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La última madriguera

TIERRA DE ELLSWORTH, ANTÁRTIDA,

C. 10 MILLONES DE AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.

I

Los excavadores trabajaban en las hierbas duras y llenas de maleza que se aferraban a las dunas. Eran muchos, muchísimos. Estaban tan apelotonados que parecían una alfombra de pelo marrón y tembloroso.

Cava divisó un denso helechal en un pequeño promontorio orientado hacia el océano. Allí, la hueste de animalillos parecía un poco menos densa, así que se encaminó en aquella dirección. Al abrigo de los helechos apartó las frondas con sus ágiles manos de cinco dedos y empezó a mordisquear las esporas marrones.

A sus tres años, Cava era uno de los excavadores más viejos. Su cuerpo no superaba unos pocos centímetros de longitud. Era rollizo y rechoncho y contaba con un grueso pelaje pardo que le ayudaba a conservar el calor corporal. Se parecía un poco a una rata de campo. Pero no lo era. Era un primate.

Desde donde estaba se veía el océano. El sol pendía a baja altura en el horizonte, al norte, sobre la extensión infranqueable e interminable de agua. Ahora que el otoño polar estaba bastante avanzado, el Sol paraba ya la mitad del día debajo del horizonte. Y ya, tierra adentro, había empezado a formarse la corteza de hielo. Más cerca de la costa, Cava podía ver el hielo gris en proceso de formación que despedía su trémulo brillo sobre la superficie musculosa del oleaje. Su cuerpo sabía lo que significaban aquellas cosas. Los días luminosos del verano eran ya un recuerdo impreciso. Muy pronto tendría que enfrentarse a los meses de continua oscuridad del invierno.

Sobre la brillante superficie de una placa de hielo distinguió una mancha de sangre y un trozo de carne imposibles de identificar. Los pájaros la sobrevolaban, graznando, esperando a que les llegara el turno para participar del sangriento festín. Y una sombra se deslizaba por las aguas, alargada y poderosa. Un hocico enorme salió de las gélidas aguas para llevarse un pedazo del premio.

El carnívoro marino era un anfibio, descendiente de una criatura llamada koolaschus. Con sus cuatro metros de longitud, parecía un monstruoso sapo depredador. Era una reliquia de un pasado muy lejano en el que los anfibios habían dominado el mundo. En los climas tropicales, sus antepasados habían sido vencidos por la competencia de los cocodrilos, con quienes guardaban un cierto parecido en tamaño y forma. Los grandes anfibios ya estaban en declive cuando los primeros dinosaurios aparecieron sobre la faz de la Tierra, pero se habían aferrado a la vida en las frías aguas de los polos.

A pesar de encontrarse tan lejos, escondida debajo de los helechos, Cava se estremeció.

De repente una forma achaparrada y cubierta de plumas emergió de la tundra. Los excavadores, presa del pánico, se desperdigaron en todas direcciones y Cava se ocultó. El recién llegado corría erguido sobre unas patas largas y poderosas, y sus manos, apenas visibles bajo el denso plumaje blanco, eran prensiles y estaban equipadas con crueles garras. La criatura se lanzó al agua y nadó hacia el bloque de hielo flotante. Una vez allí, empezó a disputarse los trozos de carcasa con el anfibio, al igual que en tiempos futuros los zorros árticos tratarían de arrebatarle a los osos polares parte de sus capturas.

El voraz depredador de blanco plumaje parecía un ave sin alas. Pero no lo era. Era un descendiente de los velocirraptores del Cretácico.

En la Antártida, cincuenta y cinco millones de años después del impacto del cometa, todavía quedaban dinosaurios.

Cava se encaminó tierra adentro, lejos de la sanguinaria escena que tenía lugar en la costa. Se movía con cautela, tratando de permanecer siempre oculta. Aquí y allá se veían plumas blancas, perdidas por el raptor en su prisa por alcanzar el cadáver del hielo.

Al coronar la última duna, el paisaje del interior apareció ante sus ojos.

Era una amplia llanura de color verde y marrón, salpicada aquí y allá por el azul del agua. La hierba seguía siendo densa, aunque ya estaba empezando a morir, y allí donde todavía no lo había hecho, estaba tiñéndose de un pardo dorado. La mayoría de las flores había desaparecido, porque no quedaban insectos a los que atraer; pero aquí y allá, todavía pervivían brillantes y bonitas flores, como las saxífragas. Alrededor de los estanques de agua dulce se apiñaban los animales buscando algo para beber. Pero los estanques estaban ya cubiertos del gris de los hielos superficiales.

Era una escena clásica de la tundra, el cinturón de hielo que envolvía aún el continente.

Y, en aquella tundra, moraban dinosaurios.

Varios kilómetros al sudeste, cava vio lo que parecía una nube oscura pegada al suelo. Era una manada de muttas. Al respirar, creaban nubes de vapor que quedaban flotando a baja altura en el aire gélido. Eran dinosaurios, inmensos herbívoros. Desde aquella distancia parecían mamuts sin colmillos. Pero si uno se acercaba, podía ver que conservaban los clásicos rasgos de los dinosaurios: sus patas traseras eran más poderosas que las delanteras, tenían poderosas colas que utilizaban para equilibrarse, se movían de una forma extrañamente asustadiza y nerviosa, más parecidos a aves que a cualquier mamífero, y de vez en cuando se incorporaban sobre las patas traseras y rugían con la ferocidad de un tiranosaurio.

Los muttas descendían de los muttaburrasaurus, enormes herbívoros jurásicos que en su tiempo se habían alimentado de cicadas, helechos y coníferas. Conforme los hielos descendían sobre la Antártida, los muttas habían aprendido a subsistir con la escasa vegetación que producía la tundra, sus cuerpos se habían vuelto más compactos y redondos y habían desarrollado un denso abrigo hecho de múltiples capas de plumas escamosas de color oscuro. Gradualmente, se habían convertido en grandes y migratorios herbívoros de la tundra, un papel que más tarde ocuparían animales como los caribúes, los bueyes almizclados… y los mamuts. Sus quejumbrosos rugidos, proferidos por los sacos de piel hinchable que tenían en los grandes hocicos córneos, resonaban contra los muros de hielo del sur.

Antaño, los muttas migraban por todo el continente, aprovechando el corto y espléndido verano. Pero a medida que avanzaban los hielos, su número había disminuido notablemente y ahora, con cierto abandono, las manadas supervivientes vagaban por la franja cada vez más estrecha de tundra que se extendía entre el hielo y el mar. Aquella manada de muttas estaba siendo acechada por un cazador solitario. Inmóvil como una estatua, el allosaurio enano inspeccionaba la manada. Parecía una escultura emplumada hecha de oro. Aquel allo era la reliquia enana de una familia de criaturas que se habían extinguido por todas partes hacía mucho tiempo, un descendiente directo, de hecho, del león jurásico que había matado a Estego. Pero la manada era consciente de su presencia y permanecía apiñada, con las crías en el centro. Los movimientos de aquel allo eran lentos, como si estuviera drogado. Ya se había cobrado una pieza. Una vez almacenada la reserva de grasa para el futuro, su metabolismo estaba lentificándose mientras la temperatura del aire iba descendiendo. Muy pronto, como todos los años, el allo excavaría su madriguera invernal en un banco de nieve, al modo de los osos polares.

Las hembras de allo ponían sus huevos hacia el final del invierno, y los enterraban en la nieve, sabiendo que allí estarían a salvo. Para los mamíferos de la Antártida, la posibilidad de que de cualquier banco de nieve emergiera de repente un puñado de crías de allosaurio hambrientas, lanzando dentelladas y peleando por su primera comida, hacía la primavera mucho más interesante.

En aquel momento se produjo una conmoción entre un grupo de excavadores, no lejos de Cava, y la fría brisa que soplaba desde el hielo le trajo un aroma intenso y carnoso. Huevos.

Corrió lo más deprisa posible entre los helechos y la larga hierba, olvidando por una vez su propia seguridad.

El nido contenía huevos: los huevos de una mutta. A esas alturas de la estación era un hallazgo insólito, y además se producía muy lejos de las zonas en las que los muttas solían anidar. Puede que aquellos huevos los hubiese puesto una madre enferma o herida. Algunos excavadores se habían puesto ya manos a la obra y entre las atareadas criaturas había algunos steropodones: torpes, de pelaje negro y un aspecto extrañamente primitivo, descendían de unos mamíferos que habían habitado en el continente meridional desde tiempos jurásicos.

Cava pudo abrirse camino hasta el nido antes de que fuera destruido por completo. No tardó en tener las manos manchadas de pegajosa yema. Pero la competición por los huevos degeneró rápidamente en una batalla feroz. Había muchísimos excavadores en la tundra aquel otoño, muchos más que el pasado año. Y Cava era lo bastante lista como para sentir preocupación por la superpoblación de su especie, al menos a un nivel profundo, inconsciente.

No había una causa sencilla para un crecimiento poblacional como aquel. Los excavadores formaban parte de complejos ciclos ecológicos que implicaban la abundancia de la vegetación y los insectos que ellos exhumaban, y los carnívoros que, a su vez, se alimentaban de ellos. En épocas de superpoblación, el instinto inducía a los excavadores a emigrar, a huir ciegamente por los verdes campos en busca de un lugar en el que establecer una nueva madriguera. Muchos de ellos caían presa de los depredadores, pero así eran las cosas: sobrevivían los suficientes.

Al menos, así era como había ocurrido en el pasado. Pero ahora, mientras el hielo avanzaba y la tundra se retiraba, no había ningún sitio que no estuviera colonizado ya. Así que siempre había multitudes como aquella, y siempre había que estar luchando.

Por supuesto, era una lástima para el mutta que había puesto los huevos. Los muttas dejaban sus huevos sobre la tierra, igual que habían hecho siempre sus antepasados, lo que los hacía vulnerables a los depredadores oportunistas como los excavadores. De hecho, la clave del descenso en el número de muttas era la competencia cada vez mayor por la reserva de proteínas que contenían sus grandes huevos. Los grandes mamíferos herbívoros, como los mamuts o los caribúes, habrían estado en mejor posición, puesto que sus crías habrían estado más seguras en un momento crucial de sus vidas. Pero los muttas, tan varados como los demás cuando la Antártida se había separado de los demás continentes, no habían tenido voz ni voto en el asunto.

De repente, una garra descendió volando del cielo. Con un instinto refinado a lo largo de más de doscientos millones de años, Cava se pegó al suelo, mientras los excavadores chillaban y se acurrucaban unos contra otros.

La garra atrapó a un pequeño e inmaduro excavador y lo arrojó al interior de unas fauces abiertas. Volvió a intentarlo, con una ansiedad rayana en la frustración. Pero los mamíferos se habían desperdigado. Y al cabo de un rato, Cava escuchó el inconfundible sonido de un pico lleno de dientes que destrozaba y engullía un embrión de mutta tras otro.

El bandido era un laellyn. Otro dinosaurio, en este caso parecido a una gallina atlética. Los laellynes no poseían el equipamiento necesario para ser cazadores eficaces de grandes presas y en general eran carroñeros oportunistas. Para este laellyn, al igual que para los excavadores, un huevo de mutta a esas alturas de la estación era un raro y precioso hallazgo.

Mientras el laellyn se alimentaba, Cava trató de permanecer inmóvil para no llamar la atención del depredador. Pero estaba hambrienta. Había sido un verano corto y pobre y no había podido reunir una capa de grasa lo suficientemente grande como para afrontar las privaciones del invierno. Y el laellyn estaba comiéndose los huevos… comiéndose todos sus huevos.

La rabia y la desesperación consiguieron finalmente superar la prudencia. Se levantó sobre las patas traseras, siseando y con las zarpas extendidas.

El laellyn, con la boca manchada de sangre y yema, retrocedió un paso, sobresaltado por aquella brusca aparición. Pero su pequeña mente de reptil no tardó en decirle que aquella criatura no representaba una amenaza para él. De hecho, aquella cálida bola de pelo, a pesar de su actitud inusual, era buena para comer, mejor que los embriones y la yema de los huevos.

El laellyn abrió la boca y se inclinó hacia delante.

Cava lo esquivó y escapó. Pero tuvo que abandonar el nido con una sensación de ardor hambriento en las tripas.

Cava podría haber trazado la genealogía de su linaje hasta Plesi, la pequeña carpoleste que habitara el planeta en una época de calentamiento, pocos millones de años después del impacto de la Cola del Diablo. Los descendientes de Plesi se habían desperdigado por el mundo utilizando puentes, islas y almadías para cruzar de un continente a otro. Una rama de la antigua familia había cruzado un puente continental entre Sudamérica y la Antártida, en una época en la que el continente meridional tenía aún que asentarse sobre el polo.

Y allí había topado con dinosaurios.

Incluso durante el cálido Cretácico, los dinosaurios de la Antártida habían tenido que soportar largos meses de oscuridad polar. Así que los escasos supervivientes que habían sobrevivido a la catástrofe global estaban bien equipados para soportar el invierno que el cometa había desencadenado sobre la Tierra, mientras sus contemporáneos de latitudes más cálidas perecían.

Pero los continentes, fragmentos de la disolución del ancestral continente único, habían seguido separándose. Dando vueltas, la Antártida se había alejado de los demás pedazos de la Pangea meridional y no había tardado en encontrarse tan lejos que el contacto con otros, ya fuera por puente emergido o por almadía, se había tornado imposible. Y mientras el mundo se recobraba de la catástrofe, la flora y la fauna de la Antártida habían empezado a explorar su propio y único destino evolutivo. Allí, el eterno enfrentamiento del mamífero contra el dinosaurio había disfrutado de una larga y sostenida coda, y allí, gracias a las ferocidades gemelas de los dinosaurios y el frío, los mamíferos habían permanecido atrapados en sus humillantes nichos cretácicos.

Pero, al fin, la Antártida se había detenido bajo el continente meridional y la capa de hielo había empezado a crecer lentamente.

Los días se hicieron más cortos y el Sol carmesí empezó a escatimar sus visitas por encima del horizonte. La escarcha endureció los suelos. Muchas especies de plantas murieron en la superficie, y sus esporas quedaron aletargadas a la espera del retorno de la breve calidez del verano.

Había poca nieve suelta. De hecho, la mayor parte del continente era, técnicamente hablando, una zona semidesértica: la nieve que caía lo hacía en forma de duros copos cristalinos que quedaban en el suelo como piedras, hasta que el viento las reunía en bancos y ventisqueros.

Pero la nieve, por escasa que fuese, era vital para los excavadores.

Aquellos que habían sobrevivido durante el verano y el otoño empezaron a excavar en los bancos de nieve y construyeron complejos sistemas de túneles bajo las primeras capas, las más duras. Los túneles conformaban ciudades elaboradas, húmedas, níveas, de paredes endurecidas por el paso de muchos cuerpos pequeños y cálidos y en las que reinaba un aire cargado del cálido aroma del pelaje humedecido. No es que las madrigueras fueran lo que se dice calientes, pero la temperatura nunca descendía por debajo de cero.

En el exterior, el cielo invernal, cuajado de estrellas, ondeaba en silencio auroras boreales.

El laellyn que le había robado los huevos a Cava pertenecía a una manada, formada casi toda por jóvenes y centrada en una pareja dominante. Con la llegada del invierno, al sentir, como de costumbre, que el letargo estacional se abatía sobre ellos, la manada de laellyn se reunía.

Los laellyn descendían de unos pequeños y ágiles dinosaurios herbívoros que antaño habían habitado, reunidos en nerviosos clanes, los suelos de los bosques árticos. En aquellos tiempos, los laellyn podían llegar a ser tan altos como un humano adulto, y tenían ojos bien adaptados a la oscuridad de los bosques polares. Pero con la llegada de los grandes fríos, habían menguado, se habían achaparrado y sus cuerpos se habían cubierto con una capa aislante de plumas escamosas.

Y, conforme pasaban los millones de años, habían aprendido a comer carne.

A medida que el frío iba incrementándose, los miembros de la manada se fueron deslizando en la inconsciencia. Su metabolismo redujo el ritmo hasta alcanzar una lentitud asombrosa, la justa para impedir que su carne se congelara. Era una estrategia muy antigua, moldeada por millones de años de vida en aquellas regiones polares, y siempre había sido efectiva.

Pero esta vez no lo sería. Porque nunca había habido un invierno tan frío como este. En lo más crudo del invierno, una tormenta se abatió sobre el grupo de laellyn. El salvaje viento les arrebató gran parte del calor corporal. Se formó hielo en el interior de su carne, y destrozó la estructura de sus células. Y, gradualmente, la congelación fue hundiendo cada vez más sus afilados puñales en sus pequeños cuerpos.

Pero los laellyn no sintieron dolor. Su letargo era un sueño silencioso, carente de imágenes, reptiliano, más profundo de lo que ningún mamífero conocería jamás, y dio paso, suavemente y sin estridencias, a la muerte.

Cada año los veranos eran más cortos y la llegada del invierno suponía un acontecimiento más temible. Cada primavera, la capa de hielo que ocupaba el centro del continente, un lugar en el que nada podía vivir, avanzaba un poco más. Hacía tiempo, en aquel lugar habían crecido altos árboles: coníferas, árboles de helecho y los antiquísimos podocarpos, con racimos de frutos en la base. Pero ahora esos árboles, talados tiempo atrás por el frío, solo existían como vetas de carbón enterradas profundamente bajo las patas de Cava. Habían pasado muchos millones de años desde que los antepasados de Cava abandonaran trepando la superficie.

Los primates de la Antártida habían tenido que adaptarse al frío. No podían hacerse más grandes; de eso se encargaba la competencia con los dinosaurios. Pero desarrollaron capas de aislamiento, con pelaje y grasa, para atrapar el calor corporal. Los pies de Cava estaban tan fríos que apenas había diferencia de temperatura entre la superficie y ellos, de modo que perdían muy poco calor. La sangre fría que ascendía hacia su torso desde los pies pasaba junto a vasos sanguíneos que contenían la sangre caliente que circulaba en sentido contrario. La grasa de sus patas y pies era de un tipo especial, formada por cadenas de hidrocarburos más cortas, con un punto de fusión más bajo, pues de lo contrario se habría endurecido como la mantequilla congelada. Y así sucesivamente.

Pero, a pesar de todo este mecanismo de adaptación al frío, Cava seguía siendo un primate y todavía conservaba las manos ágiles y los antebrazos fuertes de sus antepasados. Y, aunque su cerebro era mucho más pequeño que el de ellos —en aquel medio dominado por la escasez, un cerebro grande era un lujo innecesario y ningún animal era más inteligente de lo estrictamente necesario— era más lista que cualquier rata de campo.

Pero el clima estaba enfriándose más aún. Y todos los años, los animales y plantas supervivientes se veían confinados a una franja de tundra cada vez más estrecha, próxima a la costa.

El fin de la partida estaba acercándose.

Cava advirtió que le costaba respirar.

Embargada por un súbito ataque de pánico, empezó a arañar la nieve que había sobre ella. Sus manos, evolucionadas para trepar a los árboles, excavaron ahora una superficie helada.

Se abrió camino hasta el exterior de la madriguera, donde reinaba una luz primaveral tan brillante que resultaba pasmosa. Una bocanada de aire fétido la siguió y salió al frío como un chorro de vapor: apestosa, colmada de olor a muerte.

Era una pequeña bola de piel y pelo con olor a orina, sobre un vasto y virgen paisaje nevado. El sol que pendía sobre el horizonte parecía una linterna amarilla en un cielo entre púrpura y azul. Así que la primavera estaba avanzando. Pero nada se movía: ni pájaros, ni raptores, ni allos enanos parecidos a gallinas emergiendo de sus refugios invernales. Ningún otro excavador salió de la nieve. Ninguno de sus parientes la había seguido.

Emprendió el descenso del banco de nieve. Se movía con rigidez, con las articulaciones doloridas, un hambre voraz en las tripas y una sed terrible en la garganta. La prolongada hibernación había consumido casi una cuarta parte de su masa corporal. Y estaba tiritando.

Esto último evidenciaba un gran fallo en los sistemas de protección frente al frío de su cuerpo, un último recurso consistente en generar calor corporal con movimientos musculares que consumían inmensas cantidades de energía. No debería estar tiritando.

Algo iba mal.

Llegó a la franja de tierra desnuda que jalonaba el mar. El suelo estaba cubierto de hielo, tan duro como una roca. Y a pesar de lo avanzado de la estación, nada crecía allí, todavía no. Las esporas y semillas seguían durmiendo bajo tierra, latentes.

Se encontró con un grupo de laellyn. Tratando de protegerse del frío, habían entrelazado los miembros y los cuellos hasta formar una especie de enmarañada escultura cubierta de plumas. Instintivamente, se pegó a la nieve del suelo.

Pero los laellyn no representaban ninguna amenaza. Estaban muertos, unidos en su último abrazo. Si Cava los hubiese empujado, puede que el conjunto se hubiese derrumbado, y las plumas se hubiesen partido como carámbanos.

Se alejó a la carrera, dejando a los laellyn en su último sueño.

Llegó a un pequeño promontorio orientado al océano. Había estado allí a finales del último invierno, bajo un pequeño helechal, contemplando la batalla entre el raptor y el sapo. Ahora, hasta las esporas de los helechos estaban enterradas bajo tierra, y no había nada para comer. Delante de ella, el mar se extendía hasta el horizonte como una ininterrumpida llanura de color blanco. Aquella geometría sin vida hizo que se encogiera de pavor: un horizonte tan implacable como una espada, blanco inmaculado debajo, azul vacío en lo alto.

Solo la costa ofrecía una quiebra de la monotonía. Allí, el implacable oleaje del mar había roto el hielo e incluso en ese momento, la vida salía a la superficie. Cava pudo ver diminutos crustáceos moviéndose por las aguas superficiales, atracándose de plancton. Y medusas, grandes y pequeñas, criaturas casi traslúcidas, como hechas de encaje, delicadas, que cabalgaban a lomos de las olas.

Incluso allí, en el fin del mundo, el mar interminable era un hervidero de vida, como siempre. Pero no había nada para Cava.

Conforme avanzaba el enfriamiento global, se iba cerrando año tras año la gran presa del hielo. Aquella colección única de animales y plantas, atrapada en aquella inmensa y aislada almadía, no tenía sitio adonde ir. Y al final, la evolución no podría ofrecer defensa alguna frente a la victoria definitiva de los hielos.

Fue un espantoso evento de extinción, ignorado por el resto del planeta, prolongado a lo largo de millones de años. Una biota entera estaba congelándose hasta la muerte. Cuando todos los animales y plantas hubieran desaparecido, la monstruosa capa de hielo que cubría el corazón del continente se extendería aún más, enviando glaciares a abrirse camino brutalmente por la roca hasta que la abstracción sin vida del hielo fuera a encontrarse con el propio mar. Y aunque los fósiles más profundamente enterrados y los yacimientos de carbón de antaño sobrevivirían, no quedaría vestigio alguno que demostrara que el mundo de tundra de Cava y la manifestación única de la vida que lo había habitado hubieran existido alguna vez.

Descorazonada, le dio la espalda al mar y se adentró en la tierra helada en busca de comida.