caricias.
De aquel modo, con el correspondiente esplendor, comenzaba su día el gran jefe, el capo di capí de aquel grupo, el progenitor de la humanidad, el antepasado de Sócrates, Newton y Napoleón.
La siguiente prioridad era llenarse el buche.
Capo seleccionó a uno de sus subordinados —Fronda, un sujeto alto, fibroso e inquieto— y, entre furiosos aullidos, le propinó una serie de bofetones y golpes en la cabeza a la acobardada criatura.
Fronda captó el mensaje rápidamente. Su tarea sería dirigir al grupo en la búsqueda diaria de comida y agua. Eligió una dirección, el este, donde asomaba ya la luz del Sol naciente y, con unos andares que eran una mezcla de torpe cabeceo a cuatro patas y carrera en posición erguida, empezó a correr de un lado a otro por una senda que se adentraba en aquella dirección, lanzando miradas a Capo en busca de su aprobación.
Capo no tenía razón alguna para preferir aquella dirección a cualquier otra. Pavoneándose y golpeando el blando suelo con los nudillos, salió detrás de Fronda. El resto del grupo, tanto los machos como las hembras, con los cachorros sujetos al vientre de sus madres, se formó rápidamente tras él.
El grupo se abrió camino por los árboles del lindero del bosque, registrándolo sistemáticamente. Buscaban sobre todo fruta, aunque estaban preparados para aceptar insectos e incluso carne si los encontraban. Los ruidosos machos se pavoneaban y competían entre sí, pero las hembras se movían con más calma. Los cachorros más pequeños permanecían junto a sus madres, mientras que los que estaban un poco más crecidos rodaban por el suelo y forcejeaban unos con otros.
A medida que proseguían con su interminable avance por el bosque, la amistad de las hembras se iba cimentando silenciosamente. La verdad sobre la sociedad de Capo era que las hembras formaban sus cimientos. Eran ellas las que se mantenían fieles a sus grupos de parentesco y compartían la comida que encontraban, una práctica que, desde el punto de vista genético, tenía mucho sentido, porque tus tías y tus sobrinas comparten tu mismo material genético. En cuanto a los machos, se limitaban a ir allí donde iban las hembras, y sus batallas por la dominancia era una especie de superestructura llamativa que carecía de auténtica importancia para el grupo.
Con la polla húmeda y una agradable sensación de dolor en los puños y la perspectiva de un vientre que pronto estaría lleno, Capo tendría que haber sido tan feliz como el que más. La vida era buena en el bosque. Para Capo, líder del grupo, difícilmente podría haber sido mejor. Pero, a pesar de ello, la brizna de inquietud que sentía seguía estando allí.
Por desgracia para su estado de ánimo, aquella mañana encontraron muy poca cosa. Se vieron obligados a seguir moviéndose.
En su avance por el bosque topaban con otros animales. Estaban los ocapi —jirafas de cuelo corto— y una variedad de hipopótamos del bosque, pigmeos y proboscideanos. Era una fauna ancestral que se aferraba a las costumbres de los bosques. Y había también otros primates. Pasaron junto a una pareja de gigantes: criaturas enormes, de hombros poderosos y pelo plateado que aposentaban sus colosales posaderas sobre el suelo mientras se alimentaban de las hojas que arrancaban de los árboles.
Eran como los barrigones de tiempos de Vagabunda. Los ancestros de Capo habían desarrollado un nuevo tipo de dientes para poder enfrentarse mejor a una dieta compuesta principalmente de fruta: Capo poseía grandes incisivos para morder, necesarios para la fruta, mientras que sus molares eran pequeños. La dentadura de aquellos devoradores de hojas era un reflejo invertido de la suya: para comer hojas no hacía falta morder mucho, pero sí masticar. Parientes próximas de los gigantopitecinos de Asia, estas grandes bestias, cada una de las cuales superaba el cuarto de tonelada de peso, se contaban entre los primates más grandes de toda la historia. Pero en aquel momento, los gigantes eran escasos en África.
No eran competidores directos de la tropa de Capo, cuyos miembros, carentes de los inmensos estómagos con los que los gigantes llevaban a cabo múltiples fermentaciones, no podían alimentarse de hojas. Sin embargo, a Capo le molestaba tener que desviarse de su curso para evitar a las silenciosas, pacientes e hieráticas criaturas. A fin de no perder crédito ante los suyos, se acercó a cuatro patas a uno de los gigantes de mayor tamaño, un macho, y empezó a hacer una de sus habituales demostraciones de fuerza. Con el pelaje erizado, echó a correr en círculos y golpeó el suelo con los puños. El devorador de hojas lo observó, impasible y carente por completo de curiosidad. Incluso sentado, era bastante más alto que Capo.
Satisfecho el honor, Capo rodeó a los gigantes y siguió su camino.
La marcha matutina no duró mucho más, pues al grupo se le acabaron los árboles.
Aquella era la causa de la inquietud de Capo. Aquella franja de bosque, menguante y medio inundada, ya no era un hogar tan exuberante como antes. Era solo una isla, de hecho, en un mundo de espacios abiertos mucho más grande.
Desde los árboles, contempló aquel mundo, que todavía estaba emergiendo de un amanecer brumoso.
Aquel jirón boscoso se encontraba en la palma de una extensa y luminosa llanura. La tierra era como un parque, una mezcla de verdes llanuras abiertas y pequeñas franjas boscosas. La mayor parte de los árboles eran palmeras y acacias pero había también una mezcla de otras especies, tanto coníferas como caducifolias: nogales, robles, olmos, abedules y cedros.
Lo que más habría sorprendido a Vagabunda, la tatarabuela lejana de Capo, habría sido la naturaleza de la manta que cubría aquellas planicies verdes. Era hierba: dura y resistente, la hierba estaba extendiéndose de forma lenta y silenciosamente implacable por todo el mundo.
Y en las llanuras había muchos, muchos lagos, estanques y marismas. Por todas partes se levantaba niebla y los primeros calores del Sol llenaban el aire de humedad. Un gran río, procedente de las colinas que se extendían al sur, se desplegaba ahora con un serpenteo perezoso por las llanuras. Alrededor de sus orillas había extensas llanuras aluviales, algunas de ellas pantanosas o cubiertas por una película de agua. La tierra era como una esponja rebosante, empapada de agua. Algunos de los árboles estaban muriendo y, en algunos casos, sus raíces estaban al descubierto en las aguas superficiales. Los restos del bosque, encogidos por el continuo enfriamiento y secado del mundo, estaban ahogándose.
Aquella llanura empapada se extendía en dirección norte hasta donde alcanzaba la vista de Capo. Pero al sur la tierra se levantaba para formar una inmensa muralla mellada solo por el curso de aquel poderoso río. Delante de aquella cordillera se extendía un área más desolada, salpicada de amplias placas de sal, de color blanco hueso, algunas de las cuales albergaban pequeños lagos de aspecto estancado.
Hubo un bramido al norte y Capo se volvió hacia allí. Los animales de las llanuras estaban enfrascados en sus asuntos. En la distancia, Capo oteó lo que parecía una manada de cerdos salvajes demasiado grandes, pastando en la hierba. Sus cuerpos achaparrados y de color pardo les hacían parecer enormes babosas. No eran cerdos ni hipopótamos. Eran anthracotheres, reliquias de tiempos mucho más antiguos.
Dos enormes chalicotheres caminaban lentamente por la llanura, arrancando los matorrales con sus enormes zarpas. Solo escogían los brotes más frescos, y se los metían en la boca, delicados como osos panda. El más alto, el macho, alcanzaba casi los tres metros a la altura del hombro. Tenían cuerpos voluminosos y unas patas traseras muy gruesas, pero las delanteras eran alargadas y sorprendentemente gráciles. Sin embargo, a causa de sus largas garras, no podían apoyar los dedos en el suelo, y caminaban sobre los nudillos. Por su cuerpo se parecían un poco a enormes gorilas de pelo corto, pero tenían grandes cabezas equinas. Aquellos antiquísimos animales eran primos de los caballos. En el pasado habían estado mucho más extendidos, pero ahora los arbustos de los que dependían para vivir escaseaban cada vez más; su especie era la última de la familia de los chalicotheres.
Más cerca de ellos, los simios pudieron oír un rumor ruidoso y regular. Curiosos, se volvieron en aquella dirección. Una familia de unas criaturas parecidas a elefantes estaba trabajando los árboles del lindero del pequeño bosque, arrancando ramas con las trompas e introduciéndose el follaje en las bocas. Eran gomphotheres, criaturas inmensas. Cada una de ellas tenía cuatro colmillos, un par en la mandíbula inferior y otro en la superior, que les hacían parecer carretillas elevadoras.
Los proboscideanos estaban en su apogeo. El triunfante prototipo fisiológico de los elefantinos había engendrado toda una gama de especies que se habían extendido por todo el mundo. En Norteamérica, los mastodontes sobrevivirían hasta la llegada del hombre. Otra familia era la de los excavadores con colmillos, como aquellos gomphotheres, con sus larguísimos y aplanados colmillos inferiores. Y, en África y el sur de Asia, estaban los stegodones, de cuernos largos y rectos. Eran los antepasados de los auténticos elefantes y mamuts, que todavía no habían aparecido.
El sonido de la llamada de los gomphotheres, que en el frío del aire de la mañana llegaba muy lejos y resonaba profundamente en el espectro infrasónico, era espeluznante. Aquellos proboscideanos en concreto eran omnívoros. Como cazadores no eran muy temibles, especialmente porque sus patas les impedían correr muy deprisa, pero, en conjunto, un elefante carnívoro era algo que convenía evitar.
Fue entonces cuando Fronda, el macho largo y delgado, salió inesperadamente a cuatro patas del bosque y se internó en unas hierbas que le llegaban a la altura del hombro. La hierba, sacudida por una brisa, se mecía a su alrededor, formando un lánguido oleaje que se extendía a lo largo de incontables acres vacíos.
Titubeando, Fronda se levantó sobre las patas traseras. Durante una fracción de segundo permaneció así, contemplando un mundo que se encontraba más allá del alcance de los primates, el verde vacío por el que caminaban animales, los antílopes, elefantes y chalicotheres que pastaban en la hierba abundante.
Entonces, agotado su valor, se dejó caer de nuevo sobre las cuatro patas y regresó apresuradamente al bosque.
Capo le propinó una buena paliza como castigo por haber corrido semejante riesgo. Hecho esto, se llevó de nuevo al grupo al interior del bosque.
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Capo se encaramó a una acacia en busca de frutos y flores. Era un trepador experto. Su estilo, que podría haberse calificado de «convulso», utilizaba los brazos para impulsarse con las ramas y los pies para apoyarse en el tronco de los árboles.
Era una habilidad que no hubiera estado al alcance de Vagabunda, ni, de hecho, de ningún mono. Los simios como Capo tenían el pecho plano, las patas cortas y los brazos largos. Habían conseguido su superior flexibilidad desplazando los omóplatos a la parte inferior del cuerpo, lo que permitía a Capo alzar los brazos por encima de su cabeza. Así podía encaramarse a un árbol tirando de sí mismo con los brazos. Si Vagabunda había pasado gran parte de su vida corriendo por las ramas, Capo era un trepador.
Y esta transformación genética orientada a la capacidad de escalar había tenido un efecto secundario, fácilmente perceptible en el alargado y estrecho cuerpo de Capo, Acostumbrado a trabajar verticalmente, con una estructura ósea y un sistema de equilibrio nuevos, Capo ya estaba preparado para caminar sobre dos pies. Algunas veces lo hacía en los árboles, sujetándose a las ramas con las manos para mantener el equilibrio cuando trataba de alcanzar los frutos más lejanos. Y en ocasiones, algún congénere suyo se erguía a campo abierto, como Fronda había demostrado antes.
Al tiempo que sus cuerpos se transformaban, los simios se volvían más inteligentes.
En aquellos climas tropicales, los árboles no solían dar fruto simultáneamente. Hasta cuando encontrabas un árbol que hubiese dado fruto, cabía la posibilidad de que tuvieras que desplazarte mucho antes de dar con el siguiente. Así que los simios tenían que pasar la mayor parte del día buscando unos recursos dispersos, solos o en pequeños grupos, reuniéndose de nuevo para dormir en los refugios de las copas de los árboles. La arquitectura básica de la recolección de alimentos había moldeado su vida desde el punto de vista social. Porque tenían la necesidad de comprender muy bien el entorno si querían encontrar la comida que necesitaban.
Y, habida cuenta de la forma en la que vivían, sus formas de vinculación eran poco rígidas. Podían separarse y volver a reunirse, entablando relaciones especiales con otros miembros de la comunidad, aunque no se vieran durante varias semanas. Para concebir y controlar una sociedad compleja, dúctil y desarrollada en múltiples niveles, hacía falta una inteligencia superior. Cuando los simios hacían juegos malabares con sus relaciones, era como si estuvieran viviendo una telenovela, pero esta telenovela era un torbellino social que iba perfeccionando sus rudimentarias mentes.
En los primeros años tras la gran división de los antropoides arcaicos en monos y simios, los simios se habían convertido en los primates dominantes del Viejo Mundo. Aunque el estrechamiento de los cinturones climáticos los había arrinconado en las latitudes medias, todavía quedaba espacio de sobra para ellos en la franja forestal ininterrumpida que cubría toda África y se extendía a lo largo de Eurasia desde China a España. Siguiendo aquel pasillo verde, los simios habían salido de África y se habían desperdigado por todos los bosques del Viejo Mundo. De hecho, en esta migración, habían ido de la mano con los proboscideanos.
En su momento álgido, existían más de sesenta especies de simios. Su tamaño era variable, desde algunos pequeños como gatos a otros tan grandes como elefantes jóvenes. Los más grandes, como los gigantes, se alimentaban de hojas; los medianos —del tamaño de Capo— comían fruta; y los pequeños, por debajo de un kilo más o menos, eran insectívoros, como sus antepasados lejanos: cuanto más pequeño es el animal, más rápido es su metabolismo y demanda un alimento de mayor calidad. Pero había sitio para todos. Había sido la edad de oro de los simios, un poderoso imperio antropoide.
Desgraciadamente para ellos, no había durado mucho.
Conforme el mundo continuaba enfriándose y secándose, los vastos cinturones forestales se habían ido encogiendo hasta acabar reducidos a islotes aislados, como aquel. La desaparición de las junglas que conectaban África y Eurasia había aislado a las poblaciones de simios asiáticos, que evolucionarían con independencia de los eventos africanos hasta dar a luz al orangután y sus parientes. La reducción de las superficies habitables había venido acompañada de una merma de las poblaciones. De hecho, la mayoría de los simios ya se había extinguido.
Y entonces había aparecido un competidor nuevo.
Capo llegó junto a una masa de vegetación donde sabía que aquella acacia concreta tenía un puñado de flores especialmente productivas. Pero se encontró con que alguien había saqueado ya las espinosas ramas. Al apartarlas, se encontró frente a una pequeña cara, negra y asustadiza, rodeada por un halo de pelo blanco y con un mechón gris en lo alto. Era un mono —un cercopiteco— y tenía la pequeña boca manchada de zumo. Miró a Capo a los ojos, lanzó un chillido y salió disparado de allí antes de que el gran simio pudiera hacer nada para impedirlo.
Capo descansó un momento, rascándose la mejilla con aire meditabundo.
Los monos eran una plaga. Su gran ventaja era que podían comer la fruta cuando todavía no estaba madura. Sus cuerpos fabricaban una enzima que neutralizaba las toxinas químicas utilizadas por los árboles para proteger los frutos hasta que las semillas estuvieran preparadas para germinar. Los simios no podían competir con esto. Así que los monos dejaban los árboles secos antes de que los simios llegaran. Hasta estaban adentrándose en los pastizales, alimentándose de las semillas que se encontraban en ellos. Para los simios, los monos eran unos competidores tan duros como habían sido siempre los roedores.
A cierta altura por encima de la cabeza de Capo, se movió una forma esbelta, columpiándose con elegancia y sentido. Era un gibón. Atravesaba las copas de los árboles a una velocidad pasmosa. Utilizaba su cuerpo como un péndulo para obtener impulso y, como un niño en un columpio de feria, movía las piernas arriba y abajo para ganar velocidad.
El cuerpo del gibón era como una versión extrema del diseño de largos brazos y pecho plano que caracterizaba a los simios. Las articulaciones cerradas de sus hombros y muñecas se habían abierto para que pudiera suspenderse de los brazos y doblar el cuerpo describiendo círculos casi completos. Gracias a su bajo peso y su extremada flexibilidad, el gibón podía colgarse de las últimas ramas de los árboles más altos y era capaz de alcanzar las frutas que crecían al final de las ramas más delgadas, a salvo incluso de los depredadores que trepaban. Y, capaz de colgarse cabeza abajo de los pies, podía alcanzar frutos que no estaban al alcance de otros simios, incapaces de llegar tan alto, o incluso de los monos, que corrían por las ramas.
Capo contempló al gibón y experimentó una especie de envidia por su gracia, elegancia y habilidad, que nunca podría igualar. Pero, por magnífico que fuera, el gibón no era un triunfo de los simios sino una reliquia, obligado por su derrota ante los monos a proveerse el sustento en los márgenes del nicho ecológico.
Vagamente decepcionado y todavía hambriento, Capo se marchó.
Después de algún tiempo, Capo encontró otro de sus recursos favoritos, un grupo de palmeras. Los frutos de aquel árbol tenían una carne suculenta y aceitosa, pero estaba protegida por una cáscara exterior especialmente dura que les garantizaba inmunidad frente a la mayoría de los animales, incluidos los monos de manos ágiles. Pero no frente a los simios.
Capo arrojó varios puñados de frutos al suelo y a continuación bajó a buscarlos. Reunió todos los frutos, se los llevó junto a las raíces de una acacia que conocía, y los escondió debajo de un montón de hojas de palma secas.
A continuación se dirigió al perímetro del bosque, donde había escondido su arsenal de percutores. Eran unos guijarros que se ajustaban perfectamente al tamaño de la palma de su mano. Escogió uno de ellos y regresó al lugar donde había escondido los frutos.
De camino allí se cruzó con la adolescente, Aullido. Por un momento fugaz consideró la posibilidad de aparearse de nuevo con ella pero recibir las atenciones de Capo una vez al día era honor suficiente para cualquier hembra.
En todo caso, en aquel momento estaba con un cachorro, un macho de aspecto extraño, con un labio superior curiosamente alargado: Elefante. De hecho, era uno de los hijos de Capo. El pequeño estaba sentado en el suelo, con las manos en el estómago y aullando penosamente. Puede que tuviera un gusano o algún otro parásito. Aullido estaba acompañándolo en sus lamentos, como si parte del dolor se hubiera transferido a su cuerpo. Estaba arrancando hojas espinosas y haciéndoselas tragar: las hojas contenían compuestos que eran tóxicos para muchos parásitos.
Y allí estaban Dedo y Fronda, vio, escarbando el suelo del bosque mientras caminaban. Le dio la impresión de que estaban planeando algún pequeño robo. De hecho, comprendió con indignación, tenían los ojos puestos en el montón de hojas con las que había tapado su pequeño botín de frutos.
Capo refrenó su impaciencia. Se sentó bajo un árbol, dejó su percutor en el suelo, cogió un palo y empezó a trabajar metódicamente para limpiarse los espacios entre los dedos del pie. Sabía que si corría hacia las hojas de palma, los otros llegarían antes y le robarían los frutos. Con su comportamiento, estaba haciendo creer a Fronda y Dedo que no había nada escondido.
A diferencia de Vagabunda, Capo era capaz de intuir las intenciones de los demás. Y comprendía que podían creer cosas diferentes a él y que sus acciones podían afectar a las cosas que creyeran. Era una capacidad que incluso hacía posible una especie de empatía: Aullido estaba compartiendo realmente el sufrimiento de Elefante. Pero también posibilitaba formas más refinadas de engaño y traición. En cierto sentido, Capo era capaz de leer mentes.
Esta nueva capacidad lo había hecho consciente de sí mismo, de una forma desconocida hasta entonces. El mejor modo de modelar el contenido de la mente de otro era estudiar la propia: Si estuviera viendo lo que él ve, si creyera lo que él cree, ¿qué haría yo? Era una mirada dirigida al interior, una reflexión: el nacimiento de la consciencia. Si alguien le hubiera enseñado a Capo su rostro en un espejo, habría sabido que se trataba de él mismo, no de otro simio detrás de una ventana. Sus congéneres eran los primeros animales que alcanzaban semejante sofisticación desde los cazadores de Pangea.
Al final, Dedo y Fronda se alejaron del lugar en el que había escondido los frutos. Capo cogió su percutor y se dirigió hacia allí. Más tarde, les daría una buena paliza a los dos ladrones, por una cuestión de principios, más que nada. Ellos nunca comprenderían el porqué.
Apartó las hojas y su yunque favorito, una roca plana hundida en la tierra, salió a la luz. Para protegerse las posaderas, colocó algunas hojas de buen tamaño sobre el suelo húmedo. Se sentó con las piernas dobladas sobre el pecho. Puso un fruto de palma sobre el yunque, sosteniéndolo con dos dedos, y entonces, apartando los dedos en el último momento, lo golpeó con el percutor. El fruto rodó un poco y cayó a un lado, intacto. Capo lo recogió y volvió a intentarlo. Era un procedimiento complicado que requería mucha coordinación. Pero Capo solo necesitó tres intentos para partir el primer fruto y poder disfrutar de su contenido.
Veintisiete millones de años después de Vagabunda y de su costumbre de golpear las nueces contra las ramas de los árboles, aquella era la cima de la tecnología en la Tierra.
Capo empezó a trabajar con los frutos y su mente se concentró en el complejo proceso y abandonó por un momento las oscuras preocupaciones que la carcomían. La mañana estaba ya bastante avanzada y durante un rato se sintió colmado, satisfecho en la certeza de que había conseguido comida suficiente para espantar los dolores del hambre al menos durante unas horas.
Elefante, atraído por el olor de los frutos, se acercó para ver lo que estaba pasando. Evidentemente, su problema estomacal se había aliviado gracias a la rápida medicina de Aullido, o puede que solo hubiera estado fingiendo para llamar un poco la atención, pero en cualquier caso estaba empezando a sentir hambre. Vio los trozos de cáscaras tirados alrededor del yunque e incluso algunas migajas de carne de los frutos. El jovencito recogió estos últimos y se los metió en la boca.
Capo, en un alarde de magnanimidad, se lo permitió.
Entonces llegó Hoja con la cría aferrada a su espalda.
Capo dejó caer la piedra martillo y extendió los brazos hacia Hoja. Empezó a rascarle el vientre, una atención a la que ella se sometió de buen grado. Hoja, una criatura grande y apacible, era una de sus hembras favoritas. De hecho, era la favorita de todos los machos del grupo, que competían por el derecho a acariciarla.
Pero aquella no era la manera de actuar de Capo. Su pene dormido no tardó mucho en asomar la cabeza entre el pelaje y terminó con las caricias. Cuidadosamente, Hoja descolgó el cachorro de su espalda y lo puso en el suelo. A continuación, se tendió en el suelo y dejó que Capo la penetrara. Arqueó la espalda mientras él empujaba, a fin de que su cabeza estuviera inclinada hacia abajo y pudiera apoyar todo el peso sobre el cráneo. Aquellos simios copulaban a menudo cara a cara. Allí estaba de nuevo la empatía: de este modo podían compartir el placer que se administraban con las caricias o el apareamiento.
Capo y Hoja estaban muy unidos. Aunque eran criaturas promiscuas, a veces se perdían juntos en el interior del bosque durante días —solos los dos— y, era durante estos safaris de ternura, anticipo de la intimidad sexual de razas más avanzadas, cuando habían sido concebidos la mayoría de los hijos de Hoja, incluido el propio Elefante.
Lo que Capo y Hoja sentían el uno por el otro en momentos así no se parecía en nada al amor de los humanos. Cada uno de los simios permanecía encerrado en una prisión sin palabras: su «lengua» no era aún mucho más sofisticada que un aullido de dolor. Pero se contaban entre las criaturas menos solitarias del planeta, las menos solitarias de toda la historia.
Mientras tanto, el joven Elefante observaba las herramientas de Capo. Empezó a golpetear una nuez con el guijarro y luego el guijarro contra el yunque.
Los simios como Capo, en su desarrollo desde la infancia, tenían mucho que aprender del medio que los rodeaba. Tenían que aprender dónde encontrar agua y comida, cómo usar herramientas ocasionalmente para alcanzar la comida y cómo aplicar su sencilla medicina natural. Se habían visto obligados, de hecho, por la competencia con los monos: tenían que ingeniárselas para extraer la comida que los monos no pudieran alcanzar y para eso hacía falta inteligencia.
Pero no tenían escuelas. No es que Elefante estuviera tratando de deducir lo que Capo había estado haciendo. Pero por medio de la experimentación, utilizando el proceso de prueba y error y las herramientas que los adultos dejaban siempre abandonadas, e impulsado por la tentación que representaban los deliciosos frutos de palma, Elefante acabaría por aprender a abrir los frutos por sí solo. Tardaría tres años más en conseguirlo. Elefante tenía que aprenderlo todo desde cero, como si en el lapso de su vida tuviera que repetir todo el progreso intelectual de la especie.
Una vez tras otra golpearía los frutos, como si fuera el primer simio de la historia en intentar aquel truco.
Capo alcanzó un lento y tembloroso orgasmo, el primero del día. Salió de Hoja y rodó sobre su espalda, muy contento consigo mismo sin demasiada justificación, y permitió que ella lo acariciara y le deshiciera los nudos del pelaje.
Pero entonces, su paz mental fue perturbada por una repentina cacofonía procedente del interior del bosque: gritos, golpes, el sonido de cuerpos de gran tamaño que trepaban y se columpiaban.
Capo se incorporó. En su mundo no convenía que hubiera demasiada excitación sin que él estuviera implicado. Se encaramó al tocón de un árbol caído, golpeó una rama con mucha fuerza repetidas veces, propinó una bofetada rutinaria a Elefante y se encaminó bamboleándose hacia el origen del ruido.
Un grupo de jóvenes machos estaba dando caza a un mono.
A Capo le pareció que era el mismo al que había sorprendido antes engullendo flores de acacia. Ahora se había refugiado en lo alto de una palmera joven, acobardado.
Los cazadores se habían dispersado alrededor de la base del árbol y estaban trepando sigilosamente a los árboles circundantes. Otros, Fronda y Dedo entre ellos, se habían reunido para asistir al espectáculo. Eran los espectadores los que estaban haciendo todo el ruido. Los cazadores se movían con sigilo y silencio. Pero al mono, aquel estrépito le aterraba y desorientaba.
Cuando comprobó quiénes eran los cazadores, Capo se vio desagradablemente sorprendido. Eran los fornidos jóvenes machos que se habían marchado hacía varios días en una expedición de recogida de comida a otra parte del bosque. Su informal líder, una criatura corpulenta llamada Bloque, había causado algunos problemas a Capo en el pasado por culpa de su vena rebelde, y se había alegrado de verlo marchar: que soltara un poco de presión, cometiera algunos errores, que saliera herido en alguna pelea, y muy pronto volvería a plegarse a su autoridad.
Pero había estado fuera solo unos días, cuando Capo había esperado que fueran semanas. Y, a juzgar por el aspecto de aquella furiosa agresión, la excursión no había hecho nada por mejorar su temperamento.
La cacería también preocupaba a Capo. Normalmente, los monos solo se cazaban cuando escaseaba la comida, como por ejemplo en épocas de sequía. ¿Por qué ahora? Uno de los simios cazadores dio un repentino salto. Con un aullido, el mono saltó en dirección contraria… y cayó en los brazos de otro cazador, que lo estaba esperando. Los espectadores aullaron y chillaron. El cazador balanceó al mono de un lado a otro y golpeó su cráneo contra el tronco de un árbol. Sus gritos cesaron al instante. Entonces, el cazador arrojó el cadáver inerte al suelo, dejando una mancha rojo brillante en medio de la verde lobreguez del bosque.
Era el momento de Capo. Rebasó a Bloque de un salto para ser el primero en llegar al cuerpo. Cogió el cadáver todavía caliente por un tobillo, lo retorció con todas sus fuerzas y arrancó el pequeño miembro a la altura de la rodilla.
Pero, para gran asombro suyo, Bloque lo desafió. El poderoso macho saltó sobre él con los pies por delante y lo golpeó en pleno pecho. Capo cayó de espaldas, con un fuerte dolor en la caja torácica y sin aliento. Bloque recogió tranquilamente el miembro del mono y le dio un mordisco que le llenó la boca de sangre. Todos los simios estaban ahora como locos, y aullaban, golpeaban el suelo y se arrojaban unos encima de otros.
Ignorando el dolor de su pecho, Capo se puso en pie con un rugido. No podía dejar que Bloque se saliera con la suya. Trepó a las ramas más bajas de un árbol, se golpeó furiosamente el pecho, aulló con la fuerza suficiente para perturbar a los pájaros que se habían posado más arriba y bajó al suelo de un salto. Dejó que su furia lo recorriera por entero hasta erizarle el pelaje y una orgullosa erección púrpura emergió frente a él: un toque especial, la marca de la casa.
Pero Bloque se mantuvo firme. Aferrando el miembro del mono como si fuera un garrote, llevó a cabo su propia demostración, con saltos, golpes y aullidos tan impresionantes como los de Capo.
Capo era consciente de que no podía permitirse el lujo de perder aquel combate. Si lo hacía, teniendo en cuenta el círculo de cazadores manchados de sangre que rodeaban a Bloque, era posible que no perdiera solo su posición, sino también la vida.
Con una agilidad impropia de sus muchos años, dio un gran salto, derribó a Bloque y se sentó sobre su pecho. A continuación empezó a golpearlo en la cabeza y el pecho con todas sus fuerzas. Con la única excepción de la juventud, Capo contaba con todas las ventajas: sorpresa, experiencia y autoridad. Bloque era incapaz de levantar su peso y así no podía utilizar sus poderosos brazos y piernas.
Gradualmente, la batalla empezó a decantarse en su favor en la mente del resto del grupo, lo que era tan importante como someter a Bloque. Los seguidores del joven macho parecían haberse refugiado entre los árboles y los aullidos de excitación y aprobación que Capo oía ahora parecían dirigidos a él.
Pero al mismo tiempo que luchaba para someter a Bloque, una lenta deducción estaba abriéndose camino por la mente espaciosa de Capo.
Pensó en los árboles moribundos que había entrevisto más allá de las fronteras de la isla de bosque, en el precipitado regreso de Bloque y sus compañeros, en su hambre y en su necesidad de cazar.
Bloque no había encontrado ningún lugar al que ir. El bosque estaba menguando. Aquello había sido verdad durante toda su vida y ahora estaba convirtiéndose en una verdad inevitable. Ya no había espacio suficiente para todos. Si trataba de mantener al grupo allí, la tensión entre ellos, provocada por la competencia por unos recursos cada vez más escasos, acabaría por ser demasiado intensa.
Tenían que marcharse.
Al fin, Bloque se rindió. Su cuerpo quedó inerte debajo de Capo, puso las manos en las nalgas del otro macho y hasta acarició fugazmente su pene todavía erecto, gestos de sumisión todos ellos. Para asegurarse de que el mensaje quedaba bien claro, Capo pasó otros diez segundos golpeándole la cabeza. Entonces se levantó de encima del joven macho. Con el pelo todavía erizado, se adentró en el bosque, donde podría permitirse el lujo de cojear y frotarse el pecho dolorido sin que nadie lo viera.
Tras él, los demás cayeron sobre los restos del mono. Sus estómagos no estaban bien preparados para digerir carne, y más tarde registrarían sus propias heces en busca de algún despojo de carne que volver a comer. Era un sistema digestivo que tendría que progresar si los descendientes de aquellas criaturas recolectoras habían de prosperar en la sabana.
Desde los tiempos de Vagabunda, la hierba había rehecho la faz del mundo.
El gran enfriamiento episódico de la Tierra continuaba. A medida que el casquete polar de la Antártida atrapaba más y más cantidad de agua, iba disminuyendo el nivel de los océanos, y los mares interiores menguaban o quedaban cercados del todo. Pero, al haber más masa continental emergida, había menos agua para compensar los extremos climáticos del frío y el calor, y las rocas desgastadas absorbían dióxido de carbono del aire, lo que disminuía su capacidad para retener el calor del Sol. Más frío y más seco, el planeta había desarrollado un vasto mecanismo de retroalimentación que, a su vez, sumió a su superficie en unas condiciones de aridez y frío todavía mayores.
Mientras tanto, varias colisiones tectónicas creaban nuevas cordilleras: los Andes de Sudamérica y el Himalaya de Asia. Estas nuevas montañas proyectaban inmensas sombras pluviales sobre los continentes; el desierto del Sahara no tardaría en aparecer en una de estas sombras. En la nueva desecación, vastos cinturones de bosques de hoja caduca se extendieron desde el norte y el sur hacia el ecuador.
Y la hierba se propagó.
Las plantas herbáceas —siempre numerosas y capaces de reproducirse por fertilización gracias al polen que arrastraban los vientos— parecían haber sido diseñadas para estas nuevas condiciones, más secas y con menos vegetación. La hierba podía subsistir con la lluvia esporádica que ahora caía, mientras que los árboles, cuyas raíces se adentraban más en la tierra, solo encontraban sequedad y no eran capaces de competir con ellas. Pero el auténtico secreto de la hierba estaba en los tallos. Las hojas de la mayoría de las plantas crecían desde las puntas de los brotes. Pero con la hierba no ocurría así: las briznas de hierba crecían a partir de tallos subterráneos. Así que una planta herbácea podía ser devorada por un animal hambriento hasta la misma superficie sin que perdiera la capacidad de regenerarse.
Estas propiedades tan poco espectaculares habían permitido a la hierba apoderarse de un mundo entero y alimentarlo.
Los nuevos herbívoros que se alimentaban de la hierba desarrollaron estómagos rumiantes especializados, capaces de digerirla en largos períodos de tiempo y de este modo extraerle la máxima cantidad de nutrientes, y dientes capaces de soportar los efectos abrasivos de los granos de sílice de las briznas. Muchos herbívoros aprendieron a emigrar para aprovechar la estacionalidad de las lluvias. Estos nuevos mamíferos eran más grandes y esbeltos que sus antepasados, y poseían patas largas con pies especializados y un número reducido de dedos que les permitían recorrer largas distancias a una buena velocidad. Y, al mismo tiempo, se produjo un espectacular aumento en el número y los tipos de roedores, como los campañoles y los ratones de campo, capaces de alimentarse de semillas de hierba.
También aparecieron nuevos tipos de carnívoros, equipados para alimentarse de las manadas de grandes herbívoros. Pero las reglas de la caza ancestral habían cambiado. En los amplios espacios abiertos de las praderas, los depredadores podían ver a sus presas desde muy lejos… y viceversa. Así que depredadores y presa emprendieron una carrera de armamento metabólico, con el énfasis en la velocidad y la resistencia. Desarrollaron piernas aún mayores y reacciones más rápidas.
Un nuevo tipo de paisaje empezó a aparecer, especialmente en la parte oriental de los continentes, al abrigo de los vientos predominantes, del oeste, y de las lluvias que arrastraban consigo: planicies abiertas, tapizadas de hierba, salpicadas de núcleos dispersos de matorral y bosque. Y, a su vez, los animales que se adaptaron a la nueva vegetación se vieron recompensados con una fuente de alimento garantizada que podía extenderse a lo largo de cientos y cientos de kilómetros.
Pero la especialización, junto a la estabilidad de las praderas, confinaría a los herbívoros a la hierba y a los depredadores a sus presas, estableciendo una especie de co-dependencia. Los ciervos, vacas, cerdos, perros y conejos de este período se diferenciaban muy poco de sus equivalentes de la era humana, cinco millones de años después, aunque muchos de ellos nos hubieran parecido sorprendentemente grandes. Con el tiempo, sus parientes más pequeños y rápidos los sacarían de la competición.
Mientras tanto, la aparición de puentes continentales, provocada por el descenso en los niveles del mar, desencadenó una inmensa trasmigración de animales. Tres clases de elefantes —los deinotheres y mastodontes, herbívoros, y los gomphotheres, omnívoros— pasaron de África a Asia. Junto a ellos viajaban los simios, parientes de Capo. Y en dirección contraria vinieron los roedores, felinos, rinocerontes, ratones, ciervos, cerdos, jirafas y antílopes primitivos.
Había algunas especies exóticas, especialmente en las islas y los continentes separados. En Sudamérica florecían los roedores más grandes de toda la historia; había una especie de cerdo de guinea tan grande como un hipopótamo. En Australia habían aparecido los primeros canguros. Y los que más adelante se considerarían animales tropicales podían encontrarse en Norteamérica, Europa y Asia: en Inglaterra, el Támesis era ancho y pantanoso, y en su llanura aluvial vivían hipopótamos y elefantes. El mundo se había enfriado mucho desde tiempos de Noth, pero no tanto; los fríos más intensos afectarían a eras futuras.
Pero el desecamiento continuaba. Muy pronto, el antiguo mosaico de pastizales y bosques, capaz de sustentar una amplia variedad de animales, perduraría solo en el África ecuatorial. Por todas partes, las praderas daban paso a las llanuras áridas, la sabana, la estepa y la pampa. En estas condiciones, más sencillas y duras, muchas especies desaparecieron.
Este intenso drama evolutivo se debía a los incesantes cambios en el clima de la Tierra, y los animales estaban tan inermes frente a él como una gota de fundente en la gran forja terrestre.
A la mañana siguiente no se repitió la exuberante ceremonia del día anterior: Capo no se rascó los testículos. Nada más despertar, se incorporó, lanzó un pequeño aullido por las lesiones y magulladuras del día anterior, y vació la vejiga y los intestinos en un movimiento rápido y eficiente, ignorando los ruidos de protesta que venían de abajo.
Salió de su nido y empezó a bajar del árbol. Del mismo modo que el día anterior, despertó a la tropa golpeando sus nidos, aullando, lanzando puntapiés y propinando golpes. Pero hoy no estaba interesado en hacer demostraciones: esta mañana, no lo movía un afán de dominación, sino de liderazgo.
La decisión tomada seguía fresca en su mente. El grupo tenía que ponerse en movimiento. Su destino no formaba parte aún de su sencillo proceso de toma de decisiones. Pero lo que estaba muy claro en su mente era la presión del día anterior, la competición con Bloque, la sensación que había tenido de que eran demasiados para su pequeño bosque.
El grupo se reunió en el suelo, más de cuarenta miembros, incluidos los niños que se aferraban a los vientres o las espaldas de sus madres. Tenían sueño, estaban cansados, se rascaban y bostezaban. Por supuesto, tan pronto como estuvieron reunidos, empezaron de nuevo a desperdigarse, arrancando briznas de hierba, o mohos del suelo, o higos y otras frutas accesibles de los árboles. Incluso entre los machos, detectó reservas, rivalidad, resentimiento; podían resistirse a él solo por dejar constancia de ello en el interminable juego de la dominancia. Y en cuanto a las hembras, eran un mundo en sí mismas, a pesar de toda la violencia y el ruido de Capo.
¿Cómo iba a poder llevar a ninguna parte a aquel grupo?
Su mente era una máquina sofisticada, evolucionada básicamente para enfrentarse a situaciones sociales complejas. Y poseía una capacidad innata para comprender el medio en el que se encontraba. En su cabeza había una especie de base de datos con los recursos que necesitaba para permanecer vivo y el lugar donde podía conseguirlos. Hasta poseía una especie de sentido de orientación absoluto, y era capaz de llevar a cabo complicados cálculos de trayectorias en desplazamientos cortos. Era esta consciencia espacial lo que había provocado sus temores sobre la merma de los límites del bosque.
A diferencia de un ser humano, no era consciente en todo momento. Su consciencia era intermitente. Solo era auténticamente consciente de sus propios pensamientos, de su yo, cuando pensaba en los demás miembros del grupo, pues ese es el propósito principal de la consciencia, modelar el pensamiento de otros. Y no era igualmente consciente de otras áreas de su vida, como la recogida de alimentos e incluso el uso de herramientas: estas eran acciones inconscientes, tan periféricas a su consciencia como el respirar, o los movimientos de sus brazos y piernas cuando trepaba. Su psique no era como la de un ser humano; era más simple, compartimentada.
Para él era muy difícil juntar las piezas del rompecabezas: el peligro que representaba la merma del bosque y lo que tenía que hacer con su grupo. Pero lo cierto es que lo percibía como un peligro muy real, y sus instintos le gritaban que saliera de allí. El grupo tenía que seguirlo. Era tan sencillo como eso; lo sabía hasta en el fondo de la última fibra de su ser. Si se quedaban allí, morirían sin remisión.
Así que empezó a rugir para impulsar la circulación de la sangre, y realizó la más vigorosa demostración de fuerza de toda su vida. Corrió entre los demás, propinando bofetadas, golpes y puntapiés. Arrancó ramas de los árboles y las sacudió encima de su cabeza para parecer todavía más grande. Se columpió y saltó sobre las ramas y troncos, golpeó ferozmente el suelo y —como gesto dramático destinado a reforzar la victoria del día anterior— arrojó a Bloque al suelo y le frotó el trasero ampollado en la cara. Fue un espectáculo magnífico, tan bueno como el mejor que hubiera montado en sus mejores días. Los machos aullaban, las hembras se encogían, los niños lloraban y Capo se permitió un momento de orgullo por su obra.
Pero entonces trató de conducirlos hacia el lindero del bosque. Se volvió, sacudiendo ramas y corriendo adelante y atrás.
Se le quedaron mirando. De repente estaba comportándose como un joven sumiso. Así que repitió su exhibición, golpeando el suelo, dando volteretas, aullando, y, una vez más, trató de conseguir que lo siguieran.
Al fin, uno de ellos se movió. Era Fronda, el joven macho larguirucho. Apoyando las manos en el suelo, dio un par de pasos inseguros en su dirección. Capo respondió con un chillido agudo, se lanzó sobre Fronda y lo recompensó con una buena dosis de intensas caricias. Varios más imitaron el ejemplo de Fronda: Dedo, algunos de los machos más jóvenes, ansiosos por recibir el mismo tratamiento. Pero Capo advirtió que Bloque lanzaba a Fronda una disimulada patada.
Y entonces, para inmenso alivio suyo, se adelantó Hoja, con su bebé a la espalda, caminando a cuatro patas, orgullosamente aunque con cierta rigidez. Al ver que la hembra mayor acudía, otras la siguieron, incluida Aullido, la jovenzuela casi pubescente.
Pero no todas… ni todos los machos. Bloque se quedó atrás, sentado en cuclillas bajo un árbol, con las piernas ostentosamente dobladas debajo del cuerpo. Otros machos se unieron a él. Capo los amenazó furiosamente. Pero se pegaron unos a otros y empezaron a rascarse como si Capo no existiera. Era una ofensa deliberada. Si quería mantener su posición, Capo iba a tener que sofocar aquel germen de rebelión. Puede que hasta volver a enfrentarse a Bloque.
Pero, casi sorprendiéndose a sí mismo, abandonó su demostración de fuerza y retrocedió, con la respiración entrecortada.
En su fuero interno sabía que los había perdido, que les había exigido demasiado y que su grupo estaba fisionándose. Aquellos que decidieran seguirlo encontrarían el camino, a su lado, a un destino nuevo… un destino que ni él mismo alcanzaba a imaginar. Aquellos que se quedaran, tendrían que afrontar el futuro.
Se alejó a paso rápido hacia la luz del día, lejos del corazón del bosque, sin mirar atrás, aunque, incapaz de resistirse, lanzó un último y reivindicativo pedo líquido en dirección a los rebeldes.
Al final, casi la mitad de los machos y bastantes más hembras se quedaron. Fue una disminución drástica de su poder. Mientras se dirigían hacia la brillante luz de las llanuras, empezó a oír los alaridos y aullidos de los machos. La batalla por la nueva jerarquía había empezado ya.
Al llegar al lindero del bosque, al borde del vacío, Capo se detuvo.
Al igual que el día anterior, los gomphotheres se alimentaban de árboles lisiados y medio secos. Al norte, la llanura cubierta de hierba se extendía hasta alcanzar el brumoso horizonte. Al sur, tras un kilómetro más o menos, la tierra cobraba un blanco resplandeciente. La llanura salina sería difícil de cruzar. Pero Capo vio que la tierra ascendía luego hacia una meseta verde donde —al menos eso le parecía a sus pobres ojos, diseñados para enfocar en las cortas distancias del bosque— una densa manta de árboles cubría las rocas.
Al sur, pues, a través de la tierra reseca, hacia el nuevo bosque de la meseta. Sin mirar atrás para ver si los demás lo seguían, se adentró a cuatro patas en la hierba que se mecía a su alrededor, a la altura de sus hombros.
La tierra ascendió rápidamente, y se volvió más seca.
Había algunos árboles allí, pero eran solo pinos de tronco delgado que se aferraban a la tierra árida, nada que ver con la confortable densidad y humedad del bosque. Así que era difícil encontrar cobijo frente al Sol. Al poco tiempo, Capo estaba respirando entrecortadamente, cociéndose en su denso pelaje y con los nudillos y las plantas de los pies en carne viva. No sudaba y su forma de andar, a cuatro patas, eficaz para abrirse camino por la compleja y abarrotada realidad del bosque, no servía de nada allí.
Y además, Capo, una criatura del bosque, se sentía intimidado por aquellos vastos espacios abiertos. Gemía en voz baja y sentía ganas de ceder, de taparse la cabeza con las manos, de arrojarse al árbol más cercano.
Había algunos animales a la vista, dispersos por la reseca llanura: había ciervos, algunas especies de perros y una familia de criaturas parecidas a cerdos de pelaje erizado que hozaban el suelo. Los animales más grandes eran muy escasos. Pero bajo los pies de Capo se escabullían muchas criaturas de pequeño tamaño: lagartos, roedores e incluso primitivos conejos.
Los más o menos veinte miembros del grupo que lo habían seguido ascendían penosamente la ladera tras él, formando una línea irregular. Se movían con lentitud, porque se detenían con frecuencia para alimentarse, beber, rascarse, jugar o pelear. Aquella migración parecía más bien la excursión de unos escolares que se distraían con mucha facilidad. Pero Capo no sentía el instinto de apremiarlos. Eran lo que eran.
Capo coronó una colina baja y erosionada. Desde allí su mirada recorrió el amplio, húmedo y brillante paisaje que habían dejado atrás, con sus islotes de bosque y sus manadas de herbívoros. Pero cuando miró hacia delante, hacia el sur, pudo ver la enorme sequedad a la que se aproximaban. Era un valle amplio y alargado, salpicado de árboles altos y vegetación dispersa. Su aridez se debía a un accidente de la geología que lo había dejado encallado en una enorme cuenca subterránea de roca, sin vegetación y a cubierto de las lluvias.
Era una visión aterradora, expuesta, completamente abierta. Y, sin embargo, debía cruzarla.
Y desde allí, ahora que no había ningún bosque que amortiguara el sonido, se oía con claridad el misterioso rugido del oeste. El remoto ruido parecía el gruñido de una criatura enorme, dolorida y furiosa, o el tronar de los cascos de un inmenso rebaño de herbívoros. Pero cuando miró hacia el oeste no vio nubes de polvo ni la masa negra formada por una hueste de cuerpos animales. No había nada más que el rugido, incesante como había sido toda su vida.
Empezó a descender por la colina en dirección al sur.
La tierra estaba desnuda. Todavía quedaban allí algunos árboles que se aferraban a la vida, con las raíces reptando por las fallas de la roca. Pero aquellos pinos eran muy escasos y sus hojas, celosas del agua que contenían, eran tan afiladas como púas. Sus ramas no ofrecían ninguna sombra. No había frutas y las hojas que se metía en la boca eran espinosas y estaban secas. Trató de atrapar a una criaturilla parecida a un ratón de largas y flexibles patas traseras. Cuando pensó en morder el cuerpo suave y cálido y en destrozar los huesos con los dientes se le hizo la boca agua. Pero allí, en aquel paraje rocoso, era torpe y ruidoso y la criatura lo esquivó sin dificultad.
El suelo volvió a cambiar, convertido ahora en una amplia ladera de guijarros que se extendía frente a él, un camino que conducía a las profundidades del reseco valle. Las cosas empeoraron todavía más cuando Capo resbaló en la grava y estuvo a punto de perder pie. Acalorado, hambriento, sediento, aterrado, lanzó un aullido de protesta, arrojó fragmentos de roca en todas direcciones y empezó a dar pisotones al suelo. Pero la tierra no se dejaba intimidar ni siquiera por las poderosas demostraciones de fuerza de Capo.
Entretanto, el chasma observaba cómo trataba de descender la irregular y traicionera ladera aquel penoso grupo de antropoides.
Nunca había visto criaturas como aquellas. Con el frío interés de un depredador, calculó inconscientemente su velocidad, fuerza y cantidad de carne, y empezó a clasificar a los individuos. Allí había uno que parecía herido y cojeaba un poco; aquí, un cachorro, pegado al pecho de su madre; más allá, un imprudente joven que se había alejado un poco del grupo principal.
El chasmaportheles era en realidad una especie de hiena. Pero, con su figura esbelta y sus largas patas, se parecía más a un guepardo. No poseía la potencia y velocidad de los auténticos felinos, no del todo. Su especie se había adaptado a las cambiantes condiciones del emergente mundo de la hierba. Pero su campo de acción era inmenso en aquel valle yermo. Allí era el depredador dominante y estaba muy bien equipado para su feo trabajo.
Para él, los simios significaban carne nueva en la sabana. Esperó, con los ojos reluciendo como estrellas cautivas.
Finalmente, exhausto, Capo se rindió. Se dejó caer. Uno tras otro, los miembros restantes de su grupo fueron llegando a su lado y lo imitaron. Para cuando terminaron de llegar, el Sol había empezado a ponerse, llenando el cielo de fuego y proyectando sombras alargadas y severas sobre el suelo de aquella cuenca pavimentada de gravilla.
Una especie de sorda indecisión batallaba en el interior de Capo. No debían quedarse allí, a campo abierto. Su cuerpo ansiaba trepar a un árbol, juntar varias ramas para formar un acogedor, cálido y seguro nido. Pero allí no había árboles, ni tampoco seguridades. Y, por otro lado, no podían cruzar el valle a ciegas. Y todos estaban hambrientos, sedientos y exhaustos.
No sabía qué hacer. Así que no hizo nada.
El grupo empezó a dispersarse siguiendo los instintos de cada uno. Dedo cogió una roca redondeada del tamaño de la palma de su mano, quizá para utilizarla en algún proyecto futuro de cascanueces. Pero un escorpión salió de debajo de la piedra y Dedo escapó aullando.
Fronda estaba sentado a solas, de espaldas al resto del grupo, trabajando en algo. Capo, intrigado, se le acercó lo más silenciosamente posible en aquella gravilla suelta.
Fronda había encontrado un termitero. Estaba sentado frente a él, introduciendo torpemente palitos en su interior. Al ver a Capo se asustó y lanzó un chillido. Capo le propinó los habituales golpes en la cabeza y los hombros, tal como Fronda esperaba. Debería haber avisado a los demás de su descubrimiento.
Capo arrancó un matorral. Sus ramas eran finas y tortuosas y cuando limpió una metiéndosela en la boca, las duras y espinosas hojas le lastimaron los labios. Pero tendría que servir. Se sentó junto a Fronda. Introdujo la rama en una abertura del montículo de tierra y la movió hasta que estuvo dentro del todo. No era ideal: la rama era demasiado corta y estaba demasiado doblada para ser realmente eficaz, pero era lo que tenía. La movió ligeramente y esperó, impaciente. Entonces la extrajo, centímetro a centímetro. La rama estaba cubierta de hormigas soldado, enviadas a repeler al invasor. Capo puso mucho cuidado en no perder el cargamento. Entonces se metió la rama en la boca y disfrutó de un puñado de carne húmeda y dulce.
Al ver lo que estaba pasando, el resto del grupo se reunió a su alrededor. Los simios de más edad prepararon sus propias cañas de pescar. Muy rápidamente se estableció un orden de acceso, lubricado por puntapiés, golpes, aullidos y sobornos a base de caricias. Los machos y hembras mayores eran los primeros, mientras los jóvenes, que no sabían lo que estaba pasando, se vieron excluidos. A Capo le daba igual. Solo se concentró en mantener su posición cercana al montículo mientras seguía pescando termitas laboriosamente.
Las termitas eran criaturas muy antiguas cuya compleja sociedad era el resultado de una historia evolutiva propia. Aquel termitero, construido con el barro que se acumulaba allí cuando las infrecuentes tormentas provocaban inundaciones temporales, tenía muchísimos años. Su caparazón, duro como la roca, protegía a las termitas de la atención de la mayoría de los animales… pero no de los simios.
La capacidad de Capo de usar herramientas —la caña para pescar termitas, los percutores, las hojas que mascaba para extraer agua de las cavidades, e incluso los palitos que a veces utilizaba como mondadientes para llevar a cabo toscas operaciones de higiene dental— parecían sofisticadas. Sabía lo que quería conseguir; sabía qué tipo de herramienta necesitaba para conseguirlo. Memorizaba la localización de sus herramientas favoritas, como sus percutores, y tomaba sutiles decisiones sobre su uso: como, por ejemplo, sopesar la distancia que tendría que transportar uno de sus martillos frente a su peso. Y no es que utilizara la primera piedra que se encontrase por azar; él modificaba algunas de sus herramientas, como la caña de pescar termitas.
Y, sin embargo, todavía no era como un artesano humano. Sus modificaciones eran de poca importancia. Habría sido difícil distinguir sus herramientas, abandonadas después de su uso, de los productos del mundo inanimado. Las acciones que utilizaba para crear sus herramientas, como morder, arrancar hojas y arrojar piedras, formaban parte de su repertorio natural. Nadie había inventado aún acciones completamente nuevas, como lo que hace el alfarero al modelar la arcilla o el carpintero al tallar la madera. Utilizaba cada herramienta para una cosa, y solo una. Nunca se le ocurrió que la ramita con la que pescaba las termitas pudiera servir también para limpiarse los dientes. Y si —acaso por obra de un lento azar— llegara en el curso de su vida a topar con una herramienta de un tipo nuevo, por muy brillante y útil que fuera su diseño, su extensión al resto de la comunidad sería muy lenta y puede que tardase generaciones en completarse. La enseñanza, la idea de que la mente de otro podía ser moldeada por la práctica y la demostración, estaba todavía por descubrir.
Así que la gama de herramientas de Capo era dolorosamente limitada y era muy conservadora. Sus antepasados de hacía cinco millones de años, criaturas de una especie diferente, habían utilizado herramientas cuya sofisticación era insignificantemente menor. Ni siquiera era consciente de que estuviera utilizando herramientas.
Y sin embargo, allí estaba, trabajando diligentemente, consciente de lo que quería, eligiendo materiales para alcanzarlo, haciendo y rehaciendo el mundo que lo rodeaba, el más inteligente hasta ese día de la larga cadena formada por los descendientes de Purga. Era como si un fuego lento estuviera empezando a humear en sus ojos, su mente y sus manos, un fuego que muy pronto brillaría con mucha mayor intensidad.
Mientras el Sol se escondía tras el horizonte al otro extremo del valle, los simios se reunieron. Embargados por una profunda infelicidad, se daban empujones, empellones y bofetadas, y se aullaban y enseñaban los dientes unos a otros. Aquel no era su lugar. No tenían armas para defenderse ni fuego para mantener a raya a los animales. Ni siquiera poseían el instinto de guardar silencio a la puesta del Sol, la hora de los depredadores. Lo único que tenían era la protección de los demás, la fuerza del número: la esperanza de que fuera otro el elegido, y no cada uno de ellos.
Capo se aseguró de estar en el centro del grupo, rodeado por los cuerpos voluminosos de los demás adultos.
El joven macho llamado Elefante no tenía unos instintos de supervivencia tan acusados. Y su madre, perdida en mitad del grupo, estaba demasiado preocupada con su última cría, una hembra. En aquel momento, Elefante era una prioridad secundaria. Por desgracia, estaba en la peor edad: era demasiado mayor para que lo defendieran los adultos y era demasiado joven para luchar por un lugar en el centro, lejos del peligro.
No tardó en verse expulsado a la periferia del grupo. Sin embargo, trató de encontrar acomodo allí. Escogió un sitio próximo a Dedo, un pariente. El suelo era duro e irregular, no como las hojas blandas a las que estaba acostumbrado, pero se encogió y consiguió acomodarse en una cavidad de forma circular. Apretó el vientre contra la espalda de Dedo.
Era demasiado joven para comprender el peligro que corría. Aunque estaba inquieto, se quedó dormido.
Más tarde, en la oscuridad, lo despertó un suave pinchazo en el hombro. Fue casi suave, como una caricia. Se encogió un poco y se acercó más a la espalda de Dedo. Pero entonces sintió un aliento en la mejilla, escuchó un gruñido sordo que era como una roca resbalando por una ladera, y captó un olor como de carne. Instantáneamente despierto, con el corazón golpeando en su pecho con la fuerza de un martillo, lanzó un chillido y se convulsionó.
Su hombro sufrió un terrible dolor. Se vio arrastrado lejos de los demás, como una rama arrancada a un árbol. Sus ojos vieron por última vez al grupo. Estaban despiertos, aterrorizados, aullando, pasando unos encima de otros para tratar de escapar. Entonces, un cielo cuajado de estrellas rodó apresuradamente sobre él y lo arrojaron al suelo con tanta fuerza que se quedó sin aliento.
Una forma esbelta se movió sobre él, perfilada contra el cielo negro y azul. Sintió que un pecho musculoso se apretaba contra el suyo, casi amorosamente. Había un pelaje que olía a quemado, un aliento que apestaba a sangre, y dos ojos amarillos que brillaban sobre él.
Entonces llegaron los mordiscos, a las piernas y sobre uno de los riñones. Fueron incisiones rápidas, casi clínicas, e hicieron que se estremeciera de dolor. Chilló, rodó sobre sí mismo y trató de correr. Pero sus piernas tenían los tendones rotos y se doblaron. Volvió a sentir aquellas punzadas en las mejillas. Lo levantaron por el cogote, en vilo, y pudo sentir que unos colmillos afilados se clavaban en su piel. Al principio se resistió, arañando la gravilla con las manos, pero sus esfuerzos solo provocaban que se agravara el desgarro de la carne del cuello, y más dolor.
Se rindió. Colgado como un fardo de la boca del chasma, golpeteando el suelo con la cabeza y las piernas lisiadas, sus pensamientos se disolvieron. Dejó de oír los aullidos de su grupo. Ahora estaba solo, solo con el dolor y la peste a hierro de su sangre, y el regular y paciente andar del chasma.
Puede que pasara un rato inconsciente.
De repente lo dejaron caer al suelo. No fue una caída dura, pero todas sus heridas saltaron como alarmas. Gimiendo, clavó las manos en el suelo. Estaba cubierto de guijarros, como el lugar del que venía, pero también había pelaje y en el aire flotaba el olor de los chasmas.
Entonces, unas formas pequeñas empezaron a acercársele, negro sobre negro, rápidas de movimiento, un poco torpes. Sintió la caricia de unos bigotes en el pelo, mordiscos diminutos en las muñecas y los tobillos. Eran los cachorros del chasma. Lanzó un grito de desafío y golpeó a ciegas. Su puño alcanzó a una bola de pelo cálido que, con un aullido, cayó al suelo.
Hubo un ladrido seco y furioso: la madre chasma. Presa del pánico, trató de escapar a rastras.
Los cachorros ladraron excitadamente mientras completaban su fugaz persecución. Y entonces los mordiscos empezaron en serio, en la espalda, las nalgas y el vientre. Rodó sobre sí mismo, se llevó las piernas al pecho y sacudió las manos en el aire. Pero los cachorros eran rápidos, furiosos y obstinados. Uno de ellos le había hundido los colmillos en la mejilla y estaba aplicando todo su pequeño peso a la tarea de arrancarle la cara.
La madre volvió a rugir y los cachorros se desperdigaron. Elefante trató de escapar de nuevo. Los cachorros lo atraparon de nuevo y le infligieron otra docena de pequeñas heridas que lo debilitaron un poco más.
De no haber sido por los cachorros, el chasma habría matado a Elefante rápidamente. Pero les estaba dando la oportunidad de perseguir a una presa y cazarla. Cuando fueran algo mayores, serían capaces de matar solos a sus propias presas con los colmillos; más tarde, ella soltaría a la presa casi ilesa y dejaría que los cachorros terminaran la cacería. Era un sistema de aprendizaje oportunista. No tenía más de humano que lo que ocurría entre los simios: era un comportamiento innato desarrollado por aquella inteligente especie carnívora para permitir que los cachorros adquirieran las habilidades que necesitarían cuando tuvieran que cazar solos.
Y, mientras la lección se prolongaba, Elefante seguía consciente, como una chispa de terror y anhelo enterrada en un jirón destrozado de sangre, carne y vísceras. Incluso, el más osado de los cachorros se atrevió a morderle la lengua, que colgaba de su mandíbula rota.
Pero los cachorros eran demasiado jóvenes para acabar con él por sí solos.
Finalmente la madre se encargó de hacerlo. Mientras las mandíbulas se cerraban alrededor de su cráneo, sintió la perforación de unos dientes en el cráneo, como una corona de espinas, y lo último que oyó fue un remoto ronroneo.
Cuando llegó la mañana, todos sabían que se habían llevado a Elefante.
Cabo contempló con fascinación el montón de tierra removido y cubierto de pelos donde Elefante había presentado su fugaz resistencia, y la línea de las marcas dejadas por las zarpas, manchadas de sangre ya seca, que se perdían en la distancia. Sintió un vago pesar por la pérdida de su hijo. Parecía increíble que no fuera a ver nunca más al torpe joven, con sus tiesas y desmañadas intentonas de caricias y sus fracasos al tratar de averiguar cómo se sacaba el corazón de una nuez de palmera.
Pero antes de que el día hubiera terminado, solo la madre de Elefante se acordaría de él. Y cuando a ella le llegara la hora de morir, no habría nadie que pudiera decir que había existido alguna vez y desaparecería del todo en aquella negrura final que se había tragado a sus antepasados, todos y cada uno de ellos.
Elefante había pagado el precio de la supervivencia del grupo. Capo experimentó una sensación de frío alivio. Sin vacilación, sin siquiera molestarse en realizar la ceremonia para conseguir que los demás lo siguieran, emprendió el descenso de la ladera y la marcha hacia la llanura salina.
Al día siguiente tenían que cruzar la sal. Bajo un cielo despejado, y tan azul que casi parecía blanco, la llanura se extendía casi hasta el horizonte, donde daba paso a una mezcolanza de colinas, árboles y marismas. Era como si aquella inmensa extensión grisácea fuera un defecto de fábrica en el mundo.
La sal, extendida sobre un lodo endurecido y grisáceo, formaba una película llana, pero la superficie, recorrida aquí y allá por líneas concéntricas que iban a desembocar en nudos centrales, tenía su propia textura. En cierto lugar, un manantial subterráneo había provocado que se formaran grandes bloques que los simios tuvieron que superar.
Pero allí, sobre la sal, no crecía nada. Ni siquiera había huellas. Nada se movía aparte de los simios, ni conejos, ni roedores, ni un triste insecto. El viento gemía sobre aquel duro escenario mineral, cuya uniformidad no quebraba el crujido de los matorrales o las hojas de los árboles ni el siseo de la hierba.
Y sin embargo Capo seguía adelante, porque no había otra alternativa. Pero al final, con las manos y los pies doloridos, se encontró ascendiendo a regañadientes una ladera, en cuya cima se extendía un pequeño bosquecillo, denso y de aspecto incómodo, pero bosque a fin de cuentas.
Al mirar aquel bosque, Capo titubeó un momento. Tenía muchísimo calor y una docena de pequeñas heridas en las patas y los pies. Entonces, caminando con torpeza, reanudó la marcha y entró en la verdosa oscuridad del bosque.
El suelo estaba oculto bajo una maraña de raíces, ramas, moho y hojas. Por todas partes crecían en gran número plantas de apio salvaje. Aunque era casi mediodía, el aire allí era fresco y había una humedad que flotaba en el aire y parecía rocío matutino. Los troncos de los árboles estaban húmedos y pegajosos y los líquenes y el moho dejaban incómodas manchas verdes en las palmas de las manos. La humedad parecía colarse a través del pelaje. Pero, comparada con la aridez de la llanura salina, la cercana y confortable proximidad de la vegetación resultaba acogedora, y Capo devoró con avidez las hojas, las frutas y los hongos que encontró en el suelo. Y volvió a sentirse a salvo de los depredadores. En aquella verde densidad no podía haber nada que pudiera amenazar a la hambrienta y exhausta banda.
Pero entonces, justo delante de él, apenas visibles entre el follaje, distinguió unas formas voluminosas, de color marrón y negro. Se quedó helado.
Un brazo enorme se extendió hacia una rama más ancha que el muslo de Capo. Unos músculos se tensaron en el gran montículo del hombro, y partieron la rama con tanta facilidad como Capo podría haber roto un palito para limpiarse los dientes. Unos dedos gigantescos despojaron la rama de hojas y las introdujeron en unas fauces inmersas. Todos los músculos de la cabeza se movieron, poniendo en funcionamiento el cráneo y las mandíbulas, mientras el animal empezaba a masticar.
La criatura era un simio, como Capo, y también macho, pero sin embargo, muy diferente a Capo. El gran macho observó a los extraños y esmirriados simios sin demasiada curiosidad, Parecía poderoso, amenazante. Pero no se movió. El macho, junto al pequeño clan de crías y hembras que lo acompañaba, no hacía otra cosa que permanecer sentado y alimentarse de hojas y del apio salvaje que tapizaba el suelo del bosque.
Era un gorila: un pariente remoto de Capo. Su raza se había separado de los linajes principales de los simios hacía un millón de años. La fractura se había producido en un periodo en que se había fragmentado otro bosque, aislando a las poblaciones que vivían en él. A medida que su hábitat quedaba limitado a las montañas, aquellos simios se habían ido acostumbrando a una dieta de hojas, que incluso allí podían encontrarse siempre en abundancia, y se habían hecho lo bastante grandes como para soportar el frío. A pesar de lo cual, conservaban aún una extraña gracilidad y eran capaces de moverse en silencio por aquel denso bosque.
Aunque más adelante las poblaciones de gorilas volverían a adaptarse a las condiciones de las tierras bajas y aprenderían a trepar a los árboles y a subsistir alimentándose de fruta, en cierto sentido su historia evolutiva había terminado ya.
Habían desarrollado una completa especialización en su medio y habían aprendido a alimentarse de una comida que estaba tan bien defendida —cubierta de espinas, abrojos y púas— que para conseguirla no tenían que enfrentarse a la competencia de ninguna otra criatura. Podían alimentarse de ortigas, por ejemplo, sin la elaborada maniobra que implicaba arrancar las hojas del tallo, plegar los bordes punzantes y meterse el conjunto hecho una bola en la boca.
Sentados en sus islotes de montaña y comiendo perezosamente sus hojas, sobrevivirían casi intactos hasta la era del hombre, cuando la extinción definitiva se abatiría sobre ellos.
Una vez que quedó claro que los gorilas no suponían ninguna amenaza, Capo se alejó lentamente, conduciendo a los demás a través del bosque.
Al fin, emergió al otro lado.
Habían dejado atrás la árida depresión de la cuenca. Al mirar al sur desde la meseta a la que había llegado, divisó un valle rocoso y cubierto de rocas que se extendía hacia las tierras bajas. Pero allí, más allá del valle, estaba la tierra que había esperado encontrar: más alta que la llanura que había dejado atrás, pero bien provista de agua, salpicada de lagos resplandecientes, tapizada de hierba verde y colmada de islotes forestales. Las formas oscuras de una manada de herbívoros —proboscideanos, quizá— flotaban con regia grandeza por la exuberante llanura.
Con un desarticulado grito de triunfo, empezó a hacer cabriolas, a saltar sobre las rocas, a golpear el suelo de roca con los puños y se sentó ostentosamente, no sin antes rociar las rocas secas con su olor.
Sus seguidores respondieron a su exhibición con indiferencia. Estaban atrozmente hambrientos y sedientos. El propio Capo estaba exhausto. Pero a pesar de todo no renunció a su exhibición, motivado por el sólido instinto de que cualquier triunfo, por muy pequeño que fuera, había de ser celebrado.
Habían llegado tan alto que el remoto y persistente gruñido del oeste se había vuelto más presente. Impulsado por una vaga curiosidad, Capo se volvió y miró en aquella dirección.
Desde donde se encontraba, su mirada llegaba muy lejos. Distinguió una turbulencia remota, una hinchazón blanca. Parecía flotar sobre la tierra, como una nube de grandes dimensiones. En realidad estaba viendo una especie de espejismo, una visión muy remota arrastrada hasta él en el aire caliente por la acción de la refracción. Pero las hinchadas nubes de vapor que veía eran reales, aunque su estado de suspensión sobre el suelo no lo fuera.
Lo que estaba viendo era el estrecho de Gibraltar, donde en aquel momento, la mayor catarata de la historia de la Tierra —con la potencia y el volumen de un millar de Niágaras— se precipitaba con estruendo sobre unos acantilados cortados a pico y se vertía en una vacía cuenca oceánica. Antaño, la meseta a la que Capo había ascendido había estado cubierta por aguas de dos kilómetros de profundidad. Porque era el lecho del Mediterráneo.
Capo había nacido en la cuenca que separaba las costas de África, al sur, de las de España, al norte. De hecho, no se encontraba muy lejos del lugar en el que un dinosaurio inteligente llamado Atenta, mucho tiempo atrás, se había parado en la costa de Pangea y había contemplado el poderoso mar de Tethys. Ahora había salido de la cuenca y había llegado a África propiamente dicha. Pero si Atenta había visto el nacimiento del Tethys, Capo estaba presenciando algo así como su muerte. A medida que descendía el nivel de los océanos, aquel último fragmento del Tethys había quedado condenado en Gibraltar. Encerrado, el océano se había evaporado hasta vaciarse del todo, y solo había quedado de él un gran valle que en algunos lugares alcanzaba los cinco kilómetros de profundidad, salpicado de llanuras salinas.
Pero con las oscilaciones climáticas, el nivel del mar había vuelto a ascender, y las aguas del Atlántico habían derribado la barrera de Gibraltar. Ahora, el océano estaba llenándose de nuevo. Pero Capo no tenía nada que temer de las gigantescas olas que descargaba la cascada desde el oeste, porque ni siquiera un millar de Niágaras podían rellenar la cuenca de la noche a la mañana. Las aguas de Gibraltar cubrirían la cuenca de forma más gradual, creando enormes ríos. El viejo lecho marino se tornaría una marisma acuosa, donde la vegetación iría muriendo lentamente, antes de que las aguas alcanzaran la altura suficiente para cubrir del todo la superficie.
Después de rellenarse, el nivel global de los océanos volvería a caer, y el Mediterráneo se evaporaría de nuevo. Esto ocurriría al menos quince veces en el millón de años que incluía la breve vida de Capo. El Mediterráneo recibiría el legado de una compleja geología en su lecho, con capas de sedimentos alternando las capas de sal dejadas por los sucesivos desecamientos.
La sucesión de desecamientos del océano atrapado estaba teniendo un profundo impacto en el área en la que vivía Capo, así como en la raza de Capo. Antes de que se produjeran, la región del Sahara había estado cubierta de bosque y, dotada de un buen suministro de agua, había albergado muchas especies de simios. Pero por culpa de la presión climática producida por estos cambios bruscos y de la sombra pluvial proyectada por el remoto Himalaya, el Sahara estaba volviéndose cada vez más árido. Los viejos bosques estaban fragmentándose. Y, con ellos, la comunidad de los simios estaba experimentando una especie de cisma en la que cada población fragmentaria se embarcaba en un viaje hacia un nuevo destino evolutivo… o la extinción.
Pero el tronar y la visión borrosa de Gibraltar estaban demasiado lejos como para tener algún significado para Capo. Les dio la espalda y emprendió el descenso hacia la llanura.
Finalmente, salió de la roca desnuda y entró en un área cubierta de vegetación. La verde suavidad de la hierba bajo sus nudillos era un placer. Los demás, que venían tras él, se dejaron caer al suelo, rodaron y se tumbaron, envolviéndose en la crecida hierba que los rodeaba, disfrutando del contraste con la dureza sin vida de la roca.
Pero aún no habían llegado a su destino. Una franja de varios cientos de metros de sabana abierta, plagada de arbustos espinosos, los separaba del bosquecillo más cercano… y no estaba desierta.
Un grupo de hienas estaba devorando un cadáver. Voluminoso, redondeado, puede que hubiese pertenecido a una cría de gomphothere, abatida quizá por un chasma. Las hienas se lanzaban dentelladas y gruñidos mientras, con la cabeza enterrada en el estómago de la criatura y sacudiendo diligentemente los esbeltos cuerpos, arrancaban la carroña del cadáver.
Mientras Capo se pegaba al suelo, Fronda y Dedo se acercaron a él. Empezaron a gemir con suavidad y a rascarle el pelaje, limpiándolo de polvo y trocitos de roca. Los jóvenes machos respondían a su autoridad, tal como se esperaba de ellos. Pero Capo se daba cuenta de que estaban impacientes. Cansados, sedientos, hambrientos, aterrados hasta el tuétano de los huesos por la larga marcha a campo abierto, anhelaban alcanzar el refugio y la provisión de los árboles. Y eso estaba debilitando la autoridad de Capo. La tensión entre los tres machos era intensa, tóxica.
Pero era una confrontación que se desarrollaba en un silencio casi completo, porque los tres querían mantener su presencia oculta a las hienas. Mientras Capo seguía vacilando, Fronda decidió hacer el primer movimiento. Tanteó el terreno dando, primero un pasito vacilante, y luego otro. Recibió un fuerte bofetón en la nuca como recompensa a su desafío. Pero él se limitó a enseñar los dientes y se alejó un poco más, hasta situarse fuera de su alcance.
La crecida hierba se cimbreaba con languidez al paso de Fronda, como si estuviera andando por un mar de vegetación. Después de un momento, Fronda se levantó sobre las patas traseras y asomó la cabeza, los hombros y la parte superior del torso para ver mejor. Era una sombra esbelta, erguido, como un retoño de árbol. Las hienas seguían concentradas devorando el bebé elefante. Fronda volvió a ocultarse bajo la hierba y continuó su camino.
Al fin alcanzó los primeros árboles. Capo, con una mezcla de resentimiento y alivio, lo vio trepar a una palmera, con las patas y los brazos trabajando en armonía, como si fueran componentes de una máquina bien engrasada. Cuando llegó a lo alto de la palmera, lanzó un suave aullido para llamar a los demás. A continuación, empezó a arrancarle los frutos a la palmera y a arrojarlos al suelo.
Uno por uno, dirigidos por Dedo y por la hembra de más edad, Hoja, los simios recorrieron a hurtadillas la franja de hierba que los separaba del bosquecillo. Las hienas no los estorbaron, a pesar de que muchas de ellas habían captado el olor de los vulnerables primates. Tuvieron la suerte de que en los sanguinarios cálculos de las pequeñas mentes de los depredadores, el atractivo de una carne ya disponible superara con creces al de atacar a aquellas criaturas sucias y de aspecto miserable. Capo trató de aprovecharse de ello. Mientras los miembros de su grupo se dirigían hacia los árboles, repartía bofetadas y golpes entre los demás miembros, como si la cosa hubiese sido idea suya, como si los estuviera dirigiendo su corta migración. Los machos recibieron los golpes sin rechistar, pero captó en ellos una especie de tensión, una sutil falta de deferencia que le causó inquietud. Al entrar en el bosque, los simios se dispersaron.
Mientras caminaba entre varios árboles jóvenes y esbeltos, Capo encontró un lago cenagoso: aguas calmadas, de color añil, rodeadas por los tranquilizadores verdes y pardos del bosque. Corrió a la orilla, hundió el morro en la superficie y empezó a beber. Cuando los simios vieron el agua, algunos de ellos entraron andando en ella hasta que les llegó a la cintura. Utilizaron los dedos para sacar algas verdosas del agua y devorarlas: una forma de alimentarse que era otro regalo del bipedismo. Varios jóvenes se tiraron de cabeza y empezaron a limpiarse la tierra acumulada del pelaje; sus aullidos y chapoteos eran fantásticos. Una bandada de pájaros que había estado descansando tranquilamente junto al lago levantó el vuelo, aterrorizada y, con un estruendoso batir de alas se perdió en la distancia.
Pero algunos de los machos jóvenes, entre ellos Fronda y Dedo, se habían reunido a la orilla del agua. Fronda había encontrado un guijarro que podía servirle como percutor; en aquel momento, estaba experimentando con él. Y, de vez en cuando, todos ellos lanzaban hostiles miradas de soslayo a Capo. Su lenguaje corporal apestaba a conspiración.
Capo apretó los labios y escupió una baya que estaba masticando. A la hora de sortear los problemas sociales poseía una notable astucia. Sabía lo que estaban pensando los jóvenes machos. Los había conducido a un lugar seguro, pero eso no era suficiente. Su actuación al cruzar aquella última barrera de hierba no había convencido a nadie. Para restaurar su autoridad iba a tener que hacer alguna demostración impresionante. Podía arrancar algunas ramas y empezar a caminar junto a la orilla del agua, por ejemplo: el follaje, el agua y la luz conformarían una exhibición que los dejaría boquiabiertos. Aunque luego tendría que librar batallas más duras…
Pero puede que no fuera el momento.
Observó a las madres que bañaban delicadamente a sus bebés, a los jóvenes machos que peleaban casi educadamente mientras sus miembros y su pelaje se recuperaban del calor y de la aridez de la llanura salina. Más tarde: dejaría que se recuperaran de la caminata antes de asegurarse de que las cosas volvían a la normalidad.
Y además, a decir verdad, no se sentía con ganas de emprender una nueva guerra. Le dolían las extremidades, tenía la piel despellejada y cubierta de arañazos y lesiones y su estómago, acostumbrado a un suministro regular de comida y agua, rugía como protesta por el tratamiento al que había sido sometido. Estaba cansado. Se frotó los ojos, bostezó y se permitió el lujo de lanzar un explosivo eructo. Ya habría tiempo luego de volver al duro trabajo de la vida, de ser Capo. Por el momento necesitaba descansar.
Con esa excusa en mente, le dio la espalda al lago y se adentró en el bosque.
No tardó en encontrar un árbol de capoc, rebosante de fruta madura. El capoc, sin embargo, estaba armado con espinas largas y afiladas para defender su fruta. Así que le arrancó dos ramas jóvenes, se colocó una de ellas debajo de cada pie y las asió con las extremidades inferiores. Entonces, con los pies protegidos de este modo, trepó al árbol con tanta facilidad como si las espinas no existieran. La acción de trepar, el objetivo ancestral para el que habían diseñado sus miembros, hizo que estos palpitaran de placer. Aunque no volviera a poner el pie en tierra en toda su vida, estaría satisfecho.
Al llegar a una rama llena de fruta, arrancó otra y la utilizó para tapar las espinas. Acomodado sobre su improvisado asiento, empezó a alimentarse.
Desde allí podía ver que el bosquecillo había crecido alrededor de un lago con forma de herradura, emanado de un río que se adentraba sinuosamente en las tierras del sur, atravesando el paisaje frondoso y rico del Sahara. En el futuro, aquella artería tan parecida al Nilo sería desalojada por los movimientos tectónicos y se desplazaría hacia el sur, alejándose del Sahara. Finalmente, acabaría por desembocar en la bahía de Benín, en el África occidental, y los humanos le pondrían el nombre de Níger: hasta los ríos moldeaban el tiempo, mientras las tierras se alzaban y se hundían y las montañas crecían y desaparecían como sueños.
Pero por ahora, el río era un pasillo verde hacia el interior de la región. El grupo podía utilizarlo para avanzar por el bosque, alejándose cada vez más de la costa… un penetrante aullido resonó por todas partes. Era un grito que solo tenía un significado: este lugar es peligroso. Capo escupió la fruta que estaba comiendo y bajó del árbol.
Antes de llegar al lago ya sabía cuál era el problema. Los había olido. Y ahora, al mirar con más cuidado, encontró las señales de su paso: trozos de piel de fruta por todo el suelo, incluso debajo de su capoc, y lo que parecían nidos en lo alto de los árboles más altos.
Otros.
Salieron en tropel de los árboles y la maleza. Eran muchos, muchísimos: cincuenta, sesenta, más de los que el grupo de Capo hubiera contenido jamás. Los machos se acercaron a la orilla del lago. Todos ellos estaban haciendo exhibiciones de ferocidad: con el pelaje erizado, golpeaban las ramas y las raíces y se lanzaban contra las ramas más bajas de los árboles.
Después de todo lo que habían sufrido para llegar hasta allí, el bosquecillo no estaba vacío. A Capo se le encogió el corazón con una intensa sensación de fracaso.
Pero su grupo estaba respondiendo. A pesar de su debilidad, a pesar de que tenían el pelaje mojado y no podían hacer grandes exhibiciones de fuerza, a pesar de todo esto, los machos e incluso una o dos de las hembras de mayor edad estaban tratando de responder. Capo se situó a la cabeza de los suyos y se lanzó inmediatamente a su propia demostración, recurriendo a su larga experiencia para crear una exhibición lo más espectacular y aterradora posible.
Los dos grupos se encararon, sendos muros de simios que aullaban y se agitaban. Pertenecían a la misma especie y hubiera sido imposible diferenciarlos entre sí. Pero ellos percibían las diferencias en el olor: por un lado, el sutil y familiar aroma de los parientes; por otro, el hedor acusado de los extraños. Detrás de sus demostraciones de fuerza se escondía un verdadero odio xenófobo, una amenaza auténtica. Allí estaba la otra cara de los lazos sociales de aquellos animales inteligentes: si pertenecías a un grupo, todos los demás se convertían en enemigos, porque no eran de los tuyos.
Pero Capo estaba asustado. Rápidamente se dio cuenta de que el otro grupo no daba señales de disponerse a la retirada. De hecho, sus exhibiciones estaban volviéndose cada vez más furiosas y los machos más grandes estaban empezando a acercarse a su grupo.
Capo sabía lo que iba a ocurrir. No sería una simple guerra. Los más fuertes, los machos y las hembras de mayor edad, irían primero; probablemente, los bebés acabaran como postre en los estómagos de aquellos desconocidos. Uno por uno. Sería una matanza lenta y sanguinaria, que se prolongaría hasta que fuera completa. Una matanza sistemática como aquella era un horror nuevo en el mundo, un horror que solo aquellos simios, entre todos los animales de la Tierra, eran lo bastante inteligentes para concebir y llevar a la práctica.
Capo comprendió que no podían seguir allí. Tal vez pudieran reanudar la marcha por la llanura; tal vez todavía pudiera llevar a su grupo a un lugar vacío, un lugar seguro.
Pero en el fondo de sus entrañas intuía la verdad. En aquel mundo de bosques menguantes, los supervivientes ya se habían apiñado en las islas de vegetación que quedaban. Y por esa razón luchaban tanto para excluirlos. Ya había demasiados de ellos para aquel bosque, y tampoco tenían otro sitio adonde ir.
No había ningún lugar seguro, pero tampoco tenían otra elección que marcharse. Arrastrando los pies y sacudiendo las ramas, empezó a interpretar la sutil danza que indicaba que quería llevarse al grupo de allí, de regreso al lindero del bosque, a la sabana. Una o dos de las hembras respondieron. Intimidados por la ferocidad del otro grupo, comprendiendo que su situación era desesperada, Hoja y los demás recogieron a sus cachorros y se prepararon para seguirlo. Hasta Fronda, uno de los jóvenes y desafiantes machos, se volvió, confuso.
Pero Dedo no estaba dispuesto a aceptarlo.
Había estado golpeando una raíz con su percutor, haciendo un ruido sordo que se había sumado al fragor reinante. Entonces, con un brusco y aterrador arrebato, se apartó de los demás y lanzó un feroz asalto contra Capo. Lo golpeó en la espalda. Capo cayó de bruces y Dedo empezó a golpear la cabeza de su líder con los puños. Entonces se apartó y se arrojó con el mismo vigor contra el mayor de los machos del otro grupo. Entonces, bruscamente, el ruido, ya estruendoso, se convirtió en una auténtica cacofonía y la peste de la sangre y los excrementos inundó el aire.
Capo rodó sobre sí mismo y se incorporó, con el cuello dolorido. Los demás machos se apartaron sutilmente, aunque sin dejar de aullar y gritar.
Dedo tenía dificultades. En un primer momento había logrado inmovilizar al gran macho en el suelo. Pero ahora algunos de los demás estaban sumándose al combate. No tardaron mucho en atraparlo. Lo apartaron de su adversario, sujetándole los miembros y la cabeza como si fuera un mono al que hubieran cazado. Las heridas que tenía en la piel habían empezado a sangrar. Pero sus gritos no tardaron en convertirse en gorgoteos ahogados en sangre y entonces, el espeluznante sonido del desgarro de la carne, el crujido de los huesos y el chasquido de los ligamentos llegó hasta Capo.
Pero su ataque había tenido un profundo efecto. Si alguien debía atacar al otro grupo, ese tendría que haber sido Capo. Este sabía que ya había perdido. Si lograba llegar con vida al final del día, podría considerarse afortunado: si no lo mataban los del otro grupo, lo harían sus antiguos subordinados.
Aunque avergonzado y derrotado, reanudó su danza de llamada, tratando de llevarse a su grupo de allí. No podía hacer otra cosa.
No todos respondieron, ni siquiera entonces. Algunos de ellos, escupiendo miedo y desafío, se perdieron en el bosque para labrarse su propio destino. Nunca volvería a verlos.
La joven hembra, Aullido, miró a su grupo con ojos muy abiertos y temerosos… y entonces se dirigió hacia el otro grupo. Recibiría una paliza de manos de las hembras, pero puede que fuera lo bastante atractiva para que los machos le permitieran seguir con vida, sobre todo si lograba quedarse preñada lo bastante deprisa.
Los que se quedaron con Capo se pusieron finalmente en marcha hacia el lindero del bosque, pero solo al ver que Fronda imitaba la danza de Capo.
Capo lo entendió, por supuesto. La seguían a ella, no a él.
Regresaron al lindero. El otro grupo no los persiguió, al menos de momento. Empezaron a recoger hojas y trozos de fruta, consternados, confundidos.
Capo estaba deprimido por haber vuelto al punto de partida. Hasta veía el cadáver de la cría de gomphothere, todavía allí, tirado en el suelo. Trepó a un árbol separado del resto y construyó allí un nido improvisado.
Ahora que Dedo había muerto, no sabía quién emergería para encabezar la rebelión contra él.
¿Fronda, quizá? Tal vez pudiera seguir manteniendo una posición de poder formando una alianza con algún otro macho. Ya no sería el jefe supremo pero, como una especie de hacedor de reyes, su apoyo sería crucial para quien quisiera imponerse y seguiría disfrutando de muchos de los beneficios que acarreaba la jefatura, en especial, los privilegios de apareamiento. Tal vez, incluso pudiera volver a encaramarse al poder de aquel modo. Su mente sutil continuó pensando, considerando el juego de las alianzas, las posibles traiciones…
Sus pensamientos se disolvieron. El gran viaje que habían llevado a cabo, y en especial la aplastante decepción que los aguardaba al final, era demasiado para él. Ya nada parecía tener importancia, ni siquiera los complejos juegos políticos que tanto placer le habían proporcionado en el pasado.
Los demás parecían comprender su estado de ánimo. Lo evitaban, no se le acercaban para rascarle y ni siquiera lo miraban. Su derrota total había sido pospuesta por la muerte de Dedo, pero el triste proceso seguía su curso. Los días de Capo habían pasado y su vida estaba casi acabada. Sus fanfarronadas habían llegado a su fin.
Pero entonces Hoja se le acercó. Se sentó en el nido, a su lado, y, con suavidad, empezó a acariciarlo, como cuando ambos eran jóvenes y el mundo era brillante y rico, y estaba lleno de posibilidades.
Fronda no estaba interesado en Capo, en cualquier caso. Otra cosa ocupaba sus pensamientos.
Apoyándose en el suelo con los nudillos, salió unos pocos pasos a campo abierto. Una vez allí, volvió a erguirse sobre las patas traseras. Como siempre que lo hacía, se sintió inseguro, expuesto. Pero la elevación de la cabeza le proporcionaba una plataforma desde la que vigilar el territorio y cualquier depredador o peligro que pudiera acechar en las proximidades.
Volvió a ocultarse bajo la hierba y se aproximó cautelosamente al cadáver del gomphothere. Al ver que se acercaba, las aves carroñeras lanzaron graznidos de protesta, pero tuvieron que alzar el vuelo. Los carroñeros habían hecho bien su trabajo: el cuerpo, con los miembros y las costillas desperdigados por todas partes, los ensangrentados huesos brillando y la cabeza, despojada de ojos y de carne, mirándolo acusadoramente, con los enormes colmillos rotos y roídos, parecía haber explotado. Escarbó entre los jirones de piel y los trozos de carne masticada por las hienas pero quedaba poca cosa; la maquinaria de procesamiento de la sabana había trabajado de forma exhaustiva para consumir la carne del gran animal. Las hienas habían roído hasta las blandas costillas. Pero encontró un hueso del muslo, largo y grueso, terminado en dos protuberancias redondeadas. Estaba intacto. Le dio unos golpecitos contra otro hueso; sonaba a hueco.
Encontró un guijarro en el suelo, del tamaño justo para la palma de su mano. Lo levantó y golpeó el hueso con él. El hueso se partió y el denso y delicioso tuétano empezó a salir de su interior. Era un recurso que no había estado al alcance de los perros y las aves de carroña, que sus dientes y sus picos no habían podido alcanzar. Pero Fronda sí. Levantó el hueso y empezó a sorber el tuétano con avidez.
Los otros, los que habían confinado a Capo y su grupo al lindero del bosque se quedarían allí, aferrándose a lo que tenían. Grupos como aquel acabarían por dar luz a los chimpancés, que diferirían muy poco de sus progenitores ancestrales. Sobrevivirían, e incluso prosperarían: a medida que los desiertos se extendieran y los bosques se retiraran a sus últimos reductos alrededor del ecuador, los grandes ríos proporcionarían a los chimpancés pasillos para emigrar al interior de África.
Pero los descendientes del grupo de Capo marchaban ahora hacia un destino bien diferente. Aquel grupo de simios, idéntico a cualquier otro pero extraviado por la desaparición de su bosque, encontraría el modo de vivir a campo abierto. Abandonar una ecología para la que llevaban millones de años adaptándose sería duro: mientras los simios siguieran sin poder caminar o correr grandes distancias, mientras siguieran sin poder sudar, mientras siguieran sin poder digerir la carne, muchos, muchos de ellos morirían. Pero algunos sobrevivirían: solo unos pocos, pero con ellos sería suficiente.
Fronda se había terminado el tuétano. Pero había muchos más huesos para romper. Levantó la mirada hacia el grupo y empezó a aullar para convocarlo.
Entonces se volvió de nuevo hacia la sabana. Era una criatura bípeda, capaz de utilizar herramientas, de alimentarse de carne, xenófoba, jerárquica, combativa y competitiva, rasgos todos que había extraído del bosque… y, sin embargo, estaba imbuido con las mejores cualidades de sus antepasados, como la tenacidad de Purga, la exuberancia de Noth, el coraje de Vagabunda, incluso la visión de Capo. Colmado de posibilidades de futuro, cargado con las reliquias del pasado, el joven macho, erguido sobre las dos patas, recorrió con la mirada la llanura abierta.